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(1988)

Tres años pasaron desde que me inscribí en el Profesorado de Lengua. Día a día, mes a mes,
años a año fui cargando los libros desde mi casa. Debo reconocer que en esos tiempos, tener
un libro propio llegó a ser una utopía. Sin embargo, no tenía por qué rendirme. No si tenía a
Elsa, la bibliotecaria, como dulce guardiana de mis lecturas. Su sabia vigilancia me condujo a
tener una fortuna de libros prestados de la Biblioteca. Año a año, pasamos muchas estanterías.
Sin embrago, en el tercer año de la carrera ella se transformó en una Maga proveedora de
libros.

(1990)

No vimos venir el desastre. Mientras mi cabeza se iba llenando de historias y de problemas de


traducción. El mundo del acero dejaba una estela de incertidumbre en nuestro futuro.
Habíamos iniciado nuestra casa y al Caudillo de La Rioja, traidor de sus propias palabras, nos
dejaba sin ilusiones con un telegrama. Mi marido había sido despedido. Elsa, bibliotecaria y
guardiana, me dejó una esquela escondida entre las páginas del último libro que me prestó:
“Es tiempo de luchar “

(1991)

Como las magas siempre tienen razón, aunque nosotros no estemos a su altura, era tiempo de
grandes batallas y revoluciones. Por supuesto, no como las conocíamos, sino interiores y,
muchas veces, en el pequeño rectángulo de la página impresa del libro. Elsa siguió siendo mi
faro y mi maga. De los cajones mágicos de su escritorio salieron todas las lecturas necesarias
para rendir los concursos que equilibraban fragmentos dos inmigrantes desarraigados de los
montes del norte santafesino. Corría el año 1991.

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