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DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS

DERECHOS DE LOS CLIENTES

¿Por qué a tantas empresas les cuesta trabajo interpretar y satisfacer con
grado de excelencia las necesidades y expectativas de sus clientes si usted y
yo, si todos, sin excepción, somos, hemos sido y seremos clientes? Esta y
otras preguntas con alto contenido y amplias posibilidades de análisis
atrajeron a un buen número de gerentes, ejecutivos y empresarios a una
capacitación sobre la diferencia sustancial —y estratégica— que existe entre
la atención y la satisfacción del cliente, entre la atención nominal —repleta
de promesas y beneficios, de rimbombancia, de ostentación publicitaria— y
la atención real, la que corresponde al ejercicio diario y constante de una
serie de valores corporativos que, por sí solos, sirven para demostrarles a
los clientes que allí, de verdad verdad, se hace lo que se pregona, que se
brinda al ciento por ciento lo que se ofrece.

El buen servicio nominal, o parcialmente real, parece existir en todos lados,


en empresas grandes y pequeñas, de cinco u ochenta años de existencia,
locales, nacionales o trasnacionales, con altos y bajos presupuestos, con
pocos o muchos asesores de servicio, con personal semi-capacitado o “ultra”
capacitado. Y todo, en última instancia, se reduce al más simple de los
cálculos: mis clientes están 30, 60, 90 ó 99% agradecidos, complacidos y
satisfechos. Ya verán estos o aquellos si tienen explicaciones más o menos
sustentables, o pretextos burdos o sofisticados para establecer por qué
logran o no situarse en un determinado nivel de satisfacción. 

Lo único cierto, lo único que vale la pena considerar es que cada cliente se
nos acerca dos, tres o cien veces en busca de una promesa, de un beneficio
que, de una manera u otra, le hemos ofrecido o dibujado en su mente. El
cliente CREE que va a recibir lo que merece por su dinero y desea conservar
intacta esa expectativa por tiempo indefinido. Es más, al cliente no le
interesa que lo hagan partícipe de las complejidades inherentes a cualquier
negocio, de los altibajos, del cuantioso capital invertido, del “esfuerzo tan
grande” que ha debido realizar un equipo directivo, todos los gerentes o la
empresa en conjunto para ofrecer lo que dice ofrecer. 
Por desgracia, casos como estos los hay por doquier: empresas y negocios
de todo tipo en los cuales se les echa en cara a los clientes, sutil o
atrevidamente, que ciertas cosas “son así”, no tan buenas como parecen,
que “no todo sale bien todo el tiempo”, que nadie tiene la culpa, y el cliente,
a la postre, no tiene más remedio que soportar a regañadientes esas
camisas de fuerza o desfallecer en el intento de que se le reconozca su
derecho a ser bien atendido, a recibir aquello que con bombo y platillos se le
ha ofrecido. De hecho, esta tendencia se acentúa en los “Goliats”, es decir,
en aquellos conglomerados empresariales que acaparan buena parte del
mercado y, por lo general, son deficientemente regulados y sancionados por
las entidades estatales. Su opulencia, su “grandeza”, los pactos gremiales y
la reducida competencia real los libran de la “pesadilla” o de la carga
onerosa de “tener” que prestar un esmerado servicio a esa multitud de
clientes que, de todas formas, no van a perder.

En términos de excelencia y alto compromiso con el cliente se procura filtrar


y erradicar tales artificios y tales vericuetos. Simplemente se privilegia el
principio de que los clientes tienen una necesidad y desean satisfacerla lo
mejor posible, sin pérdida de tiempo, sin maquillajes, sin palabrería, sin
ostentaciones distractoras o intimidantes. Cuanto más nos aproximemos a
este concepto, a esta filosofía, más dispuestos estarán nuestros clientes a
seguir siendo nuestros clientes. Lo que el cliente hizo, hace y hará por
siempre es percibir y calificar realidades inmediatas, hechos, personas, lo
que le agrada, le sirve y le conviene, ver y sentir como grato y beneficioso lo
que la empresa —y cada uno de sus representantes— le ofrecen en cada uno
de los momentos de la atención.

Desplazar la cultura organizacional de la conciencia de las “incomparables


ventajas y beneficios” que se les dispensan a los clientes —componentes
muchas veces administrados como si fueran favores extraordinarios
prestados a unos sujetos que aparecen en una pantalla— hacia la conciencia
de los derechos que estos tienen a ser esmeradamente atendidos es un
desafío de marca mayor, un viraje de 180 grados, una ruptura total con el
habitual paradigma de la atención nominal y rutinaria, real-parcial, o de
aquello que suelo denominar “la atención por obligación”. 

Fijar una serie de principios, de derechos que cobijen a los clientes nos
proporcionará una pauta firme y clara de misión corporativa orientada a la
excelencia en el servicio. Si todos sabemos lo que es un buen servicio en
carne propia, es natural que tratemos de hallar fórmulas y consensos que
nos ayuden a diferenciar los servicios de alta calidad de aquellos que no
persiguen otra cosa que “atrapar” a un cliente para luego administrarlo de
cualquier modo. 

De esta apremiante necesidad parte la siguiente Declaración Universal de los


Derechos de los Clientes, un decálogo al que deberían acogerse las
empresas real y sinceramente comprometidas a buscar y perfeccionar la
calidad en el servicio y en la satisfacción de su principal patrimonio:
Primer derecho: El cliente tiene derecho a no saber.

Este fenómeno se sitúa, sobre todo, en aquellos casos en que los clientes
son recriminados y maltratados por no estar enterados de uno o más
aspectos de la mecánica operativa de la compañía que les presta un servicio.
Es deber de la compañía presentar información veraz, completa, oportuna y
por los canales más adecuados a sus clientes. A la vez, es su deber aplicar
un significativo esfuerzo económico y logístico en el entrenamiento y
capacitación de todo el personal —no sólo de los asesores o el personal de
servicio— en técnicas de escucha activa, talento para formular preguntas y
plantear soluciones, estudio periódico de la casuística del negocio y
estrategias para conducir al cliente a la satisfacción.
Segundo derecho: El cliente tiene derecho a hacer sugerencias y a
ver sus buenas sugerencias convertidas en realidad.
Un concepto en que suelo hacer hincapié muy a menudo es este: Los
clientes trabajan para aquellos a quienes les compran. Ni más ni menos. Un
cliente bien administrado es una fuente de información útil para una
empresa perspicaz y verdaderamente servicial. Muchas empresas se
muestran dispuestas a recibir toda clase de sugerencias, pero lo hacen como
un formalismo más o no le dan un trámite inteligente y estratégico que le
agregue valor al servicio. Total, casi siempre los clientes ignoran por
completo si fueron escuchados, si su iniciativa se tradujo en una acción o en
un hecho visible y beneficioso para él, para otros clientes, ¡y para la misma
compañía!

Tercer derecho: El cliente tiene derecho a preguntar, a desconfiar, a


replicar y a comparar.
El cliente es un ser humano. Sí, es una verdad de Perogrullo, pero en
muchas ocasiones las empresas se comportan de tal modo que vale la pena
refrescarles una verdad tan obvia como esa. Antes que compradores, las
empresas tratan con seres de carne y hueso, seres que no desean ser vistos
y tratados como chequeras ambulantes, ¿me explico? En ocasiones, da la
impresión de que ciertos procesos de servicio, de que ciertas formas de
interactuar con los clientes llevan implícito el mensaje: “Apúrese,
cómprenos, cierre la boca y no malgaste nuestro valioso tiempo… ¡El que
sigue!”. ¿A eso le llaman servicio al cliente? 
Cuarto derecho: El cliente tiene derecho a no perder su valioso
tiempo (tan valioso como el de la compañía).
Y hablando del uso y del abuso del tiempo, he aquí otra deficiencia notable y
muy común en los procesos de atención. “Su tiempo es todo nuestro”,
parecen decir con sus procedimientos las empresas que obligan al cliente a ir
y venir, en forma personal o vía telefónica, tras la solución de sus problemas
o la atención de sus requerimientos. Son pocas las ocasiones en que he
podido constatar que a las empresas les interesa realmente administrar el
tiempo a favor del cliente, en hacerle saber que están conscientes de que no
desean que su cliente dilapide este precioso bien. Con los recursos y
herramientas de que disponemos en la actualidad, es imperdonable que no
exista una configuración estratégica destinada a ofrecer calidad de servicio
en términos de velocidad de respuesta y ahorro de tiempo.

Quinto derecho: El cliente tiene derecho a ser bien atendido antes,


durante y MUCHO DESPUÉS de la venta.

¿Posventa? ¿what is this? Claro, la posventa profesional y el seguimiento al


cliente es una práctica que se considera “costosa”, prescindible a los ojos de
muchos gerentes. “¿Para qué molestarnos, para qué aplicar esfuerzos en
alguien que ya nos dio lo que buscábamos?”. Bravo, excelente visión,
excelente manera de interpretar lo que significa mantener una relación de
negocios con los clientes. Semejante miopía les abre un fecundo terreno de
oportunidades a los competidores que SI entienden que la venta no cesa
cuando un cliente se retira del negocio con su contrato bajo el brazo.
Seguramente usted ha recibido llamadas de “renovación de contrato” en las
que percibe claramente que al fulanito representante de la firma X le saltó
una alarma en su sistema indicándole que ya era hora de ponerse en
contacto con usted para que siga en cautiverio. Si usted hace alguna
observación o tiene objeciones, ¡ah, qué mala cosa, eso es todo un
imprevisto! El fulanito representante no lo llamaba para eso, entonces
cambia de tono y le da a entender que sus observaciones, su experiencia
con el producto y su nivel de satisfacción, en realidad, no le incumben. ¡Y
hasta se sorprenden y se disgustan cuando usted decide no renovar el
contrato! 

Sexto derecho: El cliente tiene derecho a no crearse falsas


expectativas.

Este concepto cabe en dos palabras: sostenimiento-integridad. A los clientes


les encanta confirmar, corroborar que hicieron la elección correcta, que vale
la pena volver o quedarse, porque la sucesión de buenas impresiones y
experiencias se mantienen en el tiempo, no dan la vuelta, no se desgastan.
Existe cierta clase de atención que yo denomino “lunamielera”. Eso significa
que al cliente nuevo se le brindan todos los halagos en un corto, cortísimo
período de tiempo para luego caer, poco a poco o súbitamente, en un trato
de segunda o tercera clase.

Séptimo derecho: El cliente tiene derecho a ser atendido (y


comprendido) por personal experto.

Cuántas veces no nos hemos preguntamos, al salir de un negocio: Caray, ¿a


quién se le habrá ocurrido poner a estas personas a atender a los clientes?
Esto, a su vez, suscita una pregunta obvia: ¿Por qué, siendo tan estratégicos
y esenciales el trato con el cliente, la atención directa y el servicio de calidad
para el crecimiento y la prosperidad de cualquier negocio, es tan frecuente
encontrarse con personas mal dirigidas, mal remuneradas, mal motivadas y
mal entrenadas realizando esas tareas? Es un contrasentido, una carencia de
la que ni ciertas empresas con alto nivel de posicionamiento parecen salir
bien libradas. Las causas son múltiples, pero el hecho es innegable: no
abundan los casos en que los clientes tienen una percepción altamente
favorable en relación con el nivel de atención que reciben y la capacidad que
demuestran tener los empleados en proporcionarles respuestas y soluciones
satisfactorias.

Octavo derecho: El cliente tiene derecho a esperar y a obtener


soluciones prontas.

El silencio sepulcral y el abuso de la posición dominante son los primeros


actos disuasivos e intimidatorios de una empresa que siente que
determinado cliente la está empujando a entrar en terreno hostil. Eso se
traduce algo como esto: “Desista… Usted no es nadie; usted es tan sólo un
cliente indeseable, sólo eso y nada más que eso”. Además de abonar el
terreno para disputas y reclamaciones legales con procedimientos absurdos
—que claramente atentan contra los intereses del cliente—, algunas
empresas persisten en el error de no implementar estrategias conciliatorias
y compensatorias que les permitan salir pronto de la situación de conflicto.
Acuden al litigio, al pugilato, y no a otras modalidades jurídicas que han
demostrado ser mucho más prácticas y eficaces.

Noveno derecho: El cliente tiene derecho a ser defendido hasta por


la misma empresa.

Un estado con instancias reguladoras activas, inquisitivas y fuertes es la


mejor garantía de calidad y cumplimiento para los clientes en un contexto
amplio de economía de libre mercado. Ahora bien, la figura del defensor del
cliente, nombrado para tal fin dentro de las mismas empresas, es una
solución acertadísima e inteligente para mantener e incrementar la confianza
del cliente en los procedimientos y las actuaciones de las compañías, sólo
que un despacho como este debe ganarse la credibilidad de quienes dice
representar, o de lo contrario se convertirá en otro montaje más para eludir
sus responsabilidades ante ellos.

Décimo derecho: El cliente tiene derecho a relajarse, a sentirse


cómodo.

A los clientes les encanta ingresar a lugares o ambientes donde perciba que
está cómodo y seguro. A los clientes les fascina detectar que alguien ha
dispuesto todo de tal modo —desde el tapete de la entrada hasta la
despedida del portero del estacionamiento— que no les impida detenerse a
pensar en su familia, en su próximo viaje, en sus compromisos de esa
semana o en su trabajo. A los clientes les fascina la sensación cosquilleante
de notar que personas sensibles, cordiales, serias y muy profesionales
desean demostrarles, ese día y el año venidero, que se han hecho y se
harán cargo de todas sus necesidades.

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