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Valores morales y cristianos

Autor: P. Marcial Maciel, L.C.

La constancia

Muchas empresas, grandes o pequeñas, muchos proyectos de vida, muchos buenos


propósitos e intenciones naufragan por falta de constancia y de perseverancia. Hay
quizás un esfuerzo inicial, un fuego de artificio, pero luego todo se precipita sin resultado
alguno porque no se supo poner un esfuerzo continuado. La constancia no es un valor
que a primera vista parezca demasiado importante, pero sin ella es imposible la obtención
de resultados en cualquier campo de la vida.

La edificación de un proyecto vital no es cosa de un día. Quien quiere construir la


vida con sólidos valores no puede poner un esfuerzo intermitente al vaivén de los estados
anímicos o de las circunstancias. No es posible levantar una gran empresa transnacional
en un día o en un mes. Es necesario la voluntad y el empeño tenaz de muchos
hombres que dediquen sus vidas a este proyecto. Por desgracia muchas obras quedan sin
concluir por falta de constancia. Hay, por ejemplo, jóvenes que inician sus estudios
universitarios
y, después de un cierto tiempo, desanimados por las dificultades, los abandonan,
sin poder obtener el título que tanto buscaban. Algunos se formulan bellos propósitos
de superación y después de una jornada de reflexión o de un retiro y después de un
período inicial de cumplimiento, no tienen la fuerza de voluntad para llevarlos a cabo.

También hay cristianos que sueñan con ganar el mundo para Cristo pero, desanimados
por la oposición del mundo o por las persecuciones y dificultades no saben traducir sus
sueños en realizaciones efectivas para bien de la Iglesia.

La constancia es necesaria para culminar cualquier proyecto humano y también lo es


para conseguir el proyecto cristiano de santidad. De modo ordinario, la santidad no se
consigue de la noche a la mañana. Se requiere la dura prueba de la perseverancia en el bien,
sortear muchas dificultades, estar dispuesto a volver a comenzar una y otra vez, un
día y otro día, sin desalentarse por los fracasos, por las derrotas parciales, por los problemas
que normalmente aparecerán a lo largo del camino. He conocido a muchas personas
que comenzaron con gran ilusión su camino de santidad cristiana. Todo parecía
marchar serenamente. Había generosidad para superar las dificultades y los sacrificios.

Pero poco a poco, el paso del tiempo fue entibiando el alma, el esfuerzo iba disminuyendo,
el amor se iba enfriando en el corazón, se iban abandonando poco a poco los medios
de perseverancia y al final, ese barco que parecía iba a llegar a buen puerto, naufragó
de modo estrepitoso por falta de lucha continuada, de estar día tras día renovando
el amor primero.

No es suficiente comenzar una obra, un proyecto o un propósito. Hay que concluirlo:


obra comenzada, obra concluida. En la formación de la constancia es imprescindible
contar con una voluntad fuerte que se acera con el sacrificio personal, no sólo con grandes,
pero aislados sacrificios, sino con pequeños actos de dominio de sí continuados,
puestos día tras día, hasta formar sólidos hábitos de conducta. Quien quiere seguir, por
ejemplo, un eficaz régimen alimenticio no estará todo un día sin comer, si al día siguiente,
va a consumir el doble. Es necesario hacer pequeñas renuncias continuadas a lo largo
de un periodo suficientemente largo para obtener resultados. Del mismo modo, quien se
propone seriamente una vida de santidad cristiana debe ser consciente de que si no
persevera
en su empeño y si no lucha todos los días para conquistar ese ideal, no la podrá
conseguir. Cuando Cristo nos aconsejó tomar la cruz y seguirle, añadió, con gran finura
psicológica, «cada día» (Lc 9, 23). Por eso Él nos invita a perseverar en la oración, sin
dejarnos vencer por el cansancio (Lc 18, 1).

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