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Graciela Montes /Cuentos con odos y más

Así nació Nicolodo1

Graciela Montes

Papitodo era principalmente un odo, así que usaba flequillo y


zapatos redondos. Y era amable con todos. Por ejemplo, jamás
pasaba al lado de una hormiga sin decirle buenos días y los
gusanos, que son un poco lentos, los dejaba pasar primero.
Como bien se sabe, los odos suelen vivir en latitas de
azafrán, pero Papitodo alquilaba un cuarto en la Lata de Arvejas del
odo Pancho porque en ese tiempo escaseaban mucho las latitas.
Papitodo era pintor. Pintaba los faroles de la plaza, las chimeneas de los
caracoles, los pasillos de las casas de las hormigas y, si lo dejaban, era capaz de
pintar los pastitos uno por uno, porque Papitodo era un pintor de alma y le
encantaba pintar, de colorado y de azul, a rayas y a cuadritos, del revés y del
derecho, con brocha y con pincel. Así se iba a trabajar muy contento todas las
mañanas.
Sin embargo, un día viernes se asomó afuera, vio que el cielo estaba gris, se
puso a llorar hojitas y dijo:
—Los viernes siempre llueve. (Aunque no era cierto. Pero Papitodo estaba
tristón y se le daba por pensar cosas tristonas.)
Se tomó dos o tres mates, mordisqueó un pastito, se puso el mameluco, se
agarró un tarrito de pintura y pensó con un suspiro: “Estoy muy solo. Hoy pintaría
todos los pastitos de negro” (Por suerte no se conseguía negro por esa zona, así
que los pastitos pudieron seguir siendo verdes.) Y se fue caminando hacia la parada
del ciempiés, tan distraído que casi se lleva por delante un cartel amarillo que decía:
“Lentejas. Botones chicos. Caramelos. También hay paraguas”
“Eso , eso, paraguas”, se dijo Papitodo. “Hoy seguro que llueve”
Y sin pensarlo dos veces golpeó la latita del cartel.
—¿Tiene paraguas? —preguntó en cuanto vio que alguien levantaba la tapita.

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Montes, Graciela (1986) Así nació Nicolodo. Colección: Los cuentos del Chiribitil Nº5. Buenos Aires:
Centro Editor de América Latina. Este cuento fue publicado por primera vez en 1977, por la misma
editorial

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—Tengo lentejas, botones chicos y caramelos. Y también un paraguas


colorado. Si quiere se lo puedo prestar —dijo Mamitoda, que estaba muy linda con
su flequillo recién peinado.
Papitodo la miró, la miró, se puso muy colorado y enseguida se enamoró. Y,
como ya se había olvidado del paraguas, se llevó dos lentejas, un botón de cuatro
agujeros y medio caramelo; todo lo que podía cargar. Y dijo hasta mañana.
Mamitoda se miró los pies porque era un poco tímida y se pasó la mano por la
cabeza para ver si estaba bien peinada.
Papitodo estaba contentísimo, tan contento que casi se equivoca de ciempiés
y se toma el que iba al Terreno de Enfrente. Mientras pintaba los faroles de La Plaza
Grande, cantaba:
Los viernes siempre hay sol,
siempre hay sol,
siempre hay sol,
sieeeeeeempre hay sooooooool. (Aunque no era cierto)

Al día siguiente se lustró los zapatos, se puso un chaleco a rayas y fue a la


latita de Mamitoda. Golpeó dos veces y, en cuanto oyó que alguien levantaba la
tapita, dijo rápido rápido para no sentir vergüenza:
—Casáte conmigo. Andá, dale, casáte.
Mamitoda se había vestido de azul y dijo que sí, que se casaba porque ella
también estaba enamorada.
Ese día se fueron a tomar un pastito helado a la plaza y el miércoles, bien
temprano, hicieron las valijas y se mudaron al Terreno de Enfrente porque les
habían dicho que allí era más fácil encontrar latitas de azafrán vacías.
Papitodo pintaba faroles y chimeneas y Mamitoda vendía lentejas, botones
chicos y caramelos. Los domingos de tarde iban al charco a pasear en sapo.
Un día como otros días Mamitoda dijo tocándose la panza:
—Me parece que va a nacer Nicolodo.
—A mí también me parece –dijo Papitodo después de mirarla un rato.
Y así nació Nicolodo. Y después nacieron sus hermanitos.

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Nicolodo viaja al País de la Cocina2


Graciela Montes

Hubo un tiempo en que el Fondo del Jardín estaba


lleno, llenísimo de odos. Había odos chicos y medianos,
odos gordos y odos flacos, odos morochos, rubios y
pelirrojos. Había unos odos muy estudiosos que se
llamaban doctodos y otros odos más bien tímidos que se
escondían detrás de las hojas del laurel.
Los odos vivían en latitas de azafrán y jugaban al
fútbol con arvejas. Y se llevaban bien con todo el mundo,
con los grillos, con las hormigas y con los gusanos.
Los odos son buena gente: trabajan y juegan o juegan y trabajan, según el
día. Menos los odos chicos, que juegan y juegan, porque para eso son chicos, qué
tanto.
Nicolodo era un odo mediano, más bien chico, aunque ya usaba pantalones
largos y zapatos redondos. Pero Nicolodo trabajaba. Era mecánico de escarabajos
en la calle del Hormiguero, cerca de la Plaza Margarita.
Nicolodo se despertaba muy temprano todas las mañanas. Se peinaba el
flequillo con un peine de tres dientes y salía a buscar su desayuno. Los odos
desayunan siempre al aire libre: toman dos o tres gotas de agua con pajita y se
comen un pastito. (A Nicolodo le encantaba mojar el pastito en el agua antes de
comérselo).
Después del desayuno Nicolodo se iba al taller silbando bajito para no
despertar al grillo Gardelito, que se había pasado la noche cantando tangos. Y al
llegar al taller agarraba el destornillador y la llave inglesa y se ponía a arreglarles las
alas y las patitas a los escarabajos, que como andan mucho siempre se
descomponen.
Pero un día Nicolodo quiso viajar. Se despidió de Gardelito, de la hormiga
Andrea, siempre tan atareada, y del gusano Arístides. Pidió licencia en el taller y se
fue caminando ando ando ando por la ruta Tres. Cruzó la Frontera de los Rosales,

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Cuento publicado en Buenos Aires (1977) por el Centro Editor de América Lantina,
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atravesó el Desierto del Patio y ya era casi de noche cuando llegó al País de la
Cocina, del que tanto le habían hablado las hormigas.
Justo, justo en el medio de la cocina estaba Cristina, que acababa de
encender la luz y se estaba poniendo el delantal para preparar la comida. Cristina
era enorme, enormísima, enormisimísima, lo más enorme que había visto Nicolodo
en toda su vida. Las rayas de la blusa le parecían grandes avenidas azules. En un
bolsillo de ese delantal bien podían vivir siete familias de odos y un par de grillos.
Nicolodo estaba más bien asustado. Todo, todo era grande. Las cacerolas
parecían rascacielos redondos con manija y la pileta llena de agua era como el mar.
Así que Nicolodo se fue acurrucando detrás de un montón de huevos,
calladito y un poco arrepentido de haber salido de viaje solo a un país tan extraño.
Pobrecito Nicolodo. Creía que no lo iban a ver, pero Cristina dijo:
—Me parece que voy a hacer una tortilla.
Así que peló las papas y las cortó en rodajas, y después agarró un huevo, y
después otro huevo, y otro huevo más, y detrás del cuarto huevo estaba Nicolodo,
tapándose los ojos para que no lo vieran. Cristina no dijo OH ni AY ni HUIA ni HOLA
ni nada porque era buena y enseguida se dio cuenta de que las cosas chicas se
asustan si uno les grita. Entonces hizo como que no veía y se puso a batir los
huevos sin hacer demasiado ruido.
Nicolodo espió primero con un ojo y después con el otro y después con los
dos, y cuando vio que todo seguía igual y que Cristina era una giganta amable y
comprensiva, empezó a mover las patitas, que es lo que hacen los odos cuando
están contentos.
Cristina levantó un dedo (a Nicolodo le pareció que era el Obelisco) y después
lo bajó despacio y le acarició el flequillo. Era un dedo inmenso, pero suavecito, y
Nicolodo se sintió feliz.
Después Cristina puso dos gotas de leche y dos gotas de agua, un
montoncito de mermelada, una miga de pan y un pedacito de lechuga, para que
Nicolodo eligiera. Nicolodo eligió el agua y la lechuga, que era lo más parecido al
pastito. Y después de comer se quedó dormido en el fondo de una cuchara sopera.
Cristina y Nicolodo no se hablaron, pero se hicieron muy, muy amigos.
A la mañana siguiente Nicolodo regresó a su casa. Salió del País de la
Cocina, atravesó el Desierto del Patio, cruzó la Frontera de los Rosales y ya era casi

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de noche cuando llegó a su latita de azafrán. Estaba por ponerse la tapita para
dormir cuando oyó a Gardelito que le preguntaba:
— ¿Qué tal el viaje, Nicolodo?—
—- Lindo, lindo— dijo Nicolodo, y se quedó dormido sin cerrar la latita. Pero
antes de ponerse a soñar pensó: “Si junto unos pesos la semana que viene me hago
otra visita al País de la Cocina”.

Teodo3
Graciela Montes

Teodo vivía ahí nomás, en el Fondo del Jardín, cerquita de todo el mundo,
pero como era un odo muy tímido casi nadie lo conocía por el nombre.
Teodo usaba el flequillo bien largo para taparse la cara y andaba siempre
escondido detrás de una hoja de laurel.
Teodo era muy amable y todas las mañanas saludaba; claro que los buenos
días le salían en voz tan baja pero tan bajita que a gatas si algún gusano violinista le
oía un ao ao ao cuando se cruzaba con él por el camino.
Teodo también vivía en una latita de azafrán, como casi todos los odos, pero
en lugar de pintarla de amarillo o de colorado o de azul, él la había pintado de verde
oscuro y la había empujado debajo de un malvón, para poder mirar sin que lo vieran
desde detrás de las hojas.
Teodo no era mecánico, como Nicolodo, ni albañil, como Odoacro, ni
carpintero, como Odosio. En realidad nadie sabía bien en qué trabajaba Teodo,
porque no usaba mameluco ni gorro ni rastrillo.
Pero trabajaba, eso sí. Cualquiera se daba cuenta de que Teodo trabajaba
mucho. Iba y volvía, pasaba y cruzaba tan apurado y tan cargado que, si no hubiera
sido porque era tirando a redondo y flequilludo lo habrían confundido con una
hormiga.
A veces llegaba cansadísimo hasta su lata, después de una recorrida,
trayendo entre los brazos un pedacito de tela, o una tuerca y un hilito, un alambre

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Montes, Graciela (1987) Teodo. Colección: Los cuentos del Chiribitil Nº5. Buenos Aires: Centro
Editor de América Latina. Este cuento fue publicado por primera vez en 1978 por la misma editorial.
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roto, algún tornillo, un cachito de madera, un botón, y lo escondía todo junto al tallo
del malvón.
También se lo oía martillar y aserrar y golpetear y tintinear y rasquetear y
cepillar, y los que pasaban cerca de ese malvón oían tric y trac, y pum y pam, y chic
y chac, y crash y trash, y rrron y rrran.
Hubo noches en que las luciérnagas más curiosas se acercaron con sus
linternas para espiar entre las hojas. Pero Teodo dormía y dormía y soñaba dentro
de su lata y no se oía ni siquiera un pum o un pam.
Un lunes bien temprano Teodo puso un cartel chiquito y un poco escondido
que decía: INVENTODO.
—¿Inventodo? ¿y qué inventa?— preguntaron enseguida las hormigas, que
ya se sabe que son de lo más inquietas. Y no sólo las hormigas. También los
gusanos y los caracoles y los grillos y las abejas y las mariposas y los ciempiés y las
arañas y los demás odos compañeros, todos todos fueron a peguntar.
Cuando Teodo vio tantos vecinos formados delante del malvón no se animó a
salir, pero levantó un poco la tapa de su latita, espió con un ojo y dijo:
—Buenos días.
Claro que lo único que le salió fue ao ao ao o, mejor dicho, ao ao ao, porque
casi no se oía.
—Buen día, don— respondió una hormiga muy atenta y un poco
confianzuda— Aquí veníamos a peguntar que qué es eso de “inventodo”·
¿”Inventodo” de “inventar”? ¿Y qué inventa?
Teodo estaba más nervioso que nunca y sentía mucha vergüenza. Quiso
ponerse a explicar y como lo único que le salió fue un , ao ao ao, que parecía un
suspiro se metió atrás del malvón y empezó a sacar afuera unos aparatos de lo más
raros, llenos de ruedas y de ruidos.
Las hormigas fueron las primeras en meterse debajo del malvón para ver
mejor.
—¿Y esto qué es? —preguntaron dos o tres al mismo tiempo acercándose a
un invento bastante simpático, con tres patas cortas y una rueda con manija.
Los gusanos ya estaban recorriendo una máquina grandota, llena de tornillos
y de piolines, y tres odos muy discretos hacían comentarios en voz baja acerca de
un carrito de dos ruedas.

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El sapo, que acababa de llegar a los saltos y todavía estaba mojado, se


quedó con la boca abierta mirando una carretilla petisa con las manijas muy largas.
—¿Y esto? ¿Y esto? —preguntaron todos.
El malvón de Teodo estaba más lleno que el ciempiés de las siete de la
mañana. El único que no estaba era Teodo. Se había metido en la latita y estaba
dele escribir papelitos. Cuando salió tenía como seis o siete o quince carteles y los
fue poniendo al lado de los inventos.
“Afiladora para aguijones de abejas”, decía uno. “Carretilla para que cincuenta
hormigas se lleven a su casa todo un árbol”, decía otro. “Taxicarro para caracoles
apurados. Anda a gorrión o a sapo”. “Máquina para desenredar telarañas”. “Aparato
para atarles los cordones a las zapatillas a los ciempiés”. “Aerosol para pintar las
alas de las mariposas”
Todos dijeron que los inventos de Teodo eran muy lindos y muy útiles, y los
ciempiés empezaron a formar fila delante de los atacordones, y las mariposas se
empujaban para ser las primeras en probar el aerosol verde esmeralda, y los
caracoles apurados eran tantos que habrían hecho falta diez carritos, y un batallón
de hormigas ya había empezado a cargar de hojas y de hojitas la carretilla, y había
como tres arañas con las telas enredada delante de la máquina de desenredar.
Teodo estaba muy colorado, pero también un poquito azul de puro contento, y
aunque extrañaba el silencio de su malvón escondido, se sentía feliz de tener tantos
amigos.
—¡Qué odo tan popular! -le dijo un caracol que hacía cola a una mariposa
verde esmeralda.
Y Teodo dijo fuerte, bien fuerte:
—AO

Sanchodo Curador4
Graciela Montes

Aunque parezca mentira, hasta el odo más pintado se lastima a veces o se


enferma. Así que en el Fondo del Jardín, en el Terreno de Enfrente (y en cualquier
otro oderío como la gente), además de odos carpinteros y odos pintores, de odos

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Este cuento fue publicado por primera vez en marzo de 1984 en la revista infantil: Humi, Año II,
Nº33, Buenos Aires; Ediciones de la Urraca. Reproducido en Imaginaria con autorización de la autora.
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mecánicos, de musicodos, de odos viajeros y de inventodos tímidos, hay algunos


doctodos que se ocupan de curar.
Por ejemplo: un odo aventurero que llega de su viaje con moretones y
raspones se va enseguida a la latita de azafrán del doctodo Dos, que le pone vendas
y le hace sana sana.
En cambio, los odos con dolor de panza de tanto comer trébol y ligustrina se
van corriendo a ver al doctodo Tres para que les haga un té de margarita.
Pero cuando un odo está violeta o verde limón lo mejor que puede hacer es ir
cuanto antes a la casa de Sanchodo Curador.
Como bien se sabe, cuando a un odo le viene la tristeza primero pone cara de
triste, después llora hojitas y termina por ponerse verde limón. En cambio los odos
asustados primero ponen cara de asustados, después dicen LU y después se ponen
violeta violeta. Y el único que sabía qué hacer con un odo violeta o verde limón era
Sanchodo Curador.
Primero se acomodaba bien los anteojos (que, como los odos tienen poca
nariz, siempre se les andaban cayendo), después miraba bien bien, le hacía un
mimo en el flequillo al enfermo y preguntaba:
—¿Y usted por qué anta tan tristón, amigo?
O si no:
—¿Qué le pasa que se lo ve tan asustado, compañero?
Y ahí nomás el odo empezaba a perder verde limón o a perder violeta y se le
iba pasando la tristeza y el susto mientras contaba y contaba. Después, un caldito
de helecho y a casa. Así siempre.
Pero un día Sanchodo Curador tuvo que vérselas con un caso muy difícil.
Estaba tomándose unos mates con Teodo, en la puerta de la lata, cuando de pronto
la ve a Odana, que venía corriendo a todo lo que le daban los zapatos y gritando:
—¡Don Sanchodo, don Sanchodo! ¡Si usted viera!
—¿Qué pasa, Odana? —preguntó Sanchodo Curador bajándose del trébol.
—Odosio está metido debajo de una piedra, más violeta que no sé qué, y no
dice nada, nada más que LU LU LU todo el tiempo. Me parece que es grave, don
Sanchodo.
Cuando llegaron a la piedra ya estaban reunidos el grillo Gardelito, Nicolodo,
la Mariposa del Jazmín, tres vaquitas de San Antonio que venían de hacer las

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compras y cuatro odos chicos que estaban jugando al fútbol en la canchita del
malvón.
Claro que todos se hicieron a un lado cuando lo vieron venir a Sanchodo
Curador. Al fin de cuentas era el único que sabía algo de odos asustados.
Sanchodo se acomodó los anteojos, miró lo mejor que pudo el pedacito de
Odosio que se veía debajo de la piedra y dijo, como siempre:
—¿Qué le pasa que se lo ve tan asustado, compañero?
Pero Odosio no estaba para contestar preguntas. Lo único que se oyó fueron
tres LUS y dos suspiros.
—Lo habrá asustado algún sapo —sugirió Gardelito.
—O un grillo burlón — le retrucó Humberto, el sapo.
—O un gusano con careta.
Sanchodo Curador se acariciaba las orejas porque estaba pensando con
mucha fuerza.
—Hay que averiguar —dijo por fin—. Y para averiguar hay que ir. Y de ir,
mejor que vayamos todos, así no nos asustamos.
Entonces Renato, el gusano, se metió debajo de la piedra y le preguntó a
Odosio dónde se había asustado y Odosio dijo LU LU LU LU LU, como cinco veces,
y señaló hacia el Patio.
Ese mismo día se pusieron en marcha nueve odos, dos grillos, tres vaquitas
de San Antonio y cuatro gusanos. Por suerte el sapo Humberto también iba,
haciendo de colectivo, así que tanto no tardaron.
Cuando llegaron a la Frontera de los Rosales, Sanchodo Curador les dijo a
todos que se bajaran de Humberto y que siguieran a pie, despacito y agarrados de la
mano, para no ponerse violetas. Y despacito despacito, a pasito de odo, a salto de
grillo y a panzada de gusano, llegaron hasta la primera baldosa. Allí empezaba el
Desierto del Patio.
De pronto todos los odos gritaron LU y los grillos y los gusanos y las vaquitas
de San Antonio y el sapo Humberto, que no sabían gritar LU, dijeron ¡Oia! Porque
ahí no más, tomando sol como si tal cosa, estaba el gato Pato con todos sus
bigotes.
Violeta lo que se dice violeta no se pusieron, pero un poco lila sí. Y no es que
el gato Pato fuese un gato demasiado grande, pero hay que tener en cuenta que los
odos son tirando a muy chicos.
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Sanchodo Curador se dio cuenta de que tenía que pasar al frente, y se


adelantó una baldosa roja. Y después otra blanca. Y después otra roja. Y cuando
estaba casi casi al lado de los bigotes, el dueño de los bigotes abrió un ojo verde. A
Sanchodo le pareció el portón de un garage. Y justo cuando estaba por ponerse
violeta violeta el portón volvió a cerrarse.
Sanchodo se acomodó los anteojos, se peinó el flequillo y dijo:
—Este gato no es para asustar a nadie.
Y mientras volvían al Fondo, montados en Humberto, pensaba que un día de
ésos iba a volver al Desierto del Patio, para preguntarle al gato qué se opinaba por
allí del caldo de helecho tibio.

Algunos datos acerca de los odos

Los odos son chiquitos.


Los odos usan flequillo y zapatos redondos.
Los odos juegan al fútbol con arvejas.
Los odos viven en latitas de azafrán.
La mayor parte de los odos viven en el Fondo del Jardín o en
el Terreno de Enfrente.
Los odos comen pasto. También toman mate.
Los odos no vuelan.
Es muy común ver a un odo sentado arriba de un trébol
petiso.
Cuando saludan, los odos dicen: AO.

Cuando están asustados, los odos dicen: LU.

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Sapo verde5
Graciela Montes

Humberto estaba muy triste entre los yuyos del charco.


Ni ganas de saltar tenía. Y es que le habían contado
que las mariposas del Jazmín de Enfrente andaban diciendo
que él era sapo feúcho, feísimo y refeo.
—Feúcho puede ser —dijo, mirándose en el agua
oscura—, pero tanto como refeo... Para mí que exageran...
Los ojos un poquitito saltones, eso sí. La piel un poco gruesa,
eso también. Pero ¡qué sonrisa!
Y después de mirarse un rato le comentó a una mosca curiosa pero prudente
que andaba dándole vueltas sin acercarse demasiado:
—Lo que a mí me faltan son colores. ¿No te parece? Verde, verde, todo
verde. Porque pensándolo bien, si tuviese colores sería igualito, igualito a las
mariposas.
La mosca, por las dudas, no hizo ningún comentario.
Y Humberto se puso la boina y salió corriendo a buscar colores al Almacén de
los Bichos.
Timoteo, uno de los ratones más atentos que se vieron nunca, lo recibió,
como siempre, con muchas palabras:
—¿Qué lo trae por aquí, Humberto? ¿Anda buscando fosforitos para cantar
de noche? A propósito, tengo una boina a cuadros que le va a venir de perlas.
—Nada de eso, Timoteo. Ando necesitando colores.
—¿Piensa pintar la casa?
—Usted ni se imagina, Timoteo, ni se imagina.
Y Humberto se llevó el azul, el amarillo, el colorado, el fucsia y el anaranjado.
El verde no, porque ¿para qué puede querer más verde un sapo verde?
En cuanto llegó al charco se sacó la boina, se preparó un pincel con pastos
secos y empezó: una pata azul, la otra anaranjada, una mancha amarilla en la
cabeza, una estrellita colorada en el lomo, el buche fucsia. Cada tanto se echaba
una ojeadita en el espejo del charco.

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Publicado originalmente en 1978, Buenos Aires: colección Los cuentos del Chiribitil, Centro Editor

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Cuando terminó tenía más colorinches que la más pintona de las mariposas.
Y entonces sí que se puso contento el sapo Humberto: no le quedaba ni un cachito
de verde. ¡Igualito a las mariposas!
Tan alegre estaba y tanto saltó que las mariposas del Jazmín lo vieron y se
vinieron en bandada para el charco.
—Más que refeo. ¡Refeísimo! —dijo una de pintitas azules, tapándose los ojos
con las patas.
—¡Feón! ¡Contrafeo al resto! —terminó otra, sacudiendo las antenas con las
carcajadas.
—Además de sapo, y feo, mal vestido —dijo una de negro, muy elegante.
—Lo único que falta es que quiera volar —se burló otra desde el aire.
¡Pobre Humberto! Y él que estaba tan contento con su corbatita fucsia.
Tanta vergüenza sintió que se tiró al charco para esconderse, y se quedó un
rato largo en el fondo, mirando cómo el agua le borraba los colores.
Cuando salió todo verde, como siempre, todavía estaban las mariposas
riéndose como locas.
—¡Sa-po verde! ¡Sa-po verde!
La que no se le paraba en la cabeza le hacía cosquillas en las patas.
Pero en eso pasó una calandria, una calandria lindísima, linda con ganas, tan
requetelinda, que las mariposas se callaron para mirarla revolotear entre los yuyos.
Al ver el charco bajó para tomar un poco de agua y peinarse las plumas con el
pico, y lo vio a Humberto en la orilla, verde, tristón y solo. Entonces dijo en voz bien
alta:
—¡Qué sapo tan buen mozo! ¡Y qué bien le sienta el verde!
Humberto le dio las gracias con su sonrisa gigante de sapo y las mariposas
del Jazmín perdieron los colores de pura vergüenza, y así anduvieron, caiduchas y
transparentes, todo el verano.

de América Latina. Reproducido en Imaginaria con autorización de la autora.


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El cumpleaños de Cristina6
Graciela Montes

Cristina tenía sus cosas. Por ejemplo: le encantaban los bolsillos.


Y tenía bolsillos en la pollera, bolsillos en la blusa, bolsillos en el saco,
bolsillos en el delantal, y hasta en las medias y en el poncho tenía bolsillos.
Cristina pensaba que los bolsillos eran buenos, porque servían para guardar
Cosas Chicas, esas que andan por el suelo sin dueño, como las piedritas y las
vaquitas de San Antonio, y las plumas rotas de los gorriones, y las hojas secas, y los
copitos de hollín que bajan flotando de las chimeneas. Así que Cristina siempre los
tenía llenos y gordos y pesados de Cosas.
A Cristina todos la conocían en el barrio, porque cuando había viento el
poncho lleno de flecos se le inflaba como la carpa de un circo. Los vigilantes la
miraban de costado porque siempre les había parecido sospechosa y los chicos le
decían chau y le mostraban las figuritas.
Cuando Cristina llegaba a la feria se llevaba a todos por delante, porque se
tapaba los ojos para no verles la cara de tristes a los pescados.
—Hola, Cristina —la saludaba de lejos el papero.
—Hola, don Aníbal— decía Cristina, y se quedaba con él un rato largo,
porque don Aníbal, además de papas grandes y papas chicas, tenía cajones llenos
de batatas con Forma: batata en forma de elefante, batata con nariz, batata-caracol
pero con patas.
Cristina vivía en una casa chica que era pura Cocina y tenía un gato que se
llamaba Pato y que era tan friolento que en invierno no se animaba a salir si no era
con polera y guantes rojos.
El jueves a la mañana, mientras mojaba el pan con manteca en el mate
cocido, Cristina se dio cuenta de que era su cumpleaños, pero por mucho que pensó
con cara de pensar mucho no pudo acordarse de cuántos cumplía. Así que se puso
el resto del pan en la boca, se lo tragó, se rió un poco y dijo:
—Más de un año es, pero no sé cuantos.
Los días de cumpleaños también son días y Cristina se puso el poncho y se
fue a la calle, a juntas Cosas y a mirar batatas.

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Montes, Graciela. (1987) El cumpleaños de Cristina. Buenos Aires: colección Los cuentos del
Chiribitil, Centro Editor de América Latina. Publicado por primera vez en 1978 por la misma editorial.
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En cuanto se cerró la puerta el gato Pato dijo:


—Ron —-y guardó las patitas contra la panza.
Y los de la Cocina entendieron bien y se pusieron a trabajar enseguida. Como
le conocían los gustos a Cristina no le hicieron un bizcochuelo sino una tortilla bien
jugosa.
Los huevos se tiraron de a uno contra el borde del plato y se abrieron como
solcitos panzones, y el tenedor, en cuanto los vio, se pudo a bailar encima de ellos
como un descosido.
Las papas, muy prolijitas, formaban fila frente al cuchillo, y de vez en cuando
los retaban porque les dejaba pedacitos de piel y no le salían bien parejas las
rodajas.
La sal y el aceite llegaron un poco apurados pero a tiempo, justo cuando el
fuego se encendía de un chispazo y la sartén se acomodaba en la hornalla.
El gato Pato vigilaba con los ojos. abriéndolos un poco y cerrándolos mucho.
Cuando llegó Cristina, con los bolsillos llenos y la nariz colorada de frío, sobre
la mes de la Cocina había una tortilla bien redonda y jugosa con dos velitas, porque
todos sabían que cumplía más de uno, pero no sabían cuántos. El gato Pato le frotó
las piernas con el cuello y dijo ron ron, dos veces, porque ese era un día especial.
Cristina se puso contenta, tan contenta que se le reventaron todos los
bolsillos y las vaquitas de San Antonio que estaban en los de la media le empezaron
a ir y venir por el zapato y las hojas secas se le montaron al hombro para contarle
secretos en la oreja, y los granitos de hollín empezaron a flotar en el aire como nieve
negra y una batata en forma de canario se puso a cantar junto a la ventana.
Y el fuego echaba estrellas de colores. Y las cacerolas aplaudían como locas
con las tapas. Y como todos hablaban al mismo tiempo no se oía más que
peñosfelizcumplelizpleñoscumplé, pero Cristina entendió de lo más bien y después
de reírse un buen rato apagó de un soplido las velitas y empezó a comerse la tortilla
y a mojar el pan en el juguito.

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