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¿Por qué a tantas empresas les cuesta trabajo interpretar y satisfacer con
grado de excelencia las necesidades y expectativas de sus clientes si usted y
yo, si todos, sin excepción, somos, hemos sido y seremos clientes? Esta y
otras preguntas con alto contenido y amplias posibilidades de análisis
atrajeron a un buen número de gerentes, ejecutivos y empresarios a una
capacitación sobre la diferencia sustancial —y estratégica— que existe entre
la atención y la satisfacción del cliente, entre la atención nominal —repleta
de promesas y beneficios, de rimbombancia, de ostentación publicitaria— y
la atención real, la que corresponde al ejercicio diario y constante de una
serie de valores corporativos que, por sí solos, sirven para demostrarles a
los clientes que allí, de verdad verdad, se hace lo que se pregona, que se
brinda al ciento por ciento lo que se ofrece.
Lo único cierto, lo único que vale la pena considerar es que cada cliente se
nos acerca dos, tres o cien veces en busca de una promesa, de un beneficio
que, de una manera u otra, le hemos ofrecido o dibujado en su mente. El
cliente CREE que va a recibir lo que merece por su dinero y desea conservar
intacta esa expectativa por tiempo indefinido. Es más, al cliente no le
interesa que lo hagan partícipe de las complejidades inherentes a cualquier
negocio, de los altibajos, del cuantioso capital invertido, del “esfuerzo tan
grande” que ha debido realizar un equipo directivo, todos los gerentes o la
empresa en conjunto para ofrecer lo que dice ofrecer.
Por desgracia, casos como estos los hay por doquier: empresas y negocios
de todo tipo en los cuales se les echa en cara a los clientes, sutil o
atrevidamente, que ciertas cosas “son así”, no tan buenas como parecen,
que “no todo sale bien todo el tiempo”, que nadie tiene la culpa, y el cliente,
a la postre, no tiene más remedio que soportar a regañadientes esas
camisas de fuerza o desfallecer en el intento de que se le reconozca su
derecho a ser bien atendido, a recibir aquello que con bombo y platillos se le
ha ofrecido. De hecho, esta tendencia se acentúa en los “Goliats”, es decir,
en aquellos conglomerados empresariales que acaparan buena parte del
mercado y, por lo general, son deficientemente regulados y sancionados por
las entidades estatales. Su opulencia, su “grandeza”, los pactos gremiales y
la reducida competencia real los libran de la “pesadilla” o de la carga
onerosa de “tener” que prestar un esmerado servicio a esa multitud de
clientes que, de todas formas, no van a perder.
Fijar una serie de principios, de derechos que cobijen a los clientes nos
proporcionará una pauta firme y clara de misión corporativa orientada a la
excelencia en el servicio. Si todos sabemos lo que es un buen servicio en
carne propia, es natural que tratemos de hallar fórmulas y consensos que
nos ayuden a diferenciar los servicios de alta calidad de aquellos que no
persiguen otra cosa que “atrapar” a un cliente para luego administrarlo de
cualquier modo.
Este fenómeno se sitúa, sobre todo, en aquellos casos en que los clientes
son recriminados y maltratados por no estar enterados de uno o más
aspectos de la mecánica operativa de la compañía que les presta un servicio.
Es deber de la compañía presentar información veraz, completa, oportuna y
por los canales más adecuados a sus clientes. A la vez, es su deber aplicar
un significativo esfuerzo económico y logístico en el entrenamiento y
capacitación de todo el personal —no sólo de los asesores o el personal de
servicio— en técnicas de escucha activa, talento para formular preguntas y
plantear soluciones, estudio periódico de la casuística del negocio y
estrategias para conducir al cliente a la satisfacción.
Segundo derecho: El cliente tiene derecho a hacer sugerencias y a
ver sus buenas sugerencias convertidas en realidad.
Un concepto en que suelo hacer hincapié muy a menudo es este: Los
clientes trabajan para aquellos a quienes les compran. Ni más ni menos. Un
cliente bien administrado es una fuente de información útil para una
empresa perspicaz y verdaderamente servicial. Muchas empresas se
muestran dispuestas a recibir toda clase de sugerencias, pero lo hacen como
un formalismo más o no le dan un trámite inteligente y estratégico que le
agregue valor al servicio. Total, casi siempre los clientes ignoran por
completo si fueron escuchados, si su iniciativa se tradujo en una acción o en
un hecho visible y beneficioso para él, para otros clientes, ¡y para la misma
compañía!
A los clientes les encanta ingresar a lugares o ambientes donde perciba que
está cómodo y seguro. A los clientes les fascina detectar que alguien ha
dispuesto todo de tal modo —desde el tapete de la entrada hasta la
despedida del portero del estacionamiento— que no les impida detenerse a
pensar en su familia, en su próximo viaje, en sus compromisos de esa
semana o en su trabajo. A los clientes les fascina la sensación cosquilleante
de notar que personas sensibles, cordiales, serias y muy profesionales
desean demostrarles, ese día y el año venidero, que se han hecho y se
harán cargo de todas sus necesidades.
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