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La competencia globalizada es
feroz y nos llama al individualismo radical, a la vanidad y a la ambición desmedida.
En lo masivo, se da una superficialidad en los vínculos donde no importa el mundo
interno sino la apariencia externa. La competencia desleal se justifica a nivel
macro. Y en lo micro, la manifestación es una mayor incidencia de trastorno
narcisista en la práctica clínica.
El narcisista tiene una preocupación excesiva por la aprobación de los otros y una
hipersensibilidad a la crítica. A todos nos preocupa lo que digan de nosotros; lo que
opine la gente de nuestro círculo familiar, social, académico, laboral. Sin embargo,
la preocupación del narcisista es extrema; parece de pronto que todas sus
acciones están encaminadas a ser mirado por los otros, reconocido, aplaudido y a
partir de este reconocimiento, sentirse valioso y menos vacío.
Todas las relaciones amorosas tienen una "resonancia edípica", es decir, que nos
remiten a los primeros objetos de amor de la vida: nuestra madre y padre o
cuidadores sustitutos.
Se da una marcada indiferencia por la vida del otro. La convivencia está basada en
monólogos interminables donde el centro de la conversación es ella misma. Es este
"yo-mi-me-conmigo" que termina alejándonos de un novio, amiga potencial,
hermano, compañero de trabajo que solo sabe hablar de si mismo y que parece
nunca llegar al momento de la conversación donde se pregunta: ¿y tu cómo estás?
El narcisista es un personaje que no nos simpatiza y por eso muchas veces termina
quedándose profundamente solo. Es una persona con una enorme dosis de
sufrimiento interno que necesita ayuda, apoyo terapéutico, de pronóstico
reservado en muchos casos, pero que lo pasa muy mal bajo esa apariencia odiosa
y prepotente. Como todo en temas de bienestar mental, es cuestión de grado para
hablar de salud o enfermedad.