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La implicación de los estudiantes

Baltazar Bonilla Vidal e Inoel Carmen González

Resumen

El presente trabajo contiene una serie de reflexiones, producto de la operación de un


proyecto de intervención docente en un aula de primer grado de educación primaria,
cuyo propósito fue mejorar la implicación de los estudiantes en sus procesos de
aprendizaje. Entendiendo a la implicación como la el deseo de saber y la voluntad de
aprender; el estudio conduce a la revisión de procesos de autorregulación y
metacognición, los cuales, aunque de manera incipiente, están presentes en los niños de
esta edad. La implicación, en tanto que tiene como elemento inherente a la motivación,
está estrictamente relacionada con lo afectivo.

Lo que se expone, son experiencias docentes donde se busca superar la competencia


entre pares, altamente promovida en nuestras aulas y reconceptualizar “error”, ya no
como algo indeseado, sino como oportunidad para mejorar. En esta intervención,
además, la duda fue considerada como motor de búsqueda y no de frustración, por lo
que, en nuestro propósito de implicar a los niños, el trabajo propició constantemente la
duda, develando las contradicciones y planteando cuestionamientos cada vez más
complejos.

Palabras clave: Implicación, metacognición y motivación.


La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

Introducción

Por mi experiencia, puedo afirmar que no son pocos los estudiantes que llegan a
la escuela y se resisten a aprender lo que ahí se les intenta enseñar; estos niños son los
que, frecuentemente, no están dispuestos a realizar de manera efectiva las actividades
programadas por el docente. Esta situación se magnifica cuando el trabajo del aula dista
mucho de sus intereses y su motivación; es decir, que no les representa un verdadero
desafío cognitivo o algo que atrape su atención, requisito indispensable para lograr su
implicación en los procesos de aprendizaje. A mi parecer, los profesores no le hemos
dado la importancia que tiene para el aprendizaje de nuestros estudiantes a una
competencia docente fundamental: Implicar al estudiante en sus procesos de
aprendizaje; es más importante suscitar el deseo de saber y el gusto por el estudio que
propiciar una motivación situada y momentánea.

Encontrar aulas con un grupo de estudiantes totalmente interesados y deseosos


de aprender se ha vuelto, en estos tiempos, una utopía para la mayoría de docentes. Sin
embargo, como lo marca Philippe Perrenoud (2009, pág. 58), “Es posible hacerse cargo
del deseo y la voluntad de aprender”. Como docente no puedo, entonces, esperar que
por sí mismos los estudiantes logren desarrollar dicha actitud; por el contrario, es parte
de mi responsabilidad despertar en ellos sus deseos de saber y su voluntad de aprender.
Pero, cómo hacerlo, por dónde empezar. Dichas interrogantes me llevaron a diseñar y
llevar a cabo un Proyecto de Intervención que tuvo como propósito central: Lograr que
todos los estudiantes de un grupo de primer año de educación primaria de una localidad
urbana, se impliquen en sus procesos de aprendizaje, desarrollando la autogestión en la
ejecución de las actividades y la participación oral. Esta necesidad emergió a partir de
reconocer en mí una insatisfacción, la de carecer de saberes para desarrollar actividades
y estrategias que logren implicar a mis estudiantes en su proceso de aprendizaje. Esto
me representó, a la vez, una oportunidad de mejora, sobre todo, por la relevancia y su
trascendencia en el logro de los aprendizajes.

Con la intervención, me propuse lograr un ambiente pedagógico, donde el


estudiante pudiera implicarse de manera activa y tomar conciencia de sus procesos de
aprendizaje. Un alumno implicado es quien siempre termina las tareas de manera eficaz
en menor tiempo del preestablecido; es quien colabora siempre con sus compañeros,
fundamenta sus participaciones y las expresa de manera coherente; contrasta sus
argumentos con las aportaciones y puntos de vista de sus compañeros, se fija metas
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

posibles, planea y organiza acciones pertinentes, reconoce sus fortalezas y debilidades,


y en todo momento vincula los contenidos estudiados con su contexto (Perrenoud, 2009,
pág.45).

Con la apatía en el rostro

El primer paso de todo andar supone un conocimiento del punto de partida, saber
de dónde se inicia para medir el esfuerzo que se requiere a fin de lograr la meta. En mi
caso tuve la necesidad conocer los niveles de implicación de los estudiantes para diseñar
las distintas acciones que se requerían con el propósito de convertirlos en estudiantes
implicados. Para ese diagnóstico fue importante la rigurosa reflexión de mí actuar
docente.

Los resultados de dicha valoración fueron contundentes: se hizo evidente mi


dificultad para desarrollar en mis estudiantes su deseo de aprender. Las actividades
propuestas y desarrolladas dentro del aula distaban mucho de ser verdaderos desafíos
intelectuales que les provocara la adopción de la tarea como una necesidad personal.
Ellos se mostraban ajenos a las actividades, preferían jugar o estar platicando con sus
compañeros en vez de estar atentos a las indicaciones o buscar las alternativas de
solución a las situaciones planteadas. Yo observaba que la gran mayoría encontraba
poco sentido y relevancia a las estrategias propuestas; de ahí mi imperiosa necesidad de
exigir permanentemente el cumplimiento y la culminación de los trabajos. Incluso,
algunos ya daban muestra de indisciplina, como pararse de su lugar para molestar e
interrumpir a sus compañeros o simplemente aventarles la goma o algún otro objeto.
Sólo un grupo reducido se mostraba comprometido con las tareas y con las discusiones
y disertaciones. (Anexo 1).

Los procesos didácticos para la implicación de los estudiantes.

Antes de adentrarnos en lo que fue mi experiencia de intervención, es


conveniente precisar lo que entiendo por implicación, se refiere al “grado en que los
alumnos están conectados y comprometidos con la escuela y motivados para aprender y
rendir” (González, 2010, pág. 13); o como lo expresa de manera resumida Perrenoud
(2009, pág. 57): “El deseo de saber y la decisión de aprender”. Para ello es importante
que los docentes desarrollemos suficientemente nuestras facultades para lograr que los
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estudiantes se impliquen. Al respecto Perrenoud señala que los maestros debemos tener
“una competencia de tipo didáctico, epistemológico, y relacional… que suscita el deseo
de aprender, explicita la relación con el conocimiento, el sentido del trabajo y desarrolla
la capacidad de autoevaluación en el niño” (Perrenoud, 2009, pág.59).

Es importante distinguir este término con lo que tradicionalmente se maneja en


las aulas como motivación, y que se refiere a lo que el profesor hace para que los
alumnos se motiven. Esto en términos teóricos se le denomina motivación extrínseca,
donde los estudiantes son más dependientes de las recompensas y sanciones externas.
La motivación intrínseca, en cambio, está más vinculada a la tarea; a través de ella los
estudiantes llegan a implicarse en acciones que en sí mismas no son motivadoras. Esta
segunda aparece cuando el estudiante asume ciertos valores, atributos y actitudes, por lo
que es inherente a la implicación.

En tanto que la implicación tiene que ver con la necesidad de la autoregulación


de los sujetos, otro aspecto importante de puntualizar es la metacognición, entendida
como la capacidad de pensar acerca de cómo piensas. En palabras de Álvarez y
Bisquerra (1996, pág. 153), “es el conocimiento y la regulación de los propios procesos
cognitivos al realizar una actividad determinada”. Puedo resumir diciendo que para que
los estudiantes desarrollen la metacognición, requieren saber qué (objetivo) quieren
conseguir, y saber cómo se puede conseguir (autorregulación o estrategia).

Una vez que hemos hecho estas precisiones, he de decir que, para enfrentar de
manera sustentada esta situación, me vi en la necesidad de asumir una posición
pedagógica-didáctica que me permitiera estar a tono con las exigencias de la educación
actual, misma que se fundamenta en el constructivismo, la cual “constituye una visión
del conocimiento humano como un proceso de construcción cognitiva llevada a cabo
por los individuos que tratan de entender el mundo que los rodea”(Chrobak, 2005, pág
35). Desde esta perspectiva, quien aprende no es un receptor pasivo de información,
sino es un sujeto activo, constructor de sus conocimientos. Por lo que en este proceso de
intervención me asumí como “facilitador de los ambientes de aprendizaje, generando
situaciones motivantes y significativas para los estudiantes, lo cual fomenta la
autonomía para aprender, desarrollar el pensamiento crítico y creativo, así como el
trabajo colaborativo” (SEP, 2011, pág. 204). Al estudiante le correspondió “generar su
disposición y capacidad de continuar aprendiendo a lo largo de su vida… mediante un
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ambiente que lo acerque al conocimiento significativo y con interés” (SEP, 2011, pág.
30-31).

El proceso de implicación del estudiante está asociado a causas muy complejas y


diversas como los cognitivos, afectivos, sociales y académicos, que tienen que ver tanto
con el estudiante como con el profesor; por lo tanto, difícilmente su promoción se
circunscribe a una técnica o método de enseñanza en particular, por ello la
diversificación de éstas fueron claves en la consecución del objetivo. Para atender esta
problemática desarrolle algunas actividades, tales como: “Un diálogo implicador”, “La
pista del saber”, “El reloj de trabajo”, “La implicación de las familias”, “Tiempo de
esparcimiento”, “El diario metacognitivo” y “La medalla del conocimiento”.

Esta intervención me permitió conocer y reflexionar mi actuar docente desde la


acción misma, me ayudó a comprender la realidad, con una perspectiva holista y
sistémica. Como dice Elliott (2000, pág. 67): “el objetivo fundamental de la
investigación acción consiste en mejorar la práctica en vez de generar conocimientos.
La producción y utilización del conocimiento se subordina a este objetivo fundamental
y está condicionado a él”. Sin embargo, aunque mi objetivo central no fue generar
nuevos conocimientos teóricos-pedagógicos, la reflexión y el análisis a profundidad de
cada acción realizada, ineludiblemente va generando nuevas experiencias, engrosando y
aclarando nuevas concepciones conceptuales. De toda esta experiencia, me permito
compartir tres reflexiones que pueden resultar significativas para algunos de mis colegas
que puedan estar interesados en promover la implicación.

La otra cara del error

Un grupo escolar que estuviera conformado por estudiantes que no se


equivocaran o que lo hicieran lo menos posible en su trayecto de aprendizaje era hasta
hace muy poco tiempo un escenario ideal para mí. Era una especie de paraíso escolar,
donde el total de estudiantes no se detuvieran o se desviaran del camino del aprendizaje
a causa de los errores, fallos o confusiones; sino que tomaran el sendero más corto y se
apropiaran del conocimiento al primer intento, sin emplear mayor esfuerzo.

Al principio de la implementación del proyecto de intervención, el error en mi


aula no tenía cabida, representaba una especie de barrera que se interponía al logro de
los aprendizajes de los estudiantes. Concebía al error como un proceder equivocado que
en nada ayuda a la consecución de los aprendizajes; por lo que debería ser penalizado y
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eliminado a fin de no volver a cometerlo. Gran parte de mis esfuerzos pedagógicos se


dirigían a apartar a los estudiantes de dicho mal.

El esfuerzo por evitar el error de los estudiantes cada día se convertía en una
misión más que imposible. La desmotivación y el miedo se instalaban en el aula de
clases. Cada intento de solución era sofocado; el temor a ser objeto de una mala nota era
más frecuente. La autoestima, la confianza y la motivación, elementos fundamentales
que generan el deseo de saber y la decisión de aprender, habían sido severamente
golpeados. Detrás de todo esto estaba mi acepción del error como algo negativo.

Al detenerme a observar cuáles eran las causas más comunes de los errores de
los estudiantes, me encontré con la dolorosa respuesta: yo representaba esa causa de
manera recurrente. Al cuestionar a un buen número de estudiantes sobre el porqué de
sus equívocos, la gran mayoría coincidía en que no había entendido claramente las
indicaciones, y que lo hizo así, sin tener claro lo que tenía que hacer.

Junto a esa falta de claridad de las indicaciones y explicaciones, apareció en


escena otro elemento primordial: la comunicación. En continuas ocasiones, los
estudiantes sí conocían la respuesta o el procedimiento correcto, pero al no ser
solicitado de manera precisa y clara provocaba confusión e inseguridad en ellos.

Definitivamente, si mi objetivo era implicar a los estudiantes en sus procesos de


aprendizaje no tenía porque contravenir al desarrollo natural del saber. El error adquiere
un sentido pedagógico cuando el sujeto, al no encontrar una respuesta a su duda,
mantiene su conflicto cognitivo y a partir de ello, genera nuevas búsquedas. En ese
sentido, el error representa un acercamiento o una aproximación a la respuesta, a veces
necesaria porque sólo así se tiene la certeza de que no se desarrolló el proceso más
indicado. Es decir, son los intentos fallidos los que le dan peso y certeza a los nuevos
aprendizajes; puesto que el estudiante ya ha probado otras opciones que son incorrectas.
Por ello “no debe pasarse por alto, teniendo en cuenta que el error corregido es
frecuentemente más instructivo que un éxito inmediato” (Pessoa de Carvalho, 1998,
Pág. 150).

Dentro de mi aula promoví “una educación que recuperara el valor del “error”
como camino pedagógico-didáctico para acercarse al conocimiento. Sólo
equivocándonos podemos aprender a rectificar. El error no debe ser penalizado, sino
contemplado” (Riera y otros, 2008, pág. 140). Con la implementación de las acciones
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

del presente proyecto la concepción de error tomó un vuelco en mi aula: De ser una
muestra de que el estudiante no posee capacidad para aprender, o una señal de que no
comprendió o dominó cierto procedimiento, pasó a ser una especie de termómetro que
me indicaba el nivel de aprendizaje en el que se encontraba; en otras palabras, “un
revelador de mecanismos de pensamientos del alumno” (Perrenoud, 2009, pág. 25). Me
decía, también, sobre los elementos de los que aún carece, la ayuda que necesita para
adquirir dicho conocimiento, la factibilidad de la estrategia empleada y la relevancia de
los recursos utilizados.

Es decir, el error dejó de mostrar al proceso de aprendizaje como un trayecto


único e indivisible, que sólo se puede valorar como un todo. Como si sólo llegando al
resultado deseado se puede hablar de aprendizaje; como si los resultados se alcanzan
sólo si se evita el error. Con este cambio, empecé a concebir al proceso como un camino
lleno de experiencias de aprendizaje, los cuales confluyen para lograr determinados
resultados. Puede haber algún error en el resultado, lo que no invalida el cumulo de
aprendizajes que se pudo haber logrado en el proceso. También me indicaba que a pesar
de que cierta parte o un elemento específico no pudieran quedar del todo claro, si puede
haber avances significativos en la comprensión de determinado asunto. Asimismo, me
indicaba con exactitud en qué parte del proceso de aprendizaje se encontraba el
estudiante. Tal es el caso de Fernanda quien, en la resolución de problemas matemáticos
que implican una adición o sustracción, ya era capaz de identificar datos del problema,
seleccionar correctamente la operación a realizar, acomodar las cantidades en el
algoritmo convencional. Esto lo sabía, a pesar de sus problemas para “llevarse” las
decenas a la posición que les correspondía. Aun cuando el resultado final no era el
correcto, ella tenía una serie de aprendizajes sobre el proceso.

Ante tal situación, tuve que valorar y reconocer que ya había adquirido varios
aprendizajes. El hecho de no llegar al resultado final, no invalidaba todo el proceso
realizado. Sin embargo, antes de la intervención sólo me limitaba a poner el famoso
tache y remarcar dónde estaba el error con el fin de que lo corrigiera el estudiante.
Ahora evitaba poner el tache y le reconocía al estudiante todo lo que había hecho bien,
ayudándole a identificar dónde se había equivocado.

Con esta acepción del error, el estudiante dejaba de ser el que siempre se
equivoca, el que da puras respuestas disparatadas, el que no contesta nada, el que no
entendió la explicación. Me permitió evitar etiquetas y con ello, la predisposición a
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

tratar mal a quienes siempre se equivocaban. Situación que los ponía en desventaja y
vulnerabilidad, ya que eran mirados con recelo por parte de sus compañeros y en
ocasiones, hasta por mí.

Tal cambio dejó en mí una de las mayores utilidades del error. Empezó a
significar un grito de ayuda de parte del estudiante y una carencia de estrategias
pedagógicas de mi parte. Tenía en claro que en el aula el estudiante y yo compartíamos
el deseo de alcanzar determinados propósitos, pero a través del error entendía que el
alumno carecía de conocimientos previos y yo no contaba con las estrategias necesarias
que me permitieran ayudarlo. Al interpretar correctamente el error podía darme cuenta
de la parte que debería reforzar en el estudiante a fin de sacarlo de dicho problema. Un
ejemplo de ello lo representa Miguel Ángel. Este niño era capaz de sumar mentalmente
cantidades de dos cifras, pero al momento de realizar el algoritmo el resultado que
obtenía era incorrecto; su “error” me dejaba muy en claro que aun presentaba
dificultades de consideración en la lateralidad, por lo que era necesario brindarle ayuda
en ese punto específico.

Otra utilidad no menos importante del error es la promoción de la creatividad y


la innovación. Educar bajo el principio de éxito estandariza los procedimientos y las
formas de construcción de los aprendizajes. Limita al estudiante a un sólo camino, frena
su creatividad para indagar o probar otras formas de solución, lo convierte en
reproductor del proceso establecido que el docente quiere que siga. Sin embargo,
tomando como principio al error como un medio de aprendizaje, el estudiante amplía
sus posibilidades de acción. En esta posición se hace muy evidente la confianza y la
seguridad para buscar nuevas formas de arribar a los aprendizajes. Le permite
desarrollar y aplicar su creatividad en busca de nuevas alternativas de solución, de
probar y desechar cada una de las hipótesis o ideas equivocadas que plantea.

Incluso, puede obtener mayores y mejores aprendizajes cuando se le permite


cometer errores y se le ayuda a superarlos; por lo que “el error está reconocido como un
paso obligatorio, hasta una etapa del aprendizaje, a partir de la cual se construye el
saber. También los alumnos tienen derecho al error. Cometer un error no equivaldría a
tener un fracaso” (Prott, 2005, Pág. 57). Así, al experimentar distintas opciones, el
estudiante se va encontrando con un gran número de aprendizajes que va acumulando
de manera inconsciente. De este modo, su aprendizaje se torna más significativo, porque
entiende que ha sido producto de su esfuerzo.
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

El error puede representar un obstáculo o, por el contrario, una fuerza que


impulse al estudiante en la implicación de sus procesos de aprendizaje. Para ello la
afectividad juega un papel importante; es decir, el ambiente de aprendizaje en el que se
desarrolle la enseñanza. A medida que el estudiante se sienta cobijado, querido y
valorado dentro del grupo de clase, en esa misma medida tendrá más posibilidad que
acepté como natural cada uno de los errores que se le presenten. En un ambiente
afectivo es más probable que el estudiante asuma una actitud desafiante, de osadía para
sortear cada dificultad que se atraviese. En este marco, el error constituye parte de la
normalidad áulica. Por el contrario, si el estudiante carece de afectividad, cada error
cometido agudiza su temor y desconfianza, hasta hacerle creer que en definitiva no sirve
para eso y que nunca lo va a lograr. Concebir así el error nos lleva a atentar contra su
autoestima y su autoconcepto.

Con mi experiencia he aprendido que no basta con sólo señalar los erros de los
estudiantes, ni con ayudarlos a que ellos mismos los identifiquen o que lo hagan en
grupo con sus compañeros. Más bien, de lo que se trata es de crear las condiciones
pedagógicas para que ellos sean capaces de superarlos por sí mismos. Un camino que
seguí para ello fue la autovaloración. Lo que hice fue ponerlos ante ellos mismos; es
decir, les pedí que cuestionaran sus procedimientos y pusieran en duda lo que habían
hecho. Como docente tomé la posición de un espejo, donde se reflejaría lo más
claramente posible, lo que el estudiante realizó o expresó. Esto le posibilitó identificar
cuál ha sido su error y qué hacer para superarlo.

En la implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje conviene


manejar el error como una oportunidad de aprendizaje, como un derecho de los
estudiantes, como el medio por el cual navega por distintos mares para arribar al puerto
que se tiene por objetivo. No existe ningún error, falla o equivocación que no pueda
revertirse y ser encausado hacia la consecución de un aprendizaje exitoso. Es decir, el
profesor “debe interesarse por los errores, aceptarlos como etapas del esfuerzo de
comprender, esforzarse, no corregirlos, sino dar al estudiante los medios para tomar
conciencia de ello e identificar su origen y superarlos” (Perrenoud, 2009, pág. 25).

La autocompetencia

Estamos inmersos en una sociedad donde la competencia entre pares es el pan de


cada día; no se escatiman esfuerzos por ganar al de enfrente, acosta de lo que sea. Esto,
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

incluso, en detrimento de las cuestiones más humanas que deberían distinguir a un


ciudadano. Lo que importa, por sobre todas las cosas, es ganar, ser el mejor y mirar a
los demás en segundo plano. Comúnmente “en una situación competitiva, los objetivos
de los participantes están, también, relacionados, pero de forma excluyente: un
participante puede alcanzar la meta que se ha propuesto si y sólo si los otros no
consiguen alcanzar los suyos” (Coll, 1994, Pág. 121).

Blindar al aula de dicha condición “vigente” en la sociedad actual, resulta


enteramente difícil. Mayormente cuando la escuela se convierte en el campo de batalla
de los intereses y expectativas de los padres de familia, quienes con frecuencia pierden
el verdadero significado social de la escuela. Algunos padres, incluso, desean mostrar
en el aula a través de sus hijos sus dotes de competitividad. En general, lo padres desean
que las calificaciones de sus hijos sean las más altas del salón. Sin detenerse a cuidar el
cómo o el proceso que siguen para lograr dichas notas.

Estas exigencias causan impacto en la mentalidad incipiente de los estudiantes,


una muestra de ello es la actitud con la que asumen cada uno de los juegos o actividades
didácticas: todos quieren ganar y derrotar a su compañero. En mi aula era común
observar a estudiantes queriendo demostrar que son los mejores y que no tienen
competencia. Dicha situación generaba graves problemas, sobre todo en aquellos
estudiantes que tenían dificultad para implicarse en sus procesos de aprendizaje. Ellos
percibían el mensaje como una clara lección de que eran inferiores y que eran incapaces
de competir con los más avanzados. Esta situación, lejos de despertar su deseo de saber,
lo inhibía y los sumía en una terrible posición de inferioridad. Era muy común escuchar
en el aula expresiones tales como: Yo no puedo; va a ganar Paloma; Carlos si puede;
ellos saben más que yo; etc.

Como sucede generalmente, mi aula era un escenario que alimentaba la


autoestima sólo de aquellos estudiantes con poca dificultad para aprender. Éstos con
frecuencia los ponía a “competir” con quienes presentaban mayor dificultad para
aprender; el resultado ya lo sabía de antemano. No tenía conciencia de las
consecuencias negativas que esto generaba en el autoconcepto y la autoestima. Los
estudiantes más implicados se sentían más fortalecidos, al grado incluso de tomar
actitudes de superioridad y egoístas. En el caso de los menos implicados su inseguridad
y su conformismo se agudizaba.
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

Si lo que quería era implicar al estudiante, debía superar esta concepción de


competencia. Es cierto que esto es altamente complejo toda vez que la escuela tiene una
función estratificadora; ya que la asignación de notas necesariamente pone a los
estudiantes en distintos niveles; pero también es cierto que, para superar el
individualismo y todo lo que ello conlleva, es necesario que el concepto de competencia
tenga otro sentido: competir con uno mismo. Haber asumido esta concepción permitió
mitigar los estragos que la competencia provocaba en el autoconcepto y la autoestima
de los estudiantes.

No tenían que competir contra los demás compañeros, ni demostrar que son
mejores que nadie; de lo que se trataba, más bien, era de que se superaran a ellos
mismos día a día, actividad tras actividad. Busqué que compitieran contra lo que ellos
habían realizado en la jornada anterior, sin voltear a ver lo que los demás hicieron. En
las evaluaciones puse énfasis en los esfuerzos, más que en los resultados. Ya en la
práctica, esto se tradujo en reconocer públicamente lo que el estudiante lograba; aunado
a ello utilicé los motivadores extrínsecos como lo fue la medalla del conocimiento.

Antes de mi intervención, al poner a competir a los más avanzados con los


menos implicados, a los primeros les creaba la ilusión de que ya habían hecho un
excelente trabajo, por lo que ya no aspiraban a mejorar; a los segundos les hacía creer
que a pesar de los esfuerzos realizados sus avances eran poco significativos. En la nueva
perspectiva, haber dirigido la competencia hacia sí mismos, me permitió potencializar
las capacidades, tanto de unos como de otros. De esta manera sus avances eran visibles
para ellos; así lo comentaban: Profe, ayer terminé dos trabajos, hoy ya terminé los tres
que hicimos en el día. Maestro, Marlen ahora sí ha trabajado mucho. Veo mi cuaderno
y me doy cuenta que ya voy mejorando mi letra, etc.

La experiencia de mi intervención docente me dejó muy en claro que es una


tarea casi imposible reducir las distancias en los ritmos de aprendizaje. No puedo
detener a los más avanzados para que esperen a los que les cuesta más trabajo aprender;
al contrario, debo tratar de proyectar su crecimiento al máximo de sus capacidades. Por
otro lado, a los de menor implicación, no podía dejarlos que siguieran con sus
dificultades; ellos requieren de mayor atención y ayuda a fin de que potencialicen sus
capacidades en la medida de lo que les sea posible.

La duda que no mata


La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

La escuela representa el sitio donde la sociedad encuentra su formación


académica institucionalizada, pretende promover el desarrollo armónico de todas sus
capacidades. Tiene como propósito fundamental la generación de conocimientos que les
permita resolver muchas de sus dudas y problemas de la vida. Aunque suene
contradictorio, dichos conocimientos generan nuevas dudas en el individuo y cada vez
más complejas.

Antes de la implementación del proyecto de intervención, mi objetivo primordial


en el aula era disipar todas las dudas que surgieran en el estudiante. Me preocupaba que
todo quedara muy bien comprendido, que no hubiera lugar a las dudas. Tenía la
concepción de que la duda imposibilita el proceso de aprendizaje. Pensaba que esto no
permite la construcción del conocimiento y que, por el contrario, representa un
impedimento difícil de sortear.

Comúnmente solía preguntar a los estudiantes: Hasta aquí, ¿tienen alguna


duda? O pasaba hasta sus lugares preguntando de manera individual: ¿Quedó claro, o
tienes dudas todavía? Con ello pensaba que los libraba de tan terrible mal. De este
modo, la duda representaba la carencia de cierto conocimiento que ubicaba al estudiante
en un estado de indecisión y titubeos, y que lejos de promover el aprendizaje lo
obstruía.

Como producto de las observaciones y la reflexión de mi práctica docente pronto


saltó a mí la inaplazable necesidad de cambiar la acepción de la duda en el proceso de
aprendizaje. Hoy entendiendo que dudar es “adaptar conocimientos para interiorizarse y
mejorar, o sea, reflexionar e inquirir consentido de evolución personal” (Herrán, 1998,
Pág. 109), concepción que va más acorde con la consecución del objetivo de implicar al
estudiante en sus procesos de aprendizaje.

En mi práctica no se trató de sólo dudar por dudar o de poner al estudiante en


una incredulidad total. Más bien el estudiante asumió a la duda como un procedimiento
que promoviera la evolución de sus aprendizajes. Es decir, “todo dependerá de para qué
se dude, de cómo se dude y de si se duda bien. Después, el conocimiento engendrará
más y mejor conocimiento, y por ello se dudará mejor” (Herrán, 1998, Pág. 113). Para
lograrlo, lo primero que realicé en el aula fue poner a los estudiantes en un estado de
insatisfacción cognitiva, que los empujara a la búsqueda de la disipación de la duda por
medio de los desafíos mentales, los retos cognitivos, las situaciones problemáticas, los
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

dilemas, etc. Estas actividades los obligaba a dos cosas principalmente: por un lado, a
abandonar o a desapegarse de las ideas actuales y, por otra, a predisponerlos al
aprendizaje de cosas nuevas. En el transcurso de la clase también fue necesario poner en
duda los aprendizajes que se iban generando.

Cuidaba mucho que las actividades, al momento de presentarlas, generaran una


gran expectativa y despertaran duda en los estudiantes. Como ejemplo de ello puedo
describir la siguiente situación al tratar el tema de La importancia de los elementos
naturales. Para detonar la actividad presenté en un cartel la siguiente frase: Los seres
pueden vivir sin la luz del sol; junto a esta frase coloqué una imagen de una persona
cubriéndose con una sombrilla. Dicho enunciado generó muchas dudas en los
estudiantes, y al mismo tiempo los empujó a tratar de argumentar una opinión. La
actividad nos llevó hasta la realización del experimento: Privar de luz a una planta. Con
esto se trataba de que ellos respondieran a la pregunta: ¿Una planta puede vivir sin luz?
Sin embargo, al resolver esta duda le surgieron otras más, tales como: ¿Qué cantidad de
luz requiere? ¿Se puede sustituir la luz del sol? ¿Qué causará en las personas la
ausencia de luz solar? Entre otras dudas que fueron surgiendo.

Con esta nueva concepción de la duda se logró despertar esa motivación


intrínseca en el estudiante, vital para el desarrollo de su deseo de saber y su disposición
de aprender. Desde esta perspectiva, “la duda no sólo permite reconstruir el
conocimiento y la experiencia, sino cimentar la estructura del pensamiento productivo”
(Herrán, 1998, Pág. 113). La duda se convirtió en el elemento fundamental para la
implicación, representaba ese motor interno que los estudiantes necesitaban, la fuerza
que hacia emerger a la motivación.

Con la experiencia obtenida, puedo decir que, si la enseñanza en el aula se centra


en la construcción de conocimientos, la duda como proceso de estudio viene a embonar
de manera perfecta. Sin embargo, en un espacio donde lo primordial es el dominio de
contenidos, el empleo de la duda resulta ferozmente contradictoria y problemática, toda
vez que desde esta perspectiva se promueven sólo saberes acabados e inamovibles.

Para la consecución de una de las aspiraciones más importantes de la educación


en general, como lo es autonomía del aprendizaje, es requisito indispensable considerar
que “para ser auténticos seres pensantes, debemos estar dispuestos a mantener y
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

prolongar ese estado de duda que constituye el estímulo de la investigación rigurosa”


(Dewey, 1998, Pág. 31).

Conclusiones

Lo primero que salta a la vista cuando se trabaja para implicar a los estudiantes,
es la imperiosa necesidad de tener maestros implicados en su proceso de mejoramiento
constante. Esto, aunque suena obvio no es tan fácil. La implicación del docente en la
transformación permanente de su práctica es una condición ineludible para implicar al
estudiante en sus procesos de aprendizaje; esto no se puede lograr si el docente no siente
o no vive ese deseo de saber. Efectivamente, el docente requiere de “algunos
conocimientos didácticos, pero también una gran capacidad de comunicación, empatía,
respeto de la identidad del otro” (Perrenoud, 2009, pág.66).

Para lograr la implicación de los niños en el trabjo escolar, es preciso


desformalizar el trabajo curricular propuesto para los primeros grados. Para ello es
necesario implementar actividades que les permita lograr los aprendizajes esperados,
pero con total sentido. Y es que, tal pareciera que los programas están diseñados para
estudiantes cuyo deseo y voluntad de aprender les surge de manera automática, como
por arte de magia.

Todas las estrategias propuestas para la implicación del estudiante deben


perseguir ciertos fines específicos y ser explicitadas de manera precisa al estudiante: Su
relación con el conocimiento, las variables sobre las que puede tomar el control, la
utilidad del trabajo escolar en su vida diaria y, sobre todo, la capacidad de
autovaloración de cada una de sus acciones.

Las actividades lúdicas, como lo son: el boliche, los aros, los batelenguas, etc.,
favorecen en gran medida el deseo de saber de manera volitiva, y ubican al estudiante
en el contexto donde mejor se desempeña y donde encuentra mayor accesibilidad al
conocimiento. Sin embargo, es recomendable darle un valor agregado por medio de
actividades metacognitivas; es decir, situaciones que le permitan identificar los aspectos
y situaciones que favorecen u obstaculizan sus procesos de aprendizaje.

La experiencia de intervención me ha permitido corroborar que los efectos de las


acciones emprendidas en el aula, combinando la motivación intrínseca y la extrínseca,
se maximizan. Por separado, sus resultados son menores que cuando se aplican
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

integradamente. Cuando se dificulta generar esa motivación desde adentro, es necesario


propiciarla desde el exterior.

Dar cabida al error es otro de los aspectos centrales en la promoción del deseo de
saber. Es obligatorio reconceptualizarlo desde una perspectiva del éxito; no se trata de
tomar al error como un éxito, pero sí como generador de desequilibrios, como motor
para la búsqueda y construcción de nuevos conocimientos.

Por otra parte, es necesario construir ambientes de colaboración y no de


competencia. A los niños se les debe educar desde una perspectiva humanista, en todo,
caso enseñarles a competir, pero contra sí mismo, sus temores y sus limitaciones. Para
ello, es fundamental que desarrollen procesos metacognitivos. La práctica del profesor,
debe promover la construcción de conocimientos a partir de que los mismos alumnos
regulen sus procesos de aprendizaje.

Por último, los ambientes de aprendizaje propicios para la implicación son


aquellos que están inundados de afectividad y de relaciones saludables. El estudiante
potencializa su autoestima y el autoconcepto cuando se siente valorado y querido, lo
cual genera seguridad y la confianza, elementos imprescindibles para su desarrollo
intelectual. Por lo que una alta dosis de empatía, una gran capacidad de comunicación
verbal y no verbal, y un estricto respeto a la individualidad del estudiante en relación a
sus intereses y ritmos de aprendizaje, presuponen requisitos indispensables para
promover el deseo de aprender.

Referencias bibliográficas.

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La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

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La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

Anexo 1

Tabla de resultados de la aplicación de la rúbrica para valorar el nivel de implicación de


los estudiantes, en cada uno de los tres componentes (Ejecución de las actividades,
Participación oral y Autorregulación):

1. EJECUCIÓN DE LAS ACTIVIDADES


Criterios de desempeño: Colaboración, cumplimiento eficaz de las actividades y
tiempo de realización.

Niveles Estudiantes

Sobresaliente
Siempre termina las tareas de
Paloma Michel, José Carlos, Valeria
manera eficaz en menor tiempo
Guadalupe y Héctor Manuel.
del preestablecido y colabora
siempre con sus compañeros.
Media:
Cumple comúnmente con las Jonathan, Edin Jesús, Andrea
tareas encomendadas dentro del Guadalupe, Germani, Layla Naomi,
tiempo estimado; la mayoría de Diana, Briseida Guadalupe, Ian
las ocasiones colabora con sus Geminiano y Axel.
compañeros.
Regular:
Valeria Elizabeth, Ángel Adrián, Fátima
En algunas ocasiones realiza las
Gabriela, Lizbeth Gethsemaní, Noé
tareas encomendadas con el
Baruc, María Fernanda, Juan David,
apoyo del docente, empleando
Ariadna Alelli, Itzel Monserrat, Lidia Del
mayor tiempo del estimado;
Carmen, Alexander Emmanuel y Michelle
algunas veces colabora con sus
Estefanía.
compañeros
Baja: Miguel Ángel, Pedro, Jesús Adrián,
Rara vez termina las actividades Emmanuel, Yatziri Guadalupe,
de manera correcta dentro del Crhistopher Yael, Samuel Eduardo,
tiempo establecido, aun con la Marlen, Oscar Ulises, Zitlali Gethsemani,
ayuda del maestro; y casi nunca Yoselin Guadalupe, Cristo Eduardo,
colabora con sus compañeros Gabriel Emmanuel y Yaretzi Montserrat.
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

2. PARTICIPACIÓN ORAL

Criterios de desempeño: Participación fundamentada, coherencia y apertura.

Sobresaliente
Siempre fundamenta sus
participaciones y las expresa de Ian Geminiano, Noé Baruc, Valeria
manera coherente; contrastando Guadalupe, Paloma Michell y José
sus argumentos con las Carlos.
aportaciones y puntos de vista de
sus compañeros.
Media:
Casi siempre fundamenta sus
participaciones y en la mayoría de Jonathan, Germany, Valeria Elizabeth,
ocasiones muestra coherencia; Andrea Guadalupe, Fátima Gabriela y
atiende la mayoría de las Diana Itzel
aportaciones y puntos de vistas de
sus compañeros
Regular:
En algunas ocasiones fundamenta Pedro, Layla Naomi, Michelle Estefanía,
sus participaciones y muestra Alexander Emmanuel, Héctor Emmanuel,
ciertos rasgos de coherencia; Lidia Del Carmen, Itzel Monserrat, Axel,
algunas veces atiende las María Fernanda, Edin Jesús, Marlen,
aportaciones y puntos de vista de Ángel Adrián, Briseida Guadalupe,
sus compañeros Emmanuel y Rogelio.
Baja:
Rara vez fundamenta sus Yaretzi Montserrat, Gabriel Emmanuel,
participaciones y no muestra Cristo Eduardo, Yoselin Guadalupe, Zitlali
rasgos de coherencia; casi nunca Gethsemani, Oscar Ulises, Samuel
atiende las aportaciones y puntos Eduardo, Crhistopher Yael, Ariadna Alelli,
de vista de sus compañeros Yatziri Guadalupe, Juan David, Jesús
Adrián y Miguel Ángel.
La implicación del estudiante en sus procesos de aprendizaje

3. AUTORREGULACIÓN
Criterios de desempeño: Formulación de metas, organización de acciones,
autovaloración y movilización de aprendizajes.
Sobresaliente
Siempre se fija metas posibles;
planea y organiza acciones
totalmente pertinentes; reconoce
Paloma Michel
sus fortalezas y debilidades; y en
todo momento aplica los
aprendizajes para la solución de
problemas
Media:
Casi siempre se fija metas
posibles; planea y organiza
acciones medianamente
José Carlos, Valeria Guadalupe y Héctor
pertinentes; la mayoría de las
Manuel y Edin Jesús.
veces reconoce sus fortalezas y
debilidades; y en la mayoría de las
ocasiones aplica sus aprendizajes
en la vida cotidiana
Regular: Jonathan, Andrea Guadalupe, Germani,
Regular: Algunas veces se fija Layla Naomi, Diana, Briseida Guadalupe,
metas, en ocasiones planea y Ian Geminiano, Axel, Valeria Elizabeth,
organiza acciones; pocas veces Fátima Gabriela, Lizbeth Gethsemaní,
reconoce sus fortalezas y Noé Baruc, María Fernanda, Juan David,
debilidades y casi no aplica sus Ariadna Alelli, Itzel Monserrat y Michelle
aprendizajes en su vida cotidiana Estefanía
Baja: Miguel Ángel, Ángel Adrián, Pedro, Jesús
Rara vez se fija metas, no planea Adrián, Emmanuel, Yatziri Guadalupe,
ni organiza sus acciones; casi no Crhistopher Yael, Samuel Eduardo,
reconoce sus fortalezas y Marlen, Oscar Ulises, Zitlali Gethsemani,
debilidades y casi no aplica los Yoselin Guadalupe, Cristo Eduardo, Lidia
aprendizajes para resolver sus Del Carmen, Gabriel Emmanuel,
problemas cotidianos Alexander Emmanuel y Yaretzi
Montserrat.

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