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LA TEORIA CLASICA SOBRE EL DERECHO A GOBERNAR

Tal vez se concretice el pensamiento aristotélico al profundizar en la problemática de la


finalidad del Estado. También de importancia para hoy y en contraposición a la sociedad
totalitaria es su definición del Estado como una comunidad de ciudadanos, cada uno con los
mismos derechos, para posibilitar la mejor vida, la que, a su vez, consiste en la consecución
de la felicidad. Y ésta sería el ejercicio y la repercusión de la honradez y la rectitud.
Paralelamente a estos severos principios de probidad, Aristóteles concibe el Estado como la
instancia que crea las condiciones para el goce del ocio como fin ulterior de la existencia,
superior al trabajo: la dignidad superior del ocio, al igual que la de la felicidad, estriba en que
ambos son finalidades en sí mismas, mientras que el trabajo es un medio para otra meta.
Repetidas veces esta teoría ha sido criticada como una visión ciertamente evitaría de la vida
social, pero en realidad es sólo una visión que está por encima del prosaico nivel de los
problemas cotidianos, y que debe ser considerada para la conformación de una sociedad
razonable. En un mundo como el nuestro dónde el individuo vale cada vez menos y el Estado
cada vez más, es útil recordar el principio aristotélico según el cual la felicidad de cada uno
y el éxito del Estado son dos aspectos del mismo proceso: la mejor Constitución es aquella
que fomenta la felicidad de cada individuo y su bienestar.
El gran filósofo definió la felicidad como un fin en sí mismo, al cual todos los medios se
dirigen: la virtud de lo bueno y divino, la más duradera y placentera. Y la filosofía es, según
él, la ocupación que produce los placeres de la más alta pureza y perennidad, ya que el espíritu
es lo mejor en nosotros y sus objetos son los de una dignidad superior. La autarquía humana
se consigue enteramente por medio de la contemplación filosófica, la actividad propia del
sabio y justo. Es evidente la enorme significación que Aristóteles atribuye a la recta
contemplación como fuente de felicidad. Pero no pasa por alto el aspecto material: el hombre
feliz es aquel que vive en buenas circunstancias exteriores y que dispone de todo lo necesario
para una existencia razonable.
El contenido progresista y anti-autoritario del pensamiento político aristotélico reside en su
idea central de que el Estado funciona al servicio de los hombres, y no al revés. Las
características del «buen» Estado (la soberanía de la ley, la libertad e igualdad de los
ciudadanos, la constitucionalidad del gobierno y el perfeccionamiento del individuo en una
vida civilizada) son, según Aristóteles, muy complejas en su realización y requieren de
infinitos reajustes para su buena marcha. Son, ciertamente, ideales, pero que no representan
normas celestiales y utópicas, sino que tienen que manifestarse mediante los vehículos y las
agencias sociales reales, que no tienen en sí nada de ideales.
DERECHOS FAMILIARES Y FEMINISMO
El lema que se repite hasta la saciedad en muchos textos feministas es éste "Hay que destruir
a la familia". Algunas veces se añade el calificativo "patriarcal", otras se omiten. ¡Nos
encontramos, pues, remedando a la Historia, con un nuevo “Delenda est Carthago!". ¿Por
qué "hay que destruir a la familia"? Porque, siempre en la mentalidad feminista, la familia
resume y concreta todos los comportamientos y actitudes de una relación de dominio. El
Estado, las leyes o la Iglesia son también reprobables en la medida en que alientan y
defienden esta situación. "Hay que destruir a la familia" por lo que tiene de alienante para la
mujer. Y los argumentos se ordenan por conceptos:
1.° Unas tareas tediosas y rutinarias, atomizadas de tal modo que la mujer no llega a
especializarse en nada.
2.° Una atadura al hogar por la reproducción y el cuidado de los hijos, que le impiden
realizarse en otra actividad, el trabajo o la política.
3.° Una subordinación al marido, del que depende por razón de la autoridad marital y por
razón económica.
4.° Una perpetuación de las ideologías dominantes, al prolongar la situación de dependencia
de los hijos a la madre y de dominio sobre ellos.
5.° Por último, la familia, siguiendo a Engels "es el último reducto de la propiedad privada".
En el plano social, propugna la cohesión íntima de pocos miembros —familia nuclear— y la
insolidaridad social. En el aspecto económico es un servicio gratuito que ahorra al
capitalismo una serie de costos sociales, como se ha visto más arriba. A la hora de buscarle
sustitutivos, se aprecian dos posibles formas en clara correspondencia con las dos tendencias
arriba descritas, la liberal-radical y la socialista.
Se trata en ambas de colectivizar la vida familiar, unas a conveniencia de los adultos o para
respetar la libertad de los niños, otras siguiendo una rígida planificación estatal. En unos
casos se propugna la promiscuidad entre padres e hijos. Germaine Greer piensa en una granja
en el sur de Italia donde los niños serian atendidos por los adultos que voluntariamente se
prestasen a ello, sin distinguir quién de ellos sería su padre o su madre. Y en otros seria la
colectivización de los servicios domésticos al mismo nivel que la actividad laboral, tal como
se hace en los Kibbutz israelíes. En el extremo estaría la "liberación" total de las cargas de la
maternidad con los niños-probeta, en una fiel reproducción de "El mundo feliz" de Huxley.
De modo parcial, como primer paso, se promueven la independencia de la mujer respecto del
hombre mediante el trabajo, que le proporciona dinero y en ocasiones le otorga el prestigio
que la familia no le da, y el divorcio, que reduce la vida conyugal a un contrato temporal. Se
pide también la creación de guarderías infantiles gratuitas y... "obligatorias", lo mismo que
la inserción de los ancianos y enfermos en los hospitales y la colectivización de los demás
servicios.
LIBERALISMO Y CONSERVADURISMO
Los liberales entendemos que es necesario conservar los derechos individuales básicos
porque de la vigencia de esos derechos depende la posibilidad de ejercer la libertad y, por lo
tanto, de dar espacio para la innovación que eventualmente pueda dejar obsoletas formas
tradicionales de organización y gestión institucional. Pero cuando se producen polémicas
entre quienes se dicen liberales y quienes además de liberales se autodenominan
conservadores, este punto no suele quedar suficientemente aclarado. Y de ahí devienen
intrincadísimas confusiones.
Por supuesto que, cuando alguien dice ser liberal y conservador a la vez, no tiene derecho a
reclamar que determinadas instituciones -como, por ejemplo, la familia o la Iglesia- sean
impuestas autoritariamente a todos, en virtud de que, según su particular punto de vista, es
bueno que permanezcan vigentes. Quien así argumente, sencillamente, estará dejando de ser
liberal porque estará vulnerando el derecho a la innovación que se deriva del ejercicio de la
libertad individual.
Como se ve, el problema que la palabra conservador plantea tiene que ver con cuál es el
principio al que está referida, lo cual a su vez depende de quién la emplee y con qué fines.
Los socialistas utilizan peyorativamente la palabra conservador porque se han concedido a sí
mismos -de manera completamente arbitraria, por cierto- la titularidad del progresismo. Para
ellos, ser progresista consiste, paradójicamente, en obstaculizar la innovación en el campo de
la producción económica por medio de regulaciones estatales que condicionan el ejercicio de
la libre creatividad. Pero esto implica, precisamente, vulnerar los derechos individuales
básicos que el liberalismo procura conservar para que sirvan de sustento al ejercicio del
derecho a la innovación. Nos encontramos entonces con la incongruencia de que al liberal lo
acusan de conservador porque quiere garantizar la posibilidad de la innovación, mientras que
quien se dice progresista procura impedirla…
Es bastante importante, entonces, poner en limpio la cuestión del conservadurismo, saber
diferenciar cuál es el buen y cuál el mal conservadurismo. Los liberales no debemos temer -
más bien, debemos reivindicar con sano orgullo- que se nos llame conservadores si eso
implica defender los derechos individuales que, por medio del ejercicio de la libertad,
posibilitan la innovación. Y está entre nuestras tareas la de denunciar el perverso
conservadurismo de los falsos progresistas, que impiden la libre innovación en el campo de
la producción económica.
Cuestión aparte es la de quienes se dicen liberales, pero reivindican determinadas
instituciones simplemente porque existen desde tiempos inmemoriales. Si esa defensa de
instituciones tradicionales queda en el campo personal, están en todo su derecho a hacerlo
porque estarán ejerciendo su libertad. Lo que no resultaría admisible es que pretendan
imponer de manera autoritaria esos valores a la sociedad en su conjunto. Resulta importante
tener claras estas puntualizaciones acerca de la siempre controversial cuestión del
conservadurismo, para percibir los matices que nos permitan diferenciar las distintas
posiciones que se esconden detrás del uso de una misma palabra para designar posturas que
encierran grandes diferencias.

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