Вы находитесь на странице: 1из 22

Discusión sobre la opinión

predominante de un carácter
por género

Para dar razón de la tiranía del hombre y excusarla, se aducen muchos argumentos ingeniosos
con el fin de probar que, al adquirir la virtud, los dos géneros deberían orientarse a lograr un ca-
rácter muy diferente; o, para decirlo explícitamente, no se les permite a las mujeres tener la fuerza
mental necesaria para alcanzar lo que en realidad merece el nombre de virtud. Sin embargo, si
admitimos que tienen alma, pareciera que existe sólo un camino señalado por la Providencia para
guiar a la humanidad ya sea a la virtud o a la felicidad.
Entonces si las mujeres no son una multitud de frívolas efímeras, ¿por qué se deben mantener
en la ignorancia bajo el nombre engañoso de inocencia? Los hombres se quejan, y con razón, de las
locuras y los caprichos de nuestro género, cuando no satirizan con agudeza nuestras obstinadas
pasiones y vicios abyectos. Yo contestaría: ¡He aquí el efecto natural de la ignorancia! La mente
será siempre inestable si sólo se basa en los prejuicios y la voluntad normal se desatará con fina
destructiva cuando no existen barreras para quebrar su fuerza. A las mujeres se les inculca desde la
infancia, y se les enseña con el ejemplo de sus madres, que un poco de conocimiento sobre la
debilidad humana, cabalmente designado astucia, una suavidad en el carácter, una obediencia
aparente y una atención escrupulosa a un decoro pueril les darán la protección del hombre; y si
fueran hermosas, todo lo demás es innecesario, al menos, por veinte años de vida.
Así Milton describe a nuestra primera madre frágil; aunque cuando nos dice que se educa a las
mujeres para que logren suavidad y una dulce gracia atractiva, no puedo comprender su significado,
a menos que, con verdadero carácter mahometano, pretendiera privarnos de alma e insinuar que
seamos seres creados únicamente para gratificar los sentidos del hombre, con una dulce gracia
atractiva y una dócil obediencia ciega, cuando ya no puede exaltarse en la contemplación activa.
Cómo nos insultan groseramente los que así nos aconsejan que nos convirtamos en tiernos animales
domésticos! Por ejemplo, esa suavidad encantadora recomendada con tanto entusiasmo, y
frecuencia, que rige por la obediencia. ¡Qué expresiones infantiles y qué insignificante es el ser —
ese lo puede considerar inmortal?— que se rebaja a gobernar con esos métodos siniestros! “Por
cierto , dice Lord Bacon, “el hombre está relacionado con las bestias por el cuerpo; y si no está
relacionado con Dios por el espíritu, ¡es una criatura vil e innoble!” En efecto, me parece que los
hombres actúan de un modo muy poco filosófico cuando intentan afianzar la buena conducta de las
mujeres tratando de mantenerlas siempre en un estado infantil. Rousseau era más consecuente
cuando deseaba detener el desarrollo de la razón en ambos géneros, pues si los hombres comen del
árbol de la sabiduría, a las mujeres algo les corresponderá; pero por la educación imperfecta que
recibe el entendimiento femenino, sólo lograrán el conocimiento de la maldad.
Obviamente, los niños deberían ser inocentes; pero cuando el epíteto se aplica a hombres, o
mujeres, es sólo un término cortés para indicar debilidad. Pues si se admite que las mujeres estu-
vieran destinadas por la Providencia a alcanzar ¡as virtudes humanas y, por el ejercicio del enten-
dimiento, la estabilidad de carácter, que es la base más firme sobre la que descansan nuestras es-
peranzas futuras, se les debe permitir abrevar en la fuente de luz y no forzarlas a moldear su curso
con el titilar de un mero satélite. Por supuesto, Milton tenía una opinión muy diferente; pues sólo se
rinde al inquebrantable derecho de la belleza, aunque sería difícil mostrar la coherencia de dos
pasajes que ahora me propongo comparar. Pero a incoherencias similares llegan grandes hombres a
menudo guiados por sus sentidos.

1
A quien así Eva con perfecta belleza adornada:
“Mi Autor y Señor, lo que tú mandes
Sin discusión obedezco; Así lo ordena Dios;
Dios es tu ley. tú la mía: no saber nada más
Es de la Mujer el conocimiento más feliz y su
[mérito”.

Estos son exactamente los argumentos que utilizo con los niños; pero agrego: tu razón ahora se
está fortaleciendo y, hasta que alcance algún grado de madurez, debes respetar mi consejo; luego
deberías pensar y sólo confiar en Dios.
Sin embargo, en las siguientes líneas Milton parece coincidir conmigo, cuando hace que Adán
discuta así con su Creador.

¿No me has hecho aquí tu sustituto,


Y has colocado a estos inferiores muy por
[debajo de mí?
¿Entre desiguales, qué sociedad
Se puede organizar, qué armonía o verdadero
[gozo?
Lo que debe ser mutuo, en la debida
[proporción
Dado y recibido; pero en disparidad
El uno intenso, el otro todavía remiso
No puede adecuarse bien a ninguno, sino
[que pronto resulta
Igualmente tedioso: de camaradería hablo
Como la que busco, adecuada para participar
[en
Todo gozo racional...

Por lo tanto, al tratar los hábitos de las mujeres, vamos a investigar, sin tomar en cuenta los ar-
gumentos sensuales, en qué deberíamos esforzarnos para formarlas con el fin de cooperar, si se
permite la expresión, con el Ser supremo.
Por educación individual entiendo, pues el sentido de la palabra no está definido con precisión,
esa atención que se le brinda al niño para agudizar paulatinamente los sentidos, formar el
temperamento, regular las pasiones a medida que comienzan a bullir y ejercitar el entendimiento
antes de que el cuerpo alcance la madurez; de este modo, es posible que el hombre sólo tenga que
proseguir, no comenzar, la importante tarea de aprender a pensar y a razonar.
Con el fin de evitar tergiversaciones, debo agregar que no creo que la educación privada pueda
obrar las maravillas que algunos escritores optimistas le han atribuido. Los hombres y mujeres
deben de educarse, en gran medida, con las opiniones y las costumbres de la sociedad en la que
viven. En cada período, existe una corriente de opinión popular que transmite todo lo anterior y le
da el carácter familiar, por decirlo así, al siglo. Es posible entonces inferir legítimamente que, hasta
que la sociedad se constituya de modo diferente, no se puede esperar demasiado de la educación.
Sin embargo, para mi presente propósito, resulta suficiente afirmar que, sea cual sea el efecto que

2
las circunstancias tengan en la capacidad, todo ser puede lograr la virtud por el ejercicio de la razón;
pues conque haya un solo ser creado con inclinaciones al vicio, que sea positivamente malo, ¿qué
nos puede salvar del ateísmo? o si adoramos a Dios, ¿no es ese Dios un diablo?
En consecuencia, la educación más perfecta, en mi opinión, es el ejercicio del entendimiento
que esté mejor calculado para fortalecer el cuerpo y formar el corazón; o, en otras palabras, para
permitir que el individuo alcance los hábitos virtuosos que lo harán independiente. En realidad, es
una farsa llamar virtuoso a un ser cuyas virtudes no se originan en el ejercicio de la razón. Esa era la
opinión de Rousseau con respecto a los hombres: yo la extiendo a las mujeres y afirmo con
confianza que se retiraron de su influencia por un falso refinamiento, y no por un esfuerzo por
adquirir cualidades masculinas.
Aun así, el homenaje espléndido que reciben es tan embriagador que, hasta que se modifiquen las
costumbres de la época y se basen en principios más razonables, es prácticamente imposible
convencerlas de que el poder ilegitimo que obtienen, con su degradación, es una maldición y que
deben volver a la naturaleza y a la igualdad, si desean asegurarse la plácida satisfacción que brindan
los afectos genuinos. Pero para llegar a ese momento debemos esperar... esperar, quizás, hasta que
los reyes y nobles, iluminados por la razón y prefiriendo la verdadera dignidad del hombre al estado
infantil, abandonen la fastuosidad hereditaria: y si entonces las mujeres no renuncian al poder
arbitrario de la belleza, probarán que tienen menos cerebro que el hombre.
Es posible que se me acuse de arrogancia; aun así debo declarar que tengo la firme convicción
de que todos los autores que escriben sobre el tema de la educación y los modales femeninos, desde
Rousseau hasta el doctor Gregory, contribuyen a que las mujeres tengan un carácter más débil y
artificial que el que en realidad tendrían; y, por lo tanto, resultan más inútiles como miembros de la
sociedad. Podría haber expresado esta convicción con un tono más aplacado, pero lamentablemente
hubiera sonado como el gimoteo de la afectación y no la expresión fiel de mi sentir, del resultado
claro que extraje de la experiencia y la reflexión. Cuando llegue a esa parte del tema, me referiré a
los pasajes que en especial desapruebo en las obras de los autores que acabo de mencionar; pero
primero es necesario observar que mi objeción abarca la intención global de esos libros, que, en mi
opinión, tienden a degradar a la mitad de la especie humana y a hacer complacientes a las mujeres a
expensas de toda virtud sólida.
Sin embargo, para razonar con el fundamento de Rousseau, si el hombre lograra cierto grado
de perfección mental cuando su cuerpo alcanza la madurez, podría ser apropiado que, con el fin de
hacer uno del hombre y su mujer, ella confiara totalmente en el entendimiento masculino; y asién-
dose al roble que la sustentase, la graciosa hiedra formaría un todo en el cual fortaleza y belleza es-
tarían igualmente de manifiesto. Pero ¡ay! los esposos, así como sus compañeras, a menudo son
sólo niños más crecidos; no sólo eso sino que, debido a la intemperancia prematura, apenas son
hombres en su forma externa; y si el ciego gula al ciego, no es necesario mirar al cielo para saber
las consecuencias.
Muchas son las causas que, en el actual estado corrupto de la sociedad, contribuyen a esclavi-
zar a las mujeres con la restricción del entendimiento y e1 estímulo de los sentidos. Una, que quizá
furtivamente hace más daño que el resto, es descuidar el orden.
Hacer las cosas en forma ordenada es un precepto muy importante, al que las mujeres, que en
general sólo reciben una educación desordenada, rara vez prestan atención con el grado de exactitud
con que lo hacen los hombres, a quienes desde la infancia se los induce a ser metódicos. Estas
conjeturas negligentes —porque ¿qué otro epíteto se puede aplicar a los esfuerzos fortuitos de un
sentido común instintivo, nunca sometido a la prueba de la razón?— evitan que generalicen las
realidades, de modo que hacen hoy lo que hicieron ayer, simplemente porque lo hicieron ayer.

3
Este desprecio por el entendimiento desde la niñez tiene consecuencias más perniciosas..de lo
que por lo general se supone; pues el poco conocimiento que adquieren las mujeres de mentes vi-
gorosas es, por diversas circunstancias, más asistemático que el del hombre y se obtiene más por la
mera observación de la vida real que por comparar lo observado en casos particulares con los re-
sultados de la experiencia generalizada por la especulación. Guiadas por su situación dependiente y
por los trabajos domésticos más conectados con la sociedad, lo que aprenden es relativamente frag-
mentado; y como el aprendizaje resulta así, en general, sólo secundario, no se dedican a ningún
aspecto con el ardor perseverante que se necesita para darle vigor a las facultades y claridad al
discernimiento. En el actual estado de la sociedad, se requiere un poco de aprendizaje para
apuntalar el carácter de un caballero; y se obliga a los niños a someterse a unos años de disciplina.
Pero en la educación de las mujeres, el desarrollo del entendimiento siempre está subordinado a
obtener algún talento corporal; aun cuando el cuerpo se encuentra debilitado por el ceñimiento y por
las falsas nociones de modestia, no se le deja alcanzar aquellas cualidades de gracia y belleza, de las
que carecen las extremidades laxas y formadas a medias. Además, durante la juventud las facultades
no se ponen de manifiesto mediante la emulación; como no tienen ningún estudio científico serio, si
tienen sagacidad natural, se vuelca demasiado pronto a la vida y los hábitos. Meditan sobre los
efectos y las modificaciones sin investigar las causas; y las normas complicadas para ajustar la
conducta resultan sustitutos débiles de los principios simples.
Como prueba de que la educación da esta apariencia de debilidad a las mujeres, podemos citar ci
ejemplo de los militares, a quienes, como a ellas, se los envía al mundo antes de que sus mentes
hayan adquirido conocimientos o estén fortificadas con principios. Las consecuencias son
similares; los soldados adquieren un saber superficial captado de la corriente confusa de conver-
sación, y de las repetitivas reuniones en sociedad, logran lo que se denomina conocimiento munda-
no; y esta experiencia de los usos y costumbres a menudo se confunde con el conocimiento del co-
razón humano. Pero ¿puede merecer esa distinción el producto burdo de la observación casual, que
nunca se sometió a la prueba del discernimiento, formulada por comparación entre la especulación
y la experiencia? Los soldados, así como las mujeres, practican las virtudes menores con cortesía
puntillosa. ¿Dónde está entonces la diferencia de género cuando hubo la misma educación? Toda la
diferencia que puedo discernir surge de la ventaja superior de la libertad, que les permite a los
soldados ver más de la vida.
Me desvío del presente tema, quizá, para hacer una observación política; pero como se produjo
naturalmente por la cadena de mis reflexiones, no la dejaré pasar por alto.
Los ejércitos permanentes nunca pueden estar compuestos de hombres robustos y decididos;
bien pueden ser máquinas disciplinadas, pero rara vez tendrán hombres bajo la influencia de pa-
siones intensas o con facultades muy vigorosas. Y en cuanto a la profundidad del entendimiento, me
aventuraré a afirmar que es tan raro encontrarla en el ejército como entre las mujeres; y sostengo
que es la misma causa. Se puede observar además que los oficiales también prestan atención
particular a su persona, les agrada bailar, los salones concurridos, las aventuras y lo ridículo. Como
el sexo débil, la ocupación de su vida es la galantería. Se les enseñó a complacer só1o viven para
hacerlo. Sin embargo, no pierden su rango en la distinción de los géneros, pues todavía se los
considera superiores a 1as mujeres, aunque en qué consiste esa superioridad en qué fuera de lo que
acabo de mencionar, es difícil de descubrir.
La gran calamidad es que ambos adquieren los hábitos antes que la moralidad y el conoci-
miento de la vida antes de tener, por reflexión, alguna experiencia con las grandes nociones ideales
de la naturaleza humana. La consecuencia es natural; satisfechos con la naturaleza común, se
vuelven presa de los prejuicios y dando crédito a todas sus opiniones, se someten a la autoridad a

4
ciegas. En consecuencia, si tienen algún sentido, es una visión instintiva que capta las proporciones
y toma decisiones conforme a los hábitos; pero fracasa cuando se deben profundizar los argumentos
o analizar las opiniones.
¿No se puede aplicar la misma observación a las mujeres? No sólo eso, el argumento se puede
desarrollar aun más, pues a ambos se los expulsa de una posición útil por las distinciones antina-
turales que la vida civilizada establece. Las riquezas y los honores hereditarios hacen de las mujeres
nulidades que sólo les dan importancia a los números; y la ociosidad produce una mezcla de
galantería y despotismo en la sociedad que conduce a esos mismos hombres, que son esclavos de
sus amantes, a tiranizar a sus hermanas, esposas e hijas. Esto sólo las mantiene como soldados ra-
sos, es verdad. Fortalezcan la mente femenina ampliándola y finalizará la obediencia ciega; pero,
como es esto mismo lo que se busca siempre por poder, los tiranos y sensualistas tienen razón
cuando se esfuerzan por mantener a las mujeres en la ignorancia, porque aquellos sólo quieren es-
clavas y éstos, juguetes. Los sensualistas, en efecto, son los tiranos más peligrosos y las mujeres son
engañadas por sus amantes, como los príncipes por sus ministros, mientras sueñan que reinan sobre
ellos.
Ahora me referiré principalmente a Rosseau, pues su personaje Sofía es, sin duda, cautivante,
aunque me parece en verdad antinatural; sin embargo, no es la superestructura sitio los fundamentos
del personaje, los principios sobre los que se basó su educación, los que pretendo atacar; no sólo
eso, aunque admire efusivamente el genio de ese escritor capaz, cuyas opiniones a menudo tendré
ocasión de citar, la indignación siempre reemplaza el entusiasmo y el ceño fruncido de la virtud
insultada borra la sonrisa de la complacencia, que sus oraciones elocuentes acostumbran producir,
cuando leo sus ensueños voluptuosos. ¿Es éste el hombre que, en su ardor por la virtud, expulsaría
todas las artes delicadas de la paz y casi nos volvería a llevar a la disciplina espartana? ¿Es éste e1
hombre que se deleita en pintar las luchas útiles de la pasión, los triunfos de la buena disposición y
los vuelos heroicos que llevan al alma resplandeciente fuera de sí? ¡Cómo se rebajan estos
sentimientos poderosos cuando describe los pies bonitos y el aspecto seductor de su pequeña
favorita! Pero, por el momento, pospongo el tema y, en lugar de reprender con severidad las
efusiones pasajeras de la sensibilidad exagerada, sólo observo que quien mira la sociedad con
benevolencia a menudo se ve gratificado con la escena de un amor mutuo humilde, sin la dignidad
del sentimiento ni la fortaleza de una unión con ocupaciones intelectuales. Las trivialidades
domésticas diarias brindan temas de conversación animada y las caricias inocentes suavizan las
labores que no requieren de un gran ejercicio mental o de la exigencia del pensamiento; sin
embargo, ¿no inspira más ternura que respeto la visión de esta felicidad moderada? Una emoción
similar a la que sentimos cuando los niños se divierten o los animales juguetean, mientras que la
contemplación del fervor noble del mérito estoico despierta admiración y lleva nuestros
pensamientos a ese mundo donde la sensación cede su lugar a la razón.
— Por lo tanto, se debe considerar a las mujeres como seres morales o tan débiles que deben
estar totalmente sometidas a las dificultades superiores del hombre.
Vamos a examinar esta cuestión. Rousseau declara que una mujer nunca debería, ni por un
momento, sentirse independiente, que debería estar regida por el miedo a ejercer su astucia natural,
y convertirse en una esclava coqueta con el fin de ser un objeto del deseo más seductor, una
compañera mas dulce para el hombre, siempre que él elija relajarse. Él amplía aun más los argu-
mentos, que pretende extraer de las indicaciones de la naturaleza, e insinúa que la verdad y la for-
taleza, las piedras fundamentales de toda virtud humana, se deben desarrollar con ciertas restric-
ciones, porque, con respecto al carácter femenino, la obediencia es la gran lección que se debe
imponer con rigor implacable.

5
¡Qué tontería! ¡Cuándo se levantará un gran hombre con fuerza mental suficiente como para
disipar los humos que el orgullo y la sensualidad dispersaron sobre el tema! Si las mujeres son infe-
riores al hombre por naturaleza, sus virtudes deben ser iguales en cualidad, aunque no en grado, o la
virtud es una idea relativa; en consecuencia, su conducta debe fundamentarse en los mismos
principios y debe tener el mismo objetivo.
Vinculadas a los hombres como hijas, esposas y madres, su carácter moral se puede evaluar
por el modo de cumplir con esos deberes sencillos; pero e1 fin, el gran fin de sus esfuerzos debe ser
desarrollar sus propias facultades y alcanzar la dignidad de la virtud consciente. Pueden tratar de
hacer placentero el camino; pero nunca deberían olvidar, tanto como el hombre, que la vida no
brinda la felicidad que puede satisfacer un alma inmortal. No pretendo insinuar que los géneros
deben perderse en reflexiones abstractas o visiones distantes de modo que se olviden de los afectos
y los deberes que tienen ante ellos y que son, en verdad, los medios señalados para producir el fruto
de la vida; por el contrario, los recomendaría efusivamente, aun cuando afirmo que brindan más
satisfacción cuando se los considera en su aspecto verdadero y serio.
Es probable que la opinión predominante de que la mujer fue creada para e1 hombre puede
haber surgido de la historia poética de Moisés; sin embargo, como son muy pocos, se presume, que
hayan reflexionado con seriedad sobre el tema, los que creyeron alguna vez que Eva era una de las
costillas de Adán, literalmente hablando, se debe permitir que la deducción se venga abajo; o, sólo
se la puede admitir hasta ahora como prueba de que al hombre, desde la antigüedad más remota, le
resultó conveniente ejercer su fuerza para sojuzgar a su compañera e Inventar la historia para
demostrar que ella debía tener su cuello bajo el yugo, porque toda la creación sólo se hizo para la
conveniencia o placer del hombre.
Que no se llegue a la conclusión de que deseo invertir el orden de las cosas; ya concedí que, a partir
de la constitución de sus cuerpos, los hombres parecen estar destinados por la Providencia para
alcanzar un mayor grado de virtud.
Hablo colectivamente de todo cl género; pero no veo ni la más insignificante razón para concluir
que sus virtudes diferirían con respecto a su naturaleza. En realidad, ¿cómo puede suceder eso si la
virtud tiene sólo una norma eterna? Por lo tanto, si razono en consecuencia, debo mantener con te-
nacidad que tienen la misma dirección simple, como que existe un Dios.
Entonces resulta que la astucia no se debería oponer a la sabiduría, las pequeñas preocupaciones a
los grandes esfuerzos o la suavidad insípida, barnizada con el nombre de mansedumbre, a esa
fortaleza que sólo las visiones grandiosas pueden inspirar.
Me dirán que la mujer entonces perdería muchas de sus gracias peculiares y se podría citar la
opinión de un poeta muy conocido para refutar mis afirmaciones incompetentes. Pues Pope dice, en
nombre de todo el género masculino:

Pero nunca con tanta seguridad nuestra


[pasión se crea,
Como cuando ella tocaba el borde de todo lo
[que odiamos.

Bajo qué luz esta ocurrencia ubica a los hombres y a las mujeres, dejaré a los juiciosos que lo
determinen; mientras tanto me contentaré con observar que no puedo descubrir por qué, a menos
que sean mortales, las mujeres deberían degradarse siempre con su sometimiento al amor o a la
lujuria.

6
Sé que hablar irrespetuosamente del amor es cometer alta traición en contra de los sentimien-
tos nobles y refinados; pero deseo hablar del lenguaje simple de la verdad y prefiero dirigirme a la
cabeza que al corazón. Esforzarse con la razón por excluir al amor del mundo, sería como separar al
Quijote de Cervantes e igualmente ofensivo para el sentido común; pero parece menos imprudente
procurar limitar esta pasión tumultuosa y probar que no se le debería permitir destronar a las
potencias superiores o usurpar el cetro que siempre le correspondería imperturbable al entendi-
miento.
La juventud es la estación del amor para los dos géneros; pero en esos días de diversión irrefle-
xiva, uno se debe preparar para los años más importantes de la vida, cuando la reflexión reemplaza
las sensaciones Pero Rousseau y la mayoría de los escritores que siguieron sus pasos inculcaron con
entusiasmo que toda tendencia de la educación femenina se debería dirigir a un punto: hacerlas
complacientes.
Que se me permita razonar con los defensores de esta opinión, que tienen algo de conoci-
miento sobre la naturaleza humana, ¿se imaginan que el matrimonio puede erradicar los hábitos de
la vida? La mujer a quien sólo se enseñó a complacer pronto descubrirá que sus encantos son rayos
de sol oblicuos y que no pueden tener mucho efecto sobre el corazón de su esposo cuando se ven
todos los días, cuando el verano termina y se convierte en pasado. ¿Tendrá entonces la energía in-
nata necesaria para buscar consuelo en sí misma y cultivar sus facultades dormidas? o ¿no es más
razonable pensar que tratará de complacer a otros hombres y, en las emociones surgidas de la
expectativa de nuevas conquistas, procurar olvidar la mortificación que recibió su amor o su
orgullo? Cuando el esposo deja de ser un amante —e inevitablemente llegará ese momento—,
entonces e1 deseo de complacer que tiene la mujer languidecerá o se convertirá en una primavera de
amargura; y el amor, quizá la más evanescente de todas las pasiones, da lugar a los celos o la
vanidad.
Ahora hablo de las mujeres que se reprimen por principios o prejuicios; estas mujeres, aunque
en verdad aborrecerían tener un amorío, sin embargo, a pesar de todo desean convencerse con el
homenaje de la galantería que sus esposos con crueldad no les prestan atención; o se pasan los días
y las semanas soñando con la felicidad que disfrutaron con sus almas gemelas, hasta que se dalia su
salud y el espíritu se quiebra con la aflicción. ¿Cómo puede ser entonces un estudio tan necesario el
gran arte de la complacencia? Sólo es útil pata la amante; la esposa casta y la madre sería sólo
deberían considerar el poder de complacer como el toque final de sus virtudes y ei afecto de su
esposo como uno de los consuelos que facilita las tareas y alegra la vida. Pero, ya sea amada o
desatendida, su primer deseo debería ser hacerse respetable y no confiar toda la felicidad a un ser
sujeto a tantos defectos como ella.
El respetable doctor Gregory cayó en un error similar. Respeto su corazón; pero desapruebo
totalmente su célebre Legado para sus Jfi/as.
Les aconseja cultivar el gusto por la ropa, porque, según afirma, es natural en ellas. No soy ca-
paz de comprender qué es lo que él o Rousseau quieren decir cuando a menudo utilizan ese término
indefinido. Si nos dijeran que, en un estado preexistente, al alma le gusta la ropa y trajo con ella esta
inclinación cuando se introdujo en un nuevo cuerpo, los escucharía a medias sonriente, como lo
hago a menudo cuando escucho las declamaciones sobre la elegancia innata. Pero si sólo pretende
decir que el ejercicio de las facultades producirá este gusto: lo niego. No es natural; pero surge,
como la ambición falsa en los hombres, de un amor por el poder.
El doctor Gregory va mucho más allá; incluso recomienda el disimulo y aconseja a una niña
inocente que contradiga sus sentimientos y que no baile con brío, cuando la alegría del corazón la
harían sentirse elocuente sin pecar de inmodestia. En nombre de la verdad y el sentido común, ¿por

7
qué no reconocería una mujer que puede hacer mas ejercicio que otra? o, en otras palabras, que
tiene una constitución robusta y ¿por qué, para empañar su vivacidad inocente, se le debe decir con
tanto misterio que los hombres extraerán conclusiones que ella ni piensa? Déjese que el libertino
infiera lo que guste; pero espero que ninguna madre sensata reprimirá la franqueza natural de la
juventud inculcando estas precauciones indecentes. De la abundancia del corazón la boca habla; y
uno más sabio que Salomón ha dicho que el corazón debe formarse limpio y que no se deben
observar ceremonias triviales, que no es muy difícil de cumplir con precisión escrupulosa cuando ci
vicio impera en ci corazón.
—Las mujeres deberían esforzarse por purificar su corazón; pero ¿pueden hacerlo cuando ci
entendimiento inculto las hace totalmente dependientes de los sentidos para ci trabajo y la diver-
sión, cuando ninguna ocupación noble las coloca por encima de las pequeñas vanidades diarias o las
capacita para reprimir las emociones violentas que agitan un junco dominado por cualquier brisa pa-
sajera? Para lograr el afecto de un hombre virtuoso ¿es necesaria la afectación? La naturaleza le dio
a la mujer una constitución más débil que la del hombre; pero, para asegurar el afecto de su esposo,
¿debe una mujer, que por el ejercicio de la mente y el cuerpo, mientras desempeña los deberes de
hija, esposa y madre, permite que su constitución retenga la fuerza natural y un vigor muscular
saludable, debe, repito, rebajarse a usar artilugios y fingir una delicadeza enfermiza para asegurar el
afecto de su esposo? La debilidad puede inspirar ternura y gratificar el orgullo arrogante del
hombre; pero la caricia dominante de un protector no gratificará una mente noble que anhela y
merece ser respetada. ¡El cariño es un pobre sustituto de la amistad!
Por supuesto, en un harén todos estos artilugios son necesarios; al epicúreo se le debe deleitar o se
sumirá en la apatía; pero ¿tan poca ambición tienen las mujeres que se conforman con esta
condición? ¿Pueden dejar pasar la vida en un sueño indolente de placer o en la languidez del hastío,
en lugar de exigir el derecho de dedicarse a placeres razonables y volverse notables practicando las
virtudes que dignifican a la humanidad? Con seguridad, no tiene un alma inmortal la que puede
perder el tiempo de su vida utilizándolo simplemente en adornar su persona para poder entretener
las horas lánguidas y aplacar las preocupaciones de un compañero que está dispuesto a animarse
con sonrisa y ardides, cuando se terminan las cuestiones serias de la vida.
Además, la mujer que fortalece su cuerpo y ejercita la voluntad mental, al organizar la familia y
practicar diversas virtudes, se transforma en la amiga y no es la humilde subordinada dc su esposo;
y si ella, al poseer esas cualidades sustanciales, es digna de su consideración, verá que no es nece-
sario ocultar su afecto, ni tampoco fingir una frialdad antinatural en su constitución para inspirar la
pasión de su esposo. En realidad, si retrocedemos en la historia, descubriremos que las mujeres que
se distinguieron no eran las más hermosas o más mansas del género femenino.
La naturaleza o, para hablar con estricta propiedad, Dios hizo bien todas las cosas; pero el
hombre ideó muchas falsedades para estropear la obra. Ahora me refiero a la parte del tratado del
doctor Gregory en que aconseja a la esposa ocultarle siempre al esposo la magnitud de su sensibi-
lidad o afecto. Una precaución voluptuosa y tan ineficaz como absurda. El amor, por su propia
naturaleza, debe de ser transitorio. Buscar un secreto que lo haga constante sería tan desatinado
como buscar la piedra filosofal o la gran panacea: y el descubrimiento sería igualmente inútil o más
bien pernicioso para la humanidad. La más sagrada unión social es la amistad. Estuvo bien dicho
por un astuto escritor satírico “que raro como es el verdadero amor, la verdadera amistad es aun más
rara”.
Esta es una verdad obvia y como la causa no yace muy profunda, no eludirá una leve investi-
gación.
El amor, la pasión común, en la que el azar y la sensación reemplazan la elección y la razón, lo

8
siente, en algún grado, la masa de la humanidad; pues no es necesario hablar, en este momento, de
las emociones que se elevan por encima del amor o se hunden por debajo de él. Esta pasión, aumen-
tada naturalmente por el suspenso o las dificultades, arranca la mente de su estado acostumbrado y
exalta los afectos; pero la seguridad del matrimonio, que hace disminuir la fiebre del amor a una
temperatura saludable, la consideran insípida sólo aquellos que no tienen suficiente intelecto para
sustituir la admiración ciega y las emociones sensuales del cariño por la ternura tranquila de la
amistad, la confianza del respeto.
Este es, debe ser, el curso de la naturaleza: la amistad o la indiferencia inevitablemente siguen
al amor y esta constitución parece armonizar a la perfección con el sistema de gobierno que predo-
mina en e’ mundo moral. Las pasiones impulsan a la acción y abren ¡a mente; pero degeneran en
meros apetitos, se transforman en una gratificación personal y momentánea, una vez que se obtiene
el objeto y la mente satisfecha descansa en el placer. El hombre, que tenía alguna virtud mientras
luchaba por la corona, a menudo se vuelve un tirano voluptuoso cuando la consigue; y cuando el
amante no se pierde en el esposo, el viejo senil, presa de los caprichos infantiles y con afición por
los celos, descuida los deberes serios de la vida y las caricias que inspirarían confianza en sus hijos
se prodigan en la niña demasiado crecida, su esposa.
Con el fin de cumplir los deberes de la vida y ser capaces de dedicarse con vigor a las diversas
tareas que forman el carácter moral, los padres de la familia no deberían seguir amándose con pa-
sión. Pretendo decir que no deberían abandonarse a esas emociones que perturban el orden de la
sociedad y que absorben los pensamientos que deberían destinarse a otras ocupaciones. La mente
que nunca se dedicó a un objeto necesita vigor; si ya no puede ser así, es débil.
Una educación errada, una mente estrecha e inculta y muchos prejuicios del género femenino
tienden a hacer que las mujeres sean más constantes que los hombres; pero, por el momento, no
tocaré esta parte del tema. Agregaré aun más y sugeriré que, sin concebir ni remotamente una pa-
radoja, un matrimonio infeliz a menudo es muy ventajoso para la familia, y que la esposa desaten-
dida, en general, es la mejor de las madres. Y esta casi siempre seria la consecuencia si la mente fe-
menina estuviera más ampliada; pues parece ser el designio común de la Providencia que lo que ob-
tenemos del placer actual debería ser descontado del tesoro de la vida, la experiencia; y que cuando
recogemos las flores diarias y nos deleitamos en el placer, no se recolectaría al mismo tiempo el
fruto sólido del trabajo y la sabiduría al mismo tiempo. El camino está ante nosotros, debemos
elegir entre la derecha o la izquierda; y el que pase por la vida saltando de un placer a otro no debe
quejarse si no alcanza ni la sabiduría ni la respetabilidad del carácter.
Suponiendo, por un momento, que el alma no es inmortal y que el hombre sólo fue creado para
la escena actual, creo que tendríamos razón para quejamos de que el amor, el cariño infantil,
siempre se vuelve insípido y deja de agradar a los sentidos. Comamos, bebamos y amemos, porque
mañana vamos a morir, sería, en efecto, el lenguaje de la razón, la moralidad de la vida; y ¿quién si-
no un tonto dejaría la realidad por una sombra fugaz? Pero, si sintiésemos respeto al observar los
poderes improbables de la mente, desdeñaríamos limitar nuestros deseos y pensamientos a un cam-
po de acción comparativamente mezquino, que sólo parece grandioso e importante, en cuanto está
conectado con un porvenir infinito y con esperanzas sublimes, ¿qué necesidad hay de falsear la
conducta y por qué se debe violar la sagrada majestad de la verdad para detener el bien engañoso
que socava la base misma de la virtud? ¿Por qué la mente femenina debe estar viciada por los artilu-
gios de la coquetería para gratificar al sensualista y evitar que el amor se convierta en amistad, o
ternura compasiva cuando no existen cualidades sobre las que se puede basar la amistad? Déjese
que el corazón honrado se muestre y que la razón enseñe a la pasión a someterse a la necesidad; o,
déjese que la digna ocupación de la virtud y el conocimiento eleve la mente por encima de esas

9
emociones, que amargan más que endulzan la copa de la vida, cuando no se encuentran contenidas
por las restricciones debidas.
No pretendo referirme a la pasión romántica, que está asociada al genio. ¿Quién puede cortarle
las alas? Pero esa pasión grandiosa, que no es proporcional a los placeres insignificantes de la vida,
sólo es fiel al sentimiento y se alimenta de sí misma. Las pasiones célebres por su duración siempre
fueron desafortunadas. Se fortalecen con la ausencia y una melancolía constitutiva. La imaginación
ronda una forma de belleza que se ve confusamente, pero la familiaridad hubiera convertido la ad-
miración en hastío; o, al menos, en indiferencia, y le hubiera dado a la imaginación libertad para co-
menzar otra vez. Con perfecto decoro, según este punto de vista, Rousseau hace que la amante de su
alma, Eloísa, se enamore de St. Preux, cuando la vida se desvanece ante ella; pero esto no prueba la
inmortalidad de la pasión.
La misma convicción tiene el consejo del doctor Gregory con respecto a la delicadeza del
sentimiento, que recomienda a la mujer que no adquiera, si está determinada a casarse. Sin
embargo, en perfecta coherencia con su consejo anterior, dice que esta determinación es indecorosa
y fervorosamente persuade a sus hijas para que la oculten, aunque pueda regir su conducta; como si
fuera indecoroso tener los apetitos comunes de la naturaleza humana.
¡Noble moralidad! y consecuente con la prudencia cautelosa de una alma pequeña que no pue-
de ampliar sus puntos de vista más allá de la actual división minúscula de la existencia. Si todas las
facultades de la mente femenina sólo se cultivan en cuanto respetan su dependencia del hombre; si,
cuando consigue un esposo, alcanzó su objetivo y, en su orgullo mezquino, descansa satisfecha con
esa corona insignificante, que se humille satisfecha, apenas elevada con sus tareas por encima del
reino animal; pero, si, al luchar por el premio de su llamada superior, mirase más allá de ¡a escena
actual, que cultive el entendimiento sin detenerse a considerar qué carácter puede tener el esposo al
que está destinada. Que sólo ella se decida a adquirir, sin estar demasiado ansiosa por su felicidad
actual, las cualidades que ennoblecen a un ser racional, y un esposo descortés y tosco puede ofender
su buen gusto sin destruir su paz mental. No moldeará su alma para ajustarse a los defectos de su
compañero, sino para ser indulgente con ellos: el carácter de su esposo puede ser una desgracia, pe-
ro no un impedimento para lograr la virtud.
Si el doctor Gregory limitara su observación a las expectativas románticas del amor constante
y los sentimientos compatibles, habría recordado que la experiencia desvanecerá lo que el consejo
nunca puede dejar de hacernos desear, cuando la imaginación se mantiene viva a expensas de la
razón.
Confieso que a menudo sucede que las mujeres que alientan una romántica delicadeza antina-
tural del sentimiento, desperdician la vida imaginando lo feliz que hubieran sido con un esposo que
las pudiera amar con un afecto fervoroso que aumente día a día a, y todo el día. Pero podrían
consumirse casadas o solteras, y no serían ni un poquito menos infelices con un mal esposo que con
el deseo de uno bueno. Acepto que una educación apropiada; o, para decirlo con más precisión, una
mente bien equipada, permitiría que la mujer soportase la vida de soltera con dignidad; pero que no
debería desarrollar su buen gusto, para que su esposo no la ofenda en ocasiones, significa dejar la
sustancia y quedarse con una sombra. Para decir la verdad, no sé qué uso se le pueda dar a un buen
gusto perfeccionado si el individuo no se vuelve más independiente de las pérdidas de la vida; si no
se abren las nuevas fuentes de placer, sólo dependientes de las operaciones mentales solitarias. La
gente de buen gusto, casada o soltera, sin distinción, siempre tendrá aversión por diversas cosas que
tocan a mentes menos observadoras. De esta conclusión, no se debe dejar que el argumento
dependa; pero de toda la suma de placeres ¿se puede considerar al buen gusto como una bendición?
La cuestión es si procura más dolor o placer. La respuesta decidirá la conveniencia del consejo

10
del doctor Gregory y demostrará lo absurdo y tiránico que es establecer así un sistema de esclavi-
tud; o intentar educar a seres morales con otras reglas que no son las que se deducen de la razón
pura, que se aplican a toda la especie.
La mansedumbre en las costumbres, la tolerancia y la paciencia son cualidades divinas tan
preciadas que con sublime elocuencia poética se las invistió en la Deidad; y, quizá, ninguna repre-
sentación de su bondad se vincula tanto con los afectos humanos como aquéllas en las que lo
muestran pródigo en misericordia y dispuesto a perdonar. La mansedumbre, considerada desde este
punto de vista, lleva en sí todas las características de magnificencia, combinadas con las gracias
atractivas de la condescendencia; pero qué diferente aspecto tiene cuando es la conducta sumisa de
la dependencia, el apoyo de la debilidad que ama porque requiere protección; y es tolerante porque
debe soportar las heridas en silencio; sonreír bajo el azote ante el que no se atreve a responder.
Abyecta como parece esta imagen, es e1 retrato de una mujer completa, según las opiniones
recibidas de la perfección femenina, separada por los pensadores engañosos de la excelencia huma-
na. O, gentilmente restituyen la costilla y hacen un ser moral de un hombre y una mujer, sin olvidar
de darle a ella todos los “encantos sumisos.
Cómo pueden las mujeres existir en ese estado en que no se contrae matrimonio ni se da en
matrimonio, no se nos dice. Pues aunque los moralistas acordaron que el carácter de la vida parece
probar que el hombre se prepare por diversas circunstancias para un estado futuro, constantemente
concuerdan en aconsejar a la mujer que sólo se prevenga para el presente. La mansedumbre, la
docilidad y el afecto sumiso son, en este tema, recomendados constantemente como las virtudes
cardinales del género femenino; y, sin prestar atención a la economía arbitraria de la naturaleza, un
escritor declaró que la melancolía en una mujer es una característica masculina. Ella fue creada para
ser un juguete del hombre, su sonajero, y debe tintinear en los oídos siempre que, al dejar de lado la
razón, él quiera divertirse.
En verdad, recomendar la mansedumbre sobre una base amplia resulta estrictamente filosófico.
Un ser frágil debería esforzarse por ser manso. Pero cuando la tolerancia confunde el bien y el mal,
deja de ser una virtud; y, por conveniente que pueda ser encontrarla en una compañera, esa
compañera siempre será considerada un ser inferior, y sólo inspirará una ternura insípida, que con
facilidad degenera en desprecio. Aun así, si el consejo pudiera hacer a un ser verdaderamente
manso, cuya disposición natural no admitiera un toque final refinado, se lograría algo hacia e1 pro-
greso del orden; pero si, como si podría demostrar con rapidez, se produce sólo afectación con estos
consejos indiscriminados, que ponen un impedimento en el camino de la evolución gradual y del
mejoramiento verdadero del carácter, el género femenino no está muy beneficiado al sacrificar las
virtudes sólidas para lograr unas gracias superficiales, aunque por unos pocos años proporcionen un
poder majestuoso.
Como Filósofa, leo con indignación los epítetos plausibles con que los hombres suavizan sus
insultos; y, como moralista, pregunto: ¿qué significan esas asociaciones heterogéneas, como defec-
tos bellos, debilidades graciosas, etcétera? Si existe sólo un criterio para la moral, pero un arquetipo
para el hombre, las mujeres parecen estar suspendidas por el destino, según la historia vulgar del
ataúd de Mahoma; no tienen ni los instintos inequívocos de los animales ni se les permite fijar los
ojos de la razón en un modelo perfecto. Fueron hechas para ser amadas y no deben aspirar al res-
peto, si no quieren ser expulsadas de la sociedad por masculinas.
Pero para observar el tema desde otro punto de vista. ¿Son las mujeres pasivas e indolentes las
mejores esposas? Si limitamos nuestra discusión a la actualidad, veamos cómo esas débiles criaturas
hacen sus tareas. ¿Las mujeres que, por haber alcanzado algunos talentos superficiales, refuerzan el
prejuicio predominante contribuyen meramente a la felicidad de sus esposos? ¿Exhiben sus en-

11
cantos solamente para entretenerlos? Y ¿las mujeres, que absorbieron prematuramente las nociones
de obediencia pasiva, tienen suficiente carácter para manejar una familia o educar a sus hijos? Tan
lejos de eso que, después de examinar la historia de la mujer, no puedo evitar, al igual que el escri-
tor satírico más agudo, considerar que es el sexo más débil, así como la mitad más oprimida de to-
das las especies. ¿Qué es lo que la historia revela sino marcas de inferioridad y qué pocas mujeres
se emanciparon del yugo mortificante del hombre soberano? Tan pocas que las excepciones me re-
cuerdan una conjetura ingeniosa con respecto a Newton: que era probablemente un ser de orden
superior que por accidente quedó encerrado en un cuerpo humano. Siguiendo el mismo tren de
pensamiento, llegué a imaginar que las pocas mujeres extraordinarias, que se precipitaron en direc-
ciones excéntricas fuera de la órbita prescripta para su género, eran espíritus masculinos encerrados
por error en estructuras femeninas. Pero si no es filosófico pensar en el género cuando se menciona
el alma, la inferioridad debe depender de los órganos; o el fuego celestial, que es el fermento de la
arcilla, no se brinda en proporciones iguales.
Pero al eludir, como hice hasta ahora, toda comparación directa de los dos géneros en conjunto,
o al reconocer con franqueza la inferioridad de la mujer, conforme al aspecto actual de las cosas,
sólo insistiré en que los hombres aumentaron esa inferioridad hasta que las mujeres casi se
sumieron por debajo del nivel de criaturas racionales. Que sus dificultades tengan espacio para
desarrollarse y que sus virtudes se fortalezcan, y entonces se determine qué lugar de la escala
intelectual le corresponde a todo el género. No obstante, recuérdese que para un pequeño número de
mujeres distinguidas no pido un lugar.
Es difícil para nosotros ciegos mortales decir a qué altura pueden llegar los descubrimientos y
avances humanos cuando se desvanezcan las tinieblas del despotismo, que nos hace tropezar a cada
paso; pero, cuando la moralidad se establezca sobre una base más sólida, entonces, sin haber
recibido el don de un espíritu profético, me aventuro a predecir que la mujer será la amiga o la
esclava del hombre. No dudaremos, como en la actualidad, si es un agente moral o el vínculo del
hombre con los animales. Pero, si entonces pareciera que, como los animales, fueron creadas
principalmente para el uso del hombre, deberá dejarlas con las bridas puestas y no burlar-se de ellas
con elogios vacíos; o, si se probara su racionalidad, no impedirá su desarrollo sólo para gratificar
los apetitos sensuales masculinos. No ‘es aconsejará, con toda la elegancia de la retórica, que
sometan de modo implícito el entendimiento a la guía del hombre. No afirmará, cuando trata de la
educación de las mujeres, que nunca deberían usar la razón con libertad ni tampoco recomendaría la
astucia disimulo a seres que, como él, van alcanzando las virtudes de la humanidad.
Con seguridad, puede haber sólo una regla del bien, si la moralidad es un fundamento eterno, y
el que sacrifica la virtud, estrictamente así llamada, por la conveniencia actual, o cuyo deber es
actuar de esa manera, sólo vive para el día pasajero y no puede ser una criatura responsable.

El poeta debería entonces dejar a un lado la burla cuando dice:

Si las débiles mujeres se pierden, son las


[estrellas
Más culpables que ellas.

Pues es muy cierto que ellas están atadas a la cadena inexorable del destino, si se probara que nunca
deben ejercitar la razón, no ser nunca independientes, nunca elevarse por encima de la opinión, ni
sentir la dignidad de la voluntad racional que sólo se doblega ante Dios y que a menudo olvida que
en el universo hay otros seres aparte de ella y del modelo de perfección al que apela su mirada
ardiente para adorar los atributos que, dulcificados en virtudes, se pueden imitar en género, aunque

12
el grado abruma la mente embelesada.
Si, digo, pues no me impondría con declamaciones cuando la Razón ofrece su luz sobria, si son
capaces en realidad de actuar como criaturas racionales, que no las traten como esclavas; o, como
los animales que dependen de la razón del hombre, cuando se asocian con él; sino cultiven sus
mentes, denles la restricción sublime y saludable de los principios, y déjenlas que alcancen la
dignidad consciente al sentirse sólo dependientes de Dios. Enséñenles, al igual que al hombre, a
someterse a la necesidad, en lugar de darle, para que sean más complacientes, un género a la mo-
ralidad.
Además, si la experiencia probara que no pueden alcanzar el mismo grado de fuerza mental,
perseverancia y fortaleza, que las virtudes sean del mismo género, aunque puedan luchar en vano
por lograr el mismo grado; y la superioridad del hombre se verá igual de clara, o aun más; y la ver-
dad, como es un principio simple, que no admite ninguna modificación, sería común para ambos.
No sólo eso, el orden social como se encuentra regulado en la actualidad no se invertiría, pues la
mujer así sólo tendría el rango que la razón le asigne y no se podrían practicar artilugios para lograr
un equilibrio equitativo, mucho menos transformarlo.
Estos se pueden denominar sueños utópicos. Gracias al Ser que los grabó en mi alma y me dio
la fuerza mental necesaria para atreverme a ejercer mi propia razón, hasta que, al depender sólo de
Él para el apoyo de mi virtud, observo, con indignación, las nociones erradas que esclavizan a mi
género.
Amo al hombre como mi compañero; pero su cetro, real o usurpado, no se extiende sobre mi, a
no ser que la razón de un individuo demande mi homenaje; e incluso así la sumisión es a la razón, y
no al hombre. En efecto, la conducta de un ser responsable se debe regular por las operaciones de su
propia razón; o ¿sobre qué fundamentos se apoya el trono de Dios?
Me parece necesario meditar sobre estas verdades obvias, porque se aisló a las mujeres, por
decirlo así; y, si bien se las despojó de todas las virtudes que deberían cubrir a la humanidad, se las
adornó con gracias artificiales que les permiten ejercer una tiranía efímera. En sus pechos, el amor
toma el lugar de toda pasión noble, su sola ambición es ser bellas, despertar emoción en lugar de
inspirar respeto; y este deseo innoble, como el servilismo en las monarquías absolutas, destruye
toda la fortaleza del carácter. La libertad es la madre de la virtud, y si las mujeres, por su misma
constitución, fuesen esclavas y no se les permitiera respirar el aire intenso y estimulante de la
libertad, deben languidecer por siempre como seres exóticos, y considerarse imperfecciones
hermosas de la naturaleza.
En cuanto al argumento con respecto al sometimiento en que se mantuvo al sexo femenino por
siempre, se ha vuelto en contra del hombre. La mayoría siempre queda cautivada por la minoría; y
los monstruos, que apenas muestran discernimiento de la perfección humana, tiranizan a miles de
sus compañeros. ¿Por qué los hombres de dotes superiores se someten a esta degradación? Pues,
¿no se reconoce universalmente que los reyes, observados en forma colectiva, siempre son inferio-
res, en capacidad y en virtud, que el mismo número de hombres tomados de la masa común de la
humanidad? Y aun así, ¿no se los traté y se los sigue tratando con un grado de reverencia que resulta
insultante para la razón? China no es el único país que convierte a un hombre en Dios. Los hombres
se someten a una fuerza superior para disfrutar del placer del momento con impunidad, las mujeres
sólo hacen lo mismo, y por lo tanto, hasta que se pruebe que el cortesano, que renuncia servilmente
al derecho de nacimiento del hombre, no es un agente moral, no se puede demostrar que la mujer
sea inferior en esencia al hombre porque siempre estuvo sometida.
La fuerza bruta domina al mundo hasta ahora y que la ciencia política está en pañales resulta
evidente por los filósofos que vacilan en darle el conocimiento más útil al hombre que determina la

13
distinción.
No proseguiré más con este argumento excepto para establecer una deducción obvia: que, a
medida que la política lógica difunda la libertad, la humanidad, incluso las mujeres, se volverá mas
sabia y virtuosa.

Continuación del mismo tema

La fuerza corporal, de ser la distinción de los héroes, pasó a quedar sumida en un desprecio tan
inmerecido que los hombres, así como las mujeres, parecen considerarla innecesaria: aquéllas,
porque de las gracias femeninas y de la debilidad encantadora surge la fuente de su poder indebido;
y aquellos, porque parece contrario al carácter de un caballero.
Parece sencillo probar que los extremos de los que ambos partieron llegan a tocarse; pero
primero puede resultar apropiado observar que un error vulgar obtuvo un grado de reconocimiento
que le dio fuerza a una conclusión falsa, en la cual el efecto se tomé erróneamente por la causa.
Las personas de genio, a menudo, debilitaron su constitución por el estudio o por no prestar
demasiada atención a su salud y por la violencia de sus pasiones que es proporcional al vigor de su
intelecto, la espada que destruye la vaina, se volvió casi proverbial, y de ahí que los observadores
superficiales infirieran que los hombres de genio tienen constituciones débiles o, para usar un tér-
mino más de moda, delicadas. Sin embargo, es lo contrario, creo, lo que parece ser la realidad; pues,
con una investigación diligente, descubro que, en la mayoría de los casos, la fuerza mental va acom-
pañada de una fortaleza corporal superior —robustez natural en la constitución—, no ese tono
robusto y vigor muscular, que se desarrollan con el trabajo del cuerpo, cuando la mente se encuentra
inactiva o sólo dirige las manos.
El doctor Priestly observó, en el prólogo de su cuadro biográfico, que la mayoría de los gran-
des hombres vivieron más de cuarenta y cinco años. Y, considerando el modo irreflexivo en que
prodigaron su fuerza, cuando al investigar una ciencia favorita, malgastaban la luz de su vida, ol-
vidados de las altas horas de la noche; o cuando perdidos en los sueños poéticos, la imaginación
poblaba la escena y e1 alma se perturbaba, hasta que afectaba la constitución por las pasiones que
suscitaba la meditación, cuyos objetos, la estructura precaria de una visión, se desvanecía ante los
ojos exhaustos, debían de haber tenido constituciones férreas. Shakespeare nunca asió la daga etérea
con mano débil, tampoco Milton temblaba cuando guiaba a Satanás más allá de los confines de su
prisión lúgubre. Esos no eran desvaríos de la imbecilidad, las efusiones enfermizas de cerebros
destemplados, sino la fantasía exuberante, que, vagando “en un elevado frenesí”, a me nudo se
olvidaba de sus trabas materiales.
Soy consciente de que este argumento me llevaría más allá de lo que se puede suponer que de-
seo ir; pero sigo la verdad, y aún adhiero a mi primera posición, admitiré que la fuerza corporal
parece darle al hombre una superioridad natural sobre la mujer; y esa es la única base sólida sobre la
que se sustenta la hegemonía del género. Pero aún insisto en que no sólo la virtud, sino también el
conocimiento de los dos géneros debería ser igual en naturaleza, aunque no en grado, y que las
mujeres, consideradas no sólo como criaturas morales sino también racionales, deberían esforzarse
por adquirir las virtudes (o perfecciones) humanas por los mismos medios que los hombres, en lugar
de recibir una educación como medio ser caprichoso: una de las quimeras insensatas de Rousseau.
Pero, si fuera la fuerza corporal, con alguna muestra de razón, el orgullo de los hombres, ¿por
qué las mujeres están tan engreídas como para ufanarse de un defecto? Rousseau les dio una excusa
plausible, que sólo se le podrí a haber ocurrido a un hombre con imaginación desbocada, y refinada
por las impresiones exquisitas de los sentidos; que ellas pudieran, en efecto, tener un pretexto para

14
ceder a los apetitos naturales sin violar una modestia romántica, que gratifica el orgullo y el
libertinaje del hombre.
Las mujeres, engañadas por estos sentimientos, a veces se enorgullecen de su debilidad, y con
astucia obtienen poder al aprovechar la debilidad de los hombres; y bien pueden regocijarse en su
dominio ilícito, pues, como los pashás turcos, tienen más poder real que sus señores: pero se sacri-
fica la virtud a las gratificaciones temporales y la respetabilidad de la vista al triunfo de una hora.
Las mujeres, así como los déspotas, tienen ahora, quizá, más poder que el que tendrían si el
mundo, dividido y subdividido en reinos y familias, estuviera gobernado por las leyes que se de-
ducen del ejercicio de la razón; pero al obtenerlo, para seguir con la comparación, su carácter se
degrada y la inmoralidad se propaga por todo el conjunto social. La mayoría se convierte en el ídolo
de la minoría. Por lo tanto, me aventuraré a afirmar que, hasta que las mujeres reciban una
educación más racional, el progreso de la virtud humana y el desarrollo del conocimiento deben
verificarse constantemente. Y si se concediera que la mujer no fue creada sólo para gratificar el
apetito del hombre o para ser un sirviente superior, que se encarga de las comidas y de la limpieza,
se debe concluir que lo primero por lo que deben preocuparse los padres que realmente prestan
atención a la educación dc sus hijas debería ser, si no la fortaleza corporal, al menos, no destruir la
constitución por nociones erróneas de belleza y excelencia femenina; tampoco se les deberla
permitir a las niftas absorber la noción perniciosa de que un defecto puede transformarse, por algún
proceso químico del razonamiento, en una perfección. Con respecto a esto, me alegra descubrir que
el autor dc uno de los libros más instructivos para niños, que nuestro país produjo, coincide con mi
opinión; citaré sus observaciones pertinentes para darle a la razón la fuerza de su respetable
autoridad.
Pero si se probara que la mujer es por naturaleza más débil que el hombre, ¿de dónde resulta
que es natural esforzarse para volverse más débil aun que lo que la naturaleza dicta? Los argumen-
tos de esta clase son un insulto para el sentido común y una cualidad de la pasión. El derecho divino
de los esposos, así como el de los reyes, como es de esperar en esta época ilustrada, se puede rebatir
sin peligro y, aunque es posible que la convicción no silencie a muchos que debaten
acaloradamente, sin embargo, cuando se ataca un prejuicio difundido, los sabios reflexionarán y
dejarán a los intolerantes protestar contra las innovaciones con vehemencia irreflexiva.
La madre, que desea inculcarle verdadera dignidad al carácter de su hija, debe proceder, a pesar
del desprecio de la ignorancia, con un plan diametralmente opuesto al recomendado por Rousseau
con todos los atractivos engañosos de la elocuencia y la falsedad filosófica: porque su elocuencia
hace que los absurdos sean plausibles y sus conclusiones dogmáticas dejan perplejos, sin
convencerlos, a los que no tienen la capacidad para refutarlas.
En todo el reino animal las criaturas jóvenes requieren un ejercicio casi continuo y en la in-
fancia, los niños, conforme a esta indicación, deberían dedicarse a estos juegos inofensivos, que
ejercitan los brazos y piernas, sin requerir un minucioso gobierno mental o la atención constante de
una institutriz. En realidad, e1 cuidado necesario para la autopreservación es el primer ejercicio
natural del entendimiento, como las pequeñas ficciones para entretener el momento presente
desarrollan la imaginación. Pero estos sabios designios de la naturaleza se ven contrarrestados por
la ternura errada o el fervor ciego. No se deja a los niños ni un momento a su libre albedrío, en
particular a las niñas, y así se vuelven dependientes... se llama natural a la dependencia.
Con el fin de conservar la belleza personal, ¡la gloria de la mujer!, se restringen las extremida-
des y las facultades con limitaciones peores que los vendajes chinos y la vida sedentaria a la que se
las condena, mientras los niños se divierten al al-re libre, debilita y relaja los músculos. En cuando a
las observaciones de Rousseau, que ya fueron repetidas por varios autores, en ¡o que respecta a

15
tener por naturaleza, es decir desde su nacimiento, independientemente de la educación, una
atracción por las muñecas, la ropa y la conversación, son tan pueriles que no merecen una refu-
tación seria. Que una niña, condenada a estar sentada por horas escuchando la charla ociosa de
institutrices débiles o a prestar atención al peinado de su madre, se esfuerce por participar de la
conversación es, en efecto, muy natural; y que trate de imitar a su madre o tías, y se divierta
adornando y vistiendo a su muñeca inanimada, así como lo hacen con ella, ¡pobre niña inocente!,
sin duda es la consecuencia más natural. Pues hombres de muchísima capacidad rara vez tuvieron la
fortaleza necesaria para elevarse de su medio; y si las páginas de genios siempre se vieron
empañadas por los prejuicios de la ¿poca, se deberían hacer algunas concesiones para un género,
que, como los reyes, siempre ve las cosas con un cristal falso.
Para proseguir con estas reflexiones, el gusto por la ropa, que se nota en las mujeres, se puede
explicar con facilidad, sin presuponer que se origina en un deseo de agradar al género del que
dependen. En resumen, lo absurdo de suponer que una niña es una coqueta natural y que un deseo
conectado con el impulso de la naturaleza de propagar la especie debería aparecer incluso antes de
que una educación impropia, al estimular la imaginación, lo haya provocado prematuramente, es tan
poco filosófico que un observador tan sagaz como Rousseau no lo habría adoptado, si no hubiera
estado acostumbrado a hacer que la razón ceda ante su deseo de peculiaridad y la verdad a una
paradoja preferida.
Sin embargo, darle así un género a la mente no es muy coherente con Los principios de un
hombre que sostiene, con tanto entusiasmo y tan bien, la inmortalidad del alma. Pero ¡qué barrera
tan débil es la verdad cuando se encuentra en el camino de una hipótesis! Rousseau respetaba —casi
adoraba— la virtud y sin embargo se permitió a sí mismo amar con un cariño sensual. Su
imaginación constantemente preparaba el combustible inflamable para sus sentidos ardientes; pero
para reconciliar su respeto por la abnegación, la fortaleza y esas virtudes heroicas, que una mente
como la suya no podía admirar fríamente, se esfuerza por invertir la ley de la naturaleza y presenta
una doctrina impregnada de malicia y denigrante para el carácter de la sabiduría suprema.
Sus historias ridículas, que tienden a probar que las niñas prestan atención por naturaleza a sus
personas, sin recalcar la importancia del ejemplo cotidiano, son despreciables. Y que una señorita
debería tener un gusto tan correcto como para olvidarse de la gracia placentera de decir “oh” al sor -
prenderse, simplemente porque se considera una actitud vulgar, debería estar seleccionado junto con
las anécdotas del cerdo ilustrado.
Es probable que yo haya tenido más oportunidades de observar a ¡as niñas que J.J. Rousseau
—recuerdo mis propios sentimientos y miro a mi alrededor constantemente—; sin embargo, estoy
muy lejos de coincidir con él en cuanto a la opinión sobre el despertar del carácter femenino, me
aventuraré a afirmar que una niña, cuyo espíritu no se haya sofocado por la inactividad o cuya ino-
cencia no se haya contaminado por un falso pudor, siempre será una traviesa y la muñeca nunca la
atraerá excepto que el encierro no le dé otra alternativa. En suma, las niñas y los niños jugarían
inofensivamente juntos, si no se inculcara la distinción de género mucho antes de que la naturaleza
establezca alguna diferencia. Incluso llegaré a afirmar que, como un hecho indiscutible, la mayoría
de las mujeres, en el círculo de mi observación, que actúan como criaturas racionales o muestran
algún vigor en el intelecto, son las que por accidente quedaron sin restricción, como insinuarían
algunos de los formadores elegantes del sexo débil.
Las consecuencias funestas que surgen de desatender la salud durante la infancia y la juventud
se extienden más de lo que se supone: la dependencia corporal produce naturalmente una
dependencia mental; y ¿cómo se puede ser una buena esposa o madre si la mayor parte del tiempo
se emplea en prevenir las enfermedades o sufrirlas? Tampoco se puede esperar que una mujer se

16
esfuerce con resolución en fortalecer su constitución y abstenerse de indulgencias debilitantes, si las
nociones artificiales de belleza y las descripciones falsas de la sensibilidad se mezclaron muy
pronto con sus motivos para actuar. La mayoría de los hombres a veces están obligados a soportar
inconveniencias corporales y sufrir, en ocasiones, las inclemencias de los elementos; pero las
mujeres elegantes son esclavas de sus cuerpos, literalmente, y se enorgullecen de su sometimiento.
En una oportunidad conocí a una mujer débil de buen gusto, que estaba más orgullosa que por
lo general de su delicadeza y sensibilidad. Pensaba que tener un gusto distinguido y un apetito
minúsculo eran el punto más alto de toda perfección humana y actuaba en consecuencia. Yo veía a
este ser sofisticado y débil desatender todos los deberes de la vida, sin embargo se reclinaba en un
sofá satisfecha de sí misma, y se jactaba de su falta de apetito como prueba de la delicadeza que se
extendía a su exquisita sensibilidad o, quizá, surgía de ella: pues resulta difícil encontrarle sentido a
esta jerigonza ridícula. Sin embargo, en aquel momento, la vi insultar a una respetable dama de
edad, que por desgracias imprevistas habla quedado dependiendo de su beneficencia ostentosa, y
que, en mejores momentos, había merecido su gratitud. ¿Es posible que una criatura humana pu-
diera haberse convertido en un ser tan débil y depravado, si, como los sibaritas, perdidos en los
placeres, todas las cosas como la virtud se hubieran desvanecido o nunca se hubieran inculcado
como el precepto, un sustituto pobre, es verdad, para la educación de la mente, pero sirve como
defensa ante el vicio?
Esta mujer no es un monstruo más irracional que algunos de los emperadores romanos, a quie-
nes pervirtió el poder ilegal. Sin embargo, pues los reyes están más bajo la limitación de la ley y la
restricción, por débil que sea, del honor, la historia no está colmada de esos ejemplos antinaturales
de locura y crueldad, tampoco el despotismo, que destruye la virtud del genio incipientes, amenaza
a Europa con esa fuerza destructiva con que asola Turquía y vuelve a los hombres, así como a la
tierra, improductivos.
Las mujeres se encuentran en todos lados en este estado deplorable; pues, con el fin de conser-
var la inocencia, como se llama cortésmente a la ignorancia, se les oculta la verdad y se les hace
adoptar un carácter artificial antes de que sus facultades se fortalezcan. Como desde la infancia se
les enseña que la belleza es el cetro de la mujer, moldean la mente con el cuerpo y al quedar en-
cerrada en una jaula de oro, lo único que se propone es adornar su prisión. Los hombres tienen
diversos trabajos y actividades que los mantienen ocupados y le dan carácter a la mente abierta; pe-
ro las mujeres, confinadas a una tarea y con sus pensamientos constantemente dirigidos a la parte
más insignificante de sí mismas, rara vez amplían sus visiones más allá de un triunfo momentáneo.
Pero si alguna vez el entendimiento femenino se emancipara de la esclavitud, a la que lo someten el
orgullo y la sensualidad del hombre y su deseo imprudente, como aquél de dominio que tienen los
tiranos, de influencia actual, es probable que leyéramos sobre sus debilidades con sorpresa. Se me
debe permitir proseguir con este argumento un poco más.
Quizá, si se admitiese la existencia de un ser malvado, que, en el lenguaje alegórico de las
escrituras, intentara buscar a quien debería corromper, no podría degradar el carácter humano de
modo más eficaz que dándole a un hombre .poder absoluto.
Este argumento se ramifica en diversas partes. La cuna, la riqueza y todas las ventajas extrínsecas
que elevan al hombre por encima de sus semejantes, sin ningún esfuerzo mental, en realidad, lo
hunden por debajo de ellos. En proporción a su debilidad, los hombres intrigantes se aprovechan,
hasta que el monstruo engreído pierde todo rasgo de humanidad. Y que tribus de hombres, como
rebaños de ovejas, deban seguir a ese líder en silencio es una indecencia que sólo se puede com-
prender por un deseo de placer temporal y una limitación en el entendimiento. Educados en la
dependencia esclavizante y debilitados por el lujo y la pereza, ¿dónde encontraremos hombres que

17
se levanten para afirmar los derechos del hombre, o reclamen el privilegio de seres morales, que
tengan sólo un camino para alcanzar la perfección? La esclavitud, a la que los monarcas y ministros
someten al mundo, todavía no está abolida y se tardará mucho en eliminar ese control mortal que
detiene el progreso de la mente humana.
Que los hombres con el orgullo del poder no utilicen entonces los mismos argumentos que los
reyes tiránicos y los ministros corruptos y afirmen falazmente que la mujer debería estar sometida
porque esa fue siempre su condición. Pero, cuando el hombre gobernado por leyes razonables, goza
de su libertad natural, que desprecie a la mujer si ella no la comparte con él; y, hasta que llegue ese
glorioso período, al disertar largamente sobre ¡a locura del género, que no pase por alto la suya.
Las mujeres, es verdad, obtienen poder por medios injustos al practicar o fomentar el vicio, es
evidente que pierden el rango que la razón les asignaría y se vuelven esclavas abyectas o tiranas
caprichosas. Pierden toda simplicidad, toda dignidad mental, al adquirir poder y actúan como se
observa que lo hacen los hombres cuando se elevan por los mismos medios.
Ya es hora de llevar a cabo una revolución en las costumbres femeninas, hora de devolverles
su dignidad perdida, y hacer que se esfuercen, como parte de la especie humana, por reformarse
para cambiar el mundo. Es hora de separar la moral inmutable de las costumbres locales. Si los
hombres fueran semidioses, ¡por qué vamos a servirlos! Y si la dignidad del alma femenina fuera
tan cuestionable como la de los animales, si su razón no le da la luz suficiente para dirigirla en su
conducta a la vez que se le niega el instinto infalible, ¡con seguridad son las más miserables de
todas las criaturas! y, doblegadas bajo la mano férrea del destino, deben resignarse a ser un defecto
bello de la creación. Pero justificar los designios de la Providencia con respecto a ellas, señalando
alguna razón incuestionable por haber hecho así responsable e irresponsable una gran parte de la
humanidad, dejaría perplejo al casuista más sutil.
El único fundamento sólido para la moralidad parece ser el carácter del Ser supremo; la ar-
monía que surge de un equilibrio de atributos; y, para hablar con reverencia, un atributo parece
presuponer la necesidad de otro. Debe ser justo, porque es sabio, debe ser bueno, porque es omni-
potente. Pues exaltar un atributo a expensas de otro igual de noble y necesario lleva estampada la
razón retorcida del hombre: el homenaje a la pasión. El hombre, acostumbrado a doblegarse ante el
poder en su estado salvaje, rara vez puede renunciar a ese prejuicio barbárico, aun cuando la
civilización determine lo superior que es la fuerza mental de la corporal; y su razón se nubia con es-
tas opiniones burdas, incluso cuando reflexiona sobre la Deidad. Se hace desaparecer su omnipo-
tencia o se la hace presidir sobre sus otros atributos, y se supone que esos mortales limitan su poder
con irreverencia, que creen que deben estar regidos por su sabiduría.
Rechazo esa humildad falaz que, después de investigar la naturaleza, se detiene ante el autor.
El Altísimo y Supremo, que habita la eternidad, sin duda posee muchos atributos que no podemos
concebir; pero la razón me dice que no pueden ser incompatibles con aquellos que adoro, y me
siento obligada a escuchar la voz de la razón.
Parece natural para el hombre buscar la perfección, y ya sea encontrarla en el objeto que adora
o dotarlo ciegamente con ella, como si fuera un vestido. Pero ¿qué buen efecto puede tener ese úl-
timo modo de veneración en la conducta moral de un ser racional? Se doblega ante el poder; adora
una nube negra, que puede abrirse en un porvenir brillante o desatarse en tormentosa furia violenta
sobre su cabeza devota: sin saber por qué. Y, suponiendo que la Deidad actúe con el vago impulso
de una voluntad errática, el hombre también debe seguir la suya, o actuar conforme a las normas
deducidas de los principios que rechaza por Irreverentes. En este dilema cayeron tanto los
pensadores entusiastas como los más imperturbables, cuando se esforzaban por liberar a los
hombres de las restricciones saludables que impone una concepción justa del carácter de Dios.

18
No es impío entonces escudriñar los atributos del Todopoderoso: en realidad, ¿quién puede
evitarlo si ejercita las facultades? Pues amar a Dios como fuente de sabiduría, bondad y poder,
parece ser la única veneración útil para un ser que desea alcanzar la virtud o el conocimiento. Un
afecto ciego y voluble, como las pasiones humanas, puede ocupar la mente y encender el corazón,
mientras se olvida de hacer justicia, amar la misericordia y caminar con humildad con nuestro Dios.
Retomaré este tema todavía más adelante, cuando considere la religión de un modo opuesto al que
recomienda el doctor Gregory, que la trata como una cuestión de sentimiento o de buen gusto.
Vuelvo al tema después de esta aparente digresión. Debiera anhelarse que las mujeres deseen
un afecto por sus esposos, basado en el mismo principio sobre el que descansa la devoción. No
existe ninguna otra base firme bajo el cielo, pues que se cuiden de la luz falaz del sentimiento, con
demasiada frecuencia utilizada como una frase leve para la sensualidad. Entonces se concluye que,
pienso, desde la infancia las mujeres deben estar encerradas como príncipes orientales o educadas
de modo tal que sean capaces de pensar y actuar por si mismas.
¿Por qué los hombres se detienen entre dos opiniones y esperan lo imposible? ¿Por qué esperan
la virtud de una esclava, de un ser a quien la constitución de la sociedad civil hizo débil, si no
vicioso?
Aun así sé que requerirá muchísimo tiempo erradicar los prejuicios firmemente arraigados que los
sensualistas establecieron; también será necesario algo de tiempo para convencer a las mujeres de
que actúan en forma opuesta a sus intereses reales en una escala mayor, cuando aprecian o fingen la
debilidad bajo el nombre de delicadeza, y para convencer al mundo de que la fuente corrupta de los
vicios y locuras femeninos es, si fuera necesario, conforme a la costumbre, para usar sinónimos con
un sentido más vago, el homenaje que se le da a la belleza: la belleza de rasgos; pues un escritor
alemán con perspicacia observó que una mujer bonita, como un objeto del deseo, en general puede
percibirlo cualquier hombre; mientras que una mujer refinada, que Inspira emociones más sublimes
por el despliegue de la belleza intelectual, puede pasar desapercibida o la pueden contemplar con
indiferencia, aquellos hombres que encuentran la felicidad en la gratificación de sus apetitos.
Preveo una réplica obvia: mientras el hombre continúe siendo este ser imperfecto que hasta ahora
parece ser, será, más o menos, esclavo de sus apetitos; y por aquellas mujeres que obtienen mayor
poder, que gratifican uno predominante, e1 género se degrada por una necesidad física, si no moral.
Esta objeción tiene, por supuesto, alguna fuerza; pero mientras exista e1 sublime precepto: «sé puro
como tu Padre celestial”, parecería que las virtudes del hombre no están limitadas por el Ser que por
sí mismo podría hacerlo; y que el hombre puede seguir su camino sin considerar si se desvía al dar
rienda a esa noble ambición. Al oleaje se le dijo: “hasta aquí llegarás y no más; y aquí se quedarán
tus orgullosas olas”. En vano entonces golpean y se encrespan, limitadas por e1 poder que confina
los planetas rebeldes a sus órbitas, la materia cede ante el gran Espíritu reinante. Pero un alma
inmortal, que no está regida por leyes mecánicas y que lucha por liberarse de las restricciones de la
materia, contribuye con el orden de la creación, en lugar de perturbarlo, cuando, cooperando con e1
Padre de los espíritus, trata de gobernarse por la norma invariable que, en un grado, ante el cual
nuestra imaginación desfallece, regula el universo.
Además, si las mujeres fueran educadas para la dependencia; es decir, para actuar conforme a la
voluntad de otro ser falible, y someterse, bien o mal, al poder, ¿dónde nos debemos detener? ¿Se las
debe considerar vicerregentes con permiso de reinar sobre un dominio pequeño, y que respondan
por su conducta a un tribunal superior, sujeto a errores?
No será difícil probar que esas delegadas actuarán como hombres sometidos por el miedo y
que oprimirán tiránicamente a sus hijos y sirvientes. Como sucumben sin la razón, al no tener
normas fijas que encuadren la conducta, serán bondadosas o crueles, según el capricho del mo-

19
mento; no deberíamos asombrarnos si a veces, mortificadas por el pesado yugo, disfruten con
maldad al recostarse sobre hombros más débiles.
Pero, suponiendo que una mujer, educada para obedecer, esté casada con un hombre sensato,
que dirige su juicio, sin hacerle sentir el servilismo de su sometimiento, para que actúe tan co-
rrectamente como pueda ser posible por esta luz reflejada cuando la razón es de segunda mano, sin
embargo, no puede asegurarse la vida del protector; puede morir y dejarla con una gran familia.
Le corresponde un deber doble; educarlos en nombre del padre y de la madre; para formar sus
principios y asegurar sus bienes. Pero, ¡ay! nunca pensó en forma independiente, menos aun se va-
lió por sí misma. Sólo aprendió a complacer a los hombres, a depender con gracia de ellos; sin em-
bargo, con la carga de los niños, ¿cómo logrará conseguir otro protector, un marido que le pro-
porcione el lugar de la razón? Un hombre racional, pues no estamos en un mundo romántico,
aunque la pueda considerar una criatura dócil y complaciente, no elegirá casarse por amor con una
familia, cuando el mundo está lleno de muchas criaturas más bonitas. ¿Qué es lo que va a ser de ella
entonces? Es posible que caiga presa fácil de algún cazador de fortunas mezquino, que estafe a los
niños quitándoles la herencia paterna y que a ella la haga desdichada; o que se vuelva víctima de la
aflicción y el desenfreno ciego. Incapaz de educar a sus hijos, o inculcarles respeto; pues no es un
juego de palabras afirmar que las personas que no son respetables, nunca reciben respeto, aunque
tengan una posición muy importante; se consume con la angustia del remordimiento vano e
impotente. El veneno de la serpiente penetra en su alma misma, y los vicios de la juventud
licenciosa la colman de pesar, si no de pobreza, hasta la tumba.
Esta no es una imagen exagerada; por el contrario, es un caso muy posible, y algo similar habrá
percibido alguna mirada atenta.
Sin embargo, di por sentado que ella tenía una buena inclinación, aunque la experiencia
muestra que es posible con igual facilidad guiar al ciego a un pozo o por el buen camino. Pero su-
poniendo que, una conjetura no muy improbable, a un ser al que sólo se le enseñó a complacer deba
hallar la felicidad así; ¡qué ejemplo de descontrol, por no decir vicio, le dará a sus hijas inocentes!
La madre quedará perdida en la coqueta y, en lugar de ser amiga de sus hijas, las mirará con recelo,
pues son rivales, rivales más crueles que ninguna otra, porque inducen a la comparación y derrocan
del trono de la belleza a la que nunca pensó en elevarse al sitial de la razón.
No se requiere un dibujo brillante o el bosquejo analítico de la caricatura, para esbozar los
sufrimientos domésticos y los vicios frívolos que difunde esa señora de familia. Aun así sólo actúa
como debería hacerlo una mujer educada con el sistema de Rousseau. Nunca se le puede reprochar
por ser masculina o salir de su esfera; no sólo eso, es posible que siga otra de sus grandes reglas y
con prudencia al mantener su reputación sin mancha, se la considere una buena mujer. No obstante,
¿con respecto a qué se la puede llamar buena? Se abstiene, es cierto, sin grandes problemas, de
cometer delitos graves; pero ¿cómo cumple con sus deberes? ¡Deberes!, en verdad que tiene
demasiado con pensar en adornar su cuerpo y cuidar su constitución débil.
Con respecto a la religión, nunca pretendió juzgar nada por sí misma; sino estar de acuerdo,
como deberla hacerlo una criatura dependiente, con las ceremonias de la iglesia en la que se educó,
creyendo con devoción que mentes más sabias que la suya resolvieron esa cuestión: y sin duda es el
punto culminante de la perfección. Por lo tanto, paga su diezmo de menta y comino; y le agradece a
su Dios que ella no es como otras mujeres. !Estos son los benditos efectos de una buena educación!
¡Estas son las virtudes de la compañera del hombre!
Debo desahogarme mostrando una imagen diferente.
Que la imaginación presente ahora a una mujer con un entendimiento aceptable, pues no deseo
dejar la línea de la mediocridad, cuya constitución, fortalecida por el ejercicio, le permitió al cuerpo

20
alcanzar su vigor máximo; su mente, al mismo tiempo, se ampliaba paulatinamente para
comprender los deberes morales de la vida y el significado de la dignidad y la virtud humana.
Educada así por el desempeño de los deberes relativos a su posición, se casa por afecto, sin
perder de vista la prudencias y buscando más allá de la felicidad matrimonial, se asegura el respeto
de su esposo antes de que sea necesario utilizar artilugios mezquinos para complacerlo y alimentar
una llama mortecina, que la naturaleza condena a expirar cuando el objeto se vuelve familiar, cuan-
do la amistad y la paciencia toman el lugar de un afecto más ardiente. Esta es la muerte natural del
amor y la paz doméstica no se destruye con los esfuerzos por evitar su extinción. También supongo
que el esposo es virtuoso; o son necesarios aun más principios independientes.
Sin embargo, el destino destruye esta unión. Queda viuda, quizá, sin demasiada previsión; pero
¡no está desamparada! Se siente el dolor natural; pero con el tiempo el sufrimiento se transforma en
resignación melancólica, el corazón se dirige a los niños con ternura redoblada, y ansiosa de
asegurarles el porvenir, el afecto les da un sesgo sagrado y heroico a los deberes maternales. Piensa
que no sólo los ojos ven sus esfuerzos virtuosos, de quien debe surgir todo su consuelo, y cuya
aprobación es la vida; sino que su imaginación, un poco abstraída y exaltada por la aflicción, medita
sobre la esperanza fervorosa de que los ojos que ella cerró con mano temblorosa puedan aún
observar cómo domina toda pasión rebelde para dedicarse al doble deber de ser el padre así como la
madre de sus hijos. Llevada al heroísmo por los infortunios, reprime el primer despertar tenue de
una inclinación natural, antes de que madure en amor, y en la flor de la vida, olvida eL género
femenino, se olvida del placer del despertar de una pasión, que nuevamente podría haber sido
inspirada y correspondida. Ya no piensa en complacer y la dignidad consciente evita que se ufane
por los elogios que despierta su conducta. Sus hijos reciben amor y sus esperanzas más
prometedoras se encuentran más allá de la tumba, donde su imaginación a menudo se extravía.
Creo que la veo rodeada de sus hijos, cosechando el fruto de sus cuidados. Los ojos inteli-
gentes se encuentran con los de ella, mientras la salud y la inocencia sonríen en sus mejillas sonro-
sadas, y a medida que crecen, disminuyen Las preocupaciones de la vida por su atención agrade-
cida. Ella vive pata ver las virtudes que se esfuerzo por arraigar en principios, fijados en hábitos, pa-
ra observar cómo sus hijos alcanzan la fortaleza de carácter necesaria que les permite soportar la
adversidad sin olvidar el ejemplo de su madre.
Con la tarea de la vida así cumplida, con calma espera el sueño eterno, y al levantarse de la
tumba, puede decir: “Señor, un talento me entre gaste, aquí tienes cinco que he ganado”.
Deseo resumir lo que dije en unas pocas palabras, pues aquí arrojo el guante en desafío, y nie-
go la existencia de las virtudes por género, sin exceptuar la modestia. Pues el hombre y la mujer, en
verdad, si comprendo el significado de la palabra, deben ser iguales; sin embargo en el personaje fe-
menino imaginario, delineado con tanto atractivo por poetas y novelistas, al exigir el sacrificio de la
verdad y la sinceridad, la virtud se convierte en una idea relativa, sin otro fundamento que la uti-
lidad, y eso es lo que los hombres pretenden juzgar arbitrariamente, y adaptarla a su propia con-
veniencia.
Las mujeres, admito, pueden tener diferentes deberes que cumplir; pero son deberes humanos y
los principios que deberían regular su desempeño, mantengo tenazmente, deben ser los mismos.
Para ser respetable, es necesario ejercitar el entendimiento, no existe otro fundamento para la
independencia del carácter; pretendo decir de modo explícito que sólo deben someterse a la au-
toridad de la razón, en lugar de ser las esclavas modestas de la opinión.
En las escalas superiores de la vida, ¿con qué frecuencia nos encontramos con un hombre de
capacidad superior o incluso de conocimientos comunes? La razón me parece clara, el estado en que
nacen no era natural. El carácter humano se forma siempre con el esfuerzo, las ocupaciones in-

21
dividuales, o colectivas; y si las facultades no se agudizan con la necesidad, deben permanecer ob-
tusas. Es posible extender bastante el argumento a las mujeres; pues, rara vez ocupadas en asuntos
serios, la dedicación a los placeres les da esa insignificancia al carácter que hace tan insípida la
compañía de las grandes. La misma falta de firmeza, producida por una causa similar, las fuerza a
escapar de sí mismas y dedicarse a placeres ruidosos y pasiones artificiales, hasta que la vanidad
reemplaza todo afecto social, y apenas se pueden percibir los rasgos de humanidad. Esas son las
bendiciones de los gobiernos civiles, como se encuentran organizados en la actualidad, que la
riqueza y la suavidad femenina por igual tienden a degradar a la humanidad, y se producen por la
misma causa; pero si admitimos que las mujeres son criaturas racionales, se las debería incitar a al-
canzar las virtudes que pueden llamarse propias, pues ¿cómo puede un ser racional ennoblecerse si
no es con algo logrado por su propio esfuerzo?

22

Вам также может понравиться