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Graciela Montes
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Montes, Graciela (1986) Así nació Nicolodo. Colección: Los cuentos del Chiribitil Nº5. Buenos Aires:
Centro Editor de América Latina. Este cuento fue publicado por primera vez en 1977, por la misma
editorial
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Cuento publicado en Buenos Aires (1977) por el Centro Editor de América Lantina,
Profesora Matilde Orciuoli 3
Graciela Montes /Cuentos con odos y más
atravesó el Desierto del Patio y ya era casi de noche cuando llegó al País de la
Cocina, del que tanto le habían hablado las hormigas.
Justo, justo en el medio de la cocina estaba Cristina, que acababa de
encender la luz y se estaba poniendo el delantal para preparar la comida. Cristina
era enorme, enormísima, enormisimísima, lo más enorme que había visto Nicolodo
en toda su vida. Las rayas de la blusa le parecían grandes avenidas azules. En un
bolsillo de ese delantal bien podían vivir siete familias de odos y un par de grillos.
Nicolodo estaba más bien asustado. Todo, todo era grande. Las cacerolas
parecían rascacielos redondos con manija y la pileta llena de agua era como el mar.
Así que Nicolodo se fue acurrucando detrás de un montón de huevos,
calladito y un poco arrepentido de haber salido de viaje solo a un país tan extraño.
Pobrecito Nicolodo. Creía que no lo iban a ver, pero Cristina dijo:
—Me parece que voy a hacer una tortilla.
Así que peló las papas y las cortó en rodajas, y después agarró un huevo, y
después otro huevo, y otro huevo más, y detrás del cuarto huevo estaba Nicolodo,
tapándose los ojos para que no lo vieran. Cristina no dijo OH ni AY ni HUIA ni HOLA
ni nada porque era buena y enseguida se dio cuenta de que las cosas chicas se
asustan si uno les grita. Entonces hizo como que no veía y se puso a batir los
huevos sin hacer demasiado ruido.
Nicolodo espió primero con un ojo y después con el otro y después con los
dos, y cuando vio que todo seguía igual y que Cristina era una giganta amable y
comprensiva, empezó a mover las patitas, que es lo que hacen los odos cuando
están contentos.
Cristina levantó un dedo (a Nicolodo le pareció que era el Obelisco) y después
lo bajó despacio y le acarició el flequillo. Era un dedo inmenso, pero suavecito, y
Nicolodo se sintió feliz.
Después Cristina puso dos gotas de leche y dos gotas de agua, un
montoncito de mermelada, una miga de pan y un pedacito de lechuga, para que
Nicolodo eligiera. Nicolodo eligió el agua y la lechuga, que era lo más parecido al
pastito. Y después de comer se quedó dormido en el fondo de una cuchara sopera.
Cristina y Nicolodo no se hablaron, pero se hicieron muy, muy amigos.
A la mañana siguiente Nicolodo regresó a su casa. Salió del País de la
Cocina, atravesó el Desierto del Patio, cruzó la Frontera de los Rosales y ya era casi
de noche cuando llegó a su latita de azafrán. Estaba por ponerse la tapita para
dormir cuando oyó a Gardelito que le preguntaba:
— ¿Qué tal el viaje, Nicolodo?—
—- Lindo, lindo— dijo Nicolodo, y se quedó dormido sin cerrar la latita. Pero
antes de ponerse a soñar pensó: “Si junto unos pesos la semana que viene me hago
otra visita al País de la Cocina”.
Teodo3
Graciela Montes
Teodo vivía ahí nomás, en el Fondo del Jardín, cerquita de todo el mundo,
pero como era un odo muy tímido casi nadie lo conocía por el nombre.
Teodo usaba el flequillo bien largo para taparse la cara y andaba siempre
escondido detrás de una hoja de laurel.
Teodo era muy amable y todas las mañanas saludaba; claro que los buenos
días le salían en voz tan baja pero tan bajita que a gatas si algún gusano violinista le
oía un ao ao ao cuando se cruzaba con él por el camino.
Teodo también vivía en una latita de azafrán, como casi todos los odos, pero
en lugar de pintarla de amarillo o de colorado o de azul, él la había pintado de verde
oscuro y la había empujado debajo de un malvón, para poder mirar sin que lo vieran
desde detrás de las hojas.
Teodo no era mecánico, como Nicolodo, ni albañil, como Odoacro, ni
carpintero, como Odosio. En realidad nadie sabía bien en qué trabajaba Teodo,
porque no usaba mameluco ni gorro ni rastrillo.
Pero trabajaba, eso sí. Cualquiera se daba cuenta de que Teodo trabajaba
mucho. Iba y volvía, pasaba y cruzaba tan apurado y tan cargado que, si no hubiera
sido porque era tirando a redondo y flequilludo lo habrían confundido con una
hormiga.
A veces llegaba cansadísimo hasta su lata, después de una recorrida,
trayendo entre los brazos un pedacito de tela, o una tuerca y un hilito, un alambre
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Montes, Graciela (1987) Teodo. Colección: Los cuentos del Chiribitil Nº5. Buenos Aires: Centro
Editor de América Latina. Este cuento fue publicado por primera vez en 1978 por la misma editorial.
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Graciela Montes /Cuentos con odos y más
roto, algún tornillo, un cachito de madera, un botón, y lo escondía todo junto al tallo
del malvón.
También se lo oía martillar y aserrar y golpetear y tintinear y rasquetear y
cepillar, y los que pasaban cerca de ese malvón oían tric y trac, y pum y pam, y chic
y chac, y crash y trash, y rrron y rrran.
Hubo noches en que las luciérnagas más curiosas se acercaron con sus
linternas para espiar entre las hojas. Pero Teodo dormía y dormía y soñaba dentro
de su lata y no se oía ni siquiera un pum o un pam.
Un lunes bien temprano Teodo puso un cartel chiquito y un poco escondido
que decía: INVENTODO.
—¿Inventodo? ¿y qué inventa?— preguntaron enseguida las hormigas, que
ya se sabe que son de lo más inquietas. Y no sólo las hormigas. También los
gusanos y los caracoles y los grillos y las abejas y las mariposas y los ciempiés y las
arañas y los demás odos compañeros, todos todos fueron a peguntar.
Cuando Teodo vio tantos vecinos formados delante del malvón no se animó a
salir, pero levantó un poco la tapa de su latita, espió con un ojo y dijo:
—Buenos días.
Claro que lo único que le salió fue ao ao ao o, mejor dicho, ao ao ao, porque
casi no se oía.
—Buen día, don— respondió una hormiga muy atenta y un poco
confianzuda— Aquí veníamos a peguntar que qué es eso de “inventodo”·
¿”Inventodo” de “inventar”? ¿Y qué inventa?
Teodo estaba más nervioso que nunca y sentía mucha vergüenza. Quiso
ponerse a explicar y como lo único que le salió fue un , ao ao ao, que parecía un
suspiro se metió atrás del malvón y empezó a sacar afuera unos aparatos de lo más
raros, llenos de ruedas y de ruidos.
Las hormigas fueron las primeras en meterse debajo del malvón para ver
mejor.
—¿Y esto qué es? —preguntaron dos o tres al mismo tiempo acercándose a
un invento bastante simpático, con tres patas cortas y una rueda con manija.
Los gusanos ya estaban recorriendo una máquina grandota, llena de tornillos
y de piolines, y tres odos muy discretos hacían comentarios en voz baja acerca de
un carrito de dos ruedas.
Sanchodo Curador4
Graciela Montes
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Este cuento fue publicado por primera vez en marzo de 1984 en la revista infantil: Humi, Año II,
Nº33, Buenos Aires; Ediciones de la Urraca. Reproducido en Imaginaria con autorización de la autora.
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Graciela Montes /Cuentos con odos y más
compras y cuatro odos chicos que estaban jugando al fútbol en la canchita del
malvón.
Claro que todos se hicieron a un lado cuando lo vieron venir a Sanchodo
Curador. Al fin de cuentas era el único que sabía algo de odos asustados.
Sanchodo se acomodó los anteojos, miró lo mejor que pudo el pedacito de
Odosio que se veía debajo de la piedra y dijo, como siempre:
—¿Qué le pasa que se lo ve tan asustado, compañero?
Pero Odosio no estaba para contestar preguntas. Lo único que se oyó fueron
tres LUS y dos suspiros.
—Lo habrá asustado algún sapo —sugirió Gardelito.
—O un grillo burlón — le retrucó Humberto, el sapo.
—O un gusano con careta.
Sanchodo Curador se acariciaba las orejas porque estaba pensando con
mucha fuerza.
—Hay que averiguar —dijo por fin—. Y para averiguar hay que ir. Y de ir,
mejor que vayamos todos, así no nos asustamos.
Entonces Renato, el gusano, se metió debajo de la piedra y le preguntó a
Odosio dónde se había asustado y Odosio dijo LU LU LU LU LU, como cinco veces,
y señaló hacia el Patio.
Ese mismo día se pusieron en marcha nueve odos, dos grillos, tres vaquitas
de San Antonio y cuatro gusanos. Por suerte el sapo Humberto también iba,
haciendo de colectivo, así que tanto no tardaron.
Cuando llegaron a la Frontera de los Rosales, Sanchodo Curador les dijo a
todos que se bajaran de Humberto y que siguieran a pie, despacito y agarrados de la
mano, para no ponerse violetas. Y despacito despacito, a pasito de odo, a salto de
grillo y a panzada de gusano, llegaron hasta la primera baldosa. Allí empezaba el
Desierto del Patio.
De pronto todos los odos gritaron LU y los grillos y los gusanos y las vaquitas
de San Antonio y el sapo Humberto, que no sabían gritar LU, dijeron ¡Oia! Porque
ahí no más, tomando sol como si tal cosa, estaba el gato Pato con todos sus
bigotes.
Violeta lo que se dice violeta no se pusieron, pero un poco lila sí. Y no es que
el gato Pato fuese un gato demasiado grande, pero hay que tener en cuenta que los
odos son tirando a muy chicos.
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Graciela Montes /Cuentos con odos y más
Sapo verde5
Graciela Montes
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Publicado originalmente en 1978, Buenos Aires: colección Los cuentos del Chiribitil, Centro Editor
Cuando terminó tenía más colorinches que la más pintona de las mariposas.
Y entonces sí que se puso contento el sapo Humberto: no le quedaba ni un cachito
de verde. ¡Igualito a las mariposas!
Tan alegre estaba y tanto saltó que las mariposas del Jazmín lo vieron y se
vinieron en bandada para el charco.
—Más que refeo. ¡Refeísimo! —dijo una de pintitas azules, tapándose los ojos
con las patas.
—¡Feón! ¡Contrafeo al resto! —terminó otra, sacudiendo las antenas con las
carcajadas.
—Además de sapo, y feo, mal vestido —dijo una de negro, muy elegante.
—Lo único que falta es que quiera volar —se burló otra desde el aire.
¡Pobre Humberto! Y él que estaba tan contento con su corbatita fucsia.
Tanta vergüenza sintió que se tiró al charco para esconderse, y se quedó un
rato largo en el fondo, mirando cómo el agua le borraba los colores.
Cuando salió todo verde, como siempre, todavía estaban las mariposas
riéndose como locas.
—¡Sa-po verde! ¡Sa-po verde!
La que no se le paraba en la cabeza le hacía cosquillas en las patas.
Pero en eso pasó una calandria, una calandria lindísima, linda con ganas, tan
requetelinda, que las mariposas se callaron para mirarla revolotear entre los yuyos.
Al ver el charco bajó para tomar un poco de agua y peinarse las plumas con el
pico, y lo vio a Humberto en la orilla, verde, tristón y solo. Entonces dijo en voz bien
alta:
—¡Qué sapo tan buen mozo! ¡Y qué bien le sienta el verde!
Humberto le dio las gracias con su sonrisa gigante de sapo y las mariposas
del Jazmín perdieron los colores de pura vergüenza, y así anduvieron, caiduchas y
transparentes, todo el verano.
El cumpleaños de Cristina6
Graciela Montes
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Montes, Graciela. (1987) El cumpleaños de Cristina. Buenos Aires: colección Los cuentos del
Chiribitil, Centro Editor de América Latina. Publicado por primera vez en 1978 por la misma editorial.
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