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El fin de año es una buena época para evaluar nuestra vida y hacernos algunas
preguntas difíciles. En medio del caótico ritmo de la vida diaria, es fácil
dejarnos hundir por las emergencias, los deberes, el trabajo, la casa, el colegio
y la iglesia. Por eso es importante que nos preguntemos si estamos viviendo
para el reino de Dios o si nos preocupamos más por nuestros propios asuntos.
Los judíos no entendían que antes de que el glorioso reino del Mesías pudiera
venir, la gente tenía que ser liberada primero del pecado. Jesús vino a morir en
la cruz para pagar por los pecados de la humanidad y vencer la muerte con su
resurrección. Luego, después de ascender al cielo, estableció un reino
espiritual en el corazón de su pueblo el día de Pentecostés cuando su Espíritu
bajó para vivir dentro de ellos. El reino de Dios es una realidad presente porque
Él reina en la vida de los creyentes, pero también tiene un futuro cumplimiento
físico cuando Jesús regrese para reinar como Rey sobre toda la Tierra (Ap
11.15).
Este es el nuevo nacimiento por medio del cual somos hechos espiritualmente
vivos, el Espíritu Santo viene a vivir dentro de nosotros y recibimos la vida
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En tercer lugar, una vez que nacemos de nuevo por medio de la fe en Cristo,
¿cuál es nuestra función en el reino de Dios? Muchos de nosotros asociamos
ser cristianos con nuestra salvación y participación en una iglesia local, pero
nos olvidamos de lo más importante. La iglesia que Jesús está construyendo
no está hecha de madera y ladrillos. Por el contrario, consta de los mismos
creyentes, que son “las piedras vivas” que Dios usa para edificar su templo
espiritual (1 P 2.5). Esta nueva iglesia está hecha de todos los creyentes
verdaderos de cada generación y cada lugar del mundo. Juntos formamos el
reino de Dios, dándonos una gran responsabilidad con ello.
Cuando Jesús estaba a punto de subir al Padre, dio a sus discípulos los planos
para construir el reino. “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28.19, 20). Esta
es la misión de la iglesia. No hay plan B o C, y todos tenemos un papel en el
cumplimiento de esta misión.
Nuestro deber es dar a conocer el mensaje del reino a aquellos que aún están
atrapados bajo las garras de la oscuridad (Col 1.13) y dirigirlos a Jesús, la
puerta del reino de Dios (Jn 10.9). No tenemos el poder de salvar a nadie
porque eso es la obra divina de Dios. Sólo Él puede resucitar a quien está
espiritualmente muerto, pero Él nos confía la labor de explicar quién es Jesús y
lo que ha hecho para salvarnos. A medida que compartimos el evangelio y
damos testimonio de la verdad por medio de nuestra conducta, Dios por su
gracia abre sus corazones para que puedan entender y creer, y así formen
parte de su glorioso reino celestial.
Comenzando con los primeros once discípulos, y luego a través de todas las
subsiguientes generaciones, el mensaje del reino ha sido proclamado
fielmente. Ahora formamos parte del reino de Cristo gracias a aquellos que,
antes que nosotros, llevaron el mensaje alrededor del mundo hasta que éste
llegó a nuestros oídos. Ahora es nuestro turno.
No hay nada que merezca más nuestra dedicación que el reino de Dios. Puede
costarnos tiempo, energía y dinero, pero imagine nuestro gozo cuando
estemos todos en el cielo y alguien nos diga que le ayudamos a hallar el
camino al glorioso reino de Dios.