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Capítulo seis

Año 1366. Norte de África. Palacio del Visir Abdel en Rafiya.

Fray Joseph fue envuelto en una


capa encapuchada por uno de los
guardias de palacio. Dos más le
acompañaron el trecho que recorrió
hasta la calle. Se escucharon gritos
aquí y allá, como si fueran aleteos
de oscuras formas voladoras, de
procedencia indefinida; se vieron
filas de guardias corriendo de un
lado para otro.

Aunque era ya anciano, el monje


fue rápido en sus movimientos y
pronto se halló bajo cielo abierto,
después de haber recorrido túneles
subterráneos y atravesado
alcantarillas, todavía en desuso.

Una vez cerraron las puertas detrás de él, por unos momentos no supo qué hacer, excepto rezar.
Envuelto en aquella capucha no sería reconocido fácilmente, pues la noche había caído dejando asomar
en el firmamento unas tenues luces, nubes cual cabellos de ángeles, que aún recibían la luz solar,
mientras se iban encendiendo las farolas estelares.

No había avanzado unos pasos, cuando otras formas humanas se le acercaron. Su corazón se detuvo
por un instante, pero en seguida se encabritó de alegría, cuando vio que dos de sus hermanos de religión
le habían estado buscando, hallado al fin. También iban envueltos en sendas capuchas, logrando pasar
desapercibidos. Como se dirigieron a él en el dialecto derivado del árabe que se hablaba en aquella
región, el Kafiti, de seguro nadie repararía en ellos.

—¡Fray Román!, ¡fray Clemente!; ¡qué alegría! —exclamó—. Parece que hay bronca en Palacio. El
Visir me mandó sacar, pues muchas vidas corren peligro. Oremos por la paz en los corazones.

—¿Y hablaste con él sobre lo de que estamos en peligro? —preguntó Román, sabiendo que el Prior
tenía esa inquietud para exponerla delante del Visir.

—No necesité preguntárselo, él confirmó nuestras sospechas: nos quieren, pero a la vez somos causa
de disensión.

—¿Y qué vamos a hacer? —intervino el catalán Clemente, mientras tomaban la calle que les llevaría
al semi-desierto helado. No había Luna, así que podían escabullirse entre las sombras con mayor sigilo.
El Prior le miró con compasión. Era oveja suya, él debía velar por su vida, incluso hasta la muerte;
pero eso no quería decir que él mismo lo entregara a sus verdugos. Pero no es lo mismo cuando sabes
que las vidas a tu cargo corren peligro; necesitas de una frialdad en las decisiones tal, que cualquier
rumbo a tomar fuera de suyo una solución.

—Hermano Clemente, pongámoslo todo bajo la amorosa protección de la Madre, que ella sabrá
obtener de su Hijo Jesús lo que necesitemos.

—¡Amén! —Concedió el joven.

Sin embargo, creyéndose a salvo, cuando se hallaban a un kilómetro de distancia, ya en las afueras de
la ciudad amurallada, les salieron al encuentro unos hombres de a caballo, quince en total, que les
rodearon, sable en mano.

Frente al Palacio del Visir se plantaron los que habían sido reclutados por el traidor Azím, esperando
órdenes de éste, quien había sido advertido de la sentencia que pendía sobre él, por lo cual pudo dar
cuenta de los soldados enviados por el Visir en su contra. El traidor traía consigo a los mejores
luchadores del noreste africano, guerreros egipcios forjados en cruentas batallas, airosos sobrevivientes
de contiendas dolorosas.

La verdad, lo de la presencia de los Siervos de los pobres en aquella región, no era sino una excusa
para arrebatarle a Abdel el visirato, porque la religión le importaba un comino, sabedor de que bastaba
hacer un llamado a las armas en nombre de Alláh, para lograr que la gente se levantara contra el
“opresor”, un villano al que ahora querían encarnar en la figura del Visir Abdel.

El Visir mandó reunir a su familia toda (dos esposas y siete hijos, entre 1 y 10 años), excepto el hijo
antes mencionado, y se la encomendó a hombres de su entera confianza, aunque esta palabra ya no sabía
qué significado tenía. Se despidió de ellos sin mayores preámbulos y los mandó con los guardias para
que fueran llevados a la ciudad de Rabat, también en el Magreb.

Sin embargo, fueron atrapados por los hombres apostados frente a Palacio, y hechos prisioneros.
Rehenes, más bien.

Azím aprovechó ese golpe familiar para culminar su golpe de estado. Hizo que el Visir recibiera una
prenda de uno de sus hijos, haciéndole saber que eran sus prisioneros y que morirían si no se entregaba.
Abdel accedió de inmediato.

En cuestión de minutos, la guardia de Palacio fue reducida bajo la mordiente pisada del pie del
traidor y sus huestes. Azím no perdió el tiempo. Se reunió con el hasta entonces Visir, quien clamó por
la vida de sus seres queridos.
—No los mates. Me retiraré de aquí y te dejaré todas mis riquezas.

—¡Claro! —Azím rió con el sonido que otorga el saberse vencedor, mas de repente su hilaridad se
trocó en odio—: ¡Tú trataste de matarme!

Abdel no se arredró. Sabía que el traidor había pronunciado su sentencia de muerte.

—¡Tú habrías hecho lo mismo! —Le contestó decididamente.

—Tal vez —dijo Azím—. Pero ahora se han invertido los papeles.

Caminó alrededor de Abdel pavoneándose de su suerte.

—Sin embargo, solo hay una forma en que podrán zafarse, tú y tu familia, del alfanje que pende
sobre sus cabezas.

—¿Cuál? —preguntó Abdel, extrañado.

Los ojos del traidor se llenaron de una luz oscura, tenebrosa. Su rostro gritaba en silencio. Abdel
comprendió de inmediato.

—¡No! ¡De ningún manera! Los monjes son hombres de bien y son libres en estas tierras. Su vida
está bajo mi cuidado y no te las entregaré, ¡chacal!

Azím chasqueó los dedos. Uno de sus soldados partió de allí de inmediato. Azorado, Abdel suplicó
diciendo:

—¡No mates a mi familia, por favor, el asunto no es con ellos! —Dos fornidos negros le apresaban
con sus hercúleas manos.

Pero la orden ya había sido dada.

—¿Quiénes sois, que en la noche venís como bandidos? —


Exclamó fray Joseph, caído en el suelo junto a sus hermanos
Clemente y Román.

—¡Esa voz! —Se escuchó exclamar a uno del grupo de asaltantes


— ¡Es fray Joseph!

“Nos descubrieron”, pensó el Prior. “Que Dios nos


proteja”.
De inmediato, dos de los montaraces se apearon del caballo y se descubrieron los rostros, aunque sus
facciones no eran claramente percibidas.

—¿Qué queréis de nosotros? —Volvió a preguntar Joseph, que se erigía como un león protegiendo a
sus cachorros.

—Permitidme presentarnos, fray Joseph —dijo uno de los que se habían descubierto, que parecía ser
el líder—. Mis hermanos de tribu y yo queremos pediros perdón, ante todo, por lo abrupto de nuestra
aparición. Habíamos escuchado decir que vuestras vidas corrían peligro, así que decidimos lanzarnos en
vuestro rescate. Traemos cabalgaduras de refresco para llevaros con vuestros hermanos de religión.

Luego procedió a dar sus nombres, y cada uno se fue descubriendo la cara. Al terminar, el hombre
les dijo unas palabras que llenaron de inmensa alegría los rostros de los monjes:

—Hemos comprendido que nuestra religión ya no nos satisface, y después del debate que tuvisteis
con los tres sabios, nos dimos cuenta que necesitábamos más; así que, para no hacer más largo el asunto,
queremos pediros humildemente que nos bauticéis en la fe cristiana.

—¡Aleluya, hermano! —Exclamó el Prior—. Pero, ¿te das cuenta de lo que ello implica?

—¡Oh sí! —Contestó el que los había reconocido—. Como vuestro Libro indica: “Si vivimos…”,
¿cómo sigue?

—“Si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor Jesús morimos”. —Recitó Román.

—¿Y cuál es la recompensa a los que deseamos entregarlo todo por Isa-Jesús?

—Cien veces más en esta vida, incluyendo persecuciones —dijo Clemente, eufórico—. Y la vida
eterna al partir.

—¿Y qué hay de nuestros pecados? —Preguntó otro—. ¿Podrán ser perdonados algún día?

—Para poder recibir el Bautismo hay que estar preparados y limpios de todo pecado —contestó
Román.

—¿Y cómo es posible eso?

—Jesús nos dio el sacramento del perdón —dijo Joseph—. Nosotros somos sacerdotes del Dios
Sltísimo y podemos perdonar vuestros pecados en Su nombre.

—¿De veras? —Expresó otro más y señaló hacia uno de los monjes—. ¡Yo quiero con él!

—¡Y yo con fray Joseph! —Gritó otro.

Los monjes rieron y les abrazaron con sumo aprecio. Era muy gratificante saber que ahora no eran
los únicos cristianos de la región.
Pero alguien lanzó una señal de alarma.

—¡Soldados!

Año 1366. Rafiya.

Abdel se sintió desfallecer, lanzó un largo alarido de dolor cuando vio a una de sus hijitas ser traída
con todo lujo de violencia.

—¡Noooo! ¡Hilil, hijita…!

De inmediato, espoleado por una furia que le quemaba como lava ardiente, Abdel se soltó de los
agarros de los esbirros, logró desarmar a uno de ellos de su daga, y con ella se deshizo de los dos
gorilas, y ya iba a descargar su ira sobre el rostro de Azím, cuando fue reducido por sendos gorilas, que
lo golpearon hasta reducirlo. Pero seguía consciente.

—¡Si la tocas, maldito, te despedazaré hasta que desaparezcas! —El Visir ya estaba fuera de control
—. ¡Suéltala! ¡Todavía estás bajo mis órdenes!

El renegado lanzó una mirada irónica.

—¡Despierta, Visir!, ¿o debería decir “vasallo”…? ¡Tú ya no eres nadie!

—El Califa Inan te matará en cuento sepa lo sucedido —dijo, algo más calmado.

—¡Te equivocas! Tú has permitido la presencia de infieles en tu territorio, y has autorizado que
blasfemen sobre Dios, el Corán y el Profeta. ¡Tú eres el traidor!

Abdel se calmó aún más y clavó en él una mirada pétrea.

—Azím, tú estuviste en el Oasis del Jeque Zaidin. En ningún momento ellos hablaron mal, como
dices; al contrario, fueron los sabios que envié quienes (si acaso) así lo hicieron; pero en realidad
solamente mencionaban los escritos que aún conservamos.

—¡El Cristianismo es enemigo del Islam! —Bramó el insidioso.

—¡Por Dios, Azím! —Respondió de inmediato Abdel—. Lo que menos te interesa es la defensa de
nuestra fe, ¡eres un hipócrita! No sé de dónde hayas sacado tanta basura, eres la vergüenza de todo el
Califato.

—¿Vergüenza? —Rió irónico—. ¿Vergüenza, dices?


De inmediato hizo un gesto con la mano en dirección hacia la niña. Uno de ellos la tomó de las
manos, las dobló hacia atrás y agachó su cabecita, moviendo el cabello para descubrir su cuello,
mientras otro soldado levantaba su alfanje en alto, esperando la orden de decapitación.

A Abdel se le heló la sangre, su corazón se detuvo y finalmente dijo, casi babeando de odio:

—Te diré dónde localices a los cristianos. Pero suéltala, te lo ruego.

—Ahora ruegas…, bien. —Dio la orden de soltar a la niña, que corrió a los brazos de su padre.

—Deja ir a mi familia y yo mismo te los entregaré. No antes.

Abdel pronunció estas palabras como quien acaba de rendirse. No era hombre de armas tomar, pese a
que había luchado junto al padre del actual Califa, aunque más como estratega que como combatiente.
Sin embargo, poseía una capacidad para el enfrentamiento cuerpo a cuerpo digna del mejor de los
guerreros del reino. Sus palabras indicaban entrega, pero su mirada mostraba un profundo deseo de
venganza. Éste, a quien había enviado como embajador de negocios, a quien le había dignificado con su
inmerecida confianza, ahora le pagaba con desprecio y violencia. Recordó lo que el Prior Joseph le
había dicho: “Quien a hierro mata, a hierro muere”. Qué gran verdad encerraban aquellas palabras.
¿Será por eso que la violencia nunca se acaba? No pudo encontrar la respuesta en sus zapatos
puntiagudos, que miraba como esperando comprensión de su parte. Si lograba escapar de ésta (y la
única esperanza residía en el propio Califa, confiaba en que el emisario que envió no fuera otro
renegado y llegase ante el regente en los próximos días; eso, o que no lo hubieran descubierto las hordas
de Azím), ya encontraría la forma de vengarse. Ahora él se erigía en enemigo de Azím, y un enemigo
nunca duerme, trabaja todo el tiempo. No descansaría hasta borrar todo recuerdo suyo de la faz de la
tierra.

Se dio cuenta que el odio era supurado por todos los poros de su cuerpo; entonces se forzó a sí
mismo a ocultar su aborrecimiento.

¿Por qué se habían suscitado los hechos hasta este punto? Tal vez —no lo sabía—, quiso abocarse
más a un florecimiento intelectual y artístico del mundo islámico, que en buscar una mejor asimilación
de tan extendida religión. Como si pasaran delante de él, vio las imágenes del palacio que había
construido en lo alto del acantilado que, luego de trazos y vericuetos, llegaba hasta el hermoso lago.
Cuántas veces se había imaginado aquel mundo en el que había vivido de pequeño, cuando se asomaba
al mismo lago justamente del lado opuesto del monumental castillo (ahora eran cuatro los construidos,
unidos entre sí por ciudadelas prósperas y llenas de belleza), al otro lado del lago, donde se erigía un
hermoso árbol, de altos ramajes y estrecho cuerpo, aislado de su entorno, donde solía subirse a lo alto
para contemplar el panorama… y soñar.

¿Soñar? ¿Acaso dije soñar?


¡Pero si ahora mismo estoy soñando junto a aquel otro árbol!
Y, sin embargo, todo lo que sueño se presenta ante mí
exactamente como sucedió.
Sí, Abdel Hamíd Mahomar, quisiste ser un paladín de la belleza islámica de tu tiempo, un promotor
de las Ciencias y las Artes; pero debiste saber que el poder es demasiado atractivo para los hombres, que
su oropel es tan engañoso como las bagatelas del zoco de Rabat, pero tan poderoso como un conjuro
proclamado por los hechiceros de Al-Qāhira, ‘la fuerte’(El Cairo).

¿Por qué?
¿Por qué Azím es como es?
¿Qué le llevó a ese delirio?
¿Cuál es el origen de su maldad?...

…No logro recordar nada de su vida pasada. Algo grave debieron hacerle, la gente no se eclipsa
solamente por poder. Cierto es que la avaricia enceguece la razón, y convierte a los hombres en sombras
de maldad. ¿Será que yo no he sido justo con mi paga y por eso ahora la vida está cobrándome intereses,
antes de que la noche se cierna sobre mí y mi vida se esfume como el humo de la hoguera que se
extingue?

¡Por qué?

¡Me importa un carajo!

Soledad es la vida del que rige. Pese a mi familia, la soledad fue mi compañera. Unos dicen “hazle
así” y otros “mejor déjalo estar”, pero ninguno puede sentir ese aislamiento que te convierte en un ser
lejano. Rodeado de gente, consejeros, esposas, hijos, esclavos…, pero nunca capaz de satisfacer a todos.
Y si tampoco tienes a Dios como referencia, te conviertes en una brújula sin norte. La soledad te lleva a
la locura y la locura te hace perder la perspectiva y confundir la fantasía con la realidad. Aunque hay
locos que son felices porque en su mundo nadie les hace daño, hay otros que hacen de la vida de los
demás sea un infierno.

¿Esto será un sueño…, o estoy viviendo de nuevo?

Veo mi paso por el mundo pero no puedo cambiarlo. Ya lo había visto antes, cuando al morir me
enfrenté a la Voz Maravillosa; pero ésta me hizo ver las consecuencias de mis actos, omisiones y
pensamientos, mientras que en este sueño del árbol revivo todo, como para saber quién fui, y a medida
que lo veo me siento impotente, pues nada puedo ya modificar.

Azím le miró con desprecio. Sabía que si le dejaba libre a su familia, a Abdel le daría igual morir, y
finalmente ganaría; pero necesitaba justificar su golpe de Palacio deshaciéndose de los infieles
cristianos. Si no, el Califa nunca lo vería con buenos ojos.

—De acuerdo —le contestó al fin y señaló hacia la niña—. Pero me quedo con ella.

De inmediato, le forzaron hasta que soltó a su hijita, entre llantos desconsolados de la pequeña de 5
años, que sufría ante lo que estaba viviendo.
Abdel se incorporó como pudo, mientras se llevaban a la infanta. Tomó aire y, ya más calmado, dijo:

—Cuando sepa con certeza que ellos están a salvo, procederé a llevarte ante los cristianos. Pero justo
antes de entregártelos, soltarás también a mi Hilil.

El traidor posó en él sus ojos y, babeando su aparente victoria, respondió:

—Así será. Sea Alláh testigo de que haré como me pides, y tú harás lo que te pido. —Enseguida
lanzó una orden—; Pero mientras, irás a las mazmorras.

—No tengo mazmorras aquí…

Azím recordó que, en efecto, Abdel había creado una ciudadela libre de injusticias, donde la maldad
se pagaba con la muerte, lo cual hacía que sus súbditos evitaran cometer delitos. Pero para ello siempre
buscaba que ninguno pasase una necesidad que le llevara a infringir la ley, o atravesara por una
circunstancia que le hiciera perder la cabeza y cometer un crimen; para ello había establecido jueces
populares, que cuidaban de las buenas costumbres, pero que eran implacables con los que alteraban la
paz. “La paz de Abdel”, así le decían a la utópica sociedad que su (ahora) vasallo había creado. La falta
de mazmorras, pues, era una realidad.

—No importa, crearé una para ti.

Sus hombres se lo quitaron de la vista, al tiempo que otros más limpiaban la sangre que el “hombre
de paz” había derramado. Y entonces, por primera vez, subió los cinco escalones del poder y se sentó en
el solio del Visir, dejando claro que ahora él era quien mandaba. Le informaron que se estaba dando un
éxodo masivo de ciudadanos y se arrellanó en la silla, desde donde espera gobernar.

—No importa. Que se vayan. Pero enviad hombres por las calles, que proclamen que el Visir Abdel
ha sido derrocado por traición al Islam, y que ahora Azím Ben Gazara será quien les ayudará a prosperar
y vivir en paz.

Bien sabía que la palabra PAZ ya no volvería a significar gran cosa en aquella ciudadela, llamada
Rafiya.

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