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K.

Keightley Reconsiderar el Rock Historia Social y Política de las Músicas – FHAyCS - UADER

Reconsiderar el Rock
Keir Keightley

«Rock» es un término instantáneamente evocador y vago hasta la frustración. Rock puede significar la
rebelión en forma de música, las guitarras distorsionadas, el sonido agresivo de la batería y una pésima
actitud. Pero el rock también ha simbolizado mucho más que un estilo determinado de interpretación
musical. Este calificativo se ha aplicado a sonidos y estrellas muy diversos, entre los que se incluyen el
blues country, el primer Bob Dylan, el sonido Motown, Otis Redding, Kraftwerk, P-Funk, la salsa, Run-
DMC, Garth Brooks y Squirrel Nut Zippers; con todos se ha empleado el término «rock» en uno u otro
momento, aunque puedan igualmente ser englobados bajo el epígrafe contrario. Si unos intérpretes y
sonidos tan eclécticos pueden agruparse con el título «rock», no se debe a que comparten una misma
esencia musical ajena al tiempo, sino a que unos contextos históricos específicos, unas audiencias, unos
discursos críticos y unas prácticas industriales han operado conjuntamente para modelar una percepción
particular de este o aquel músico, de esta o aquella música, una percepción que los une en su pertenencia
al «rock». Al mismo tiempo, ningún estilo o intérprete recibe gratuita y automáticamente la etiqueta
«rock», dado que la cultura rock también ha venido definida, históricamente, por sus singulares procesos
de exclusión. La idea del rock comporta un rechazo de aquellos aspectos de la música de distribución
masiva que son considerados blandos, triviales y acomodaticios, despreciables en suma, «pop» de la peor
calaña, sin valor ninguno, exactamente lo opuesto al «rock». Sin embargo, los estilos, géneros e
intérpretes que merecen colgarse la etiqueta «rock» son percibidos como serios, relevantes y, en cierta
medida, legítimos. Las diversas concepciones del rock se complican más si cabe a la luz de los cambios
que el significado del término ha evidenciado durante las últimas cuatro décadas, y como consecuencia de
las dispares interpretaciones que de esos significados se han hecho en diferentes comunidades y contextos.
Lo anterior nos sitúa ante una de las grandes ironías de la segunda mitad del siglo XX: mientras el
rock ha logrado movilizar a millones de personas para que consuman en un mercado masificado, siendo
así que los productos estandarizados (CD, casetes, LP) pueden adquirirse virtualmente en todas partes,
estas compras han redundado en intensos sentimientos de libertad, rebeldía, marginalidad, oposición a lo
establecido, unicidad y autenticidad: Precisamente eso es lo que define al rock, puesto que desde los años
sesenta la negociación de la relación que se establece entre la «masa» y el «arte» en el contexto del arte de
masas, se ha erigido en el proyecto ideológico distintivo de la cultura rock. El rock exige el
establecimiento de distinciones y fronteras dentro de la cultura de masas, un fenómeno que aparece en
contraposición al viejo problema de distinguir entre la cultura de masas y la cultura de elite o vernácula.
Los valores y los juicios del rock producen una concepción altamente estratificada de la música popular,
donde las diferencias más imperceptibles parecen cobrar una importancia desmesurada, de vida o muerte.
Tomarse en serio la música popular, como algo «más» que un mera distracción o entretenimiento, ha sido
un rasgo crucial, característico de la cultura rock desde sus inicios.
Este artículo se plantea el objetivo de exponer algunas de las características dominantes en la cultura
de la música rock desde su nacimiento, en su desarrollo, sus transformaciones y evolución con el paso del
tiempo. Me interesan particularmente los procesos culturales dinámicos y no tanto los rasgos estilísticos y
musicales estáticos. Aunque puede que todos nosotros tengamos una idea formada de lo que es o no es
«realmente» el rock, esas ideas no son necesariamente congruentes con lo que otras personas pueden
haber pensado, más o menos justificadamente, en tiempos pasados. El «rock», como término, siempre ha
sido foco de debates, y, como tal, ha sido cargado con definiciones y posturas que pueden parecemos
contradictorias o paradójicas.
Si bien es cierto que frecuentemente se habla del rock como un género musical, resulta más útil
abordar el asunto considerándolo una cultura musical en sentido más amplio. Ni que decir tiene que hay
sonidos y estilos particulares que en determinadas circunstancias resultan privilegiados, situándose en el
«núcleo» o en la esencia del rock. No obstante, como ya veremos, la cultura rock engloba y trasciende los

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diversos géneros y estilos musicales. En décadas recientes, los géneros y estilos que han sido incluidos
bajo la rúbrica del «rock» han cambiado ostensiblemente. A modo de ejemplo: la recuperación de la
música ligera o música lounge que se dio a mediados de los noventa, hizo del que había sido el enemigo
mortal de la cultura rock durante los sesenta y setenta un vehículo para el rock más vanguardista. Así, una
forma musical que había sido la total antítesis del rock en una coyuntura histórica concreta—la música
ligera destinada al público adulto— conseguía erigirse en el guardián de la fe rockera para cuantos
compartían la idea de que el grunge había degenerado en una fórmula convencional, demasiado comercial.
La primera parte de este capítulo ofrece un estudio crítico de las tres décadas que cristalizaron en el
nacimiento del rock a mediados de los sesenta. Esta reconsideración de su prehistoria y su nacimiento
aborda los desarrollos industriales y culturales que desempeñaron algún papel en el advenimiento del rock.
La segunda parte abandona la narración histórica más o menos lineal con el fin de prestar atención a
algunos de los principios fundamentales que sustentan la cultura rock.

E L R O C K 'N ’R O L L Y SU P R E H IS T O R IA
Tal como he esbozado, la historia del rock tiene mucho que ver con el hecho de tomarse en serio la
música que podemos encontrar entre las tendencias más comerciales. La cultura rock da por hecho que
estas tendencias generales están ya muy diversificadas, pobladas con músicas y músicos de calidades y
grados de integridad muy distintos. La cultura rock procede a ordenar y distinguir la música valiosa de la
prescincible. Pero no es una mera cuestión de lo que gusta o no gusta. Antes bien, las preferencias del fan
del rock siempre responden a juicios éticos sobre cualquier pieza musical. La belleza y el deleite
musicales son por tanto evaluados según sea su relación con los mecanismos del sistema capitalista. El
rock plantea una elaborada visión del mundo en la que las prácticas musicales (los estilos y los sonidos,
las imágenes y los procesos industriales) y las preferencias (los gustos y los deleites) se entretejen, donde
los juicios éticos y estéticos se informan mutuamente. La afirmación de un gusto musical «superior» que
proclama el fan del rock, resulta de la emisión de juicios de valor serios y formados sobre la música
popular, que presuponen una conciencia de los contextos sociales propios de esa música. En su opinión,
los fans de otras tendencias musicales masivas carecen de esa conciencia. De este modo, las distinciones
que hace la cultura rock estratifican muy eficientemente el torrente de la música popular, separando los
componentes «serios» (el rock) de los «triviales» (el pop).
Aunque es en el seno de la cultura rock donde lo anterior ocurre con mayor intensidad, algunos
oyentes ya se tomaban muy en serio la música popular antes del advenimiento del rock. Podemos rastrear
los inicios de la estratificación de las tendencias generales y remontamos a la época de las grandes
orquestas (big bands), esto es, los años treinta y los cuarenta. Desde mediados de los treinta en adelante,
las distinciones que hacía el público entre los estilos e intérpretes pertenecientes a la música popular
masiva empezaron a cobrar una significación que trascendía las fronteras del gusto personal. De manera
creciente, los gustos de la música popular podían ser asociados con juicios éticos relativos a la integridad
y la autenticidad del intérprete, los oyentes y la industria musical (y sobre las relaciones que se establecen
entre ellos). Y con el avance de la época de las grandes orquestas, las preferencias musicales particulares y
los gustos empezaron a cobrar dimensiones polémicas. Esto puede observarse en el desarrollo de
oposiciones entre los estilos de la música popular adecuados para las grandes orquestas y los que no lo
son, y especialmente en las distinciones hechas dentro de la propia cultura de las grandes orquestas entre
las de swing, con un repertorio más explosivo y abiertamente jazzístico, y las de sweet, de música suave y
melodiosa (para entendernos, Benny Goodman versus Guy Lombardo), entre los solistas y los cantantes,
entre los oyentes de «jazz» y los bailarines de jitterbug, e incluso entre las orquestas de negros y las de
blancos. El primer elemento de cada uno de estos binomios designaba normalmente una postura valiosa,
«auténtica», mientras que el segundo sería rechazado por muchos críticos y fans por considerarlo propio
de gustos más comerciales y, por ende, sospechosos. Durante este periodo, somos testigos del desarrollo
progresivo de una conciencia musical colectiva, la noción de que los aspectos éticos del juicio estético
(¿acaso el músico sentía realmente las emociones que expresaba el solo de trompeta, o sólo tocaba por

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dinero?) podían constituirse en la base para dirimir el valor de la música popular (esta banda es real, ésta
otra es falsa). Este es un fenómeno que habría de tener consecuencias de muy largo alcance.
Claro está que antes de la época del swing o de las grandes orquestas, el público distinguía ya, según
consideraciones de gusto, entre cantantes, canciones y bandas. La diferencia reside en que, con la política
cultural que afloró durante ese periodo, los gustos individuales terminaron por enlazar con criterios de
juicio más amplios, tales como el comercialismo, la seriedad de la intención o la autenticidad. La
estratificación de la cultura de las grandes orquestas provocó tensiones entre las concepciones de la
música popular que competían entre sí. Por un lado, la música popular era percibida como una forma de
arte serio, un fin en sí misma («el arte por el arte»); por otro, era considerada una mera diversión cuyo
único fin era la rentabilidad económica («burdo comercialismo»). Estas tensiones desembocaron en el
ascenso, durante los años cuarenta, de una forma musical artística denominada «jazz». Mientras que
durante las décadas de los veinte y los treinta el término «jazz» se utilizaba comúnmente para designar a
cualquier tipo de música popular contemporánea, ahora el jazz se definía en oposición a la música popular
y se distanciaba del gran público.
La cultura de las grandes orquestas también vio el ascenso del fenómeno de la segmentación del
público por razones de edad. La división del público en los segmentos de adultos y adolescentes tendría
una repercusión inmediata en el desarrollo de la música popular de la época de postguerra. Hasta
mediados los años treinta, los productos de Tin Pan Alley (el corazón de la industria de la música en
Estados Unidos) solían comercializarse sin distinguir un público objetivo claro, dirigiendo las mismas
canciones al público en general, lo mismo para los nietos que para sus abuelas. Sin embargo, durante la
época de las grandes orquestas los críticos y la industria empezaron a distinguir no sólo entre los públicos
según sus gustos, sino también según sus edades. En fecha tan temprana como 1939, los críticos ya se
quejaban de que la música que hacían algunas orquestas de swing sólo podía ser «entendida» por el
público adolescente. Simultáneamente, determinadas canciones de raigambre popular, más viejas y
llamadas convencionales, empezaron a asociarse con un público más adulto. La segmentación por edades
era, en esa época, una gran novedad, y muy pronto se convertiría en la variable clave para segmentar las
tendencias generales de la música blanca a finales de los cuarenta y en los cincuenta.
Estamos acostumbrados a pensar que la división entre el público adolescente y adulto en el contexto
de la música popular explotó con una fuerza inusitada, aun revolucionaria, durante los años cincuenta.
Esta agitación revolucionaria suele asociarse con el nacimiento del rock’n’roll, si bien una mirada más
atenta insinuaría que el rock’n’roll señaló la culminación de una larga evolución acontecida en el seno de
la música popular. Desde la época de las grandes orquestas y hasta finales de los cuarenta, puede
percibirse la progresiva división del público masivo según criterios de edades y gustos. No será hasta
mediados de los cincuenta cuando el gusto adolescente quedará institucionalizado oficialmente como un
segmento distinto del masivo, bajo la denominación de «rock’n’roll». La llegada de Bill Haley and the
Comets y su tema «Rock Around the Clock» al número uno de la lista de sencillos pop de la revista
Billboard en el verano de 1955, suele ser considerada como el inicio de la era del rock’n’roll. Son muchos
los éxitos de rock’n’roll que lo precedieron, entre los que cabe incluir hasta 20 éxitos del propio Haley,
pero ninguno alcanzó el número uno. Así pues, la principal significación de «Rock Around the Clock»
consiste en haber sido el primer disco de rock’n’roll en alcanzar tan privilegiada posición en la jerarquía
de Tin Pan Alley. Ahora bien, en lugar de señalar el principio de una revolución, el éxito de «Rock
Around the Clock» representa el último paso en el largo camino hacia el reconocimiento definitivo de las
culturas separadas, por edades y gustos, de los públicos adolescente y adulto.
Hay otros pasos anteriores que contribuyeron en buena medida a la institutionalization del cisma entre
los públicos adolescente y adulto durante la década de los cincuenta. Entre ellos cabe destacar los nuevos
formatos para los discos y la radio. Con la aparición del álbum de larga duración LP (long-play) en 1948 y
del sencillo de 45 rpm en 1949, la música popular ya no quedaba únicamente circunscrita al ámbito de los
discos de 78 rpm, que almacenaban una canción por cada cara. En breve tiempo, los dos nuevos formatos
se alinearon con diferentes segmentos del mercado de la música popular: los LP, más costosos, se

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erigieron en el formato estándar para la música ambiental y los álbumes de sintonías, siendo así que los de
45 rpm, más asequibles, fueron el soporte para los hits contemporáneos. Este alineamiento entre el
formato y el material musical reforzó la creciente distinción entre los gustos adolescente y adulto. Como
resultado de ello, la historia del rock’n’roll en los años cincuenta se presenta trufada de sencillos y no de
álbumes. El crecimiento de un mercado masivo para los álbumes de música popular no dirigida al público
adulto no tuvo lugar hasta mediados de los sesenta, como ya veremos, con el desarrollo de la cultura rock
(de 1965-67 en adelante). Este desarrollo está íntimamente ligado al cambio de los sencillos por los LP, y
al concomitante cambio en la legitimidad cultural.
Al mismo tiempo, la programación radiofónica en Estados Unidos estaba evolucionando, desde los
formatos únicos para toda la familia que emitían las redes de radio a los formatos locales con el foco
puesto en las audiencias adolescente y adulta. El desarrollo más espectacular se produjo tras el
advenimiento del formato Top 40, caracterizado por una lista cerrada de temas que sólo incluía los éxitos
más recientes y populares, y cuyo público objetivo era invariablemente adolescente. En contraste con la
presentación relajada propia de los formatos más asentados de la radio para adultos, el alto nivel de
energía y la rápida sucesión de canciones que planteaba el Top 40 exigían la novedad y el cambio. Por
consiguiente, músicos y estilos antes considerados marginales empezaron a abrirse camino en las ondas
hertzianas. El rhythm and blues y las canciones country, otros estilos y otros intérpretes, ofrecían aquello
que el Top 40 necesitaba. Por eso precisamente los años cincuenta están marcados por una gran diversidad
en las listas musicales de la programación radiofónica. La institucionalización de la radio para
adolescentes supuso un cambio radical en el sonido de los hits de la época.
Hasta el momento he centrado mi atención sobre las tendencias generales de la música blanca, al
objeto de ilustrar la aparición de los segmentos adolescente y adulto del público. No obstante, suele
decirse que el ascenso del rock’n’roll viene determinado por el derribo de las barreras raciales en la
industria de la música, una industria cuyos sesgos raciales hasta ahora expresaban los prejuicios de una
sociedad blanca dominante. La entrada de las canciones de rhythm and blues y otros estilos en la música
popular de alcance masivo y, ulteriormente, la entrada en escena de los intérpretes afroamericanos,
sobrevino de la mano del rock’n’roll y se erige en un momento de «fusión» trascendental. De 1955 en
adelante, la presencia de intérpretes afroamericanos en las listas de éxitos pop evidencia un nítido ascenso,
tanto así que en 1963 la famosa revista Billboard abandona su lista de música negra (separada para
algunos, segregada para otros). Esta lista sería resucitada en 1965 a raíz de la invasión británica y el
ascenso de la música soul.
Billboard había clasificado los éxitos de «raza» y luego los de «rhythm and blues» bajo epígrafes
distintos desde los años cuarenta, porque entendía que las listas separadas de pop y rhythm and blu.es
servían para describir la popularidad en dos mercados distintos segmentados por cuestiones de raza. Así
las cosas, durante los años cincuenta, el número de grabaciones de origen afroamericano que accedieron a
las listas del pop para blancos aumentó considerablemente, expandiendo un proceso que de hecho había
empezado antes tras el éxito cosechado por las grandes orquestas de swing en los años treinta, así como el
de algunos intérpretes de conjunto muy populares como Louis Jordan y Nat King Cole en los cuarenta.
Es importante resaltar aquí que fue la demanda institucional de material nuevo y sonidos novedosos lo
que suscitó estos cambios en el pop de masas. Argumentar, como han hecho muchos historiadores, que los
adolescentes blancos de la década de los cincuenta carecían de los prejuicios raciales de sus progenitores,
y que por ello buscaban de forma activa la música de los intérpretes afroamericanos, constituye un intento
retrospectivo y flagrante para politizar unos gustos populares que en aquella época rara vez respondían a
la emisión de juicios éticos sobre la música popular. En honor a la verdad, se trata de argumentos que,
básicamente, nos hablan de la política de la época en la que fueron propuestos, los últimos años sesenta.
Igual importancia tiene recordar que durante los años cincuenta las apropiaciones e hibridaciones que de
los estilos musicales «negros» hicieron los blancos, originaron los discos que mayores ventas consiguieron
globalmente, así como que los intérpretes blancos de estos estilos disfrutaron de carreras más longevas
(baste el ejemplo de Elvis Presley).

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Podemos encontrar música que suena como rock’n’roll acelerado desde los años cuarenta, o incluso
antes, pero esta música generalmente no era considerada rock’n’roll dado que no estaba dirigida a una
audiencia adolescente, masiva y específicamente blanca. Si nos remontamos a los estilos urbanos del blues
de los anos treinta, a los estilos asociados con los" músicos y los públicos afroamericanos, podremos
encontrar elementos de un estilo de rock’n’roll acelerado y de concepción más amplia. Los pianistas de
boggie-woogie, así como los pequeños conjuntos de blues de los años treinta que evolucionaron hasta
convertirse en las orquestas de jump blues de los cuarenta, son los antecedentes más obvios del estilo de
rock’n’roll acelerado de los cincuenta. Debemos recordar, empero, que se mataba de estilos ya populares,
de notable éxito comercial y alcance cosmopolita. Como las grandes orquestas de swing, desempeñaron
un rol cardinal (a menudo ignorado) en el cultivo del gusto popular por la música de baile de tempo rápido
y compás 4/4, las progresiones de acordes típicas del blues, y las melodías basadas en los riffs. El sonido
del western swing de los treinta y los cuarenta fue asimismo muy relevante para la síntesis del pre-
rock’n’roll formada a partir del country, el jazz y el blues, y que adoptó la forma de una música de baile
alegre destinada a un público rural y mayoritaria- mente blanco. Mientras que las orquestas de baile
urbanas preferían destacar el sonido del piano y el saxofón, sus equivalentes rurales y regionales ponían el
acento sobre la guitarra. En los años cincuenta, los intérpretes de country de raza blanca, tocando una
forma híbrida de western swing y rhythm and blues llamada rockabilly, se situaban a medio camino entre
las listas de éxitos de música «country» y «western» y las listas del pop blanco y el rhythm and blues,
logrando en ocasiones dar el salto entre unas y otras.
Sin embargo, este relato de los ancestros del rock’n’roll ignora una corriente fundamental para su
historia, una corriente marcada por un material de ritmo más lento y orientado a la balada. En rigor, el
primer grupo de rock’n’roll de origen afroamericano que escaló hasta el número uno de las listas del pop,
los Platters, forjó su estilo inspirándose en algunos artistas negros más antiguos que cultivaban una música
de corte convencional y ya «fusionada» durante los treinta y los cuarenta. Me refiero a intérpretes de la
talla de los Ink Spots y los Mills Brothers. Conviene señalar que, con el permiso de Elvis Presley, muy
probablemente los Platters fueron los rockeros más exitosos de la década de los cincuenta.
Esporádicamente los Platters empleaban elementos del estilo acelerado descrito arriba, si bien, con mayor
frecuencia, trabajaban en el marco de las tendencias musicales características de la tradición de Tin Pan
Alley. Sea como fuere, dado su público mezclado y adolescente, siempre se dijo que hacían rock’n’roll.
Esto también es cierto si lo aplicamos a otra faceta esencial del rock’n’roll de los cincuenta, un estilo
caracterizado por una armonía vocal cercana y llamado doo wop, que muy probablemente recibió su
nombre de las sílabas carentes de significado que se incluían en el hit «When You Dance» de los Turbans,
publicado en 1955. Mientras que los Platters surgieron del negocio del espectáculo profesional, los
intérpretes de doo wop solían formar grupos compuestos por hombres jóvenes e inexpertos procedentes de
los núcleos urbanos deprimidos, que ensayaban a capella, sin instrumentos, y grababan uno o dos discos
antes de desaparecer. El doo wop fue el primer estilo del rock’n’roll que tuvo un revival, en los primeros
años cincuenta. Y lo que es más importante: a finales de los sesenta podía afirmarse, en visión
retrospectiva, que el doo wop había logrado aglutinar muchos de los valores señeros del rock’n’roll, a
saber: una cierta inocencia en relación con las maquinaciones de la industria disco- gráfica, la
espontaneidad de las interpretaciones de los amateurs, y la presentación de intérpretes de edad no superior
a la de su público. Muchos doo woppers eran adolescentes, y no habían cumplido los veinte años, como
los Teenagers, un grupo de tan apropiado nombre. Si estos grupos no hacían un alarde explícito de su
rebeldía, al menos no tanto como los intérpretes de rock’n’roll acelerado, la conmoción sentimental que
eran capaces de provocar entre su público era tanto o más vigorizante. Con todo, posteriormente, estos
grupos serían ignorados con el avance del proceso de definición de la «esencia» del rock’n’roll. Esto se
debe, en gran medida, a que los Platters y la mayoría de los grupos doo wop, aunque vinculados con la
cultura juvenil y sus instituciones, trabajaron con un material musical que guardaba muchas semejanzas
con los estilos propios de las baladas anteriores al rock’n’roll, y que la cultura rock asoció con la música
ligera para adultos. No en vano estos sonidos no encajan fácilmente en la estética dura y masculina que
privilegian los compendios sobre el fenómeno rock’n’roll.

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Llegados a este punto, queda claro que cualquier intento para aislar un estilo germinal o definitivo del
rock’n’roll de los cincuenta, es una empresa cuanto menos problemática. Deberíamos notar también que,
durante los cincuenta, el rock’n’roll era percibido como no mucho más que una serie de modas de baile
pasajeras, que allanaron el paso al calypso y el twist. La cultura adolescente todavía tenía que hacerse
acreedora del prestigio que la definiría en los sesenta. Es más, los músicos de rock’n’roll se habrían
mofado ante la idea de que su labor fuera algo más que mero entretenimiento a ojos del público. Por otro
lado, mediados los años cincuenta, la música popular para adultos se había convertido en el segmento más
rentable de la industria discográfica, y experimentó un crecimiento concomitante y acorde con su aprecio
cultural. Intérpretes de pop para adultos como Frank Sinatra y Ella Fitzgerald empezaban a ser
considerados artistas serios, siendo así que el vehículo de su talento no era otro que el álbum de larga
duración, con el que podían explorar en mayor profundidad temas más sofisticados y maduros. Asimismo,
si bien el jazz y la música folk tenían menos popularidad, gozaban de un respeto aún mayor, y cultivaban
un público compuesto por jóvenes adultos y oyentes mayores que compraban discos y entendían la música
como una forma artística de calado y no como un entretenimiento desechadle. Aunque puede afirmarse
que el rock’n’roll proporcionó una voz a los adolescentes en tanto que colectivo social, en su época esa
voz no participaba explícitamente del debate artístico ni de la protesta social. El rock’n’roll, encapsulado
en los efímeros 45 rpm, era desdeñado —y no sin razón—por los amantes de la música seria, que lo
calificaban de moda pasajera y novedad intrascendente.

L O S A Ñ O S D E T R A N S IC IÓ N Y L A IN V A S IÓ N B R IT A N IC A
Tras la primera época del rock’n’roll, situada entre los años 1955-58, pero inmediatamente antes del
florecimiento pleno del rock a mediados de los sesenta, encontramos dos momentos históricos importantes
dentro de lo que conocemos como «música para adolescentes». Estos momentos tienen su interés en parte
gracias a la perspectiva histórica, y también por la interpretación que de ellos harán los historiadores en el
futuro. El primero de ellos es el de «los años de transición», es decir, los años comprendidos entre 1959 y
1963. El otro: la llamada invasión británica, ocurrida en 1964 y 1965 . Según muchos historiadores de
rock, el rock’n’roll padeció una experiencia cercana a la muerte en torno al año 1959: Elvis había sido
reclutado por el ejército, Chuck Berry viajaba camino de la cárcel, Little Richard se había retirado, y
Buddy Elolly, Big Hopper y Ritchie Valens habían fallecido en accidentes aéreos. Así las cosas, la época
dorada había concluido. Y no fue hasta 1964, cuando los Beatles llegaron a Estados Unidos para resucitar
el espíritu perdido del rock’n’roll, que la música para adolescentes de los años de transición revirtió su
sino, según se dice, alejándose del tibio conformismo que había marcado su situación previa al ascenso del
rock’n’roll. Como suele pasar, la cultura rock, en su esfuerzo por comprender su propia historia,
seleccionó a ciertos intérpretes y marginó a otros con el fin de argumentar que el gusto popular, durante
los años de transición, no fue el que debía haber sido. Como resultado de ello, se convirtió a algunos
ídolos de adolescentes, como Fabian, Frankie Avalon y Bobby Vee, en representantes de lo que de hecho
fue un periodo muy rico y complejo en la historia de la música popular. El desprecio por la música de los
años de transición, tildándola de formulista y hueca, de interregno absurdo entre Elvis y los Beatles,
permitió el desembarco de los grupos beat británicos en 1964, que fueron recibidos corno héroes del
combate and-establishment, verdaderas encamaciones de la ruptura radical con el pasado, como lo era el
rock’n’roll en sí mismo. Esta visión ratificó el concepto del rock entendido como ruptura revolucionaria,
como resultado de inhibir las interpretaciones evolucionistas del movimiento, la transformación del
rock’n’roll en el rock, aun cuando sugiriese una continuidad mítica entre ambos estilos: Elvis prendió la
llama, los años de transición casi la extinguieron, pero los Beatles salvaron los muebles, emergiendo con
fuerza de la tierra baldía y señalando el camino de la virtud a los músicos norteamericanos.
La música y la cultura de los años de transición fueron extremadamente importantes; tanto así que
podemos calificarlas de un laboratorio donde se incubaron no pocos elementos de lo que ulteriormente
sería la cultura rock. Los años 1959-63 fueron años de experimentación en el entorno del estudio. Algunos
productores de renombre como Phil Spector, Berry Gordy y Brian Wilson emplearon las tecnologías

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disponibles al objeto de generar nuevos e interesantes sonidos que sólo podían existir en el soporte de la
cinta magnética. Los músicos de rhythm and blues desarrollaron nuevos ritmos y arreglos que
alimentarían la creación del soul y el funk. Son los años del twist, un ritmo de baile que amplió los
horizontes de la música para adolescentes, llegando a públicos de más edad. Además, y esto tendría una
mayor trascendencia, el twist aceleró la transición desde los ritmos oscilantes y nerviosos del rock’n’roll
al ritmo directo de corcheas propio de buena parte de la música rock. El ascenso de las bandas
instrumentales de surf contribuyó al desarrollo de un lenguaje amateur para la guitarra eléctrica. La
música folk experimentó un espectacular aumento en su popularidad durante este periodo y, como
veremos más adelante, resultó de capital importancia para el nacimiento del rock. Los años de transición
también vieron la incorporación de un considerable número de intérpretes femeninos de origen
afroamericano a las tendencias musicales más extendidas. Así, las listas de popularidad abandonaron la
segregación racial en pro de la integración de grandes estrellas de la talla de Sam Cooke y Chubby
Checker. Al contrario que en la era del rock’n’roll, cuando virtualmente no había estrellas del género
femenino, los años de transición se caracterizaron por la ascensión de un ramillete de mujeres de gran
éxito popular, entre las que destacan algunos «grupos de chicas», tan energéticos y excitantes, como las
Shirelles y las Crystals, así como algunas artistas inmensamente populares como Brenda Lee y Connie
Francis, que dominaron las listas. Asimismo, otras mujeres que componían para el Brill Building, como
Carole King y Cynthia VVeil, además de Florence Greenberg, propietaria de un sello discográfico,
desempeñaron roles muy destacados durante este periodo.
Con la llegada de los Beatles a Estados Unidos y el inicio de la invasión británica en 1964, las
intérpretes femeninas y afroamericanas experimentaron un fuerte y masivo retroceso en sus carreras, al
tiempo que las bandas británicas, casi siempre integradas por varones de raza blanca, como Dave Clark
Five, los Animals y los Rolling Stones, señalaban el declive de los grupos femeninos y los cantantes de
blues en las listas de popularidad. Aquí no puede verse conspiración alguna, pero es extremadamente
revelador que la cultura rock celebre dos grandes periodos de dominación masculina (el rock’n’roll de los
años cincuenta y la invasión británica), considerándolos sus hitos fundacionales. Buena parte de la guerra
que libró el rock contra las tendencias musicales masivas fue orquestada en términos de género, siendo así
que algunos calificativos como «suave», «sentimental» o «bonito» fueron considerados sinónimos de la
insignificancia, adjetivos peyorativos, mientras que otros como «duro», «fuerte» o «vigoroso» sirvieron
para ensalzar determinadas manifestaciones de ¡a música popular. Incluso la paulatina aceptación del
término «rock» por delante de «rock’n’roll» a mediados de los sesenta, entronca con esta oposición: así, la
escisión del sufijo «’n’roll» en beneficio de la palabra «rock», dura y orgullosa por naturaleza, posibilitó
que la cultura rock expresara su seriedad y su madurez con una lenguaje implícitamente masculino.
En este contexto, se dice que la invasión británica determina un punto de inflexión en el
desplazamiento hacia la cultura rock por razones muy diversas. Dado que la repercusión de los intérpretes
procedentes del Reino Unido en las listas americanas antes del año 1964 había sido testimonial,
prácticamente insignificante, suele considerarse que la invasión británica representa un cambio súbito en
los gustos populares en Estados Unidos. Con todo, el sonido de los grupos beat británicos no era
radicalmente distinto del que cultivaban algunos grupos norteamericanos como los Beach Boys y, claro
está, fueron muchas las bandas norteamericanas que se hicieron un hueco y prosperaron junto a las
británicas en tiempos de la invasión. La razones que se divulgaron en revistas y entrevistas para explicar la
especialidad de las bandas británicas proporcionan no pocas pistas para dirimir el papel que llevaron a
cabo en el ascenso y la consolidación del rock. De manera recurrente se puntualiza que los grupos de la
invasión representaban una sensibilidad de corte revisionista, que re-presentaban un espíritu musical
perdido, aunque dando una vuelta de tuerca más y con una seriedad hasta entonces desconocida en el Top
40. El hecho de que las grabaciones que hicieron los Beatles de algunos temas del rock’n’roll de los
cincuenta, el rhythm and blues y canciones Motown fueran interpretadas como homenajes y no tanto
como versiones grabadas con fines comerciales, constituye una prueba de que los gustos musicales de los
propios músicos empezaban a tomarse en serio, como signos de su ambición artística. Y lo que es más
significativo: los grupos británicos que habían iniciado su singladura a principios de los sesenta integrados

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en un movimiento de recuperación del blues estadounidense, como los Rolling Stones y los Animals, se
nos antojan casi mesiánicos en su deseo de transformación de los gustos masivos, en particular si tenemos
en cuenta su aprecio por algunos músicos afroamericanos alejados de las tendencias más convencionales y
que pasaron totalmente desapercibidos.
La invasión británica tuvo lugar en un momento en el que una serie de tendencias que habían estado
desarrollándose durante los años previos comenzaban a dar frutos. Y puede que su carácter estrictamente
puntual, su perfecta localización en el tiempo, haya dado pie a interpretaciones excesivamente simplistas
del tipo causa-efecto. Por ejemplo, las ventas de LP para adolescentes, que hasta ese entonces habían sido
desdeñables, iniciaron su ascenso justo antes de la invasión británica, y despegaron definitivamente en
1964. En aquella época el LP era considerado el medio serio que vehiculaba la música «respetable»
(llámese pop para adultos, jazz, folk o música «clásica»), siendo así que el ascenso del rock está
íntimamente ligado al crecimiento del mercado no adulto para los álbumes de larga duración. En el año
1967, las ventas de álbumes «para adolescentes» superarían por primera vez a las ventas de álbumes para
adultos en las listas del Billboard, un hecho que constituiría un hito en la consolidación de la cultura rock.
Así las cosas, el éxito comercial del rock (los LP son más rentables que los sencillos) y su legitimación
artística (los álbumes encierran propuestas «serias» en contraposición con la vocación novedosa y efímera
de los sencillos) son dos fenómenos que viajaron de la mano. Si es cierto que la música folk (y su cultura
de LP) había incrementado su popularidad notablemente durante los años que precedieron a la invasión de
las bandas británicas, no lo es menos que un intérprete folk como Bob Dylan (que publicaba discos desde
1961) logró alcanzar su condición de estrella de masas sólo a raíz de la invasión, complicando con su
presencia el relato de los cambios musicales que acaecieron durante ese periodo.
El periodo comprendido entre los años 1964 y 1968 se caracterizó por un cambio estilístico rápido y
trepidante, sin precedentes en la historia, del que las bandas británicas sólo son parcialmente responsables.
En honor a la verdad, fueron la intensa fecundación cruzada y el intercambio de ideas entre los músicos
británicos y norteamericanos que gestaron el sonido rock tal como lo conocemos. Del mismo modo como
los músicos blancos y negros norteamericanos habían establecido un diálogo creativo constante durante
más de un siglo, ahora los sonidos procedentes de Estados Unidos y Reino Unido se entretejían en la
génesis del nuevo sonido. El skiffle británico (una suerte de música folk rítmica y acústica que se hizo
muy popular a finales de los cincuenta) era una adaptación de las canciones folk-blues norteamericanas
cuyas raíces pueden encontrarse en las islas británicas y en el continente africano. Las bandas de
Merseybeat de principios de los sesenta empezaron tocando skiffle, para posteriormente reelaborar el
rock’n’roll americano y el rhythm and blues en sus actuaciones en directo, hasta que perfilaron el sonido
de la invasión británica. Rockeros de corte folk como los Byrds interpretaban canciones folk de Estados
Unidos fusionándolas con ritmos y arreglos característicos de la invasión británica. En este sentido, el
paso que dio Bob Dylan del acompañamiento acústico al eléctrico es fruto de la influencia, siquiera
parcialmente, de las innovaciones introducidas por los Beades y los Byrds. En sentido inverso: la época
intermedia en la trayectoria de los Beades bebió intensamente de la influencia de Dylan y el sonido folk-
rock (escúchese a la sazón el tema «You’ve Got to Hide Your Love Away», donde John Lennon imita
claramente a Dylan). Transacciones muy similares ocurrieron en la recuperación del blues. Cabe destacar
las fantasías proto-hard rock que hirieron los Rolling Stones y Cream en Reino Unido del blues eléctrico
de Chicago, y las de Blues Project y Paul Butterfield en Estados Unidos.
El rock surgió de la superposición de varias culturas musicales, ninguna de las cuales podría
considerarse rock en sí misma: el universo del pop para adolescentes del Top 40, que ya no era rock’n’roll
pero tampoco rock, nacido de la composición profesional que emanaba del Brill Building, de la
producción en estudio, los nuevos sonidos y los ritmos de baile; las bandas de surf y garage de los
suburbios de todas partes; una extensa variedad de culturas musicales afroamericanas, especialmente los
sonidos del blues eléctrico de Chicago y el soul más influenciado por el gospel; el «trad jazz», el skiffle,
los movimientos revisionistas del folk y el blues que prosperaron en Reino Unido, y finalmente una
cultura de la música folk americana muy compleja, que abarcaba desde el folk de raíz anglo-celta, las

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revisiones del country y el blues, hasta ios exponentes de la canción protesta bohemia y los artistas pop-
folk con mayor éxito de ventas. El rock no sólo bebió de estos sonidos, ni se limitó a dejarse influenciar
por los estilos y las técnicas de las citadas culturas musicales. Quizás lo más importante sea resaltar que el
rock adoptó y adaptó aspectos de sus respectivas visiones del mundo, sus sensibilidades estéticas y
políticas, y sus diversos enfoques de las relaciones establecidas entre la música, los músicos y los oyentes
en el seno de una sociedad corporativa, orientada hacia los bienes de consumo e instrumentalizada por los
medios de comunicación de masas. Desde el Top 40 para adolescentes se invirtió en un rápido cambio
estilístico, en la exploración de las texturas de los nuevos sonidos por medio de la tecnología del estudio
de grabación y al amparo de una interpretación de las listas de popularidad a modo de meritocracia: las
mejores canciones y los mejores intérpretes llegarían a las mayores audiencias. De las bandas de surf y
garage suburbanas afloró un gusto por la espontaneidad y la pasión, dos cualidades mejor valoradas que la
destreza técnica, así como una celebración musical de la agresividad más primitiva. La música soul y el
blues eléctrico de Chicago plantearon la interpretación de la autobiografía como la cúspide de la
autenticidad musical, y señalaron las habilidades técnicas que encarnaban las verdades ganadas a pulso,
expresadas a través de los sonidos de la voz y la guitarra. Y, como veremos con más detalle bajo estas
líneas, las diversas culturas de la música folk y sus elaboradas concepciones sobre la autenticidad se
erigieron quizás en la fuente ideológica más rica y articulada de lo que sería la cultura rock. Acto seguido
dirigiremos nuestra mirada hacia los orígenes y los dogmas de la ideología del rock.

E L F O L K Y L A S O C IE D A D D E M A S A S E N E S T A D O S U N ID O S
Si fueron muchas las culturas musicales que participaron en la formación del rock, la cultura del
«folk» expresó tantas ideas esenciales para el rock, y de una forma tan explícita, que nos vemos en la
necesidad de examinar esta cultura en todos sus pormenores. El telón de fondo frente al que se desarrolló
el folk (y en última instancia el rock) en Estados Unidos no es otro que la llamada «sociedad de masas».
Debido a la austeridad generalizada en los años de postguerra, en Reino Unido la cuestión de la sociedad
de masas surgió con cierto retraso y con algunas modificaciones. Se trata de un término que
simultáneamente sirve para describir y criticar un conjunto de avances socioculturales. La urbanización y
la industrialización rápidas provocaron la pérdida del sentimiento de comunidad, el debilitamiento de la
tradición y el significado de la vida de la gente corriente. Cada vez más, la población de los países
industrializados tendía a concentrarse en grandes núcleos urbanos donde su existencia discurría de forma
totalmente anónima. Los individuos realizaban trabajos rutinarios en fábricas u oficinas, y anhelaban la
evasión fugaz proporcionada por las fantasías que las diferentes industrias culturales fabricaban en serie.
Así, las grandes corporaciones, las instituciones y las burocracias conseguían tener un impacto sin
precedentes en las vidas de los individuos. La escala de la sociedad había crecido tan desaforadamente que
los fundamentos históricos de la interacción social parecían estar cambiando irremediablemente. A medida
que la vida cotidiana parecía distanciarse de las raíces tradicionales sustentadas por el sentimiento de
pertenencia a una comunidad, a medida que las experiencias se veían cada vez más intermediadas o
corrompidas por la tecnología y el comercio, los individuos parecían tornarse más y más conformistas,
susceptibles a la manipulación, más alienados.
De manera creciente, la «masa» se imponía abrumadoramente al «individuo», y se acusaba a los
«medios de comunicación de masas» de haber inducido la homogeneización percibida y la degradación de
la cultura moderna. Si bien es cierto que de la «sociedad de masas» surgía una importante crítica de los
trastornos derivados del capitalismo industrial, no era ésta, en sentido estricto, un enfoque populista ni
radical. En rigor, esta crítica podía también servir para alimentar el rechazo elitista del grueso de la
población, por considerarla ignorante, inhumana, dócil, indiferenciada, una «masa» informe fácilmente
moldeadle y cuyo cerebro era lavado incesantemente por la publicidad y las distracciones. Desde una
óptica puramente elitista, la cultura masiva del cómic, las películas y la música popular era
simultáneamente causa y síntoma del fracaso de la sociedad de masas. Este aspecto de la crítica coexistía
con un costado más progresivo: en última instancia, la «sociedad de masas» articulaba una ansiedad

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creciente causada por el crecimiento desenfrenado de intereses comerciales y burocráticos distantes que se
cernían sobre los individuos y las comunidades. En resumidas cuentas, la «sociedad de masas» acentuaba
la sensación de alienación que acompañaba a la vida moderna, eminentemente urbana e industrializada.
Resulta muy significativo el hecho de que esta visión crítica de la sociedad de masas no fuese
patrimonio exclusivo de los músicos de folk marginales, ni de una cultura rock emergente. Esta visión fue
ampliamente difundida por los intelectuales y los novelistas más influyentes, y durante los años cincuenta
encontró expresión en las ansiedades populares generadas en torno a los conceptos del «conformismo»,
«la carrera por el éxito» y «la vida en los suburbios» en Estados Unidos. Aunque estos problemas tienen
muy poco que ver con la juventud o con la música rock, podría decirse que en la década de los setenta esta
perspectiva encontró su expresión más plena en la música y la cultura rock. Para entender el proceso por el
cual la cultura rock emergente se alimentó de la crítica de la sociedad de masas, debemos observar
brevemente el papel desempeñado por la música folk a la hora de reconstruir muchos de los elementos de
esta crítica.
La cultura folk emergió como reacción a los avances de la sociedad de masas. El folk se definía desde
su rechazo de la sociedad y la cultura de masas. Veía un enemigo en lo que yo denomino «el torrente
masivo» (el Hit Parade del Top 40 y la música popular comercial más asentada), el emblema de todos los
males de la vida moderna: canciones sin alma y de un éxito sospechoso, los ídolos de adolescentes
fabricados y la consiguiente manipulación de las masas. La cultura folk se erigía en una alternativa seria al
torrente masivo. Era seria por cuanto imbricaba las preocupaciones estéticas y sociales, cohesionadas
alrededor del concepto folk de la autenticidad. El desarrollo de dicho concepto dentro de la cultura rock
será abordado más abajo. Llegados a este punto, es importante señalar que desde la óptica folk la
autenticidad está referida a las experiencias populares que son valoradas como incorruptas e inalienables,
placeres «anti-masas» que se perciben como musicalmente puros, gemimos y orgánicamente conectados
con la comunidad que los produce. Precisamente por el énfasis puesto en la tradición y las raíces, sobre lo
rural y lo comunal (el término «folk» a veces fue utilizado como sinónimo de lo que hoy llamaríamos
música «country»), el folk perseguía la autenticidad musical entendida como baluarte frente a la
alienación característica de la sociedad de masas.
La cultura de la música folk que influenció al rock en su irrupción fue, en puridad, una recuperación
del folk que había ganado adeptos e interés durante la década de los cincuenta. Atrajo principalmente a
personas educadas residentes en los centros urbanos, y que rechazaban las tendencias más comerciales, la
música producida masivamente, que tildaban de trivial y artificiosa. En su lugar, buscaban lo
musicalmente «auténtico», las tradiciones musicales marginales asociadas con la actividad musical
preindustrial, comunal y rural, tanto de raza negra como de raza blanca. Así las cosas, se declaraban
amantes de los instrumentos acústicos, las canciones de transmisión oral así como de los modos de
interpretación vernáculos. Con la revitalización de viejas canciones y estilos antiguos, la cultura folk
planteaba una crítica implícita a la música contemporánea. Su énfasis en el blues (en sus formas más
viejas y agrarias) la convertía en un conducto a través del cual la cultura musical y la ideología
afroamericanas llegaban a la clase media de raza blanca.
La cultura folk era compleja y estratificada, siendo así que una de sus facciones manifestaba una
preocupación explícita por el uso de la música como motor del cambio social, primando el folk por
considerarla la «música del pueblo». Los cantantes de protesta emplearon las canciones y los estilos
tradicionales adaptando sus letras para la articulación de propuestas netamente contemporáneas. A
principios de los sesenta, empero, la escena folk se nutría de ingentes cantidades de un nuevo material que
levantaba la polémica en su crítica de la sociedad de masas. Tanto la polémica explícita de los cantantes
de protesta de estilo folk como la crítica implícita planteada desde las tendencias más generales por los
intérpretes revisionistas y algunas estrellas del pop-folk universitario como el Kingston Trio, ayudaron a
configurar la polémica que planteó la cultura rock contra el torrente de masas.
No obstante, que el rock surja de la superposición de numerosas culturas musicales no significa
necesariamente que adopte la ideología de la música folk incondicionalmente. En vez de ello, y debido a

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las sustanciales diferencias en los perfiles de edad de sus públicos respectivos, y debido también a sus
actitudes divergentes para con el éxito y la popularidad, el rock adopta algunos aspectos clave de la
ideología folk y los adapta a su peculiar situación. En su seno, la cultura folk se percibía como un hecho
diferenciado de la música popular, y recelaba de aquellos intérpretes de folk que osaban recorrer el camino
que separaba el territorio segregado del folk de las tendencias más populares. En aras de la polémica, el
folk había utilizado la cuestión de la autenticidad como un modo de custodiar sus fronteras y defenderlas
de los embates de la música popular. Así, el paso que dio Bob Dylan en 1965 desde los instrumentos
musicales «auténticos» a la tecnología presuntamente «alienada» y «artificial» de las guitarras eléctricas,
fue percibido por la comunidad folk como un acto de traición, una forma de venderse al enemigo, un
distancia- miento del folk en pro de la música masiva y de consumo. Análogamente, la cultura folk estaba
marcada por un alto grado de implicación intergeneracional, de manera que entre su público se contaban
estudiantes universitarios, bohemios de mediana edad y músicos mayores muy respetados como Woody
Guthrie y Mississippi John Hurt.
Y a la inversa: el rock nació en el seno de las tendencias de la música popular como una forma
musical exclusivamente orientada a la juventud. Estas diferencias tuvieron una notable repercusión en la
forma como la cultura rock puso en acto y agotó su propia visión del mundo, de neta influencia folk;
fundamentalmente porque posibilitaron la consolidación del rock fruto del abrazo simultáneo de la
ideología anti-masas y el éxito comercial de masas. Elevada al Top 40 y sin miedo al éxito popular de los
artistas de rock más selectos y auténticos, la cultura rock recién nacida se sostenía gracias a un público
juvenil y masivo que, sin embargo, se definía por su oposición al torrente masivo y todo lo que éste
representaba. Esta contradicción aparente sólo pudo darse como resultado de la peculiar situación de la
juventud en la década de los sesenta.

L A JU V E N T U D
Desde los años 1964-65 en adelante, la diversidad sonora del rock y su actitud interna pudieron
encajarse naturalmente dentro de la categoría de lo juvenil, lo concerniente a la «juventud», un término
más complejo que el de «adolescencia». Aquí la palabra «juventud» no sólo definía una época de la vida.
Desde luego, la nueva generación de jóvenes potenció las reivindicaciones del rock en pro de su
legitimación cultural y como mercado. Alrededor del año 1967, el rock había incorporado a buena parte
del público adolescente y universitario de edad inferior a los veinticinco que, tradicionalmente, se había
inclinado por el folk. Pero la «juventud» era también una idea y un ideal. Y fue durante ese periodo
cuando se produjo y se consolidó un cambio importante en la valoración relativa de la edad «adulta» y la
«juventud». Antes que desear la edad adulta y sus privilegios tradicionales, el deseo de permanecer
«joven» por mucho tiempo se diseminaba rápidamente y avanzaba por doquier. En este contexto, el rock
servía de señuelo y de medio de filiación con la idea de «juventud».
Dicho lo anterior, parece obvio pensar que la cultura rock surgió a instancias de la facción
«adolescente» dentro de esa fractura entre adultos y adolescentes que quedó institucionalizada en los
cincuenta. Esto tuvo importantes consecuencias en la actitud que adoptó el rock frente a las ideas del éxito
y la popularidad. La mentalidad «adolescente» estaba claramente influenciada por las sensibilidades del
Top 40 y el Hit Parade, que no necesariamente propugnaban un sonido o un estilo uniforme. Antes bien,
el Top 40 recogía una amplia variedad de músicas, que a menudo sólo tenían en común el «hecho» de su
popularidad. El eclecticismo estilístico del rock y la arraigada creencia de que la buena música no sólo
tenía el potencial de llegar a un público mayoritario sino que, en verdad, debía llegar a ese público, se
desarrollaron a partir de esta mentalidad adolescente afín al Top 40, y fueron posteriormente intensificados
por el mayor poder adquisitivo del baby boom. La cultura folk, que se nutría de las tradiciones agrarias
románticas —a menudo inventadas—, había predicado el populismo cuando muy frecuentemente
practicaba el elitismo, fomentando así un gusto por lo popular que levantaba muchas suspicacias. Por otro
lado, el «populismo» del rock, que derivaba del pop, encuentra su raíz en el terreno de lo popular. Así, la
idea de que las listas de ventas son un índice muy revelador del estado del rock es una herencia de la

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cultura adolescente que precedió a esta música.


De este modo el rock retuvo una empatía simbólica con los adolescentes, aun cuando
clandestinamente modelara sus ambiciones artísticas partiendo de algunos elementos importantes
arraigados en la música popular para «adultos» de los años cincuenta. Esto es muy evidente en la forma
como el rock sostiene sus reivindicaciones recurriendo a algunas instituciones musicales históricamente
asociadas con el público «adulto», tales como el álbum (especialmente el álbum de «sintonía» o de
«concepto») y las carreras artísticas largas, anteponiéndolos a los discos de 45 rpm y los éxitos fugaces
propios de la música para adolescentes. En este sentido, el énfasis que pusieron las culturas indie y
alternativa de los años ochenta y noventa en el formato de 45 rpm de los sellos independientes, debe
entenderse como un movimiento contrarío y alejado de la vieja ortodoxia del rock, aun cuando el rock
mantuviese su inversión para garantizar la pervivencia de estas corrientes. Al igual que el término «rock
and roll», la etiqueta «adolescente» carecía de la entidad y la seriedad suficientes para soportar el mayor
peso de las ambiciones de la cultura rock. La palabra «juventud» apuntaba una seriedad de nuevo cuño,
una madurez que poco tenía que ver con la de los adultos. Como el rock, la «juventud» existe en tensión
permanente con lo adolescente y lo adulto. En consecuencia, la cultura rock rechazaba la música ligera
para adultos así como aquella que era percibida como exclusivamente «adolescente» (la de los Monkees,
por ejemplo).
Los adolescentes y los jóvenes poco tenían en común con el poder y el principio de autoridad de la
cohorte de adultos que dominaba las instituciones sociales. La «juventud» se definía, principalmente, por
su oposición a lo «adulto», representante simbólico de la sociedad de masas. A finales de los cincuenta y
principios de los sesenta, la música popular orientada al público adulto dominaba el cine, la televisión, la
publicidad y, lo que es más importante, las ventas de discos. Las ventas de LP dirigidos al público adulto
(incluyendo los de pop para adultos, el jazz, la música clásica y el folk) constituían el 60% del total de las
ventas hechas en Estados Unidos durante los cincuenta, mientras que menos del 40% correspondía a las
ventas de sencillos para adolescentes. Tanto económica como culturalmente, la música «para adultos» era
la primera potencia en el paisaje de la música popular. La preponderancia económica de los adultos, así
como su poder social hablando en términos más generales, favorecía la combinación de «lo adulto» con la
sociedad de masas ante la perspectiva de una cultura juvenil emergente. Así, la ansiedad derivada de la
alineación provocada por la sociedad de masas sufrió un desplazamiento, quedando confinada en la,
categoría de lo «adulto». Si la «juventud» se oponía a lo «adulto» y lo «adulto» era responsable del
advenimiento de la «sociedad de masas», entonces la «juventud» podía ser entendida como un ente
intrínsecamente «antimasas», con independencia de las ventas millonarias de los discos de rock. Lina
relectura de esta oposición característica de la música de los años cincuenta, hecha a la luz de la polémica
de la música folk que la originó, pero ahora articulada por los jóvenes, nos impele a concluir que «lo
joven» y «lo adulto» se convirtieron en dos culturas que se empantanaron en una larga guerra del gusto,
que terminó cuando el rock ya había sustituido a la música para adultos, instaurándose como el segmento
dominante en la música comercial, y mucho después de que los hijos del baby boom dejaran atrás su
juventud biológica.
Asimismo, esta concepción de la «juventud» como oposición suscitó una muy duradera asociación de
la juventud con las ideas de la pureza y la inocencia. Esta ligazón estaba implícita en la crítica de la
sociedad de masas, y nos retrotrae a una de las influencias más grandes que recibió esa crítica: el
movimiento romántico de finales del siglo XVIII y principios del XIX. En los años sesenta, los hippies,
que pretendían «marginarse» para vivir fuera de la crítica romántica que dirigía el rock a la «recta»
sociedad, apostaron por el ideal de la «juventud» autodenominándose flower children (aun cuando en su
mayoría eran adolescentes de edad avanzada y adultos jóvenes). Los hippies se consideraban niños en
sentido metafórico, y con ello ensalzaban una suerte de infancia simbólica y privilegiada (el álbum Yellow
Submarine de los Beatles es un buen ejemplo), que no tardó en convertirse en un rasgo definitorio de la
cultura rock, y que puede detectarse subsecuentemente en la celebración que hace la comunidad del rock
alternativo de todo lo deliberadamente «amateur», «ingenuo» o «cursi», desde Jonathan Richman a

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Shonen Knife. Cuando Stereolab afirma que «la infancia es más auténtica» no hace sino revelarnos el
origen: la creencia de que constituye el reino definitivo de la libertad y la inocencia, su quintaesencia,
porque se mantiene a.1 margen de la alienación y la corrupción que imperan en el mundo adulto. Pero esta
concepción romántica de la infancia no es, huelga decirlo, exclusiva del rock, y es muy significativo el
hecho de que la infancia fuera ensalzada generalmente por esa clase media de raza blanca que engendró
gran parte de la cultura rock. Además, esto sirve como prueba palpable de la reproducción, pese a su
aparente rebeldía, de muchos de los valores fundamentales de esa cultura patriarcal tan injuriada desde el
rock.
Este abrazo emblemático del niño como la encarnación extrema del «antiadulto» pone de relieve las
ideas de la subordinación social y la falta de poder asociadas con la juventud. Como hemos visto, lo
«adulto» servía como depositario de todos los males de la sociedad de masas. Así pues, la juventud se
situaba en la periferia de esta cuestión, constituyendo un subgrupo social de ideología «anti-masas» con
connotaciones casi subculturales. Esta noción de la diferencia, de «otredad», posibilitaba que los jóvenes
imaginaran afinidades con las culturas de las minorías más desfavorecidas. Así, millones de fans del rock,
pertenecientes a la clase media de raza blanca, pudieron apropiarse de numerosas formas de ser diferentes,
ya fueran de naturaleza racial, sexual, por razón de clase, etc. Esto apuntala la continua fascinación que
siente la cultura rock por la alteridad y la marginalidad en todas sus acepciones. Se trate de la música
«negra», el estilo andrógino o la insurrección de las clases trabajadoras, el rock hace de estas
manifestaciones un signo superficial o una diferencia distintiva, quedando así implantadas en la
marginalidad masiva de la juventud. Es por ello que también muchos historiadores del rock han mal
interpretado el gusto de los jóvenes blancos por la música afroamericana, leyéndolo, por ejemplo, en clave
reivindicativa y claramente «política». Muy al contrario, la juventud blanca tiende a adoptar esta música
como un signo de su propia diferencia juvenil, una expresión de su rechazo por el torrente de masas antes
que cualquier otra cosa.
La paradoja constitutiva del rock —que sea una música de tanta popularidad con una vocación anti-
masas— fue alimentada por una anomalía demográfica. Mediados los años sesenta, el segmento de la
población estadounidense y canadiense con edades inferiores a los veinticinco años había crecido
sustancialmente, y se acercaba al 50% de la población total. Esto vino a significar que un grupo social que
históricamente había sido marginado —la juventud— ahora gozaba de una visibilidad social y un poder
económico sin precedentes. La juventud constituía un mercado masivo considerable, no sólo por el
elevado número de sus integrantes, sino porque experimentaron un rápido aumento en su poder
adquisitivo durante los años que siguieron a la gran guerra. Los ingresos de los jóvenes iban a parar,
mayormente, al mercado del ocio. Más que cualquier otra industria cultural, la industria de la música
estaba en disposición de ofrecer productos que parecían hechos a la medida de las necesidades de los
jóvenes consumidores. Esta combinación de marginalidad social por un lado, y un poder adquisitivo
expandido por el otro, que devino en una mayor presencia cultural, favoreció el desarrollo de la peculiar
política cultural del rock. A. su vez, estos aspectos tan contrastados característicos de la «juventud»
permitieron que el rock, paralelamente, soñara con el traslado de aquellos fenómenos percibidos como
«anti-masas» a la escala masiva. Así, se criticaba a determinados artistas acusándolos de vendidos, al
tiempo que algunas estrellas del rock muy respetadas vendían millones de discos. Igualmente, el rock se
definía como un culto de corte underground aun cuando a todas luces se había convertido en la fuerza
dominante en la industria de la música de los setenta.

L A E S T R A T IF IC A C IÓ N
La mitología del rock describe una génesis cuya escena primigenia se ubica al margen de las
tendencias generales: el apareamiento ilícito del blues marginal y las tradiciones country alumbra un hijo
bastardo y salvaje que, tras una niñez auténtica y veloz, es capturado, cooptado y corrompido por la
industria de la música. El rock, que orgánicamente se originó fuera de la cultura de masas, queda así
domesticado en el proceso de la distribución masiva (también llamado «comercialización»). Mientras que

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este mito nos dice mucho sobre los principios estructurales de la ideología del rock, ignora por completo
el rol central desempeñado por una cultura juvenil pudiente y comunicada por los medios de masas en el
nacimiento del rock a mediados de los sesenta. La trayectoria que siguió la carrera de los Beatles, que
pasaron de ser ídolos de adolescentes líderes en ventas para transformarse en artistas del rock, líderes en
ventas también, en un corto lapso de tiempo, sólo tres años, constituye un emblema y un referente claro
del nacimiento y el desarrollo del rock en el terreno de lo verdaderamente popular. En los años 1963 y
1964, los Beatles no son precisamente cuatro poetas visionarios de oposición a lo establecido, sino un
grupo pop de adolescentes con un éxito fenomenal. Manteniendo altos índices de ventas, y siendo buena
parte de ellas (cada vez más) en formato álbum, en 1967 los Beatles representaban a un nuevo estrato
emergente entre las tendencias populares que se definía por su oposición al pop desechadle. Los Beades se
habían transfigurado en un grupo serio, en artistas de relevancia que criticaban y competían con ios
valores dominantes de la sociedad angloamericana. Así y todo, esta corriente cultural contestataria
encuentra difusión en millones de televisores, aparatos de radio y fonógrafos, y es promulgada desde las
revistas que surten al mercado masivo, desde los periódicos y en las salas de cine.
El crecimiento demográfico que vivió la juventud en los sesenta posibilitó que el rock naciese en el
seno de la música popular masiva y, al mismo tiempo, que se organizase en torno a una postura de
oposición a la cultura de masas. Probablemente sea la primera forma de oposición nacida en el seno de las
tendencias masivas de la música popular, donde creció y floreció también. Éste es un elemento clave para
el rock, que lo distingue histórica y culturalmente. El jazz sufrió un desplazamiento desde sus inicios,
cuando era la música de los afroamericanos marginales, hasta integrarse en las tendencias masivas junto
con el swing, para posteriormente salir de ellas al alcanzar el rango de «arte musical», persiguiendo
entonces una marginalidad deliberada al objeto de concentrarse en un público minoritario y selecto
durante los cuarenta. Entretanto, la música folk libraba su lucha particular, forcejeando para no quedar
integrada en las tendencias masivas y disfrutando de una marginalidad relativa a pesar del éxito popular
alcanzado por un ramillete de intérpretes y canciones folk durante los años cincuenta. Si bien en un
principio el desplazamiento del jazz hacia una audiencia masiva fue visto como una manera de elevar la
música, las incursiones del folk en territorio masivo casi siempre eran interpretadas como un degradación
de su prestigio cultural.
Sin embargo, a diferencia del jazz y el folk, la historia del rock no puede entenderse en términos de
procesos de fusión y deslizamiento. En un principio, no existía una «otra parte» desde la que pudiera
surgir el rock para ser integrado en las tendencias masivas, ningún «afuera» o lugar al margen de la
generalidad que pudiera erigirse en la cuna del rock. Todas las apropiaciones que hizo el rock, las
modificaciones o los robos perpetrados en las culturas musicales agraria, afroamericana y de las clases
trabajadoras, no pueden definirse como formas de fusión o cruce, ni como una subcultura incorporada por
la cultura dominante, ni como una contracultura (un término mayoritariamente asociado con la política del
rock en los sesenta). El rock puede enfundarse la indumentaria subcultural, identificarse con las minorías
marginadas, promover posiciones políticas contraculturales e incomodar a las nociones más refinadas de
la propiedad, pero desde su origen ha sido un fenómeno masivo de gran escala, organizado
industrialmente, que recurre a los medios de comunicación y opera desde el centro neurálgico de la
sociedad.
Con el tiempo y su desarrollo, el rock engendraría géneros y estilos que se separaron del rock masivo
y entraron a formar parte de verdaderas subculturas, tales como el hardcore punk o el death metal de los
ochenta. Algunos elementos de estas subculturas podían ser incorporados por el torrente masivo,
revitalizando de esta suerte el rock gracias a su credibilidad subcultural y su caché (el caso del grunge es
ejemplar). No obstante, estas subculturas nacidas del rock propician un proceso de estratificación interna
que experimenta el rock sólo después de haber empezado a dominar las tendencias masivas (esta
estratificación interna será abordada más adelante). Dicho con otras palabras: desde su nacimiento, el rock
es uno de los componentes indisociables de ese caudal masivo.
La persistente creencia según la cual el rock surge desde un lugar ajeno al torrente masivo, anterior a

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su implicación en la industria discográfica, los medios de comunicación o las grandes audiencias, viene a
expresar un sentimiento muy extendido que lo considera, pese a su éxito, inmaculado, y casi como por arte
de magia, no mancillado por «la masa». Ahora bien, esa «otra parte» mítica origen del rock no es un
tiempo ni un lugar. Antes bien designa que la identidad diferenciada del rock se forja en el centro de la
cultura de masas. Con su celebración del individualismo auténtico a través de los medios de comunicación
electrónicos, el rock busca producir un espacio cultural virtual alejado del capitalismo consumista, un
espacio que está, irónicamente, a la venta. El rock ofrece cobijo musical ante las complicaciones y las
contradicciones del capitalismo y el consumismo, como resultado de pensarse como un «caso especial»
del consumo de masas. La seriedad y la conciencia sirven para describir la participación del oyente del
rock en la cultura del consumo y distinguirla de la inconsciencia trivial característica de las «masas». Este
análisis del consumo musical que distingue entre las esferas de lo «bueno» y lo «malo» encuentra una
manifestación germinal en la división de la música popular entre el «rock» y el «pop».
El rock adaptó elementos de la polémica abierta por el folk contra la sociedad de masas, y los
desplegó en el seno de las tendencias masivas, y no precisamente en su contra. La nueva polémica
desembocó en la estratificación del torrente masivo, dividiendo efectivamente la música popular en dos
esferas opuestas: el «rock» contra el «pop». En Reino Unido, el término «pop» nunca fue objeto de la
crítica encarnizada que padeció en Estados Unidos y Canadá, de modo que está referido a un campo más
amplio de la música popular y con connotaciones más neutrales. Desde la perspectiva de la cultura rock,
su propia esfera estaba integrada por una música superior, más auténtica, mientras que la esfera del pop
albergaba la música inferior y alienada. La importancia de esta división de las tendencias masivas reside
en que, si bien es cierto que algunas culturas musicales anteriores también habían procurado desmarcar su
música de la música masiva y corrupta, sus mayores logros tuvieron lugar cuando se segregaron del
torrente masivo, limitando el tamaño de su público, y/o alejándose completamente del mercado. Al erigir
una nueva jerarquía de lo popular, el rock rompió la asociación peyorativa del consumo de masas con el
arte devaluado y degradado, y abandonó su lucha aislacionista contra el sistema del mercado (arguyendo,
en algunos casos, que transformaría el sistema desde dentro). Sin embargo, la cultura rock retuvo —y, de
hecho, amplificó— muchos de los asuntos principales de la crítica de la sociedad de masas, muy
notablemente su preocupación por las cuestiones de la mediación y la alienación, la autenticidad y la
comunidad, el conformismo y la complicidad. Y lo que quizá sea más importante: mantuvo el énfasis
global de la crítica sobre el individualismo diferenciador como el factor clave para la defensa frente a la
alienación provocada por la sociedad de masas.
Así pues, el rock surge de una estratificación que resulta de hacer distinciones, dentro de las
tendencias masivas, entre lo «serio» y lo «trivial», la «oposición» y la «complicidad», lo «verdadero» y lo
«fraudulento», lo «anti-masas» y las «masas», lo «auténtico» y lo «alienado». El segundo término de cada
una de estas parejas de conceptos describe los rasgos que el rock atribuye al pop. Como el rock mismo, el
pop no es un estilo musical sino toda una esfera de la cultura de la música popular. Desde la óptica del
rock, el pop se define por su olvido de las implicaciones sociales más amplias de la producción y el
consumo musicales. Ni que decir tiene que se denomina «pop» al área de la música popular marcada por
el compromiso ético y la capitulación. El «pop» opera como una categoría donde todo tiene cabida, que
sirve al rock para desechar la basura, a saber: la música ligera para adultos, el pop para quinceañeros más
chicloso, los artistas vendidos al sistema, los fraudes y naderías varias. El pop engloba la música popular
que no puede «tomarse en serio» (o que no tiene que tomarse en serio, o que jamás podría tomarse serio).
Muy al contrario, el rock es la música perteneciente al torrente masivo que sí es tomada en serio (o que
debería tomarse en serio).
Las bandas de rock de la primera generación, como los Beatles o los Rolling Stones, fueron capaces
de alejarse del pop para adolescentes e internarse en el rock para jóvenes porque asistieron al nacimiento
del rock. Tras la consolidación de la polémica abierta por el rocky divulgada por los críticos y las revistas
especializadas en los años setenta, el desplazamiento entre las esferas del rock y el pop adoptará un único
sentido. Desde el punto de vista del rock, el sentido es «descendente» (la lamentable caída de Rod Stewart

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desde la gracia rockera al sentimentalismo pop, por citar un ejemplo). La escasa frecuencia con que los
intérpretes del pop banal consiguen alcanzar la condición de artistas serios 0ohn Cougar convirtiéndose en
John Mellencamp, o Alanis, reina de la música dance para adolescentes, transformándose en Alanis
Morrisette), prueba la regla de oro del rock: es muy fácil venderse a la masa y muy difícil recuperar la
respetabilidad perdida.
El desplazamiento que sufre lo «malo» —los rasgos negativos y corruptos de la sociedad de masas—
desde el rock hasta el pop sirve para apuntalar la autenticidad aparente del rock y su autonomía. Con todo,
también oscurece su propia condición de bien cultural que llega hasta su público a través de los medios de
comunicación de masas. Es interesante notar aquí que si bien el rock suele reprender al pop por su
exagerada mercantilización de la cultura musical (léase las fiambreras de los Backstreet Boys), el rock
muestra una preocupación menor por sus propias formas de consumo, prefiriendo concentrar sus esfuerzos
en las condiciones de su producción estética e industrial. Así, no es de extrañar que los consumidores de
música rock sean estudiados con menos frecuencia y desde posiciones menos críticas que los músicos de
rock y las compañías discográficas. El consumo masivo de bienes ya no parece incompatible con el rock,
porque la crítica que hace el rock de la alienación y la complicidad implícita en ese consumo es
reelaborada y transformada en una crítica de los medios de la producción musical.
A modo de ejemplo: la valoración positiva por parte del indie rock de las producciones de los sellos
pequeños y del hecho de comprar la música directamente a los grupos durante sus actuaciones, pierde de
vista el hecho de que tanto el consumo del indie como el de la música comercial forman parte del mismo
capitalismo, y que en todo caso sólo difieren en su grado de complicidad con el sistema. El indie rock se
define por su preocupación por la escala del capitalismo de consumo, y no tanto por su rechazo radical de
un sistema económico. Esta preocupación por la escala reducida puede asimismo vislumbrarse dentro de
la apuesta que hace la cultura indie por la miniatura: las tiendas de discos tipo boutique, los sencillos de 45
rpm, las ediciones limitadas de casetes caseros, o la recreación reverente de los modelos en miniatura de
épocas pasadas o álbumes viejos.
Escoger la seriedad y designarla un valor capaz de dirigir los destinos de la cultura rock, significa
desafiar la visión convencional que entiende el rock como una fuerza radical y rebelde que se opone
activamente a los valores imperantes en la sociedad. En la cultura rock, lo que verdaderamente está en
juego es la diferenciación del gusto, y no la afiliación con ciertas formas de acción cultural. Cuando
resalta, armoniza y oculta simultáneamente las contradicciones del capitalismo de consumo, lo cierto es
que el rock no desafía al sistema. En vez de eso, su oposición está al servicio de una agenda diferente. El
rock obtiene su sustento de las estratificaciones sistemáticas de la sociedad de consumo capitalista, y es su
apuesta por la idea de seriedad lo que le proporciona el carácter opositor, antes que lo contrario. Aquí, la
seriedad es un concepto clave, porque aquello que distingue al rock del pop de masas puede manifestarse
explícitamente adoptando maneras de no oposición. Citemos algunos ejemplos: las ambiciones clásicas
del rock progresivo, o el uso de los sonidos «retro» inofensivos —en particular los estilos pop antiguos y
comerciales— por parte de innumerables grupos de vanguardia, el grupo U2, con el lanzamiento de su
gira «Pop Mari» en los grandes almacenes K-Mart. Siendo más trascendental que su abierta oposición, la
seriedad se erige en el rasgo que define al rock, y siempre debe ser percibida como una conexión con algo
«más» que el placer o la simple diversión. La rebeldía es, en este sentido, la forma más espectacular que
adopta ese «algo más». Incluso bandas como los Ramones, que celebraron la diversión más descerebrada,
lo hicieron expresando su reprobación de los elementos pretenciosos y rimbombantes de la cultura rock
preponderante. Se distinguen y distinguen a sus fans —que están muy «puestos» en la crítica del rock
«malo»— por medio de una actitud, en realidad muy cargada de sentido, hacia lo que, según ellos, son los
errores o los excesos o las trivialidades del rock masivo y «malo». En este caso, la «diversión
descerebrada» resulta conscientemente elevada a la categoría de una filosofía crítica.
Debemos recordar que la crítica de la sociedad de masas no es puramente radical, ni puramente
elitista, ni puramente populista. Combina elementos de todas esas vertientes, pero el «individualismo», en
una u otra forma, discurre por sus diversas manifestaciones. La crítica puede encajar fácilmente en las

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formas cotidianas que utilizan las personas para aferrarse a sus gustos y diferenciarse de los demás. La
polémica folk fue adoptada y utilizada por la cultura rock, y no ya por su oposición innata o por su
insatisfacción frente a la sociedad de masas. En honor a la verdad, podría argumentarse que en los años
cincuenta y sesenta los adolescentes fueron los grandes beneficiarios de esa sociedad. En lugar de ello, la
polémica folk ofrecía un medio para distinguir un segmento del público juvenil, con su actitud seria y
diferente respecto de la música popular, de otro segmento que carecía de ella. La crítica de la sociedad de
masas, que ocupa un lugar central en la polémica folk, quedó reducida a la simple crítica del pop de
masas.
En la época de la postguerra, grupos muy numerosos de adolescentes que habían crecido en un mundo
saturado de productos para el consumo, optaron por preservar su conexión con los placeres de la música
popular comercial pasados sus años adolescentes. Los medios de comunicación, el marketing y las fuerzas
demográficas contribuyeron a que compartieran una identidad especial, situada en la vanguardia de la
modernidad. Al hilo de lo anterior, la juventud de la postguerra se mostraba recelosa de los modos
tradicionales que propiciaban los cambios en los gustos musicales. Típicamente, la «madurez»
comportaba un cambio hacia la música popular «adulta» (o la música clásica o el jazz), y un alejamiento
de aquellos tipos de música que ahora, con la edad, se antojaban banales. La cultura rock logró adoptar el
sistema de valores dominante (que premiaba lo serio antes que lo trivial), y encontrar lo serio en el reino
de la música popular producida para las masas. Encontrarlo ahí significaba, en la práctica, que uno podía
seguir escuchando música rock, y adquirirla en sus muy variadas formas comerciales, a lo largo del
proceso de envejecimiento, durante todos esos años en los que se supone que los gustos «maduran».
Tomarse en serio la música popular, como algo «más» que un mero entretenimiento o una distracción
desechable, también significaba el rechazo de aquellas formas de experimentar la música popular que la
definían como funcional, esto es, diseñada para el baile, para enamorarse o para relajarse. Al separar la
experiencia musical del terreno de la diversión trivial o funcional, los oyentes de rock consiguieron
relacionarse conscientemente con la música, ha ciendo de ello un signo distintivo y revelador de su
seriedad. Por consiguiente, se distanciaron de aquellos fans que no se tomaban en serio la música,
estableciendo su propio y verdadero individualismo por encima y lejos de la «masa». La palabra «rock»
sirvió para nombrar ese estrato serio del torrente masivo de la música popular. Al mismo tiempo, la
autenticidad emergió como el valor capaz de aglutinar las diversas nociones de la seriedad.

L A A U T E N T IC ID A D
La autenticidad puede definirse como la brújula que orienta a la cultura rock en su navegación por el
torrente masivo. Los fans del rock, los críticos y los músicos evalúan constantemente la autenticidad de la
música popular, salvaguardando su pureza, y a la caza de signos de alienación e inautenticidad (entre los
que se incluyen, por ejemplo, la insinceridad, el mercantilismo excesivo, la manipulación, la falta de
originalidad, y demás lacras). La preocupación por la «autenticidad» sirve a la cultura rock para trazar
líneas divisorias dentro de las tendencias comerciales de la música popular, fronteras que separan el rock
del pop e incluso dentro de la cultura rock, distinguen algunas versiones del rock separándolas de otras.
Se llama «auténtica» (o «auténtico») a la música, las experiencias musicales y los músicos que son
percibidos como honestos, no corrompidos por el comercio, las modas, las influencias perniciosas, la falta
de inspiración, etc. «Auténtico» es un término que califica la música que ofrece expresiones sinceras de
sentimientos genuinos, una creatividad original o una noción orgánica de la comunidad. La autenticidad
no es algo que está en la música, aunque así es como suele experimentarse; de la autenticidad suele creerse
que es algo realmente audible, y que tiene una forma material. Por el contrario, la autenticidad es un valor,
una cualidad que atribuimos a las relaciones percibidas entre la música, las prácticas socioculturales y los
oyentes o públicos. Así pues, lo que percibimos como «rock verdadero» podría ser «rock, auténtico» para
nosotros, pero no necesariamente para todo el mundo, ni para todas las épocas. Lo que pudimos considerar
auténtico en los inicios de nuestra adolescencia puede que ahora cause nuestro rechazo por inauténtico. A

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la inversa, la música que tildábamos de inauténtica en aquel momento (Kiss, la música disco, Abba, el rap
de la vieja escuela, por ejemplo) puede ahora parecemos, en visión retrospectiva, verdaderamente
auténtica. La autenticidad es un fenómeno complejo, y no sólo aplicable a las preferencias personales.
Exige un conocimiento de los contextos ajenos a la música, y un juicio atinado del efecto «objetivo» que
algunos factores como las estrategias de marketing de los sellos discográficos, las tecnologías para la
creación musical o la historia de los cambios estilísticos en su sentido más amplio, producen en ella.
En su mayoría, los textos que versan sobre la música juvenil de la postguerra proyectan la errónea
impresión de que la autenticidad es en cierto modo una propiedad exclusiva del rock. Si las nociones sobre
la autenticidad son de capital importancia para definir la cultura rock, el concepto de la autenticidad ha
sido, en rigor, un valor principal de la sociedad occidental durante siglos. Con su llamativo abrazo del
concepto de autenticidad, el rock se alinea con algunas de las más importantes y duraderas corrientes del
pensamiento occidental. Aquí, una vez más, el rock perpetúa muchas de las tradiciones clave y los valores
de su cultura madre. Puesto que la autenticidad es un concepto tan fundamental, generalmente proporciona
los fundamentos sobre los que el rock construye la noción de su propia seriedad. Es cierto que la cultura
rock está muy preocupada por la seriedad, pero también lo es que siempre ha desconfiado de las
connotaciones negativas derivadas del concepto. La seriedad puede asociarse con las actitudes elitistas y
de superioridad, o con la exclusividad de los públicos más intelectuales y estirados. La seriedad puede
también ser definida en términos estrictamente formales, al margen de las circunstancias sociales e
industriales que ven nacer las experiencias musicales. Ninguna de estas definiciones de «seriedad» ha
desempeñado nunca un papel central en la cultura rock.
La cultura rock afirma su superioridad con respecto a la «masa», un rasgo insobornable y
absolutamente esencial para el rol que asume dentro de las sociedades contemporáneas. Sin embargo, el
público masivo del rock evita que los criterios tradicionalmente elitistas dominen la cultura rock. Pese a
toda la polémica causada por la cultura rock al rechazar los aspectos más triviales de la cultura de masas, y
su «corrección» de los errores del gusto de las masas, el rock presenta un populismo igualmente
importante (como en el ideal que encarna el Top 40, una meritocracia en potencia). A decir verdad, puede
considerarse que el éxito masivo da carta de naturaleza a quienes la merecen. La cultura rock interpreta el
éxito auténtico como una validación de la calidad artística. Por ejemplo, mientras que algunos fans
devotos del indie oscuro o de los grupos alternativos podrían negar el acceso de sus héroes a públicos más
amplios, la mayoría festejaría el ascenso y el éxito de su banda preferida, y el reclutamiento de nuevos
seguidores, maldiciendo la estrechez de miras de la MTV o la BBC radio por ignorar una música de tanta
calidad, de suerte que en última instancia celebraría la victoria y exclamaría con orgullo: «Al fin se ha
hecho justicia». Aunque también podría volverse contra el grupo si entendiera que ese público masivo de
nueva incorporación lo ensalza por razones «incorrectas», no siendo capaz de apreciar la verdad de la
música tal como lo hicieron sus primeros seguidores. O si el grupo cambiase, perdiendo la conexión con
su esencia o con su público más fiel en aras de complacer a las masas que ahora lo encumbran; si bien
puede decirse que en su mayoría los fans siempre desean un cierto éxito, siquiera moderado, a sus
intérpretes favoritos. De hecho, leerían ese éxito como una vindicación de su propio gusto personal,
superior a todas luces. A veces el público masivo lo entiende correctamente, otras veces no, pero lo cierto
es que la cultura rock, habiendo roto la conexión entre la popularidad de masas y la «mala» música, nunca
deja de observar el panorama musical, al acecho del éxito inauténtico y, por lo tanto, inmerecido.
La autenticidad opera como un criterio del juicio en la evaluación que hace el rock de los músicos y su
música. Es un valor que coordina una serie de cálculos de la valía cultural, y tiene su arraigo y pone el
acento en la integridad del individuo. Al enfocar su atención en el valor de la autenticidad, la cultura rock
puede vincular su énfasis en la idea de «tomarse en serio la música popular» con el dilema que plantea la
integración del individuo en la sociedad de masas. En vez de limitarse a emular la seriedad de la cultura
«intelectual», que suele desdeñar la dimensión social del arte, el conocimiento por parte del fan del rock
de los contextos social e industrial de la producción de la música popular, su distribución y su consumo,
junto con una conciencia clara de las opciones musicales personales, realzan su compromiso con la

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integración de los criterios artísticos y sociales a la hora de evaluar la música popular. Esto significa que
en ! la experiencia estética se percibe a su vez una dimensión ética; de modo que en la música rock lo
«bueno» es equiparable a lo «justo» y lo «verdadero». Así, el concepto de la «autenticidad» captura ese
entramado de juicios de valor. En buena medida, es por ello que la preferencia y el gusto por la música
rock pueden calificarse de «legítimos», dado que en sí misma es algo «más» que un «mero»
entretenimiento. Una vez más, el gusto por el rock viene definido por algo más que las preferencias o los
sentimientos personales en sentido estricto.
La autenticidad consigue estructurar eficazmente el debate público sobre el estatus de la música
popular, porque buena parte de ese debate se resuelve en términos implícitamente éticos, organizados
alrededor de cuestiones aparentemente «objetivas» que analizan el éxito material, las estrategias de la
industria discográfica y la economía política de los medios de comunicación. Con su in-'1 sistencia en la
necesidad de un análisis ético de la implicación de la música po- j pular en la cultura de masas y el
comercio, la cultura rock se distingue de otros ; segmentos del torrente masivo supuestamente
inconscientes.
En su afán por encontrar lo verdadero en un paisaje de corrupción y con- formismo, la autenticidad del
rock mezcla la evaluación estética (¿acaso esta música es bella?) con los juicios éticos sobre el grado de
complicidad de la música con los aspectos alienantes de la sociedad de masas (¿es una música
comprometida?). A modo de ejemplo: el habitual rechazo de la música que parece «hecha por las
máquinas» responde a una compleja afirmación de las relaciones simultáneas que se establecen entre lo
textual y lo industrial. La música «hecha por las máquinas» puede sonar «formulista» y «hueca», sin duda,
pero este juicio de las prácticas para componer o arreglar la música entronca también con la preocupación
por las condiciones industriales y tecnológicas de la producción. Asimismo, despreciar la música porque
está «hecha por las máquinas» pone de relieve la sospecha de que la experiencia musical en cuestión ha
sido alienada, por medio de la intervención de fuerzas que en cierto modo nos parecen anti-individualistas
y, por lo tanto, inauténticas (los sintetizadores o los samplers, los músicos de estudio, la composición en
serie, los conglomerados multinacionales de sellos discográficos, etc.).
Hablando en términos más amplios, la alienación es el opuesto indeseable de la autenticidad. Las
experiencias musicales auténticas pueden funcionar a modo de baluartes defensivos frente a los aspectos
más alienantes y fraudulentos de la vida moderna. La alienación de la música y de los músicos durante el
siglo XX ha sido entendida mayormente en términos de mediación, de todas esas cosas que interfieren en
la realización de un ideal de comunicación directa entre el artista y su público. No obstante, los distintos
segmentos de la cultura rock definirán la «interferencia» en formas muy disímiles. Para algunos, los
sonidos «hechos por las máquinas» característicos de la música industrial, por ejemplo, bien pueden
marcar una cierta autenticidad, una afinidad con la cruda y hostil realidad de una vida mecanizada,
dominada por las máquinas. Son muy diversos los fenómenos que pueden interferir en la comunicación
del artista con su público: las formas de mediación tecnológica, la participación de personal y
procedimientos industriales superfluos, la corrupción monetaria de las motivaciones de los intérpretes, la
apuesta exagerada por aquello que suena «contemporáneo y actualizado», la repetición de ideas manidas,
o cualesquiera fuerzas que reflejen las expresiones musicales de lo distorsionado o lo coartado.
Esta preocupación por la comunicación directa y la ausencia de mediación se remonta a los orígenes
de la palabra «auténtico» en la Grecia antigua, donde significaba «hecho por uno mismo». Lo «hecho por
uno mismo» se contrapone a la producción masiva, la motivación estrictamente económica, los aspectos
anónimos y alienantes de la vida moderna. En este contexto, la búsqueda de la autenticidad que se propone
el rock sirve para subrayar un sentimiento de ansiedad generalizado sobre el estatus del yo moderno. Las
experiencias musicales consideradas «auténticas» son aquellas que ensalzan o nutren la identidad
individual, o las que señalan afinidades con las comunidades minoritarias y las subculturas que sustentan
dicha identidad.
Que la cultura rock premie a los intérpretes que firman sus propias canciones tiene mucho que ver con
esta preocupación por la mediación, Como suce- ce con el término «autenticidad», la palabra «autor» está

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estrecha y etimológicamente relacionada con el concepto del «yo». Si el «yo» del músico de rock no está
comprometido en la génesis del texto que él o ella interpreta, suele pensarse que muy probablemente ese
yo estará corrompido o alienado (y eso, a su vez, redunda en una disminución del compromiso del yo del
oyente). El rock suele sospechar de aquellos cantantes y músicos que no son también «autores», que no se
implican en el proceso de la composición de la música y las letras. La figura del cantautor surgió como la
encarnación del ideal del rock auténtico a finales de la década de los sesenta, promoviendo así la noción
de que la integración de la autoría y la interpretación constituye la mejor prueba de la integridad ética del
artista. Si son muchas las culturas deJa música popular no preocupadas por la división del trabajo musical
(los compositores escriben las canciones, los arreglistas las arreglan, los músicos acompañantes las tocan
y los vocalistas las cantan), la cultura rock interpreta esta situación como una forma de mediación
peligrosa/ con potencial para distorsionar y embrutecer la música, una forma que puede interponerse en el
camino de la expresión directa de los pensamientos y los sentimientos auténticos. Así las cosas, el rock
favorece a los intérpretes que logran superar esta división del trabajo y demuestran su expresividad
orgánica, por medio de la unidad de la creación y la comunicación, la unidad del origen y la
interpretación. En particular, el ideal de la banda de rock entendida como una unidad diferenciada y
autosuficiente, fomenta la sensación de libertad frente a la mediación, así como un sentimiento diáfano de
autonomía (otro vocablo también vinculado con el «yo»). Esta «auto-dirección» de la banda de rock ideal
comporta una independencia de las injerencias y el control externos, y, en consecuencia, una mayor
autenticidad. La apariencia de libertad frente a la organización estructurada de la creación musical
posibilita que la banda de rock sea percibida como un ente que escapa a la alienación tanto del trabajo
como de la expresión musical que se le supondría en caso de existir un compromiso con las industrias cíe
la cultura. Ya la inversa, las bandas de rock consagradas que empiezan a delegar la composición de sus
temas, como el caso de Aerosmith, pueden experimentar un declive concomitante en la percepción de su
autenticidad.
El reciente énfasis sobre las actuaciones acústicas o en formato unplugged a cargo de músicos
normalmente «eléctricos», constituye otro gesto más hacia esta crítica de la mediación. La eliminación de
parte de los medios tecnológicos que intervienen en el proceso de la comunicación, favorece la
consecución de un sentimiento de naturalidad e intimidad muy valorado (de hecho, el canal de vídeos
canadiense MuchMusic llama Intimate and Interactive a su show unplugged, un programa donde la
audiencia puede solicitar canciones en un entorno íntimo e interactivo). Sea como fuere, estas situaciones
deben entenderse como «desconexiones» simbólicas e intimidades «virtuales», dado que, en ausencia de
micrófonos, cámaras de vídeo y redes electrónicas de alcance masivo, estos actos de comunicación
«directa» no tendrían lugar. De manera similar, el así llamado movimiento lo-fi de los años noventa no
deja de ser otro rechazo simbólico de la mediación electrónica. Con el uso de equipos de grabación
«antiguos» (léase no digitales), y una especie de ingenuidad deliberada en todo lo concerniente a la
composición y la interpretación, las bandas lo-fi pretenden escapar de las garras de la maquinaria hueca
característica de la (reproducción del sonido contemporáneo. No obstante lo anterior, estas bandas no
rechazan completamente el uso del equipo de grabación electrónico, sino que merman su eficiencia al
objeto de reducir su protagonismo, algo muy semejante a lo que hacen el indie y las culturas alternativas,
que generalmente subrayan su compromiso con la comunicación directa y la interpretación auténtica como
resultado de poner el acento sobre los conceptos de la reducción y la «miniatura».
Estas concepciones de la autenticidad, la autonomía y la autoría surgen de dos movimientos históricos
complementarios pero distintos, que se dieron en los siglos XVIII y XIX: el romanticismo y la
modernidad. Ambos constituyen fuentes muy importantes de la crítica de la sociedad de masas, y son
influencias decisivas para la cultura rock. Tanto el romanticismo como la modernidad desafiaron el
ascenso del capitalismo urbano e industrial, siendo así que ambos celebraron al autor, el artista o el músico
por considerarlo un representante privilegiado de un yo auténtico e individualizado. Sin embargo,
operaron de maneras muy complejas y en cierto sentido diferentes, y esas diferencias han sido
determinantes para las formulaciones (a menudo divergentes) y las expresiones intrincadas de la
autenticidad de la cultura rock.

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La autenticidad es un eje central tanto para el romanticismo como para la modernidad. Arraigado en la
filosofía artística y social de finales del siglo XVIII y principios del XIX, el romanticismo emergió para
dar respuesta a los desequilibrios sociales derivados de la Revolución Industrial. Los románticos
valoraban las comunidades rurales tradicionales, donde la vida podía transcurrir en contacto con la
naturaleza, y donde el trabajo de la gente era una parte constitutiva de su identidad, frente a todo aquello
susceptible de compraventa. El artista romántico era, pues, percibido como un ser comprometido con un
viaje personal hacia el descubrimiento del yo y la autorrealización, que se resolvía mediante la expresión
directa de sus pensamientos y sus emociones más íntimas. Desarrollada a partir del romanticismo a
mediados del siglo XIX, la modernidad ampliaba y expandía la noción romántica del artista entendido
como la personificación de la conciencia de la sociedad, si bien imaginaba para su rol político formas más
activas y contestatarias. Mientras que el romanticismo valoraba la naturaleza y la vida en el campo como
escapes refinados de la vorágine urbana, la modernidad abrazaba el caos de la ciudad y las posibilidades
estéticas de la máquina. Allí donde el romanticismo depositaba su fe en una conexión orgánica, aun
tradicional, entre el artista, los medios materiales de la expresión y el público, la modernidad fomentaba
los efectos impactantes y la experimentación radical, sosteniendo que la relación entre los materiales del
arte y sus significados era, como las relaciones de poder en la sociedad, arbitraria en última instancia, y,
por ende, abierta al cambio y susceptible de mejora. La modernidad creía que el verdadero artista debía
romper con el pasado, mientras que el romanticismo se regodeaba en el pasado de la era pre industrial.
Con su rechazo del estado actual de las cosas en beneficio de lo nuevo, lo radical y lo diferente, la
modernidad generó una crítica política implícita de la sociedad tal como era en ese momento. Este
compromiso con la innovación y la experimentación radicales es especialmente evidente en el postulado
moderno que define al verdadero artista como alguien obligado a moverse hacia delante, que debe
reinventarse constantemente.
Si el romanticismo sitúa la autenticidad principalmente en la comunicación directa entre el artista y su
público, la modernidad manifiesta su preocupación por la autenticidad de manera indirecta, ubicándola en
el nivel estético, de suerte que el auténtico artista es alguien que abraza los credos modernos de la
experimentación, la innovación, el desarrollo y el cambio. Allí donde los románticos veían la expresión no
mediada y sincera de la experiencia interior como algo esencial, los modernos consideraban que su
compromiso primero no era tanto llegar al público cuanto buscar la verdad de su propia integridad
artística. Esto comportaba el rechazo a la complacencia estética e, implícitamente, a la complacencia vis-
a-vis con el mundo social en el que vive el artista. En cualquier caso, tanto los románticos como los
modernos mostraban su ansiedad por evitar la corrupción ocasionada por el comercio, y se oponían a la
alineación que, a su juicio, encontraba arraigo en el capitalismo industrial.
Esta sucinta relación de las características de estos movimientos históricos y filosóficos puede
ayudarnos a entender y categorizar las tendencias clave y las tensiones internas que habitan en la cultura
rock. Puesto que surge de la confluencia de varias culturas musicales, rara vez la cultura rock se muestra
unívoca en sus creencias, prácticas o agendas. La compleja genealogía del rock trae consigo la existencia
de varias fracturas en su núcleo, fracturas que quizás sean más visibles en las diversas definiciones de la
autenticidad que compiten entre sí. Si el rock afloró desde una división de las tendencias musicales
masivas para diferenciarse del pop, no tardó en subdividirse, estratificándose internamente en numerosos
bandos y facciones. Aunque los géneros del rock ubican la autenticidad en el centro de su sistema de
valores, no todos la entienden y la expresan de idéntica manera. En rigor, podemos identificar dos grandes
familias según sea su entendimiento de este concepto en el seno del rock: la autenticidad que llamaré
romántica y la autenticidad moderna. A efectos ilustrativos, puede resultar muy útil agrupar algunas de las
expresiones fundamentales de estas dos clases de autenticidad rockera, sin olvidar que sólo se trata de
tendencias y no de rasgos absolutos:
La autenticidad romántica suele encontrarse en: La autenticidad moderna suele encontrarse en:
La tradición y la continuidad con el pasado. La experimentación y el progreso

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Las raíces. Las vanguardias.


La noción de comunidad. La condición de artista.
El populismo. El elitismo.
La creencia en un sonido rock esencial. Un enfoque abierto en lo tocante a los sonidos del rock.
Los estilos folk, blues, country y rock’n’roll. Los estilos pop, soul, clásico y la música entendida como
arte.
Los cambios estilísticos graduales.
Los cambios estilísticos súbitos o radicales.
La sinceridad, la comunicación directa.
La ironía, el sarcasmo, la comunicación indirecta.
Su vivacidad y la expresión en directo.
Su preferencia por la expresión grabada.
Los sonidos naturales.
Los sonidos impactantes.
La ocultación de la tecnología musical.
La celebración de la tecnología.

Estas tendencias sirven simultáneamente para posicionar el rock frente al torrente pop más comercial
y para crear y organizar las diferencias dentro de la cultura rock. Muchos fans del rock rechazarán a los
artistas o los géneros que enarbolan la bandera de la autenticidad moderna por considerarla «artificial»,
mientras que otros muchos despreciarán el rock romántico porque lo encuentran simplista o coartado por
su propio populismo. Es obvio que esta visión dual de la autenticidad puede contribuir a la formación de
escenas y comunidades divergentes, así como a la educación de gustos muy distintos dentro del rock. Aun
cuando existe un acuerdo básico y subyacente establecido entre las distintas versiones del rock en virtud
del cual se requiere un grado mínimo de autenticidad para distinguir al rock de la corrupción de la música
de masas, también es cierto que el desacuerdo en cuanto a la forma que debe adoptar esa autenticidad es
palpable y genera no poca polémica. Con mucha frecuencia se despliegan estas distinciones al objeto de
dividir espacios culturales que de otro modo serían homogéneos —pongamos por caso un suburbio de
clase media de raza blanca—, de modo que esos pequeños detalles sobre los que obsesivamente debaten
los fans pueden convertirse en la única fuente de diferencias entre los individuos.
Es fácil sospechar que los fans de Oasis y los fans de Blur coincidirán en afirmar que su grupo
favorito es el único verdaderamente auténtico, aunque cada facción detectará la autenticidad en una
manifestación diferente. Quizás el valor de Oasis resida en que su música entronca con la tradición
romántica del rock de los sesenta, que la preserva y la continúa en cierta medida, dado que ponen el acento
en las actuaciones en vivo, la expresión directa, y también porque transmiten un cierto populismo
parroquiano, de clase trabajadora, no siendo sus componentes muy distintos de sus fans. En cambio, el
valor de Blur puede responder a su experimentación moderna con varios estilos pop, a la presencia de los
sintetizadores y la importancia del estudio de grabación en su música, al empleo de la ironía, y por esa
idea de pertenencia a la elite del rock, porque son universitarios, y porque «saben» más y son más
conscientes de lo que hacen cuando juegan con las identidades y los sonidos.
Aunque, claro está, Oasis emplea el estudio de grabación con tanta o más pericia que cualquiera, Blur
hace música rock con las guitarras clásicas y ruidosas de los sesenta, y ambos grupos básicamente forman
parte de la misma escena, vagamente definida como el género britpop. Así las cosas, aunque la
identificación de las tendencias romántica y moderna puede ayudarnos a discernir las diferencias entre los
intérpretes o los géneros, lo más habitual es que respondan a una combinación o una mixtura de ambas.
Esta aproximación al concepto de autenticidad en el rock puede aclarar algunas de las contradicciones
aparentes de la cultura rock. Por ejemplo: durante los años setenta se decía que el punk era la antítesis del
rock, un enemigo mortal cuyo objetivo era la destrucción de la cultura rock. Siendo así que el punk
simplemente intentaba satisfacer la apuesta tradicional del rock por la autenticidad y la diferencia,
distinguiéndose así del rock masivo. El movimiento punk bebió de las concepciones modernas de la
autenticidad y se propuso arremeter contra el romanticismo imperante en el rock de aquella década.

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Análogamente, mientras que un nutrido grupo de críticos de rock ven en el artificio la negación de la
autenticidad, yuxtaponiendo las maneras indirectas y lúdicas de David Bowie a la sinceridad y la
inmediatez de Bruce Springsteen, lo que está en juego aquí es la diferencia de los planteamientos
propuestos por las dos familias de la autenticidad. Lo artificial en sí mismo nunca es el fin del artificio en
el rock. Antes bien, el artificio comporta un rechazo deliberado del modo de autenticidad romántico, en
beneficio de una estrategia moderna compleja y matizada donde la habilidad del intérprete para configurar
mundos imaginarios —en lugar de adoptar las formas ya existentes en éste— ocupa el primer plano. A
modo de ejemplo: la androginia deslumbrante de Prince y su sexualidad capciosa resaltaban su condición
de artista diferente, alguien que no atiende a las normas mundanas y opera al margen de las convenciones
de la sexualidad y el género. Al jugar con el artificio del rock, Prince cumple con la prerrogativa del artista
obligado a reinventarse, empleando el artificio como prueba definitiva de su autenticidad moderna.
Podríamos pensar que la autenticidad romántica enfatiza lo rural, mientras que la moderna valora más
lo urbano. Así y todo, buena parte del llamado heartland rock (rock de corazón), como el de Bruce
Springsteen, celebra los callejones urbanos y las azoteas aun cuando se trate de un género mayormente
romántico. Y en contraposición podemos percibir una suerte de inclinación pastoril en algunos grupos
modernos como The Smiths, que utilizan guitarras acústicas o no distorsionadas y la imaginería romántica
como parte de una estrategia moderna de orden superior (esto es, jugar con las políticas de la sexualidad y
el género, algo particularmente apreciable en la subversión que hace Morrissey de los códigos «naturales»
del cantante de rock, aun cuando el virtuosismo técnico de la guitarra de Johnny Marr opere en la
dirección de ese «naturalismo» musical tan característico del rock romántico).
Si bien la mayoría de los intérpretes o los géneros se alinearán en uno u otro lado del tablero, la
complejidad inherente al rock dificulta la clasificación de los géneros y los intérpretes bajo una etiqueta
única, de «romántico» o «moderno». Serán muchos los que se muevan de un lado a otro del tablero. Y
muy numerosos los que trabajen con versiones híbridas del concepto de autenticidad, adoptando
elementos de la autenticidad romántica y entremezclándolos con otros de la moderna. Sirva como ejemplo
el Bob Dylan de mediados de los sesenta, con su mezcla del romanticismo folk y la maestría de sus letras
modernas así como su actitud. La cultura rock favorece y tiende a considerar como más innovadores a
aquellos músicos que despliegan facetas románticas y modernas de la autenticidad más o menos
equitativamente, generando una tensión productiva, como ejemplifican los Sex Pistols en los setenta o
Suede en Jos noventa. En algunas ocasiones los intérpretes cambiarán de una a otra ciase de autenticidad
en el transcurso de sus largas carreras. En este sentido, el caso de U2 es sumamente interesante:
empezaron desde posiciones modernas, experimentando con el sonido, y muy rápidamente se internaron
en una etapa romántica, cuyo clímax alcanzaron con el álbum Rattle and Hum y su celebración del rock
valiente y las tradiciones del blues arraigadas en la zona sur de Estados Unidos. Llegados los noventa, U2
protagonizó un regreso espectacular a sus postulados modernos de formación, con el disco Achttung Baby,
sin llegar a perder su romántica grandeza ni sus ambiciones de un rock épico. Las diferentes formas de la
autenticidad, frotándose unas con otras, alumbran trabajos muy celebrados por su complejidad, energía e
innovación artística.
Aunque hace ya mucho tiempo que nos acostumbramos a percibir estas distintas manifestaciones del
rock como pruebas de las discrepancias fundamentales que existen en torno a su definición, está claro que
todas poseen una coherencia velada. El amplio espectro de géneros y estilos, escenas y comunidades, que
conforma el rock recibe esa denominación precisamente porque todos comparten la apuesta por el valor
global de la autenticidad. Los gestos individuales a la hora de «hacer música seria» pueden variar, las
formulaciones particulares de la autenticidad pueden diferir, y los conflictos generados en su seno pueden
conducirlo hacia delante, produciendo lo que a menudo se percibe como cataclismos o revoluciones
musicales. Sea como fuere, los principios estructurales esenciales del rock permanecieron relativamente
estables en las tres últimas décadas del siglo XX, aun cuando su importancia cultural hubiese entrado en
declive a partir de los años ochenta.

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CONCLUSIÓN
El rock surgió porque un segmento del torrente masivo de la música popular fue asociado con una
anomalía demográfica concreta: un notable incremento de la población joven en los años que siguieron a
la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente, los números del baby boom magnificaron —en lugar de
«ma- sificar»— la cultura juvenil. La visión de la juventud como un segmento subordinado y marginal
permitió que esta nueva cultura dominante siguiera imaginándose como subcultural. A decir verdad, la
juventud de la época de postguerra fue confundida muy a menudo con una subcultura, como resultado de
ser analizada bajo el prisma de la ideología rock. Así fue que el rock nació como un fenómeno de masas
que retuvo sus sensibilidades anti-masas distintivas. La ambiciosa narrativa generacional del baby boom
se convirtió en la historia de la lucha épica de algunos desconocidos que, pese a la adversidad, lograron
situarse en el centro mismo de la sociedad. Su poder adquisitivo legitimaba y dotaba con un significado a
la música para adolescentes, aun cuando esa cultura musical se definiera por su antipatía hacia el
comercio. La noción de derecho y legitimidad característica del rock procedía en buena parte del respaldo
generacional masivo, un respaldo que hizo creer tanto a los músicos de rock como a sus fans que en serio
podían «revolucionar» y cambiar el mundo. Con la disminución del número de baby boomers, disminuyó
también la polémica inducida por el rock. A mediados de los ochenta, ya no estaba tan claro que el rock
encarnase la expresión más poderosa de la crítica de la sociedad de masas. En puridad, había tenido tanto
éxito que ahora el rock sólo era una de sus muchas manifestaciones. Asimismo, las polémicas que habían
marcado el ascenso del rock hasta el lugar destacado que ahora ocupaba en la vida cultural, ya no
contaban con las certidumbres derivadas de una idea coherente de la «juventud».
Como resultado de todo ello, se produjo una mengua en las diferencias percibidas entre las culturas
musicales, tanto así que muchos fans del rock, con independencia de sus verdaderos sentimientos, ya no
osaban condenar tan alegremente aquellos gustos musicales putativos tenidos por «inferiores» o
«alienados». El descenso de la tasa de natalidad desde el año 1960 propició lo que podríamos llamar la
«miniaturización» de la cultura rock. El hecho de que un sector clave del rock contemporáneo reciba el
nombre de «alternativo» —un término que describe un aspecto concreto de toda la ideología rock—
insinúa una capitulación, un abandono de la ambición y el proselitismo que caracterizaron la expansión
del rock durante las décadas de los sesenta y setenta. Lo «alternativo» certifica la pérdida del deseo
original del rock de transformar las tendencias dominantes, su intención de «corregir» los errores del gusto
de las masas, y a partir de ahí cambiar el mundo. En lugar de ello, el miniaturizado contingente de los fans
del rock alternativo se ha resignado a constituir tan sólo un segmento más en un mercado fragmentado,
ajustando sus expectativas y sus experimentos musicales a la cultura musical de escala reducida heredera
del baby boom.
Otra situación que ha motivado la integración del rock en la cultura musical de masas es que ha sido
víctima de su propio éxito a la hora de transformar las concepciones populares de lo que es la música
popular y lo que ésta puede hacer. Por un lado, el rock ya no ocupa el centro de la música popular, ya no
capitanea las fuerzas ni dirige la atención ni goza del respeto que alguna vez tuvo. Por otro lado, con la
«miniaturización», con la reducción de la escala de sus ambiciones y su público, sus valores culturales se
han atomizado y dispersado por un amplio abanico de campos musicales. La autenticidad, la rebelión, la
oposición, la legitimidad artística y la seriedad ahora constituyen rasgos prominentes de culturas
musicales que en otros tiempos carecían de ellos o minimizaban su importancia. Ahora, el worldbeat, la
música dance, el new country y una extensa variedad de formas semejantes pretenden y conforman su
propia legitimidad esgrimiendo estos términos, y desafían su trivialización histórica desplegando toda una
batería de conceptos derivados del rock para reivindicar su valía.
Finalmente, el desarrollo por parte del rock de una cultura «anti-masas» en gran escala es
probablemente el primer y más influyente ejemplo de una tendencia de alcance más amplio. La
celebración por parte de las tendencias masivas de las actitudes de oposición y los gustos de los segmentos
subculturales o subordinados de la sociedad, supone un avance muy significativo en el seno de la vida

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contemporánea. Antes del nacimiento del rock, las culturas baja y elevada, las tendencias masivas y las
marginales, constituían entes claramente diferenciados. Una vez que el rock consiguió romper el vínculo
simbólico entre la cultura de masas y el conformismo inconsciente, fue posible establecer nuevas
distinciones en el terreno de lo popular, expresar sensibilidades de oposición a través de una cultura de
masas comercial y vehiculada por los medios de comunicación. El rock colaboró en la reordenación de las
relaciones entre las culturas dominantes y las dominadas, produciendo algo que era a la vez marginal y
general, opuesto a las masas y masivo, subordinado y dominante. Si durante mucho tiempo el rock ha
constituido el modelo más convincente de lo que podemos denominar la cultura «subdominante», algunos
de sus rasgos definitorios han empezado a percibirse en otras áreas de la vida cultural. Así, la oposición a
la «masa» que actúa desde la masa misma prevalece en la cultura comercial de nuestros días. Pensemos en
los villanos de las películas convertidos en estrellas, en la princesa del pueblo que rompe el protocolo, en
los programas de entrevistas sensacionalistas y explícitos, en los dibujos animados escatológicos de la
televisión, o los agentes del FBI, que en la ficción operan al margen de la ley y la organización a la que
pertenecen y, a veces, más allá de toda racionalidad. Todos estos ejemplos ilustran la dispersión de los
impulsos culturales subdominantes por zonas alejadas del rock, su verdadero lugar de origen

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