al mundo de su extrañeza. Las personas eran como nubes, momentáneas y caprichosas nubes de verano. Pero ahora era el invierno, y el cielo estaba cubierto de una sola y profunda nube de nieve. De día, los hombres no tenían sombra, pero en compensación el aliento se dibujaba en vahos alargados frente a la cara, como si todos fumasen. Kitty no fumaba. Los demás lo hacían por ella. Era de las que visita un hada en la cuna, y le dice: “Dormirás bien, mientras haya alguien que fume pensando en ti". ¿Qué estaña haciendo? Alzó la vista hacia el edificio, que se alzaba unas cuadras más allá, el más alto del vecindario. El portero fumaba en la puerta, y detrás de él se veía el tranquilizante resplandor de la luz eléctrica, entre palmeras enanas y gomeros. Le preguntó si tendrían un corte esa noche; el hombre sonrió mostrando su dentadura de animal y aventuró pronósticos contradictorios, medio en castellano medio en guaraní. Kitty estaba muy ocupada lavando los vidrios del balcón. Por un instante Reynaldo supuso que se había vuelto loca, pero al fin de cuentas, pensó, era una actividad que entraba en los límites de su nueva teatralidad. Reaccionó como si la hubiera picado una serpiente, y él supo que esa escena era lo que se proponía. — ¿Cuándo lo voy a hacer? Si no tengo tiempo, los días son demasiado cortos. Hace un mes que ni siquiera puedo depilarme, pronto voy a parecer una loba. Y estos vidrios estaban tan sucios que ya no se podía ver del otro lado. — No es para tanto. — ¿Cómo que no? — Es de noche. No podes ver. — ¿Pero entonces cuándo, cuándo? dijo sollozando. Soltó la esponja y se quedó con la cabeza gacha. Para animarla le mostró los pescados que traía. — No tengo hambre. — Pero lo tendrás más tarde. — Más tarde voy a llorar. Fueron a la cocina. Los vidrios quedaron cubiertos de jabón. Buscando un tema de conversación anodino, Reynaldo cometió la imprudencia de preguntarle qué había hecho durante el día. — ¡Nada! dijo patética, ¡dormí todo el día! No pude evitarlo, no podía moverme, me dolía la cabeza, mejor dicho me duele… — No necesitás disculparte. Me alegro de que hayas descansado. — Pensarás que no tengo tiempo porque duermo demasiado. — No importa el tiempo, no importa si trabajás o no... — ¡Ya sé que no te importa lo que yo haga! Te da lo mismo que esté viva o muerta. — No quise decir eso. Es preferible que duermas. — Preferirías que duerma siempre. Sirvió dos aperitivos. Metió una botella de vino blanco cerca del congelador envuelta en papeles mojados. Al ver la heladera abierta Kitty sacudió la cabeza con desconsuelo. — Tendría que descongelarla, pero no tengo tiempo. — No hace falta. Los cortes de luz la descongelan todas las noches. — Por eso mismo. Hay que limpiarla. Reynaldo sacó una cacerola, echó aceite y lo puso a calentar a fuego muy bajo. Comenzó a preparar la salsa. Por decir algo, le preguntó si le había respondido la carta a Cristina. — No tuve tiempo, dijo Kitty. Empecé, pero tenía tanto que hacer que fue necesario interrumpirla. Reynaldo miró pensativo el tubo de luz. Después miró al hototogisu. Kitty le siguió la mirada. — Le cambié el agua y el alpiste. — Bien hecho. ¿Todavía no cantó? Poco a poco Kitty fue saliendo de su malhumor y charlaron con más naturalidad. De pronto dijo que se vestiría especialmente para la cena y fue al dormitorio. A la media hora volvió con un vestido babilónico, globoso, y un casquito de metal en la cabeza. — Es un vestido de ópera que no se usó y tenía guardado de recuerdo. Pesaba cuarenta kilos, agregó, pero una vez puesto se volvía livianísimo, el peso se hacía psíquico. El casco, con su extraña púa de aluminio, era un reloj de sol portátil. Obligaba a la dama a marchar muy erguida, si no quería atrasar. Pero el pescado ya estaba casi a punto. Reynaldo puso los cubiertos, sacó el vino de la heladera y en el momento en que atravesaba el corcho con el tirabuzón se apago la luz. Como tenía las velas a mano, encendió una de inmediato y se le apareció Kitty, disfrazada, irreconocible con la mueca de perplejidad. — No importa, ¿no es cierto? Cenaremos a la luz de la vela. No hubo respuesta. Ella miraba la llama con ojos extraviados, sin entender. Negó, tardíamente, y la luz de la vela trazó líneas reflejándose en el casco. De pronto parecía oír, oír algo terrible, que le transmitía la antena. Señalo hacia la oscuridad de la puerta. Reynaldo prestó atención, el silencio era absoluto. Creyó distinguir unos pasos ahogados en las alfombras del piso de arriba. La botella le helaba las manos. Aunque sospechaba que ya no serviría de nada, terminó de quitarle el corcho. El débil “plop” del pico la asustó. Lo miraba con recelo, con el espanto otra vez al alcance de la mano. Reynaldo habló pero sin efecto. Otra vez lo mismo. ¿Valía la pena repetirlo? Kitty se llevó las manos a la cabeza y al sentir el frío del metal lloró. Se puso de pie, buscaba una salida y se golpeó contra los vidrios. El traje excesivo la entorpecía y llenaba de miedo. Reynaldo la ayudó a salir y la condujo al dormitorio. Desde la sala se oían los lúgubres chillidos del ascensor movido a mano. También eso la asustó. De pronto se detuvo y se llevó las manos al vientre; quizás el chico se había movido. Al fin llegaron a la cama. El trabajo de acostarla fue lentísimo esta vez, el vestido era realmente complicado, y ella no cooperaba. Cuando logró arrancárselo, sin embargo, sintió pena. La hizo acostar y teniéndole las manos le habló durante horas, hasta verla dormida. Sombrío y fatigado, volvió a la cocina con la vela. El vino seguía frío, y como tenía la boca seca tomó tres copas al hilo. Los pescados se congelaban en la salsa. Fue a sentarse en un sillón de la sala, abrumado. Pasó casi una hora totalmente inmóvil, moviendo sólo la mano que sostenía el cigarrillo. La llama de la vela se agitaba en la cocina. La luz, pensó, no servía para nada. La oscuridad tampoco. No eran órganos, en consecuencia no tenían función. La luz siempre ha sido una metáfora, una analogía fácil. Lo mismo sucedía con el matrimonio, que siempre debe ser algo más que un matrimonio. Una palabra útil, literaria. En la vida humana el matrimonio era lo único que trascendía. Todo lo demás era real: el matrimonio estaba allí para hacer el contraste. Vagando en los límites dorados de la irradiación, su mirada llegó a unas hojas de papel que había en la mesa. Era la carta de Cristina y un borrador de respuesta. Kitty le daba la mayor importancia a esas cartas de su amiga, que llegaban muy rara vez, y se tomaba mucho trabajo para contestarlas adecuadamente. El nunca las había leído, y no sospechaba siquiera qué podrían decirse. Supuso que contendrían confidencias sobre la presente situación; como ahora su punto de vista era científico no tuvo escrúpulos en leerlas. Cristina escribía con letra grande y redonda, en papel sin rayas, pero se notaba que ponía una regla para mantener la línea recta. Su carta, lo mismo que el esbozo de respuesta de Kitty, era de una trivialidad absoluta: “Yo tampoco tengo tiempo para nada”, decía Cristina, y se explayaba largamente sobre las compras que estaba haciendo para su próxima boda. Y Kitty respondía: “Lamento que estés en la misma situación que yo, pero no hay más remedio, etc”. Se tomaban literalmente una a la otra. ¿Pero dónde está el zen? se preguntó Reynaldo. ¿Sería eso? ¿Ser completamente estúpido? Sabía que en los koan siempre sucede lo inesperado, pero no creía que el mecanismo fuera más alla de lo imaginario. ¿Las dos muchachas estarían jugando con él, al estilo zen? Estas cartas debían de tener un sentido claro y lógico, directo, fuera de toda analogía -es decir fuera del matrimonio. Pero ya no podía pensar. Estaba cansado y se sentía viejo, ya no era un discípulo sino un maestro. No podía penetrar las significaciones nuevas. El matrimonio para él había sido una constante desde la adolescencia, una repetición, una cadena. Y a no podía pensar, desde los veinte años su pensamiento había ido recluyéndose como un anacoreta en el salón de fumar, y ahora, a los cuarenta, no pensaba sino con los gestos de la mano con el cigarrillo. Devolviendo las cartas a la mesa, se dijo que aun cuando Kitty y su amiga fueran muy estúpidas, el devenir mismo de sus vidas las ponía en un trance muy sutil, estaban condenadas a ser infernalmente inteligentes (él era el que ejecutaba la sentencia). Esa condena debía pesar. Los hombros encorvados de Kitty lo atestiguaban. A la tarde siguiente lo esperaba ansiosa. El pájaro estaba muy nervioso, había pasado el día golpeándose contra los barrotes. Fueron a verlo. Movía la cabeza en forma alarmante, y daba ciegos saltos de impaciencia. — Creo que tendremos que bañarlo, dijo Reynaldo. No sabía nada de pájaros, pero le pareció el curso de acción más adecuado. Además, distraería a Kitty. Un rato después, estaban los dos sentados en la cocina, que habían cerrado y templado con las hornallas, y sacaban con todo cuidado al hototogisu de su jaula y lo metían en el agua tibia de un bol. Al manipularlo notaban lo pequeño que era. Le echaron en las plumas unas gotitas de champú e hicieron espuma, cuidando de que no se le metiera en los ojos. En realidad no tenía plumas, sino una especie de pelo gris, que se le caía. Lo enjuagaron en otro bol de agua limpia. Ya lo apuntaban con el secador de pelo de Kitty, cuando se cortó la luz. Quedaron en la oscuridad más absoluta, como dentro de un armario. Tanto se habían distraído con el baño del pájaro que la oscuridad los sobresaltó. — Ya enciendo, se apresuró a decir Reynaldo Buscó una vela, raspó un fósforo. Kitty tenía la mirada fija y atontada, con el ave en el hueco de las manos, intacta. Asomaba la cabecita por el aro que formaban los pulgares y miraba para un lado y otro interesado por primera vez. Su gran pico se metía silenciosamente en la penumbra, como habría podido abrirse camino en la carne tierna de Kitty. Se lo pidió extendiendo las manos. Dijo que lo secaría con el aliento y un pañuelo. Ella no parecía oír: le corrían lágrimas por las mejillas mojando al hototogisu. Reynaldo balbuceó algo tratando de que no se asustara y soltara al pájaro o por el contrario lo apretara hasta matarlo: una pequeña presión sería suficiente. — Dámelo, Kitty. No pasa nada malo. Respondió con dificultad: — Sí, pasa algo malo. Estás mintiendo. (Una pausa). Tan malo que al fin va a matarme. Es ine... vitable. — No, Kitty, no hay fin. ¿No era eso lo que te preocupaba, esa continuación? Reynaldo tenía la curiosa impresión de estar hablando con un robot. — Hasta una vida como la mía, que no sirve para nada, tiene fin. — Ninguna vida sirve para nada. — La mía es inútil. — Por lo menos, no se dirá que vivimos en vano. Kitty sollozó; cayeron copiosas lágrimas sobre la cabeza del pájaro. Con paciencia, Reynaldo le separó los dedos y extrajo al hototogisu, al que secó con el pañuelo. Lo acercaba a la llamita de la vela. Se concentró en el trabajo, que le llevó una buena media hora, durante la cual Kitty estuvo petrificada, sin hablar ni mirarlo. Cuando las pobres hilachas grises estuvieron pasablemente secas lo metió en la jaula y la miró. Otra vez era inútil hablar. La llevó a la cama, a la luz de la vela, la acostó y la hizo dormir. Alzó la vela y se retiró en puntas de pie. Al día siguiente el corte se produjo más tarde, casi a la medianoche, en medio de una lluvia furiosa que invadía el balcón y empapaba los vidrios. Ya habían cenado, ella de relativo buen humor, Reynaldo cansado y sobreexcitado por haberse pasado el día agasajando a unos hombres de negocios japoneses que invertirían en la empresa. La oscuridad anuló el amparo en que se hallaban y la lluvia sonó temible, demasiado fuerte. Kitty apoyó la frente en la mesa y lloró y suspiró. Reynaldo trató de hacerla acostar, pero se resistía como un niño. Ante su insistencia, levantó la cara mojada de lágrimas, desfigurada por el llanto, y exclamó: — ¡No quiero dormir! ¡Siempre me estás mandando a la cama! ¡Pero nunca más voy a dormir! Después de lo cual lloró tanto que se ahogó y tuvo que toser. Cuando se calmó un poco fue al baño, donde estuvo encerrada en la más absoluta oscuridad durante media hora. Al fin Reynaldo fue a llamarla, y como no obtuviera respuesta la amenazó con entrar. Estaba junto a la puerta, con la vela en la mano; entonces apareció, más encorvada que nunca, casi doblada, ausente. Fue a la cocina, y Reynaldo atrás. Quería lavar los platos, aunque tenía los brazos paralizados. El se lo impidió, y entre llantos y negativas desesperadas la llevó a la cama, esperó a que se acostara y le sostuvo la mano, hablándole suavemente hasta verla dormida. Al otro día el incidente cotidiano tuvo lugar unas horas antes, cuando se disponían a salir a cenar afuera. Kitty se bañaba cuando se cortó la luz; debió de quedar paralizada porque el ruido de la ducha se hizo totalmente regular. Reynaldo le grito que no se preocupara y fue a prender una vela. Después de llamarla en vano unos minutos entró despacio al baño, donde la llama se redujo a un punto rojizo en el vapor, y aun así iluminaba cada gotita suspendida. La depositó sobre el borde del lavatorio y corrió la cortina de la bañadera. El chorro de agua lo empapó. Cuando logró cerrarla vio a Kitty, pequeñísima y desnuda, la panza prominente, los ojos brillantes y vacíos. En la penumbra dorada de aquel nicho vaporoso parecía un ídolo, sobre el que temblaba la gran sombra de Reynaldo, amenazante como la de un asesino de cine, los brazos levantados... Al día siguiente la escena se repitió, con ligeras variantes, y al siguiente también. Los diarios, que habían adoptado de la noche a la mañana un tono pesimista, no predecían como antes un fin cercano de los cortes de luz todo lo contrario: al parecer el déficit energético era insospechadamente cuantioso, una deuda que jamás podría pagarse. El tiempo cambió: en pleno invierno comenzó a hacer calor. Reynaldo y Kitty pasaban las veladas tomando cerveza o helados en las mesitas de la vereda de sus bares favoritos, esperando que llegara el día o la noche del parto. Los atardeceres eran bellísimos, con el cielo siempre limpio y en el horizonte visible al final de las calles franjas delicadas de rosa, amarillo, anaranjado, lentas, sublimes… Así son las generaciones humanas: lentas, sublimes... O todo lo contrario. De cualquier modo se suceden: calmadas, monótonas, livianas, intrascendentes, sin orden alguno porque la indiferencia de la vida no lo consiente (la indiferencia es el extremo de los dos órdenes de la vida: en la tragedia el fin, en la comedia el comienzo), libres porque la vida no admite límites. El plasma que en un momento dado se ha difundido y transmitido en todas direcciones, en el presente se confunde con el pensamiento. Y aquí todo es “música porque sí, música vana”. Ni siquiera el tiempo participa del mecanismo de las generaciones, y menos que el tiempo la muerte, y menos aún que ésta la certeza de la vida. No hay asertos, ni siquiera el de la incertidumbre: apenas una ilusión de incertidumbre. Debería haber una historia concisa, o al menos perceptible, pero no la hay: un niño debe aprender a ver no las formas precisas de las escenas sino su niebla, la dilatación del espacio poblado, el movimiento que algún día hará de él un episodio de sexualidad. Como nunca hay indicio seguro del final de este aprendizaje, los seres humanos siempre están presentes y disponibles, los vemos permanecer en una disposición cambiante, hacer y deshacer momentos y configuraciones momentáneas, siempre artísticas, con la exclusiva finalidad de volverse a ver en la belleza a la que dan lugar. Un cuerpo siempre se recorta sobre la belleza, solo para hacerse a un lado y permitirnos verla: nada oculta el secreto, el enigma huye como una nota de piano en la oscuridad, y hombres y mujeres se ven enfrentados a una pregunta sin enigma. Todo lo cual quiere decir, en una palabra, que el mundo es calma. Los hombres no pueden hacer nada al respecto, de hecho ya han caído fuera del mundo, por la fuerza misma de la indiferencia que los constituye, de la distracción que los hace humanos, de la futilidad que los coloca en un sitio cualquiera de la intrincada superficie del mundo. Sólo pueden reconocer el azar fabuloso que los ha hecho estar allí donde están. Dos interrupciones operan sobre esta calma: la clásica es la pasión. El multiplicador de pasiones es la literatura. Desde el alba de la civilización las pasiones han sido siempre nuevas, por lo tanto ficticias. La pasión presupo- ne la existencia de un héroe, o un personaje por lo menos, y luego de una situación. ¿Pero cómo podría haber una situación menor que el mundo entero? Es preciso representarla como un resumen, breve y seco. La interrupción moderna es la repetición. La repetición es una insistencia en las totalidades parciales de la belleza o la sexualidad. Pero hay un momento posterior a lo moderno, y en eso estamos. Aquí la pasión se vuelve una gran indiferencia novedosa, y la repetición una cadena. Esa cadena es el simple placer de fumar. No sería imposible rastrearlo, generación tras generación, hasta el principio de los tiempos. Suele decirse que el hombre que fuma se aisla de lo que estaba rodeándolo hasta el instante anterior. Entonces queda eslabonado a su padre y a su hijo, y a nadie más. Pero de este asunto sólo puede ocuparse un arte antiguo y prestigioso, y muy especializado: el arte del relato. El ser humano se ha movido siempre entre el sueño y la vigilia, duplicidad que le ha impedido ir muy lejos. Ante ese contraste todos los demás se borran, y sin embargo también él puede volverse frágil y transparente: la diferencia entre el día y la noche en ocasiones se dibuja en frases como pompas de jabón que conforman relatos. En el relato suele haber dos personajes, dos héroes que parten desde hemisferios opuestos del día o la noche para encontrarse momentáneamente. La calidad del relato depende del modo en que se combine la fuerza o desvalidez de cada héroe con las horas del día o la noche que ocupe. Por eso la estúpida actividad de dormir ocupa un lugar preponderante en las narraciones, porque todo el sentido deriva de sus desplazamientos. Es cierto que los héroes deben descansar de sus hazañas, y lo hacen terriblemente. La sucesión de sus sueños de piedra crea el tiempo de las historias, un tiempo doble respecto del real con un continuum diurno y otro nocturno. La coincidencia de momentos entre estas dos líneas se calcula por inversión geométrica, y el cálculo se llanca “sabiduría”. Los narradores de todas las culturas (salvo la post-capitalista) han hecho gran despliegue de sabiduría. A este despliegue se lo ha llamado “contexto”. Cuando los momentos no coinciden, es decir cuando un héroe y otro duermen en el mismo tiempo real, surge una formación de la que da cuenta el modelo moderno del relato: la novela.