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y empleabilidad”
Antonio Santos Ortega
Dpto. Sociología- Univ. Valencia
Introducción
En segundo lugar, a lo largo de los noventa, sobre todo en su segunda mitad, las
representaciones sociales del paro han ido cambiando. De un grave problema social
determinado por la crisis y las grandes dinámicas socioeconómicas en los años setenta,
se ha pasado actualmente a una representación más individualizada. La representación
colectiva del paro a finales de los setenta mostraba una honda preocupación social
alarmada por los efectos de crisis social del paro y reclamaba una responsabilidad
política para afrontar el pleno empleo. Hoy, en la representación colectiva que la gente
se hace del paro, han desaparecido o se han adormecido los tintes alarmistas, el paro se
ha hecho socialmente “soportable” y simplemente reclama una responsabilidad personal
para salir del paro. Se trata de una cuestión que debe resolver uno mismo. De hecho,
poco a poco, el desempleo ha ido perdiendo fuerza en la clasificación de las
preocupaciones sociales que el elabora el Centro de Investigaciones Sociológicas y hoy
ha cedido el primer puesto a la inmigración.
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La política de empleo común europea que se establece desde finales de los noventa
expande estos estilos de intervención sobre el paro. Aunque mitigadas por el influjo de
enfoques de tradición socialdemócrata, la activación y la empleabilidad son hoy las
ideas matrices en la interpretación del paro. En este artículo, se aborda una crítica de
estas ideas y una exploración de sus bases ideológicas y de sus efectos sobre el cambio
en las concepciones y el tratamiento del desempleo. En un primer apartado ilustraremos
la primera de las transformaciones mencionadas: el descenso del desempleo y sus más
recientes evoluciones. Utilizaremos los datos del caso español por ser, en nuestra
opinión, un ejemplo paradigmático del tránsito de un modelo de desempleo persistente y
estructural a un modelo de desempleo flexible y reducido. Posteriormente, se dedicará
un segundo apartado a las representaciones sociales del desempleo y las ideologías
políticas que las conforman y, finalmente, destinará un tercer apartado a analizar las
orientaciones concretas en la intervención hacia el paro y los debates que se han
producido en la Unión Europea.
En poco tiempo, las cosas han cambiado considerablemente y hoy se mantienen pocos
rasgos de los recogidos en el párrafo anterior. Si juzgamos el interés social que despierta
un determinado problema a través del gasto que se dedica a su solución, los dos
indicadores que exponemos a continuación demuestran que el paro ha perdido espacio
como cuestión social. La evolución de algunos datos sobre protección social
provenientes del SESPROS (Eurostat, 2001, 2003) es muy ilustrativa: en 1991, el gasto
en el capítulo “desempleo” de las políticas de protección social en España representaba
el 19,5% del total. En 2003, esta partida se había reducido al 13,3%, mientras que los
capítulos de gasto en sanidad, ancianos o familia han visto crecer este porcentaje. En ese
mismo periodo, el gasto en prestaciones por desempleo medido en porcentaje del PIB
pasó del 4% al 2,6%.
El paro actual ha perdido, en buena medida, los tres adjetivos que caracterizaban el
sombrío diagnóstico de finales de los ochenta: masivo, estructural y persistente. Como
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veremos a continuación es más reducido, friccional y recurrente, lo cual no quiere decir
que sea un problema resuelto. El desempleo llegó a rozar en sus peores momentos los
cuatro millones de personas, hoy afecta “solo” en torno a 1,7 millones. Los colectivos
más afectados han variado y se ha producido un cambio de protagonistas en la
composición del paro que ha llevado a las mujeres a sustituir a los jóvenes –
protagonistas indiscutibles en el paro de los ochenta-, quienes han visto reducido su
peso en desventaja de una creciente presencia femenina a lo largo de la década de los
noventa. Las limitadas estadísticas de empleo que se producen permiten argumentar los
vínculos entre el desempleo y la creciente flexibilidad laboral. Puede afirmarse sin
temor a errar mucho que el desempleo en España ha transitado de un modelo estructural
y persistente a un modelo flexible determinado por la fuerte presencia de la flexibilidad
laboral.
Hay que señalar que ésta alcanza en nuestro país una cuota muy importante de la mano
de obra. A mediados del 2006, se alcanza una tasa del 34,6% del total de asalariados.
Las reformas de la legislación laboral española a mediados de la década de los ochenta
multiplicaron los tipos de contratación temporal y desde entonces su crecimiento ha
sido irrefrenable. Esta flexibilidad laboral, combinada con una fase de alta creación de
empleo desde 1996, ha dado como resultado un desempleo de marcado carácter
recurrente compuesto por un número progresivamente elevado de parados que
provienen de un empleo temporal y que no pasan largos periodos en el paro pues
encuentran empleos flexibles con mayor facilidad. Si en los ochenta el paro de larga
duración definía la composición mayoritaria del desempleo en España, afectando en
1987 a un 65% de los parados; desde la segunda mitad de los noventa se ha asistido a un
fuerte descenso, que reduce la tasa a un 29% en el último trimestre de 2005. El cambio
es notable –el paro de larga duración es hoy un 27% del que era en 1996 al comienzo de
esta nueva fase, pasando de 2.010.000 a 555.000 personas- y mucho más acentuado que
el descenso del paro global –éste se ha dividido por dos, afecta a 1.720.000 personas y
es un 46% del de 1996-. Este grupo de mano de obra excedente compone hoy un
conjunto de situaciones diversas entre las que encontramos a los jóvenes, las mujeres de
edades intermedias, los varones mayores de 45 años y los parados con bajos niveles de
formación.
No debe ignorarse que este descenso del paro está estrechamente ligado con el
crecimiento de un tipo de empleo temporal muy marcado por la rotación y la
proliferación de los “micro contratos”. Las secuencias de empleo-paro, características
del desempleo recurrente, se perfilan con intensidad en el mercado de trabajo. El
desempleo está pasando a ser un momento del empleo en esta nueva economía de la
flexibilidad. Es en este sentido en el que reiteramos que la concepción del desempleo
estructural que ha hegemonizado las interpretaciones de este problema en los últimos
veinte años está cambiando. Las evoluciones actuales harían pensar que transitamos
hacia un modelo de paro en el que se combinará, por una parte, un componente
friccional, que afectará a un número elevado de personas trabadas en la dinámica de la
recurrencia paro-empleo y, por otra parte, persistirá un núcleo duro del paro, compuesto
por los damnificados por la nueva economía: parados en la franjas de edad avanzada,
grupos de mujeres de mediana edad excedentes de los servicios y colectivos
descualificados y excluidos tecnológicos y de otro tipo. Las tendencias están en marcha
y aún puede ser precipitado asegurar que el modelo de desempleo ha abandonado parte
de su carácter masivo y estructural, pero algunos síntomas confirman el avance de este
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modelo de “paro sostenible” –que parece que hay que aceptar como coste inevitable de
un mercado de trabajo dinámico y competitivo-.
Los jóvenes han sido el colectivo más favorecido por todos estos descensos, y son a la
vez el contingente principal de mano de obra flexible. Su movilidad laboral potencial ha
desencadenado entre ellos una fuerte rotación y la proliferación de entradas y salidas del
mercado de trabajo, en el que ocupan un número considerable de empleos temporales
muy inestables. Aunque se reduce su presencia estadística, no puede decirse que esta
oleada de contratos temporales de baja calidad resuelva sus problemas de inserción. Si
el ciclo positivo de creación de empleo se invierte, pasarán de nuevo a engrosar las
listas del paro ya que el pseudo pleno empleo al que asistimos en nuestro país es
endeble y de baja capacidad integradora.
Por lo que respecta a las mujeres de edades intermedias, la disminución ha sido mucho
menor, siguen manteniendo un diferencial de paro muy alto con los varones y apenas
reducido en estos últimos años. Esto delata la continuidad de su principal problema que
las condena al desempleo: la discriminación laboral instalada en el núcleo duro de las
decisiones empresariales y los procesos de selección. Una buena prueba de esta
persistencia la hemos contemplado recientemente con la discusión del Proyecto de Ley
de Igualdad, que intenta actuar modestamente sobre la discriminación laboral y que ha
provocado rotundas amenazas de la cúpula empresarial.
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De tanta importancia como los cambios en los perfiles cuantitativos, lo son las
transformaciones en los modos de representación social del paro. En los ochenta, se
presentaba y se vivía como un drama social del que pocos estaban inmunizados. De esta
representación mayoritaria, se ha transitado a otra muy distinta en la que el paro está
pasando, en muchos casos, a ser considerado como un problema individual, vinculado a
carencias personales del que lo sufre (carencias formativas, falta de motivación, de
personalidad, o de otras habilidades). El paro actual está atrapado en la contradicción de
ser un hecho social que, sin embargo, suele vivirse como un riesgo personal y, en estos
últimos años, hemos asistido al desequilibrio de estos dos polos –social e individual- en
desventaja del primero. Las interpretaciones subjetivas de este problema por parte de los
desempleados actuales se ven atrapadas por este proceso de individualización y por la
derrota parcial de las interpretaciones más socializadoras, que habían construido una
barrera de protección mediante los seguros sociales para paliar las situaciones de paro
perjudiciales para la sociedad.
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aparejado un cambio en las funciones del Estado. Frente a los derechos de ciudadanía
universalizados y sujetos a pocas condiciones restrictivas típicos de las medidas
keynesianas, el workfare impone el fin de la incondicionalidad y generaliza el hecho de
que quien recibe ayuda del Estado ha de acreditar su implicación al trabajo. Los
preceptores de prestaciones sociales están siendo sometidos a controles y sobre ellos
planea la sospecha institucionalizada de ser “parados de bienestar”, que abusan de la
generosidad pública. Esto explica la reacción contradictoria observada muy
frecuentemente en la ciudadanía que, por un lado, se preocupa y compadece a los
parados y, por otro, los acusa fácilmente de aprovechados o defraudadores. Espoleados
por toda la retórica institucionalizada de la sospecha y la responsabilidad individual, los
ciudadanos en contextos de workfare tienden a tratar a quien cobra un subsidio como a
un polizón.
Así, las líneas maestras de las políticas de empleo han consistido, como estamos
analizando, en forzar a los colectivos en paro a una lógica de activación al trabajo con el
fin de restringir su acceso a subsidios; a acentuar la responsabilidad individual en el
regreso al empleo de los parados y a implantar sistemas de contraprestación, de forma
que cobrar un subsidio ha entrado en una lógica de contractualización mediante la cual
el parado se compromete a poner de su parte en la salida de su situación. El recorte del
margen de elección de trabajo para el parado ha sido el método más habitual en esta
obligación, aunque también lo ha sido el realizar actividades de utilidad social o
participar en cursos de formación.
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El tránsito de un modelo de intervención estatal de tipo Welfare State a uno de Workfare
State parece así estar produciéndose. En este último, se generaliza el hecho de que las
medidas de política social y de empleo están guiadas por la lógica de work for welfare –
quien recibe una ayuda del Estado debe acreditar su activación al trabajo-. El propósito
universalista de los derechos de ciudadanía propios del Welfare State se halla hoy en
retroceso y avanza una concepción restringida, selectiva e individualizada, propia del
Workfare. Frente a los derechos universales, sujetos a pocas condiciones restrictivas de
las políticas keynesianas, el workfare trae consigo el fin de la incondicionalidad.
Las políticas de empleo que emanan de las instituciones europeas también se dejan
influir por las nuevas orientaciones trabajistas. En 1997, comenzó en Luxemburgo la
Estrategia Europea de Empleo (EEE) y con ella unas nuevas directrices para el conjunto
de países. Jean Claude Barbier (2001) ha señalado que estas directrices suponen un
“nuevo marco cognitivo” que inspira posteriormente las políticas nacionales. Barbier
reitera la impronta workfarista de cuño anglosajón que se extiende entre los diseñadores
de la EEE, cuyo objetivo básico es gestionar la política social de forma que se cumplan
los imperativos presupuestarios y monetarios del Pacto de Estabilidad. Este
sometimiento de las políticas sociales a la política económica se observa cuando
comprobamos la coincidencia de la Estrategia Europea de Empleo con las Grandes
Orientaciones de Política Económica (GOPE) de la Unión Europea y Monetaria:
incrementar la oferta de trabajo creando incentivos fiscales a tal efecto; mejorar la
formación de los individuos; favorecer a movilidad del trabajo y reformar el mercado de
trabajo de cara a aumentar la flexibilidad y reducir el paro estructural. En resumen,
obtener una mano de obra flexible, barata, formada y dispuesta para el trabajo.
La variedad en el seno de la UE hace que esta política de empleo “de oferta”, con un
fuerte componente de workfare, no sea impenetrable y se le puedan sumar otros trazos
inspirados por la tradición socialdemócrata que converge en la Europa Social.
Concretamente, éstos se concretan en: construir un Estado más responsable en el campo
del empleo; impulsar un empleo de calidad y no solo de cantidad; promover una
formación ocupacional más preventiva y no tan lenitiva o, peor, “punitiva” y,
finalmente, crear un equilibrio entre la flexibilidad laboral y la seguridad de las
personas. Hoy por hoy estos planteamientos más respetuosos con los trabajadores tienen
menos peso, aunque sectores influyentes de la OIT y del reformismo socialdemócrata
tratan de avanzar en estas líneas para suavizar el modelo de activación más extremo y
avanzar en la línea de un Trabajo decente. Jérôme Gautié (2003) ha hablado de una 3ª
vía entre el neoliberalismo más agresivo y las posturas sindicales de retorno a la
estabilidad y defensa de las conquistas históricas. Esta vía intermedia, probablemente
asumida por las posiciones socialdemócratas, articularía las siguientes propuestas:
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forma, podrían evitarse los efectos más precarizadores de la temporalidad laboral y
lograrse una mayor seguridad en los recorridos de los trabajadores. El neologismo
flexiseguridad se ha divulgado mucho entre los expertos para identificar esta propuesta.
Igualmente, ha alcanzado una gran difusión la idea de los mercados transicionales
(Auer y Gazier, 2002), que trataría de regular y proteger las transiciones laborales entre
empleos, o entre la inactividad y el empleo, creando un sistema de “seguridad activa”.
Este sistema podría estar constituido por nuevas formas de contratos, permisos,
formación y una deseable coimplicación de los actores sociales, sobre todo de la
empresa. Esta “seguridad activa” tendría que aplicarse aceptando como un hecho la
necesaria flexibilidad laboral que el modelo económico requiere. Según los seguidores
de estas propuestas, la estabilidad laboral es hoy un imposible y hay que acostumbrarse
a la flexibilidad reduciendo sus efectos perversos en términos de paro y exclusión.
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el terreno del desempleo, sin contabilizar las víctimas que han causado. La formación
ocupacional, las subvenciones al empleo, las ayudas para la creación de empresas y el
autoempleo forman el grueso de las medidas utilizadas. El proceso de modernización de
los servicios públicos de empleo ha consistido en elaborar un discurso técnico sobre el
paro, de alta eficacia simbólica ya que pretendidamente incorpora los intereses de los
parados –cualificarse y obtener un empleo- y da respuesta a ellos con todo un aparato
técnico de diagnosis y tratamiento del paro. Este discurso muestra una estrecha
correspondencia entre lo que ofrece y lo que necesitan los parados. Sus fundamentos
técnicos se encuentran fundamentalmente en la Psicología de la empresa y en la retórica
del management, son, por tanto, de raíz puramente empresarial. En cuanto a su praxis,
propone toda una serie de pautas individuales que el parado debe seguir para alcanzar el
objetivo del empleo y reproducen la visión individualizadora como la única posible para
el éxito. Al parado se le sugiere remodelarse como buscador activo de empleo y reforzar
sus actitudes de flexibilidad, dinamismo, iniciativa y motivación, todas ellas garantía de
un empleo cercano y de ajuste con el modelo positivo de parado activo. Este discurso ha
encontrado un canal de difusión en los tratamientos individualizados a los que está
sujeto el parado –entrevistas con los técnicos, orientación, cursos de búsqueda de
empleo y elaboración de currículums y cartas de presentación. Mediante este proceso
comunicativo, los parados adquieren un discurso que no les es propio, pero que resulta
prometedor y se activan así todos los elementos presentes en el proceso social de la
ideología.
Más que traducir los intereses de los parados, esta modernización de los servicios de
empleo traduce los intereses de las empresas al menos en tres sentidos. Primero, en
términos pragmáticos, ya que se comprometen a desarrollar la empleabilidad de los
parados, que consiste en incrementar la capacidad de adquirir cualidades sociales y
comportamentales requeridas por las empresas en el marco de las nuevas formas de
organización del trabajo. La empleabilidad encumbra el darwinismo empresarial y lo
naturaliza en la esfera de la inserción socioprofesional: los parados más aptos, más
empleables son los que lograrán empleo, por el contrario, los que tienen menos redes y
recursos sufrirán el aislamiento y la desigualdad. La eficacia personal acaba
convirtiéndose en el único principio de justicia social y ésta radica en ajustarse lo mejor
posible a las leyes del mercado y a la flexibilidad.
Segundo, en términos materiales, pues las políticas activas han sido y siguen siendo una
fuente de financiación para las empresas. La base de datos sobre políticas de mercado
de trabajo de Eurostat (Melis, 2005) permite ver la evolución de los fondos en ellas
invertidos: las políticas activas han ido ganando terreno a las políticas pasivas –
básicamente subsidios-. En 1998, el 23,5% del total se dirigía a políticas activas, en
2003, este porcentaje se elevó al 27,8%. No hay que olvidar que el capítulo
cuantitativamente más importante de las políticas activas es el de incentivación al
empleo, que se concreta en subvenciones a las empresas para la contratación de
desempleados. En 1998, este capítulo suponía un 37,8% del total de fondos dedicados a
las políticas activas –un 0,6 del PIB español-, mientras que en 2003, ascendía al 43%.
Por desgracia, este crecimiento de fondos para las empresas va acompañado, en el
mismo periodo, por una pérdida de peso de los dedicados a los propios parados, ya que
tanto la formación como los subsidios pierden espacio en la distribución de estos
fondos.
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Tercero, en términos simbólicos, pues en todo el marco de la política de empleo se
divulga entre los parados una neolengua, asociada a la praxis de la empleabilidad, con la
cual se les habla y con la que están mostrando cada vez mayor credulidad. Es
importante cómo llamamos a las cosas, no es lo mismo decir “parado” que “buscador de
empleo” y más cuando estos dos términos traen un cambio de significado tan
considerable como el que estamos analizando en esta modificación amplia de los
esquemas de percepción y designación del desempleo. Es sorprendente ver cómo en,
estos últimos años, algunos desempleados han acabado hablando como empresarios.
Aunque en apariencia las políticas de empleo ocupan un lugar secundario respecto a las
políticas económicas y sociales, realmente están cumpliendo hoy una tarea de
importancia: movilizar laboralmente a los colectivos desempleados situados al margen
del mercado de trabajo. Esta labor de normalización del conflicto social que supone el
paro y, por otra parte, de adiestramiento y colocación de la oferta de mano de obra para
las empresas es el principal cometido de las políticas de empleo. Realmente, estas son
sus funciones y es por ello que ha sido muy infrecuente encontrar intervenciones más
decididas en este terreno de lucha contra el paro, reiteradamente expulsadas al campo de
lo alternativo o lo utópico: redistribuir-reorganizar el tiempo de trabajo; dificultar la
lógica del ajuste de plantillas, sobre todo en empresas con beneficios; penalizar la
flexibilidad generadora de precariedad laboral; no externalizar los costes de la
implantación tecnológica más agresiva con el empleo; tasar las operaciones financieras
especulativas; atacar la discriminación laboral de las mujeres por parte de la empresa,
esta resulta ser el núcleo duro de la discriminación a través de sus procesos de selección
y de la reproducción de los estereotipos y las desigualdades por el poder de sus cúpulas
masculinizadas. Todas estas propuestas, prometedoras y seguramente eficaces, son un
ejemplo de cómo podría avanzarse en una política de empleo responsable que no esté en
manos de las mentalidades proempresariales. La empresa innova mucho en calidad de
los productos, pero no puede dejarse en sus manos la calidad del empleo.
Referencias bibliográficas
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