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LAS CRISIS, LOS DERECHOS Y EL ESPACIO PÚBLICO

(Mensaje para la Asamblea Anual del Colegio de Abogados


de Puerto Rico)

11 de septiembre de 2010

Por Efrén Rivera Ramos

Agradezco profundamente al Ilustre Colegio de Abogados y Abogadas de Puerto Rico,

mi colegio, y, en especial a su Presidente, el compañero Arturo Hernández, la honrosa invitación

a dirigirme a ustedes en el día de hoy.

Quiero comenzar mis palabras recordando con gratitud y admiración los valiosos aportes

a este Colegio, a la profesión y al pueblo de Puerto Rico del eminente abogado y gran patriota

puertorriqueño Don Juan Mari Bras. Vaya para su familia mi solidaridad personal más profunda.

Quiero unirme, además, a la felicitación a los notarios y notarias de Puerto Rico, a

quienes se les dedica esta asamblea, en reconocimiento de su importante labor de indudable

trascendencia pública.

No se me escapa la importancia histórica de esta asamblea.

Es la primera asamblea ordinaria que se celebra después de aprobada la ley que abolió la

colegiación compulsoria de la abogacía. Nuestra profesión le ha dado una respuesta

contundente a ese burdo intento de silenciar su voz. A esta fecha cerca de 9,000 compañeros y

compañeras le han dicho que sí a su Colegio con su adhesión voluntaria.

Y es que no hay legislación que pueda borrar de un plumazo la importancia histórica y

social de una organización como ésta. Ahora más que nunca el país necesita a nuestro colegio,

como institución vigorosa, como voz sensata, comprometida y solidaria, para contribuir a

enfrentar las crisis serias por las que atraviesa nuestro pueblo. Como bien ha señalado el

1
distinguido economista puertorriqueño, el buen amigo Francisco Catalá, la crisis que padece el

Puerto Rico de hoy es, en gran medida, una crisis de sus instituciones.1 Templar la

institucionalidad – no resquebrajarla como han pretendido algunos -- es una de las tareas

pendientes de todos los que buscamos una salida a la coyuntura actual del país. Los 170 años de

historia de este colegio, de quehacer relevante para sí y para la comunidad en la que está inserto,

constituyen el sustrato de su institucionalidad. Su fortalecimiento se obtendrá por virtud de

nuestra actividad profesional y del descargue de nuestra responsabilidad social como miembros

de esta comunidad conformada al fragor de experiencias históricas y de aspiraciones compartidas

que llamamos Puerto Rico. No tengo dudas de que nuestra profesión, organizada a través de su

colegio, estará a la altura de ese reto.

Una segunda circunstancia que no debemos pasar por alto en el día de hoy es que esta

asamblea tiene lugar un 11 de septiembre. Fecha que asociamos con por lo menos dos sucesos

de importancia en nuestro hemisferio: el ataque a las Torres Gemelas en la ciudad de Nueva

York, ocurrido en el año 2001, y el golpe de estado contra el gobierno del presidente socialista

Salvador Allende en Chile en el año 1973. La rememoración de estos eventos es en sí misma

meritoria. Pero quiero, además, resaltar su pertinencia, como veremos, para el tema que he

escogido para este mensaje, que he titulado: “Las crisis, los derechos y el espacio público”.

Comencemos con las crisis.

No cabe duda de que vivimos en tiempos de crisis, como quiera que se defina ese

concepto. Nuestra crisis es de naturaleza económica, política, social, cultural y, como ya he

dicho, también de carácter institucional Es además una crisis axiológica en la medida que afecta

1
Francisco A. Catalá Oliveras, “Encapsulamiento ceremonial: ni crecimiento ni desarrollo”, Presentación en
Asamblea de la Asociación de Economistas, 27 de agosto de 2010 (manuscrito), a la pág. 11.

2
valores constitucionales que creíamos arraigados en nuestra conciencia colectiva y que hoy se

ven amenazados por fuerzas y flancos diversos.

La crisis económica se manifiesta, entre otras cosas, en el agotamiento del modelo

económico establecido a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, en la caída dramática

de nuestra capacidad productiva, en los índices crecientes de desempleo y la baja tasa de

participación laboral, en la falta de estrategias coherentes de desarrollo económico, en nuestra

desvinculación relativa de la economía global,2 en la estrechez de miras de nuestras clases

empresariales y en una considerable insuficiencia fiscal en las arcas gubernamentales que ha

succionado toda la atención de las políticas económicas actuales en detrimento del cuidado que

merecen los demás elementos de la crisis.

La crisis política se hace evidente en la falta de poderes para timonear nuestro desarrollo

y proteger nuestros recursos naturales; en la incapacidad crónica de dar con una respuesta

consensuada al asunto de la condición política del país y su relación con los Estados Unidos y el

resto del mundo; en la mediocridad endémica de buena parte de nuestra clase política, atrapada

en los confines de sus escasos horizontes, y, finalmente, como ha señalado el Dr. Catalá, en la

debilidad relativa de nuestros movimientos sociales,3 que no han podido liderar la salida de la

crisis más allá de la denuncia y la protesta, ambas necesarias, pero insuficientes para realizar las

transformaciones indispensables.

La crisis social no requiere mayor elaboración: un sistema educativo colapsado; grupos

sociales de todos los niveles bajo las garras del narcotráfico; tasas de criminalidad abrumadoras;

una escalada incontenible de la violencia contra las mujeres, los niños y las niñas, incluidos los

infantes; una estampida de jóvenes capacitados y valiosos que abandonan el país buscando

2
Sobre este particular, véase Catalá Oliveras, supra nota 1, a la pág. 2.
3
Id., a la pág. 11.

3
horizontes mejores; en fin, la situación social más preocupante que hemos vivido en los últimos

cuarenta años.

Esas crisis se deben a factores nacionales y globales. No hay que olvidar, sin embargo,

que las crisis económicas, políticas y sociales no sólo responden a corrientes históricas profundas

que se van concatenando sigilosamente. Son el resultado también de decisiones de agentes muy

concretos que les sirven de caldo de cultivo y de detonantes en momentos históricos

determinados. Las dificultades económicas de hoy le deben mucho a las decisiones de los

grandes consorcios financieros que desencadenaron desequilibrios severos en los mercados

mundiales y a las determinaciones de gobiernos en todas partes del planeta, especialmente en los

países más ricos, empeñados en devolvernos a la época del laissez faire económico mediante la

liberalización excesiva de la actividad económica y la contracción del tímido estado de bienestar

surgido a partir de mediados del Siglo 20 en muchas regiones del mundo. Hay que añadir

también las acciones corruptas de funcionarios públicos y privados que malbarataron la riqueza

pública y menoscabaron los ahorros, pensiones e inversiones de cientos de miles de personas en

sus respectivos países.

Todas estas modalidades de la crisis se alimentan entre sí y tienen efectos variados. Me

interesa destacar aquí sus efectos jurídicos y los retos que le plantean al sistema constitucional, a

los profesionales del derecho y a esta organización que nos agrupa.

El primero de esos efectos es la agudización de ciertos conflictos personales y colectivos

que impele a las personas a recurrir a los mecanismos de administración de la justicia o de

solución de conflictos instaurados por el estado. Así, por ejemplo, el Informe Anual de la Rama

Judicial de Puerto Rico para el año fiscal 2008-09 destaca que, aunque no ha habido un aumento

sustancial en el número de casos presentados en las diversas instancias del sistema judicial, sí se

4
ha registrado un cambio notable en el tipo de asuntos recibidos. Entre el 2000 y el 2009 hubo un

incremento del 12% en las acciones por cobro de dinero. Dentro de ese grupo, las ejecuciones de

hipoteca aumentaron en un 131%, de 5028 a 11,625 casos al año. Los procedimientos de

desahucio subieron de 7028 a 9952, es decir un alza de 41%. El informe concluye que las

tendencias observadas en estos casos confirman el efecto de la recesión y la crisis económica en

los ciudadanos y ciudadanas y en los asuntos que se ventilan en los tribunales.4 Por otro lado,

todos sabemos que la canalización de esos y otros conflictos a través de los mecanismos de

administración de la justicia cuesta. A veces mucho dinero. De modo que no sólo aumenta el

costo de vida, sino también el de allegarse los recursos necesarios para vindicar los derechos y

obtener la reparación de agravios. El acceso a la justicia se encarece.

Ustedes y yo sabemos que las decisiones que se toman en estos contextos de crisis

terminan afectando a las personas más vulnerables. Ahí están los despidos masivos en el

servicio público ocasionados por la Ley 7 de 9 de marzo de 2009, que ha descargado el impacto

de la insuficiencia fiscal predominantemente en los trabajadores públicos y sus familias. Los

recortes en la Universidad de Puerto Rico, producidos también como consecuencia de la Ley 7,

comenzaron a tener efectos directos en la población estudiantil que estudia a base de becas y

exenciones de matrícula, lo que motivó la huelga que recién concluyó, y ya muchos empleados

de nivel intermedio en la estructura universitaria así como empleados docentes por contrato han

empezado a sufrir despidos y otros impactos negativos en sus ingresos y en la posibilidad de

mantener sus empleos. La disminución de empleados públicos ha comportado un

empobrecimiento de los servicios, con la secuela de hacinamiento, dilaciones, atropellos y

fricciones que se escenifican a diario en las agencias públicas. La falta de maestros y otros

4
Informe de la Rama Judicial 2008-2009, consultado en
http://www.ramajudicial.pr/orientación/informes/rama/informe-anual-2008-2009.pdf.

5
servidores públicos en el Departamento de Educación ha afectado más severamente que a nadie a

los estudiantes y familias más pobres del país.

También sabemos que en tiempos de insuficiencias fiscales, cuando más se necesitan,

comienza a disminuirse el apoyo a los programas de servicios legales a todos los niveles,

incluidos los que prestan las organizaciones no gubernamentales, como la Sociedad para la

Asistencia Legal y la Corporación de Servicios Legales, las universidades, a través de sus

escuelas de derecho, y otras entidades. En un estudio realizado para la Corporación de Servicios

Legales de Washington, titulado Documenting the Justice Gap in America, se concluye que más

del ochenta por ciento de las necesidades legales en materia civil de las personas pobres en los

Estados Unidos se quedan sin satisfacer.5 Se estima que en nuestro país el cuadro es similar. El

aumento en la pobreza, el encarecimiento de los servicios y la disminución de los recursos

disponibles para los programas de asistencia legal gratuita ocasionarán que más y más personas

carezcan de la atención debida a sus problemas jurídicos más apremiantes.

Tan importantes como las crisis mismas, pues, son las respuestas que suscitan. Esas

respuestas tienen efectos a corto y largo plazo. Una reacción común de los gobiernos es

proponer medidas supuestamente temporeras para paliar situaciones calificadas de emergencias.

Puerto Rico es ejemplo claro de ello. En ese renglón caen la Ley 7 de 9 de marzo de 2009, que

decreta una emergencia fiscal con el fin de dejar sin efecto numerosas disposiciones legales

relativas al empleo público, y la Orden Ejecutiva 2010-034, que declara una emergencia en el

estado de la infraestructura eléctrica en Puerto Rico y, en consecuencia, autoriza un

procedimiento expedito para todo proyecto nuevo relacionado con la generación y conversión a

gas natural y otros proyectos de energía de modo que no tengan que cumplir con las

5
Legal Services Corporation, Documenting the Justice Gap in America, consultado en
http://www.lsc.gov/pdfs/documenting_the_justice_gap_in_america_2009.pdf.

6
disposiciones de las leyes orgánicas de la Junta de Planificación y ARPE, la Ley de Municipios

Autónomos y la Ley de Procedimientos Administrativos Uniformes.

El decreto de estados de emergencia es una modalidad de lo que en muchos sistemas

políticos se conoce como estados de excepción. Bajo la categoría general de estados de

excepción muchas constituciones y leyes orgánicas de naturaleza cuasi-constitucional regulan

una serie de situaciones diversas que asumen nombres como “estado de emergencia”, “estado de

catástrofe”, “estado de sitio”, “estado de alarma”, “estado de conmoción interior o exterior” o, la

más extrema de todas, el “estado de guerra”. El mecanismo no es nuevo. Se remonta a los días

de las dictaduras de la República Romana.6 Con el surgimiento del estado moderno se intentó

revestir la institución de la excepción con ropaje democrático. Según nos recuerda el jurista

colombiano Antonio Barreto Rozo, el estado de excepción moderno “fue una creación de la

tradición democrático-revolucionaria”, pues fue la Asamblea Constituyente francesa la que

distinguió por primera vez entre el estado de paz, el estado de guerra y el estado de sitio.7

“Desde entonces,” nos dice Barreto, “lo „excepcional‟ ha intentado por todos los medios hablar

el mismo lenguaje de „lo democrático‟, o de al menos no crear una disrupción o un hiato

irreconciliable con el mismo”.8 El surgimiento de los regímenes constitucionales

contemporáneos ha conducido al intento de someter a la disciplina constitucional la declaración

de tales estados de excepción. Si bien, por un lado, el propósito ha sido permitirlos, pues

ciertamente hay situaciones que lo ameritan, como las catástrofes naturales, por el otro, se ha

6
Véanse, William Vázquez Irizarry, “Excepción y necesidad: la posibilidad de una teoría general de la emergencia”,
próximo a publicarse en SELA, La inseguridad, la democracia y el derecho (2010); Lautaro Ríos Álvarez, “Los
estados de excepción constitucional en Chile,” en Ius et Praxis, 8(1): 251-282, 2002, Versión On-Line ISSN 0718-
0012, consultado en http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=s0718-00122002000100014&script=sci_arttext.

7
Antonio Barreto Rozo, “Normalidad y excepcionalidad: la indescifrable regularidad contemporánea de la
excepción,” en SELA, Poder Ejecutivo, Editores del Puerto, 2007, a la pág. 325.
8
Id.

7
procurado también regularlos de modo que se limiten las facultades del gobierno al ejercer esas

prerrogativas.

De los textos constitucionales existentes, de los convenios internacionales de derechos

humanos que se refieren a la materia y de la doctrina elaborada por los comentaristas surgen

varios principios básicos diseñados para orientar tales ejercicios de poder. En primer lugar, los

decretos de excepción suelen estar regulados en la Constitución o en estatutos especiales que

tienden a definir con relativa precisión en qué consisten las circunstancias excepcionales que los

motivan, recalcando la suma gravedad de la situación percibida como crítica y la estricta

necesidad de las medidas tomadas. Suelen indicarse también de antemano qué derechos estarán

sujetos a restricción y cuáles no. A su vez, las medidas adoptadas han de ceñirse al principio de

temporalidad, es decir, deben ser realmente transitorias. Así, por ejemplo, al amparo de las

disposiciones constitucionales y estatutarias correspondientes, el estado de catástrofe decretado

en las tres regiones más afectadas por el terremoto acaecido en Chile el 27 de febrero de 2010

sólo duró treinta días. La presidenta saliente Michele Bachelet lo decretó por ese limitado

periodo y el nuevo Presidente Sebastián Piñera no quiso extenderlo, por entender cumplido el

propósito de la declaración. Compárese ese proceder prudente, ante un hecho catastrófico como

un terremoto de aquella magnitud, con la determinación de la Asamblea Legislativa de Puerto

Rico de declarar un estado de emergencia fiscal conducente a la congelación por un periodo de

dos años de toda la legislación laboral relativa al empleo público y de todos los convenios

colectivos firmados por el gobierno con los sindicatos que representan a los empleados

gubernamentales. Más devastador que la deficiencia fiscal ha resultado el remedio

supuestamente provisional con que se ha pretendido paliar.

8
Finalmente, las facultades del ejecutivo y del legislativo para declarar estados de

excepción, incluidos los de emergencia, suelen estar sujetas al control judicial. En algunos casos

el control de constitucionalidad es sólo de forma, es decir, la constatación de si se han observado

los requisitos formales de la norma constitucional aplicable. En otros, la revisión judicial puede

ir más allá y, si bien no pretende sustituir el criterio de los poderes ejecutivos y legislativos, sí les

exige que por lo menos justifiquen su decisión ante el público y ante los tribunales con la

evidencia pertinente para acreditar tal justificación.9 Pero aun en otros casos, la fiscalización

judicial puede ser plenamente de fondo, en otras palabras, los tribunales pueden declarar

inconstitucional el decreto de emergencia por entender que los hechos que lo motivaron, según el

gobierno, realmente son insuficientes. Este último es el criterio adoptado por el Tribunal

Constitucional de Colombia en una sentencia de 1992 suscrita por el Magistrado Eduardo

Cifuentes Muñoz, hoy decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes. Según

el tribunal, la única forma de darle vigencia al principio de que el Ejecutivo y el Legislativo están

sujetos a la Constitución en todas sus actuaciones y la única forma de salvaguardar la integridad

y la supremacía de la Constitución es permitiendo el control de constitucionalidad de la

declaración del estado de emergencia tanto en su forma como en su fondo.10 Esa actitud

fiscalizadora del tribunal colombiano contrasta con la total deferencia demostrada por el Tribunal

Supremo de Puerto Rico al juicio legislativo sobre la necesidad de las medidas de emergencia

contenidas en la Ley 7 de 2009. Y aquel, recuérdese, es un país que a la fecha de la sentencia

comentada estaba sumergido en un enconado conflicto armado interno.

9
Ese es un criterio similar al adoptado por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en la jurisprudencia
relacionada con las actuaciones que menoscaban las obligaciones contractuales del estado cuando éste es parte en
los contratos afectados. Véase United States Trust Co. V. New Jersey, 431 U.S. 1 (1977) y su progenie. Véase
también a Vázquez Irizarry, supra nota 6, donde se sugiere que se adopte este tipo de escrutinio cuando el estado
es el responsable de la crisis que motiva la declaración de emergencia.
10
Sentencia No. C-004/92 del Tribunal Constitucional de Colombia.

9
Es importante señalar que, a pesar de ese conjunto de principios que se han desarrollado

para limitar las facultades de excepción de los gobiernos, el recurso a los estados de emergencia

se ha convertido en un instrumento conveniente para lograr fines gubernamentales saltándose

importantes restricciones legales dirigidas a proteger a la ciudadanía de las actuaciones

arbitrarias de los gobiernos. Si bien en un momento dado los estados de excepción se pensaron

como herramientas para que en circunstancias extraordinarias el Estado pudiera proveer

seguridad y bienestar a la comunidad de manera expedita y sin contratiempos,11 en muchos

lugares las autoridades han sucumbido a la tentación de utilizarlos para todo lo contrario, es

decir, para aumentar la inseguridad, restringir el ejercicio de los derechos y menoscabar el

bienestar de los miembros de la sociedad en el nombre de ideologías desacreditadas y políticas

económicas y sociales cuestionables.

La experiencia histórica y un repaso de alguna literatura sobre el tema nos permiten

concluir lo siguiente: Las respuestas a las crisis, incluidas las amparadas en estados de

emergencia, pueden terminar siendo constitutivas de un orden.12 En otras palabras, las

respuestas a las crisis nunca pueden verse como simples medidas pasajeras, sin efectos a largo

plazo. Por el contrario, pueden tener, y con frecuencia tienen, efectos tan duraderos que

terminan convirtiéndose en parte de la normalidad, inclusive en parte del orden constitucional.13

Y es que las pretendidas medidas temporeras albergan una vocación profunda de permanencia.

Un caso paradigmático es precisamente el del régimen pinochetista surgido del

derrocamiento de Salvador Allende aquel 11 de septiembre que acabamos de recordar. Como ha

señalado el profesor Fernando Atria, de la Universidad Adolfo Ibáñez de Chile, el régimen de

11
Véase Luis Carlos Alzate Ríos, “Derechos humanos y estados de excepción”, consultado en
http://www.monografías.com/trabajos13/ddhhy/ddhhy.shtml.
12
Efrén Rivera Ramos, “Comentario”, en SELA, Poder Ejecutivo, Ediciones del Puerto, 2007, a la pág. 355.
13
Id.

10
Pinochet, constituido como estado de excepción, fue configurando un nuevo orden constitucional

cuyos efectos perduran hasta hoy.14 De hecho, la constitución chilena actual, con múltiples

modificaciones, es cierto, es básicamente la que se adoptó mediante plebiscito estando Pinochet

todavía en el poder. A pesar de las muchas modificaciones sufridas, las instituciones y

contenidos originales de esa constitución del 1980 han condicionado durante muchos años el

desarrollo constitucional chileno. Se trata de un caso extremo, lo sé. Pero como he dicho en otra

ocasión, a veces el relato de lo extremo puede servir para recordarnos que la vigilancia nunca

está de más.

En nuestro caso no debe abrigarse duda alguna de que, por más que el texto de la Ley 7

prescriba que algunas de sus medidas más drásticas tendrán una duración de sólo dos años, las

consecuencias de los despidos efectuados a su amparo tendrán efectos longevos en las familias

de los trabajadores despedidos, en los usuarios de los servicios disminuidos del gobierno y en la

economía toda del país. De mayor calado todavía, la subversión que ese estatuto ha operado en

principios jurídicos que se pensaban asentados en nuestra cultural laboral, como el principio del

mérito, habrá de perdurar más allá de la vigencia de la ley. Ésta ha socavado ya la confianza de

los trabajadores públicos en la seguridad de su empleo y el gobierno y los tribunales empiezan a

dar por bueno que el principio del mérito se lesione cuando la Asamblea Legislativa lo estime

políticamente conveniente.

Esto nos lleva al segundo aspecto de la tesis que he formulado: lo que se adopta o tolera

como excepcional, se va convirtiendo poco a poco en lo normal. Ello está ocurriendo en los

Estados Unidos, y por carambola en nuestro país, con las medidas draconianas incorporadas en el

Patriot Act y otros estatutos adoptados como secuela del ataque a las Torres Gemelas, cuyo

noveno aniversario recordamos hoy. Los enormes poderes conferidos al FBI, a los empleados de
14
Fernando Atria, “Sobre la soberanía y lo político”, en SELA, Poder Ejecutivo, Editores del Puerto, 2007, 299-320.

11
las aduanas y a los funcionarios de inmigración, entre otros agentes del orden público en los

Estados Unidos, como reacción a lo que se percibió como una crisis de seguridad nacional, se

han convertido en el modus operandi ordinario de esos cuerpos a lo largo y lo ancho de todo ese

país y sus territorios, por más lejos que se encuentre ya el momento de aquel ataque y por más

tenue que sean las sospechas de que alguien pueda estar relacionado con algún grupo

considerado terrorista.

Esta cualidad de las respuestas a las crisis la ha explicado muy bien el premio Nobel de

Economía Paul Krugman. Analizando la reacción a las crecientes tasas de desempleo en los

Estados Unidos, Krugman advierte el peligro de que lo que solía considerarse una tasa de

desempleo inaceptable en esa economía, y por tanto excepcional, se vaya convirtiendo en la

nueva normalidad del mercado laboral. Y lo que es peor, que a nadie en los sectores gobernantes

realmente le importe.15 En otras palabras, que se adopte institucionalmente la actitud resumida

en aquella expresión desafortunada de aquel funcionario de cuyo nombre no me acuerdo: “Such

is life”.

Con lo dicho hasta aquí creo que hemos hecho embocadura suficiente para entrar al

segundo tema de este mensaje: el de los derechos y su relación con las crisis.

En los países donde han prevalecido las tendencias neo-liberales, los recortes económicos

han solido venir acompañados de una reducción de derechos. Ello es explicable. Los derechos,

sobre todo los civiles y políticos, como los de expresión y asociación, que sirven para canalizar

la protesta, constituyen una molestia para quienes interesan despacharse el bizcocho económico

con la cuchara grande. De ahí la proliferación de prácticas y medidas represivas de toda índole.

También se ven menoscabados los derechos sociales y económicos, como el derecho al trabajo, a

15
Paul Krugman, “Defining Prosperity Down”, The New York Times (New York edition), 2 de agosto de 2010, a la
pág. A17.

12
la salud y a la educación, que son los instrumentos normativos necesarios para articular los

reclamos de los más necesitados. La represión y la desigualdad hacen, pues, su aparición

tomadas de la mano.

Cuando la crisis es política la tentación de constreñir los derechos es todavía más patente,

pues de lo que se trata es, bien de defender a toda costa el estado de cosas vigente, o, por el

contrario, de desmantelar las instituciones y garantías existentes con el fin de instaurar una nueva

realidad política afín con las intereses de los que gobiernan.

Las crisis sociales, reinterpretadas como crisis de seguridad en el sentido policíaco,

pueden, por otra parte, constituir la excusa perfecta para proponer, a veces con respaldo popular,

el abandono de derechos personales y colectivos que son el fruto de esforzadas luchas del

pasado.

Cuando la crisis tiene como base la debilidad de las instituciones, el ataque contra los

derechos se torna más ominoso aún, pues su garantía ya no puede contar con instituciones fuertes

a las cuales puedan acudir las personas afectadas por los atropellos.

Pero más peligrosa que la violación de determinados derechos es la amenaza que se

cierne sobre la idea misma de los derechos. Es decir, la desvalorización del concepto de los

derechos como principio organizador de la comunidad política y su sustitución por paradigmas

que pueden resultar más seductores, por convenientes, como sería, por ejemplo, el culto supremo

a la voluntad electoral de las mayorías. Esa actitud es una realidad latente que merece toda

nuestra atención. Ello nos exige retornar a lo más básico.

Lo más básico es entender que en el presente el concepto de la democracia constitucional

trasciende la raquítica concepción que la circunscribe a darle efectividad a la voluntad de la

mayoría, aunque esa voluntad violente derechos fundamentales. El pensamiento político

13
contemporáneo y la emergencia de aspiraciones éticas globales como el respeto a los derechos

humanos han convertido al binomio democracia-derechos en un par inseparable. Hoy día,

cualquiera que sea su modalidad específica en un contexto nacional particular, no se puede

concebir la democracia desvinculada de la noción misma de los derechos. Uno de los pensadores

actuales que mejor ha articulado la cuestión es el filósofo Jürgen Habermas, para quien los

derechos son consustanciales con la democracia moderna.16 A los derechos hay que verlos, dice

Habermas, como pre-condiciones de la democracia. Es decir, si los ciudadanos nos sujetamos a

la decisión mayoritaria es porque la colectividad política se ha comprometido a respetar las

reglas del juego democrático, la más fundamental de ellas, el respeto a los derechos de todos y

todas, y es también porque el proceso decisorio ha estado abierto a la participación y

deliberación de todos y todas en condiciones respetuosas de los derechos de todas y todos.

En la democracia constitucional no puede haber exclusión. Sin el respeto a los derechos

civiles y políticos, sin la realización efectiva de los derechos económicos, sociales y culturales, y

sin las garantías de los derechos colectivos como el derecho a la paz, a un medio-ambiente sano

y, el más básico de todos, el derecho a la auto-determinación personal y nacional no puede haber

comunidad democrática, no puede haber voluntad mayoritaria que valga. En nuestros días los

derechos humanos entrañan un límite a la voluntad de las mayorías. Constituyen un límite

inclusive a la soberanía, que por mucho tiempo se consideró que, por definición, no tenía límites.

De ahí que Habermas considere a la desobediencia civil como una “piedra de toque” del orden

democrático constitucional,17 pues se trata de un mecanismo moralmente justificado para que

una minoría, o un individuo aislado, llame a la conciencia de la mayoría para que retorne a las

coordenadas del orden político legítimo cuando esa mayoría se ha desviado de las reglas del

16
Jürgen Habermas, Facticidad y validez, Editorial Trotta, 1998.
17
Jürgen Habermas, “La desobediencia civil. Piedra de toque del Estado democrático de Derecho”, en Ensayos
políticos , 1988, a las págs. 51-71.

14
juego operando injusticias profundas contra sectores de la población. Por supuesto, la situación

es peor cuando, tomando como excusa un mandato electoral, una minoría entronizada en el poder

suprime los derechos de sectores sustanciales de la población constitutivos en su conjunto de la

verdadera mayoría.

La defensa incondicional de los derechos, y de la idea misma de los derechos, es pues la

mejor contribución que una organización como este Colegio de Abogados y Abogadas puede

hacerle a la comunidad puertorriqueña. La materia prima de nuestra actividad como abogadas y

abogados son los derechos de las personas. Si nosotros no hacemos de esa defensa nuestro

objetivo principal, ¿quién lo va a hacer?

Permítanme subrayar la siguiente idea: la mejor prueba de nuestro compromiso con la

defensa de los derechos es nuestra respuesta ante situaciones en las que la violación de los

derechos de otras personas proviene de los “nuestros”, es decir, de nuestro país, de los gobiernos

con los que simpatizamos, de los partidos a los que pertenecemos, de la clase social en la que nos

desenvolvemos, de las iglesias a las que asistimos, de las agrupaciones en las que militamos, de

los jueces a quienes respetamos, de los compañeros y compañeras con quienes trabajamos, de los

amigos que más queremos, de los familiares a quienes más amamos. Si miramos para el otro

lado cuando el atropello de los derechos viene de esos ámbitos, tendremos que cuestionarnos si

en verdad creemos en los derechos de las personas, sobre todo cuando hablamos de los derechos

humanos más fundamentales.

Si hoy estuviera en el poder el Partido Popular Democrático, yo les diría a los abogados y

abogadas populares que su deber no es mirar para el otro lado cuando el gobierno al mando de su

partido violente los derechos de los demás. Si mañana un partido independentista nos gobernara,

yo les diría a los abogados y abogadas independentistas que no podrían hacerse de la vista larga

15
si tal gobierno incurriera en la violación de los derechos de otros sectores del pueblo. Si pasado

mañana el gobierno pasara a manos de un gobierno socialista, yo les diría a los abogados y

abogadas socialistas que no permitieran que su gobierno socavara los derechos de la población.

Hoy gobierna el país un gobierno novoprogresista. Yo les digo a los abogados y abogadas

novoprogresistas que su obligación también es alzar la voz en defensa de todos y todas aquellas

cuyos derechos se ven violados por algunas de las acciones del gobierno en el poder. Esa es la

mejor evidencia de que de verdad creemos en los derechos.

Un aporte adicional que puede seguir haciendo esta organización es luchar sin cesar

porque se instauren las condiciones necesarias y suficientes que garanticen la efectividad de los

derechos reconocidos en nuestro ordenamiento. Los derechos sin garantías materiales e

institucionales que los hagan efectivos son, en el mejor de los casos, meras aspiraciones, y en el

peor, abstracciones a las que se acude retóricamente para encubrir la carencia de su disfrute real.

Una de esas garantías es la independencia judicial. Es decir, el conjunto de condiciones

materiales, sociales, políticas y culturales que permiten a los jueces y juezas cumplir con sus

funciones con verdadera independencia de criterio, tomando decisiones de conformidad con su

mejor entendimiento del derecho y la justicia, sin presiones indebidas. En ello le va la vida a

nuestro sistema de justicia.

La legitimidad del Tribunal Supremo en un sistema constitucional como el nuestro

depende de su compromiso con la independencia judicial. Su encomienda principal no es

garantizar que se realicen los contenidos de los mandatos electorales. Para ello los gobernantes

cuentan ya con suficientes instrumentos en el sistema político: como la Asamblea Legislativa y

el aparato ejecutivo, además del control del presupuesto y el manejo de numerosas técnicas de

gobierno y comunicación con el público. La función de ese tribunal y de los tribunales todos,

16
según la concepción que hemos esbozado, es asegurar que se cumplan las pre-condiciones de

participación en el juego democrático, es decir, que se respeten los derechos de todas las

personas. La suya es, pues, una tarea de árbitro activo y sigiloso en la protección de los

derechos, sobre todo de las minorías – nacionales, étnicas, políticas, religiosas, sexuales y

raciales -- que muchas veces no tienen otro recurso institucional para proteger sus derechos que

los tribunales de justicia. En el desempeño de ese deber de independencia, los tribunales de

justicia deben poder contar, y han contado, con el apoyo más decidido de este Colegio y de cada

uno de nosotros y nosotras en nuestro carácter profesional e individual.

El ejercicio puntilloso de la independencia judicial es crucial sobre todo en tiempos de

crisis. En estas circunstancias es enorme la tentación de los poderes legislativos y ejecutivos de

saltarse los procedimientos establecidos, utilizando la propia legalidad para suspenderlos, y con

ello disminuir numerosos derechos. Los tribunales no deben renunciar a su capacidad de evaluar

con rigurosidad los decretos de emergencia del gobierno pues, como se ha dicho muchas veces,

en un sistema constitucional no puede haber poder sin control. Hay una diferencia conceptual

muy importante entre un gobierno autoritario y un gobierno ético. El gobierno autoritario opera

como si no tuviera límites. El gobierno ético sabe limitar su propio poder y para ello se aferra al

deber ser proclamado por la Constitución.

Permítanme pasar ahora a considerar brevemente las repercusiones que tienen ciertas

respuestas a las crisis para eso que llamamos el espacio público. La crisis económica de los años

treinta del siglo pasado en los Estados Unidos y en otros lugares, incluido Puerto Rico, fue

enfrentada con una intervención activa del estado en los procesos económicos y sociales. Ello

tuvo como consecuencia un enriquecimiento físico del espacio público mediante la construcción

y desarrollo de obra pública nueva – carreteras, centros gubernamentales, vivienda social,

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parques y plazas, transporte colectivo, en fin, una verdadera inversión social que aumentó la

riqueza común y amplió su disfrute. Hubo también una intensificación de la actividad pública

mediante la creación de numerosas agencias gubernamentales y la prestación de un sinfín de

servicios novedosos a la ciudadanía. Se extendió el dominio de los derechos con la aparición de

nuevos derechos económicos y sociales. Se masificó la participación política a través de los

medios de comunicación social y de la liberalización de los procesos electorales para incluir

nuevos agentes políticos. En fin, pese a todas sus deficiencias, la respuesta a aquella crisis

resultó en un fortalecimiento del espacio público en múltiples dimensiones.

Las respuestas de corte neo-liberal a las crisis económicas de los años ochenta del Siglo

XX y las primeras décadas del XXI han tenido el efecto contrario. Han ocasionado un

empobrecimiento agudo y un constreñimiento notable del espacio público en varios sentidos.

Físicamente en muchos lugares el espacio público ha sufrido un deterioro enorme como

consecuencia de la reducción en el gasto gubernamental para proyectos sociales, como vivienda,

escuelas, medios de transporte colectivo, centros comunales, parques y otros lugares de disfrute

común. Durante el gobierno de la Primera Ministra Margaret Thatcher los analistas británicos

solían caracterizar este fenómeno como el incremento en la “pobreza pública”. En segundo

lugar, los recortes dramáticos de presupuesto, con su secuela de despidos, han traído consigo una

contracción en el renglón de los servicios que ha terminado afectando a los más necesitados. Ese

encogimiento de lo público se ha intensificado con las estrategias de privatización propias de este

tipo de políticas económicas.18

En tercer lugar, la compresión de lo público ha asumido una de sus formas más

dramáticas en los intentos por reducir los ámbitos de deliberación sobre los problemas comunes.

18
Para un análisis reciente del empobrecimiento de esta dimensión del espacio público en Puerto Rico, véase,
Francisco A. Catalá Oliveras, “Salida y voz: Entre el espacio privado y el espacio público”, Lección Magistral,
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Bayamón, 29 de octubre de 2009 (manuscrito).

18
Esos esfuerzos incluyen el bloqueo del acceso a los lugares donde ha de ocurrir la deliberación, a

la información necesaria para deliberar, a la palabra o a la voz como medio para participar en el

proceso público y a la posibilidad de la acción concertada.

En todas las épocas Puerto Rico ha experimentado intentos más o menos burdos, más o

menos sofisticados, de reprimir la deliberación colectiva de diversas formas. Los ejemplos

históricos son legión. Desafortunadamente, las manifestaciones de tales prácticas en la

actualidad también abundan. Por su importancia para la deliberación democrática, quiero

destacar los obstáculos más recientes al derecho de acceso a la información. El Centro para el

Periodismo Investigativo de Puerto Rico ha presentado durante el último año y medio cinco

demandas judiciales para obligar a funcionarios gubernamentales a proveer información

eminentemente pública que le ha sido denegada. Hay numerosas solicitudes adicionales que no

han llegado a la etapa de litigio. Increíblemente, el Instituto de Estadísticas de Puerto Rico, un

organismo gubernamental, cuyo director ha sido destituido en días recientes, también tuvo que

acudir a los tribunales para que le suministraran información vital para el desempeño de su

encomienda. La negativa a honrar ese tipo de pedido es una sustracción ilegítima de información

que el público debe tener a la mano para poder enjuiciar a su gobierno y participar

inteligentemente en el debate público. A ello hay que añadir numerosas instancias conocidas de

tentativas de supresión de la expresión pública. Baste mencionar, a modo de ilustración, la

represión violenta de manifestaciones legítimas en la Universidad y en el Capitolio, la

intervención policiaca con militantes feministas mientras pintaban un mural contra la violencia

doméstica en un puente de San Juan, la caracterización de quienes protestan con epítetos como

“terroristas”, “revoltosos”, “garrapatas” y otras lindezas, la censura de libros en el Departamento

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de Educación, el ataque contra este Colegio de Abogados y la congelación de las operaciones de

la Editorial de la Universidad de Puerto Rico y la Revista La Torre.

Por todo lo dicho, se torna evidente la relación estrecha de las crisis, sean económicas,

políticas, sociales o institucionales, con la necesidad de la defensa de los derechos ante la

posibilidad de su menoscabo y la conservación y enriquecimiento del espacio público en sus

diversas modalidades, incluida la de lugar común de deliberación y debate.

En esta fecha emblemática en la que recordamos varios onces de septiembre y sus

diversas repercusiones es imprescindible que este Colegio de Abogadas y Abogados, en esta

asamblea histórica, renueve públicamente su compromiso con la garantía de los derechos cuyo

ejercicio pleno deben respetar las respuestas de nuestros gobiernos a las crisis del presente.

Urgente es también que el Colegio reafirme su dedicación a la preservación y ampliación de esa

esfera de deliberación pública en la que ha participado siempre con voz propia y con vocación de

hacer la diferencia. Esa es la exhortación, queridos y queridas colegas, que nos hago a todas y a

todos nosotros en el día de hoy.

Muchas gracias y buenos días.

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