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Después de casi dos mil años, en muchos países de Europa, como España, nos encontramos ante
una realidad que se parece bastante a la que tuvieron que vivir los primeros cristianos: comunidades
minoritarias, muchas de ellas en un medio urbano, dentro de una sociedad que tiene unos principios
y valores en ocasiones diferentes al Evangelio, donde la religión se reduce en muchos casos a la
esfera personal, como hijos de un dios menor.
Esta misma experiencia (o muy parecida) fue la que tuvieron las primeras comunidades cristianas, y
esto no les hizo caminar cabizbajas o con miedo, sino todo lo contrario, considerando esta situación
de minoría como la oportunidad de actuar como fermento en la masa. Algunos elementos que
contribuyeron a esta vitalidad fueron:
la mezcla de una fuerte identidad creyente con una inserción plena en los contextos sociales,
sin encerrarse en sus propios espacios o instituciones, como si fueran guetos o invernaderos;
es más, es en esta integración social donde el testimonio personal y comunitario fue mucho
más eficaz. Esto suponía formar cristianos y cristianas adultos, capaces de dar razón de su
fe y con una gran conciencia de pertenecer al pueblo de los hijos e hijas de Dios;
la importancia clave que tiene la comunidad como unión de las diferentes casas-familias que
la componen: el cristianismo primitivo llevó a cabo una peculiar combinación de familias
creyentes y pequeñas comunidades donde se compartía no solo la fe, sino el dinero, las
preocupaciones y la vida. Los sacramentos, cálidos, cercanos y vividos, ocupaban un lugar
central en esta vida comunitaria. Los procesos formativos, exigentes, personalizados y con
un largo acompañamiento a cargo de toda la comunidad, van a ser una experiencia común a
todos los creyentes, incluso de los propios ministros ordenados. La comunión de bienes
como expresión de este sentirse y vivirse como hermanos y hermanas en Cristo contribuye a
afianzar y concretar todavía más esta experiencia;
la especial capacidad inculturadora que tuvo el cristianismo desde sus orígenes y a todos los
niveles: nacido en un contexto rural y localista, Palestina, muy pronto se convierte en un
fenómeno urbano y global inserto en multitud espacios sociales, en un peculiar mestizaje de
cultura de la élite y cultura popular que algunos historiadores
han denominado como «democratización» de los valores de la élite, que ahora podían ser
vividos por todos, y con un especial cuidado en la atención a las culturas locales, que
pudieron expresarse con sus propios lenguajes y formas, en medio del monopolio de la
«cultura imperial». Y todo ello a través de procesos de una inmensa creatividad, donde se
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