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Alabanza de la rueda

Los animalitos más primitivos tenían la boca situada atrás y era, la boca, el único orificio de su
cuerpo. Ingerían el alimento por esa boca posterior, aprovechaban del alimentó lo que
conviniera y, por la misma boca, expelían lo indigerible. Quiere decir que la alimentación, en
los seres más primitivos, se realizaba mediante un movimiento de vaivén. Pero ese
movimiento de vaivén —entrar algo a un cuerpo por un orificio, dar la vuelta dentro del cuerpo
y salir por el mismo orificio que para entrar al cuerpo le sirviera— era, mecánicamente, muy
desventajoso.
De ahí que la Naturaleza, haciendo dar vuelta al animalito lo dejó con la boca para adelante:
fue el primer progreso formal en la evolución de la vida primitiva hacia el hombre. Luego,
aquel animalito que había sido redondo como un globo, tomó una forma alargada y se recibió
de gusano. Y como con la boca adelante ya no atrapaba alimentos al azar, sino que iba a
buscarlos, se desarrollaron en torno a la boca unos rudimentos de ojos. Fue el gusano, pues,
el inventor de la cara.
Además, no se alimentaba, ya, merced a aquel movimiento de vaivén, sino que se le fue
organizando todo un sistema digestivo. El alimento entraba por la boca y, siguiendo de largo,
sin tener que volver, como antes, a la boca única, el animalito podía extraerle a través de un
mayor recorrido, lo que aquel alimento tenía de útil para su vida.
De manera que el verdadero inventor del "trabajo en cadena" no fue Henry Ford, sino el
gusano.
Todo lo copió el hombre de la Naturaleza.
Los griegos les llamaban a los inventos "órganos artificiales", en contraposición a los órganos
naturales que el hombre poseía.
El único invento verdadero, la única superación decisiva de la Naturaleza por la técnica, fue la
rueda.
La rueda no existía en la Naturaleza.
Con ella superó, el hombre, el movimiento de vaivén, cansador y desaprovechado, de la
marcha a pie.
Y empezó a rodar...
Las primeras ruedas dieron origen a los carros. Después hubo ruedas de todo: rueda de
velorio, rueda de mate, rueda de poker, rueda de automóvil.
Y el hombre que ya no tuvo que trotar por haberse ganado con su ingenio el privilegio de ir
rodando, quiso llegar más pronto.
Y así fue como inventó la urgencia.
Porque una cosa sólo empieza a ser urgente cuando ya se dispone de medios para hacerla
ligero.
La velocidad fue superándose, cada día. Encogió la distancia. Achicó el espacio. Hizo que
pudiera decirse "el mundo es un pañuelo, desde antes que el mundo empezara a sonar...
Porque los 25 kilómetros por hora que marcó Henry Ford con su primer modelo era, en aquella
época, una marcha tan vertiginosa como lo es, ahora, la que llevan en las pistas los reyes del
volante.
Pero ¿cuál será la velocidad vertiginosa de mañana?
Todavía se lucha contra la fricción: la fricción del eje contra el cojinete, la fricción de las
ruedas contra el suelo, a fricción del automóvil entero contra el aire.
Por medio de sistemas perfeccionados de rulemanes -vencida, casi, la fricción— se ha
conseguido que una pulidora eléctrica girara a razón de 120.000 revoluciones por minuto.
Dicen los estudiosos que si las ruedas de un automóvil dieran vuelta a esa velocidad, el
automóvil andaría a razón de 16.000 kilómetros por hora. Claro que el peso aumenta la
fricción. Sería necesario hacer a la máquina cada vez más liviana... Y la fricción de las ruedas
contra el suelo y la fricción de la carrocería contra el aire también disminuyen la velocidad.
El día en que puedan hacerse Alfettas de nylon y suprimir el suelo y suprimir el aire, el
corredor dará vuelta a la pista tan ligero que, de repente, se verá venir de frente del otro lado
y tendrá que esquivarse a sí mismo.
Pero ya nos hicimos tan baqueanos en tener que esquivar a los demás que, en una de esas,
esquivarse uno resulta una pavada.
Wimpi
La calle del gato que pesca - Editorial Freeland - Buenos Aires – 1978
Aspectos sorprendentes del amor propio

El espectáculo del llamado "amor propio" confirma, acabadamente, aquella vieja especie de
que "hay amores que matan".
Porque cuando uno quiere una cosa, la quiere, la limpia, la pule, la lustra, la poda.
En cambio cuando el tipo se quiere a sí mismo, hasta el punto de configurar el caso de una
"persona de amor propio", se deja silvestre nomás.
La "persona de amor propio" ni se piensa, ni se analiza, ni se explora, ni se sabe.
Y la fe que se tiene es una especie típica de superstición...
Cree, en efecto, en ella misma, como cree en cualesquiera agorerías: la del trébol de cuatro
hojas, la del cura de frente, la de los tres primeros marineros hallados al paso, la del gato
negro, la del carro de pasto.
Y el tipo vive feliz así.
Debe ser el único caso en el mundo de un espectáculo feliz que causa una impresión
desgraciada en aquellos que aspiran a ser felices como hay que serlo para cumplir con Dios en
el cielo y con los vecinos en la tierra.
El tipo de amor propio habla siempre en primera persona:
-Porque en ese momento YO ... Cuando YO estaba ... Al YO salir ...
Y cuando tiene que referirse a él y otro, indefectiblemente, ingenuamente, comienza:
-Ibamos yo y fulano...
De la misma manera que Juan Ramón tituló a su libro "Platero y yo", siendo Platero, como se
sabe, su asno.
Claro que Platero era un burrito de cristal que entendía las noches con estrellas y se admiraba
de las mariposas azules.
El tipo de amor propio diríase que vive de espaldas al mundo, vuelto sobre sí mismo, pegado
contra sí mismo como un mejillón.
Pero hay un aspecto sorprendente en esto del amor propio: cuando se trata de aparatos de
radio, el del tipo "agarra" de cualquier parte sin antena; cuando se trata de beber, el tipo
aguanta un kilo de whisky sin que se note; cuando se trata de mujeres, el tipo no da abasto...
Ocurre, sin embargo -y este era el aspecto sorprendente- que cuando se trata de
enfermedades, nunca, nadie, estuvo tan grave como el tipo.
Cuando alguno le da la noticia de que le sacaron el apéndice, él recuerda su caso:
-¡No me hable de apéndice, mire!
-Fue un momentito, ¿eh? Al día siguiente ya estaba sentado en la cama.
El tipo sonríe con inusitada suficiencia.
-¡Sentado en la cama! A mí, cuando me operaron... ¡dos de reloj en la mesa! Una carnicería.
Los médicos ya creían que... Parece que lo tenía pegado y entonces ellos, seguro .. Pero fue
algo, mire... ¡algo!
El tipo entrecruza las manos como si fuera a rezar o como si estuviera pidiendo otros quince
días de plazo.
Lo mismo acontece con las llamadas "puntadas".
-¿Qué le pasa que se toca seguido ahí?
-Una puntada.
-¡A mí, cuando me agarran... ¡ es pa-vo-ro-so! ¡ Acá... ¿ves? ... cuando me agarran, me
agarran acá. ¡Qué sé yo cuántos médicos me...! Que los rayos, que análisis, el metabolismo...
No saben lo que es. Pero me dijeron que había sólo dos casos como el mío.
El tipo propala la versión con cierto espeso énfasis de teatro italiano.
Y repite, circunscribiendo, para jerarquizarla, la importancia de su vicisitud:
-Dos casos, nomás. Uno creo que en Suiza y el otro en Norteamérica.
El del tipo, en el país, es el único.
La "persona de amor propio", pues, no sólo aspira a ser primera en el amor, en el talento, en
la lucha romana, en el beber, en el conseguir arroz sino que, también, en la peritonitis y en las
dobles fracturas.
-¡El codo! ¿Se da cuenta? ¡El codo, nada menos! Creían que iba a quedar con el brazo inútil.
Todo el peso del cuerpo. El que me puso el yeso me lo dijo:
-Como su caso, hubo otro nomás. Pero hace años y no acá ...
Wimpi
Ventana a la calle - Editorial Freeland - Buenos Aires - 1975
Casos de "jetta"

De pronto entra, uno, al hotel de postín y observa evidentes signos de progreso: cristalería de
Bohemia, baño individual, cubiertos para espárragos, cubiertos para caracoles. Piensa uno que
antes el tipo bebía el vino en un jarro, se bañaba en una tina, chupaba los espárragos y comía
los caracoles con un alambre. Sin embargo, amigos, en el mismo hotel donde los clientes
exigen esas obtenciones del progreso, no hay ningún cliente que se sienta cómodo en la
habitación número 13. Esto significaría que el tipo progresó solamente en la forma de bañarse
y de comer los espárragos. Nadie sabe por qué se le tiene miedo al 13. Se pensó que podía
ser porque eran 13 los comensales de la última cena. Pero, después, quedó demostrado que
siglos antes de Cristo los antiguos egipcios ya le temían a este número. La superstición del
martes como día aciago viene de una batalla librada en España hace 7 siglos. Era rey don
Jaime I El Conquistador, pero como estaba enfermo mandó a sus capitanes a Luxen, para que
contuvieran a la hueste mora.
Y allí en Luxen, el martes 27 de julio de 1276, los moros le hicieron sufrir a valencianos y
aragoneses un descalabro espantoso. Y quedó en España el martes como día aciago por eso. Y
se empezó a decir: en martes ni te cases ni te embarques... La desgracia había sido guerrera,
pero siempre se parecieron el casamiento y la guerra, por eso se juntaron las dos cosas en el
mismo refrán.
Ustedes observen que el tipo estudia, medita, evoluciona, llega a ser un encanto para sus
amigos, una gloria para su país, un banco para su mujer y, sin embargo... toca madera
cuando oye hablar de paperas, cree en los tipos que traen "jetta" -que hacen mal de ojo- y
cuando los ve acercar monta un dedo arriba de otro o hace los cuernos para abajo. Y es un
tipo inteligente el que hace eso, amigos. Capaz de ganar la pregunta de los 20.000 pesos.
Nos conocemos poco, ¿eh? No sabemos nada de nosotros mismos. ¿Por qué hacemos dibujos
con un lápiz cuando hablamos por teléfono? ¿Por qué hacemos pequeños animalitos de miga
durante la conversación de sobremesa? ¿Por qué de repente nos preguntan una cosa y
contestamos otra? Distracción. Pero la distracción no quiere decir que el pensamiento no
funcione; porque el pensamiento no cesa nunca. Lo que ocurre es que cuando estamos
distraídos, el pensamiento está en otra cosa que en aquello que hacemos.
Recién el día que sepamos dónde está, dentro de nosotros -en qué abismo, en qué cueva, en
qué encrucijada- ese pensamiento, cuando no está donde lo necesitamos recién ese día
amigos, vamos a poder escuchar sin reírnos a la gente que habla en serio. Poner el sombrero
arriba de la cama, también trae "jetta". La explicación de esta superstición es complicada y
ridícula. Dicen que el sombrero se usa para salir y que la cama es un sitio donde el hombre
está acostado. El hombre mientras está vivo, siempre sale de su casa a pie. Sólo cuando está
muerto sale acostado.
Entonces vincular esas dos cosas: el Sombrero, que es lo que usa el tipo para salir, con la
cama, que es donde el tipo está acostado, dicen que precipita el momento en que saquen al
tipo de la casa con los pies para adelante.
Pasar por debajo de una escalera es yeta porque antes se consideraba al triángulo una figura
sagrada. Y una escalera siempre forma un triángulo: cuando está parada en sus dos ramas,
un triángulo isósceles, cuando está apoyada contra la pared un triángulo rectángulo; pasar por
debajo de una escalera se consideraba "jetta" porque se rompe, se invade, se traspasa, se
viola una figura sagrada. Sin embargo la única "jetta" que puede demostrarse en este caso es
la que toca al tipo que pasa por debajo de la escalera cuando le cae encima el martillo del
electricista o el balde del pintor.
El tipo se va impresionado por aquello que cree y, entonces, queda con el ánimo predispuesto
para que le ocurra realmente lo que empezó a temer que le ocurriese. Menos mal, amigos que
con poco nos afligimos, pero con poco también nos consolamos, porque tres marineros, un
gato negro, una mariposa blanca, un grillo..., un trébol, una herradura, un carro de pasto...
nos ponen contentos. Lo mismo que pone contento a un caballo -un carro de pasto- nos pone
contentos a nosotros.
Y hay pesimistas que, dicen que, si a pesar de que las herraduras colgadas en la casa traen
suerte y a pesar de que los caballos pierden herraduras a cada rato el tipo pocas veces tiene
herraduras colgadas en la casa ... es porque las necesita para usarlas él. Pero debe ser
mentira. Y aunque fuera verdad, siempre será preferible calzarse como un caballo que pensar
como un lagarto.
No es feliz él que no quiere.
Wimpi
La calle del gato que pesca
Editorial Freeland
Buenos Aires - 1978

El cuento de los anteojos

Todas las cosas de este mundo suelen aparecer de una manera y ser, en el fondo, de otra.
En el cine, parece que las imágenes se mueven y, sin embargo apenas ocurre que el tipo sigue
viendo lo que ya pasó, mientras está pasando otra cosa...
A veces, eso ocurre fuera del cine también.
Pero lo importante es que si no existiera esa llamada "persistencia de la imagen en la retina",
vale decir, si el tipo tuviera la vista bien.., el invento del cinematógrafo habría sido imposible.
También el popular "titilar" de las estrellas -que debiera decirse "escintilar"- responde a un
defecto de la vista del tipo.
Si el tipo viera bien, el mundo sería de otra manera.
O si se diera cuenta de que ve mal. El tipo suple; a veces, la siempre secreta ineptitud de sus
órganos, con la Lógica.
Y empeora las cosas.
Recordamos el caso del señor que no encontraba los anteojos.
Y admitió, en seguida, dos posibilidades.
-O me los han robado, o los he perdido. Acto continuo, se puso a razonar.
-Pero como mis anteojos carecían de un valor que pudiese haberle hecho concebir al ladrón la
esperanza de venderlos, tengo que llegar a la conclusión de que el que me robó los anteojos
me los robó para usarlos él. Sin embargo, quien necesite unos anteojos como los míos, sin
anteojos no ve. Yo no veo sin anteojos. De manera que, ¿cómo pudo, entonces, ver mis
anteojos para robármelos?
Descartó la hipótesis del robo.
-Debo suponer, entonces, que los he perdido. Pero yo únicamente puedo decir que he perdido
mis anteojos, después de comprobar que no están en el sitio o los sitios donde suelo
guardarlos. Pero para yo "ver" que mis anteojos no están tengo que tener mis anteojos
puestos, por cuanto, sin anteojos, no veo.
¡Y pensar que a veces el tipo es pesimista!
No comprende que si las cosas no se arreglaran -siempre y solas- el mundo ya habría
terminado hace...
No: el mundo no hubiese podido existir.
Wimpi
Ventana a la calle
Editorial Freeland
Buenos Aires - 1975
El hombre, ciudadano de dos mundos

Lo que se trata de demostrar en estos capítulos es que en la esencia de lo cómico figura como
elemento determinante —y precipitante— la degradación de valores. Resulta cómico decir que
eran un novio y una novia tan gordos que debieron casarlos entre dos curas. Resulta cómico
decir, al contrario, que el tipo era tan flaco que cuando subía a la balanza, la balanza marcaba
para atrás. El tipo pesaba dieciocho kilos bajo cero. La gente ha reído oyendo mencionar el
caso de aquél que tenía la voz tan gruesa que si no hablaba con la boca abierta la voz no le
salía. O de aquel tan alto que tenía una nube en un ojo; hermano de otro, también tan alto,
qué lo llamaban "chupatecho". En todo esto se advierte la desvalorización estética del sujeto.
En el próximo capítulo, donde se habla de la diferencia que hay entre la risa y el juego, hemos
de ver cómo en el juego, como medio de competición, el tipo tiene el orgullo de sentirse
superior al otro cuando gana, en cambio el desahogo que produce lo cómico está determinado
por el sentir inferior al otro. Hemos de ver, asimismo, cómo en el juego el tipo demuestra
cierta predisposición a lo heroico (el juego es un sucedáneo de la aventura, el tipo que juega
se compensa, jugando, de su incapacidad para descubrir otros continentes—que a lo mejor
hay sin que se sepa- o de ir a cazar leones a África —que ya no hay porque todos los leones
están presupuestados).
En cambio la risa es una especie de venganza. El tipo ríe cuando siente, con respecto a si
mismo, la inferioridad de aquello que, por inferior, le produce una sensación placentera.
Cuando hablamos de la risa como gesto, como expresión simbólica hemos de ver también, por
qué el reír consiste en mostrar los dientes. La malignidad que hay en el fondo de toda risa, ya
fue aludida por Platón en el "Philebo", uno de los últimos diálogos escritos por el filósofo de la
Academia y en el que, como lo hace notar Víctor Brachard, en su exhaustivo estudio sobre
Sócrates y Platón el sabio de "La República" consiguió superarse a si mismo. ¿Por qué hay
malignidad en lo que podríamos llamar la entraña de la risa? Porque justamente el tipo ríe,
como quedó dicho antes, de aquello que considera inferior. De aquello cuyo valor ve
degradado. Los filósofos alemanes del siglo XVIII en vez de referir las causas de la risa —o
mejor dicho la estructura de lo cómico— a una degradación de valores, hablaron del
"contraste lógico". Pero hablaron del contraste lógico en sí, sin advertir que hay en él, lo
mismo que en la desvalorización estética o moral, una caricatura de la mentalidad de quien
incurre, por vía de un razonamiento defectuoso, en ese contraste.
Si en vez de hablar de gordos o de flacos, de pelados o de porrudos, decimos, por ejemplo,
que había una vez un ómnibus tan pesado que pisó un caballo y dejó una sota, se obtiene el
efecto cómico por una alteración de la lógica tradicional. De la misma manera que si se dice
que el troley es el único echado para atrás que lleva la corriente o que era un barco tan viejo
que los ojos de buey usaban lentes, o que era una señora tan distraída que batió la mayonesa
con un tenedor de libros, o que el lagarto es un animal que tiene que hacer cola para llegar a
sí mismo.
Mediante el efecto cómico de lo expuesto, se advierte que la teoría de que lo cómico proviene
de una degradación de valores, ya apuntada por Aristóteles en su "Poética", no queda
anulada, sino confirmada por las teorías de Schopenhauer en el sentido de que lo cómico
resulta de la incongruencia,—expuesta en su obra "El Mundo como voluntad y representación",
de Lilly que dice que lo cómico es una negación irracional que despierta en la mente una
afirmación racional, expuesta en su obra "Teoría del ludibrio", de Melinaud que considera
cómicas a ciertas formas de lo insólito, de Penjon que dice que es cómico lo que escapa a toda
ley, de Bergson que sostiene que lo cómico surge de la presencia parasitaria de lo mecánico
en lo viviente, o sea del automatismo instalado en la vida. Sería tremendo citar uno por uno a
quienes ensayaron la definición de lo cómico.
Ruega uno que se tenga confianza en la declaración de que todos los tratadistas de lo cómico,
digan como digan sus cosas, conviene, en el fondo, en que lo cómico surge de una
degradación de valores. Y esto es fundamental para ensayar la explicación, como primera
etapa hacia su comprensión, del fenómeno de la risa.
Apelando, de nuevo, a las observaciones personales, puede asegurar uno, que ha visto reír a
la gente de referencias como éstas: las chicas llenitas rompen los ojos, porque las miradas
patinan en sus curvas y caen a la cuneta; tenía unos ojos tan dulces que las niñas eran
diabéticas; el andamio es un piso que sirve para caminar por la pared; la nata es el pellejo de
la leche; una vez había un señor al que le gustaba el salchichón tan fresco que se lo hacía
cortar con el ventilador; los trajes colgados en el ropero parecen personas huecas que
estuvieran haciendo cola; cuando la vaca se enoja con el toro le da un bife; la banana no tiene
carozo, porque todos los que le probaron le quedaban cortos; cuando los tacos están
gastados, las carambolas salen chuecas; la torre de Pisa está inclinada porque abajo se le zafó
una porción; y después estaba el caso de aquel muchacho tan mamón que al final tomaba el
pecho con croisanes y mermelada; y el de aquel señor, que sufría de reumatismo y tenía una
señora tan celosa que una vez en que él, estando en un picnic se le ocurrió ir a nadar un rato,
ella le hizo una escena espantosa cuando lo vio salir con Dolores del Río. Y hubo otro al que lo
llamaban El Tero porque la mujer era latera y otro al que le llamaban "El pucho", porque la
mujer lo había fumado.
Hay una degradación de valores mentales en los razonamientos de los primeros ejemplos y
una degradación de lo moral conyugal en el último de ellos. Sólo después de aceptar que lo
que suscita la risa es la desvalorización del prójimo, puede estarse en condiciones de
pretender una comprensión más o menos completa de la risa. Y es a esta altura que el tema
empieza a responder a su título: el hombre, ciudadano de dos mundos. El de dentro y el de
fuera. El mundo de dentro donde alienta el ideal de un yo que nunca se alcanza; el mundo de
fuera hacia el que el tipo tiende sus manos anhelantes y casi siempre las recoge vacías... El
tipo, a veces sin confesárselo, se afana en buscar su verdad. Pero causa la misma impresión
que si buscara un gato negro en un cuarto oscuro donde el gato no estuviera.
No tiene uno el propósito, por consideración personal para con los lectores, de buscar hasta lo
más hondo del espíritu del tipo a fin de desentrañar las razones de su comportamiento. De
manera que para que el asunto resulte menos tupido, dirá, uno así, en vez de abocarse a la
observación del tipo desde el punto de vista de la psicología abismal—psicoanálisis de Freud,
psicología del individuo de Adler, tipos psicológicos de Jung— lo hará desde el punto de vista
del llamado "behaviorims" de Westson. Objetivismo. Psicología de la conducta exterior.
El tipo, desde las épocas más primitivas, fue un reprimido. Siempre se impuso un límite a sí
mismo. Antes de que existiera la policía y el matrimonio, el tipo tuvo un freno, por ejemplo,
en el tabú. Parecería que le temiera el tipo a la libertad, parecería que en mismo se trazara
ese límite en torno para no desparramarse; muchas veces uno ha pensado que ese límite es el
resultado de cierta actividad del instinto de conservación. Las tres teorías más importantes
sobre el impulso vital son por lo que no se ha informado, la de Freud que dice que el elan vital
es la libido, o sea el instinto de reproducción, la de Adel, que dice que la protoenergía es el
afán de prestigio y de poder y la del profesor Austregesillo que dice que aquel clan vital, el
estímulo supremo en el hombre, es la fames o el instinto de nutrición. Según Austregesillo si
al tipo le dan a elegir entre un Ministerio del Interior, Silvana Pampanini y una milanesa con
papas, el tipo elige, primero, la milanesa con papas. Es triste pero es científico. Sin embargo,
habrá podido entenderse que tanto el instinto sexual, que tiende a la reproducción, como el
afán de prestigio, que tiende al poder sobre los demás, como el instinto de nutrición, son
formas del instinto de conservación. Y ese instinto de conservación es lo que ha mantenido
frenado al hombre desde las primeras épocas. La recia naturaleza de aquel mundo flamante
despertó una serie de temores en el hombre feral, en el auténtico tarzán. Y ese hombre se
protegió (de fuerzas que creía desatadas para dañarle), con el miedo. No hay cosa más segura
que el miedo. Y es el miedo, justamente, lo que aveza a los mecanismos inhibitorios para que
el tipo quede quieto, para que no haga lo que le gustaría hacer si no considera que, el hacerlo,
resultaría peligroso. Maximiliano Beck, en su Psicología —la psicología fenomenológica de Beck
es una de las obras más importantes e inquietantes que se han publicado sobre el tema en
estos últimos tiempos— distingue dos formas de apetencia en el tipo.
Más bien dicho, dos actitudes frente al mundo que le rodea: el aspirar y el querer. El aspirar es
la tendencia del tipo hacia las cosas. Podríamos decir que el tipo aspira a las cosas que se
hacen querer.
Los alemanes, en su intensa terminología, tienen una palabra sin traducción exacta al
castellano, y que se emplea mucho en la teoría de la necesidad incorporada a la Psicología de
la Forma. Esa palabra es aufforderungscharakter. Aufforderungscharakter es el llamado, la
atracción, la exigencia, la solicitación de las cosas. El tipo las desea y ellas se hacen desear;
pero la mayoría de las veces —ya se trate de la mujer del vecino, ya se trate de darle con un
fierro al que se le subió al tipo sobre el pie en la plataforma— se renuncia a la satisfacción del
deseo. Vale decir, el tipo se reprime. La represión es la seguridad. El tipo se reprime obligado
por su instinto de conservación. Resulta mucho más seguro resignarse a no tirarse el lance
con la señora X y decir "no es nada" cuando el pisador pide disculpas, que exponerse a la
reacción del esposo de la señora o al contragolpe del mal pasajero. Pero esas inhibiciones van
acumulando agresividad en el interior del tipo. Y esa agresividad busca cada tanto una válvula
de escape. Y la válvula de escape menos comprometedora es la risa. El inglés Herbert Spencer
ya había sostenido que la risa era una descarga de energía psíquica contenida; es extraño, sin
embargo, que de él hasta Freud -que en su obra "El chiste y su relación con lo inconsciente"
dice "no sabemos, realmente, por qué reímos"—, es extraño que nadie, en lo que va de uno a
otro de los sabios citados ninguno haya ahondado en la índole de esa energía sobrante que se
descarga mediante la risa. Para la no autorizada, pero de todos modos optimista, opinión de
uno, la de tal energía proviene de la agresividad que el tipo contiene. El tipo es un frenado:
primero soporta la autoridad de los padres, luego la de los maestros, y, sucesivamente la del
gerente, la del policía, la de la mujer, de la enfermera. De ahí que Platón, en su citado diálogo
"Philebo" –y, aun, en el Cratilo (tan pocos conocidos ambos incluso por quienes se ufanan de
haber leído a Platón)— hubiera intuido que hay malignidad en la entraña de la risa. Malignidad
porque la risa es en cierto modo, una venganza del hombre contra el mundo al que no puede
colonizar en sus deseos por los obstáculos que a eso se oponen.
La risa, desde el punto de vista axiólogo, —desde el punto de vista de la teoría de los valores
— es un juicio de valor negativo.
La capacidad de enojarse en el animal es la más vieja. En un libro muy completo de Paul
Thomas Young titulado "La emoción en el hombre y en el animal" cita el caso de animales—
perros y monos— que, desprovistos de su corteza cerebral, o sea de la parte del cerebro de
más reciente adquisición en el ciclo evolutivo, lo mismo tenían reacciones iracundas. Si tuviera
uno, tiempo de hablar sobre la psicología de la ira veríamos que es más interesante aún que la
de la alegría.
El ya aludido tratadista —Young— cita, por ejemplo, el caso de una tortuga que nació con dos
cabezas. Dos cabezas y un solo cuerpo. Y se obtuvo de ella una fotografía en el momento en
que las dos cabezas peleaban a mordiscones por un trozo de alimento que, al fin y al cabo, lo
comiera la cabeza que lo comiera, iba a ir a dar al mismo estómago.
La ira —el gigante rojo, llamado así por Emilio Mira y López en su libro "Cuatro gigantes del
alma"— es un impulso tremendo que pocas veces llega a formalizar el tipo en la actitud que lo
descargue. Por seguridad —a veces por pereza, otras por comodidad—, pero por seguridad
casi siempre, el tipo se contiene. Se reprime. Se frena.
Si—como lo reconoce Max Scheler en una obra magistral que se titula "El resentimiento en la
moral"— es así que hay en el fondo de todo ser humano un inconfesado, pero activo,
resentimiento contra el mundo. Una agresividad sujeta por fuerzas inhibitorias que el tipo
utiliza interiormente para no arrostrar los peligros que supone que le acarrearía su desborde.
De manera que cuando otro patina en la cáscara de banana o, por ser extranjero, habla mal el
idioma o, por casado, la mujer lo engaña o, siendo soltero, está por casarse, el tipo, al ver
degradado un valor —el valor estético del que tropieza y cae, el valor estético del idioma, el
valor moral del matrimonio, el valor de la libertad que el soltero está a punto de perder—el
tipo ríe porque su impulso agresivo se ve satisfecho simbólicamente con el daño del prójimo.
Ya hemos de ver en uno de los próximos capítulos, cuando hablemos de la risa y el llanto o de
la diferencia que hay entre lo cómico y lo trágico por qué, pese a ser una desvalorización de la
salud, no hace reír un enfermo; y por qué hace reír la degradación de un valor, pero no la
pérdida de un valor. Por ejemplo, si el que patina en la cáscara, Dios libre y guarde, en vez de
caer sentado, se desnuca y muere, quien lo ve no ríe, porque ahí no se ha degradado sino que
se ha perdido un valor. Y el tipo siente la posibilidad de eso para él, se proyecta en el otro. Lo
compadece. Compadecer, es padecer con el otro...
Es una verdadera pena que el tipo ocupado en sacar cuentas, en contar los vueltos y en
discutir el fútbol, viva dándose la espalda a sí mismo, y ande siempre para adelante —que es
como andan, también, los caballos— en vez de ahondar un poco en su tremenda y maravillosa
realidad. Diríase que apenas le ha llegado un puñadito de la luz que salió de Dios hace un
millón de años para que le encendiera de estrellas la tiniebla de sus cielos.
Wimpi
La Risa
Editorial Freeland (Bs. As.) - 1ª edición 1973
El hombre, la mosca y el sobretodo

El hombre se parece en muchas cosas a la mosca: a veces molesta, a veces le gusta la nata, a
veces se para donde no debe y a veces lo cazan.
Pero en otras cosas, no se parece.
Por ejemplo: la mosca en invierno queda como azonzada, porque la velocidad de sus
reacciones orgánicas está condicionada por la temperatura exterior. Quiere decir que la mosca
tiene en su cuerpo el calor. A eso se le llama termogénesis.
El hombre se guarda a sí mismo. Produce su propia temperatura.
La ropa de abrigo sólo le sirve para retener el calor que él se elaboró. El abrigo no es una
calefacción, es una tapa. No da el calor que el hombre necesita, se limita a no dejar escapar el
que el hombre mismo se hace.
El hombre, pues, trabaja ocho horas a fin de ganar el pan -y los bifes, las papas, los choclos,
el estofado- que han de servirle para mantener esa temperatura. Durante el día escribe a
máquina, lleva libros, hace mandados, habla por teléfono, cruza calles, lo pisan, va a los
bancos, corre taxímetros, empuja; todo para que no le falte su sopa de arroz, sus milanesas,
su tortilla, su queso y dulce, imprescindibles para que el medio interior no se congele.
Y, luego, debe sacar de eso —del dinero destinado a la adquisición de combustibles— para
comprar un sobretodo que no lo calienta, sino que lo deja enfriar.
Y cuando, después de tantas andanzas y sacrificios, se pone el sobretodo, ¡tiene, por medio
de la termogénesis, que calentarlo él!
Por eso es que hay tan poca gente que conserva su sangre fría.
Wimpi
La calle del gato que pesca
Editorial Freeland
Buenos Aires - 1978

El termómetro y el transporte

Las cosas dispares suelen tener a veces una estrecha, una íntima relación. Por ejemplo, ¿a
quién se le habría ocurrido pensar que el termómetro tuviera algo que ver con el transporte?
¿Qué fuera a darle una mano, a sacarlo del pantano?
Uno no es nadie, pero, claro, tiene que viajar. Y mira, observa, y sin quererlo, se da cuenta.
Se da cuenta de que el frío -que se mide con el termómetro- saca del pantano a la gente que
tiene que andar de un lado a otro en la ciudad en busca del peso.
Porque estas mañanas de baja temperatura de tornillo, como se dice académicamente, han
servido para demostrar que el problema del transporte debería ser, en realidad, menos grave
de lo que es por obra de ciertos hábitos que la gente no se resigna a abandonar.
Porque cuando el tipo tiene que salir a la calle impulsado por la necesidad, para volver al cabo
de algunas horas con los pesos que han de parar la olla, no le hace asco al frío, ni a la lluvia,
ni al calor ni a lo que venga. Porque la obligación de llenar las bocas de los suyos y la propia
está por arriba de cualquier fenómeno meteorológico. Y el tipo deja entonces el dulce -y cálido
lecho con menos de un grado de temperatura- se viste como puede -las manos se le
agarrotan- se lava a regañadientes -porque el agua quema de helada- y se lanza a la
conquista suprema del mango.
Y entonces, ya en la rúa, advierte que los tranvías van semivacíos, que los colectivos caminan
despacio a la pesca de pasajeros, y los ómnibus clarean en el interior, porque la masa es la
mitad de otras mañanas. Y advierte, también que las esquinas están desiertas, que ya no hay
pequeñas manifestaciones a la espera de vehículos.
Pero ¡Santo Dios! ¿Y todos esos que los demás días trepan hasta el techo? Y esos que
atropellan a las mujeres, con tal de subir primero que nadie? Y esos que se atrancan en el
pasillo y no dejan pasar a los que descienden?
¡Ah!
Esos se quedaron en la cama. Hace mucho frío ... ¿Para qué levantarse? ¿Qué apuro hay?
Ahora que, claro, cuando el solcito calienta, es lindo madrugar, andar por la ciudad, verlo todo
y, si es posible, sentarse junto a la ventanilla para balconear con los otros, los que aguardan,
luchan como en el catch para trepar al tranvía, al ómnibus, al colectivo, para poder llegar a
hora al trabajo. Y eso divierte...
Pero llegó el frío felizmente. El santo frío. Cómo, otras mañanas, llega la lluvia. Y aunque la
Corporación se muera de rabia, se puede viajar. Se puede llegar temprano a la oficina y al
taller. No hay que dar explicaciones, entonces. Que llegué tarde porque no se puede tomar
nada, señor...
Y el tipo goza, entonces. Cuando le dicen por radio o lee el diario de que la temperatura
anduvo cuerpeándole a la rayita del bajo cero, ensaya una sonrisa, saca un cigarrillo, lo
paladea, estira las piernas y, por primera vez en mucho tiempo, siente el placer. Porque evoca
esa mañana, ese asiento que eligió a gusto, que bajó sin pedir permiso a nadie, sin perder un
sólo botón, los zapatos bien lustrados y el sombrero indemne.
Entonces se le ocurre pensar en la revolución del tiempo. Para qué existirá la primavera, el
otoño, el verano? O, mejor, por qué no será posible vivir en la Antártida?
Y es cuando, desesperadamente, envidia a los esquimales.
Wimpi
Ventana a la calle
Editorial Freeland
Buenos Aires - 1975

La aceituna del medio

El saber y la cultura son dos cosas distintas.


El saber depende del número de conocimientos que un hombre ha adquirido. Es una cuestión
de cantidad.
La cultura depende del modo en que el hombre se conduzca. Es una cuestión de calidad.
Hay sabios que cuando abandonan la biblioteca, el laboratorio o el anfiteatro, no saben qué
hacer. Son sabios incultos.
El médico sabio, por ejemplo, se nota en la forma cómo cura a un enfermo; el médico culto se
nota por la forma en que lo trata.
Hombre culto es aquel que con la misma capacidad que cumpliera su tarea profesional,
cumple, luego, su tarea de persona.
En el consultorio el médico, en el bufete el abogado, en la cátedra el profesor de historia,
utilizan un saber. Pero, luego, ante el semejante que no esté enfermo, que no estudie historia,
demuestran —o no demuestran— su cultura.
En una observación panorámica, la cultura es muy parecida a la buena educación.
No puede considerarse bien educada a una persona sólo porque levante el dedo chico al tomar
la cucharita del helado.
El no hacer ruido con la sopa, el no atarse la servilleta con un moño en la nuca, son
condiciones necesarias de la buena educación, pero no son condiciones suficientes.
Debe entenderse por buena educación el resultado de una integración de educación; la
sentimental, la espiritual, la mental, la moral.
Cuando el hombre está bien educado para esas cuatro posibilidades de su volcarse en el
mundo, es un hombre bien educado. Un hombre culto. Porque no solamente no le da vuelta
los botones al otro mientras le habla, sino que, además, se halla capacitado para situarse —
con beneficio para sí y sin perjuicio para los demás— ante el mundo y la vida.
Un ingeniero culto es el que, además de saber construir un puente que no se caiga, pincha la
aceituna del medio porque sabe, también, que las otras aceitunas, rodeándola, no la dejarán
escapar.
Wimpi
La calle del gato que pesca
Editorial Freeland
Buenos Aires - 1978
La nuca

El castellano tiene posibilidades insólitas. Uno puede decir en castellano con todo derecho:
"Cocearete el colodrillo de tal suerte que restarás zangolotino". (Qué bonito, eh! ¿Saben lo
que quiere decir? Quiere decir: Te Voy a dar una patada en la nuca que vas a quedar zonzo.
Zangolotino, en efecto, que viene de zangolotear —y zangolotear es moverse de un lado a
otro desatinadamente— se les llama a los muchachos que siguen con sus hábitos de niños o
que en la casa se les hace seguir: son ésos que les dejan el pelo largo, con rulos, hasta los
seis años, que toman mamadera hasta los siete y que después, claro, se chupan el dedo por el
resto de su vida. Colodrillo, que viene de cogote, es la nuca. Hoy vino uno dispuesto a hablar
de la nuca, amigos. O sea del contrafuerte del coco. Coco es uno de los nombres familiares del
mate y de tal manera aceptado por el consenso unánime que la Academia llama cocosa a la
persona que anda mal de la cabeza. La nuca es una de las cosas más necesarias del mundo.
Porque sin nuca el tipo no podría acostarse boca arriba. Y. si el tipo se acostara siempre boca
abajo, quedaría ñato y con la punta de los píes torcidas para arriba y si siempre se acostara
de costado, quedaría desparejo.
Uno no es nadie, amigos, como más de cuatro, aunque sabe que cualquiera puede
considerarse igual a otro y más también, pero no esta de acuerdo con la etimología que
aceptaron los eruditos para la palabra, “nuca". Dicen que nuca viene del árabe “nuja'a", que
significa médula espinal. Sin embargo debiera estudiarse si no puede venir de núcula, que en
latín es diminutivo de nux: nuez. Porque una cabeza se parecerá a un melón o a un coco, por
fuera; pero considerada en su totalidad, por fuera y por dentro, a lo que más se parece es, a
la nuez. Además, tanto la cabeza como la nuez, sirven para dar el pesto cuando se las pisa.
La nuca es una de las cosas menos estudiadas, amigos. Mucho menos que la cara, por
ejemplo. Siempre hubo más careros que nuqueros. Y, sin embargo, la teoría de la expresión,
la fisiognomía, no debiera descuidar a la nuca como elemento capaz de aportar más de un
dato ilustrativo acerca del carácter del tipo y sus modalidades en las que exteriormente se
manifiesta.
Por otra parte le ha resultado siempre mucho más fácil observar nucas que observar rostros.
Porque si uno mira fijo a otro para estudiarlo, llega un momento en que el otro se molesta y
empieza con el "quilay". Y ya quiere pelear porque uno lo mira... "Escuche, señor, mire que se
trata de un estudio". "Ma qué estudio", usted me miraba, ¡cómo! En cambio uno va sentado
en el ómnibus y tiene dos nucas adelante en las que puede detenerse cuanto se le ocurra.
No es que se puedan hacer gestos con la nuca, pero su hierática apariencia no es obstáculo
para que, analizada minuciosamente, nos dé la nuca por lo menos una noción de su
impresionante diversidad. Es muy difícil encontrar dos nucas iguales. La forma de la nuca
depende de la forma de la cabeza, e incluso del volumen del pescuezo. Pero ¿a todos los
gordos se le forma el mismo número de rollos en el mismo sitio? No. ¿Todos los llamados
cráneos ovoides —en una palabra: cabeza de huevo— tienen la nuca igual? No. Entonces, hay
que estudiar, amigos. El tipo braquicéfalo, de cabeza redondita y pareja —ese tipo de cabeza
que cuando le cortan el pelo a la americana parece que quedara de boina— tiene la nuca corta
y peladita, lisa, suave. En cambio el tipo delicocéfalo, de cabeza alta —ese tipo de cabeza que
con el sombrero encasquetado hasta los ojos y la bufanda, subida basta la pera, todavía deja
ver medio metro de cara— tiene una nuca sarmentosa con los músculos espléndidos—que
sirven para estirar el pescuezo, para inclinarlo y dar vuelta la cabeza— recios y salidos.
Pero hay dos tipos de nuca muy interesantes, amigos: la nuca gorda y la nuca
correspondiente a la cabeza ovoidea. La cabeza ovoidea, mirada desde arriba, según
el método llamado de "La norma vertícalis" de Blumenbach —que es como mirarla desde un
balcón— tiene forma de pelota de rugby; es una cabeza más bien angosta, pero, entonces,
con una distancia apreciable entre la frente y la nuca. Cuando el tipo se peina con raya al
medio, la raya parece una carretera observada con el método de Blumenbach. Pero está la
única nuca que hay que mirar de perfil, porque sus características están determinadas por la
parte de cabeza que le sobresale arriba. Hay cabezas que sobresalen en forma de culata de
voiturette por arriba de la nuca; entonces, mirada de perfil, asistimos al espectáculo de una
nuca con techo. Pero cuando la cabeza sobresale en forma de torpedo, afinándose, entonces
es, sin duda alguna, una nuca con mango.
La persona nucuda, de nuca suculenta, es la que tiene la nuca dividida en rollos.
Cuando la nuca de este modelo va acompañada, adelante, de mucha papada, uno mira al tipo
de perfil y parece que tuviera la cabeza servida en un plato. Y cuando el tipo con esa nuca, se
deja la pelusa, parece que anduviera de bufanda.
Este es el principio, nomás, amigos. Ahora, la gente capaz, tendría que seguir adelante y
confeccionar el primer tratado, siquiera elemental, de nucología. Porque siempre es ventajoso
saber cómo es el tipo antes de dejarlo dar vuelta ¿no es cierto?
Wimpi
La calle del gato que pesca
Editorial Freeland
Buenos Aires - 1978

Prosapia

UNO bien sabe que no es lo mismo un hijo de Congreve que un hijo de caballo de jardinera.
Pero sabe, asimismo, que ninguno de los hijos de Botafogo sirvió para nada... De manera que
la regla tiene sus excepciones. El pedigree -o linaje o prosapia, que se dice en nuestra
especie- es otra de las cosas que se demuestran andando. Es de balde que el tipo proclame la
ilustreza de su progenie, si no alcanza a destacarla en el gesto, en la palabra, en la tentativa,
en el paso, en la intención. Tan difícil resulta mantener armónico y grave -con brillo y con
gracia-el cuadro de una fineza, que la sola circunstancia de reconocer, quien lo ofrece, esa
fineza, ya desluce y empastela.
La "calidad" trasciende del ángulo de una reverencia, de la naturalidad de una gallardía o de la
salvación de una sonrisa.
La "clase" se manifiesta en el rechazo de las ventajas, en la mesura del denuesto, en la
dignidad del desafío.
Siempre, los caballeros alcanzaron la espada que se le cayó al adversario, sin dejar de sonreír
y tomándola por la punta.
Surge pues, una señoría, tanto de la entraña de un afecto como de la forma de un reto.
El tipo no suele tener en cuenta nada de eso, empero.
Adopta dos actitudes clásicas ante la noción de aristocracia: o la niega terminantemente
-desde una actitud en la que se mezclan la incomprensión y el resentimiento- o trata de
aparecer como un ejemplo ilustrativo de aquella noción, remitiéndose al nombre de sus
antepasados. Y, a veces, neciamente, a la jerarquía de su empleo.
Hincha el pecho el tipo, como cuando se ajusta los tiradores y dice:
-Porque mi bisabuelo, que "ya era un señor..."
La gente cretina lo oye y opina:
-Familia muy antigua. "Viene" de los abuelos.
Como si las demás familias hubieran prendido de gajo.
Pero el tipo inteligente opina, antes bien:
-¡Pensar que este señor es como la zanahoria! Lo único que sirve lo tiene bajo tierra.
Ante la imposibilidad de conseguir no recuerda ahora uno qué cosa le aconsejó un amigo a
cierto sujeto, realmente importante:
-Diles quién eres. Si les dicen quién eres, la conseguirás.
Y el otro repuso -justamente porque había llegado hasta acá, procedente de los abuelos, sin
perder nada en el camino:
-Si tengo que decirles quién soy, entonces no soy nadie.
Que días serán estos

SE cumplen hoy 1999 años de aquello...


Cuentan que llegaban los caravaneros del desierto con las voces agitadas, las miradas
azoradas y los camellos jadeantes a clamar que era, aquél, un día inusitado sobre la tierra.
Y venían los hombres de todas las direcciones agitando palmas y diciendo en sus corazones
palabras de bendición. Decían que andaban los gavilanes por el cielo volando en parejas con
las palomas, y que estaban echados juntos al lado de las casas los lobos con las ovejas. Y que
los ricos se acercaban a los pobres y les tendían las manos. Uno de los caminantes dijo: Yo he
visto con estos ojos míos que un pobre le fue a pedir a un rico cierto fuego que precisaba,
porque la mujer había tenido un hijo en la choza miserable y estaba poco menos que
muriéndose de frío! Y el rico le señaló el hogar que ardía y le dijo: Toma de ahí lo que quieras.
Y el pobre recogió las brasas con las manos como si hubiesen sido nueces, y se las puso en la
capa raída para llevarla a su casa. Y ni se quemó las manos ni se quemó la capa... Y, además
el rico lo había acompañado hasta la puerta y lo había despedido deseándole la buenaventura,
con un beso en la cara y con la mano en alto. Qué días serán éstos, preguntaban los
caravaneros y los caminantes asombrados, qué días serán éstos que ni quema el fuego las
manos, ni les hacen daño los lobos a las ovejas, ni los gavilanes a las palomas, ni los ricos a
los pobres!
Y no acertaban a explicárselo. Pero, allá más lejos, en un sitio pequeño de la tierra, había
nacido un niño que iba a tener tan grande significado en la historia del mundo. Y era por eso,
por el advenimiento auspicioso, que los hombres y las cosas se habían puesto buenos y que
había en el aire como una fragancia de higueras retoñadas y de pámpanos nuevos y de tierra
mullida. El llegaba a clavarse como un hito, haciendo resonar palabras únicas más allá del
dintel del mundo antiguo. Sin embargo bien pronto los hombres se olvidaron del sentido de su
presencia, de la gracia de su misión, de la esencia de su mensaje, del significado de su
prédica. Y rechazaron en el fondo sus corazones, que todavía no merecían ser salvados, la
merced de su ejemplo y la lección de su fervor.
Pero... es tan lindo recordar, ahora, en este mundo que tiembla de sustos y que arde de
enconos, aquel día tan viejo en que llegaban los caravaneros del desierto con las voces
agitadas, las miradas azoradas y los camellos jadeantes a decir: qué días serán éstos en que
todos los hombres y todas las cosas se han vuelto tan buenos!

Significado y necesidad de la risa

Nunca pudo uno olvidar unos versitos de encantadora sencillez, al parecer muy humildes, que
escuchó hace mucho, ya. Al tiempo de ofrecer un enamorado las flores recogidas en lo alto de
la montaña, le decía a la mujer bien querida: "Yo las más altas quería /ya trepar las sierras fui
/que si en las cumbres había / de las cumbres las traería /puesto eran para ti".
Al parecer muy humildes y, sin embargo, hay en eso una como exaltación heroica del propio
yo, que es lo que le trasmite importancia a la ofrenda. Aun en la esfera del amor, -y amor
consiste en la entrega más cándida y total- el yo prevalece significativamente sobre todo lo
demás. Recuerden ustedes lo de "Yo he de traerte rendidos / diez corazones heridos / en el
razón suspendidos / de mi caballo alazán". Siempre el yo, el personaje principal. Cuando
antiguo caballero había matado a veinte para dejarse libre el camino hacia los pies de su
dama, al hincarse ante ella y decirle, como le decía "perdonad, señora, si fueron tan pocos",
no conseguía, no con eso, disimular su fanfarronería; cualquiera habría adivinado que él, por
dentro, pensaba "¡no te das cuenta que soy un fenómeno!". George Simmel, en un libro
titulado "La intuición de la vida", que rezuma pensamiento y sentidos, va más lejos en la
exposición de la experiencia de propiedad: En vez de hablar de la propiedad de un mérito
(propiedad que se concede para reafirmar su propio yo, el que alude a su hazaña) Simmel
habla de la propiedad de una pelota. Y pone a un niño, como protagonista del ejemplo, porque
en el niño no está enmascarada la estridente afirmación del yo. El niño es el dueño de la
pelota y otro niño desconocido quiere recogerla del suelo para jugar con ella. El dueño de la
pelota gritará entonces, sin disimulo alguno: "Esa pelota es mía".
Aparece el yo en su presencia global e inespecificable. Inespecificable, porque no podría
decirse que el yo es la suma de un cuerpo, de unas manos, de unas piernas, de una cabellera,
de unas vísceras.
El yo es otra cosa total, ante el que tanto los psicólogos como los filósofos se han visto
traicionados por el lenguaje cuando quisieron definirlo.
Pero lo importante es que el niño de la pelota no se aparta de la afirmación de su propio yo ni
aún cuándo resuelve prestársela al otro: "Yo te presto esta pelota que es mía, pero sabe bien
que soy yo quien te la presta, porque quiero, y que yo puedo quitártela en cualquier momento
si me da la gana".
Quiere uno evitar en lo posible las citas de los tratadistas del yo, desde Freud a Gabriel
Marcel, para tratar de facilitar, también en lo posible, una noción que resulta absolutamente
necesaria a esta altura del tema.
Hay que distinguir muy bien entre el "yo" y el "mi". "Mi" dolor de cabeza me duele a mí, pero
no es el yo. Además, el "yo" no es una cosa como no es, tampoco, una cosa el tú. Se ha
establecido una diferencia fundamental entre el yo, el tu y el eso. El tú, sólo llega a ser eso,
cuando se transforma en objeto de observación. En cosa. Diríase que hasta en la conversación
corriente surge esa diferencia ya que cuando uno, al referirse a otro, dice "ése", hay siempre,
en "ése", sino una intención por lo menos un inevitable tono despectivo. Porque el eso, es la
cosa.
Referirse a otro diciendo "ése", parecería que consistiera hasta en quitarle su condición de
prójimo.
El yo no es una suma de elementos, es una realización constante. Es una unidad mantenida,
que asume el pasado y se sitúa frente al futuro. El yo es la mismidad.
Aquel filósofo místico alemán Enrique Eckart, llamado "el maestro Eckart" -una especie de
Hegel católico- escribió algo una vez que puede ilustrar lo que uno acaba de decir. Eso de
Eckart es así: "El que yo sea un hombre eso lo comparto con otro hombre. El que vea y oiga y
el que coma y beba, es lo que por igual hacen todos los animales. Pero el que yo sea yo, es
mío exclusivamente y me pertenece ya nadie más, a ningún otro hombre".
El hombre -su alma- así uno solo, irreemplazable, único, se encuentra, empero, frente al eso,
que son las cosas y frente al tú, que es el prójimo. Veamos primero la posición del hombre
frente a las cosas. Cada una tiene su valor. La manera más sencilla en que puede definirse al
valor, es decir que valor es la propiedad que tienen las cosas deseadas.
Las cosas no vienen hacia el hombre, es el hombre quien va hacia ellas. Y no se adapta a la
ausencia de las cosas deseadas, de su vida. El modo de adaptación del animal a su mundo,
permanece siempre inalterable, si el instinto del animal no es, en un momento dado, apto
para ajustarse con éxito a los cambios del ambiente, la especie se extingue. El animal es una
parte fija e invariable de su mundo: su alternativa es la de adaptarse o morir; El hombre
surge en el mundo, en cambio, dotado de nuevas cualidades que lo diferencian
fundamentalmente del animal: el hombre se advierte a sí mismo como una entidad separada,
recuerda el pasado, vislumbra el futuro, con la imaginación llega más allá del alcance de sus
sentidos.
El hombre es para Heidegger y para Jaspers un "poder ser", un impulso, un salto, un ser por
delante de sí. Es a ese movimiento qué los existencialistas le llaman la "trascendencia" del
hombre. La conciencia de sí mismo, la razón y la imaginación, han roto la armonía con el
ambiente que caracteriza la existencia animal.
Bien dice Erich Fromm en su libro titulado "Etica y psicoanálisis" que esa conciencia de sí
mismo, esa razón y esa imaginación, han hecho del hombre una anomalía, una extravagancia
del universo.
Es parte de la naturaleza, sujeto a sus leyes físicas e incapaz de modificarlas y, sin embargo,
trasciende al resto de la Naturaleza. Lanzado a este mundo en un lugar y tiempo accidentales,
está obligado a salir de él también accidentalmente. Teniendo conciencia de sí mismo, se da
cuenta de su impotencia y de sus limitaciones. Volviendo al citado libro de Fromm, ha recogido
uno, de él, una observación interesante: lo mismo que hizo la bendición del hombre, lo mismo
que lo hizo amo de la Creación con respecto a los demás animales, constituyó su maldición.
Esto que vamos a repetir de Sartre, parece complicado; pero no lo es: el hombre, aunque
todavía no sea lo qué será, ya es, en el momento, más de lo que es. Porque la imaginación le
hace saltar sobre su límite y, antes de haberse realizado, ya encuentra otro límite más
adelante.
Parece un juego de palabras esto otro que dice Sartre y, sin embargo, si piensan ustedes un
poco, lo encontrarán oscuro, sí, pero transparente, como un negro envuelto en celofán: el
hombre es el ser que no es lo que es y es lo que no es.
Ahora veamos en qué forma se ve enfrentado con las cosas. Uno cree, que los hombres no
están en desacuerdo entre ellos porque quieran cosas distintas sino precisamente, porque
quieren las mismas: o el mismo cargo o la misma butaca o el mismo petróleo o la misma
mujer. Habría que insistir un poco acá en las diferencias que hay entre el aspirar y el querer.
Entre el anhelar y el desear. Las cosas tienen una categoría, la diferencia de categorías de las
cosas son los valores: el hombre se sitúa frente a esos valores.
Y escoge. Y bien, cuando la gana se formaliza en actitud, el hombre quiere; cuando el anhelo
se diluye en sueño, el hombre aspira. Hace notar Beck -y no tiene uno más remedio que
volver a alguien con más autoridad para reafirmar lo que dice- que aun el gesto exterior del
que quiere -la tensión, el vigor, la rapidez de los movimientos- contrasta con el exterior del
que sólo aspira, del que sólo anhela: el que quiere tiene poder sobre sí mismo, el que sólo
anhela se deja ir. Además, el querer no puede sino dirigirse a algo posible; pero puede
anhelarse algo imposible, utópico, fantástico.
El yo que aspira, se anticipa vagamente la posesión de lo aspirado en el aspirar mismo; el yo
que quiere buscar lo que quiere y lo agarra con fuerza. El hombre que quiere, para emplear el
lenguaje más corriente, "va derecho viejo", el hombre que aspira, es aquel del que se dice que
"no sabe lo que quiere". Y bien: debemos reconocer que siempre ha sido mayor en el mundo
el número de los que no saben lo que quieren, que el de los que pudieron conseguir lo que
querían.
Los que habían querido una cosa y no pudieron obtenerla porque les fue arrebatada,
transforman el querer preciso, en un vago aspirar; pero sin duda alguno, quedan resentidos.
Los que obtuvieron la cosa, por lo general deben engañarse a sí mismos, simular ante los
demás y enmascararse para comparecer ante la propia conciencia, es el deguismán, el disfraz
de que habla Adler. Y también quedan resentidos. En ambos casos hay una represión violenta.
Dice Scheler que el resentimiento es un "re sentir".
Un volver a sentir. Quizás la palabra "rencor" fuese la más apropiada para indicar él elemento
fundamental de este movimiento dé hostilidad que es el resentimiento. El resentimiento es
una autointoxicación psíquica; es una actitud permanente que surge al ser reprimidas
sistemáticamente las descargas de ciertas emociones las cuales son en sí normales y
pertenecen al estilo, al fondo de la naturaleza humana. Pero el hombre reprime la descarga de
esas emociones que suscitan en él la lucha con las cosas, y la lucha con el prójimo por las
cosas, por seguridad personal como se dijo con anterioridad. Además, se ha visto que el
hombre es, de entre todos los animales, el de más difícil adaptación, el menos conformable.
Quiere una cosa y quiere, al mismo tiempo, que sea esa y no otra. Cuando fracasa en la
demanda, se indigna y reprime su emoción. Así sé va formalizando aquella actitud de
resentimiento. (Ya dijo uno, que cuando cita a los sabios no es de ninguna manera, por la
pobre vanidad de hacer ver que los ha leído, los cita antes bien para no pasar por demasiado
modesto atribuyéndose, uno, lo que ellos dijeron). Y bien: viene a quedar confirmada la teoría
de que la risa tiene su origen en el resentimiento -en la descarga del resentimiento ante la
degradación de un valor- viene a quedar eso confirmado en uno de los pocos descubrimientos
que se han hecho sobre el origen de los juicios morales de valor, y que es el de Federico
Nietzsche cuando dice, en "Genealogía de la Moral", que el resentimiento es una fuente de
tales juicios de valor.
Y la risa, como se ha dicho en el segundo capítulo, es un juicio de valor negativo. Es un juicio
de valor negativo: porque es la sanción, diremos así, de una desvalorización.
Algo que pudo uno, observar personalmente es que los estallidos de furor no llegan a
neutralizar el resentimiento moral del tipo. Siempre queda la raíz del resentimiento intacta, de
la que vuelve a nacer la actitud psíquica permanente a la que antes nos habíamos referido;
Ortega y Gasset habló una vez de la funcionalidad simbólica. Es esa actitud de descargar en
una cosa el estrilo que ha producido otra. Al hombre lo atropellan por la calle, le hacen caer el
portafolio y cuando el otro le pide los famosos mil perdones, el hombre responde con el
también famoso "no es nada". Pero cuando llega a la casa le da un puntapié al perro, que fue
a recibirlo, contesta mal al saludo de la familia, come sin hablar, protesta por la comida y,
todavía, al día siguiente en el baño mientras se afeita palabrotea solo, mirándose al espejo,
contra el que lo había atropellado. Pero eso no es suficiente para curar al tipo del
resentimiento. Son muchas las cosas que debe callar un día tras otro; el hábito no consigue
sino muy por fuera avezar al hombre en su lucha contra la permanente hostilidad del medio.
En lo hondo queda el resabio de lo que se padece y de lo que se aguanta. Habíamos dicho
antes que correspondían, asimismo, dos palabras –luego de estas sobre el hombre ante las
cosas- referentes al hombre frente a su prójimo. Cree uno que a pesar de haber sido
prolijamente estudiado lo que Heidegger llama en alemán mit sein, coexistencia o "ser
con otros", no se dijo nada aún de la mirada del otro, como productora de resentimiento.
La mirada no es "una cosa" como todo lo demás que se le ve al tipo. La mirada es la aparición
del espíritu bajo una forma concreta.
Es la mirada del otro lo que determina, casi exclusivamente, las reacciones del tipo. Aquel que
habló del impudor de los cadáveres quiso señalar la indiferencia de un cuerpo, en cuanto
cuerpo, a la presencia de la mirada.
Hace notar Vicente Fatone, en un libro sobre existencialismo y libertad creadora, que incluso
la imaginada mirada de un retrato o ante el recuerdo de una mirada, hacen nacer en el tipo el
pudor. Hay una coplita de Manuel Machado que dice: "El ojo que ves no es -ojo porque tú lo
miras- es ojo porque te ve". Pero todos, yo y el otro, podemos decir lo mismo. De manera qué
lo principal es la mirada. La mirada del otro desnuda y esclavizada, sorprende y descubre. La
mirada del otro consigue tomar un punto de vista sobre el tipo, cosa que el tipo no puede
hacer consigo mismo. Se le ocurre a uno ahora que ya los primitivos presentían algo de esto
que ahora se analiza con tanto apasionamiento por parte de también tantos investigadores,
porque creían que la mirada del otro dañaba. Antes de la superstición del mal de ojo, ya se
admitía que la mirada podía comer una presencia. De ahí que estuviera prohibido mirar a
ciertos jefes del clan. La mirada del otro convierte al tipo en objeto, por eso es que a nadie le
gusta ser mirado por el otro. Más bien ser "observado" por el otro. El que sólo miraba -si es
que alguien miraba sólo mira sin observar en absoluto- está situado como un Adán,
ingenuamente, inocentemente ante los demás. Pero el que observa hiere. El que observa se
apodera del observado, cuando el observado advierte que le observan.
Pero no puede protestar, no puede entablar querella alguna porque a su vez, él, sólo en la
mirada del otro encuentra al otro. Y en el otro, observado, se despiertan, allá en el fondo
último, las mismas reacciones que en el tipo, reacciones que son reprimidas y que acumulan
más resentimiento aun. Y lo interesante --lo interesante y lo tremendo- es que necesitamos
de la mirada del otro para ser realmente nosotros. La mirada en el espejo, sólo revela un
rostro en el que, si aflorara a nuestra conciencia lo que revuelve esa visión en el alma, sería
un rostro en el que cada día nos reconoceríamos menos. El espejo es una ventana a la que el
tipo se asoma para verse como querría ser, que es como nunca les parece a los demás.
La mirada del otro domina nuestra libertad, nos quita algo, nos desvaloriza. Cuando el otro lo
mira, el tipo se compone, camina de otra manera, hace otros gestos.
Y aquellos que se precian de cumplir con el viejo refrán de que hay que ser caballeros cuando
nos miran y cuando no nos miran, es porque imaginan, estando solos, que podrían ser
mirados. El poder de la mirada sobre el otro, para ir terminando, surge de lo que decía, en
cierta ocasión, un hombre muy propenso a apocarse y avergonzarse ante los demás: Decía,
"cuando una persona me inspira demasiado
respeto, me la imagino sin ropa ninguna, con sombrero Panamá y buscando dos reales debajo
del ropero. Le perdía el respeto en seguida".
Hasta aquí cuanto ha podido decir uno, más o menos prudentemente, sobre las causas del
resentimiento. En el próximo capítulo, que es el último, aclararemos, en una síntesis general
de los temas que se han desarrollado, el supuesto de que el resentimiento es una fuente de
juicios de valor moral. Sólo cuando los hombres no necesitaran reír, como vinieron
necesitándolo imperiosamente hasta ahora sobre la tierra, podríamos decir, con razones de
peso, que los hombres viven contentos en el mundo.
Wimpi
La Risa
Editorial Freeland (Bs. As.) - 1ª edición 1973
Tipo y polilla

Los seres de la Creación han venido demostrando que son capaces de resignarse a cualquier
cosa menos a la dieta.
El caballo se resigna a la jardinera, el perro a la cadena, la mosca al flit, el ratón al gato, el
tipo a su semejante.
Pero a lo único que no se ha resignado nadie todavía, es a la dieta.
El tipo ha tratado, empero, y por todos los medios, que las restantes especies de la escala
zoológica se mueran de hambre.
Utiliza espirales humeantes contra los mosquitos, algodones atados en torno al tronco del
rosal contra las hormigas, fiambreras contra las moscas.
Además inventó la escopeta, la creolina y el mercado negro..
Superándose en esa suerte de inventiva dramática, el tipo trató de exterminar la polillla,
reacia como él mismo a la dieta, con un procedimiento al que llamó "alkyalation".
En efecto: el doctor Milton Harris, de la Textile Foundation del National Bureau of Standards
(U.S.A.) ideó ese procedimiento -"alkyalation"- destinado a la protección de los tejidos de lana
y similar, en algunos de sus aspectos y rendimientos, al de la vulcanización del caucho.
El proceso reemplaza débiles conexiones, entre las moléculas de la lana, por recias ligaduras.
Y, entonces, la polilla que se come eso se agarra la peritonitis y muere.
Es como cuando se apelmaza el budín o se pasma la torta pascualina.
Es, asimismo, y en otro sentido, la última obtención del hombre en su lucha contra la polilla.
Luego de "alkyalatar" muchos metros de tejido y, aún, prendas de diversa calidad y formas
varias, el doctor Harris y sus colaboradores observaron un suceso realmente extraordinario;
las polillas, aleccionadas por la trágica muerte de sus "pioneers", se habían hecho su
composición de lugar y, la hora en la que el doctor Harris fue a comprobar los resultados de su
descubrimiento, era, también la hora en la que las polillas sobrevivientes se habían puesto a
devorar.., los bordes de los tejidos "alkyalotados".
Y advirtió el sabio polillófobo, que las que así comían de la orilla, quedaban además de bien
nutridas, en perfecto estado de salud.
Sin que nadie le haya dicho nada, pues, la polilla hizo con la ropa lo mismo que el tipo hace
con la fainá.
Y con todo.
Que es, por otra parte, la única manera de salvarse.
Wimpi
Ventana a la calle
Editorial Freeland
Buenos Aires - 1975

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