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CUERPOS ESCRITOS, Javier

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García

CUERPOS ESCRITOS
EL CUERPO REFERENTE, FUENTE Y ESCRITURA1

Javier García2

I INTRODUCCIÓN

Como objeto del mundo el cuerpo humano tiene una presencia de imagen
especialmente fuerte, pues ningún otro objeto es un semejante, un objeto
que en algún momento constituyó la imagen propia y que es, a la vez,
objeto de pulsión. De ningún objeto como del cuerpo de otro se dependió (y
se depende) tanto para la existencia, el reconocimiento, la satisfacción y la
reproducción.

Como fuente lo es en el sentido sensorial: percibe y se percibe en una


intrincada relación interioridad-exterioridad a partir de una sensorialidad de
superficie y bordes, que ignora gran parte de su existencia interna. Y lo es
en el sentido pulsional como fuente de excitación erógena, también ligada
especialmente a bordes y superficies buscadoras de objetos.

Espacialmente puede parecer un gran recipiente, pero paradojalmente


resulta ser un complicado tubo que dedica la mayor parte de sus superficies
al intercambio, con su exterior interiorizado para esa función.

Las disciplinas constitutivas de la biología: embriología, anatomía,


fisiología, bioquímica, genética, participan desde diferentes sistemas

1
Texto modificado de “Escrituras y lecturas del cuerpo”, J. García, abril de 2002.
2
Médico Psiquiatra, Psicoanalista, Miembro Titular de la Asociación Psicoanalítica del
Uruguay –APU-. Br. J.G. Artigas 2654, 1300 Montevideo, Uruguay. E-Mail:
gp@adinet.com.uy

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operativos en la investigación y construcción de modelos simbólicos


efectivos que nos permiten operar sobre él.

El cuerpo, como superficie externa, es un plano de escrituras. Por un lado


están los propios rasgos, hechos entre lo heredado y lo adquirido, entre las
consecuencias genéticas y las identificatorias, por otro, los rasgos
producidos. Estos últimos, desde las primeras formas humanas, a través de
la pintura, dibujos, cortes y arreglos del pelo, decoraciones con recursos
varios, tatuajes, escoriaciones, ablaciones, fueron constantes. Pero también
son escrituras las gestualidades, posturas, movimientos de índoles sexual,
agresiva, lúdica y otras producciones que trascienden el acto de su
realización. Dibujo, pintura, grabados, textos, se constituyen en escrituras
posibles de ser leídas en una coreografía espacio-corporal. Estas lecturas
pueden ser antropológicas, religiosas, semióticas, históricas, literarias,
sociológicas y, también, psicoanalíticas.

He aquí un primer pantallazo de la multiplicidad de lo que llamamos


cuerpo. Aun en cada uno de estos campos resultaría reduccionista hablar
de cuerpo en singular, pues se trata de los cuerpos de la medicina, los
cuerpos de la religión, la literatura, la pintura, y también los cuerpos del
Psicoanálisis. Todos ellos armándose en un espacio-tiempo y en una
encrucijada específicamente humana: la pulsión y la cultura, el sujeto y los
otros. Podemos coincidir que, tras esos diversos cuerpos, hay un cuerpo
real único que permite todos estos armados posibles y una relación, que
nosotros llamamos simbólica, que no permite que cualquier concepción del
cuerpo sea efectiva. Pero, en todos los casos, de él sólo sabemos a través
de estas producciones y se nos constituye en variados objetos.

Existe una creencia que ubica al cuerpo biológico como cuerpo real y a los
otros cuerpos, incluido los psicoanalíticos –cuerpo erógeno, imagen
corporal-, como cuerpos fantaseados o imaginarios, productos del
pensamiento humano. Sin embargo, todos los cuerpos que disponemos
como resultado de nuestras investigaciones y creaciones integran el campo
de la cultura. Todos ellos guardan de diferentes formas alguna relación
simbólica con lo real, lo que nos permite tantos usos de la palabra cuerpo.
Y, si rastreamos las ideas de cuerpo anatómico, por ejemplo, como lo hizo

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tan elocuentemente Thomas Laqueur 3 a los efectos de investigar la idea de


diferencia de sexos, se evidencia siempre lo imaginario, el poder de las
ideologías culturales, tanto en las construcciones de base empírica sobre el
cuerpo como en las psicoanalíticas.

Mucho más radicales que las conclusiones de T. Laqueur son las de M.


Foucault en “Historia de la sexualidad” y de Judith Butler en “Cuerpos que
importan”, en relación a la acción de la cultura sobre los cuerpos.

Ésta última (“Cuerpos que importan”; Ed. Paidós, BsAs, 2002) comienza su
libro planteándose el tema de la materialidad de los cuerpos en una
discusión con el concepto de “construcción” de los cuerpos, como efectos
de los discursos, de la cultura. El texto apunta a que las normas culturales
regulatorias del “sexo” (“ideal regulatorio” de M. Foucault) tienen un efecto
“performativo” para construir la materialidad de los cuerpos (pág. 18). La
materialidad misma es construida en esa acción performativa de los
discursos y el poder. No es que sobre ella se ejerza una influencia
discursiva, como imposición sobre la superficie de la materia o cuerpo.”…
una vez que se entiende el “sexo” mismo en su normatividad, la
materialidad del cuerpo ya no puede concebirse independientemente de la
materialidad de esa norma regulatoria” (pág.19). La discusión es entre el
carácter “natural” y el “cultural” del cuerpo. Si lo “natural” tuviera una
existencia separada y separable, aun así se construye como aquello que
carece de valor (pág. 22), “asume su valor al mismo tiempo que asume su
carácter social, es decir, al mismo tiempo que la naturaleza renuncia a su
condición natural” (ibíd.). Si esto fuera así, como lo han sostenido distintas
feministas, “la distinción sexo- género se diluye siguiendo líneas paralelas;
si el género es la significación social que asume el sexo dentro de una
cultura dada …,qué queda pues del sexo, si es que queda algo, una vez que
ha asumido su carácter social como género?”, se pregunta. “Lo que está
en juego es la significación del término “asunción”… Si el género consiste
en las significaciones sociales que asume el sexo, el sexo no acumula pues

3
La construcción del sexo. Thomas Laqueur, Ed. Cátedra, Madrid, 1994.

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significaciones sociales como propiedades aditivas, sino que más bien


queda reemplazado por las significaciones sociales que acepta; en el curso
de esta asunción, el sexo queda desplazado y emerge el género, no como
un término de una relación continuada de oposición al sexo, sino como el
término que absorbe y desplaza al ´sexo´, la marca de su plena
consustanciación con el género o en lo que, desde un punto de vista
materialista, constituiría una completa desustanciación.”(ibíd., pág. 23) Y,
en el medio de todas estas discusiones se pregunta, “¿es justo decir que el
sexo-cuerpo natural- desaparece por completo? (…) Yo propondría, en
lugar de estas concepciones de construcción, un retorno a la noción de
materia, no como sitio o superficie, sino como un proceso de
materialización que se estabiliza a través del tiempo para producir el efecto
de frontera, de pensamiento y de superficie, que llamamos materia. Creo
que el hecho de que la materia siempre esté materializada debe entenderse
en relación con los efectos productivos, y en realidad materializadores, del
poder regulador en el sentido foucaultiano. Por lo tanto, la pregunta que
hay que hacerse ya no es ¿De qué modo se constituye el género como (y a
través de) cierta interpretación del sexo? (una pregunta que deja la
´materia´ del sexo fuera de teorización), sino ¿A través de qué normas
reguladoras se materializa el sexo? ¿Y cómo es que el hecho de entender la
materialidad del sexo como algo dado supone y consolida las condiciones
normativas para que se de tal materialización?” (ibíd., pág. 29) Estas
acciones materializadoras del cuerpo no serían un acto singular sino la
repetición de una enunciación codificada (cita a J. Derrida en “Signature,
Event, Context”, 1988).De esto depende la acción o acciones
performativas.

Inevitablemente este cuestionamiento de la idea de asunción interroga lo


que el psicoanálisis trabaja como identificación y lo que J. Lacan sostiene
en la asunción de los sexos y la Ley simbólica. Pero previamente Butler se
refiere a que la noción freudiana de que el yo es antes que nada un yo
corporal, la proyección de esa superficie, es decir, una morfología
imaginaria, debería entenderse no como una construcción imaginaria pre-
simbólica (o pre-social) “sino que se trata de una operación orquestada

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mediante esquemas reguladores que producen posibilidades inteligibles y


morfológicas. Estos esquemas reguladores no son estructuras eternas, sino
que constituyen criterios históricamente revisables de inteligibilidad que
producen y conquistan los cuerpos que importan” (ibíd., pág. 36). La
variabilidad de estos esquemas entra en discusión con la idea de ley
simbólica en Lacan en la medida en que “la fuerza atribuida a este poder
previo e ideal –crítica de Nietzsche a la idea de Dios- se hace derivar y
desviar de la atribución misma” (pág. 37).

La diversidad en la que nos ubicamos, siempre en el campo de la cultura,


nos permite afirmar que estos cuerpos implicados son discursos sobre el
cuerpo y que cada discurso tiene anclajes que singularizan el campo desde
donde se aborda el problema o el sesgo que se pueda tomar dentro de
cada campo. Si estos discursos no deliran o no lo hacen totalmente,
podemos suponer una relación más o menos efectiva con una materialidad
que siempre aparece escrita o que se materializa en la escritura, por lo que
sólo tenemos noticia de ella a través de esos armados discursivos. Curvas y
orificios, huecos y protuberancias, olores y colores, son trazos siempre
disponibles para ser leídos en el contexto de cada momento cultural e
histórico, de cada sujeto y del grupo al que pertenece. De la efectividad
simbólica de estas lecturas dependerá nuestra posibilidad de operar sobre
esos cuerpos.

Hasta aquí podría tratarse de una discusión filosófica o epistemológica,


pero a nosotros nos corresponderá ubicarla en el Psicoanálisis, su teoría –
metapsicología- y su práctica. Assoun hace un rastreo exhaustivo en la
obra de Freud que merece ser leído y discutido en sus conclusiones. Lacan
establece un punto de mira y coordenadas de trabajo que nos permiten
movernos en el nudo Real-Imaginario-Simbólico y en cómo la lengua se
hace carne. Dolto, Leclaire, Aulagnier, Rosolato, Gantheret, McDougall, Ali,
Fédida, Miller, son algunos otros autores que me aportaron lecturas
productivas y referenciales para esta discusión.

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Pero referiré a algunos problemas planteados por dos autores.

Sami-Ali, en “Pensar lo somático” (Ed. Paidós, BsAs, 1991), aunque se


dedicará especialmente a la complejidad que implican los distintos caminos
de la somatización, hace referencia a los problemas acerca de la
concepción psicoanalítica del cuerpo. Sostiene que una laguna del modo
freudiano y en el Psicoanálisis en general de pensar la somatización radica
en: 1- el estatuto teórico del cuerpo y en el problema de la proyección.”Dos
aspectos inseparables de la misma aporía que envían uno y otro a una sola
y única interrogación,…, a lo imaginario y a lo real” (Ob. Cit. P. 13). Las
imágenes a las que refiere no estarían al servicio de reflejar la realidad
sino, como en el sueño, son producto de la proyección de una subjetividad
“que se constituye por intermedio del cuerpo como esquema de
representación, constituyendo un espacio, un tiempo y un objeto. En la
encrucijada de lo subjetivo y lo objetivo, del sueño y la percepción, del
afecto y el pensamiento, el cuerpo propio, tomado de entrada en una
relación con el otro cuya singularidad radica en que precede a los términos
que enlaza, subyace a toda representación. Lo cual, por otra parte, no
impide de ningún modo, que la representación, banalizándose en un
lenguaje verbal o pictórico institucionalizado, pueda desgajarse de la
subjetividad y perder toda carga subjetiva. ” (Ibíd.) (idea interesante para
pensar los sentimientos de vacío vinculándolos a un desgajamiento de la
subjetividad, banalización y/o proyección de representaciones).

Juan David Nasio, en “Los gritos del cuerpo” (Ed. Paidós, BsAs, 1996)
cuando se refiere al cuerpo en Psicoanálisis (pág. 121 en adelante) dice
que es decisivo “enterrar el dualismo cartesiano de cuerpo y alma”. “Para
nosotros -dice-, el cuerpo no es carnal. El cuerpo es un cuerpo que pasea,
un cuerpo estallado, que nos es exterior. El cuerpo, para el psicoanálisis,
en relación con lo psíquico, es el que el sujeto lleva en sus brazos. Tenemos
que aceptar esta imagen. Y a este cuerpo lo perdemos y lo recuperamos.
Es un cuerpo del ´entre-dos´, del intervalo. Y es necesario hacer un gran
esfuerzo para habituarse a la idea de que el cuerpo del paciente acostado
no es ése que se encuentra en el diván. El cuerpo del paciente acostado se

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encuentra entre el sillón y el diván”. Romper con la idea de dualidad


cuerpo-psique y con la idea de inconsciente individual para pasar a pensar
el inconsciente como algo que se da en la transferencia de dos.

La crítica es al estatuto mismo del cuerpo en Psicoanálisis, podríamos citar


también a Jean Laplanche en “Extravío biologizante de la sexualidad en
Freud” (Ed. Amorrortu), descentrarlo de una identidad biológica, de un
dualismo cuerpo-alma que parece consecuencia de las trampas de la
representación y el pensamiento y, finalmente, situarlo en una encrucijada
(¿“entre dos”?) del sujeto y los otros, la pulsión y la cultura, que esté en la
base –quizás no precediendo sino produciéndose con- de las inscripciones
psíquicas y representaciones. Preferiría decir que las huellas de las
experiencias con los otros se graban o esculpen en la materialidad del
cuerpo que en ese momento se hace erógeno. Hablar de una materialidad
precedente, como lo decía de alguna forma Butler, tiene un lado mítico,
pues la materialidad corporal se construye en el acto del registro de las
experiencias con otros.

II Animalidad y humanidad de los cuerpos

La naturaleza en su frondosidad a veces impenetrable, a pesar del


desarrollo brutal del cemento, y con esas características que no tiene la
producción cultural, como lo son la reproducción, el crecimiento, la muerte
y la transformación, esconde, interponiéndose entre las ruinas de
civilizaciones perdidas y nosotros. Si así no fuera no existiría tanto trabajo
para los antropólogos. Pero, a decir verdad, si no fuera así, la rivalidad
civilizatoria excluyente y aniquilante no nos hubiera dejado en muchos
casos indicios de la cultura de los pueblos sometidos y muchas veces
extinguidos. Debemos reconocer que a la capacidad de crear significantes

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de distintos materiales y órdenes, se le agrega, implacable, la capacidad de


destruirlos, desconocerlos, para imponer otros propios y dominantes.
Sabemos de los efectos devastadores de este desconocimiento violento,
tanto en la cultura como en cada sujeto. Y sabemos cuánto trabajamos
tanto a nivel individual como social para recuperar rastros desaparecidos.
La naturaleza, si bien nos aleja de la evidencia de las ruinas también las
protege de la capacidad destructiva de los hombres. En ambos casos ella es
inocente. No es su meta ni esconder ni cuidar. Ella no tiene una relación
intencional de deseo con los significantes humanos, aunque ellos se
fabriquen con su materia y se armen en sus recovecos o se escriban en
fascinantes construcciones.

Imaginemos o recordemos: Allí está el paisaje, nada natural, la pirámide


del Sol y de la Luna. Nadie sabe a ciencia cierta por qué esos pueblos
abandonaron el lugar. Será un saber posible, venga de la pictografía o de la
genética, así como podemos reconstruir hoy la vida y extinción de los
dinosaurios a partir de huellas. Sin dudas hubo en Teotihuacán, Tchitchén
Itza, Machu Pichu, para citar algunas genialidades cercanas, actos de
creación. Hubo acontecimientos de tal magnitud que debemos considerarlos
movidos por una fuerza intensa en creencias y deseos. Es decir, hubo
hombres y mujeres, cuerpos y sujetos.

El animal deja signos, que dan cuenta inmediata de su presencia. El


hombre deja significantes, que requieren de otros significantes para ser
leídos como relatos de un sujeto que no está allí presente, que no fue
músculo pero que tuvo músculo. Esos músculos, esas vidas, fueron
movidas, fuertemente afectadas, por lo que las llevó a la pasión de actos
monumentales, de grupo, de generaciones y de deseos.

III Diferentes campos disciplinarios culturales de lecturas del


cuerpo. Especificidades.

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El animal es algo que efectivamente es; aunque él no lo sepa. Sus rastros


son signos de la presencia de ese ser, que es cuerpo natural, desde sus
actos más simples hasta sus más complejas organizaciones, leídas por la
biología, la zoología, la etología, la genética. Estas disciplinas son parte de
la cultura. Hacen sus lecturas de acuerdo a modelos específicos.

A decir verdad la medicina encara y lee más los signos de la animalidad


que de la humanidad del cuerpo. Pero efectivamente lo que hace es leerlos.
Hace una lectura de signos o señales naturales que conducen por
contigüidad a otros elementos o procesos allí presentes. La relación sígnica
es una relación de presencia. Tanto la fiebre, como el dolor o una alteración
determinada de la paraclínica, son signos de algo que está allí presente,
como la relación entre el humo y el fuego. En las lecturas antropológicas de
huellas dejadas por animales estamos también frente a una lectura de
signos que, más o menos directamente, remiten a la presencia del cuerpo
animal, su anatomía, sus funciones, sus conductas.

Cuando nos enfrentamos al cuerpo humano, en el sentido de la humanidad


de un cuerpo, lo que aparecen son sus escrituras. No me refiero a
escrituras como producción secundaria al lenguaje, ni a escrituras
corporales alfabéticas, salvo en algunos tatuajes de textos, que no son los
más frecuentes. Me refiero a todas las marcas gestuales y decorativas
(peinado, pintura, vestimenta, etc.) que hacen a la humanidad de un
cuerpo. De ella se pueden hacer distintas lecturas: antropológica,
semiótica, histórica, religiosa. Ellas pueden interactuar pero requieren un
cierto código y un contexto encuadrante para realizar la lectura.

Los gestos, los comportamientos, por ejemplo, tienen una lectura social
posible. Hay, si se quiere, múltiples aprendizajes, conscientes o pre-
conscientes, en la experiencia con los otros. Hay también adiestramientos
del cuerpo. Si todo esto puede tener la apariencia de algo natural, no es

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más que porque forman parte de esquemas o patrones compartidos por


todos en cada momento. Estos adiestramientos de gestos, posturas y
conductas, están impregnados de referencias morales y éticas que se
insertan silenciosamente como esquemas. Lo mismo sucede con el vestido,
su relación con el cuerpo desnudo, marcando contornos, texturas,
opacidades y transparencias, pliegues y llanuras, con posibles lecturas
éticas, religiosas, de estatus social, sexuales, de época y edad, etc.

El psicoanálisis nace frente al fracaso que ciertas manifestaciones


corporales como el síntoma histérico, provocaban tanto a las lecturas
médicas, como a las sociales. El fracaso de las lecturas se muestra en su
ineficacia en relación con el fenómeno que intentan leer. Los síntomas
histéricos no tenían una relación sígnica de continuidad con procesos del
cuerpo animal y, por otra parte, su singularidad desbordaba el campo de
trabajo de las ciencias que se ocupan de los fenómenos de masas en cada
época y en la historia. Estos hechos corporales tenían una relación
simbólica efectiva con huellas (marca y afecto) no disponibles por el
pensamiento consciente. Es decir, un cuerpo que habla en alguien que no
es sujeto de ese relato. Y ese otro sujeto inconsciente, aunque esté
contextuado en una cultura y en una época que le presta sus signos y
estilos, es esquivo -por extraterritorial- a una noción de sujeto social.

He tratado de esbozar hasta aquí distintos campos todos ellos dentro de la


cultura y cada uno con especificidades de lecturas que dan cuenta de lo que
llamamos cuerpo. Podemos decir que en última instancia hay un cuerpo
real a partir del cual todas estas lecturas son posibles. Pero lo que
disponemos verdaderamente es de lecturas más o menos efectivas del
cuerpo. La efectividad está en estrecha relación con la especificidad de cada
lectura. Si hay diálogo e interacción entre estos cuerpos culturales, no es a
través de fronteras libres donde los conceptos puedan transportarse sin
más. No son pocos los problemas que se pueden generar por estas
traslaciones, en especial la pérdida de efectividad y lo que podríamos
llamar una confusión de lenguas (parafraseando a S. Ferenczi). No obstante

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la inter-fase generada allí es de especial interés en la medida que pueda


ayudar a generar codificaciones efectivas en cada uno de los modelos.

En Psicoanálisis la hipótesis del deseo inconsciente nos exige sostener la


condición de un sujeto de deseo inconsciente ligado al concepto de pulsión
sexual parcial y zona erógena. Esto hace a conceptos fundamentales del
psicoanálisis, que definen su especificidad solamente en la medida en que
no se armen como una filosofía sino como la expresión teórica de una
práctica clínica efectiva. Los riesgos a los que siempre estamos enfrentados
son: la desviación médica o cientificista y la desviación filosófica o
lingüística.

A diferencia del cuerpo-animal, ese que estudia la biología, el cuerpo


humano marcado-armado por el deseo y el lenguaje, es un cuerpo que se
desvía del instinto y la auto-conservación tanto, como inconsciente
suponemos. Así es que surge la hipótesis del inconsciente en Freud. Surge
allí donde la medicina no podía dar cuenta en forma efectiva del síntoma
histérico. El cuerpo histérico, enfermo en un sentido médico pero sin
enfermedad médica, es un cuerpo afectado por el conflicto psíquico
inconsciente, un cuerpo rechazado en tanto cuerpo sexual y sexualizado en
tanto cuerpo biológico, razón por la cual las funciones quedan afectadas.
Un cuerpo en el que se libra la lucha de un conflicto, situado primeramente
por Freud entre la sexualidad y la auto-conservación. Esta sexualidad no es
la genital, tal como hasta ese momento se la concebía y como actualmente
muchas disciplinas siguen insistiendo. La sexualidad descubierta por Freud
es una sexualidad infantil, producto de pulsiones parciales objetadas y
reprimidas, que siempre retornan en busca de goce, aunque en estos casos
limitado en los síntomas corporales. La parcialidad de la pulsión hace a este
cuerpo en partes, fragmentado y, su unidad en el yo (proyección de
superficie corporal) se sostiene en fantasías fálicas que otorgan unidad
imaginaria al cuerpo en sus síntomas. Es la posición histérica. La intensidad
de estos imaginarios corporales fálicos y su contracara de fragmentación,
son solidarias.

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En 1910, en su texto “La perturbación psicógena de la visión según el


psicoanálisis”, Freud deja en claro cómo una función biológica del cuerpo,
como lo es la visión, queda implicada en un conflicto psíquico, al haber sido
sexualizada esa función. Es decir, al estar esa función biológica implicada
en un goce sexual. La ceguera histérica es el síntoma en que este conflicto
se plasma. Los cuerpos histéricos, desde el punto de vista biológico, ven.
Es la conciencia de la visión la que ha sido alterada por represión de esas
representaciones. Lo que no podemos explicar por las funciones biológicas,
ese exceso o desvío, se sustenta en el cuerpo erógeno y, tras él, la
hipótesis del inconsciente. Freud describe en ese artículo una verdadera
lucha representacional y pulsional. Dice: “Cuando en un caso cierto grupo
de representaciones permanece en lo inconsciente …” es porque “una
revuelta activa de otros grupos de representaciones ha causado el
aislamiento y la condición de inconsciente de aquel grupo” (O. C.; Ed.
Amorrortu, T. XI, pág. 211). “Represión” (esfuerzo de desalojo) es el
“proceso que depara ese destino a uno de los grupos”. El fracaso de esa
“represión”, el retorno de lo reprimido, “es la condición previa de la
formación de síntoma” (ibid). En este texto, será la oposición entre las
pulsiones sexuales y las de auto-conservación o del yo las que comandan el
conflicto que motiva la represión. Pero lo nuevo en esa idea de conflicto es
que a la auto-conservación, campeante hasta ese momento como fuerza
que mueve las funciones corporales, se agrega la pulsión sexual, parcial e
inconsciente. La significación sexual metafórica y efectiva de lo inconsciente
reprimido será causa de una concepción diferente de síntoma, respecto a la
medicina.

IV SUPERFICIES MARCADAS

Los analistas por nuestra práctica priorizamos especialmente el hablar y la


escucha. A veces la comprensión de sentidos manifiestos presumidos

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latentes y cierta tendencia a explicar o convencer, ensombrecen la fuerza


de acto de la palabra en transferencia y su eficacia simbólica. Los analistas
de niños y también de adolescentes estamos acostumbrados al juego, el
dibujo y otras formas de producción humana, pero muy acotadas por el
marco de la sesión. El acto, en sus diferentes formas de realización no ha
tenido buena prensa y suele, como corresponde, descolocarnos y, luego,
hacernos escribir.

Los humanos, por nuestro origen, levantarnos del piso, liberar nuestras
manos, fuimos cambiando nuestra sensorialidad a favor de la visión y
también cambiando la forma de marcar el mundo. El instinto sexual es
inevitablemente marcador porque necesita dejar rastros hallables por
otros de la misma especie y especialmente por el otro sexo de la misma
especie. Un instinto podríamos decir “marcador”, a la vez que se disponía
de órganos que podían registrar esas marcas. Los rastros requieren
poder ser percibidos y reconocidos, no siempre conocidos previamente
o re-presentados. A nivel del instinto animal las cosas parecen funcionar
más como la lectura que hace un código de barras.
La marcación animal se realiza fundamentalmente con sustancias del
cuerpo, especialmente las heces y la orina, pero también otras secreciones.
En la evolución parecería que la liberación de las manos y su
especialización motriz en la manipulación de objetos del mundo fue
llevando, por sustitución muscular, a un cambio en la producción de
marcas, solidario a restricciones o disciplinamientos básicos en la emisión
de sustancias. El hombre comenzó a marcar objetos, es decir, a construir
objetos humanos, dentro de los cuales estaba también su cuerpo.
El homo habilis se distinguió por ser capaz de distinguir huellas y signos
desconocidos, relacionándolos entre sí, es decir, a grandes rasgos,
“leerlos”. Un comienzo, si se quiere, de un tipo de “lectura” diferente a la
de un lector de código de barras. Las máquinas lectoras pueden tener
errores, pero el hombre como lector de marcas, aun cuando tiene un nivel
comunicacional con cierto consenso –expectativa mínima que tenemos por
ejemplo al leer un trabajo- no dispone de un significado ligado a cada

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marca o relación entre ellas. Por lo contrario, al ingresar a un mundo de


marcas humanas, de cultura, que lo preceden, deja de ser “sujeto” de
instinto -me permito este barbarismo- para entrar a jugar atrapado en un
tablero múltiple –como esos juegos que vienen varios juntos- y donde se
juega como sujeto de deseo y sujeto social en sus posiciones y
reconocimiento.

Entre las marcas de objetos primitivos y las escrituras más avanzadas,


como la alfabética, hay un recorrido complejo y, en su estudio, convergen
distintas disciplinas del conocimiento no siempre en acuerdo. Pero, a pesar
de esa distancia, cualquier escritura está constituida por marcas y es des-
construible en marcas. Podemos partir de nuestra letra “A” alfabética
llamada álef, palabra que en fenicio significa "buey" y, de hecho, la A tenía
en su forma más primitiva un aspecto muy parecido a una cabeza de
bovino. Algunos autores ven en esa pérdida del sentido “original”, en ese
pasaje de la pictografía a la escritura alfabética, la represión. Lo que me
importa enfatizar aquí es que lo perdido ya no está en la “A” cuando la
usamos. Quedaron rastros, marcas, sujetas a significaciones.
En Psicoanálisis, tuvimos una fuerte idea de que el inconsciente contenía
todos los significados perdidos, como un tesoro antiguo y completo. Una
idea de que nada se pierde. Todavía insiste esa idea de recuperación ligada
a una idea de interpretación que devuelve ese sentido pero que, a decir
verdad, no parece sino una intrusión ideológica, provenga tanto de la teoría
psicoanalítica o de otras ideologías sociales. Esta asignación violenta de
sentido –familiar al concepto de violencia secundaria de P. Aulagnier- al
menos eclipsa la aparición allí de un sujeto a ser reconocido. Este no es un
tema nada menor en Psicoanálisis, tanto en la sesión analítica como cuando
nos ponemos a pensar situaciones en otro contexto.

El hombre marca también y especialmente su cuerpo. Lo construye para


otros pero, es particularmente marcado por los otros, en lo que conocemos
socialmente como ritos simbólicos y en psicoanálisis como cuerpo erógeno.
Estas marcas, simples o muy complejas, como los tatuajes tribales, las
pinturas corporales y la vestimenta, marcas que no siempre son

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permanentes y fijas sino que pueden ser cambiantes y móviles, cumplen a


la vez una función de identificación y de diferencia, de ubicación en lugares
sociales y en sistemas de intercambios sexuales.

La identificación de especie y sexo que permiten de forma directa las


marcas animales adquieren en el hombre una largo y elaborado trayecto de
construcción de identificaciones, que pasan por marcas o rasgos más o
menos parciales que permiten la identificación con y la distinción de, en
movimientos que implican el lazo y la separación. La adolescencia
temprana y p/d es una zona especial de construcción de emblemas,
insignias identificatorias, que toman motivos culturales, sociales, como
rasgos representativos del sujeto, como metáforas de él.

Hace ya un tiempo una adolescente de 15 años se presentaba:


“Me visto de negro porque me identifico con los Darks, me pinto las uñas
negras como los Góticos, uso una tacha por los Punks y no me lavo el pelo
y tengo rastas como Marley. Es mi música, con lo que me identifico. Y no
tengo nada anarco porque es opuesto a lo anarco andar comprándose ropa
anarca”
Esto la distinguía de todos sus compañeros del secundario, la hacía única y
muy especial, ligada a un ideal.

A diferencia del niño que toma el rasgo de su entorno parental, el


adolescente lo toma sobre todo de su entorno social y cultural. Para hacerlo
necesita interactuar con ese entorno, marcarlo con sus rastros y tomar
rasgos de él, en lo que podríamos llamar un trabajo de construcción de
rasgos externos-internos a la vez.
Toda superficie es una invitación a estos actos, pero, en todo caso, ¿qué no
es una superficie y dónde está precisamente la diferencia externo-interno a
nivel de superficies? La piel, los muros, las telas, el espacio mismo puede
ser marcado transitoriamente por movimientos del cuerpo y objetos. La
movilidad de las marcas quizás no debiera significar que no son marcas,
como el gesto o el diseño del vestido sobre el cuerpo. Por de pronto me

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manejaré con un criterio muy amplio de “marca” a los efectos de


trabajarlas en el cuerpo y con el cuerpo.

V Escrituras corporales. Figura y estilo; imagen y texto; danza;


música y coreografías.

La naturalidad del cuerpo es el sustrato, la tierra donde los significantes,


movidos – producidos, introducidos por quienes realizan la acción específica
-objetos y sujetos de pulsión-, escriben un guión erógeno que se seguirá
armando con el “infans” en una producción coreográfica (García, J.; 1995) 4.

El trazo o grafo al que refiero como escritura no alfabética conjuga la


imagen (ícono) y el acto de cuerpos en movimientos gestuales. La cultura
oriental ha sido tomada como ejemplo de esa coincidencia entre escritura,
imagen pictórica y danza.

En “The Pillow Book” (“Escrito en el Cuerpo”; 1995 – 96) Peter Greenaway


elige por esta razón un texto japonés donde las nociones de caligrafía,
jeroglífico e ideograma juntan imagen y texto. Allí se pinta y escribe el sexo

4
J. García; “Coreo-grafías. Inscripciones arcaicas”.
”La inscripción libidinal de las experiencias arcaicas requieren del otro, el "ajeno" que Freud incluye
necesario para el cumplimiento de la "acción específica". Los acontecimientos son actos
impregnados del deseo de los padres. No es pensable como la imprenta estampa un papel en
blanco, sino como una danza donde participan todos estos protagonistas en coreo-grafías que se
van armando sin saberlo. Esta coreo-grafía constituye una parte esencial del registro (b). Podemos
decir que hay allí un acto inconciente de creación coreo-gráfica, re-creación de formas que provienen
de la historia inconciente de los padres.El concepto freudiano de "fantasía originaria", en tanto guión
escénico, está implicado en lo que designo como coreo-grafía. Pero esta metáfora apunta a abarcar
la importancia de los cuerpos (erógenos) en juego, sus movimientos, gestos, contactos,
separaciones, miradas, sostén, desencuentros, olores, placer y dolor. Experiencia sensible de
transmisión que, al igual que en la danza, no puede ser mediatizada por la palabra escrita ni oída, no
puede ser explicada sino vivida con el otro”.

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y el nombre, en actos a la vez caligráficos y carnales. “Dios pintó los ojos,


los labios… y el sexo. Luego Él pinto el nombre…”.

El film entero es una repetición de actos caligráficos de goce de escritura


corporal. Se repiten y son inaugurales cada vez. Palabras que parecen estar
naciendo, recortándose en el fragor de lo sensible, a la vez que es un texto
que tiene mil años. Es decir: actualidad de lo histórico y carnalidad de un
texto cuya apropiación requiere de incesantes experiencias de escritura
caligráfica y goce con otro. A diferencia de cualquier escribiente, un
calígrafo es alguien que experimenta el goce de la escritura.

Greenaway evoca la diferencia entre los tatuajes, que son permanentes y


la escritura con tinta que allí se realiza en la piel, borrada y re-escrita,
como un palimpsesto abierto siempre a nuevas escrituras, aunque conserve
huellas anteriores.

En otro film también de la cultura oriental, “El tigre y el dragón”


(“Crouching tiger, hidden dragon”; 2000; Ang Lee) la danza implicada en
las artes marciales y en el esgrima es comparada con la escritura
caligráfica a pincel de la época. Se reconoce la identidad de la esgrimista
por conocer su caligrafía. Danza en coreografías mágicas de acción entre
cuerpos que dibujan en el espacio escenas móviles a la vez sublimes,
eróticas y violentas.

Cuando los movimientos espaciales y coreográficos se constituyen en


trazos, más allá de la imagen visual y dramática, permitiendo identificar al
sujeto de esos trazos, podemos hablar de escrituras. El estilo predomina
sobre la figura y ese predominio parece indicar el pasaje de la pictografía a
la escritura, cuando el trazo pierde su carácter icónico obteniendo su
capacidad de significar (G. Pommier; 1993) y pasaría de ser visto a ser
leído.

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La práctica psicoanalítica consiste en gran parte en este pasaje de la


imagen a la lectura, en el análisis de fantasías, recuerdos encubridores y
sueños. Recordemos aquí a modo de ejemplo el trabajo que hace Freud con
el recuerdo de Leonardo de que estando en la cuna un Milano le abrió su
boca con la cola golpeando con ella en sus labios. Freud remite allí al “sello
indeleble” que dejó el “goce” de la boca del bebé con el pezón de la madre.
La fantasía se apoya en huellas simbólicas excavadas en algo real. Un
goce circunscripto a la marca –sello indeleble- que se constituye en fuente
eficaz de cadenas discursivas de simbolización – sublimación o síntoma.

A lo visual, táctil, gestual y movimiento, recién considerados, en una


coreografía siempre con otros, es notoria la necesidad del agregado de lo
fónico: el sonido y la música.

Los padres hablan al bebé y ya están ahí para él las palabras, aunque no
las disponga. Ellas portan, en su articulación discursiva, la estructura que
los padres transmiten. La voz, la entonación, la música, tienen allí su
primacía. Experiencias corporales significantes fónicas, no alfabéticos para
el bebé.

Todos sabemos que la música no precisa de letra para ser entendida, es


decir, no necesita del sentido de las palabras. “Su función significativa no
se halla cumplida… No son significados sino posibilidades de significación ”
(Bedó,T., 1988). Sin embargo el lenguaje está allí en juego cuando se
cantan las palabras (Rosolato, G; 1978). Cuando la voz no está como en la
música instrumental, los sonidos nos remiten en intervalos especialmente
sensibles, a experiencias corporales, sonoras y rítmicas: latidos, susurros,
gorgoteos, silbidos, gritos, llantos, quejidos, arrullos, golpes,…, son
evocados en conjuntos organizados, disciplinados, en armonías que delatan
la efectividad de los significantes fónicos sin significados. El carácter
encadenado, organizado, de estas materialidades significantes, habla de su
procedencia de los padres como representantes singulares de historias y

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culturas. Podríamos remitirlos especialmente a la pérdida del cuerpo


materno, como lo hace Julia Kristeva (1980). Propone que la materialidad
del significante fónico ya constituye un intento de capturar el cuerpo real
perdido de la madre. No obstante, pienso que esta transmisión es de
experiencias a la vez sensibles, libidinales y organizadoras, donde los
personajes no están aun definidos; los sentidos posibles son efectos de
posterioridad.

El placer producido por la música nos remite al cuerpo, a experiencias de


excitación y a la primera influencia del lenguaje (Rosolato. G; 1978). El
placer parece producirse en la posibilidad de reencontrarnos con estas
experiencias pero a través de sustitutos que realizan sublimación. Si la
sustitución es posible es porque la experiencia erógena no es sólo goce
sino también marca que puede entrar en cadena de sustituciones. Este
punto es crucial, cuando una experiencia con otros se hace marca erógena
a la cual se limita un cierto goce de la experiencia. No se trataría de un
recuerdo ni de una imagen que pueda ser recordada como tal, sino de
marcas, huellas o trazos que encierran cierta organización trasmitida y
cierto goce unido a ella.

A los efectos del placer, estético en este caso, no alcanza con ser una
experiencia sensible o de excitación sensorial. Quien surca el barro, la
madera o la piedra, quien rasguea las cuerdas, quien hace de su cuerpo un
trazo, logra que esos rasgos significantes se articulen, armándose en otro
como experiencia estética, sublimación de una experiencia erógena. La
excitación corporal como el rasguear una cuerda no constituye en sí nada
necesariamente placentero o estético. La excitación real se distingue de lo
erógeno como el ruido del sonido. Es en el acto donde coinciden excitación
y rasgo, cuando la excitación se limita al rasgo, que parece constituirse lo
erógeno como escritura.

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VI Escritura erógena coreográfica.

Todos los ejemplos citados son evocadores aunque no constituyen ellos


mismos el campo psicoanalítico que nos interpela en relación al cuerpo y
sus escrituras, o las escrituras que conforman cuerpo. No me refiero a la
escritura como producción humana, menos aún como instrumento de
comunicación derivado del habla. Me refiero a algo más cercano al
concepto de huella en Freud o el que J. Derrida designó “archiescritura”.

La necesidad de distinguir representación de percepción fue encarada por


S. Freud en varios lugares de su obra y muy especialmente en “Nota sobre
la pizarra mágica”(1924). Un rasgo esencial es el carácter durable de la
huella, a diferencia de la percepción, y el hecho de que una percepción o
elementos de ella se hagan marca dependerá de la investidura pulsional en
juego pero, agregaré: la pulsión del sujeto y del otro. Pero, en mi forma de
pensarlo, es la investidura pulsional del otro la que hace que no se
trate de una imagen sino de una marca. No alcanza la participación de
la pulsión endógena, es precisa la actividad pulsional del otro organizada
como deseo.

En una analogía topográfica podemos referirnos a la diferencia entre la


imagen de un río o de una cordillera y el marcar a ese río o a esa cordillera
como mojón que fija una frontera. No estamos en un nivel de imágenes,
tampoco en un nivel cartográfico, sino en uno de señalización o de
jalonamiento. Y éste consiste en una asignación, podríamos agregar: no
inocente. Si en un caso podemos hablar de la tierra hecha geografía
política, en el otro se trata de la carne hecha cuerpo erógeno, cuerpo
pulsional marcado.

Sabemos que la investidura pulsional del otro requerida no es un fenómeno


pura ni fundamentalmente energético. El transitivismo entre la madre y el

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bebé (Bergés y Balbo; 1998) que implica una identificación transitivista


simbólica en el bebé y una transitivación o función de transitivar en los
padres, se produce a través de un juego de afectaciones. Allí los cuerpos
tienen un papel central en vivencias que lo afectan y marcan o escriben. De
modo que es condición materno-paterna la competencia para experimentar
corporalmente un afecto y, ante todo, un afecto doloroso. Deficiencias en
este transitivismo simbólico podrían hallarse en expresiones somáticas que
“son llamados dirigidos al otro, para que éste integre el cuerpo de quien
llama, en un discurso simbólico” (Bergés y Balbo; 1998). Sin embargo, no
deberíamos ver allí una cierta intencionalidad de ese llamado que es pura
excitación real. Son los otros los que pueden o no asignarle el carácter de
llamado. Su inclusión simbólica-discursiva no parece depender de
interpretaciones de sentido sino de la capacidad de afectar transitivando la
propia experiencia afectivo-discursiva.

La excitación real (reiz) requiere de la respuesta de otro deseante que


permita un goce coincidente con un registro. Podemos suponer allí que el
dolor o goce del bebé se circunscribe a los trazos erógenos. La sustitución
de la excitación por inscripción erógena, excava, marca, hace símbólico ese
sufrimiento, punto en el que podemos suponer la represión primaria
limitando al masoquismo primario. La restricción del goce a la inscripción
permitiría un primer momento de mezcla pulsional. La falta de
reconocimiento y de respuesta ante una excitación o cualquier respuesta
que no organice libidinal y signicamente esa excitación parece instalar una
situación de extremo desamparo y sufrimiento, de efectos muchas veces
desvastadores para la estructura psíquica. El desconocimiento de los rasgos
y mociones `pulsionales del bebé que requieren entrar en el interjuego
mutuo con los padres, por desmentida en éstos (García, J.; 2001) y/o por
la intrusión violenta de sus significantes, puede ir en el mismo sentido
desvastador. El desamparo no quedaría ligado a la falta de respuesta a una
necesidad biológica sino a la falta de respuesta adecuada libidinal y
significante a la vez. Un desamparo así nos hablaría de la imposibilidad de
realización de esa mutualidad necesaria descrita por Winnicott en la
“Preocupación Maternal Primaria”(1956) y por Bergés y Balbo en el más

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reciente concepto de “identificación transitivista simbólica”(1998). El


resultado parece ser la falta de inscripción erógena simbólica de las
experiencias libidinales y la persistencia de excitaciones carnales no
subjetivizadas así como de identificaciones narcisistas (proyectivas) que,
inoperantes como escritura erógena, se abren a múltiples imaginarios de
vacuidad y muerte. La desarticulación entre la imagen y la escritura
erógena parece liberar a aquella de todo anclaje subjetivo.

En las escrituras erógenas coreográficas podemos reconocer la interacción


de dos materialidades: la del goce y la de los significantes. El goce
circunscrito a la inscripción es a la vez representante y rasgo simbólico
diferencial identificatorio. La ligazón pulsión – objeto y la consideración
del deseo de los padres nos acerca, en el acto de inscripción, los dos
procesos que vemos afectados en los trastornos de simbolización: la
represión originaria y la identificación simbólica. La casi inexplicable
contracarga pura que suponía Freud como motivo de tal represión
originaria, podemos reconducirla a la violencia significante y deseante de
los padres, violencia de transitivación, que es deseo de vida y filiación,
quizás siempre a contra pelo del dolor y la angustia frente a la muerte.

Del grito al pedido o gesto, del goce carnal a la experiencia de placer con
objetos sustitutos, del sufrimiento del cuerpo a las distintas formas de dolor
psíquico, de la vacuidad o completud narcisísticas al juego de intercambios
con otros también ligado a pérdida y duelos, muestran un tránsito que
requiere de un golpe de fuerza, causa y efecto de estructura: la represión.
Su fuerza no puede ser otra sino de lo que es fuerza real: la pulsión. Pero
no en un juego malabar de circuitos internos de cargas y contracargas –
como lo planteaba Freud-. Es la pulsión de otro que, ya hecha marca, porta
su rasgo cuando inviste. No inscribe propiamente, no talla ni esculpe, sino
que se pone en juego con experiencias de goce en el bebé que tomarán
forma de la coreografía desplegada en experiencia mutua libidinal con los
padres.

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VII Especificidades de la lectura psicoanalítica.

La anatomía no es el destino. Ni siquiera lo es demasiado como metáfora


del cadáver, en la cita original. La diferencia corporal de sexos es una
escritura de origen genético que portan los cuerpos. Psicoanalíticamente
ella deberá hacerse erógena en relación con otro, lo cual ya indica otra
escritura diferente a la anatómica. Y, además, en todos los casos, tendrán
que ser leídas por los distintos códigos en juego, lo que variará en cada
sujeto y cultura. Incluso cada lectura dispone de más de un sistema.
Claramente las disciplinas del sujeto social y las médicas tienen encuadres
y decodificadores diferentes al Psicoanálisis.

Las fuerzas sociales, políticas, económicas y religiosas que ubicaron de


diferentes modos a la homosexualidad, en la sociedad y en la relación
patología-normalidad, no son fundamento psicoanalítico para abalar o
contradecir la teoría psicoanalítica de principios de siglo XX ni las
modificaciones que se realizan en este comienzo de siglo XXI. En todo caso
es un indicador fuerte de lo ideológico en la teoría psicoanalítica. Los
síntomas psíquicos toman prestados los imaginarios de cada época, o ellos
se imponen con fuerza, como lo hacían las pacientes de Charcot con el arco
histérico estampado en una de las paredes del famoso cuadro de La
Salpetriere. Hoy tomarán las delgadeces caquécticas o los cuerpos
modelados, esculpidos y tatuados.

Nuestra tarea analítica es plenamente desconstructiva de estas imágenes,


llevarlas a trazos que puedan ser leídos en sus escrituras erógenas y
deseos. A sabiendas de que somos lectores de nuestra época.

Los diccionarios de símbolos que tuvieron su éxito hace cincuenta años o


más han perdido valor de lectura analítica. Una vieja anécdota de una

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discusión en mi sociedad a partir de la pregunta “¿Porqué un pájaro tiene


necesariamente que ser un pene?”, hoy debería advertirnos sobre otras
ecuaciones ideológicas actuales. Nuestro campo de significación es la
transferencia y, en ella, la visualización de las líneas erógenas que la
arman así como las estrategias del deseo en relación con el analista. Son
nuestras plomadas, nuestra guía de lectura, tanto dentro del material de la
sesión como dentro del pensamiento teórico que surge de allí y que
intercambiamos en nuestras sesiones científicas. Los imaginarios fuertes
que la realidad impone son compartidos por analizando y analista. Desde
las pautas de valores, las tensiones sociales, económicas y políticas, hasta
los dramas en los que se arma el amor-odio. Pero el engarce con las
escrituras erógenas subjetivas es singular y a descubrir. Lo que nos
advierte los riesgos de los imaginarios contra-transferenciales, que son
especialmente a desarmar para poder ser utilizados.

La efectividad del Psicoanálisis está ligada a un encuadre de trabajo en


sesión y a lo que en él se construye. La transferencia no es necesariamente
un sentido a develar sino un campo de fuerza y rasgos a utilizar, a los
efectos del despliegue de relatos representativos de las escrituras erógenas
que los subtienden. No hay otra verdad a descubrir que la efectividad
simbólica de los nuevos relatos construidos.

Cuando la dificultad escapa al campo de la neurosis y abunda en los


trastornos de la simbolización, la efectividad parece depender más del
armado afectivo que se pone en juego y las posibilidades que el despliegue
coreográfico pueda hacerse escritura erógena. Son las palabras en
transferencia las que pueden tener efecto sobre el cuerpo cuando el goce
como tal o como sufrimiento masoquista se instala en transferencia.
Situarlo como demanda al analista es una asignación forzada, no en el
sentido de sometimiento (aunque por momentos puede serlo, sin ser su
meta) sino en el sentido de fuerza asignante. Es la disponibilidad pulsional
en juego en el analista lo que puede hacerlo posible cuando transitiva
marca y afecto, permitiendo en el analizante rasgos de identificaciones
simbólicas. Es decir, saberse en esa experiencia libidinal como sujeto en los
trazos que ella le permite escribir. Si esto es posible o no es un desafío

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García

para la efectividad del Psicoanálisis.

Montevideo: Enero de 2008

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