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GUIÓN
TEMA
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Se suele afirmar que Baudelaire es el poeta de la vida moderna, el primero que se
interesa por las ciudades. Si lo es, será para decir hasta qué punto detesta la ciudad
tentacular, que, para él, es el lugar geométrico de la desgracia humana. Pero el campo
no vale mucho más. Nunca le entusiasmarán las locomotoras y la vida moderna.
Baudelaire aparece como poeta por medio del mundo por repulsión, no por adhesión; y
por esta razón el mundo lo rechazó.
No tiene mucha mejor opinión de la sociedad burguesa, a la que reprocha su
mojigatería y su hipocresía, su egoísmo, su cinismo, su falsedad engreída. Su actitud de
dandy sirve para establecer distancias, para intentar distinguirse, alcanzar en el aspecto
más exterior y superficial aquella perfección que le obsesiona; es el último lance
heroico en las sociedades decadentes; será, pues, una actitud ascética, un ejercicio
espiritual de alto coste –pues reduce a la más total soledad- que edifica una barrera entre
el mundo inaceptable y el ser dolido, con el riesgo de que caiga en la apatía, en lo que
Baudelaire llama su “pereza”. Será la imagen concreta de su angustia vital, parálisis y
pérdida de las facultades humanas de quien está inmerso en un mundo
desproporcionado, en el que todos los valores espirituales han sufrido inflación, el
trueque y la deformación, la especulación que los aleja del “inocente paraíso de los
amores infantiles”. El satanismo, el cantar o suscitar el Mal, desvelarlo por doquier es
otra manera de establecer diferencias: el poeta, lúcido, no suscribe el consenso, no se
oculta el rostro púdicamente; dice con claridad lo que todos quieren callar.
Lo que engendra el spleen está escrito en el primer verso del libro: el pecado, el
error, la idiotez, la avaricia, y la lista no es exhaustiva. Es el mundo moderno, el hombre
moderno, los valores modernos, en una palabra, la desilusión del hombre de una
generación cuyos padres hicieron la Revolución para algo más que para matar al rey y
proclamar la república y que contempla, consternada, a qué infierno se ha llegado.
Cuando el poeta se pregunta ¿qué soy?, se reconoce un hombre, un ser degenerado que
en medio de su propia villanía se descubre poeta, es decir, aquel que puede decir la
bajeza y los sueños de ideal.
A este siniestro espacio humano se superpone rápidamente un espacio teológico:
en Las flores del mal se habla a menudo de pecado; es un espacio que inclina al hombre
hacia lo más bajo y por el que todos resbalan con mayor o menor rapidez; un espacio sin
horizonte, gris, que incita a la claustrofobia: el cielo bajo y pesado pesa como una losa y
nos aboca al abismo, es decir, a la imposibilidad de escapar de la condición humana, del
pecado, del error, de la avaricia, de la hipocresía.
En este universo común a los románticos, se vislumbra una luz, un Ideal capaz de
contrarrestar al spleen. Aunque el Ideal queda como un mero sueño, una aspiración
íntima, algo remoto que se concibe y que nunca se alcanzará. De modo que la vida se
presiente llena de sufrimientos irremediables porque el remordimiento pesa más que los
mejores propósitos, y las faltas cometidas excluyen cualquier expiación futura.
En su mundo, la belleza es de piedra, la belleza alcanzable, propia de las mujeres,
será siempre degradada, testimonio en el presente de la imposibilidad de preservar la
pureza del pasado. Existen remedios: dormir, no estar, dormir sin soñar, pues el
despertar es más doloroso si se ha revisado la realidad soñándola. Y después viajar, que
no es exotismo pintoresco, sino neurótico deseo de estar siempre en otro sitio que aquel
en el que está. El viaje baudelairiano es siempre imaginario, indefinido, incierto y
precario. “Los viajeros de verdad son aquellos que parten por partir”. Es la imagen de
una agitación interior, un tormento que no cesa jamás, un desasosiego constante: la vida
del poeta. Frente al mundo moderno se estructura una geografía onírica del país exótico,
lujuriante y cálida, pero no pasa de ser un paraíso profano, huidizo, como la belleza, y
que no tiene futuro. Todas las imágenes de infinito (el mar, las nubes, los ojos de los
gatos) se brindan como la imposibilidad de cualquier trayecto, la confirmación cruel del
encarcelamiento del hombre en los parámetros de su condición.
En cuanto a la mujer, no es siquiera la musa del poeta, como es norma.
Baudelaire tiene con ella dos posturas opuestas. Hay una mujer abominable, que llama
la “mujer natural”, es decir, sometida a la naturaleza, esclava de sus instintos de
posesión, de maternidad; la mujer es semejante a un reloj que desgrana minutos y
segundos, cuenta atrás que recuerda constantemente el paso del tiempo y que, por
añadidura, se permite ser frívola. Otro modelo que ofrece de la mujer es la imagen como
espejo de sensualidad, la que inspira amor carnal y permite vivir siempre ebrio, fuera de
uno mismo, en medio de olores, sedas y vapores que subyugan como la droga; ofrecen
un símil de infinito, suficiente para el tránsito terrenal. Habrá pues una doble
postulación, hacia la pureza, el sacrificio y la luz por una parte, y hacia las tinieblas, el
dolor, el pecado y el egoísmo, por otra.
Pequeños poemas en prosa (El spleen de París) (1869, póstumo): Con el poema
en prosa, Charles Baudelaire quiso explorar una nueva forma poética que, alejándose
del corsé métrico, fuera asimismo capaz de acomodarse «a los movimientos líricos del
alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia». Redactadas
entre 1852 y 1867, las cincuenta piezas que configuran «El spleen de París» son la cara
complementaria, el reverso en prosa de Las flores del mal, pues en definitiva ambas
obras manan de una misma sensibilidad poética en la que el tedio, la soledad, la cólera,
la angustia existencial, el demonio, la muerte, se entremezclan indisolublemente con el
luminoso Ideal.