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El peronismo en sus orígenes: buscando la palabra ausente


Emilio de Ípola
Sobre el origen del peronismo se han escrito todas las cosas posibles y otras también.
Urge, pues, eludir el preámbulo de precursores y antecesores. Sin embargo, aunque omitiré el
examen de lo que se denomina medievalmente el estado del arte, no comenzaré por cualquier
lado, sino citando un breve párrafo del libro, “Perón o muerte” de Silvia Sigal y Eliseo Verón.
Como el de Mariano Plotkin, Mañana es San Perón, el libro de Sigal y Verón debe incluirse
entre lo mejor que se hizo sobre la ideología y la cultura peronistas en los años ´801.
Sigal y Verón dicen lo siguiente:
“…para un peronista, hay algo de impensable, de inconcebible, de fatalmente
opaco, en la existencia de un no-peronista” (:70).

Por mi parte, recuerdo que el dirigente José Manuel De la Sota declaró varias veces
que el peronismo era la “ideología natural de los argentinos”. Durante mucho tiempo esa
declaración me produjo gran irritación. Luego advertí que yo mismo, y buena parte de mi
generación, creímos durante años que el socialismo era esa ideología natural y que debíamos
intervenir urgentemente para que la sana naturaleza prevaleciera sobre la acción disolvente de
populismos y fascismos. En fin, concluí: esa imposibilidad peronista de concebir que alguien
pueda no ser peronista ha de deberse a razones profundas y quizá hay algo de verdad en la
opinión de De la Sota.
Según cuenta la historia, hasta promediar el ´45, sólo existía lo que llamaré un
“vínculo negativo” entre las clases populares y la política. Aun consciente de que esa fórmula
-vínculo negativo- puede ser calificada de enigmática, no encuentro otra menos mala. Intento
aludir con ella al efecto bloqueador de una ausencia, de una brecha –y a la demanda, de más
en más perentoria, de colmarla, de suturarla, demanda que, a la vez, producía y tornaba visible
esa ausencia misma2.
Ahora bien, de acuerdo con lo que denominaré “relatos generales” de esa historia, la
clase obrera -“vieja” y “nueva”- emerge y marca por mucho tiempo los destinos del país
desde el momento en que ella misma asume la necesidad y la voluntad de anular esa ausencia,
de abolir esa brecha. Y descubre de pronto que, en ese presente que entonces vive, se han

1
. Aunque el libro de Plotkin es del ´93, a nadie escapa que en esto de las décadas hay que
saber ser flexible.
2
. Me refiero obviamente a la ausencia de reconocimiento de las clases populares como actores
de derecho, como ciudadanos, diríamos hoy, y, a nivel colectivo, como “pueblo”, como ciudadanía
popular .
2

producido las condiciones, han surgido los hombres, han convergido las fuerzas, ha sonado la
hora, el momento justo, en que la abolición de esa brecha puede tener lugar. El 17 de octubre
marcará, según este relato general, un hito irreversible en ese proceso de sutura (comenzado
antes y continuado después) que habría cuajado en la constitución de la clase obrera como
miembro de pleno derecho de lo que Omar Acha llama la “sociedad política”, término que
adopto sin más -y no porque a caballo regalado no se le miran los dientes, sino porque
reconozco su pertinencia.
Ese proceso suele describirse en estos términos: en medio de una poderosa ofensiva
contra la política social de Perón, del reclamo cada vez más agresivo por parte de la oposición
de transferir el poder a la Corte Suprema y de multitudinarias manifestaciones callejeras en
repudio al Gobierno, había llegado, como se dice, el tiempo de la decisión.
Ahora bien, poca duda cabe de que Perón había sido la única figura pública que había
demostrado sensibilidad respecto de los problemas y los anhelos de las clases populares y
había implementado iniciativas concretas en su favor. De todos modos, el hecho habría sido
que, interviniendo in extremis (pero habiendo capitalizado previamente una fuerte base de
respaldo), con su espectacular rentrée en la escena pública, el 17 de octubre de 1945, Perón
habría operado la sutura a que me referí antes. Su logro habría sido consecuencia de su
oportuna irrupción en un contexto político-social del cual emanaban demandas que sólo él
había demostrado ser capaz de satisfacer. Tuvo virtù...y también fortuna.
Dicho esto: ¿en qué habría consistido esa operación de “sutura” que tanto he
mencionado? Sencillamente, en la institución de un pacto fundacional, pacto por el cual la
clases populares obtenían su reconocimiento colectivo como pueblo, como populus, y sus
miembros individuales la calidad de ciudadanos, esto es, de personas investidas de derechos
civiles y políticos definidos e inalienables, y auténtica categoría de socius, a cambio, como
contrapartida, de reafirmar formalmente la lealtad, la confianza ya acordada, pero no
exhibida, a Perón -por eso su presencia en la Plaza. Así se cerró la brecha. Y fue en razón de
ello que, durante mucho tiempo, para el grueso de los trabajadores, ser obrero y ser peronista
pudieron considerarse de hecho una sola y misma cosa.
Dicho esto, agregaré por mi parte que, en esa operación, aquello que llamamos lo
ideológico, lo imaginario, lo discursivo, etc. no cumplió ningún papel relevante. Abusando de
las categorías que la filosofía propone, me atrevería a calificar al peronismo como
“antepredicativo”: lógicamente anterior a todo discurso, a toda palabra, a toda voz;
recurriendo, a lo sumo, a algunas fórmulas mínimas: las estrictamente necesarias para
3

autentificar su partida de nacimiento3. Es éste un tópico a desarrollar más y mejor y que aquí
me limito a mencionar.
Por mi parte, a esa afirmación repetida de una confianza acordada la he denominado
en algún trabajo anterior “creencia”. Sé que las nociones de “creer” y de “creencia” son
nociones ambiguas: la palabra "creer" puede expresar tanto la convicción como la duda, tanto
la certeza como la vacilación: "creo" significa a menudo "no estoy seguro". Por cierto, y para
ir rápido, podemos distinguir los dos modos en que se utiliza el verbo "creer": "creer en", que
expresaría la fe pura y simple, y "creer que", que haría lugar a la duda. Pero esta distinción,
así formulada, esta ddistinción en discutible: "creer en" puede significar que se tiene
confianza en alguien, o bien que se cree en su existencia –o ambas coas. Pero, ni la confianza
ni la afirmación de existencia son enunciadas como evidentes, como yendo de suyo. La
existencia de Dios no es un hecho perceptible ni el objeto de una demostración científica.
Pero tanto creyentes como no creyentes coinciden en la afirmación de que la entidad a que
refiere la palabra "Dios" no pertenece al reino de la naturaleza, sino a un reino trascendente,
no directamente accesible. Por eso, creer en Dios es, por definición, creer sin garantías y por
eso también, en la medida en que aquello en que se cree no es objeto de saber ni de
percepción, una brizna de incertidumbre, de riesgo, habita en el corazón de toda creencia4.
Dicho esto, es cierto que la creencia como confianza acordada a alguien y la creencia
como adhesión a un sistema de enunciados (a una ideología) que se tiene por verdadero y en
virtud de que se lo tiene por tal, remiten a modalidades del creer netamente diferenciables, a
dos lógicas del creer. Una lógica de la fidelidad y na lógica objetiva de las ideas. La primera
regula el funcionamiento de la creencia como confianza acordada. En esta modalidad de la
creencia, quien dice creer en Dios (o en Perón) no se limita a afirmar una certeza personal; su
palabra no se presenta tampoco como el comienzo, la conclusión o el eslabón intermedio de
un argumento; no espera objeciones que la discutan o pruebas que la apoyen. Quien así
declara su fe, deja constancia de una convicción, pero, sobre todo, da testimonio a los suyos
de una lealtad. Ese carácter del creer explica por qué la lógica de la fidelidad se traduce
siempre en una lógica de la pertenencia. La otra modalidad remite al creer como adhesión a
3
. Tal sería a razón por la cual la apropiación ideológica del peronismo fue de entrada un vasto
terreno de lucha.
4
. El film de Jean-Pierre Melville, Léon Morin, prêtre, ilustra bien este punto. Una joven no creyente
discute con el cura Léon Morin sobre religión. He aquí el punto culminante del diálogo: La joven
(Emmanuelle Riva:) “Dans le livre que vous m´avez donné on mentionnait des soi-disant prueves de l
´existence de Dieu”; Léon Morin (J.P. Belmondo): “C´est mal dit…Il n´y a pas de preuves…Il y a
toujours un précipice à franchir. S´il y avait des preuves, tout le monde croirait! Plus besoin même de
croire: on comprendrait, on saurait, on verrait !".
4

una ideología, esto es, a un sistema argumentado de ideas que se reconoce como verdadero.
Pero esa modalidad tuvo un papel secundario en el evento, o, mejor, permaneció en estado
latente, retraída, fuera de escena. Dejo también abierto este punto.
Agregaré simplemente que las dos lógicas no son independientes: no existe confianza
acordada sin un orden de razones que la justifique, ni existe sistema ideológico que no se
apoye sobre una lógica de la fidelidad. Pero esta interdependencia es asimétrica. En la vida
social, la creencia como confianza, la lógica de la fidelidad, tiene primacía sobre la lógica
objetiva de las ideas. Nadie va a misa porque ha leído a Santo Tomás, así como nadie se
vuelve comunista porque leyó a Marx. Tampoco nadie se hizo peronista luego de analizar y
adherir al pensamiento profundo de Perón. El camino va en sentido inverso: del compromiso a
sus razones, de la adhesión a la explicitación de los motivos5.
El caso del peronismo confirmaría esa primacía. E ilustraría también el nivel en el que
una lógica objetiva de las ideas (una "ideo-lógica") pudo intentar ejercerse: el Partido
Laborista, una parte de la CGT. Los dirigentes del Partido Laborista creian que había que
apoyar las políticas de Perón, porque respondían a sus reclamos e ideales y en tanto
respondieran a ellos. La clase trabajadora creía en Perón. Lo demostró tomando en cierto
modo la delantera y cruzando el Riachuelo un día antes del paro. El 17 de octubre los
trabajadores dieron testimonio en la Plaza de su creencia plena, de la confianza acordada a
Perón. Perón había hecho posibles conquistas largo tiempo postergadas, pero la creencia en
Perón implicaba no sólo el reconocimiento de esos beneficios y la disposición activa a
defenderlos y a defender a aquel que los había materializado, sino también una confesión de
fidelidad, un apoyo resuelto al hombre que por su mera presencia y sin necesidad de
explicitarlo les decía algo muy semejante a “síganme, no los voy a defraudar”. Por cierto, aun
profundo y duradero, ese apoyo no fue -como se vería años después6- incondicional: mantuvo
siempre el átomo de incertidumbre que marca a toda confianza acordada, pese a la plétora de
rituales y símbolos que, ya en el gobierno, Perón desplegaría para que, efectivamente, lo
fuera.

5
. Sobre este punto, ver Emilio de Ípola, Las cosas del creer, Ariel, 1997. En un plano más
general, las grandes adhesiones, las grandes desafiliaciones colectivas, las conversiones
masivas -tránsito del paganismo al cristianismo, del marxismo al antimarxismo en Occidente;
del comunismo al anticomunismo en el Este- lejos de hallar su principio de inteligibilidad en una
lógica objetiva de las ideas, se explican esencialmente en base a la creencia como confianza
acordada y fuente de pertenencias e identidades colectivas.
6
. Ver Juan Carlos Torre, La vieja guardia sindical y Perón. cap. IV.
5

Esta interpretación global goza hoy de mucho crédito entre los estudiosos. Estimo que
lejos de carecer de pertinencia, en el plano en que se plantea, es perfectamente válida. Durante
los años ´80, los ya citados Sigal, Verón y Plotkin, entre otros, enriquecieron en el marco de
esa interpretación aspectos importantes relativos a la cultura y al discurso peronista. Y yo
mismo, a comienzos de esa década, incurrí en artículos que presuponían la validez de dicha
interpretación.
No es entonces desmerecer sus blasones señalar que, aunque válida, la interpretación
en cuestión en razón de su carácter global tiende a presentar algunos hechos bajo una forma
simplificada. Esto no tendría consecuencias, si los hechos hubieran sido efectivamente
simples. Pero como no lo fueron, esa simplificación plantea problemas. Se trata pues en
primer lugar de mirar más de cerca esos hechos. J. C. Torre, D. James, el propio M. Plotkin y
otros han efectuado aportes válidos que van en esa dirección7. Y se trata además, en segundo
lugar, de revisar algunos de los criterios con los cuales la sociología ha pensado la acción
colectiva. Me permitirán algunas indicaciones sobre esos tópicos.
Una súbita subversión del curso de las cosas tornó perceptible la emergencia de una
situación problemática: la renuncia de Perón, los rumores sobre su prisión, la detención de
Mercante. El trastorno experimentado pudo ser inicialmente leve, quizás apenas un malestar
afectivo o una ligera irritación moral. Pero no tardó en volverse dramático, generando
sentimientos de indignación y de inaceptabilidad.
La situación problemática se exhibió como tal, simultánea o sucesivamente, en
diferentes escenarios públicos, algunos informales (el café, el lugar de trabajo, la calle), otros
institucionalizados (ante todo, el sindicato; también el club de barrio y la asociación vecinal).
Adquirió un status público nacional cuando se convirtió en blanco de focalización y de
atención generalizada. Algunos medios gráficos buscaron incentivar, otros desactivar, ese
proceso.
Las modalidades de operación y los campos de maniobra fueron múltiples: arengas
públicas, argumentos razonados puerta a puerta, octavillas, rumores, contacto con periodistas,
tomas de posición de portavoces autorizados y hasta negociaciones con los poderes públicos.
Con Ávalos y otros jefes militares, así como también con la policía, adicta a Perón. Sobre este
punto, Daniel James ha proporcionado información valiosa. A su vez, se desplegaron

7
. D. James, “17 y 18 de octubre de 1945. El peronismo, la protesta de masas y la clase obrera
argentina”; M. Plotkin, “Rituales políticos, imágenes y carisma: la celebración del 17 de octubre y
el imaginario peronista 1945-1951”, en Juan Carlos Torre (ed.) El 17 de octubre de 1945, Ariel,
1995.
6

mecanismos de coordinación: cada activista se desdobló en movilizador y coordinador, punto


éste que J. C.Torre ha destacado8.
Sin embargo, no creo que el éxito de esas operaciones fue el resultado de la habilidad
o de la experiencia de los activistas, ni tampoco de factores, digamos, “objetivos”. No lo creo,
primero, por razones personales. Me niego a pensar que un conjunto de hechos históricos
pueda ser la causa eficiente de otro conjunto de hechos: “il y a toujours un précipice à
franchir”. Segundo, porque fue necesario también que las líneas de interpretación y de acción
configuradas por los activistas entraran “en resonancia” con la percepción y la evaluación de
los receptores. Las propuestas, los argumentos no hubieran sido escuchados ni, menos aún,
acogidos con simpatía y lógica alarma de no haber sido conformes a los regímenes de
interpretación, de justificación y de valoración intelectual y afectiva en vigor entre los
auditores. Éstos, a su vez, no constituían grupos apáticos o exaltados, ni tampoco masas
serializadas susceptibles de prestarse a discursos de manipulación. Se trataba más bien de
“públicos” localizados, surgidos a partir de las interacciones cotidianas que mantenían. Y
aunque fueron expuestos a mecanismos de producción de entusiasmos y de solidaridad, de
llamados a la vigilancia y a la indignación, de información sobre los hechos y de argumentos
racionales, más de uno osciló entre posturas de identificación y de ironía incrédula, de
cercania y de distancia, de rebelión o de resignación, de ilusión y de crítica. Algunos aspectos
“carnavelescos”, algunos excesos, alguna infracción menor en el curso de la marcha a la Plaza
pueden ser leídos desde esa lógica irónica. Finalmente la “resonancia” funcionó y la
operación tuvo éxito, pero sin la resonancia, sin una sintonización a la vez racional y afectiva
entre activistas militantes y receptores, pudo no haberlo tenido.
Y tercero, no creo que el éxito de la movilización fue el producto de la habilidad de los
dirigentes o de las astucias de la historia por razones de principio. Al respecto, estimo que es
tiempo de abandonar las figuras teóricas tradicionales de la acción colectiva, ya bajo su
versión espontaneísta de actores autónomos, predispuestos siempre a actuar ya mismo, en
perpetuo precalentamiento diríamos, o ya bajo su versión positivista, de sujetos que actúan
determinados por estructuras sociales, económicas y políticas dadas. Los actores sociales no
son los libreempresarios de su propia vida, ya sea como sujetos racionales que nadan en las
frías aguas del calculo egoísta, ya como ciudadanos íntegros, dedicados por entero a la ucha
de la comunidad de iguales,. No son los sujetos libres del conocimiento y la moral kantianas,
pero tampoco por cierto los agentes signados por el destino para fundar nuevas estructuras
8
. Juan Carlos Torre, La vieja guardia sindical y Perón, loc. cit.
7

sociales y cuya misión derivaría de su posición económico-social. Es mejor pensarlos como


individuos y grupos que se constituyen, se crean como actores en el curso mismo de su
acción, y para quienes los problemas del ser y del deber-ser, aun regulados por normas
disponibles en su acervo de experiencias y de conocimientos, se les plantean en el curso de la
definición y resolución de las situaciones problemáticas que les toca vivir.
¿Por medio de qué mecanismos en aquel 17 de octubre el espacio de intervención
pública se constituyó como espacio unificado, superó su dispersión y diseminación espacial y
motivacional? ¿Cómo se produjo la intervención pública masiva y simultánea a partir de
escenarios, de horizontes, de memorias, de experiencias heterogéneas y de diferente
magnitud? Se conoce bastante sobre las tareas de coordinación realizadas por sindicalistas ya
desde el 14 y 15 de octubre. Así, por ejemplo,varios de los trabajos reunidos en el libro
editado por J. C. Torre sobre el 17 de octubre aportan información y reflexiones pertinentes.
Pero queda aún mucho terreno por explorar9.
Así pues, mirando más de cerca se puede cuestionar la idea, que la interpretación
generalizante autoriza, de una sociedad civil que oscila, en un caprichoso vaivén, entre la
movilización masiva, pero espasmódica e intermitente -octubre del ´45-, y la apatía
conformista –unida a la celebración ritualizada del 17 de octubre- bajo los gobiernos de
Perón. Es mérito de Omar Acha haber llamado la atención sobre este punto en su artículo
Sociedad civil y sociedad política durante el primer peronismo.
Dije por último que se trata también de revisar los criterios con que la sociología
ha tendido a pensar la acción colectiva. Lo cual me lleva a algunas breves reflexiones
generales, modo de conclusión. En primer término, el modelo de la racionalidad
comunicacional, del diálogo o la controversia entre partes en disputa es insuficiente para dar
cuenta de los procesos de movilización colectiva. Otro tanto cabe decir del modelo utilitarista
de la racionalidad estratégica que sólo toma en cuenta el cálculo de la relación entre
inversiones (de dinero, de recursos, de acción) y beneficios esperados. En lugar de todo eso,
es preciso intentar elucidar –no explicar, no predecir el pasado- cómo un actor sumergido
súbitamente en una situación problemática “produce sentido”, respetando o en ocasiones
violando las muchas restricciones que se le imponen, sin estar nunca totalmente liberado ni
tampoco totalmente determinado por la obediencia a normas interiorizadas, por la imposición
de representaciones colectivas o por la sumisión a relaciones objetivas de dominación. Tal fue

9
. Aun haciéndose cargo de los límites señalados por Daniel James, acerca de los ardides y
trampas de la memoria.
8

lo que hizo el vasto sector de obreros de la Capital y Buenos Aires en aquel histórico 17 de
octubre de 1945, rompiendo algunas vidrieras y muchos esquemas teóricos.

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