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Giovanni Papini

Informe sobre los Hombres


Fracasados
La vida es una sucesión de fracasos casi nunca declarados pero casi siempre escondidos
bajo los emplastos de los compromisos. Por el solo hecho de nacer asumimos un compromiso
que no puede ser satisfecho –tal vez ni siquiera con la muerte. Muchos deberán pagarle al
supremo Acreedor –el último y el más paciente- en moneda de eternidad.
Hemos contraído el empeño de ser hombres y las más de las veces resultamos bestias
mal desuñadas o muchachos caducos. Muchos prometieron en el agua del bautismo hacerse
santos y no llegaron siquiera a lo elemental de una justificación. Quien quiso ser rey resultó
súbdito del populacho o siervo de sus sueños y con frecuencia le fueron sustraidas; el fundadr
de imperios dejó a sus herederos en bancarrota. Alejandro, que tuvo que detenerse a las
puertas de la India, y al que le parecía poco botín toda la tierra, es el más grande fracasado de
la antigüedad. César, que tuvo que renunciar a la Germania, a Persia, a la corona, es el que le
sigue. Quien se contenta con el huerto paterno es mísero pero difícilmente fracasa. Aquel que
piensa en inmensas conquiestas queda siempre por debajo de la interperante magnificiencia de
su concepción. Los diez reinos invadidos le hacen sentir más punzante el deseo de los cien que
se ha propuesto conquistar. Más triunfante y afortunado parece, más crecen a su alrededor los
tropiezos, más avidez hay en su corazón. Cada vistoria es un pago a ceunta que hace parecer
más ingente lo no conquistado. A quien tiene habre del mundo cada bocado le acrecienta el
insufrible apetito. Lo deseo y lo convertido en realidad no combinan jamás ni pueden
combinarse: la porción no recubierta, más grande que la otra, es el eterno pasivo de los
quebrantos titánicos. Napoleón con toda su gloria terminó encarcelado como un defraudador.
Pero los fracasos de los mediocres, si bien no percibidos por ellos, son más
innumerables cada día y más vergonzosos. La edad viril; la muerte, casi sempre, la declaración
de quebranto de toda la vida. Toda meta es demasiado alta: las fuerzas se consumen en la
ascensión pero antes de llegar a la cima los pies llagados no son capaces de dar los últimos
pasos y el alma, antes que la carne, se da porvencida. Y si por un extremo milagro se llega a la
alta meseta se advierte que se ha tomado por cumbre un escalón y no queda sino subir o
precipitarse.
Aun los más felices espíritus que nacen entre nosotro son, al fin, inarmónicos e
inadecuados: poderosos en el imaginar y pobres en el hacer. Mientras los campos comunes dan
magras hierbas selváticas aun en el vigor del verano, en esos pocos benditos se levanta aquí y
allá una flor o una espiga, pero ¡qué miseria en comparación con la gran cosecha esperada!
El arte, más que creación es dolor de no poder crear. El poeta es impotente ante la
posía tal como esplende en él en los momentos de mayor orgullo y lucidez. Cada obra de arte
es una aproximación: todo poeta confieza que su canto más bello es el que no supo jámas
cantar. Más grande es el poeta, más reconoce su impotencia: las creaciones más profundas
exprezan la secreta tristeza de no poder crear, y por eso el arte más perfecto hace sufrir en el
preciso instante en que regocija. Cada gran obra es como uno de esos esclavos esbozados por
Buonarroti, que se retuerce en vano para desvincularse del bloque esculpido y tienen en la
boca contracciones que la luz muta en sonrisa.
¿Y qué es la ciencia sino dolor de no poder conocer el tejido vivo del universo, y qué es
la filosofía sino angustia por no poder apresar lo absoluto en las redes de lo determinado? ¿Y
que es la religión sino aflicción tormentosa por no poder ser santos y estar siempre unidos a
Dios?
Las más famosas obras humanas no son sino el magnificente uto por los sueños fallidos.
Así como los fracasos comunes no dejan otra huella que remordimientos estériles, esas obras,
por lo menos, nos hacen entrever lo que debería y querría ser la lenitud generosa y solar del
triunfo.
Son restos de repetidos naufragios, de tal manera preciosos en medio de la universal
miseria, que nos hacen olvidar, a veces, las naves sumergidas.
Se acusa a los críticos de ser poetas frsutrados, pero ¿de qué genio no se podía afirmr
lo mismo? ¿No tienen todos, acaso, propósitos gigantes y, al realizarlos, gráciles dedos de niño?
El artista es un demiurgo frustrado: quisiera crear mundos nuevos y balbucea en vez de
hablar, bsqueja en vez de moldear, delinea y no realiza.
El científico es un mago fallido: querría contener en su mano a la naturaleza entera y
apenas consigue dominar sólo un aparte inferior.
El metafísico es un santo fracasado porque sólo los santos llegan a la perfecta unión
entre el yo y el ser, reveladora de todo misterio, perseguida en vano por los filósofos con el
ingenio dialéctico de los sistemas.
El santo mismo, aun cuando alcance para sí la perfección y la salvación, fracasa en su
obra humana casi siemrpe: los tibios que él enciende lo rechazan o lo traincionan, hasta los
milagros que hace para inflamar la fe se convierten, con los siglos, en pretexto para el tráfico
de la suspertición.
Y todo ellos por que el hombre, aun el más sobrehumano, es un semidiós frustrado –su
primer fracaso fue la caída. Hasta que el reino de los Cielos –que veinte siglos tuvo por únicos
súbditos unos pocos millares de santos – no le reintegre la plenitud de sus derechos divinos el
hombre será dolorosamente irrescatable aun para sí mismo.
13 de Julio de 1927

Imbéciles
No hay en el mundo raza más necesaria que la de los imbéciles. Si no hubiese genios
todavía seríamos bárbaros pero sin cretinos hace tiempo que el género humano habría
terminado. Es un gran argumento a favor de la Providencia que en todo tiempo justamente
ellos sean la mayoría, y los dueños. A veces ha pasado medio siglo, o más, sin que haya
aparecido un gran héroe o un ingenio fuera de lo común, pero cada día que comienza ve
crecidas y reforzadas “las infinitas filas de los cretinos”
Los encrontramos por todas partes, también donde no lo esperamos, y no sólo en
puestos humildes y subalternos y oscuros sino en los más importantes, en los más altos. Se
puede afirmar que los imbéciles constituyen el máximo cuerpo de la humanidad y los que no lo
son resultan tan raros y eclipsados que estudiar al hombre equivale a definir la naturaleza de
los mediocres y de los idiotas. “Son tontos –decía el agudísimo Gracián- todos aquellos que
parecen tales y la mitad de aquellos que no lo parecen”. Y como los más son reconocibles a
primera vista como imbéciles también por los inteligentes más distraídos no es fácil hacer el
cálculo y llegar a una suma no muy distante del total de los huéspedes del planeta.
Este cálculo parecerá exagerado e irreverente a quien no advierte que por lo general el
verdadero imbécil está segurísimo de no serlo. Habrá quien admitirá su fealdad y acaso sus
culpas, pero todos, en particular los estúpidos, están segurísimos de poseer una inteligencia
superior a la de quienes conviven con ellos. Y no hay imbécil por derecho de nacimiento que
no juzgue imbéciles a sus vecinos y compañeros, y es al juzgar así donde no se muestra imbécil
sino clarividente. Pero jamás se le ocurriría reconocerse igual que ellos; también la última
fregona y el más obtuso de los barrenderos, a la primera objeción se apesuran a demostrar su
no estupidez. A disgusto, los hombres pueden admitir que no saben, pero no que no entienden.
Tan cierto es que todos, gente de la calle y gente de salón, se consideran capaces de juzgar las
cosas más complicadas que hay en el mundo como, por ejemplo, la poesía o la política
exterior.
No hay que creer que los imbéciles más declarados son aquellos pobres insensatos que
no hacen ni dicen nada. La gran máquina del mundo humano no tiene mecánicos más activos y
universales que los tontos. No conteidos por las dudas de los reflexivos, ni por la humanidad de
los seres privilegiados, ni por el sentido de la responsabilidad que es permanente atención a los
superiores, dan prueba de una jactancia, de una osadía, de una petulancia que espanta y
consuela al mismo tiempo. Cada país está lleno de imbéciles que escriben, de imbéciles que
enseñan, de imbéciles que les hablan a los pueblos, de imbéciles que hacen negocios, de
imbéciles que gobiernan y mandan. ¡Qué desastre si no existieran! ¿Quién se resignaría a
practicar tantas profesiones que encilecen el ánimo y entristecen la mente? ¿Quién cumpliría
los millones de actividades que a un espíritu contemplativo y delicado provocarían un
insoportable fastidio o repugnancia?
En suma, ellos son extremadamente necesarios a la marcha de la humana familia y en
particular, más necesarios aún a los no imbéciles. Cumplen, para ellos, los oficios de los
antiguos esclavos, asumiendo con complacencia una infinidad de cargos, de molestias, de
horrores, que los genios rechazarían y, por si esto fuera poco, sirven a los grandes como
perspectiva y fondo para que ellos resalten. Si todos fuesen inteligentes, ¿qué valor tendría la
inteligencia? ¿Y si los más fuesen genios qué quedaría de orgullo y de la voluptuosidad de
sentirse elevados, y de la esperanza de la gloria?
Es verdad que la convivencia con los idiotas es un verdadero matirio para aquellos que
no lo son. Si ponemos un gran espíritu en compañía de tontos, sería burlado por ellos, o por lo
menos, icomprendido, y toda su grandeza no e servirá más que para sufrir, calar y hacer el
papel de cretino. Pero las bilis que los imbéciles le hacen derramar al sabio, es señal de poca
sabiduría de parte de ellos, o de ingratitud o, tal vez, de envidia. ¿Qué culpa tienen los
imbéciles de su imbecilidad? Y en el caso de que ésta fuese remediada merced a un sublimador
esclarecimieno, ¿a quienes correspondería la curación? ¿A quienes sino a los que han recibido
de Dios el don de un genio excelso y luminoso? Nadie se enoja si ve una criatura maltrecha, con
la nariz roída por el lupus, ¿y porqué nos debemos irritar, en cambio, si cae entre nosotros,
como sucede a cada momento, gente de mente torcida, corazón mísero y alma deshabitada?
Hace mal escuchar sus conversaciones ya que la idiotez es contagiosa; tener que tratar mucho
con ellos es desanconsejable porque un imbécil difícilmente llega a ser bueno; chocar con ellos
es cosa de locos porque casi siempre son los más impertérritos y tercos, como la estirpe mular,
de modo que quedan sólo dos caminos: educarlos o soportarlos.
El primero es frecuentemente un acto desesperado, el segundo ingratísimo. De ahí el
rencor despreciativo de los hombres de ingenio hacia la inmensa muchedumbre de los
pululantes e imperantes idiotas. Pero en nuestra adversión de hombes inteligentes hay un
fermento de envidia, puesto que entre los imbéciles, más que en el resto de seres humanos, se
encuentran los felices y los poderosos. A más inteligencia mayor dolor; en consecuencia, menor
es la inteligencia, mayor es la paz y el agrado. Nadie está más seguro y satisfecho de sí mismo
que un perfecto imbécil: en su interioridad no hay tragedias, ni dramas, ni ansiedades, ni
desesperaciones. Su alma no le da trabajo porque está casi apagada; él es una maquina hecha
en serie, poco más que un autómata. Lo único que lo entristecería es que lo ignorara toda su
vida: su condición de tonto.
Y no hay que asombrarse si la mayor parte de las veces los cretinos tiene más éxito en
el mundo que los grandes ingenios. Mientras éstos deben luchar contra sí mismos, y como si
ellos no bastase, también contra todos los mediocres que detestan toda forma de superioridad,
el imbécil, donde quiera que vaya, se encuentra con sus pares, entre compañeros y hermanos,
y es ayudado y protegido por un instintivo espíritu de cuerpo. Es estúpido no expresa sino
pensamientos usuales en forma común, y por eso es entendido en seguida y aprobado por
todos, mientras que el genio tiene el terrible vicio de oponerse a las opiniones dominantes y de
querer cambiar, no sólo el pensamiento sino la vida de los demás. Esto explica porqué las obras
escritas por imbéciles sean tan elogiadas y solicitadas: quienes las juzgan son, ens u mayoría,
de la misma pasta y los mismos gustos, y aprueban con entusiasmo sus mediocres ideas y
pasiones, en realidad maifestadas por alguien un poco menos mediocre que ellos. Y este favor
casi universal que acoge los frutos de la imbecilidad instruida y temeraria, acrecienta su ya
copiosa felicidad. La obra del grande, en cambio, no puede ser entendida y admirada sino por
sus pares que son, en cada generación, muy pocos, y sólo con el tiempo estos pocos cosiguen
imponerla a la gregaria e idiota estimación de los más. Y la mayor victoria de los tontos es
constreñir a los sabios, demasiado asiduamente, a hablar como tontos, ya sea para que su vida
transcurra en mayor calma, ya se apara salvarla en los dias en que se declaran agudas
epidemias de la estulticia universal.
Poe otra parte, no está dicho que la inteligencia razonadora y eslendente sea el único
camino hacia la grandeza. A veces también el geni, que es inspiración intermitente y efímera,
puede coexistir con la teoría. La Fontaine, en sociedad, daba la impresión de ser medio bobo, y
José de Cupertino parecía el hombre más desmañado de su tiempo. Sin embargo hoy, aún los
más difíciles de contentar admiran en el primero a un gran poeta, y todos los cristianos
veneran en el segundo a un prodigioso Santo. Y Aquel, que ponía el amor por sobre todas las
gestas del intelecto ¿no ha prometido acaso el Reino de los Cielos a los “pobres de espíritu”?
25 de Septiembre de 1928

Amor
La mujer ve en el hombre aquél que debería dominarla, al enemigo. El hombre ve en
ella a quien querría dominarlo, a la enemiga. Entre ellos se miran como el animal no capturado
y el cazador no victorioso. Los dos derrotados están siempre a punto de odiarse. La forma más
célebre de este odio se llama amor.
El amor es una guerra diferente de todas: el abrazo no es sino la tentativa de suprimir
a uno de los antagonistas. El varón en el acto de conquistar e sun vagabundo atraído mediante
perpetuas emboscadas para hacerlo prisionero. La esencia del amor consiste en querer reducir
a dos seres a la unidad: uno u otro debería ser anulado pero ninguno de los dos quiere ser
destruido y cada uno intesta destruir. Las dos voluntades, idénticas pero contrarias, se
consumen en una lucha dolorosa interrumpida por breves armisticios de felicidad.
Ya en su origen carnal e amor es presentimiento de muerte: el oscuro impulso de crear
un ser nuevo destinado a tomar nuetro puesto el día del fin. El acoplamiento se asemeja a un
asesinato y termina en una agonía. Más fuerte es el deseo, más el abrazo carnal se parece a la
asfixia; y cuando los besos no bastan para obtener la imposible unidad los dos se muerden
como si quisieran arrancar la carne del enemigo e incorporársela para fundirse al fin, gracias a
una amorosa antropofagia. El macho penetra a la hembra como uan espada en una vieja
herida, y el vientre de la virgen mana sangre. El término del duelo es un doble agonizar, y el
supremo esasmo se parece al de la muerte, con gemidos y estertores. Pero los moribundos, al
resucitar, están otra vez divididos en dos cuerpos, en dos almas, solos como antes, más
alejados que antes. La tristeza casi rencorosa del hombre después de la cópula nace al
descubrir esa soledad invencible.
El amor en sus formas extremas es hambre de unidad. Busca la reducción de dos
criaturas a una sola carne con un solo espíritu y no logra siquiera dos cuerpos con una sola
alma. Las más desesperadas voluptuosidades consumen a los dos cuerpos pero no anulan la
eterna separación: cada corazón, después de todos los vuelos de la fuga, está más solitario que
antes.
Entre las causas del amor, una es la soledad; y el amor nos deja todavía más sólos. Su
promesa de comunión perfecta nos consolaba con la esperanza, pero la prueba nos despoja
también de la esperanza. Cada uno de los amantes sólo puede amarse a sí mismo, a lo sumo,
ama en el otro algo de sí mismo. Es un trueque mágico de sueños. La mujer, débil, le transfiere
al hombre su anhelo de heroísmo; el hombre impuro, irradia en la mujer su ancia de inocencia.
Cada uno ama en el otro un retrato pintado por la propia fantasia. Pone en el amado lo que en
sí mismo es deseo, veleidad. Un manto imperial drapeado sobre un enano ruin, o un manto de
Virgen sobre una mujerzuela fácil de comprar. Y no aprenden: caen. Al final la experiencia
descubre que el fantasma imaginario no tiene nada que ver con la persona concreta. Y cada
fantaseador se vuelve a encontrar solo, hurgando en las cenizas de las llamaradas inútiles,
después de haberle resistido la verdad años y años, esa verdad qu tratamos en lo posible de no
ver, la vergüenza.
En otros es más fuerte el instinto de la propiedad: tener cerca una criatura que
depende de nosotros, que es toda nestra, que nos debe todos los bocados de su pan, todos los
placeres de su cuerpo, todos los pensamientos de su alma. La hipocresía, que por mitades
participa de los amores felices, convalida exteriormente la felicidad del poseedor. Pero pasado
el furror de los primeros tiempos, el poseído, ya seguro de su poder, amengua el calor de su
representación, y su dueño dscubre poco a poco que la obediencia es ficticia y la subordinación
ilusoria: el amla del esclavo está ocupada por impulsos no confesados, por inquietantes
abismos donde nadie ha llegado a fondo con su mirada. Él posee un cuerpo y no conoce sus
secretos, imagina poseer un alma y sólo tiene su fingida fachada. Y si llega un día en que de
veras quiere disponer del otro como de algo suyo, advierte que no se posee siquiera a si mismo.
Tiene ante él un friso de costumbres, una mecánica de gestos, y nada más: la verdadera
sustancia se le escapa antes de haberla sorprendido; además nunca fue suya –y ahora está más
pobre y más solo que antes.
LA esencia del amor y su grandeza reside en querer lo imposible y en su impotencia
para alcanzarlo. Imposible la unidad, imposible el consorcio, imposible la propiedad. Entre el
hombre y la mujer es imposible tanto la paz –los dos vueltos uno- coo la victoria –la sumisión
perfecta de uno. Queda la guerra con su inutil creuldad. Una gerra en la que rendirse es el
principio del desuite y una media victoria el redoblamiento de la servidumbre, en la que
gozamos con nuetras llagas y sufrimos cuando el adversario es golpeado por nuestras manos.
Me has herido: con la misma arma cúrame: reside auí la única dicha del amor, también si la
cicatriz se abre bajo los bálsamos. Una guerra que no se parece a ninguna donde no hay paz ni
posible tregua, sino un querer saltar más allá de nuestra sombra, como los niños de Heráclito, y
un querer abrazar las sombras vanas como los muertos del Dante, y un querer destruirnos a
nosotros mismos en el otro, y un desear la muerte para vivir una vida más hermosa. Extraña
guerra en la que los mordiscos son besos más profundos, el brazo casi estrangulamiento, en la
que la víctima triunfa en su propia sangre y el asesinato es el mayor prueba de amor, el
suicidio la fidelidad suprema, y el hacer sufir el principio y el fin de la voluptuosidad.
Porque la guerra no se lleva a cabo sólo entre los dos sino dentro de cada uno de ellos:
la guerra entre el instinto de crear y el instinto de destruir, entre la fuerza que protege y la
fuerza que martiriza, entre el deseo de dar felicidad al otro aunque debamos pagarla con
nuetro dolor y el deseo de complacer en el dolor de él. En toda pareja hay un verdugo y un
torturado, y casi siempre el que atormenta no goza y el que es castigado es feliz. El amor está
de tal manera circunscripto a lo imposible que destruye lo que quiere crear y da lo que quiere
quitar.
Al igual que el absoluto, del que es sinónimo, es un antes y un después: jamás certeza
del presente. Lo único soportable que tiene el amor es el deseo naciente y el recuerdo lejano.
Surge del deseo y el deseo transfigura al amado y a la amada: toda la gracia, el poder, la
dulzura del amor, pertenecen a este tiempo de preparación y de distancia, cuando cada uno es
para el otro un misterio o un espejo para recrearse en su prpia belleza. Ni bien el deseo es
satisfecho, viene la tristeza, el desencanto, el remordimiento: confieza el fin. Y cuando el
amor ha terminado y está lejano, y se recuerda sólo la belleza del principio, la ilusión de la
victoria, el delirio de la embriaguez sexual, entonces experimentamos más gozo –pero es el
gozo de la memoria que contempla nuetra sustancia. Lo mejor del amor se reduce a una
agustiosa promesa de felicidad y auna añoranza dulce de la felicidad jamás gozada.
Sólo el indefinido amor al amor –amor no comenzado o amor ya muerto- nos ofrece un
resarcimiento del suplicio guerrero.
Y esta compensación es concedida sólo a las almas lo suficientemente grandes para ser
dignas de infelicidad. Y son las menos. En la mayoría el amor es juego de compartida lujuria, o
desviación del orgullo, o insaciada curiosidad por lo nuevo, o imitación, sugestión, simulación
de buen fe.
El amor tiene sus raíces en la animalidad y su meta en lo absoluto, y no es sino una
vana contorsión para liberarse de la carnalidad y convertir en verdad lo imposible. Por eso es
una batala en la que todos son vencidos, un odio que el perdón escita, un encuentro que
duplica la soledad, una agonía de la que nacen nuevas vidas. Sólo quien lo acepta como castigo
tiene en premio el rpesentimiento de un orden más elevado de amor, amor a todas las
criaturas y a su supremo Principio.

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