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La inhabitación de la Trinidad en el justo

Anteriormente hemos visto que la amistad con los hombres no tiene la misma gradualidad
cualitativa que la que Dios y el hombre poden tener. Puesto que los amigos, hombre-
hombre, es una relación que se limita a la comunicación de pensamientos y de afectos. En
cambio, quien con Dios tiene una amistad puede hacerlo en primer lugar por el
conocimiento de lo divino a través de las creaturas, pero es más importante el hecho de que
Dios se «da» al justo para que pueda convertirse en amigo suyo. Por lo tanto, en este
donarse, en la familiaridad que hay entre Dios y el justo se ha se supera la comunión que se
puede realizar por medio de los dones creados1.

Ha este «darse» de Dios al hombre justo lo podemos llamar gracia increada, es decir, Dios
establece una comunión entre sí mismo y el justo, no sólo por medio de gracias creadas,
sino dándose a sí mismo. Hablamos así de una donación de parte de Dios a la persona, de la
inhabitación de la Trinidad en el justo, no sólo por su ser uno, sino también por su ser trino,
de modo que se le puede conocer, haciéndose accesible.2

Desarrollemos un poco más este concepto de gracia increada.

En el Antiguo Testamento nos encontramos con la vida de muchos justos a los que Dios se
comunica y se hace accesible. En el ejemplo de todos estos personajes hay una relación
íntima, estrecha y entrañable, de benevolencia y amigable con Dios. Al mismo tiempo
vemos cómo a estas personas justas se les hace la promesa del espíritu del Señor.3

De forma particular vemos la relación Dios con cada habitante de Israel en la misma
relación con el pueblo, pues la relación de Dios con el pueblo implica también una relación
con cada uno de los fieles; de forma que el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios de
nuestros padres, es el Dios de los justos. Él promete a Abraham que será, su Dios y el Dios
de sus hijos; a Isaac se le presenta como el «Dios de Abraham»; a Jacob como el «Dios de
Abraham y de Isaac»; a Moisés como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Con la
alianza que se hace en el Sinaí, hablamos de la pertenencia de Israel a Yahveh,
convirtiéndose de manera particular en el pueblo de Dios.4
1
Cfr. FLICK M. / ALSZEGHY Z., Antropología Teológica, Ediciones Sígueme, Salamanca 2006, no. 549.
2
Ibidem.
3
Cfr. Ibid., no. 556.
4
Cfr. Ibid., no. 558.
Vemos además en los profetas que hacen ver cómo la relación especial con Dios es más
importante que las prescripciones rituales. Hacen sobresalir el mandato de Dios en el que
sólo les ordena «escucha», y si obedecen mi voz, que dice escuchen, yo seré su Dios y
ustedes serán mi pueblo; sigan fielmente el camino que les he mandado para que sean
felices. Así, tenemos que la promesa de Dios con el pueblo es la realización de una relación
personal que lleva consigo una finalidad permanente.

La presencia de Dios en la vida de los justos se especifica por la afirmación de que él es la


posesión de sus vidas, una que está presente en sus vidas, que habita en ellos, en el pueblo.
Al respecto veamos el término Shekinah que significa «habitar en la tienda» o también
«habitación», indicando la presencia especial de Dios en medio de su pueblo, esto es, que el
Señor tiene su habitación, su morada en la comunidad. Dios mora en Israel y su acción es
notable pues afirma que Dios mismo combate en su favor. 5

El libro del Éxodo nos da ejemplo de esto:

Moraré en medio de los israelitas y seré para ellos Dios. Y reconocerán que yo soy
Yahveh, su Dios, que los saqué del país de Egipto para morar entre ellos. Yo,
Yahveh, su Dios (29, 45-46)

Así mismo el libro del Levítico:

Estableceré mi morada en medio de vosotros y no os rechazaré. Me pasearé en


medio de vosotros, y seré para vosotros Dios, y vosotros seréis para mí un pueblo.
Yo soy Yahveh, vuestro Dios, que os saqué del país de Egipto, para que no fueseis
sus esclavos; romí las coyundas de vuestro yugo y os hice andar con la cabeza
erguida. (26, 11-13).

La presencia de Dios en medio del Pueblo exige no sólo la correspondencia de Israel, de la


comunidad en la que el Señor se hace presente, pues también exige que haya una relación
especial entre Dios y cada uno de los justos que pertenecen al pueblo. En los salmos
podemos encontrar esta relación de Dios con cada persona justa de la comunidad cuando se
canta que «los ojos de Dios consideran al justo, que sus oídos escuchan sus oraciones» (Sal

5
Cfr. Ibid., no. 559.
10, 14), que «Dios conoce la vida del justo hasta sus últimos detalles» (Sal 139), y que «la
diestra de Dios vivifica y salva al justo» (Sal 138, 7)6.

En el Nuevo Testamento se nos presenta el texto del evangelio de San Juan que nos dice:

Jesús le respondió: «Si alguno me ama, guardara mi Palabra, y mi Padre le amará, y


vendremos a él, y haremos morada en él. (14, 23).

El espíritu de Dios vendrá, hará su morada en ellos y se les comunicara. ¿Cómo podrá venir
Dios y habitar en el hombre? ¿De qué tipo de comunicación se habla? ¿Qué conlleva tal
comunicación? La comunicación del espíritu de Dios al hombre designa con frecuencia la
fuerza extraordinaria de Dios, con la que obtiene efectos maravillosos para el justo y la
comunidad. De manera que con tal comunicación el efecto más propio es la transformación
moral del hombre7.

Es de suma importancia que al comunicarse el espíritu de Dios al hombre, este último vele
por permanecer en unión con Dios, de modo que la permanencia de los justos en Dios y la
de Dios en los justos significa una comunión íntima del discípulo con Dios; este
«permanecer» significa una presencia particular de Dios en el justo, absolutamente distinta
de los demás modos con que Dios está presente y obra en el mundo. Recordamos que la
amistad Dios-hombre Dios habita en el hombre y logran amistad. Cosa diferente que sucede
con una «amistad» hombre-cosa, hombre-animal, que en realidad no hay amistad8.

La teología que nos presentan los Padres sobre la inhabitación de la Trinidad viene a
asentar con firmeza que los justos son templos, moradas, de Dios. Y como tal, podemos ver
dos postulados en la que en primer lugar se dice que las divinas personas, al habitar en el
cristiano, lo hacen, al hombre, en cierto modo partícipe de la naturaleza divina, elevándolo
de esta forma sobre todas las demás criaturas, con las que Dios no tiene amistad9.

Como hemos dicho, la presencia trinitaria viene al hombre como don, que inicia en el
bautismo, y es la misma persona que ha de luchar por ser verdaderamente templo de la
Trinidad, que cesa con el pecado y que es restituida por la penitencia, permitiéndonos la

6
Ibidem.
7
Cfr. Ibid., no. 560.
8
Cfr. Ibid., no. 564.
9
Cfr. Ibid., no. 567-568.
comunión en la Eucaristía. Los Padres de la Iglesia admiten que Dios, Trino y Uno, mora
en cada corazón y que cada uno de ellos tiene una función específica aunque no separada de
las demás personas, sin embargo se resalta la presencia del Espíritu Santo como es que está
en los santos, esto es que el Paráclito santifica10.

Lo que la Iglesia enseña en cuanto a la inhabitación de Dios en el justo lo planteamos desde


la liturgia y la Mystici corporis de Pío XII.

La liturgia de la Iglesia resalta sobre todo la Unidad que el fiel tiene con Cristo, en Cristo.
En la celebración del Bautismo se nos construye como templo en el que mora el Espíritu
Santo, y en la oración litúrgica, toda, concibe la vida cristiana dentro de la perspectiva
trinitaria. V. gr. «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», todas las
epíclesis, oraciones dirigidas al Padre, por el Hijo, con el Espíritu Santo, entre muchas
oraciones; la liturgia cristiana nos muestra cómo se hace presente la Trinidad en la vida
celebrativa de cada hombre invocando su presencia entre la comunidad11.

Mystici corporis desarrolla seis puntos12:

1) «La inhabitación ha de considerarse en el contexto de nuestra unión con Cristo». Cuanto


mayor sea nuestra unión a Cristo así mismo será nuestra unión con toda la Trinidad.
Recordemos que quien ve a Jesús ve al Padre y que así mismo es Jesús quien hace la
promesa de enviarnos el Espíritu Consolador. Por lo tanto, nuestra unión con Cristo es
fundamental para la unión con el Padre y con el Paráclito.

2) Si bien podemos decir algo sobre la vida de la Trinidad en el justo afirmamos que «la
inhabitación es un misterio» el cual debemos acogerlo recibiendo las gracias que cada
Persona trae para quien las alberga.

3) «Al explicar la inhabitación hay que evitar todo panteísmo y toda afirmación de una
unión hipostática de los fieles con una persona divina».

4) Estas cosas todas son común a la santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios
como a suprema causa eficiente.

10
Cfr. Ibid., no. 569-570
11
Cfr. Ibid., no. 573.
12
Cfr. Ibid., no. 574.
5) Entra en relación con ellas por el conocimiento y el amor, aunque de un modo
absolutamente sobrenatural y por consiguiente íntimo y peculiar.

6) Hay solamente una diferencia gradual entre la inhabitación de Dios en los justos de la
tierra y la unión de Dios con los bienaventurados en la visión.

Para entender algunos de estos puntos proponemos algunos fragmentos del libro Vida, de J.
G. Treviño M. Sp. S.:

En lo referente a los cuatro primeros puntos:

La vida cristiana no es otra cosa que la vida de Dios en nosotros. (…) es la vida de
Dios con relación a sus criaturas, la que no se nos comunica. Pero también hay en
Dios una vida íntima que no consiste en sus relaciones con las criaturas, sino en las
relaciones que tienen entre sí las tres Divinas Personas que forman la Trinidad; (…)
Esa es la vida formal y específicamente divina. Y esta es la vida que nos comunica
el Cristianismo.

En cuanto al quinto inciso:

En Dios no hay vida vegetativa ni vida sensitiva; no hay más que vida espiritual. Y
esa vida espiritual no tiene más que dos formas de actividad: conocer y amar,
porque no hay más que dos facultades espirituales: entendimiento y voluntad. (…)
Dios se contempla a Sí mismo, Dios se ama a Sí mismo; y en esa contemplación y
en ese amor está toda la vida íntima de Dios, la vida formal, esencial y
específicamente divina. (…) en Dios hay una persona que conoce, es el Padre; otra
persona que es conocida, término de aquel conocimiento, y es la Palabra Eterna, el
Verbo Divino. Y como el Padre y el Verbo no pueden conocerse sin amarse, hay
una tercera Persona, término de ese amor, que es el Espíritu Santo. (…) Esa es la
vida que Dios se ha dignado comunicar al hombre, en lo cual consiste la vida
cristiana.

En relación a la gradualidad que hay entre la vida bienaventurada y la inhabitación:

Decíamos que la ida cristiana no es otra cosa que la vida divina comunicada al
hombre y adaptada a su pequeñez, pero realmente vivida por él. (…) Ahora bien,
Dios ha comunicado al hombre esta vida de dos maneras: en el tiempo y en la
eternidad, es decir, la vida cristiana temporal y la vida cristiana eterna, o sea la vida
de gracia y la vida de gloria. No son en realidad dos vidas, sino una misma que se
desarrolla en el tiempo y llega a toda su perfección en la eternidad. (…) Por eso la
gracia es la semilla de la gloria, y la vida de la gracia es el comienzo, el preludio de
la vida eterna.

Finalmente, en lo que respecta a la inhabitación de la Trinidad en el justo, veamos la


perspectiva teológica. En el desarrollo de tres teorías. La primera de ellas reza que «Dios se
halla presente en donde obra». La segunda teoría presenta la comunicación de la vida
divina a través del conocimiento y el amor, como anteriormente se ha explicado, a través de
la amistad que tiene Dios con el justo y cómo el justo hace conciencia de forma cuasi-
experimental de Dios, que realiza en él la vida de la gracia. Por último la actuación cuasi-
formal.

Dios se halla presente en donde obra y lo hace de manera especialísima en los justos, al
producir en ellos la gracia santificante y hacerlos, de este modo, semejantes a sí. Por tanto,
Dios está presente en los justos, de una manera especialísima, como causa eficiente y
ejemplar13.

En cuanto al conocimiento y amor, en primer lugar la exigencia de la amistad divina con


los justos es un amigo que procure estar presente al otro. Pues bien, al ser perfectísima esta
amistad divina con el justo, exigirá lógicamente que Dios esté presente en el justo, aun
cuando Dios no estuviera ya presente en él por su inmensidad. Además la presencia de la
Trinidad en el justo se obtiene cuando el justo se hace consciente de una forma cuasi-
experimental de Dios, que realiza en él la vida de la gracia. En los justos que no llegan a
este conocimiento sapiencial de Dios14.

La teoría de la actuación cuasi-formal busca la inteligibilidad del misterio de la


inhabitación partiendo del análisis de la unión entre el alma y la Trinidad, que tiene lugar
en la visión beatífica, donde la inhabitación llega a su última perfección. En palabras de
Treviño, «para conocer la vida cristiana, hay que considerarla sobre todo en la eternidad,

13
Cfr. Ibid., no. 579.
14
Cfr. Ibid., no. 580.
donde la tendremos en toda su perfección, pues así como para conocer a un hombre no hay
que tomarlo de niño, cuando todavía no se ha desarrollado perfectamente, sino ya de
hombre maduro; así también, para conocer lo que es la vida que Dios nos comunica, no hay
que verla en su esbozo, en su germen, en su embrión; sino en su perfecto desarrollo, para
conocerla como es15».

A forma de resumen, la inhabitación de la Trinidad en el justo trata de cómo el Padre, el


Hijo y el Espíritu Santo nos admiten en su relación íntima donándose así como una persona
se entrega a otra persona16.

La filiación divina

En el recorrido histórico de las religiones podemos observar que la figura paterna en la


divinidad ha estado presente desde antes del cristianismo. Así por ejemplo, en Grecia, había
algunos que eran considerados hijos de Zeus, o de Poseidón, o de algún otro dios. En la
cultura nórdica, los dioses eran hijos de dioses. En la filosofía de los estoicos se pensaba en
un logos spermatikós, es decir, una común pro-videncia17.

Nuestro Dios también es Padre. El Antiguo Testamento toma conciencia de la paternidad


divina desde el Éxodo pues el pueblo de Israel es llamado «hijo de Dios».

«Tú dirás al faraón: «Así dice el Señor: Israel es mi hijo, mi primogénito. Te ordeno
que dejes salir a mi hijo para que me dé culto. Si te niegas, yo mataré a tu hijo
primogénito» (Ex 4, 22-24).

Israel ve su filiación con Dios en dos aspectos: la creación, pues es el Señor quien ha
creado todo cuanto existe (cfr. Is 45, 11), y la alianza, que constantemente recuerda «yo
seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (cfr. Dt 14 1-2), Yahveh los protegerá y acampará
con ellos. Hay, además, entre el pueblo tres tipos de personas que son llamadas «hijos de
Dios». Estas personas son los reyes que son elegidos por Dios y gobiernan con la autoridad
y asistencia del Dios de la alianza (cfr. 2 Sam 7, 14); los justos que son acusados por los

15
Ibid., no. 582.
16
Cfr. Ibid., no. 588.
17
Cfr. Ibid., no. 591.
impíos por ser llamados hijos de Dios (cfr. Sab 2, 16-18); y los misericordiosos que por su
misericordia merecen ser llamados por Dios hijos suyos (cfr. Eclo 4, 10)18.

Ya en el Nuevo Testamento, con la figura central de Jesucristo, vemos que en todas las
plegarias que Jesús dirige a Dios las hace al Padre, todas van hacia Él. Dios es su Padre y es
nuestro Padre. Hay una distinción gradual en cuanto a cómo ora Jesús a su Padre y cómo
nos dice que oremos a nuestro Padre. «Dios no es del mismo modo padre de Jesús y padre
de los discípulos; Jesús no se pone en el mismo plano que los discípulos hablando de Dios
como «padre nuestro» (cfr. Mt 5, 45; 25, 34; Lc 24, 49). Además, los discípulos han de
convertirse en hijos de Dios, no como Jesús que ya es Hijo de Dios. Esto es posible no por
la descendencia biológica, sino por la fe en Jesús19.

San Pablo dirá que la filiación del fiel con el Padre, en Cristo, es la distinción entre los
cristianos y los paganos. Por eso, desde entonces, en claro por qué, los cristianos no puedan
participar en la manifestación de los idólatras, introduciendo al mismo tiempo en una
intimidad profunda con Dios.

Pablo establece una oposición entre la religión de la ley, donde era el temor el que incitaba
a guardar los mandamientos, y la religión del amor, donde la confianza libera los corazones
y la caridad filial lleva espontáneamente al cumplimiento de la voluntad del Padre (cfr.
Rom 8,14-16). Por eso, la postura de los cristianos a cómo dirigirnos a Dios, a quien se
dirige, Jesús y sus discípulos, es Abbá, una invocación de familiaridad20.

El fundamento de la filiación divina en Pablo no es la creación sino la adopción divina,


según la cual los hombres no nacen hijos de Dios, sino que se convierten en tales porque
Dios los acoge misericordiosamente como hijos. Dios se convierte en padre, al ser, para los
elegidos, fuente de salvación, infundiéndoles una nueva vida (Gál 1,4-5; Ef 5,20; 2 Tes
2,15-16) y sobre todo dándoles su espíritu (Ef 1,17). Conviene leer la carta a los Efesios
1,3-14, pues describe esta filiación por adopción en Cristo, el Hijo. Somos hijos de Dios,
hijos del Padre; en Rm 8,14-17 se nos presenta que Dios (de quien somos hijos y herederos)

18
Cfr. Ibid., no. 596.
19
Cfr. Ibid., no. 597-599.
20
Cfr. Ibid., no. 600.
es distinto de Cristo (del que somos coherederos) y del Espíritu Santo (que da testimonio de
que somos hijos de Dios)21.

En los escritos de San Juan la filiación divina se presenta en contraste al pecado pues el que
comete pecado no es hijo de Dios (1 Jn 3,9; 5,18). Además es un don que viene de Dios, el
Padre nos hace hijos, nos otorga esa posibilidad de ser hijos suyos. (1 Jn 3, 1). Juan no nos
considera hijos de toda la Trinidad, sino de la primera persona: por eso somos hermanos de
Jesús (Jn 20,16-17). Gracias a esta filiación divina, tenemos también una relación especial
con el Espíritu Santo, ya que esta filiación empieza cuando nacemos del Espíritu (Jn 3,8; cf.
1 Jn 3,24; 4,13)22.

Los Padres de la Iglesia, apegados a la Sagrada Escritura, consideran de la filiación divina


en el contexto del acontecimiento bautismal y poniendo de relieve el cambio cualitativo,
por el que nos trasformamos en hijos de Dios. Así mismo, la vida del hijo de Dios se va
desarrollando en cuanto se va profundizando progresivamente esta filiación, la toma de
conciencia de ser hijos en el Hijo y las acciones como hijos de Dios23.

La Iglesia enseña, con respecto a la filiación divina, a través de la liturgia que «los fieles
son llamados hijos de Dios. Además pone en relieve esta filiación en cuanto a su relación
con el Espíritu Santo. También, en la oración, la Iglesia llama «Padre» solamente a la
primera persona de la Santísima Trinidad, dirigiéndose a él por medio del Unigénito24.

El concilio de Trento nos dice que el hombre pasa del signo de Adán (del estado de pecado)
al signo de Cristo (el estado de justicia, estado de gracia y de adopción como hijos), que los
bautizados «han sido hechos inocentes, inmaculados puros, sin culpa e hijos amados de
Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo25.

El concilio Vaticano II nos propone tres aspectos en las que reconocemos esta filiación.

21
Cfr. Ibid., no. 601-604.
22
Cfr. Ibid., no. 605-606.
23
Cfr. Ibid., no. 608. San Agustín dirá que «Todos cuantos son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios; mas por gracia, no naturalmente. Porque el único Hijo de Dios por naturaleza se hizo hombre por
misericordia, para que nosotros, que somos hijos de hombre por naturaleza, por gracia y mediación suya nos
hiciésemos hijos Dios»; el cristiano por la gracia es hijo de Dios, como Cristo lo es por generación natural y
eterna. La filiación trae sobre la tierra un nuevo espíritu sobrenatural, con que son movidos los hijos de Dios:
(Obras de San Agustín, Tomo IV, Tratados sobre la gracia, BAC, Madrid 1956, 65).
24
Cfr. Ibid., no. 610.
25
Cfr. Ibid., no. 611.
1) Es la mayor dignidad y perfección a la que Dios ha destinado a la humanidad (cf. LG 3,
32, 40). 2) La filiación adoptiva se obtiene mediante la inserción en el Hijo natural: nos
hacemos filii in Filio gracias a la redención (GS 22). 3) La filiación supone la libertad y la
confianza (LG 36,37)26.

La reflexión teológica que se ha hecho en torno a la filiación divina de los fieles se puede
resumir diciendo que «la adopción divina difiere de la adopción humana, ya que la
adopción humana supone en el sujeto cierta idoneidad para recibir la adopción y establece
solamente una condición jurídica; por el contrario, Dios es el que hace al hombre idóneo
para participar de los bienes del hijo, cambiando su realidad. Por tanto, el hombre recibe al
mismo tiempo un nuevo ser y un nuevo papel ante el Padre divino. Es solamente el Padre el
que toma la iniciativa de enviar al Hijo para que nosotros lleguemos a ser también hijos
suyos; es solamente el Hijo el que se encarna y lleva a cabo (con su muerte y su
resurrección) nuestra redención, por la que adquirimos la posibilidad de convertirnos en
hijos de Dios; y son el Padre y el Hijo los que mandan al Espíritu Santo, que renueva
nuestros corazones, haciéndonos invocar: ¡Abba! ¡Padre! Somos elevados a la condición de
hijos, en cuanto recibimos del Padre y del Hijo una participación del Espíritu filial, del que
Cristo tiene la plenitud, adquiriendo con el Padre una relación semejante a la de Cristo27.

Finalmente, concluimos que el justo se hace hijo solamente de la primera persona de la


santísima Trinidad, ya que se hace hermano del Hijo, recibiendo al Espíritu Santo que se
une a él de una forma misteriosa. Por la encarnación, también los pecadores pueden ser
llamados hermanos de Cristo (con esa hermandad universal que une a todos los hombres);
pero esta hermandad recibe un nuevo sentido en los justos, que comparte con el Hijo
encarnado el amor al Padre»,

26
Cfr. Ibid., no. 612.
27
Cfr. Ibid., no. 613-616.

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