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Libertad económica y humanismo cristiano para la Unión Europea:

De la Escuela de Salamanca a la Europa del Futuro


por Rafael Termes

21/05/1998

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El día 4 de este mismo mes quedó constituido el grupo de los once países de la
Unión Europea, que a partir del 1 de enero de 1999, han de integrar la Unión
Monetaria, con una moneda común, el euro, gobernada por un único Banco Central
Europeo. Los eufóricos comentarios con que se ha celebrado este acontecimiento
que, sin duda, puede calificarse de histórico, parecen dar a entender que, tras el
largo proceso, iniciado con las firmas del Tratado de Roma en 1957, y en el que no
ha habido pocas dificultades y retrocesos, esta vez sí se ha llegado de verdad a la
realización del antiguo sueño de dar al viejo nombre de Europa un contenido, no
sólo geográfico y cultural, sino también económico y político, capaz de hacerle
participar con preponderante peso propio en los intercambios mundiales.

LA FORMACIÓN DE EUROPA

Es difícil, en estos momentos -y más bajo el título de esta VI Conferencia Anual de


EBEN- "Europa ¿mercado o comunidad? De la Escuela de Salamanca a la Europa
del futuro"- es difícil, digo, substraerse a la tentación de evocar, aunque sea en
forma esquemática, los grandes hitos de una trayectoria histórica, cuyo inicio, en
otra ocasión, yo situaba en el año 800, cuando en la Misa de la noche de Navidad,
el Papa León III colocaba la corona imperial sobre las sienes de Carlomagno,
solemnizando así el nacimiento de Europa como sociedad política. Europa vel
regnum Caroli, la Europa Carolingia que, sorprendentemente, coincide con la que
después hemos llamado la "Europa de los Seis". Entonces no se le llamó Europa,
sino Universitas Christiana, porque, aunque el nombre de Europa había sido
apuntado a partir, por lo menos, del siglo VII, se prefirió el de Cristiandad, ya que
lo que importaba no era el territorio, sino la fe que dictaba un modo de ser y
definía la unidad de unos hombres que, por cristianos, se sabían interiormente
libres.

Esta Universitas Christiana duró hasta mediado el siglo XVI, cuando, fracasado,
con la paz de Augsburgo, el intento de Carlos V -mezcla de español y flamenco- de
mantener el Sacro Imperio Romano Germánico como unidad cultural, se dio paso a
la noción territorial; momento en el cual, congruentemente, resucita el término
Europa para designar el occidente latino, germánico y eslavo, a impulso, entre
otros, del gran humanista que fue Enea Silvio Piccolomini, más tarde Papa Pío II.

Pasemos de puntillas sobre los posteriores y diversos proyectos de organización de


la "Sociedad europea", tales como el "Gran Dessein" del duque de Sully, bajo
Enrique IV de Francia, a mediados del XVII; los pronunciamientos doctrinales sobre
un Estado federal europeo o de una Confederación europea, a finales del XIX; o,
después de la Primera Guerra Europea, el movimiento Paneouropa, inspirando, por
primera vez, un proyecto destinado a evitar los conflictos armados, y del que, en
los últimos años veinte, fueron destacados defensores, entre otros, el Conde
Sforza, Bertrand de Jouvenel y Eduard Herriot.

Poco más podemos detenernos en los nuevos europeísmos que nacieron de las
cenizas de la destrucción ocasionada por la Segunda Gran Guerra, tras la cual
Europa quedó dividida por fronteras ideológicas, como lo había sido por razones
religiosas en el medioevo. El proyecto de Unión Aduanera de 1923, el Movimiento
Europeo creado en La Haya en 1948 y el Consejo de Europa nacido en Londres en
1949, son jalones de esta fase del proceso, que precede a la que, bajo la misma
preocupación por la paz, inician Jean Monnet y Robert Schuman en 1951, con la
creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, seguido, tras el fracaso
de la Comunidad Europea de Defensa, por la fundación, en 1957, de la Comunidad
Económica Europea, punto de partida, como dije al empezar, de la fase en la que
nos hallamos y que se pretende culminar, con la puesta en marcha, el 1º de enero
de 1999, de la Unión Monetaria Europea.

EUROPA FEDERAL O EUROPA CONFEDERAL

En todo este proceso, sumariamente descrito, desde el principio, como


acertadamente ha dicho Antonio Truyol, se han opuesto dos concepciones de la
unidad anhelada, que a lo largo de los avances y los retrocesos se han afirmado
reiteradamente y siguen presentes al día de hoy, cuando nos disponemos a
coronar el proyecto. Mientras -dice Antonio Truyol- una de estas concepciones
(unionista) entiende la "unidad" como una cooperación interestatal de corte
tradicional, con un mínimo de órganos comunes y transferencias de soberanía, la
otra (federalista) propugna la inserción en una entidad supraestatal con órganos
comunes propios a los que se ceden, ampliamente, las competencias estatales. A
esta diversa concepción de la Unión Europea me refería yo cuando, en la Lección
Inaugural del curso 1991-92 de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona,
hablaba de la polémica entre la Europa federal y la Europa confederal, añadiendo
que, a primera vista, parece ser que los "federales" están más próximos a los
socialistas y emparentados, congruentemente con su concepción de economía
centralizada, planificada e intervenida por el Estado; los "confederales", en cambio,
serían los liberales y sus afines, los cuales postulan, a grandes rasgos, la primacía
del individuo y de la sociedad civil sobre el Estado. A pesar de que yo, entonces,
animado por el reciente derribo del Muro de Berlín y del descubrimiento del fracaso
del socialismo, auguraba una cierta posibilidad del triunfo de los "confederales", la
verdad es que, al día de hoy, me parece que, por suerte o por desgracia, la victoria
va siendo de los "federales". Y el arma de su victoria será precisamente la Unión
Monetaria.
Siempre he defendido, y no he estado solo en esta postura, que para el perfecto
funcionamiento de un Mercado Único Europeo, con la libre circulación de
mercancías, personas, servicios y capitales, contemplada en el Tratado de Roma y
ratificada en el Acta Única Europea de 1967, no era, en absoluto, necesaria la
moneda única; pero que, si la moneda única se imponía, la Unión Política era
inevitable. Por esto, lograda la Unión Monetaria, si ésta persiste, tardaremos más o
tardaremos menos, pero la Unión Política de corte federal estará asegurada. Cosa
que todos comparten, aunque los que llamé "confederales" lo lamentan, porque
ven venir la centralización estatista y burocrática, en todos los terrenos, que una
federación comporta; en cambio, los "federales", que ya han hecho oír su voz -con
Jacques Delors a la cabeza- lo celebran, afirmando que, después del euro, el
próximo paso es la unidad política. A cada uno la tarea de juzgar si unos futuros
Estados Unidos de Europa, con la desaparición de las seculares identidades
nacionales, son deseables o no. No es este el cometido que hoy me ha sido
asignado. Dejemos, por lo tanto, este asunto, a pesar de la importancia que le
atribuyo, y vayamos a la realidad presente.

 
LA ADMISIÓN DE ESPAÑA EN LA UME

Es ciertamente satisfactorio que España haya sido aprobada, e incluso "cum


laude", para entrar en la primera ronda de los países que han de configurar la
UME. Y lo es por varias razones. La primera porque, aun siendo incierto el
resultado para nuestro país de la entrada en la Unión, parece a todas luces
evidente que, para nosotros -tal vez otros países pueden pensar distinto- sería
peor quedarse fuera que estar dentro. La segunda, y más importante, es que los
criterios fijados en el Tratado de Maastricht, que han servido para examinarnos,
son buenos en sí mismos y todo país debería hacerlos suyos, aunque no hubiera
existido nunca tal Tratado. En efecto; la tendencia al equilibrio presupuestario, el
reducido endeudamiento público, la baja tasa de inflación, los tipos de interés
reducidos y la estabilidad cambiaria son cosas buenas de por sí y forzosamente
redundan en el crecimiento de la inversión y el producto. Sin embargo, el logro de
estos objetivos exige políticas que los gobiernos se resisten a aplicar
autónomamente porque son políticas impopulares y se supone que han de restar
votos electorales a los partidos que las adopten. Por esto, Alberto Ullastres, a
quien solamente ahora algunas calificadas voces se aprestan a reconocer el
meritorio papel desempeñado en las fases más duras del proceso de
"europeización" de España -mérito que descaradamente le regateó el gobierno
socialista, al excluirle exprofesamente de la ceremonia que acompañó el acta de
adhesión de España al Mercado Común- Ullastres, digo, a raíz del Plan de
Estabilización y Desarrollo, afirmaba que, en España, la estabilización se ha tenido
que hacer siempre desde el extranjero. Y así ha sido también ahora; las exigencias
de Maastricht han servido para que el actual Gobierno, con decidida voluntad de
lograr el ingreso, pudiera justificar ante el país el empleo de políticas coherentes
con el objetivo; las cuales, al amparo de una fase expansiva del ciclo económico,
han servido para asegurar la admisión, contando, desde luego, con la benevolencia
con que los examinadores, por razones políticas, nos han aplicado, como han
hecho con los otros países, los criterios de convergencia.

LA UNIÓN MONETARIA EUROPEA Y EL DESEMPLEO

Sin embargo, a los fines de mi exposición no me interesa tanto el éxito logrado por
España, como el hecho de que los once países de la Unión Monetaria Europea
inician su andadura con un grave problema de desempleo que afecta a no menos
de 19 millones de personas, lo que, en términos medios, supone el paro de un 11
por ciento de la población activa; aunque sea lamentablemente cierto que España
ocupa el primer lugar de la lista con una tasa de paro que casi dobla la media.

Algunos piensan que la creación de la UME producirá, por sí sola y en forma


automática, una expansión de la economía comunitaria que, a través de una fuerte
creación de empleo, reducirá la tasa de paro europeo. Pienso que,
desgraciadamente, esto no está asegurado. En mi opinión, es probablemente más
cierto lo contrario. La globalización de los mercados; la acentuación de la
competencia de costes; la política monetaria común y, en principio, estricta; la
ausencia de un tipo nacional de cambio como válvula de escape -con
independencia de su discutible eficacia a medio plazo- para remediar las
ineficiencias relativas; la necesidad, por exigencias del Pacto de Estabilidad y
Crecimiento, de tender al equilibrio presupuestario; todos estos condicionantes
sugieren que la única solución para que el ajuste de los choques, sean asimétricos
o simétricos, no se produzca en forma de más desempleo, sería contar con una
organización económica suficientemente flexible, sobre todo, aunque no
exclusivamente, en lo que se refiere a los mercados laborales, tanto en el aspecto
de la elasticidad salarial como en el de la movilidad laboral.

La evidencia es que en los países de la Unión Europea, aunque en unos más que en
otros, la rigidez de la economía es notoriamente excesiva: hay demasiado
intervencionismo estatal y existen numerosos sectores, sobre todo en el ámbito de
los servicios, en los que situaciones monopolísticas o de falta de una verdadera
competencia, ocasionan que el aumento de la demanda, en vez de traducirse en
aumento de la producción, con creación de empleo, da lugar, simplemente, al
aumento de los precios. Al lado de esta falta de liberalización de los mercados de
bienes y servicios, existe en los países de la Unión una regulación legal del
mercado laboral que, bajo pretexto de proteger los puestos de trabajo y de
remediar la situación de los desempleados, desemboca en una excesiva imposición
sobre los costes salariales, al objeto de financiar la pretendida seguridad social, y
se convierte, en realidad, en la verdadera causa del alto nivel de paro existente en
la Europa continental.

Y digo continental porque el Reino Unido, que, como es bien sabido, empezó por
distanciarse de la llamada "dimensión social" del proyecto europeo, y ha acabado
desistiendo de integrarse en la Unión Monetaria, disfruta de una envidiable tasa de
paro que, tras descender sistemáticamente desde hace 24 meses, se sitúa ahora
en el 4,8% de la población en edad de trabajar. Pero en los países continentales,
con la excepción de Holanda que está cosechando los frutos de una acertada
reforma laboral, los programas de flexibilización del mercado del trabajo han
quedado en nada y los resultados, en términos de paro sobre la población activa,
no han podido ser más pobres; aunque en algunos casos el fallo de la reforma
pretenda encubrirse con enfáticas políticas activas de empleo que no son otra cosa
que la creación de innecesarios empleos públicos o la puesta en marcha de
problemáticas actuaciones, financiadas mediante fondos presupuestarios, con el
consiguiente riesgo de aumento del déficit fiscal.

LA COMPARACIÓN CON LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

Esta lamentable situación del empleo en Europa lleva forzosamente a compararla


con lo que, en el mismo campo, sucede en los Estados Unidos de América, donde,
desde hace casi 20 años, el paro ha sido consistente y notablemente inferior al de
Europa, para descender, en el pasado mes de abril, a tan sólo el 4,3% de la
población activa, lo que permite calificar la economía norteamericana de situación
de pleno empleo. Tan es así que, como los cronistas de Washington transmiten,
hoy, cientos de miles de comercios y empresas de Estados Unidos exhiben el cartel
de "se necesitan trabajadores", los diarios van cargados de páginas con ofertas de
empleo, y los estadounidenses vuelven a creer firmemente en la idea de que quien
no trabaja en aquel país es porque no quiere.

Al comparar la dispar situación entre Europa y EE.UU., la pregunta obligada ha de


encaminarse a la averiguación de la causa de la discrepancia. En otros lugares he
procurado demostrar, cosa en la que ahora no puedo entretenerme, que ni el
crecimiento económico, ni la evolución de la tecnología, entre otras causas
aducidas, explican esta diferencia, que hay que achacar, pura y simplemente, al
modelo socio-económico imperante en uno y otro lugar; entendido este modelo en
sentido amplio. Es decir, referido a la libertad o intervencionismo en los mercados
de bienes y servicios; al desarrollo del mercado de capitales; a la presencia o no de
empresas públicas en el sector empresarial; a la facilidad o dificultad
administrativa para la creación de nuevas empresas; y, naturalmente, a todo lo
que afecta a la mayor o menor regulación en la utilización del factor trabajo.

Así, comparado con el europeo, el modelo americano, al que se asimila en gran


medida el inglés, a cambio de menor protección del puesto de trabajo, menor
generosidad en el subsidio de paro y menor duración de tiempo al que el subsidio
se extiende, disfruta de menor desempleo, menor desempleo juvenil y mayor
rapidez de rotación en la pérdida y recuperación del empleo, con, en consecuencia,
menor duración del tiempo de permanencia en el paro. El modelo americano, a
cambio de menor crecimiento de los salarios reales, lo cual no quiere decir que los
salarios americanos, en términos de poder de compra, sean inferiores, hoy por
hoy, a los europeos; menores pensiones oficiales de jubilación y otros beneficios
sociales; peor remuneración de los trabajadores menos calificados; mejor
remuneración de los trabajadores más calificados, lo que, finalmente, se traduce
en mayor diferencia entre los salarios más bajos y los más altos, es decir, mayor
desigualdad social, presenta mayor crecimiento de la población activa y mayor
creación de empleos, de forma que, aun con una importante destrucción de
puestos de trabajo, propia de una economía no intervenida, el crecimiento neto del
empleo iguala, y hasta supera, el crecimiento de la población activa.

LOS MODELOS SOCIO-ECONÓMICOS

Ante estas contraposiciones, la nueva pregunta es: ¿preferimos un modelo en el


que sean pocos los parados y lo estén por poco tiempo, aunque los que lo están
sufran más las consecuencias del paro? o ¿preferimos un modelo en el que hay
muchos parados de larga duración, con gran proporción de jóvenes, pero todos
ellos se benefician de un generoso y largo subsidio de paro? Estas preguntas nos
llevarían a formular la alternativa de otra forma: ¿preferimos un modelo que prima
la libertad de iniciativa individual y fomenta la aparición de oportunidades
arriesgadas para todos? o ¿preferimos un modelo que busca la seguridad
igualitaria, la protección del presente y el futuro de todos, recortando, mediante la
intervención del Estado, la libertad individual?

Si esta pregunta la formulamos a los ciudadanos, es indudable que los


norteamericanos contestarán que están contentos con su sistema y, de ninguna
manera, pretenden la importación a su país del modelo europeo. Así lo prueban los
resultados de las consultas electorales favorables al programa republicano, basado
en menos Estado, menos impuestos y menos regulaciones; como lo prueba
también que el Presidente, el demócrata Clinton, al adoptar prácticamente el
proyecto republicano, acepta eliminar del modelo vigente las adherencias
socializantes, para, mediante la reducción del gasto público, llegar en este mismo
año al superávit del presupuesto.

No sucedería, desde luego, lo mismo si la susodicha pregunta la hiciéramos a la


ciudadanía europea, que, acostumbrada a tener cubiertas, sin esfuerzo, todas sus
necesidades básicas, contempla la seguridad, universalizada y burocratizada, que
el Estado de Bienestar le proporciona, como algo consustancial a su propia forma
de vida y a la que no está dispuesta a renunciar.

A este respecto, Juan Antonio García Díez, reciente y prematuramente


desaparecido, no hace muchos meses, reconociendo que el altísimo nivel de paro
europeo es la consecuencia de una economía tan llena de rigideces que no es
capaz de ajustarse a las exigencias de la ortodoxia fiscal y monetaria si no es
generando paro, escribía: "Esas rigideces son, en gran medida, las que forman ese
modelo europeo de convivencia socioeconómica que oponemos al americano y que
no queremos ver desaparecer. Porque preferimos un sistema que atenúa las
desigualdades aunque genera paro a un sistema que crea pleno empleo aunque
aumente las desigualdades. Por eso nos resistimos -la opinión pública y tras ella
los políticos- a reformar el mercado de trabajo, el sistema de protección social, el
sistema impositivo y en general la multiplicidad de regulaciones e intervenciones
que encorsetan a la economía europea." Y, advirtiendo que, si Europa no avanza
con decisión por el camino de la reforma de su modelo socioeconómico, la
aparición del proteccionismo como alternativa es una amenaza muy real, concluye
que "Europa debería ser capaz de plantearse una reforma a fondo del modelo
europeo que, sin perder aspectos de solidaridad muy importantes que el mismo
contiene, devolviera a la economía una flexibilidad y una capacidad de adaptación
que hace mucho perdió. Si la Europa de la UME no es reformista, todo el proyecto
puede ser considerado dentro de unos años como un costoso error".

Esta es también mi opinión. Aceptando que ningún sistema de organización social


es perfecto, mi preferencia clara es para el modelo norteamericano, con la sola
condición de que las necesidades vitales de aquellos pocos que no son capaces de
resolverlas por sí mismos queden cubiertas por el reducido papel subsidiario que
corresponde al Estado, y también, o sobre todo, por la sociedad civil, que, en
ausencia del intervencionismo estatal, ha dado y sigue dando claras pruebas de
solidaridad social, mediante las iniciativas privadas de que está llena la historia de
la humanidad. Pero dejando claro que los que no están en esta situación de
incapacidad, que son la inmensa mayoría de los ciudadanos, desprendidos de la
drogodependencia estatal, deben abordar y resolver, ellos mismos, sus problemas,
asumiendo el riesgo del emprendedor -ya que toda persona es empresario de su
propio proyecto vital- convencido, como estoy, del enorme poder creador del
riesgo frente a los paralizantes efectos de la seguridad.

LA PRIMACÍA MORAL DEL MODELO LIBERAL

Las razones por las cuales estoy a favor del modelo liberal, imperante en los
EE.UU., no son tanto económicas como morales. Pienso, en efecto, que este
sistema goza de primacía moral, frente a los modelos socialistas, intervencionistas
o constructivistas, ya que el modelo liberal respeta, ante todo, la libertad individual
que, junto con la racionalidad, son las características propias y exclusivas del ser
humano, y constitutivas de su dignidad.

En segundo lugar, mi preferencia por el sistema liberal viene impulsado por la


moral porque, si bien la moral, que no tiene competencias técnicas, no dice al
médico qué terapias debe elegir, sí le insta para que aplique aquella que, a su
juicio, ha de ser mejor para el paciente; como tampoco dice al arquitecto cómo
debe construir la casa, pero le responsabiliza del empleo de técnicas que
garanticen la seguridad del edificio. De la misma forma, ni la moral natural ni la de
la Iglesia Católica, a la que me siento vinculado, me dicen qué sistema económico-
social debo elegir, pero me instan para que elija aquel que, a mi juicio, de acuerdo
con la experiencia, produzca los mejores resultados o, si se quiere, aquel que se
aproxime más a la realización del "bien común", entendido como la realización de
"todo el hombre", es decir, su realización integral, y la realización de "todos los
hombres" que constituyen la sociedad; porque el "bien común" de la sociedad sólo
subsiste en la vida de las personas. Y el sistema que, dentro de las imperfecciones
propias de toda obra humana, cumple mejor, o, si se quiere, menos mal, el
objetivo descrito, es, a mi entender, el sistema liberal.

LA ESCUELA DE SALAMANCA

Y es aquí donde vienen en mi ayuda aquellos colosos que, entre 1520 y 1617, en
esta Salamanca que hoy nos acoge, como también en Alcalá de Henares y en
Lisboa, enseñaron Teología Moral, desde un gran conocimiento de la economía,
que les permitió establecer, por primera vez, la teoría cuantitativa del dinero;
descubrir la teoría del tipo de cambio basada en la paridad del poder de compra; y
asentar la teoría del valor basada en la utilidad, anticipándose tres siglos a las
aportaciones de los marginalistas, uno de los cuales, Carl Menger, con sus
discípulos Böhm-Bawerk y Wieser, puede considerarse como el fundador de la
escuela austriaca, renovada años más tarde por Mises y Hayek, y cuyos actuales
seguidores no se recatan de proclamarse en la línea del pensamiento de nuestros
escolásticos de Salamanca.
Todos estos maestros, Francisco de Vitoria (1495-1560), Domingo de Soto (1494-
1560), Luis de Molina (1536-1600), Tomás de Mercado (1500-1575), Martín de
Azpilcueta (1493-1586), Juan de Medina (1490-1546), Juan de Mariana (1537-
1624), por citar tan sólo los más ilustres, tenían ante todo preocupaciones
pastorales y en sus "Manuales de Confesores" pretendían resolver los problemas
de conciencia de los negociantes -la naciente clase burguesa- a la luz de la
Teología Moral. Pero lo hacían no, como desgraciadamente después demasiadas
veces ha sucedido, mediante presuntuosas declaraciones producto del más
profundo desconocimiento de la realidad económica; sino con el fundamento que
les proporcionaba el haber desentrañado el sentido de las leyes económicas y su
núcleo invariante.

Propiedad privada.- Pues bien, estos escolásticos, cuyas opiniones y sentencias


todavía hoy son altamente útiles por enjuiciar las actuaciones económicas, desde el
punto de vista ético, fueron partidarios, en líneas generales, de lo que hoy
llamamos liberalismo económico. Nuestros doctores, siguiendo a Santo Tomás y a
sus continuadores Bernardino de Siena y Antonino de Florencia, que, además de
Santos, fueron los dos grandes economistas del siglo XV, están por la propiedad
privada como algo que no se opone al derecho natural, sino que se le sobreañade
por conclusión de la razón, ya que la propiedad privada, por los tres motivos que
da el Aquinatense, es la mejor manera de hacer eficaz y no conflictivo el dominio
universal de los hombres sobre la tierra. Diversos textos de Vitoria en De iustitia y
de Molina en De iustitia et iure así lo prueban.

El precio justo.- Los doctores salmantinos estuvieron por el libre mercado y, en


especial y de manera explícita, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Luis de
Molina y Tomás de Mercado declararon que el precio moralmente justo no es el
precio de coste, como, con gran detalle explica Francisco de Vitoria, sino el
formado según la común estimación en la plaza, de acuerdo con la oferta y la
demanda, siempre que haya suficiente número de compradores y vendedores, es
decir, en ausencia de situaciones de monopolio, que estos doctores tenían por un
crimen. Domingo de Soto es contundente al defender el precio de mercado
diciendo que una cosa vale aquello por lo que puede ser vendida, excluida la
violencia, el fraude y el dolo; es decir, el precio libremente debatido en un mercado
en competencia, palabra que concretamente usa Luis de Molina, cuando dice que la
competencia -concurrentium- entre muchos compradores, más unas veces que
otras, y su mayor avidez, hará subir los precios; en cambio, la rareza de
compradores los hará descender.

Es cierto que la mayoría de los doctores escolásticos en el siglo XVI aceptaban que,
al lado del precio al que por estimación común llega el mercado, al que también
llaman precio natural, estaba el precio establecido por la autoridad en atención al
bien común, al que llaman precio legal, coincidiendo todos en que el precio justo lo
fijaba la ley o lo determinaba la estimación común. No podía ser otra la postura,
dado el respeto a la ley y a su cumplimiento que alentaba en estos tratadistas.
Pero no es menos cierto que los maestros salmantinos, con la sola excepción, al
parecer, de Melchor de Soria, miraban la regulación del precio por parte del Estado
con la mayor desaprobación. Así lo hicieron, por ejemplo, Luis de Molina y, sobre
todo, Martín de Azpilcueta, quien se opone tajantemente a la regulación del precio,
porque era innecesaria cuando había abundancia, e inefectiva o dañina cuando
había escasez.

Los salarios.- El tema de los salarios fue abordado por lo autores escolásticos
como un tema más de justicia conmutativa. Frecuentemente se incluía como un
capítulo dentro de los libros que analizaban los alquileres y arrendamientos (de
locatione). Todo lo que era venta de un factor de producción se analizaba en el
mismo capítulo y, por tal motivo, era muy coherente tratar allí el tema del salario.
Esta tradición de tratar los salarios como un tema de justicia conmutativa puede
remontarse, al menos, hasta Santo Tomás de Aquino cuando señalaba que los
salarios eran "la remuneración natural del trabajo como si fuera el precio del
mismo", postura que también adoptaron San Bernardino de Siena y San Antonino
de Florencia, quienes tratan los salarios como los demás bienes.

En esta línea, Luis de Molina remarca que el salario se determina al igual que los
demás precios, y el más tardío Henrique de Villalobos, muerto en 1637, piensa que
en materia de salarios tenemos que juzgar de la misma manera en que juzgamos
el precio de los demás bienes. Por esto, para nuestros escolásticos, la teoría del
salario justo descansa en la voluntariedad, el libre consentimiento, excluyendo
todo tipo de fraude o engaño. La necesidad del trabajador no determina el salario,
así como la necesidad del propietario no determina el precio del alquiler o del
arrendamiento. El salario justo es el que resulta de la libre negociación entre las
dos partes. De aquí que resulte interesante la declaración de Francisco de Vitoria
cuando dice que está obligado a la restitución el patrono que impone un cierto
salario al sirviente o criado, aunque éste no lo acepte; y lo explica diciendo que el
acuerdo "no fue voluntario simpliciter, sino que tuvo algo mezclado de involuntario
al margen, es decir, la necesidad, obligado por la cual fue a servirle, porque no
pudo más, por ver que se moría de hambre y no hallaba donde ir". Y el propio Luis
de Molina reconoce la obligación de restitución a cargo de los dueños cuando se
determine un salario menor que el ínfimo acostumbrado, bien por ignorancia,
coacción o necesidad del criado. Leonardo Lessio, en el último período de la
segunda escolástica, también recurría a la oferta y la demanda como patrón del
salario justo e, incluyendo el caso de aquellos que querían trabajar para adquirir
experiencia y aprender un arte, piensa que es justo que estos aprendices reciban
salarios por debajo del mínimo comúnmente aceptable.

La preferencia de los escolásticos de Salamanca por los menos dotados es clara,


como lo prueba el interés que demostraron, a veces desde bandos opuestos, por
las leyes de pobres, que en su siglo empezaban a promulgarse, como no es menos
evidente la permanente preocupación de los autores que estamos siguiendo por el
bienestar de los trabajadores y de los consumidores. Sus condenas a los
monopolios, los fraudes, la coerción y los altos impuestos estaban todas dirigidas a
proteger y beneficiar a los trabajadores. Sin embargo, nunca propusieron que se
estableciera un salario mínimo, convencidos de que un salario por encima del de
estimación común produciría injusticias y desempleo. En cualquier caso los
escolásticos salmantinos, empezando por Domingo de Soto, nunca consideraron a
los salarios como materia de justicia distributiva, sino conmutativa. Por esto
pensaban que no corresponde a la autoridad determinar cuáles deben ser los
ingresos de los trabajadores.

Ya sé que algunos se escandalizan cuando oyen hablar de mercado laboral o de


mercado del trabajo, pretendiendo que el trabajo no es una mercancía. A mi juicio,
este escándalo es infundado. El trabajo tiene dos dimensiones, como claramente
puso de relieve Juan Pablo II en su Encíclica "Laborem Exercens", publicada en
1981. El Papa, en efecto, distingue entre "el trabajo en sentido objetivo", el cual
halla su expresión en las varias épocas de la cultura y de la civilización" y el
"trabajo en sentido subjetivo", derivado del "hecho de que quien lo ejecuta es una
persona", señalando que "las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse
principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva",
porque "el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su
sujeto". Pues bien, el sentido subjetivo del trabajo es el que nos obliga a valorar al
que trabaja de acuerdo con la dignidad que corresponde a la persona humana. El
sentido objetivo se refiere a lo que la persona produce con su trabajo y, en este
sentido, es correcto hablar del trabajo como factor de producción, como hacían los
escolásticos que hoy nos guían, y es lícito valorar este factor de acuerdo con las
reglas del mercado. Pienso que se puede complementar el fundamento de lo que
digo, pensando en el capital, que es otro factor de producción, y en el que también
cabe distinguir un valor subjetivo, ya que es también el hombre quien aporta el
capital, valor subjetivo que obliga, por ejemplo, a poner los medios para asegurar
la integridad y devolución del capital aportado. Pero el capital tiene, como el
trabajo, un valor objetivo que es lo aportado por el propietario del capital y es este
valor el que se mide en el mercado de capitales, como en el mercado laboral se
mide el valor objetivo del trabajo.

Tamaño del Estado y gasto público.- Podríamos extendernos en muchos otros


temas que permiten afirmar que la postura económica de la Escuela de Salamanca,
sin duda, teólogos y moralistas ortodoxos, presenta notables coincidencias con los
enfoques del liberalismo moderno. Sin embargo, terminaré ocupándome tan sólo
de lo que se refiere a su opinión sobre el tamaño del Estado y los gastos públicos,
por ser éste uno de los puntos claves en la diferencia entre el sistema
intervencionista europeo y el sistema liberal norteamericano que, con la vista
puesta en el grave problema del desempleo que afecta a la recién creada UME,
estamos comparando.
A este respecto, Alejandro Chafuen, en el libro que en traducción española se titula
"Economía y Ética", dice que los escolásticos entendieron correctamente que las
ideas prevalentes acerca de cuáles deben ser las funciones del gobierno tienen una
influencia decisiva en las opiniones respecto de la legitimidad y el monto del gasto
público. Para la mayoría de los escolásticos que analizaron las estructuras políticas,
lo más importante no era tanto el sistema político sino más bien los derechos y las
condiciones disfrutadas por los ciudadanos. Y para probar que, para estos
escolásticos, la sociedad es anterior al poder gubernamental cita a Juan de Mariana
quien dice: "sólo después de constituida la sociedad podía surgir entre los hombres
el pensamiento de crear un poder, hecho que por sí solo bastaría a probar que los
gobernantes son para los pueblos, y no los pueblos para los gobernantes, cuando
no sintiéramos para confirmarlo y ponerlo fuera de toda duda el grito de nuestra
libertad individual, herida desde el punto en que un hombre ha extendido sobre
otro el cetro de la ley o la espada de la fuerza".
La existencia de gobierno, por sí misma, significa un límite a la libertad. Para
Mariana este límite era necesario, pero para ser válido debía estar fundamentado
en la voluntad popular: "si para nuestro propio bienestar necesitamos que alguien
nos gobierne, nosotros somos los que debemos darle el imperio, no él quien debe
imponérnoslo con la punta de la espada". Como la necesidad de adoptar medidas
para preservar la paz es una de las principales razones para justificar la existencia
de gobiernos, parece apropiado concluir que una de las principales funciones de un
gobierno legítimo es la de proteger los derechos de propiedad. Mariana era un
crítico acérrimo de notorios gobernantes que no respetaron los derechos
personales como es debido.

Ya en el siglo XVII, Pedro Fernández de Navarrete criticaba el elevado número de


personas que vivían del Estado "chupando como harpías el patrimonio real",
mientras que el miserable labrador está "sustentándose de limitado pan de
centeno, y algunas pobres yerbas", y dice que gran parte del gasto público emana
de la excesiva cantidad de cortesanos (los burócratas de los siglos XVI y XVII) y
por eso "es bien descargalla de mucha parte della". "No basta con prohibir y
estorbar que la corte se hinche de más gente, sino con limpiarla y purgarla de la
mucha que el día de hoy tiene. Y aunque se juzgue que esta proposición tiene
mucho de rigor, por ser las cortes patria común, es inexcusable el usar deste
remedio, aviendo llegado el daño a ser tan grande y tan evidente". No resulta
difícil trasladar estas atinadas, aunque duras, reflexiones a la actual situación
europea caracterizada, a mi juicio, por una hipertrofia del Estado.

De hecho, el tan citado Padre Mariana, no dejó de advertir que el excesivo gasto
público, tanto entonces como hoy, es la causa esencial de la depreciación de la
moneda, es decir, de la inflación, que es el impuesto más injusto, porque no es
aprobado por ningún Parlamento y porque afecta principalmente a los menos
pudientes. Por otra parte, es bien conocido el proceso inquisitorial que sufrió por
criticar en su "De monetae mutatione" las manipulaciones del duque de Lerma,
bajo Felipe III, para salir de la quiebra del Estado.

Las fuentes de la moralidad.- Entiendo que los juicios morales que, desde su
profundo conocimiento de la economía, emitieron los doctores de la Escuela de
Salamanca son importantes porque nos hacen ver que, para ellos, la economía de
libre mercado, fundamento del modelo anglosajón, que venimos comparando, por
sus frutos, con el europeo continental, no tiene, en sí mismo, nada de inmoral.
Pero no debemos perder de vista que estos maestros en Teología, cuya principal
preocupación, como ya he dicho, no era económica sino pastoral, no olvidaban, de
acuerdo con la doctrina tradicional, las tres fuentes de la moralidad: la naturaleza
de la propia actividad; la intencionalidad del agente; y las circunstancias, entre las
cuales ocupan lugar preferente las consecuencias. Pero juzgando siempre a la luz
conjunta de los tres elementos descritos; de forma que no se puede decir, como
pretenden los consecuencialistas, que una acción es buena si sus consecuencias lo
son; ni tampoco es válido afirmar, como pretenden los subjetivistas o relativistas,
que una acción es buena si la intención lo es. Hace falta que, además de estas dos
condiciones, la naturaleza de la propia acción sea buena. Así, por ejemplo,
hablando del beneficio, los salmantinos dicen que si ha sido logrado sin fraude o
coacción, en un mercado libre, es totalmente legítimo, cualquiera que sea su
importe, pero su bondad queda dañada si ha sido obtenido con actividades
moralmente malas, contrarias al bien común, o ha sido perseguido, con
intencionalidad torcida, a toda costa, a cualquier precio, empleando procedimientos
que repugnan a la dignidad de la persona humana.
 

EUROPA: MERCADO O COMUNIDAD

Pienso que la doctrina que acabo de exponer, universal y permanentemente válida,


resulta útil para el tema que hoy nos ocupa. En el título general de esta VI
Conferencia Anual de EBEN, debajo del lema Europa, se pregunta: ¿Mercado o
Comunidad? No hay, a mi juicio, contradicción alguna entre las dos cosas. El
mercado se realiza entre personas y, por lo tanto, puede decirse, como en especial
se dice de la empresa, que el mercado es, ante todo, comunidad de personas y
que, en consecuencia, el mercado no hay que demonizarlo -ni tampoco
sacralizarlo- sino encauzarlo de modo que respete la dignidad de las personas.

Volviendo a la Escuela de Salamanca, si por economía de mercado, prevaleciente


en el modelo anglosajón de organización social, hay que entender un sistema
basado en la propiedad privada de los bienes, incluidos los medios de producción;
en el que los precios de bienes, servicios y factores se forman en el mercado, sin
intervención del poder y en ausencia de violencia, fraude o dolo; y en el que todos
puedan tomar sus decisiones libre y responsablemente, reteniendo el resultado del
éxito y asumiendo las consecuencias del fracaso, al filo del 1600, este sistema no
era juzgado negativamente desde el punto de vista moral. Las censuras de los
moralistas iban dirigidas, en el caso de que se diera, a la maldad de la materia
objeto del mercado -finis operis- y, en el supuesto de que existiera, a la perversa
intención del mercader -finis operantis-; pero no al mercado en sí, ni al beneficio
como legítimo objetivo de los que operan en el mercado.

Lo mismo hay que decir en relación con el Magisterio de la Iglesia al día de hoy.
Juan Pablo II en la Encíclica "Centesimus Annus", en la que acepta por parte de la
Iglesia, con determinadas condiciones, el modelo capitalista de organización de la
economía, hace, al mismo tiempo, no sólo advertencias sobre el funcionamiento
del modelo, sino que también formula críticas y muy severas a determinados
modos de comportamientos en las sociedades contemporáneas. Pero esta censuras
a los fallos morales, que sin duda se hallan tanto en los países donde impera el
modelo anglosajón, como, y tal vez en mayor escala, en aquellos en que rige el
modelo europeo continental, no van dirigidas contra el liberalismo económico. El
propio Papa lo aclara cuando señala: "Estas críticas van dirigidas no tanto contra
un sistema económico, cuanto contra un sistema ético-cultural". Y, en la misma
Encíclica, al tiempo que reclama un sólido contenido jurídico para el buen
funcionamiento de la economía de mercado, dice que "este sistema no puede
desenvolverse en medio de un vacío constitucional jurídico y político".

LAS TRES FACETAS DEL SISTEMA DE ORGANIZACIÓN SOCIAL

Con estas dos advertencias creo que tenemos lo suficiente para afirmar que desde
el punto de vista ético, el deseable resultado del proceso de asignación de recursos
dependerá de diversos factores. En primer lugar, de las ideas, valores y creencias
sobre el hombre, la sociedad, el bien, la felicidad, etc., los cuales, a través de un
proceso histórico-cultural, desembocan en un conjunto de reglas, aceptadas por la
sociedad, para el comportamiento individual ante situaciones concretas. El
resultado dependerá, en segundo lugar, de las instituciones que en forma de
organizaciones, mecanismos, leyes y normas, configuran el marco político-
jurisdiccional al que los agentes, para la toma de decisiones, se hallan sometidos o
gracias al cual están protegidos tanto frente a terceros como frente al propio
Estado. Y, en tercer lugar, el resultado dependerá inexorablemente de las leyes
invariantes por las que se rige el proceso de asignación de bienes y recursos
escasos, también los inmateriales, a fines alternativos.

Por lo tanto, la conjunción de estos tres órdenes de factores nos dice que, aun
siendo las leyes económicas invariantes, los actos puestos en juego por los agentes
producirán resultados económicos y sociales distintos, según sean los sistemas
ético-cultural y político-jurisdiccional que, respectivamente, motivan y enmarcan la
actuación de los agentes. Es decir, distintas axiologías y distintas organizaciones
político-jurídicas producirán resultados económicos distintos por la mera operación
de las mismas leyes económicas generales, siendo posible predecir, gracias a lo
que sabemos de estas leyes económicas, que tales o cuales situaciones, por muy
deseables que sean, son o no en realidad posibles, ya que las decisiones tomadas
al objeto de alcanzarlas producirán unas determinadas consecuencias que
coincidirán o no con el resultado pretendido.

EL MODELO DESEABLE PARA LA UNIÓN EUROPEA

Entendidas las cosas de esta forma, resulta sencillo concluir que la Unión Europea
debe modificar su sistema económico-social, adaptándolo al modelo anglosajón,
cuyas ventajas hemos visto, procurando ciertamente corregirlo de los defectos que
pueda tener. Pero dejando bien claro que esta corrección no debe hacerse
intentando interferir en el núcleo invariante de las leyes económicas, mediante el
mantenimiento de la intervención estatal, ni siquiera a un nivel más reducido que
el que actualmente tiene en Europa. Todo empeño en este camino, en mi opinión,
está destinado al fracaso tanto desde el punto de vista económico, como desde el
punto de vista ético, aunque algunos consideren cubierto este último aspecto
aduciendo la que llaman solidaridad del modelo europeo y que no es otra cosa que
la burocratización de la seguridad universalizada. El verdadero camino para que el
modelo anglosajón a importar dé mejores resultados, desde el punto de vista
moral, no puede ser otro que la mejora del sistema de valores y del sistema
institucional, que, con el sistema económico, forman como una unidad.

Y ¿cómo podemos proceder a esta mejora de los sistemas cultural e institucional?


En esta tarea el principal recurso del hombre es el hombre mismo, es decir, su
capacidad de conocimiento que se pone de manifiesto en el saber científico; su
capacidad de aprender que se traduce en los hábitos virtuosos; su capacidad
asociativa que se concreta en la organización solidaria; y su capacidad de intuir y
satisfacer las necesidades de los demás. Somos, por lo tanto, nosotros, los
asociados en EBEN o en otras organizaciones similares, y aquellos que
individualmente comparten las mismas preocupaciones, los que debemos
esforzarnos por hacer comprender a todos los que estén a nuestro alcance que
todo acto humano, es decir racional y libre, además y antes, ontológicamente, de
los efectos sociológicos, políticos, etc., tiene, para el propio agente, tres valores:
económico, psicológico y ético. Dichos valores corresponden, respectivamente, al
valor de lo que hace el sujeto en cuanto con ello otra persona puede satisfacer sus
necesidades (valor económico); al aprendizaje para hacer cosas que el sujeto
consigue por el hecho de hacerlo (valor psicológico); y, por último, al cambio que
se produce en el sujeto en función de los motivos que le impulsaron a actuar (valor
ético).

El valor económico de los actos del sujeto tiene su origen y explicación en la


satisfacción de las necesidades humanas y, en función de la utilidad que
proporcionan los bienes o servicios producidos por tales actos, se refleja, más o
menos perfectamente, en los precios de mercado de dichos bienes y servicios. El
valor psicológico y el valor ético de los actos humanos son valores subjetivos, es
decir, expresan realidades que se producen en el interior de las personas y, en
consecuencia, no pueden ser objeto del mercado, pero, para la mejora tanto de las
personas como de las instituciones, que, al fin y al cabo, son obra de las personas,
es absolutamente necesario que estas realidades sean de signo positivo. Y esto
será así, si logramos que todos los que actúan dentro del sistema de economía
liberal, que es el que propugno como el mejor camino para la Unión Europea,
después de analizar la factibilidad de las alternativas, a la luz de su valor
económico, expresado por los indicadores del mercado, tomen sus decisiones en
función del valor ético y del valor psicológico que tengan las alternativas en juego,
en orden al bien común, entendido, según ya dije, como el desarrollo integral de
todos los hombres que, unidos en la comunidad de personas que ha de ser la
Unión Europea, participan, activa o pasivamente, en el mercado.

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