CO?í LICENCIA DE LA AÜTOiUDAD EC LE S IÁ S T I C A .
¿es qué aDEOMios: huí ó no bíi non
Ebamse aquellos días en que adqui
ría un lamoso ateo catalán su tris tísima celebridad. Su grilo d&Guerra á Dios había reso Dado de un ángulo á otro de la Península, y el desven turado que lo hiciera como su progra ma electoral había logrado con esto ■l^ a rse realmente á la cabeza de lo- ¿‘los revolucionarios y agitadores apañóles. K1 público que, ávido de novedades, acudía cada noche para oírle al club, quedaba como fascinado cuando, encarándose el.infeliz con el cielo y sacando de su bolsillo el reloj, clamaba como un energúmeno.: «¡No - e —
existes! Y si existes te doy cinco mi
nutos de plazo para que me aplastes?» T dejaba transcurrir los cinco miamos, y volvíase el blasfemo á sus oyentes, diciéndoles frescamente: «Pues seño res, ya lo veis; no me ha aplastado; luego no existe ese Dios.» ¡Como si Dios debiese creerse obligado á res ponder á los desafíos ridículos del vil gusa do, criatura suya! ¡O como si e l que es dueño de la eternidad necesita se sos plazos de cinco minutos para hacerle sentir el peso de su justicial Lo cierto es, empero, que el golpe de efecto del orador producía el suyo en tre los oyentes, y muchos que habían oído sin conmoverse los vanos razona mientos de su perorata, sentían como vacilar sus viejas creencias ante el es pantoso rasgo de audacia de aquel des venturado. Das-amigos míos, jóvenes ambos y ambos trabajadores, salían como lau tos otros, una noche del rabioso club á donde les había llevado, más que la perversidad del corazón, la maldita cnriosidad_.de oírlo todo y de saberlo todo, que desde Eva hasia acá ha per dido á tantos incautos. Salían ambos, como digo, y ya en la Rambla, tem pladas algo con el frescor de la noche sus cabezas calenturientas, le decía el uno al otro entre agitado y temeroso: —Con que al fin ¿en qué quedamos: hay ó no hay Dios? —Tú dirás, Anión; que yo por mi parte me siento más inclinado que nunca á creer en El y adorarle. —¡Hombre! ¡me gnsla la salida! ¿De veras 6 de broma? — fie veras, Antón, muy de veras; ó sino escúchame unos momentos, y verás si tengo ó no algo de razón. —A ver. — Dos horas largas nos ha estado predicando ese famoso aleo para con vencernos de que no hay Dios; ¿qué ha venido á decir en suma para pro barlo?'Nada; que no le hay., que no le hay; que es invención todo de Cu ras y frailes, que sí señor, que él lo dice, y punto redondo. Y mientras así se des pachaba á su gusto y palpoteabais vosotros entusiasmadosá cada final de período, decíame yo para mis aden tros: «Este h om bre, y á lo más una do cena como él, me dicen que no hay Dios. Todos los hombres de todos los siglos y de todos los países han con venido al revés en decir que hay Dios y en reconocerle, temerle y adorarle. ¿Qoé debe, pues, pesar más, aun en mi llaco caletre de obrero sin instruc ción: el testimonio de estos die¿ ó doce hombres que declaman como bo- .— 5 —
riachos de rabia contra to mismo que
dicen que no existe, ó el testimonio tranquilo, sereno, sosegado, de todos los hombres de seseóla siglos qne á una me aseguran que si? Luego debo creer que hay Dios.» — lis verdad: asi resolveríamos en cualquier otro asunto. — Hay más aún. £1 ateo que está hablando y los demás qne hablan como él, negando la existencia de Dios, na turalmente favorecen la vida ancha, procuran descargarse dé un peso mo lesto, halagan los instintos del apetito desenfrenado, son como el ladrón que grita: ¡Abajo la justicia! porque sabe que la justicia es la que leda cuidado. Todos los demás hombres que creen en Dios, al revés, creyendo en El se imponen el deber de obedecerle, de mortificar sus pasiones, de refrenar sus deseos, de privarse de muchas co sas que naturalmente gastan y hala gan. Ahora, pues, entre unos pocos que dicen: fNo hay Dios! porque eso los libra de trabas y ataduras, y un sin fin que dicen: ¡Hay Dios! á pesar de que el creerlo les impone serios debe res, les ata corlo, les priva de lo más apetitoso de la vida, ¿á quiénes debe- tnos seguir? Entre el ladrón que dice: ¡No debe haber ju sticia! y el hombre honrado que dice : ¡Dehs haberla! ¿á quién tendrías tú por sospechoso de hablar por pura pasión y por miras interesadas? — Es claro que al ladrón. —Pues aplica el cuento, y dirae qué caso hemos de hacer de los que dicen que no hay Dios, simplemente porque á ellos les convendría macho que no le hubiese. —Claro, claro. —Además. Esas cosas de Dios, d e cía aquel ateo, las han inventado los Curas para su provecho y para tener sujeto el mundo á sus miras bastardas. Y pensé yo al punto: Si los Curas in ventaron eso de Dios, señal de que antes de inventarse eso de Dios había ya Curas en el mundo. Y pregunto yo; ¿De quién eran Curas aquellos Curas antes que inventasen é hiciesen creer al pueblo ese Dios qoe diz que ellos bao inventado? He aquí un raciocinio muy sencillo, pero que no tiene salida. ¿Al qué venían esos Caras si no había Dios de quien lo fuesen, antes que á ellos les ocurriese el inventarlo? Gs lo mismo que si dijese un cualquiera: Los hijos inventaron eso de que debe mos creer en un padre. Le pregunta ríamos al punto: Y el primer hijo que inventó eso ¿de quién era hijo sino de un padre? Repito, p u es: el primer Cura ó congreso de Curas que inventó B— á Dios.¿de quién era Cura si antes no era conocido Üios? — V erdaderam ente el ateo hubo de tocar aquí el violón. —Hay más aun. Los que dicen que no hay Dios se limitan ¿afirmarlo bajo su honrada palabra, si a dar prueba alguna de su doctrina. Los que dicen que hay Dios, at revés, dan de ello muchísimas pruebas, ó mejor, de todo io que ven se apresuran á sacar prueba. — ¡Hombre! ¡hombre! aquí me gus taría te explicases con alguna exten sión. Yo nunca oí esas pruebas, y temo que todo se reduzca al fin á aspavien tos de fraüe que nos amenaza con el infierno si no creemos, lo mismito que el ateo nos aterra coa ía reacción y las cadenas si no dejamos de creer- —¿Pruebas? ¡Válgame Dios! Los que creen en K1 saben sacarlas, como — 9 —
te be dicho, de todas partes. Estamos-
frente al teatro, ¿no es verdad? y se da ahora allí la función de grande es pectáculo que rezan los carteles. Yo creo que más que eso se predica allí la existencia de Dios. — Al diablo con la ocurrencia. .—Será lo que quieras, pero escucha y rie te después. Se da aquí gran fun ción. Una decoración magnifica que tiene admirados á los espectadores. Soberbios palacios, majestuosas arbo ledas, la luna derramando sobre ellas al través d« apiñadas nubes su melan cólica claridad, el rio reüejándola allá lejos bajo los arcos del fantástico puen te; la ilusión es completa, la impre sión sublime: es la naturaleza repro ducida sobre las labias por el genio del pintor y la destreza del tramoyis ta. El público, loco de entusiasmo, pal motea y pide á gritos que salga el· — 10 —
pintor. Supón ahora qae en vez de sa
lir el pintor á recibir el premio de su habilidad, sale un bobo al escenario, y dice que do h ay tal pintor; queaqne- 41o que tanto entusiasma al público inteligente se hizo por si solo en los almacenes del teatro; que oo medió «n ello ni mano habilísima que mane jase el pincel, ni imaginación artísti ca que calculase los efectos de la pers pectiva, ni siquiera quien clavase las telas en el bastidor, ni siquiera gana pán que tirase de las cuerdas para pro- ducir el cambio de decoraciones. Qae «n suma no hay allí mérito de nadie, que la cosa se h ace y sale y se mueve porque sí, y paz con lodos. ¿Qué le respondería el público á ese broto animal? —O lo tomaría á broma y seguiría gritando: ¡Qae salga el pintor! ó lo recibiría como borla, y sacaría á na- raojazos de la escena al insolente. — 11 —
— Pues es claro. Pero repara ahora
la inconsecuencia de esos benditos ateos. El mundo ofrece indudablemen te mejores cambios de decoración que el primer teatro de E uropa; la noche y el día, la aurora y la tarde, los valles y tas montañas, la tempestad y el azul de los cielos, el rico otoño y la florida primavera, son cuadros soberbios que el artista se tiene por inspirado cuan do siquiera de lejos consigue imitar. Y dice el buen sentido del género h u mano : Grande, sabio, poderoso debe de ser el Autor de todo eso; y para darle un nombre te llama Dios, y ad mirado y agradecido levanta el grito, y dice: ¡Gloria á Dios! Y he aquí que sale el ateo y dice : ¡No hay tal Dios! Es decir: hay pinceladas magnificas, pero no hay mano de supremo artista que haya manejado el pincel: hay sol y luna que alumbran con sus resplaa- - 12 -
dores e) día y !a noche, pero do hay
quien haya encendido en medio del cielo esos brillantes faros: hay orden en la sucesión de los dias y estaciones, pero no hay sapienlísimo director de escena qae haya ideado tales movi mientos: hay asombrosa regularidad, pero uo hay poder oculto que mueva y regule... Dime, ¿le parece menos digno de silba y naranjazos el qae de la decoración del mundo dice todo e s to, que el otro que se atrevió á decirlo de la decoración de lienzo y cartones dei espectáculo teatral? — Realmente: el género humano discurre mejor qué los ateos ilustrados que pretenden despreocuparte. — Pues bien. Repara ahora que el argumento que Le he sacado yo del teatro, por la casualidad de que estir- viésemos pasando ahora delante de él, puedes sacarlo de todo; de todo, atui- — 13 —
go mío, porque todo pregona la exis
tencia de Dios. ¿Señalaría las horas tu reloj si no le dieses cuerda cada día? N u ; pues bien, el mundo las señala con una exactitud pasmosa, y el sol, que viene á ser la péndola incesante de ese reloj, acredita que hay ana mano que supo darle cuerda por mu cho tiempo. — ¡Verdad ! ¡verdad ! —¿No es, pues, ridículo que tras esto nos venga á última hora un des dichado que, desmintiendo á la natu raleza, desmintiendo al géaero huma no, desmintiendo á las voces de su pro pio corazón, se empeñe en convencer nos y en convencerse á sí propio de que no hay Dios, y que exija que le creamos porque él lo asegura, cuan do todo a nuestro rededor nos mues tra su Urina y glorifica su santo nom bre? Escucha estas voces, \n tó n , y déjate, de cuentos y de necedades de — 14 —
club: escacha estas voces, q ue á todas
horas te están dicieodo q u e hay Dios. ¡Q ué biea dijo á este propósito un mo derno poeta, y cierto no cura, ni frai le, dí neo! iQüede Dios pueda un hombre haber dudado! Y gt ai me Bienio triste 6 angustiado, Corro al balcón en alas del deseo, Miro al cielo estrellado,.. Y no ¿é como ea, pero le veo.
¿No lias reparado, (i calmeo Le, ana
cosa, Antóo? Al hombre impío la primera frase que le pone en los labios la indigna ción ó la cólera, es la blasfemia, es de* cir, ñola negación de Dios, sino el in· sulto á Dios, que es cosa muy distinta. T al revés, al creyente, el primer gri to que le sale del pecho en un momen to de angustia ó de desaliento es el grito: ¡Ay Dios!... ¡Dios mío!... ú otros semejantes. —Bien, pero ¿qué sacas de aquí? Una de tantas preocupaciones..; v -■ — 15 —
— ¡Cál amigo mío: precisamente
nunca se muestra el alma humana tai» desnuda de preocupaciones y de res petos humanos como en esos instantes en que ia embarga uosentim ieutopro fundo, que dí siquiera le permite ra ciocinar ni darse cuenta de lo que en sí propia pasa. Entonces habla, por decirlo así, con su acento espontáneo y naLural, no con el convencional y postizo que le prestan otras veces la& conveniencias sociales ó los fríos sis temas; entonces da paso, sin sentí rio- apenas, á loque hay en el fondo de su propio ser, á lo que tiene alli innato, do recibido por la educación, no ad quirido con laboriosos estudios, no impuesto por las costumbres y trato de las gentes: — ¡O h! ¡cierto! ¡cierto! —Pero ¡ay! sabido es que el hom bre puede cerrar.sus oídos á la voz del corazón y sus ojos á la taz de !a más - 16 -
-sana filosofía, y tergiversar tos más
sólidos principios, y obscurecer las más palmarias verdades. ¿No ha habi do por ventura quien á fuerza de so fismas ba llegado á convencerse de que es falsa y puramente ideal su pro pia existencia; y no obstante se siente él mismo vivir y pensar y andar? Llegaron con esto ambos amigos á donde debían separarse, y lo hicieron más convencidos que nunca de la exis tencia de Dios. Desde entonces, cuan do en el taller ó en el café oyen so bre este panto disparates de cierto calibre, échanse'a reir y dícense gui ñando etojo: «¡Bravo! nuevo aleo tene mos encampana! ¡A. ver si con sus pe regrinas razones contra Dios nos deja a t fin, como el otro, más firmes que nunca en la verdad de su existencia!»