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"VAMOS", DIJO EL ALFÉREZ

Este verano he estado de vacaciones en una biblioteca. O, mejor dicho, en unos libros. He
procurado huir lo más lejos posible.

Me he ido lejos a buscar la variedad necesaria para el alimento del espíritu. Y me he


acercado a ella en los libros viejos, escritos por quienes, como yo, se aburrían pronto de todo y,
sin embargo, sentían también una curiosidad obsesiva e indiscriminada; por aquellos que
despreciaban quizás un poco fatuamente las novelas, esas "patrañas o consejas propias de
brasero en tiempo de frío, que en suma vienen a ser unas bien compuestas fábulas, unas
artificiosas mentiras"; ellos que confesaban que "todos cuantos escriben en todo género de
facultades son cornejas vestidas de ajenas plumas", aquellos que ya entonces sentían el
moderno hastío bibliográfico, la imposible tarea de la literatura y de todo cuanto pueda
escribirse con palabras, su gloria y su fracaso: "Que no hay fin de componer muchos libros.
Esto es porque ya que las materias en general sean escritas, de cada una de las cosas que a las
materias principales se allegan, se podría hacer un libro por sí; y no solamente de las
circunstancias, mas aun no se dará sentencia ni proposición de libro escrito de la cual no se
pueda hacer un libro cumplido ... Porque el ánima del hombre es de tanta capacidad que así
como es capaz de gozar de Dios, así es hábil para trascender y subir en el conocimiento a más
alto grado de lo que por solos los libros pudo aprender, y no sólo los libros no le impidieron la
habilidad de investigar algo por sí, mas ellos le dieron materia y argumento para inventar cosas
que ninguno escribió", como dijo el maestro Alejo Venegas.

Y así he venido a veranear en libros que no se contentan con contar una historia, sino
muchas y diversas; y que no se contentan con la historia y quien la cuenta, sino que buscan al
lector para meterlo en el libro también, y participar así de sus alabanzas o de sus críticas, de sus
reservas o de su credulidad, de su ignorancia o de su ciencia, y aplicar todo ello a las historias
simples y eternas de amores y engaños que se hubiesen podido contar solas. El autor sabe que,
como dijo el Sabio, nada hay nuevo bajo el sol, y menos en historias para contar; pero se niega
a aburrir y al aburrimiento, y por ese miedo se niega también a figurar como único responsable
de la verdad o de la mentira que cuenta, y se finge personaje entre personajes. Y dialoga con
ellos y ante ellos se justifica y justifica su narración. El diálogo se convierte así en inseparable
soporte de la narración de historias. "Seáis, señores, todos bien venidos, que cierto os deseaba,
pues aunque nunca estoy menos ocioso que cuando solo, todavía son los coloquios amables
mucho, aprendiéndose en ellos más que en los libros más eruditos, puesto que si a éstos
preguntáis algo, nada os dicen ni responden, no siendo así con los otros, donde con demandas y
respuestas se alcanza lo que se pretende, siendo las palabras como escaleras, que ligando unas
con otras se llega a la altura deseada", decía el astuto Cristóbal Suárez de Figueroa ¡en un libro!

Se trata de un diálogo cargado de erudición o de silogismos, destinados una y otros a


convencer al lector de la veracidad de lo que se lee, aunque esto sea lo más inaudito y
extraordinario, lo más increíble y fabuloso, cosas sorprendentes que jamás se han visto y que
causan "admiración, mas no incredulidad, porque otras cosas más admirables han sucedido en
el mundo", como dice el personaje de Antonio de Eslava. Porque la historia, decía don
Cristóbal, "no ha de ser simple ni desnuda, sino mañosa y vestida de sentencias, documentos y
todo lo demás que puede ministrar la prudente filosofía". Figúrense ustedes: Ciencia, Filosofía,
Historia, Erudición; la Realidad, en fin, para justificar la ficción, la mentira. Una junta de
enviciados devoradores de letras trata de decidir dónde fijar la linde. El lector y su exiguo
mundo de certezas sosteniendo los amplios dominios de la impostura y la imaginación. Aquí
vanguardias.

Claro que Cervantes lo hizo de otra manera, y lo hizo mucho mejor y más definitivamente.
En silencio, sin estridencias ni cascotes, hizo estallar demarcaciones y fronteras. Ya no hay
quiénes hablen alrededor; y, cuando alguno se deja caer, no sabe nunca con certeza dónde
situarse. La historia se cuenta sola, o la cuenta él, o la cuentan muchos a la vez,
contradiciéndose. Son los propios personajes de la historia quienes dudan de sí mismos, de lo
que les sucede y del mundo al que pertenecen, si el de la verdad, si el de la mentira. Pero ¿acaso
hay verdad y mentira?

Pocos espacios tan abiertos como el Coloquio de los perros. Dice Berganza: "Cipión,
hermano, óigote hablar y sé que hablo y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros
pasa de los términos de la Naturaleza". Los dos amigos tratan ellos mismos de justificarse con
su renqueante erudición, y dijo Cipión: "Pero sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento
o no; que lo que el cielo tiene ordenado que suceda no hay diligencia ni sabiduría humana que
lo pueda prevenir, y así no hay para qué ponernos a disputar nosotros cómo o por qué
hablamos; mejor será que este buen día o buena noche la metamos en nuestra casa, y pues la
tenemos tan buena en estas esteras y no sabemos cuánto durará nuestra ventura, sepamos
aprovecharnos de ella y hablemos toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este
gusto, de mí por largos tiempos deseado". El coloquio lo compuso el fatuo alférez Campuzano
una mañana, en el hospital donde sudaba unas bubas vergonzantes, con los recuerdos de una
conversación entreoída a través de la fiebre y de la noche; el hambriento alférez se lo da a leer a
su amigo, el licenciado Peralta, a cambio de una comida; lo leemos, con el licenciado, mientras
aquél duerme su siesta:
"El acabar el Coloquio el Licenciado y el despertar del Alférez fue todo a un tiempo, y el
Licenciado dijo:
--Aunque este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien
compuesto que puede el señor Alférez pasar adelante con el segundo.
--Con ese parecer --respondió el Alférez-- me animaré y dispondré a escribirle, sin ponerme
en más disputas con vuesa merced si hablaron los perros o no.
A lo que dijo el Licenciado:
--Señor Alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la
invención y basta. Vámonos al espolón a recrear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del
entendimiento.
--Vamos --dijo el Alférez.
Y con esto se fueron"

Teresa de Santos Borreguero

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