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21/05/1998
El día 4 de este mismo mes quedó constituido el grupo de los once países de la
Unión Europea, que a partir del 1 de enero de 1999, han de integrar la Unión
Monetaria, con una moneda común, el euro, gobernada por un único Banco Central
Europeo. Los eufóricos comentarios con que se ha celebrado este acontecimiento
que, sin duda, puede calificarse de histórico, parecen dar a entender que, tras el
largo proceso, iniciado con las firmas del Tratado de Roma en 1957, y en el que no
ha habido pocas dificultades y retrocesos, esta vez sí se ha llegado de verdad a la
realización del antiguo sueño de dar al viejo nombre de Europa un contenido, no
sólo geográfico y cultural, sino también económico y político, capaz de hacerle
participar con preponderante peso propio en los intercambios mundiales.
LA FORMACIÓN DE EUROPA
Esta Universitas Christiana duró hasta mediado el siglo XVI, cuando, fracasado,
con la paz de Augsburgo, el intento de Carlos V -mezcla de español y flamenco- de
mantener el Sacro Imperio Romano Germánico como unidad cultural, se dio paso a
la noción territorial; momento en el cual, congruentemente, resucita el término
Europa para designar el occidente latino, germánico y eslavo, a impulso, entre
otros, del gran humanista que fue Enea Silvio Piccolomini, más tarde Papa Pío II.
Poco más podemos detenernos en los nuevos europeísmos que nacieron de las
cenizas de la destrucción ocasionada por la Segunda Gran Guerra, tras la cual
Europa quedó dividida por fronteras ideológicas, como lo había sido por razones
religiosas en el medioevo. El proyecto de Unión Aduanera de 1923, el Movimiento
Europeo creado en La Haya en 1948 y el Consejo de Europa nacido en Londres en
1949, son jalones de esta fase del proceso, que precede a la que, bajo la misma
preocupación por la paz, inician Jean Monnet y Robert Schuman en 1951, con la
creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, seguido, tras el fracaso
de la Comunidad Europea de Defensa, por la fundación, en 1957, de la Comunidad
Económica Europea, punto de partida, como dije al empezar, de la fase en la que
nos hallamos y que se pretende culminar, con la puesta en marcha, el 1º de enero
de 1999, de la Unión Monetaria Europea.
LA ADMISIÓN DE ESPAÑA EN LA UME
Sin embargo, a los fines de mi exposición no me interesa tanto el éxito logrado por
España, como el hecho de que los once países de la Unión Monetaria Europea
inician su andadura con un grave problema de desempleo que afecta a no menos
de 19 millones de personas, lo que, en términos medios, supone el paro de un 11
por ciento de la población activa; aunque sea lamentablemente cierto que España
ocupa el primer lugar de la lista con una tasa de paro que casi dobla la media.
La evidencia es que en los países de la Unión Europea, aunque en unos más que en
otros, la rigidez de la economía es notoriamente excesiva: hay demasiado
intervencionismo estatal y existen numerosos sectores, sobre todo en el ámbito de
los servicios, en los que situaciones monopolísticas o de falta de una verdadera
competencia, ocasionan que el aumento de la demanda, en vez de traducirse en
aumento de la producción, con creación de empleo, da lugar, simplemente, al
aumento de los precios. Al lado de esta falta de liberalización de los mercados de
bienes y servicios, existe en los países de la Unión una regulación legal del
mercado laboral que, bajo pretexto de proteger los puestos de trabajo y de
remediar la situación de los desempleados, desemboca en una excesiva imposición
sobre los costes salariales, al objeto de financiar la pretendida seguridad social, y
se convierte, en realidad, en la verdadera causa del alto nivel de paro existente en
la Europa continental.
Y digo continental porque el Reino Unido, que, como es bien sabido, empezó por
distanciarse de la llamada "dimensión social" del proyecto europeo, y ha acabado
desistiendo de integrarse en la Unión Monetaria, disfruta de una envidiable tasa de
paro que, tras descender sistemáticamente desde hace 24 meses, se sitúa ahora
en el 4,8% de la población en edad de trabajar. Pero en los países continentales,
con la excepción de Holanda que está cosechando los frutos de una acertada
reforma laboral, los programas de flexibilización del mercado del trabajo han
quedado en nada y los resultados, en términos de paro sobre la población activa,
no han podido ser más pobres; aunque en algunos casos el fallo de la reforma
pretenda encubrirse con enfáticas políticas activas de empleo que no son otra cosa
que la creación de innecesarios empleos públicos o la puesta en marcha de
problemáticas actuaciones, financiadas mediante fondos presupuestarios, con el
consiguiente riesgo de aumento del déficit fiscal.
Las razones por las cuales estoy a favor del modelo liberal, imperante en los
EE.UU., no son tanto económicas como morales. Pienso, en efecto, que este
sistema goza de primacía moral, frente a los modelos socialistas, intervencionistas
o constructivistas, ya que el modelo liberal respeta, ante todo, la libertad individual
que, junto con la racionalidad, son las características propias y exclusivas del ser
humano, y constitutivas de su dignidad.
LA ESCUELA DE SALAMANCA
Y es aquí donde vienen en mi ayuda aquellos colosos que, entre 1520 y 1617, en
esta Salamanca que hoy nos acoge, como también en Alcalá de Henares y en
Lisboa, enseñaron Teología Moral, desde un gran conocimiento de la economía,
que les permitió establecer, por primera vez, la teoría cuantitativa del dinero;
descubrir la teoría del tipo de cambio basada en la paridad del poder de compra; y
asentar la teoría del valor basada en la utilidad, anticipándose tres siglos a las
aportaciones de los marginalistas, uno de los cuales, Carl Menger, con sus
discípulos Böhm-Bawerk y Wieser, puede considerarse como el fundador de la
escuela austriaca, renovada años más tarde por Mises y Hayek, y cuyos actuales
seguidores no se recatan de proclamarse en la línea del pensamiento de nuestros
escolásticos de Salamanca.
Todos estos maestros, Francisco de Vitoria (1495-1560), Domingo de Soto (1494-
1560), Luis de Molina (1536-1600), Tomás de Mercado (1500-1575), Martín de
Azpilcueta (1493-1586), Juan de Medina (1490-1546), Juan de Mariana (1537-
1624), por citar tan sólo los más ilustres, tenían ante todo preocupaciones
pastorales y en sus "Manuales de Confesores" pretendían resolver los problemas
de conciencia de los negociantes -la naciente clase burguesa- a la luz de la
Teología Moral. Pero lo hacían no, como desgraciadamente después demasiadas
veces ha sucedido, mediante presuntuosas declaraciones producto del más
profundo desconocimiento de la realidad económica; sino con el fundamento que
les proporcionaba el haber desentrañado el sentido de las leyes económicas y su
núcleo invariante.
Es cierto que la mayoría de los doctores escolásticos en el siglo XVI aceptaban que,
al lado del precio al que por estimación común llega el mercado, al que también
llaman precio natural, estaba el precio establecido por la autoridad en atención al
bien común, al que llaman precio legal, coincidiendo todos en que el precio justo lo
fijaba la ley o lo determinaba la estimación común. No podía ser otra la postura,
dado el respeto a la ley y a su cumplimiento que alentaba en estos tratadistas.
Pero no es menos cierto que los maestros salmantinos, con la sola excepción, al
parecer, de Melchor de Soria, miraban la regulación del precio por parte del Estado
con la mayor desaprobación. Así lo hicieron, por ejemplo, Luis de Molina y, sobre
todo, Martín de Azpilcueta, quien se opone tajantemente a la regulación del precio,
porque era innecesaria cuando había abundancia, e inefectiva o dañina cuando
había escasez.
Los salarios.- El tema de los salarios fue abordado por lo autores escolásticos
como un tema más de justicia conmutativa. Frecuentemente se incluía como un
capítulo dentro de los libros que analizaban los alquileres y arrendamientos (de
locatione). Todo lo que era venta de un factor de producción se analizaba en el
mismo capítulo y, por tal motivo, era muy coherente tratar allí el tema del salario.
Esta tradición de tratar los salarios como un tema de justicia conmutativa puede
remontarse, al menos, hasta Santo Tomás de Aquino cuando señalaba que los
salarios eran "la remuneración natural del trabajo como si fuera el precio del
mismo", postura que también adoptaron San Bernardino de Siena y San Antonino
de Florencia, quienes tratan los salarios como los demás bienes.
En esta línea, Luis de Molina remarca que el salario se determina al igual que los
demás precios, y el más tardío Henrique de Villalobos, muerto en 1637, piensa que
en materia de salarios tenemos que juzgar de la misma manera en que juzgamos
el precio de los demás bienes. Por esto, para nuestros escolásticos, la teoría del
salario justo descansa en la voluntariedad, el libre consentimiento, excluyendo
todo tipo de fraude o engaño. La necesidad del trabajador no determina el salario,
así como la necesidad del propietario no determina el precio del alquiler o del
arrendamiento. El salario justo es el que resulta de la libre negociación entre las
dos partes. De aquí que resulte interesante la declaración de Francisco de Vitoria
cuando dice que está obligado a la restitución el patrono que impone un cierto
salario al sirviente o criado, aunque éste no lo acepte; y lo explica diciendo que el
acuerdo "no fue voluntario simpliciter, sino que tuvo algo mezclado de involuntario
al margen, es decir, la necesidad, obligado por la cual fue a servirle, porque no
pudo más, por ver que se moría de hambre y no hallaba donde ir". Y el propio Luis
de Molina reconoce la obligación de restitución a cargo de los dueños cuando se
determine un salario menor que el ínfimo acostumbrado, bien por ignorancia,
coacción o necesidad del criado. Leonardo Lessio, en el último período de la
segunda escolástica, también recurría a la oferta y la demanda como patrón del
salario justo e, incluyendo el caso de aquellos que querían trabajar para adquirir
experiencia y aprender un arte, piensa que es justo que estos aprendices reciban
salarios por debajo del mínimo comúnmente aceptable.
De hecho, el tan citado Padre Mariana, no dejó de advertir que el excesivo gasto
público, tanto entonces como hoy, es la causa esencial de la depreciación de la
moneda, es decir, de la inflación, que es el impuesto más injusto, porque no es
aprobado por ningún Parlamento y porque afecta principalmente a los menos
pudientes. Por otra parte, es bien conocido el proceso inquisitorial que sufrió por
criticar en su "De monetae mutatione" las manipulaciones del duque de Lerma,
bajo Felipe III, para salir de la quiebra del Estado.
Las fuentes de la moralidad.- Entiendo que los juicios morales que, desde su
profundo conocimiento de la economía, emitieron los doctores de la Escuela de
Salamanca son importantes porque nos hacen ver que, para ellos, la economía de
libre mercado, fundamento del modelo anglosajón, que venimos comparando, por
sus frutos, con el europeo continental, no tiene, en sí mismo, nada de inmoral.
Pero no debemos perder de vista que estos maestros en Teología, cuya principal
preocupación, como ya he dicho, no era económica sino pastoral, no olvidaban, de
acuerdo con la doctrina tradicional, las tres fuentes de la moralidad: la naturaleza
de la propia actividad; la intencionalidad del agente; y las circunstancias, entre las
cuales ocupan lugar preferente las consecuencias. Pero juzgando siempre a la luz
conjunta de los tres elementos descritos; de forma que no se puede decir, como
pretenden los consecuencialistas, que una acción es buena si sus consecuencias lo
son; ni tampoco es válido afirmar, como pretenden los subjetivistas o relativistas,
que una acción es buena si la intención lo es. Hace falta que, además de estas dos
condiciones, la naturaleza de la propia acción sea buena. Así, por ejemplo,
hablando del beneficio, los salmantinos dicen que si ha sido logrado sin fraude o
coacción, en un mercado libre, es totalmente legítimo, cualquiera que sea su
importe, pero su bondad queda dañada si ha sido obtenido con actividades
moralmente malas, contrarias al bien común, o ha sido perseguido, con
intencionalidad torcida, a toda costa, a cualquier precio, empleando procedimientos
que repugnan a la dignidad de la persona humana.
Lo mismo hay que decir en relación con el Magisterio de la Iglesia al día de hoy.
Juan Pablo II en la Encíclica "Centesimus Annus", en la que acepta por parte de la
Iglesia, con determinadas condiciones, el modelo capitalista de organización de la
economía, hace, al mismo tiempo, no sólo advertencias sobre el funcionamiento
del modelo, sino que también formula críticas y muy severas a determinados
modos de comportamientos en las sociedades contemporáneas. Pero esta censuras
a los fallos morales, que sin duda se hallan tanto en los países donde impera el
modelo anglosajón, como, y tal vez en mayor escala, en aquellos en que rige el
modelo europeo continental, no van dirigidas contra el liberalismo económico. El
propio Papa lo aclara cuando señala: "Estas críticas van dirigidas no tanto contra
un sistema económico, cuanto contra un sistema ético-cultural". Y, en la misma
Encíclica, al tiempo que reclama un sólido contenido jurídico para el buen
funcionamiento de la economía de mercado, dice que "este sistema no puede
desenvolverse en medio de un vacío constitucional jurídico y político".
Con estas dos advertencias creo que tenemos lo suficiente para afirmar que desde
el punto de vista ético, el deseable resultado del proceso de asignación de recursos
dependerá de diversos factores. En primer lugar, de las ideas, valores y creencias
sobre el hombre, la sociedad, el bien, la felicidad, etc., los cuales, a través de un
proceso histórico-cultural, desembocan en un conjunto de reglas, aceptadas por la
sociedad, para el comportamiento individual ante situaciones concretas. El
resultado dependerá, en segundo lugar, de las instituciones que en forma de
organizaciones, mecanismos, leyes y normas, configuran el marco político-
jurisdiccional al que los agentes, para la toma de decisiones, se hallan sometidos o
gracias al cual están protegidos tanto frente a terceros como frente al propio
Estado. Y, en tercer lugar, el resultado dependerá inexorablemente de las leyes
invariantes por las que se rige el proceso de asignación de bienes y recursos
escasos, también los inmateriales, a fines alternativos.
Por lo tanto, la conjunción de estos tres órdenes de factores nos dice que, aun
siendo las leyes económicas invariantes, los actos puestos en juego por los agentes
producirán resultados económicos y sociales distintos, según sean los sistemas
ético-cultural y político-jurisdiccional que, respectivamente, motivan y enmarcan la
actuación de los agentes. Es decir, distintas axiologías y distintas organizaciones
político-jurídicas producirán resultados económicos distintos por la mera operación
de las mismas leyes económicas generales, siendo posible predecir, gracias a lo
que sabemos de estas leyes económicas, que tales o cuales situaciones, por muy
deseables que sean, son o no en realidad posibles, ya que las decisiones tomadas
al objeto de alcanzarlas producirán unas determinadas consecuencias que
coincidirán o no con el resultado pretendido.
Entendidas las cosas de esta forma, resulta sencillo concluir que la Unión Europea
debe modificar su sistema económico-social, adaptándolo al modelo anglosajón,
cuyas ventajas hemos visto, procurando ciertamente corregirlo de los defectos que
pueda tener. Pero dejando bien claro que esta corrección no debe hacerse
intentando interferir en el núcleo invariante de las leyes económicas, mediante el
mantenimiento de la intervención estatal, ni siquiera a un nivel más reducido que
el que actualmente tiene en Europa. Todo empeño en este camino, en mi opinión,
está destinado al fracaso tanto desde el punto de vista económico, como desde el
punto de vista ético, aunque algunos consideren cubierto este último aspecto
aduciendo la que llaman solidaridad del modelo europeo y que no es otra cosa que
la burocratización de la seguridad universalizada. El verdadero camino para que el
modelo anglosajón a importar dé mejores resultados, desde el punto de vista
moral, no puede ser otro que la mejora del sistema de valores y del sistema
institucional, que, con el sistema económico, forman como una unidad.