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Prólogo

Todo es perfecto al salir de las manos del Hacedor;


todo degenera entre las manos del hombre.

J. J. Rousseau

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Esta frase con la que el famoso enciclopedista da principio a su «Emilio», publicado
hace más de doscientos años, no ha perdido actualidad ni vigencia: «Todo degenera entre las
manos del hombre». Y una de las cosas que ha degenerado es el propio cuerpo humano, dado
que el hombre se dedica, con entusiasmo y ahínco, a la tarea de destruir su organismo, su
bienestar y su salud.
Es evidente que en otras épocas, cuando la existencia de la Humanidad estaba más
acorde con las leyes de la Naturaleza, el cuerpo poseyó una belleza y armonía extraordinarias.
No es probable que Fidias, Mirón o Praxíteles «inventaran» la perfección de su estatuaria.
Seguramente tuvieron ante sus ojos los cuerpos de los jóvenes atletas griegos, bañados por el
sol, el aire y el mar, que llegaban hasta ellos, aún no contaminados por los detritus de la ci-
vilización, el humo de las fábricas y los gases de los motores de explosión. Cuerpos curtidos
por el deporte y la intemperie, no envenenados por el alcohol, el tabaco y las drogas, no
intoxicados por una alimentación sobrecargada, difícil de digerir y asimilar.
En todas las civilizaciones se habla de hombres de gran talla, de poderosa fuerza,
extraordinariamente longevos.
De acuerdo con las leyes naturales, el término medio de la vida de un animal es 5 o
6 veces el tiempo que precisa para su completo desarrollo. Si un caballo, que
tarda en completar su crecimiento 5 años, suele vivir de 30 a 35 años; un perro,
adulto a los 2 años, vive entre 12 y 14; el hombre, que no está completamente
desarrollado hasta los 25, debería vivir de 150 a 175 años... y ahora
consideramos los 60 o.65 años la edad de la «jubilación».
Puede objetarse que las estadísticas señalan que el promedio de vida se ha alargado,
considerablemente, en las últimas décadas. Que ya no sufrimos epidemias que diezmen la
población y que infinidad de dolencias, que hace escasamente cuarenta años constituían un
verdadera plaga, hoy se curan muy fácilmente: tuberculosis, tifus, bronconeumonías. Esto es
exacto. Mucho debemos a los progresos de la higiene y la ciencia médica en general. Sin
embargo, las estadísticas no aclaran el hecho de que este factor positivo en la prolongación de
la vida humana se debe, sobre todo, a la sensible disminución de la mortalidad infantil, princi-
pal causa del bajo promedio presentado en épocas pasadas. Pero este término medio de la vida
podría elevarse mucho más, si nos decidiéramos a que nuestra existencia se desarrollara de
acuerdo con unas normas más naturales y más sanas.
El lector habrá observado que el título de esta obra no habla de «régimen», sino de
«vida» vegetariana y natural. Ello se debe a que las prácticas del vegetarianismo no se
reducen, sólo, a la alimentación, ya que engloban una serie de normas higiénicas y, en
conjunto, representan una «forma de vivir», más acorde con la Naturaleza, más sencilla, más
adecuada a la conservación de la salud.
«Vegetarianismo» y «Naturismo» son conceptos que se entrelazan, se funden y
armonizan entre sí, hasta el punto que resulta difícil deslindar los campos correspondientes a
uno y otro.
Constituyen legión las personas que siguen las doctrinas vegetarianas y la medicina
natural. Todas -o casi todas-han llegado hasta ellas más o menos decepcionadas de no hallar,
en otras ramas de la ciencia médica, alivio a sus dolencias. Se ha de reconocer que ahí lo han
encontrado.
Un dato curioso: la mayoría de los eminentes médicos que cultivan el naturismo son ex-
enfermos que, recuperada la salud, se han convertido en apóstoles de este evangelio y han
llevado al mundo la buena nueva. Y lo que tiene más valor: predican con su ejemplo.
Sin embargo, es difícil aceptar, de buenas a primeras, las exigencias de una vida
naturista por los sacrificios y renuncias que implica seguir todas sus normas. La mayor parte
de nosotros llevamos en la sangre, heredados de generaciones y generaciones de antepasados,
unos hábitos alimenticios de los que resulta casi imposible desprenderse, salvo en el caso de
poseer una voluntad férrea. Desde niños hemos comido carne, azúcar refinados guisos, salsas.
Algo mayores nos hemos acostumbrado al vino, la cerveza, los licores, las especias, el

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tabaco... Los consideramos parte integrante de nuestro diario vivir y se nos hace cuesta arriba
tener que prescindir, de golpe, de todo ello.
Para ayudar en este difícil paso hemos emprendido la tarea de compilar este manual.
Muy elemental, muy sencillo, pero que consideramos puede servir de guía al principiante que
desee conservar su salud o recuperarla una vez perdida.
Si alguien, a través de sus páginas, logra recuperar las energías y saborear «el placer de
vivir» nos consideramos sobradamente pagados por nuestro humilde esfuerzo.

Vegetarianismo y naturismo

Sus afinidades y diferencias

En realidad, como ya hemos indicado en el prólogo, «vegetarianismo» y «naturismo»


son dos conceptos distintos, aunque en la práctica resulte imposible separar radicalmente el
uno del otro, pues sus doctrinas y objetivos son los mismos y ambos tienden a un único fin: la
conservación de la salud y la curación de las enfermedades por medios naturales.
El «vegetarianismo» no es más que una parte -desde luego, importantísima- del
naturismo. Es la que hace referencia a la dietética o ciencia de la alimentación. Su finalidad es
la de hacer al hombre más vigoroso y sano, suministrándole alimentos que nutran los tejidos,
estimulen las funciones orgánicas, sin excitarlas, y no aporten (o aporten en mínima cantidad)
productos tóxicos, de difícil eliminación.
El «naturismo», por su parte, cree en los enormes beneficios de este tipo de
alimentación, pero añade una serie de normas higiénicas, preconizando el «retorno a la natu-
raleza», considerado lo antihigiénico de nuestra forma de vivir actual. Sostiene la necesidad
de mantener «el contacto con la tierra», de emplear un vestuario y un calzado racional, de
vivir y trabajar el máximo de horas en espacios abiertos, bañados por la luz, el aire y el sol.
Con ello quiere restablecer el equilibrio psico-físico, gravemente amenazado por nuestra
civilización industrial.

Orígenes del Naturismo

¿Cuándo surgió este movimiento? La pregunta es de muy difícil respuesta pues,


evidentemente, el hombre, durante miles o millones de años, hubo de alimentarse y medicarse
por métodos naturales. Y naturales eran los métodos de los sacerdotes-médicos caldeos y
egipcios, poseedores del arte de curar en esas antiguas civilizaciones.
A Hipócrates (siglo V antes de J.C.), el llamado «padre de la Medicina», se atribuye la
famosa frase que, aún hoy, es el lema de los naturistas: «Natura medicatrix» (la Naturaleza es
la que cura) y sus obras estan llenas de atinadas observaciones que todavía sustentan la
ciencia de la medicina natural.
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) -a quien Mauriac considera «uno de los nuestros»,
un hombre ultramoderno- ya había observado la excelente salud de las nodrizas campesinas,
«que comen menos carne y más legumbres que las mujeres de la ciudad» y que «las mismas
lobas pacen cuando amamantan». Merecen señalarse sus opiniones sobre el arte culinario: «¡
Reformad las reglas de vuestra cocina! ¡No tengáis asados ni fritos!». Su amor por la Natu-
raleza le lleva a decir: «No soy del parecer que se saque a una campesina de su aldea para
encerrarla en la ciudad, en una habitación, y en este medio hacerla amamantar a un niño.
Apetezco más que él vaya a respirar el buen aire del campo...». Estas opiniones, que
suscribiría cualquier higienista actual, se publicaron en 1762, casi un cuarto de siglo antes de

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la Revolución Francesa. Han transcurrido más de doscientos años y -salvando la pedantería
del estilo, muy acorde con el gusto de la época- muchas páginas del Emilio se dirían escritas
hoy.
El Naturismo, como doctrina médica, surgió a principios del siglo XIX, por obra de
Friedrich Schelling (1775-1854), el mundialmente famoso filósofo alemán, apoyado por su
hermano Karl, consejero médico en Stuttgart.
De acuerdo con las teorías sostenidas por los hermanos Schelling, el organismo humano
es un microcosmos, un mundo en miniatura, en el que señorean dos tendencias: una general,
universal, que lo lleva a fundirse en el cosmos,es decir, a la muerte, y una individual, egoísta,
profundamente conservadora y dirigida a la supervivencia.
La enfermedad corresponde a un estado de desequilibrio en las fuerzas egoístas. Caso
de que éstas preponderen, se producen las enfermedades «por exceso» (inflamaciones, he-
morragias, etc.); si existe una carencia de estas fuerzas aparecen las enfermedades de tipo
destructor (parálisis, gangrena, etc.).
Desde el punto de vista filosófico, es muy posible que la teoría sobre el origen de las
enfermedades mantenida por los Schelling sea bastante exacta. Basta pensar en la importancia
que actualmente se otorga a la medicina psico-somática -es decir, a la relación entre las
enfermedades y el estado anímico y las mejorías que pueden observarse cuando se eleva el
estado moral del paciente- pero no podemos ocuparnos de este tema, porque su complejidad
nos llevaría muy lejos. Sin embargo, en él se halla la base de la medicina natural: las
enfermedades -la enfermedad- no procede del exterior, no «llega de fuera», sino que se
origina en nuestro propio cuerpo. No se trata de poner en duda -puesto que está demostrada y
es indiscutible- la existencia de eses agentes causales de la enfermedad que son los micro-
organismos patógenos, los llamados microbios, propagadores de determinadas enfermedades.
El problema estriba en saber «por qué», en caso de una enfermedad contagiosa, sometidos al
mismo ataque microbiano, unas personas enferman y otras no; unos rechazan la infección por
sus propios medios y otros luchan días y días con la muerte, saliendo vencedores o vencidos.
Desde el campo de la especulación filosófica, el naturismo pasó al terreno práctico.
Entusiastas cultivadores y propagandistas del sistema -citaremos entre ellos al abate
Sebastián Kneipp (18211897) -emprendieron un verdadero apostolado para la difusión de sus
doctrinas sobre el tratamiento y curación de las más diversas enfermedades.
El naturismo se extendió por todos los países centroeuropeos, atravesando las fronteras
y captando numerosos y entusiastas adeptos.

El Naturismo en España

No disponemos de datos para establecer, exactamente, quién trajo a España la doctrina


naturista -probablemente este honor corresponde a varias personas- ni cómo y cuándo se
extendió en nuestro país. Lo que sí sabemos es que, ya a principios del presente siglo, contaba
con un grupo bastante nutrido de seguidores, especialmente entre las clases intelectualmente
más cultivadas de' la nación.
Los principios fueron francamente difíciles. Para la inmensa mayoría, desconocedora de
los fundamentos en que se basa el naturismo, los «vegetarianos» eran personas que se
alimentaban, exclusivamente, de vegetales crudos, capaces de ingerir cantidades fabulosas de
ajos y cebollas, amantes de los zumos de fruta. y ascéticos renunciantes a los placeres del
alcohol y del humo.
Es evidente que en un país de hábitos alimenticios tan «sólidos» como el nuestro, en
que cada región tiene una especialidad «suculenta» (cocido, fabada, escudella, paella, callos,
ternasco, etc.) la idea no podía entusiasmar. Y si a esto se añade la opinión de los
«entendidos» que aseguraban que los vegetarianos, además de alimentarse de esos vulgares y
apestosos vegetales, eran capaces de exponer su cuerpo, completamente desnudo, a los
entonces considerados muy perniciosos rayos solares y se bañan, diariamente, en agua fría

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(¡Brrr!), fuese verano o invierno, comprenderemos las dificultades con que tropezó el
progreso de la doctrina naturista.
La opinión generalizada confundió, lamentablemente, «vegetarianismo» y «naturismo»
con «desnudismo» e hizo que se considerara una posición atentatoria contra la moral vigente.
La doctrina se tuvo por errónea e, incluso, aureolada con ciertos ribetes pecaminosos.
Estos datos no los hemos hallado registrados en ninguna publicación. Nos han sido
transmitidos, oralmente, por uno de nuestros familiares más queridos, que fue un entusiasta
cultivador del naturismo y logró vencer una gravísima enfermedad (una tuberculosis contraída
a los 40 años) por los métodos naturales, a los que siguió fiel hasta su fallecimiento, ocurrido
bien cumplidos los setenta y tantos, en el año 1946.
Desde sus difíciles principios, en España ha pasado ya mucho tiempo. Los más
profundos conocimientos de la dietética y la higiene han ido dando la razón a aquellos que en
los albores del siglo, quizá de una manera empírica, afirmaron los maravillosos efectos de una
alimentación estrictamente vegetal, del sol, de la luz y del aire. Se han ido descubriendo las
vitaminas, las provitaminas (que, en nuestro organismo se transforman en vitaminas, por
efectos de los rayos solares), contenidas en muchas hortalizas, frutas y verduras; se ha
establecido, asimismo, que estos productos son ricos en sales minerales y su necesidad para el
armonioso funcionamiento de nuestro organismo; se reconoce la necesidad del aire puro, de la
luz y del sol, para desintoxicarnos del envenenado ambiente ciudadano. Todos admitimos que
hay que efectuar el «regreso a la naturaleza», preconizado por los primeros divulgadores de la
medicina natural. Y España acepta también esta tendencia, libre de los prejuicios contra los
que tuvieron que luchar los primeros pioneros, a los que se consideraba «excéntricos», in-
conformistas, inadaptados, que pretendían singularizarse, viviendo en pugna con las normas
establecidas por los hombres sensatos, los mantenedores de los principios tradicionales y
auténticos defensores de las leyes y buenas costumbres, piedras angulares de nuestra
sociedad.

Salud y enfermedad
La enfermedad como concepto negativo

Todos sabemos, de una forma instintiva. en qué consiste la «salud» y qué es la


«enfermedad». Si buscamos la autorizada opinión de los compiladores de los diccionarios de
la Lengua, veremos que nos definen la «salud» como: «estado en que un ser orgánico ejerce
normalmente sus funciones», mientras la «enfermedad» es «una alteración más o menos grave
de la salud». Queda claro que es un concepto negativo, una anormalidad.
Sin embargo, es difícil que en la época actual una persona disfrute de un perfecto estado
de salud. Un dolor de cabeza, más o menos persistente, un resfriado, un malestar indefinible,
sensación de cansancio, pesadez... Nos hemos acostumbrado a ello, le otorgamos muy escasa
importancia y, casi, nos parece absolutamente lógico y natural. En nuestra actual sociedad,
prácticamente se desconoce la salud integral.
Pocas cosas son, en origen, tan perfectas como el ser humano, como nuestro organismo.
Ningún artefacto inventado por el hombre es capaz de dar el rendimiento de esa maquinaria
que es nuestro corazón. Al latir, normalmente, 70 veces por minuto, en un promedio de vida
de 60 años -y nos quedamos cortos, porque en la actualidad este promedio de la vida humana
es algo más elevado- ha efectuado, sin un instante de reposo, más de 220 millones de contrac-
ciones, bombeando la corriente sanguínea, que lleva el oxígeno a nuestras células, alimenta
los órganos y elimina los productos tóxicos, conduciéndolos a los sistemas que los han de
expeler. En estos mismos 60 años, el hombre dilata y contrae su caja torácica y sus pulmones
más de 90 millones de veces... Maquinaria maravillosa, que no ha sido capaz de igualar, ni
imitar, el más preclaro ingenio humano.
Este cuerpo, resistente, fuerte y poderoso, perfectamente constituido, es el que nosotros

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echamos a perder. Un poco por indiferencia, algo por pereza y comodidad (¡ resulta tan
sencillo continuar con los hábitos adquiridos! ¡cuesta tanto adoptar nuevas costumbres
higiénicas y alimenticias!), en gran parte por escepticismo (¿cómo van a conservarnos o
devolvernos la salud cosas tan sencillas y vulgares como el aire, el sol, el agua y una
alimentación a base de verduras?), seguimos intoxicándonos lentamente y destruyendo una
obra perfecta. «Todo degenera entre las manos del hombre...». Una vez más, hemos de
reconocer esta inmensa verdad.
Continuamos, entusiastas, nuestra labor destructiva, convencidos de que la enfermedad
y el ser humano son consustanciales y forman una unidad inseparable. Hemos aceptado las
dolencias como un «mal necesario» y poco o nada hacemos para evitarlas. Como máximo,
cuando nos atacan con gran intensidad, intentamos, por medios desesperados, liberarnos de
ellas. No queremos admitir que se halla en nuestra mano no tener que llegar a esos extremos.
Sólo cuando laceran nuestra carne admitimos lo que son realmente: una anormalidad, un
concepto negativo. Son... «falta de salud». Y la salud es nuestro estado normal; el único de
valor positivo.

Causas de enfermedad

El hombre ha considerado siempre la enfermedad como la mayor de las desgracias y,


realmente, es así. Un enfermo, tanto si su dolencia es aguda como crónica, se convierte,
temporal o permanentemente, en un ser de capacidades limitadas, en un «minusválido» en la
auténtica acepción de la palabra.
El origen de las enfermedades -de la enfermedad-siempre ha preocupado al hombre,
que ha intentado explicarse las razones que lo llevaban a ese estado. Los antiguos la atribuían
a castigo o malevolencia de los poderes divinos. Homero explica la epidemia desarrollada en
el campo aqueo durante la Guerra de Troya, como consecuencia de la «funesta ira de Apolo»;
en la Biblia vemos repetidas veces a Jehová, fulminando con sus plagas a los egipcios y otros
opresores del pueblo elegido. Durante siglos -Edad Media, Renacimiento, e incluso ya muy
adentrada la Edad Moderna- se achacaron las dolencias a maniobras de brujería, a hechizos, a
los «miasmas» o emanaciones fétidas. Aún a últimos del pasado siglo, los campesinos
alemanes abrían fosos alrededor de los campos donde pastaban sus ganados para dificultar el
paso de los «malos espíritus», que hacían morir a los animales de carbunco. el terrible antrax
que, algunas veces, se transmitía también al hombre.
Con los descubrimientos de los microscopios de elevada potencia, los medios de cultivo
y de tinción, poco a poco se fueron identificando gran cantidad de microbios. Y ellos cargaron
con la responsabilidad de ser los agentes causales de toda enfermedad, de toda dolencia.
No vamos a discutir esta cuestión, zanjada y resuelta desde la época de Robert Koch
(1843-1910), puesto que es evidente la realidad de lo mantenido por este eminente hombre de
ciencia. Si un microorganismo se encuentra siempre en el curso de una enfermedad, no
aparece ningún otro elemento patógeno, puede aislarse, hacer de él un cultivo puro y, a partir
de este último, inocular experimentalmente la enfermedad, no puede ponerse en duda de que
dicho germen es la causa determinante de la afección.
Ahora bien: el microbio al entrar en contacto con un ser vivo, para desarrollarse,
proliferar y tener sobre él acción nociva necesita encontrar un medio ambiente adecuado.
Algunas personas se defienden perfectamente de la invasión, destruyendo y aniquilando
las colonias microbianas, sin dar señal aparente de la batalla que se ha librado en su interior;
otros enferman levemente -se conocen en la literatura médica miles y miles de casos de
infiltrados primarios tuberculosos que para el enfermo, para sus familiares o, incluso para el
médico de cabecera, han transcurrido con la sintomatología de un simple resfriado o una
ligera gripe y sólo se ha puesto de manifiesto su verdadera naturaleza cuando la ha
descubierto una eventual radiografía, hecha por otras causas, muchos años más tarde, y de
aquel resfriadillo o gripe nadie guardaba ya memoria-; otros, por último, son víctimas de una
infección masiva y se salvan difícilmente o sucumben ante la gravedad del ataque.

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Es evidente que la enfermedad es un binomio entre el individuo que la padece y el
agente que la causa. Si se debiera, exclusivamente, al germen patógeno, a su «virulencia», en
casos de epidemia debería enfermar toda la población y ya sabe que son muchos los
individuos, en estrecho contacto con los enfermos, que se mantienen absolutamente indemnes.
La capacidad de ataque del microbio se desarrolla ante determinados individuos y fracasa ante
otros. Conocidísima es la anécdota que relata que el higienista y químico alemán Pettenkoffer,
para negar la realidad del descubrimiento del vibrión colérico, ingirió un vaso lleno de caldo
de cultivo de estos gérmenes, sin experimentar trastorno alguno. No así uno de sus discípulos
que, por imitar al maestro, bebió del mismo cultivo y hubo de enfrentarse con la muerte.
Sabemos también que en la boca de todo individuo en buen estado de salud aparente,
pululan, en abundancia, los neumococos, responsables de las pulmonías. Viven sin producir
molestias hasta que, en un día cualquiera, a causa de un resfriado, una «baja de defensas» del
individuo que los alberga, adquieren preponderancia y desarrollan su actividad nociva
Suena a perogrullada decir que caemos enfermos... «por falta de salud». Pero es una
verdad incontrovertible. El organismo sano se defiende, perfectamente, del ataque de esos
invisibles enemigos. Sólo cuando, por las razones que sean, se produce un descenso en la
normal capacidad defensiva, el organismo halla dificultades para reaccionar y el microbio se
envalentona, prolifera, se extiende y hace estragos en un cuerpo que no reacciona o reacciona
débilmente y se apodera de él sin lucha.
Recordemos que nuestro organismo es una fortaleza perfectamente defendida.
Contamos con los elementos suficientes para salir victoriosos del combate. Sin embargo,
muchas veces nos vencen los agentes patógenos porque nuestra vitalidad se halla disminuida,
los guardianes están en «baja forma». El estómago, sobrecargado por una alimentación
absurda, no segrega normalmente los jugos digestivos; sometido a una tarea fatigosa, no
asimila muchas de las sustancias ingeridas. El hígado no puede dar abasto a su labor
desintoxicante y eliminatoria, los riñones trabajan con dificultad y nos vamos sobrecargando
de detritus, fatales para la conservación de nuestras energías.
Estas son las razones que originan la enfermedad. La sangre se halla empobrecida, los
sistemas de eliminación no funcionan en la debida forma porque estamos intoxicados por
nuestra vida y nuestra alimentación antinatural y antihigiénica. Y el cuerpo, incapacitado para
defenderse, se rinde ante el ataque del invasor.

Cómo prevenir las enfermedades

El hombre realmente sano «ignora» la existencia de sus órganos internos. Queremos


significar con ello que las funciones vitales se desarrollan en forma tal que somos incapaces
de darnos cuenta de su existencia, siempre y cuando no se produzca una alteración en ellos.
No tenemos por qué acusar el proceso digestivo -pesadez o ardor de estómago, formación
excesiva de gases en el intestino, etc.- ni el respiratorio -fatiga o dificultad para aspirar o
expeler el aire- ni acusar en las sienes, el pecho o el cuello los latidos cardíacos. El cuerpo de
un individuo en perfecto estado de salud posee aparatos, órganos y engranajes que cumplen
silenciosa y eficientemente su función, sin que el interesado se dé cuenta.
Cuando una persona «siente» la presencia de un órgano, es que algo se ha alterado en el
funcionamiento de su cuerpo. Ello ha de constituir un inmediato motivo de alarma.
No siempre la señal de aviso la da el propio órgano afectado. Por ejemplo, un simple dolor de
cabeza no es, casi nunca, síntoma de una dolencia cerebral. Generalmente corresponde a un
resfriado que se inicia, a un estreñimiento pertinaz, con su carga de sustancias tóxicas no
eliminadas, a un hígado sobresaturado de venenos, que no se halla en condiciones de destruir,
a una afección de las vías urinarias con imperfecto funcionamiento de los riñones o vejiga, a
una congestión ovárica o uterina. Tanto un dolor de cabeza, como una digestión laboriosa, un
vómito, un pinchazo en la espalda, son otros tantos avisos que no debemos descuidar.
Nuestro cuerpo lanza su S.O.S. antes -bastante antes-de que la enfermedad propiamente
dicha haga su aparición.

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En líneas anteriores acabamos de ver que nuestro propio cuerpo nos avisa cuando su
bienestar se halla amenazado, cuando peligra la salud. Pero es infinitamente preferible, y más
útil, lograr que ésta no se vea comprometida. La norma es única: una vida basada en los más
estrictos principios de la higiene (tanto en lo que se refiere al aspecto físico como al mental).
Una vida sencilla y natural.
Los elementos básicos para una vida higiénica nos los ofrece, a manos llenas y sin
restricciones, la misma naturaleza: aire, luz, agua y sol. La tierra, hace crecer y vivifica las
plantas, expertos y complicados laboratorios que nos entregarán sus frutos. Con auxilio del
aire, de la luz y del sol, han convertido en hidratos de carbono proteínas y grasas -los
principios necesarios para nuestro sustento- las sustancias inertes que han tomado del suelo.
Y, como espléndido regalo, añaden las sales minerales y las vitaminas. Nos dan todo cuanto
precisamos para crecer y subsistir.
Baños de agua, de aire, de luz y de sol; alimentos vegetales, en lo posible crudos o con
un mínimo de preparación para no destruir su inmensa riqueza vitamínica, para no
convertirlos en productos sofisticados, de escaso valor alimenticio y de difícil digestión.
Ejercicio moderado y mente serena y relajada. He aquí, en breves líneas, los principios
fundamentales para gozar de una salud excelente y alejar de nosotros el terrible espectro de la
enfermedad.

Problemas que plantea la sociedad actual


Sí, lo sabemos. Es muy fácil hacer la apología del naturismo. No cuesta nada predicar el
«retorno a la naturaleza», hablar con entusiasmo y lirismo de la belleza de los campos, de la
armonía del trino de las aves, del asombroso encanto de ese cielo azul. Conocemos, en nuestra
piel, la grata caricia del sol y de la brisa, nuestros pulmones han respirado, con deleite, el aire
embalsamado por el aroma de los pinos. Todo ello es muy hermoso, atractivo, incluso apa-
sionante; todos desearíamos poder vivir así...
Pero esta vida sana, sencilla y natural resulta una utopía para el hombre y la mujer del
siglo XX, encadenados a su labor diaria en una gran ciudad, que viven entre aglomeraciones
urbanas, circulan por el túnel de un metro o en un repleto y maloliente autobús, entre el
tráfico de coches y camiones, respirando las descargas de los gases residuales de millares y
millares de motores de explosión, bajo el humo de las chimeneas y rodeados, día y noche, por
el ruido ensordecedor de una gran metrópoli industrial.
Nos hallamos en un círculo vicioso. Contra más mixtificada sea la vida humana, cuanto
mayor sea el progreso de la civilización industrial, de acuerdo con la elevación de las
exigencias de nuestra sociedad de consumo, más necesidad tenemos de la naturaleza, de
tierra, de aire libre, de luz y de sol.
Y cada vez los tenemos más alejados. Lo que ayer eran campos -si queremos, humildes
campos suburbanos, pero campos al fin- ya están ocupados por inmensos rascacielos, por
bloques y más bloques de viviendas donde se hacina la Humanidad; donde hace pocos años
crecían los árboles frutales, se han levantado fábricas; en lugares donde, hasta hace unas
décadas, existían rincones de idílica paz, se han instalado «boites» y «discotecas» de ambiente
psicodélico, otro de los «deliciosos» inventos de nuestra civilización. ¿Dónde podemos ir en
busca de un poco de aire puro, de luz, de sol, de serenidad y de «relax»?
Es curiosa la observación de un fenómeno. El «hombre de la calle» ese a quien
hacemos prototipo de nuestras virtudes y defectos, ese personaje de nuestra sociedad que
ahora se define como representante de la «mass media», ha descubierto, de una forma
instintiva, en fechas relativamente recientes (corresponden a una fase bastante adelantada de
nuestra postguerra) la «necesidad» de salir de la ciudad, el anhelo de dirigirse al campo, a la
playa, a los bosques, alejándose de la envenenada atmósfera que respira a diario, donde ha de
trabajar y vivir.
Que lo haga bien o mal, eso es asunto aparte. No creemos que el hecho de encajonarse
en un vehículo utilitario, más o menos amontonados todos los miembros de la familia, pasarse

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seis o siete horas en interminables caravanas, respirando las exhalaciones tóxicas del propio
automóvil (y las de todos los demás), aferrado al volante, maldiciendo las infracciones y
fallos de los compañeros de ruta, y envenándose la sangre en las continuas y prolongadas de-
tenciones de la marcha, a cambio de tres o cuatro horas de relativa paz -muy relativa, porque
todas las cercanías de una gran ciudad suelen hallarse invadidas de «excursionistas
domingueros», provistos del ensordecedor «transistor», -que nadie escucha, pero todos tienen
a pleno volumen-sea una «inversión rentable» para la conservación de la salud. Pero bueno y
significativo es el que haya cundido la idea de que se hace preciso alejarse de la ciudad, que
hay que aproximarse a la tierra, a la naturaleza, para conservar la salud física y espiritual.
Es harto difícil resolver este problema. Se precisa buscar, recorrer localidades cercanas,
descubrir -si es que existe en las proximidades de nuestra ciudad- un «campo naturista»,
donde sabemos que hallaremos quietud, paz, sana alegría y no tropezaremos, a cada paso, con
papeles grasientos, latas vacías de sardinas, cascotes de botella rota por pura diversión. Con
buena voluntad, todo se hace posible; y el esfuerzo que os cueste encontrar el lugar adecuado
-ni demasiado cerca ni demasiado lejos de la urbe donde se tiene la residencia y el trabajo-
con buenas vías de comunicación, para que el acceso hasta él no resulte agotador para el
sistema nervioso, quedará plenamente compensado por la carga vital que recibiréis en ese día
de descanso, en que vuestros pulmones se saturarán de aire puro, vuestro cuerpo recibirá el
baño vivificador del sol y el aire y se liberará de las toxinas acumuladas por seis días de vida
antinatural.
No vamos a decir que ésta es la mejor solución higiénica. Unas horas a la semana es,
realmente, muy poco. Pero, indiscutiblemente, algo más que transcurrirlas en la atmósfera vi-
ciada de un cine, una sala de baile o un café. Vuestra salud os las agradecerá. Y veréis cómo,
de una forma insensible, se va creando el hábito de pasar las festividades al aire libre. Os
puedo asegurar, por experiencia propia, que no se puede prescindir de él ni en lo más crudo
del invierno, si se ha iniciado en el buen tiempo. El cuerpo, que «sabe» lo que le resulta
beneficioso, aunque nuestro capricho lo impulse a lo contrario, se adapta a todas las
temperaturas, a todas las condiciones atmosféricas, a la lluvia y al viento... Y se va
endureciendo, haciéndose más vigoroso, más capacitado para luchar contra sus enemigos: el
dolor, el cansancio, el agotamiento; todo aquello que puede considerarse enfermedad.

El aire puro
Sus efectos sobre el organismo

Desde hace algunos años, diarios, revistas, publicaciones más o menos científicas, radio
y televisión, todos los medios de difusión al alcance del hombre, están colocando ante
nuestros ojos o atronando nuestros oídos con el anuncio de un peligro gravísimo, que
constituye una amenaza para la Humanidad: la «contaminación» del aire que nos circunda o
«polución atmosférica». Nos han mostrado, a través de documentados textos y de fotografías
de aterradora expresividad, los graves riesgos que para todo ser viviente, animal o vegetal,
entraña su existencia y desarrollo en el ambiente impuro de nuestras grandes urbes, o sus
proximidades, saturado por los detritus tóxicos de los gases emitidos por millares y millares
de motores de explosión, por los humos de innumerables chimenas, por la llegada, a través de
los alcantarillados, a los vertederos de escombros, de toneladas de productos no bio-
degradables, cuyas emanaciones convierten lo que fueron frondosos bosques en tristes ce-
menterios, poblados por esqueletos de árboles, y los mares y ríos en tumba de unos peces que,
hasta fechas recientes, habían sido fuente de alimentación y de riqueza para las poblaciones
ribereñas.
Se clama, desesperadamente, contra este «asesinato de esa naturaleza» que representa,
al mismo tiempo, la destrucción del bienestar, de la salud y de la vida humana.

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Desgraciadamente, no podemos decir que se trata de yoces alarmistas que pretenden
explotar el sensacionalismo, sino de una espantosa e incontrovertible realidad.
La atmósfera que respiramos se hace, día a día, más tóxica, menos adecuada a nuestras
necesidades, más peligrosa para nuestra salud.
No es que la absoluta necesidad de vivir en un ambiente «puro» sea un precepto
higiénico descubierto por nuestra progresiva ciencia actual. Ya Hipócrates, el llamado «padre
de la medicina», nacido 460 años antes de la Era Cristiana, se refirió al aire, definiéndolo
como «el primero de los alimentos y el primero de los medicamentos», elemento
imprescindible para la conservación de la vida.
La composición química del aire atmosférico que, de acuerdo con lo expuesto en
autorizados textos «permanece sensiblemente igual en todas las regiones y épocas», consiste
en una mezcla constituida por tres cuartas partes de nitrógeno y una cuarta parte de oxígeno,
con pequeñas cantidades de gases nobles, entre los que predomina el árgon, y proporciones
pequeñas y variables de otras sustancias, como el vapor de agua, el anhídrido carbónico,
polvo atmosférico, etc., y algunos vestigios de amoníaco, ozono, agua oxigenada, etc. Este
análisis corresponde a épocas bastante recientes en el tiempo, pero no a la actualidad ni a las
grandes ciudades, cuando la prensa publica, si no diariamente con bastante frecuencia, los
«mapas de contaminación». Pero dejemos este tema, y veamos la importancia del aire en el
desenvolvimiento normal de la existencia humana.
En realidad, el elemento vitalizador del aire para nuestro organismo, y el que nos
interesa en este caso concreto, es el oxígeno. Sin él, la existencia no es posible (recordemos
que el componente más elevado en proporción del aire, el nitrógeno, sólo tiene una misión
moderadora de la rapidez de las combustiones provocadas por el oxígeno) y nuestro cuerpo
exige que le sea aportado, sin interrupción, este elemento a través de todo su ciclo vital.
El oxígeno es el «alimento» de las células que constituyen nuestro organismo.
El aire, con su correspondiente carga revitalizadora de oxígeno, es absorbido, en su
mayor parte, por el aparato respiratorio, ocupando los alveolos pulmonares. Estos sehallan
rodeados de vasos sanguíneos, cargados de sangre venosa procedente de todos los tejidos del
organismo, rica en anhídrido carbónico, producto de desecho del metabolismo celular, que es
cedido al aire atmosférico, mientras el oxígeno satura esta sangre venosa, convirtiéndola en
sangre arterial. Este intercambio se produce por un fenómeno físico, denominado «ósmosis»,
en virtud del cual los gases atraviesan las membranas de acuerdo con su tendencia a
difundirse desde el ambiente de mayor presión al de menor presión. Análogo proceso -
intercambio del anhídrido carbónico por oxígeno- se produce en todas las células del
organismo, que así reciben el oxígeno preciso para su vida y actividad y eliminan el anhídrido
carbónico, producto final de su metabolismo.
Sin este proceso respiratorio, la vida no es posible, puesto que las células degeneran y
mueren. Nuestro organismo físico no es más que la suma de miles de millones de células que
precisan, sin tregua y sin pausa, ese recambio.
Establecidas estas premisas, resulta evidente la enorme importancia que, para nuestra
existencia, tienen el aire y la respiración.
Sabemos que puede soportarse unos cuantos días la sed. Que puede subsistirse largo
tiempo sin tomar alimentos, como han demostrado muchos voluntarios -y no voluntarios- de
la «huelga del hambre». Mac Swiney, el célebre «Alcalde de Cork», falleció de inanición, tras
un período de setenta y tres días de ayuno... ¡Pero nadie puede soportar más de unos minutos
sin respirar!
La respiración es un movimiento reflejo que se instaura con el primer vagido del recién
nacido -muchos autores sostienen que el primer grito del bebé es provocado por la angustia de
la asfixia y la necesidad de llenar de aire sus pulmones- y no cesa hasta que lo detiene la
muerte.
Movimiento reflejo, involuntario... Cabe pensar -en este caso- que no es susceptible de
perfeccionamiento, que no se puede «aprender» a respirar, puesto que, normalmente
respiramos de 16 a 20 veces por minuto, más de mil veces cada hora, casi 260.000 veces cada

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día, casi 10 millones de veces cada año, casi 60.000 millones de veces en un promedio de vida
de 60 años...
Un acto tan repetido, debería ser más que perfecto y, sin embargo, pocas son las
personas que «saben» respirar y utilizar en la forma adecuada sus pulmones.
En el acto respiratorio intervienen dos factores: la «forma» en que se respira y el «aire
respirado».
La mayoría de las personas que llevan una vida sedentaria, con escaso ejercicio físico,
no emplean en la respiración más que una mínima parte de su capacidad pulmonar. Una
extensa zona de los alveolos pulmonares, a los que antes hemos hecho referencia como
elementos básicos del intercambio «oxígeno-anhídrido carbónico», permanece inactiva. Y de
todos es conocido el viejo aforismo: «Organo que no trabaja, se atrofia». Los pulmones
pierden parte de su capacidad vital y las sustancias tóxicas del metabolismo celular no son
convenientemente regeneradas, envenenando lentamente el organismo, que sufre la
consecuencia de este déficit de su funcionamiento.
Para obtener el máximo rendimiento de nuestro aparato respiratorio, se han de efectuar
las aspiraciones y espiraciones amplia y profundamente.
Es difícil -por no decir imposible- que una persona, absorta en un trabajo, intelectual o
manual, «recuerde» que ha de respirar en una forma determinada. La mente, ocupada en otras
cosas, no puede estar pendiente de ese movimiento reflejo, que se efectúa sin que la voluntad
intervenga. La única solución consiste en obligar al cuerpo a que efectúe esas sanas
aspiraciones y espiraciones profundas. Y eso sólo se logra con el ejercicio físico que obliga al
organismo a «tomar aire», para resistir, sin acusar excesiva molestia, al cansancio y la fatiga.
En una caminata, en una ascensión, en cualquier circunstancia que requiera un esfuerzo, los
movimientos respiratorios se hacen más profundos y el aire llega a rincones de los alveolos
pulmonares, donde su presencia no es habitual, activando «todas» las funciones orgánicas.
En verdad, poco o nada lograremos con esas profundas aspiraciones, con ese «lavado
de aire» que queremos hacer llegar hasta nuestros pulmones y, en consecuencia, hasta los más
recónditos lugares de nuestro cuerpo, si el aire respirado es pobre en oxígeno y se halla
saturado de gases e impurezas, nocivos para nuestra salud.
En estas pocas líneas creemos haber expuesto la solución del problema. En eso estriba
el secreto de «saber respirar».
Se trata, sencillamente, de respirar, en forma amplia y profunda, un aire puro: el aire de
los bosques, o los montes o playas. El aire alejado de lugares donde surgen aglomeraciones
urbanas, donde se amontonan fábricas pestilentes, donde circulan, formando inacabables
caravanas, los vehículos a motor.
No nos sentimos francamente optimismas respecto a las posibilidades de lograrlo en
nuestros días. Estamos muy alejados de contemplar nuestro actual mundo con el prisma
rosado con que lo veía el divertido e inmortal «Doctor Pangloss» de Voltaire. Vivimos en la
última mitad del siglo XX y sabemos que, para nosotros, «todo» se ha hecho complicado y
dificultoso. Las múltiples actividades que hemos de desarrollar, impelidos por la necesidad de
subsistir, de mantener un hogar y una familia, de «salir adelante», obligan a dedicar muchas
horas diarias al trabajo -el «pluriempleo» es una de las características más señaladas de
nuestra época- y nos queda muy poco tiempo para dedicarlo a «hacer salud». Pero. el «hacer
salud», es francamente importante y nos lo hemos de imponer como un trabajo más. Un
trabajo que, sin lugar a dudas, nos será espléndidamente remunerado y nos va a proporcionar
elevados dividendos. Nos dará fuerza, ánimo, energía y, sobre todo, llenará nuestro cuerpo y
nuestro espíritu de ese don inefable, desconocido para la inmensa mayoría, que es «la alegría
del vivir».
Intentemos, dentro de nuestras posibilidades, alejarnos en todo lo posible de ese insano
círculo que es una gran ciudad. Pero si no podemos hacer otra cosa, si es completamente
imposible, por poderosísimas razones económicas, nuestro total desplazamiento al campo o la
montaña, al aire libre, si incluso nos resulta difícil, porque nuestros medios no nos lo

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permiten, transcurrir en ellos los días festivos o las vacaciones, no nos desanimemos.
Consideremos como un deber inexcusable unos pocos minutos de gimnasia respiratoria,
hechos diariamente -y durante todos los meses del año- ante una ventana abierta. Es muy
posible que el aire que introduzcamos en nuestros pulmones, procedente de una calle atestada
de camiones, automóviles y motos, y en la que tal vez aún abundan las bolsas de plástico, en
espera paciente de que las recoja el basurero, no tenga toda la pureza deseable. Pero, sea
como sea, resultará preferible a la cargada atmósfera de una casa, con su vaho de humanidad
y de cocina, a la de una oficina, saturada de humo de tabaco, la de un cine o de un salón de
baile, cargados de efluvios pestilentes, donde se mezclan, en barahúnda caótica, perfumes y
sudor.
Esta misma razón aconseja dormir -tanto durante el verano como en lo más recio del
invierno- con la ventana abierta. Sólo se ha de procurar que no se produzcan las malfamadas
«corrientes de aire», de efectos perniciosos sobre nuestra salud. En cualquier caso, resulta más
«sano» el aire frío, procedente del exterior, que la atmósfera de un dormitorio, saturada de
anhídrido carbónico, sobre todo si es de las reducidas dimensiones de los pisos modernos v lo
ocupa más de una persona.
En resumen: dadle al organismo la cantidad de aire -v aire puro- que necesita para
poder trabajar a pleno rendimiento y cumplir sus funciones vitales, de las que depende nuestra
salud y nuestro bienestar.

El baño de aire

El aparato respiratorio, pese a ser la fuente más importante para la aportación del
oxígeno necesario a nuestra economía orgánica, no es la única y exclusiva.
Aire -y, en consecuencia, oxígeno- se absorben, asimismo, a través de la piel que, de
acuerdo con los trabajos de los investigadores que se han dedicado al estudio de este
problema, parece asumir la cuarta o quinta parte de esta función. En consecuencia, la piel
representa otro órgano respiratorio y eliminatorio, aparte de las funciones protectoras que
tiene sobre los demás tejidos.
Para que la piel pueda llevar a cabo esta función aportadora del oxígeno necesario para
nuestra supervivencia, exige dos requisitos: estar escrupulosamente limpia y hallarse en
directo contacto con la atmósfera.
La primera premisa se comprende, dado que la absorción del aire (o del oxígeno, que es
lo que aquí nos interesa) y la eliminación de las sustancias de deshechos del metabolismo
celular, se efectúa a través de los poros. Si éstos se encuentran obturados por la grasa
producida por las glándulas sebáceas, sobre la que se acumula el polvo y la suciedad, es
lógico que pierda su capacidad funcional y la piel deje de ser un «aportador de aire» o, más
concretamente, del oxígeno que precisa nuestro organismo.
Hemos dicho, además, que ha de hallarse «en contacto directo con la atmósfera».
Elimínense, pues, todos los trajes interiores ceñidos (fajas, camisetas, sostenes, calzoncillos,
etcétera) o redúzcanse al mínimo indispensable. Nada tenemos en contra de las «fibras
artificiales», sean cualesquiera sus exóticas denominaciones. Por el contrario, su fácil lavado
y su nulo planchado, han hecho mucho en pro de la higiene. Usense en buena hora, pero
procurando sean lo suficientemente holgadas, transpirables y no se ciñan excesivamente al
cuerpo. Claro que, con todos sus inconvenientes, desde el punto de vista sanitario, nada puede
sustituir al viejo algodón, ni a la vieja seda natural, paciente producto de los gusanos...
Naturalmente, uno y otra han alcanzado precios prohibitivos que, de grado o por fuerza, nos
obligan a renunciar a su uso y a adoptar tejidos «más prácticos, más modernos»... aunque, en
el fondo de nuestro corazón, añoremos el áspero tacto del algodón o el fino roce de la seda.
Desde luego, mirado bajo el prisma científico, lo ideal sería poder exponer al aire la
totalidad del cuerpo. Pero esto es una utopía, ya que ni nuestras costumbres ni nuestra moral
consienten semejante exhibición... Y repetimos «costumbres, y moral», porque la exposición

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de un cuerpo al aire no es un problema de clima, sino de hábito. Todos, en todos los países
civilizados, llevamos el rostro al descubierto, incluso en los más crudos días invernales. La
razón es muy sencilla: no nos lo hemos «abrigado» jamás. Los niños de nuestra generación -
los que nacimos «antes de la guerra»- hemos pasado nuestra infancia con las pantorrillas y los
muslos al aire. Lo imponía la moda vigente en nuestros tiempos. Hubo de llegar la
adolescencia, con sus «medias» y sus «pantalones de golf», para que consideráramos que
había llegado el momento de enfundarnos las piernas. Y no sentíamos el frío (como estamos
seguros no lo sienten las «minifalderas» de hoy), simplemente porque nuestra piel,
acostumbrada al contacto del aire, no temía sus ráfagas y estaba familiarizada con ellas.
Nuestro cuerpo, para estar «en plena forma», para no sentir frío, necesita -casi nos
atreveríamos a decir, «exige»- el «baño de aire».
¿Qué es, en realidad, el «baño de aire? Sencillamente, el tratamiento empleado en los
sanatorios alemanes, suizos y de la zona alpina de Italia -regiones donde no podemos decir
que el clima invernal se caracterice por su dulzura-que consiste en acostarse, completamente
desnudo, al aire libre o frente a una ventana abierta, en lugares protegidos de las corrientes de
aire, en ningún caso aconsejables.
Una vez más reconoceremos que es difícil practicarlo en la ciudad, donde se tropieza
con la dificultad de hallar un lugar adecuado, a salvo de las miradas indiscretas o escan-
dalizadas de los vecinos. Esto no rige para quienes dispongan de una casa aislada, sea en la
playa o en el campo, donde pueden beneficiarse extraordinariamente de esta práctica. Parece
muy aconsejable para aquellos que sufren frecuentes resfriados y, en general, para todos los
enfermos pulmonares.
Si no se dispone del lugar adecuado, habremos de conformarnos con la solución más
factible y sencilla: permanecer, completamente desnudo, en el cuarto de baño, mientras se
procede al aseo matinal. El cuarto de hora o los veinte minutos que requiere el lavado, el
peinado, el afeitado para los varones, el «maquillaje» para las mujeres.
No es la solución ideal, pero sí un buen sucedáneo.

Habituación gradual
Séanos permitido un consejo, que será válido para otros varios temas de los que
hablaremos en este elemental tratado de «Iniciación a la vida vegetariana y natural». Ni a la
gimnasia respiratoria, ni a dormir con la ventana abierta en pleno invierno, ni a tomar «baños
de aire» totalmente desnudos, nadie puede lanzarse de cabeza. Es oportuno recordar que la
sabiduría popular nos amonesta con un viejo refrán: «Zamora no se hizo en una hora». Y
como Zamora, todo requiere un tiempo para ser construido con eficacia y solidez, desafiando
al tiempo.
Se han de iniciar estos nuevos hábitos de vida poco a poco. Hoy, algunos minutos de
gimnasia respiratoria ante el balcón abierto: 20 o 30 aspiraciones profundas, seguidas por la
consiguiente espiración.
Es conveniente elegir el buen tiempo para iniciar la costumbre de dormir con la ventana
abierta. Tal vez, cuando refresque, se sienta la necesidad de cerrarla a la madrugada. Las
últimas y primeras horas del día suelen ser las más frías. Pero se puede ir aumentando, poco a
poco, el tiempo de máxima aireación en el dormitorio. En breve, no se siente la necesidad de
cerrar. Por el contrario, se echa de menos el aire no cargado por las propias emanaciones
respiratorias -y por las del eventual compañero de lecho, si se pertenece al gremio de los
matrimoniados- y una irresistible tentación de abrir los balcones para dar paso al aire.
Es muy posible que el «baño de aire» en vuestra toilette, cuando se procede al aseo
matutino, resulte ingrato los primeros días. Si no se tiene el hábito, resulta, incluso... incó-
modo. No hablamos del pudor -nadie, ante sí mismo, debe de avergonzarse de su propio
cuerpo, obra del Supremo Hacedor, con todas sus virtudes y defectos-, sino de la sensación de
malestar, de frío, que puede acometer a la persona no acostumbrada. Repetimos: debe
iniciarse durante el verano. O, si se quiere empezar en el invierno, al principio conviene

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mantener sobre el cuerpo una mínima cantidad de ropa, procurando que cada día sea menos.
Si el frío resultara intolerable, no hay que amilanarse. Unos cuantos ejercicios gimnásticos,
hechos con energía y rapidez, devuelven al calor y al bienestar.
Y acabemos recordando la vieja sabiduría hipocrática, vigente a través de los siglos:
«El aire... el primer alimento y el primer medicamento». Un axioma que no hemos de olvidar.

El agua: fundamentos de la hidroterapia

El vegetariano y naturista considera el agua como la más importante de las bebidas -de
las restantes nos ocuparemos en el capítulo destinado a la alimentación- y un magnífico
elemento terapéutico, ya se emplee fría o caliente, en el tratamiento y curación de múltiples
dolencias.
Nada, en nuestro mundo, abunda tanto como el agua. Océanos y mares ocupan la mayor
parte de la superficie de nuestro planeta y el cuerpo humano contiene hasta un 80 % de su
peso en agua. Nada tan abundante ni nada tan indispensable como ese sencillo compuesto
químico (dos partes de hidrógeno por una de oxígeno) a quien Francisco de Asís llamó
«hermana agua, útil, humilde, preciosa y casta». El agua fertiliza los campos, hace que nos
den sus cosechas, calma nuestra sed, es fuente de energía y hace posible la vida, tanto vegetal
como animal.
Y es, además, fundamento y base de uno de los medios más sencillos y económicos
para combatir las enfermedades. Nos estamos refiriendo a la llamada hidroterapia, aplicación
del agua a la terapéutica.
La hidroterapia tiene unos orígenes muy humildes, muy sencillos, como suelen serlo los
de todas las cosas verdaderamente grandes. Un día cualquiera, en las primeras décadas del
siglo XIX, un joven campesino sufrió un accidente, muy común en aquellas épocas: una seria
contusión en una pierna, provocada por la coz de un caballo. Se llamaba Vicent Priessnitz
(1799-1851) y había nacido en la Silesia austríaca. Se desconocen las razones que impulsaron
al muchacho a intentar la curación exclusivamente por medio del agua, pero sí se saben los
magníficos resultados obtenidos. Su fe y su entusiasmo lo llevaron a divulgar el tratamiento,
obteniendo espectaculares curaciones en muy distintos tipos de enfermedades. Priessnitz no
tenía estudios, sus conocimientos eran totalmente empíricos y fue perseguido por las autori-
dades, por «ejercicio ilegal de la medicina». Poco después, comprobada por la medicina
oficial la absoluta inocuidad de sus tratamientos, fue autorizado a abrir un centro de curación,
donde siguió sus prácticas, obteniendo brillantes resultados con gran número de enfermos que
acudían a él buscando alivio a sus dolencias.
Tras este precursor, la hidroterapia presenta entre sus cultivadores nombres tan ilustres
y conocidos como los del abate Sebastián Kneip (1821-1897) que, habiendo logrado la
curación de sus achaques por métodos naturales (hidroterapia y medicación a base de
hierbas), se convirtió en un fervoroso propagandista del sistema, creando en Wörishofen,
pueblo donde ejercía su pastoreo espiritual, varios sanatorios para el tratamiento de enfermos
que acudían en busca de salud desde todos los lugares de Alemania e, incluso, del extranjero.
Perfeccionador de la obra de estos precursores fue Ludwig Kuhne, fabricante de
muebles de Leipzig, que dedicó gran parte de su existencia a la propagación de las doctrinas
naturistas, que también a él le habían devuelto la salud perdida. Tras estos conocidos
pioneros, la lista de aquellos que han proseguido los estudios y las prácticas sobre la hidrote-
rapia se haría interminable, pues va aumentando, sin descanso, hasta llegar a nuestros días.
La hidroterapia, tan extendida hoy como método curativo, sobre todo en los países
centroeuropeos, se basa en el siguiente principio: es sabido que la sangre circula por nuestro
organismo a través de gruesos vasos -venas y arterias-que se van ramificando en otros, de
menor diámetro, para acabar en las proximidades de la piel y mucosas formando una finísima

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red de capilares, venillas y arteriolas cuyo grosor no supera el de un cabello.
Cuando los capilares que se encuentran en la piel y mucosas reciben el impacto del
agua fría (en general, del frío)se contraen, reduciendo aún más su diámetro, a consecuencia de
lo cual lanzan hacia los órganos internos mayor cantidad de sangre que la que, normalmente,
llega hasta ellos. Después, de acuerdo con el principio de que a toda acción sigue una reacción
igual y contraria, los vasos sanguíneos se dilatan, alcanzando un diámetro superior al normal,
con mayor aflujo de sangre, que arrastra hasta la superficie de la piel determinado número de
sustancias extrañas, facilitando de esta forma su eliminación, sobre todo bajo la forma de
sudor. Por otra parte, la afluencia de sangre a la piel favorece la descongestión de los órganos
internos, con lo que se obtiene un doble efecto, pero ambos destinados a un único fin: el de
desintoxicar el organismo.
La reacción provocada por el agua fría favorece la función de los órganos eliminadores:
piel, riñones e intestinos.
El agua fría posee, además, una señalada acción sobre el sistema nervioso. Todos
sabemos, por haberlo experimentado, que el contacto con el agua fría provoca una inmediata
necesidad de evacuar la vejiga y que, en contacto con nuestra espalda, incita a respirar amplia
y profundamente. Uno y otro fenómenos son debidos a la acción del frío sobre la fina red
nerviosa que recubre la piel, que transmite la sensación al cerebro, desde donde se dirige al
órgano correspondiente, vejiga o pulmones.
La forma de practicar la hidroterapia mediante el baño frío, depende de los resultados
que queramos obtener y varía en relación a ellos. Una norma general es la de que el baño ha
de ser más breve cuanto menor sea la temperatura del agua y mayor la parte del cuerpo
sometida al tratamiento.
Así, por ejemplo, una ducha fría debe ser tomada rápidamente, no exponiendo el cuerpo
a la acción del agua más allá de unos minutos, mientras un baño local puede
ser mucho más prolongado, lo mismo que puede alargarse el tiempo de la ducha, si el agua no
está excesivamente fría.
Condición indispensable es la de que el cuerpo ofrezca, después del baño, una reacción
favorable, es decir, recupere rápidamente el calor perdido por efecto del agua. Para ello
es indispensable que antes de efectuar el baño el cuerpo se encuentre a la temperatura
conveniente, o sea, que no se sienta la sensación de frío. Esto se logra fácilmente efectuando
el tratamiento en el momento de levantarse de la cama, mientras se conserva el calor del
lecho, dando un previo paseo o practicando cualquier otro ejercicio. Si la reacción tras la
práctica de la hidroterapia no se produce con la rapidez debida, es que hay algo que no
funciona normalmente. En este caso deben efectuarse unos cuantos movimientos gimnásticos
o, si se trata de una persona debilitada por la edad o los achaques, envolverse entre mantas
hasta lograr que el cuerpo vuelva a entrar en calor.
Los antiguos textos de medicina natural, correspondientes a los primeros años de
nuestro siglo, se hallan profusamente ilustrados con grabados que muestran damas y caba-
lleros dedicados a las prácticas de la hidroterapia, que harían las delicias de un coleccionista
de estampas de la belle époque. Los complicadísimos artefactos necesarios para los
tratamientos consisten en inmensos baldes en los que va introducida una banqueta,
especialísimas bañeras de asiento, con una determinada inclinación para el apoyo de la
espalda, duchas de regadera, con su correspondiente polea y cadenita... Un arsenal
verdaderamente agobiante e incómodo. Hoy resulta infinitamente más sencillo, puesto que
cualquier cuarto de aseo, incluso el más modesto, dispone, en poco espacio, de todo el utillaje
necesario para poder llevar a cabo los distintos tipos de tratamiento.
La hidroterapia puede ser total (ducha o fricción) o parcial, aplicada a una determinada
zona del cuerpo.

Habituación gradual

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Los efectos de una ducha, sobre una persona fuerte y sana, son francamente
inmejorables. Su acción es la de un acicate para el organismo en general puesto que,
favoreciendo el sistema circulatorio, la sangre fría afluye a los distintos órganos, llevándoles
su carga nutritiva y arrastrando consigo, hasta los aparatos eliminadores, los productos de
desecho. Sus efectos sobre el estado de salud general se advierten ya desde los primeros días.
Sin embargo, esta práctica no puede iniciarse en formarepentina, ya que podría tener
graves consecuencias -un fallo circulatorio debido al «shock»- o, sin repercutir seriamente en
la salud, causar tal sensación de desagrado que el imprudente se sienta decididamente
impulsado a no repetir la experiencia.
Si se está habituado a la ducha caliente o tibia, es oportuno ir haciendo bajar,
gradualmente, la temperatura del agua, en el transcurso de unos cuantos días. El organismo se
adapta sin dificultad a esta práctica y se logran, sin molestias ni peligros, los magníficos
efectos revitalizadores pretendidos.
Lo mismo puede decirse respecto al tiempo de duración: brevísimos minutos al
principio, que pueden irse prolongando paulatinamente hasta alcanzar el tope deseado.
En cuanto a los baños locales, pueden seguirse normas análogas, o sea, ir disminuyendo
lentamente la temperatura del agua y prolongando el tiempo de duración del tratamiento.
Ya dijimos, y repetimos ahora, ya que se trata del asunto más importante, que después
se reaccione en la forma debida y con la mayor rapidez posible, recuperando el calor normal
del cuerpo.

El baño de sol: fundamentos de la helioterapia

El sol es la mayor fuente de energía y de la potencia luminosa y calórica de sus


radiaciones depende toda la vida orgánica de nuestro mundo. Los rayos solares comprenden
una amplia gama, que va desde los infrarrojos (rayos no luminosos pero elevadamente
caloríficos) hasta los ultravioletas (luminosos, fríos y de alto poder germicida).
Sin la presencia del sol, sin la acción vitalizadora de sus radiaciones, no se
desarrollarían los vegetales, base de la alimentación animal y, en consecuencia, humana. La
vida resultaría imposible sin la energía que, con tanta abundancia, vierte sobre la Tierra.
Aparte de recibir sus favorables efectos bajo la forma de energía acumulada en la
alimentación -téngase en cuenta que los «carnívoros» que se alimentan de otros animales,
generalmente lo hacen de aquellos que se nutren de sustancias del mundo vegetal -la energía
solar puede absorberse, asimismo, a través de la piel. Afortunadamente, ha pasado ya la
época en que se sentía contra él un injustificado prejuicio y se evitaba su contacto directo.
Hoy se conocen sus beneficiosos efectos sobre la curación de llagas y úlceras y, en general,
sobre todas las afecciones de la piel, su acción sobre la rapidez en la cicatrización de las
heridas, ya sean ocasionales o quirúrgicas, se conoce su misión de transformador de las
inertes provitaminas en vitaminas indispensables para la conservación de la salud y la
curación de algunas enfermedades, especialmente el raquitismo. Ya no se teme al sol y se le
considera lo que en realidad es: una fuente de salud y energía vital.
El baño de sol, como todo otro baño, puede ser total o parcial, es decir, exponiendo a
sus rayos la totalidad del cuerpo o una determinada parte de él.
Aunque por evidentes razones de moral -salvo caso de personas lo suficientemente
afortunadas para poseer un «solarium» propio, al abrigo de miradas indiscretas- el baño de sol
completo, tomado integralmente desnudo, se hace casi imposible; nuestras costumbres han
variado lo suficiente en estos últimos años para permitir que las partes de nuestros cuerpos,
expuestas a los rayos solares, sean bastante extensas, ya que los trajes de baño, en ambos
sexos, se han reducido al mínimo indispensable y no causan escándalo ni despiertan los

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prejuicios morales de nadie.
En textos de medicina natural publicados hace ya algunos años, se insiste en señalar
que una parte del cuerpo ha de estar protegida: la cabeza. Actualmente, ya no se preocupan
tanto de ello, puesto que en el cabello se tiene un protector natural bastante eficaz y el
«sinsombrerismo», tanto masculino como femenino, en boga desde hace muchos años, ha
logrado que nuestras cabezas reciban, sin acusar molestias, el impacto de los rayos solares. De
todas formas, algunas personas especialmente delicadas, harán bien evitando prolongar su
estancia al sol con la cabeza descubierta.
Los baños de sol también puede tomarse con el cuerpo parcial o totalmente cubierto. En
este caso, tienen un objetivo distinto a los tomados con el cuerpo desnudo. Aquí se trata,
sobre todo, de provocar una más o menos abundante sudoración y con ella activar una función
eliminatoria, que libera nuestro organismo de toxinas y sustancias de desecho. A cuerpo
desnudo, la piel absorbe las radiaciones solares y, con ellas, toda su energía vital.

Habituación gradual

El cuerpo no puede exponerse, en forma impremeditada, a la acción de los rayos


solares. Cierto es que la llegada del verano, con su magnífica carga de días soleados, nos
incita a acudir a las playas, a las piscinas, a las orillas de los ríos
y lagos, donde se pueda gozar de la caricia del sol y del agua. Pero cuidado con que
nuestro entusiasmo por disfrutar rápidamente de una piel bronceada no sea origen de
dolorosas quemaduras.
Exposición muy breve los primeros días, aprovechando, a ser posible, las tempranas
horas mañaneras, en las que el astro-rey aún no luce con toda su intensidad, e ir prolongando,
poco a poco, la duración de la estancia al sol, al mismo tiempo que puede hacerse a horas más
adelantadas de la mañana hasta llegar a aquellas en que el Sol se encuentra ya en su cenit.
Recuérdese una cosa muy importante. El sol primaveral es bastante más peligroso que
el de pleno verano y puede provocar graves eritemas (quemaduras) y molestísimas y
dolorosas conjuntivitis. No en vano la sabiduría popular habla de las aviesas intenciones del
«sol de marzo». No es una superstición campesina, sino una auténtica realidad. Se trata,
simplemente, de que la atmósfera, aún relativamente fresca en los meses primaverales, invita
a prolongar la caricia del sol, que se soporta sin ninguna molestia y, por otra parte, en estos
meses, está mucho más límpida, carente del vapor de agua que el calor veraniego hace
evaporar constantemente en el mar, los lagos y los ríos, y que actúa a modo de «filtro» o de
«pantalla», reteniendo parte de los rayos ultravioleta, causantes de las quemaduras de la piel y
la inflamación de las conjuntivas.
Método y rígido orden para tomar los baños de sol. Sus indicaciones son múltiples,
según veremos. No debe estropearse su beneficiosa acción arrostrando cualquiera de los
peligros, más o menos graves, que hemos indicado, puesto que, además, obligan a suspender
la práctica y volver a empezar, haciendo malgastar unos días preciosos -quizá parte de las
vacaciones- en los que se puede hacer acopio de energía y salud.

Alimentación natural

En general, la doctrina naturista, en lo que corresponde a la alimentación, se basa


exclusivamente en el consumo de productos procedentes del reino vegetal.
En este aspecto, sin embargo, existen criterios y tendencias distintos, más o menos
radicales o flexibles, que veremos a continuación.
1.° Los «crudívoros». Establezcamos, ante todo, que esta forma de alimentación es
considerada por la inmensa mayoría de los autores como la «ideal», el grado máximo de

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perfección en la alimentación humana y consiste en la ingestión de frutas y semillas de
árboles (nueces, almendras, avellanas, etc.), tal y como nos las ofrece la Naturaleza, sin
someterlas a la acción del fuego ni a ningún otro tipo de preparación previa.
Entre los mantenedores a ultranza de esta postura citaremos al chileno Manuel Lezaeta
y al Dr. Amílcar de Souza. A este último corresponden las siguientes aseveraciones: «Al
hacerse cocinero, el hombre enfermó y abrevió su existencia». Expone una serie de razones,
más o menos convincentes, en apoyo de su tesis, tanto de tipo biológico como económico y
social, que aconsejan la adopción del sistema. De entre ellas entresacamos, dos que no
dudamos despertarán el entusiasmo de nuestras posibles lectoras: «La mujer se liberaría de
trabajos que hoy le absorben mucho tiempo» y «Tendría a sus hijos sin dolores de parto».
Transcribimos textualmente las palabras de este investigador y garantizamos,
plenamente, la exactitud de la primera afirmación: compra, cocina y lavado de platos quedan
reducidos a un mínimo. En cuanto a la segunda, hace ya bastantes años que los especialistas
en tocoginecología han dedicado sus esfuerzos a lograr desterrar de las mentes de las futuras
madres el secular convencimiento de que, durante la «gestación, «hay que comer por dos» y
a imbuirles la idea de que un niño «gordísimo», orgullo de los papás y los abuelos, no es
necesariamente un niño «sanísimo» y que, por el contrario, el excesivo peso y volumen del
feto dificulta el parto, con graves consecuencias tanto para la madre como para el nuevo ser,
que ha de realizar un esfuerzo terrible para llegar al mundo.
En verdad, la alimentación crudívora resulta algo incompleta y parece estar más
indicada para un tratamiento depurativo, remineralizante y reconstituyente que como dieta a
seguir perpetuamente con su monotonía agobiante y su carencia de muchos aminoácidos
esenciales para nuestro organismo.
2.° Los «vegetarianos». Algo menos rígidos que los partidarios del sistema anterior, los
vegetarianos propiamente dichos optan por una alimentación procedente, exclusivamente, del
reino vegetal, pero no rehúsan someter los productos (o, por lo menos, algunos de ellos, como
hortalizas y legumbres, etc.) a cierto tipo de preparación, que puede ser el asado, la cocción al
vapor o en mínimas cantidades de agua o cualquier otro procedimiento sencillo, eliminando
los guisados y fritos. No excluye la adición de algunas hierbas aromáticas, como el laurel, el
orégano, el romero, etc., pero sí el de las especias, tales como la pimienta, la nuez moscada u
otras de tipo análogo.
Estos dos criterios vegetarianos coinciden en emplear como bebida, exclusivamente, el
agua pura y los zumos de fruta o vegetales, naturalmente no fermentados. Los vegetarianos
aceptan, de buen grado, las infusiones de algunas hierbas, excepto té y café. Unos y otros
rechazan el uso del tabaco.
3.° Los «lacto-ovo-vegetarianos». Son los que adoptan, dentro de las doctrinas
naturistas, la posición menos radical, más contemporizadora. Unen a los vegetales crudos o
sencillamente preparados, huevos y leche, de procedenciaanimal, por considerarlos
aportadores de los aminoácidos imprescindibles para el armonioso funcionamiento del orga-
nismo humano. Con la leche aceptan, asimismo, sus derivados: mantequilla, yogur, nata y
quesos no fermentados.
Esta tendencia parece ser una de las mejor aceptadas, por contener todos los principios -
hidratos de carbono, grasas y proteínas- necesarios para nuestra subsistencia, es decir, lo que
nuestro organismo exige para el normal desenvolvimiento de sus funciones. Entre los
mantenedores de este criterio se encuentran insignes figuras mundiales de la medicina natural.
La adopción de este sistema de alimentación permite gran variación en la preparación
de platos y no cansa ni aburre a la persona que se somete al régimen, con la monotonía
agobiante de los dos anteriores que, a la larga, puede provocar fastidio, inapetencia y
convertir la hora de la comida en un suplicio o en una desagradable obligación.
Vistas las tres posturas principales de los naturistas en el aspecto de la alimentación,
veremos ahora las razones en que se apoyan para la exclusión de la carne como producto
destinado a la nutrición del ser humano.

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Ante todo, ni la contextura física ni la dentadura del hombre corresponden a la de un
animal carnívoro, por lo cual resulta antinatural que se nutra de alimentos no vegetales.
Análogamente, sus jugos digestivos carecen de la acidez necesaria para digerir la carne y es
sólo por el hábito que el estómago se adapta a esa función, aumentando la acidez de los jugos
gástricos. Incluso parece ser que un hombre que no haya ingerido nunca carne, al hacerlo por
primera vez, experimenta una especie de intoxicación semejante a la alcohólica. Es sólo el
hábito lo que permite comerla diariamente, sin sufrir molestias aparentes.
Por otra parte, el ya citado autor, Manuel Lezaeta, hace hincapié en el hecho de que, la
descomposición de toda sustancia cárnica produce toxinas mucho más peligrosas que las
procedentes de la descomposición vegetal. Naturalmente, no es aconsejable comer fruta en
precarias condiciones, pero sí mucho menos peligroso que la ingestión de carne en
putrefacción. Y toda carne muerta ya ha iniciado ese proceso. Y añade: «Más perjudicial que
todas las carnes es el caldo de carne o ave, pues constituye un producto excrementicio
análogo a la orina; la orina es el lavado de la carne viva del cuerpo y el caldo es el lavado de
los despojos cadavéricos de un animal que ya ha empezado su descomposición». Indica que
las carnes no disuelven en el agua las albúminas que contienen, sino los humores del desgaste
orgánico del animal. Es decir, carecen de todo principio alimenticio, abundando, en cambio,
en productos de elevada toxicidad.

Habituación gradual

La inmensa mayoría de los habitantes de los países civilizados estamos habituados,


desde niños, a una alimentación mixta de carnes, aves, caza, pescado, huevos, embutidos, sa-
lazones, etc. Nuestro organismo se ha acostumbrado a ella y, aparentemente, no parece
causarnos ningún trastorno. Pero, sin duda, se trata de un tipo de nutrición erróneo, puesto que
nuestra economía se carga de productos de desecho. Por otra parte, el estómago se ve
obligado a un laboriosísimo proceso digestivo, en el que derrocha energías que podrían ser
utilizadas en forma mucho más beneficiosa para el armonioso funcionamiento del cuerpo.
Pero pasar, sin transición, de la alimentación habitual -en la que es de suponer abundan
las carnes, la caza, los embutidos, los pescados, las especias, el alcohol, el café, etcétera- a
una alimentación crudívora, es francamente imposible y el hacerlo implica graves peligros.
De acuerdo con el dicho popular, tal vez «sería peor el remedio que la enfermedad».
Ya hemos dicho que los auténticos naturistas consideran la alimentación a base de
vegetales crudos como el ideal y sólo admiten a regañadientes las otras dos posiciones,
aceptándolas como -«mal menor».
Sin embargo, se ha de tener presente que un cuerpo, habituado durante años y años a la
ingestión de carnes, de pescado, mariscos, a facilitar sus funciones digestivas con alcohol y
café, no puede pasar en un solo día a la abstención total y alimentarse exclusivamente de
frutas y ensaladas.
Adriaen Vanderput, el famosísimo «Dr. Vander», autor de gran número de
publicaciones extraordinariamente documentadas sobre medicina natural, expone un sistema
gradual para el paso de una alimentación a otra, en el curso de un mes, en forma suave y
paulatina. Esto da lugar a que el organismo se habitúe al nuevo tipo de nutrición, sin cambios
bruscos y no se produzca el menor trastorno en sus funciones.
Asegura el citado autor, y es completamente aceptable desde todos los puntos de vista,
que una persona normal puede pasar en un solo día de su tipo de alimentación usual a la
«lacto-ovo-vegetariana». Sin embargo, ciertos individuos temen la «debilidad» que esto
pudiera ocasionarles; y como ya es conocida la influencia de la mente en los fenómenos fí-
sicos, es muy posible que se sientan realmente «débiles», agotados e incapaces de realizar su
trabajo habitual. En este caso resulta aconsejable permitir, durante la primera semana, el
consumo de carne en la comida del mediodía, tomando en la cena un par de huevos. Se
suprime el alcohol y el vinagre y se procura reducir, al máximo, el uso del tabaco.
Durante la segunda semana, se sustituye la carne del almuerzo por la de ave o,
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preferentemente, pescado; huevos para la cena, se elimina o disminuye el té o el café y se pro-
cura empezar a reducir la cantidad de sal.
A. partir de la tercera semana se disminuye la cantidad de pescado a carne de ave a 50
gramos en la comida del mediodía y se continúa tomando huevos para la cena.
Llegados a la cuarta semana ya puede seguirse, rigurosamente, el régimen «lacto-ovo-
vegetariano», es decir, una alimentación básicamente vegetal, a la que se añade huevos y
leche y sus derivados. Es conveniente tomar frutas secas, oleaginosas, de gran valor calórico.
Es posible que el neófito en la vida natural, aquel que da en ella sus primeros pasos,
experimente, durante los primeros días, una ligera desazón, puesto que siente la necesidad de
los excitantes antinaturales a que estaba habituado: carne, alcohol, café, tabaco, etc. Pero si ha
aceptado, en forma integral, la doctrina naturista, si la sigue con pleno convencimiento, si
baña su cuerpo en agua fría, en aire, en luz
y en sol, recibirá los estímulos necesarios para el normal desenvolvimiento de sus
funciones vitales y verá aumentar su resistencia y su salud.
Un factor muy importante para lograr el máximo rendimiento de las sustancias
nutritivas es una correcta y prolongada masticación. En la saliva se encuentran fermentos que
inician la digestión, especialmente de la complicada molécula de las féculas, que se
desdoblan en azúcares, mucho más sencillos y de más fácil transformación para el estómago,
al que se ahorran innecesarias fatigas.
Con los temas hasta ahora tratados damos por concluida la primera parte de esta obrita.
Hemos dado un rápido vistazo al mundo de la vida vegetariana y natural y conocemos los
puntos clave de la conservación de la salud: aire puro, agua, sol y una alimentación natural.
Dedicaremos la segunda a un breve resumen sobre la aplicación de las doctrinas naturistas en
la conservación de la salud y a su aplicación en casos de enfermedad.

Medicina natural

La Medicina se define como la ciencia y arte de prevenir y curar las enfermedades del
cuerpo humano. Entre sus múltiples ramas nos ocuparemos de las dos que nos resultan
esenciales:
I) Medicina profiláctica o profilaxis, que tiene por objeto prevenir la aparición de
enfermedades, y
II) Medicina práctica o terapéutica, que entra en escena cuando no ha sido
utilizada o ha fracasado la anterior, y se ocupa del correspondiente tratamiento, cuando el
organismo ha sido atacado por la enfermedad.
Sabemos que, en cualquier caso, «es mejor prevenir que lamentar». Preservar es
preferible a tener que curar, y el principal objetivo de las doctrinas naturistas -eminentemente
profilácticas- es el de proporcionar al cuerpo humano tal riqueza de defensas que resulte capaz
de rechazar los ataques que atenten contra su equilibrio y bienestar.
Dado que muchas veces, y pese a nuestra mejor voluntad y a cuantos medios hayamos
puesto en práctica para evitarlo, la enfermedad puede hacer su aparición, la terapéutica coloca
a nuestro alcance los elementos necesarios para la recuperación de la salud.
La medicina natural, en ambas ramas, excluye los productos procedentes de una
elaboración farmacéutica y se limita al empleo de los agentes brindados, a manos llenas, por la
propia Naturaleza.
Estos agentes son los que nos han ocupado en las páginas anteriores: aire puro, agua,
luz, sol y una alimentación sana y sencilla en la que, salvo una remisa y condicionada
admisión de huevos y lacticíneos, no figuran más que productos procedentes del reino vegetal.

I Medicina natural profiláctica

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Aunque la ciencia médica en general, hace ya un par de siglos, otorga un especial
interés a la profilaxis en sus más variados aspectos (vacunas, asepsia, antisepsia, higiene, etc.),
es la medicina natural la que enfatiza la importancia de las reglas higiénicas y un régimen de
vida sano y acorde con la Naturaleza, como medio para la preservación de las enfermedades.
Una existencia de este tipo puede iniciarse en cualquier momento. El organismo suele
reaccionar muy favorablemente, liberándose de sus achaques y previniendo nuevas recaídas.
La mayoría de los naturistas son antiguos enfermos que lograron la curación de sus dolencias.
Nunca es tarde para empezar. Pero es indiscutible que el ideal lo constituye una vida natural
desde sus comienzos, desde que se forja en la oscuridad del seno materno y llevada, a través
de todas las edades, hasta la senectud.
Daremos una rápida ojeada a los más destacados efectos del naturismo y vegetarianismo
en las épocas-claves del ciclo vital humano.
a) La gestación. Desde el preciso instante de la concepción, el óvulo fecundado que dará
origen al nuevo ser, a través de las fases de embrión y feto, es algo «vivo», cuya existencia
está indisolublemente ligada a la de la madre, de la que recibe todos los elementos
imprescindibles para su desarrollo. Es por lo tanto lógico que del estado de salud materno
dependa el del nuevo ser que se está formando en sus entrañas. El normal desarrollo del
embrión y del feto es importantísimo para toda la existencia ulterior, tanto en la vida
intrauterina como en la extrauterina, desde el principio hasta el final.
Cuando una mujer se halla embarazada y es visitada por el tocólogo, recibe una serie de
indicaciones y consejos. Se le señala la conveniencia de suprimir, o reducir al mínimo, el
consumo de licores, vino, tabaco, café, etc. Se le aconseja moderado ejercicio al aire libre,
algún tipo de gimnasia especial, largas caminatas por bosques y jardines, una alimentación
sobria y sencilla, preferentemente de tipo vegetal, con abundancia de frutas y verduras frescas,
exclusión de grasas de difícil digestión, de especias, etc. Una vida serena, llena de placidez.
Ropas holgadas, con supresión de fajas, ligueros, ligas que ejerzan la mínima presión. Nulas o
limitadísimas cantidades de medicamentos...
Para ello no es preciso que el especialista sea un naturista convencido. Incluso el médico
que sienta el mayor escepticismo en este aspecto, señala a la futura madre un plan de vida y un
régimen alimenticio completamente natural.
Esto se debe a los beneficiosos efectos que una vida y una alimentación adecuada tienen
sobre la madre y sobre el hijo que aún ha de nacer. El ejercicio moderado y la dieta vegetal
impiden el excesivo desarrollo del feto, y facilita el trabajo del parto para los dos
protagonistas, la mamá y el bebé, y suprime, en gran parte, el riesgo que implica cualquier
intervención quirúrgica, aplicación de fórceps o cesárea.
Sería contraproducente iniciarse en las prácticas naturistas en los primeros meses de
gestación. Pero la mujer que, con anterioridad a la gravidez, se halla acostumbrada a la acción
de los agentes naturales sobre su organismo (baño de aire y de sol, duchas frías, etc.) no
necesita suprimirla, ya que no sufrirá el más mínimo trastorno. Por el contrario, resultará
beneficiada. Recuérdese que ni el embarazo ni el parto son «enfermedades», sino procesos
absolutamente fisiológicos y normales, que sólo pueden resultar favorecidos por un régimen
de vida higiénico y natural.
b) La primera infancia: el «bebé». El niño, desde su nacimiento, ha de hallarse en
contacto con la Naturaleza: con el aire y el agua, con la luz, con el sol. Es tan importante para
él como la alimentación y los cuidados maternales.
Naturalmente, esto no significa que haya que incurrir en exageraciones y exponer a un
recién nacido a la acción directa de los rayos solares, en pleno mes de agosto en un clima
meridional. No hay que dejarlo desnudo ante una ventana abierta, en una localidad norteña y
en lo más crudo del invierno. Serían imperdonables errores que habrían de pagarse al precio de
la vida del bebé.
Pero no es aceptable el atrincherarse en la opinión contraria y mantener al pequeñín
dentro de la simbólica «campana de cristal», como desearían muchos padres y, sobre todo,
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muchos abuelos.
Ante todo, el temor a que el niño se resfríe o contraiga una pulmonía, no debe inducir a
obligarle a respirar la viciada atmósfera de una habitación, cerrada a piedra y lodo y
sobrecargada de calefacción. Por el contrario, es mucho más fácil que atrape cualquier
enfermedad ahí, en ese ambiente, saturado por todos los microorganismos introducidos, pre-
cisamente, por los adultos que quieren defenderlo de ellos, que en plena calle, al aire libre,
donde el viento barre las impurezas y actúa el sol, el más poderoso de los germicidas.
El pequeño no ha de llevar sobre su cuerpecillo una sobrecarga de ropa, ni como
vestuario, ni en la cuna. En contra de lo que la inmensa mayoría de la gente afirma, un recién
nacido acusa más trastornos por efecto del calor que del frío. Parece óptima una temperatura
ambiente de 17° 18° C, siempre que la criaturita pueda producir por sí misma el calor que
precisa para su economía, mediante sus libres movimientos, no entorpecidos por fajas,
camisetas de lana ceñidas, un exceso de mantas en la cuna bien sujetas por imperdibles, etc., y
se halle en condiciones de pernear y agitarse libremente.
Es conveniente que el niño salga a la calle y respire al aire libre desde los primeros días
de su existencia. No hay que asustarse de los rigores caniculares ni del frío invernal. En cuanto
la madre se haya recuperado del parto (a los cinco o seis días) debe sacarlo a dar su primer
paseíto. Muy breve los primeros días, eligiendo las horas en que el clima se muestre más
benigno (ni excesivo frío ni excesivo calor), ha de irse prolongando, paulatinamente, hasta
lograr mantenerlo al aire libre el mayor número de horas posibles. Parece que estas salidas al
mundo exterior influyen, en forma muy beneficiosa, tanto en su salud física como en su desa-
rrollo mental. Un cochecito con capota, que lo proteja del sol y de la lluvia o, incluso, de la
nieve, basta para defenderlo de todas las inclemencias atmosféricas. El ritual del paseo
cotidiano puede ser una molestia para la madre, pero la salud del pequeño la compensa con
creces.
En los meses primaverales y veraniegos, el cuerpo del niño recibirá inmejorables efectos
del baño de agua, expuesta al sol hasta lograr una temperatura adecuada. No resulta difícil.
Basta disponer de uno de esos casi olvidados baldes de zinc, ya que su plancha metálica
absorbe mucho más calor que los modernos recipientes de plástico y el agua adquiere con
mayor rapidez la temperatura conveniente.
El cuerpo del niño, debidamente protegida la cabeza, también puede ser expuesto a la
acción de los rayos solares, a partir de muy poco tiempo después del nacimiento. Exposición
brevísima al principio, que irá alargándose en duración, conforme la piel se vaya curtiendo.
En cuanto a la alimentación del bebé, es evidente que el médico naturista sólo puede
aceptar una: la lactancia materna o su sucedáneo, la nodriza. Respecto a la primera, en los
últimos años se ha producido un curioso fenómeno: actualmente son pocas, poquísimas, las
madres que amamantan a sus hijos. Son numerosas las que renuncian voluntariamente a esta
función, pero también son muchas las que, pese a sus deseos, no la pueden cumplir. Cada vez
se hace más elevado el porcentaje de mujeres en las que el flujo de leche resulta escaso o nulo.
La cosa parece incomprensible. Todas las hembras de los mamíferos ven instaurarse la se-
creción láctea al cabo de unas horas o unos pocos días después del parto. ¿Por qué es una
excepción el ser humano? La respuesta está clara: el régimen de vida y alimentación
completamente antinatural de la mujer actual. Esta tesis, sostenida por la medicina natural,
resulta muy verosímil y demuestra los efectos que sobre la fisiología humana tiene nuestra
moderna forma de vivir. Esta alteración redunda en perjuicio del nuevo ser, que en la leche
materna tiene su mejor alimento y sus mayores garantías para preservarse de muchas
enfermedades, sobre todo del aparato digestivo.
El pediatra indicará a qué edad puede iniciarse la administración al pequeño de zumos
de fruta y qué tipo de fruta es el más indicado. La tendencia actual es la de empezar muy
pronto, puesto que en las frutas se encuentra una verdadera riqueza en vitaminas y sales
minerales, imprescindibles para el armonioso desarrollo del bebé.
c) La segunda infancia: el niño. Englobaremos en este apartado al niño desde que da sus

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primeros pasos (cosa que suele suceder alrededor del primer año de vida) hasta que se inicia el
complicado y laborioso cambio de la pubertad, esto es, alrededor de los diez a doce años.
En realidad, pese a la enorme diferencia de su aspecto, las exigencias de un pequeñuelo
de un año, que escasamente balbucea unas sílabas y se mueve con cómica torpeza, son
sustancialmente las mismas que las del ágil y avispado chiquillo que juega a la pelota y está
empezando su bachillerato. A estas edades el niño necesita... pues lo mismo que todo ser
humano: aire puro, agua, luz y sol y una alimentación adecuada. Todo ello en mayores
cantidades que el adulto, dado que se trata de un organismo en plena evolución que, además de
todas sus otras actividades, está empeñado en una rudísima tarea: la de construirse a sí mismo.
Ha de desarrollarse en peso y estatura, ha de ir «reajustando» sus órganos internos a las nuevas
exigencias del cuerpo, ha de poner en acción mecanismos nuevos que, en un futuro, entrarán
en funciones.
Piénsese un momento en la dureza y dificultad de esta labor. Precisa hacer un gran
acopio de energías que ha de tomar del medio ambiente y asimilar a su organismo. Esto sólo
ya indica la absoluta necesidad que tiene el niño de ese inagotable manantial de vida que es el
sol, de una alimentación sana, fácilmente digerible y escasa en productos residuales. Necesita
el aporte de vitaminas y sales minerales que le ofrecen las verduras, hortalizas y frutas. Y
necesita, sobre todo, aire puro que llene sus pulmones de oxígeno y se difunda por todo su
cuerpo, hasta los más recónditos órganos. Precisa espacio y libertad para correr, para saltar,
para poder moverse. En resumen: exige una vida natural.
Cualquier niño es más feliz en el campo, en la montaña, en la playa, que en el asfalto
gris de una ciudad. El niño es un ser elemental, primitivo, que siente, por instinto, los lazos
que lo ligan a la Naturaleza. Sabe, de una forma inexpresada y subconsciente, que hundidas en
nuestra madre tierra se encuentran las raíces de la vida.
d) La pubertad. Entre los doce y los catorce años (término medio aproximado, sujeto a
variaciones debidas al clima, al medio ambiente, la alimentación o, también, a características
de tipo individual) se inician en los niños una serie de acusados fenómenos que, en muy corto
espacio de tiempo los llevan a convertirse en un hombre o una mujer. Hasta el momento, la
diferencia -física y mental- entre ambos sexos era escasa y sólo la acentuaba la educación, el
vestuario, las costumbres, el trato familiar, destinados a dar «feminidad» a la niña y hacer un
«varoncito» del chico. Ahora entran en funciones unas glándulas que, hasta entonces, se
habían mantenido en estado latente, en reposo casi absoluto: los testículos o los ovarios,
determinantes de todos los caracteres sexuales, principales y secundarios. A ellas se deben,
además de las facultades reproductoras, otra serie de fenómenos: el que apunte el bozo y
adquiera tonos graves la voz de los muchachos, se redondeen los senos de las chicas, aparezca
y se distribuya el vello en determinadas regiones del cuerpo de forma diferente en ambos
sexos, etc.
Física y mentalmente, la adaptación a este nuevo aspecto de la vida presenta grandes
dificultades, tanto para la hembra como para el varón. Si no tan clamoroso como el «cambio»
femenino -del que puede establecerse exactamente el día-, el femenino, más paulatino, no deja
de presentar trastornos, que se han de superar. Nunca como durante esta fase de su existencia
el hombre o la mujer en ciernes necesitan el contacto con la Naturaleza, saturarse de energía
vital, para compensar el tremendo desequilibrio que se produce en el organismo. Chicos y
chicas deberían pasar esta época en pleno campo, libres de cuidados y preocupaciones,
dedicados exclusivamente a reorganizar la revolución que ha estallado en su interior.
Por desgracia, en nuestra sociedad actual, este momento crítico se suele complicar con
un nuevo problema: la entrada en el mundo laboral o la agudización de las tareas escolares,
paso del bachillerato elemental al superior.
En vano se han alzado en muchos países civilizados voces clamando contra lo que se
considera un verdadero atentado contra la integridad física y mental de los muchachos. En
todas o en la mayoría de las naciones, la costumbre sigue siendo ley: exigir del muchacho o de
la chica el doble esfuerzo de adaptarse, al mismo tiempo, a los cambios que se producen
dentro y fuera de él, en su propio organismo y en el medio ambiente. Pasar de niño a hombre o

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mujer y, al mismo tiempo, a un ritmo diferente de vida: de la escuela al trabajo o a unos
estudios mucho más serios y comprometidos.
Los padres, durante este período, tienen el deber inexcusable de ayudar a sus hijos.
Darles oportunidad de aumentar sus energías, poniéndoles en contacto con la Naturaleza,
alimentándolos de una manera racional, que no someta su aparato digestivo a trabajos
forzados, permitiéndoles o, incluso impulsándoles, a unas actividades deportivas que liberen
su mente de preocupaciones y fortifiquen su cuerpo. Proporcionarles la mayor cantidad
posible de «vida natural». Quizás esto constituya un verdadero sacrificio económico para
algunas familias; tal vez el chico se retrase un año en los estudios, pierda un curso. Pero una
cosa y otra carecen de real importancia ante la seguridad de que el niño va a atravesar, sin
excesivos trastornos, ese difícil trance de la pubertad y se va a convertir en un adolescente
sano, normal y equilibrado.
e) La adolescencia. Ya se ha cruzado, salvando todas sus asechanzas y peligros, ese
puente que enlaza al niño con el hombre: la pubertad. Pero el ser humano aún no puede ser
considerado un adulto. Le queda un largo trayecto por recorrer, en el que invertirá unos
cuantos años: la adolescencia. Al llegar a su fin será un hombre o una mujer en toda su
eficiencia y plenitud.
El adolescente de ambos sexos puede aún tener dificultades de orden físico. Su
organismo se encuentra, todavía, en pleno desarrollo -adolescencia significa, precisamente,
crecimiento-, pero se halla cada vez más normalizado y se acentúa la eficiencia en todas sus
funciones. Los problemas físicos pierden sus aristas hirientes y resultan cada vez más
sencillos.
En cambio, también en ambos sexos, se agudizan los problemas de orden psíquico. El
adolescente es emotivamente inestable y, por lo general, no sabe lo que quiere, ni a dónde
dirigirse ni por qué senda llegará a destino. Es la época de las contradicciones, de las crisis de
melancolía alternantes con otras de entusiasmo desaforado. Es la época de la generosidad sin
límites y del más profundo egoísmo. Muchas veces el chico o la muchacha no logran estar de
acuerdo ni con su propio «yo». Quieren huir del ambiente que les rodea y buscan un refugio en
un mundo distinto. Y, lamentablemente, éste puede ser el de la delincuencia, elde la
prostitución, el del alcohol, de la droga, del vicio. En otros casos se enfrenta con la
autoaniquilación. La adolescencia ofrece un elevado número de suicidas, la inmensa mayoría
por problemas de orden social y psíquico. Desadaptación al medio ambiente, fracasos
escolares, sensación de impotencia ante la vida.
Hay algo que puede ayudarle, en forma muy eficaz, a superar esas tinieblas y ese
desajuste mental. Una vida en pleno contacto con la Naturaleza. Es difícil mantenerse an-
gustiado ante la belleza de un mar, en calma o en borrasca, frente a la majestuosidad de unos
picachos coronados de nieve, bajo un cielo intensamente azul, sintiendo la caricia del sol o de
la brisa en nuestra piel, respirando un aire embalsamado por el aroma de los pinos.
De antiguo se conoce la relación existente entre el bienestar físico y la serenidad mental,
que ejercen influencia mutua. Todos sabemos que un disgusto suele dejar sin apetito o provoca
un ataque de hígado; está comprobado que la úlcera de estómago se produce, con elevadísima
frecuencia, en personas sometidas a graves y continuos estados de tensión nerviosa e incluso
investigaciones muy recientes parecen relacionar la angustia, los sinsabores, los fracasos en la
vida profesional o familiar con la aparición de tumores cancerosos. Viceversa, un organismo
sano, convenientemente nutrido, lleva su carga de energía vital a las células cerebrales y las
limpia de inquietudes malsanas y de esos negros cuervos que son las ideas destructoras contra
la sociedad o contra el propio individuo.
Es un error que el adolescente se encierre en la apestada atmósfera de un cine y
permanezca allí, hora tras hora, recibiendo el impacto de las escenas de violencia o de turbia
sexualidad que informan la mayoría de los filmes comerciales de gran éxito. O que pase sus
horas libres en una «boite» o discoteca, en el enervante ambiente hecho de medias luces, de
vapores de alcohol y humo de cigarrillos, excitándose con una dosis de whisky, de baja
calidad y elevado precio, y ese lamentable y triste sucedáneo del amor que son los roces, los
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contactos incompletos, los besos, dados y recibidos sin que medie una chispa de afecto. Todo
ello perturba su sistema nervioso, intoxica su mente y, con bastante frecuencia, lo lleva a un
acercamiento al mundo falsamente atractivo de la droga, la prostitución, el homosexualismo.
La juventud, la adolescencia necesita amplitud de horizontes, libertad, movimiento. No
hallarse permanentemente encerrada en la cárcel de cemento y de piedra que es una gran
ciudad, sino gozar del sol y de la luz, del aire puro, respirado a pleno pulmón, de las caricias
de la brisa, del azote del viento. Incluso lo que en la ciudad resulta fastidioso y molesto -una
llovizna, un aguacero- el campo lo convierte en una delicia; huele a «tierra mojada», los
árboles, todas las plantas, recobran su esplendor y se engalanan con las gotas de agua que
brillan entre las hojas. La Naturaleza sabe convertir en belleza y en productividad lo que
dentro de los límites de la creación humana, en la zona dominada por el asfalto, no es más que
un inconveniente y motivo de malhumor. Y, en consecuencia, perjudicial para nuestro espíritu
y nuestro cuerpo.
Una adolescencia física y mentalmente sana prepara de una forma magnífica al ser
humano para su madurez. En realidad podríamos decir, para ser verdaderamente «un hombre»
o «una mujer», un ser humano en la cumbre de su desarrollo físico y espiritual.
f) La edad madura: el adulto. Un ser humano adulto es aquel que ha completado el ciclo
de su desarrollo y crecimiento, adquiriendo la madurez física y mental.
Muchas veces se ha comparado la existencia del hombre con la hazaña del alpinista que
escala una montaña, llega a la cumbre y desciende por la ladera opuesta. Infancia, pubertad y
adolescencia son las fases de la escalada. La edad adulta corresponde a la conquista de la cima
y la ancianidad es el descenso que conduce al final.
Es lógica ambición humana prolongar, en todo lo posible, la permanencia en la cumbre.
En la edad adulta, antes de que empiecen a manifestarse los primeros signos de decadencia, el
organismo ha alcanzado el punto culminante de energía y capacidad de rendimiento físico;
también mentalmente, el hombre se halla en su plenitud en lo que se refiere a esas facultades
que se han dado en llamar «las potencias del alma» y que son memoria, entendimiento y
voluntad. Es evidente que no podemos evitar la vejez, pero sí podemoslograr la conservación
de las energías, de la vitalidad y alejar el momento en que nuestras fuerzas físicas y mentales
empiecen a fallar. Para ello nada da resultados tan positivos como una vida sana y natural.
Nuestro organismo, en esta fase de la existencia, tiene exigencias más limitadas que las
que tuvo durante su crecimiento pero, indiscutiblemente, precisa una manutención.
Es la época de mayor productividad; el tiempo en el que se trabaja en forma continuada
e intensa, de mayor actividad sexual. Todo ello produce en nuestra fuerza vital un desgaste
que se ha de recuperar. Por lo tanto, el adulto necesita, como lo necesitó el niño y el
adolescente, el entrar en contacto frecuente con esas fuentes de energía a las que tantas veces
nos hemos referido y que la Naturaleza nos brinda a manos llenas: el agua, el aire, el sol.
Con gran facilidad, en nuestras grandes urbes, el adulto lleva una vida artificiosa e
insana. El niño, el joven, de una forma instintiva, busca esos elementos, ese contacto con la
vida natural. Todos sabemos lo difícil que es retener a un muchacho entre cuatro paredes. El
adulto, ya sea por hábito o por obligatoriedad, se hace más sedentario. La jornada laboral de la
inmensa mayoría de las personas transcurre dentro de una oficina, una tienda, un taller, sin
más horizontes que una ventana o una puerta, en el más favorable de los casos. Se trasladan
del hogar al trabajo utilizando cualquier medio de locomoción mecánico y su contacto con la
atmósfera libre -aunque sea la viciada atmósfera de una gran ciudad- es tan escaso que, a
efectos prácticos, resulta nulo. La consecuencia es una pérdida diaria de energía vital, no
compensada por la adquisición de nuevas fuerzas, una lenta intoxicación del organismo, que
va manifestándose en cansancio y puede llegar hasta el agotamiento. En cualquier caso, abre la
puerta a una prematura vejez.
Este mismo cansancio impide que se adopten las soluciones más adecuadas, como
serían, por ejemplo, la de ir al trabajo a pie, dar un largo paseo a la salida de él, destinar los
días festivos a excursiones no motorizadas por las cercanías de la ciudad. Todo ello es fuente
de salud y se renuncia casi sin darse cuenta. Y, sin embargo, tiene tanta importancia que en

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algunos países, donde se toma muy seriamente en consideración la necesidad del ejercicio
físico y del contacto con la Naturaleza, por ejemplo en la Alemania Occidental, los poderosos
magnates de la industria, los más encumbrados financieros, a quienes sus negocios y situación
social someten a un ritmo de vida agotador, se hacen conducir diariamente a puntos algo
alejados de la ciudad, llevando en la maleta de su suntuoso automóvil una bicicleta plegable,
en la que pedalean una hora u hora y media. Dicen las estadísticas que entre los cultivadores
de esta práctica, que se puso de moda hace ya algunos años, han disminuido los infartos y
otras enfermedades que suelen atacar a personas sometidas a una excesiva tensión nerviosa e
intelectual y a un régimen alimenticio sobrecargado de productos de difícil y laboriosa
digestión.
El hombre adulto, como el de cualquier otra edad, precisa una alimentación equilibrada,
rica en sustancias nutritivas y pobre en materias residuales. El bacteriólogo Metchnikoff
atribuyó el envejecimiento prematuro a los bacilos tóxicos dejados en el intestino por la
descomposición de los alimentos. Y es evidente, como ya hemos señalado, que la
descomposición de las sustancias cárnicas es mucho más tóxica que la procedente de las
sustancias de tipo vegetal.
Gayerlord Hauser, el famoso dietólogo americano a cuyos cuidados se han confiado,
para conservar la juventud y la belleza, las más famosas «estrellas» del firmamento de Holly-
wood y elevado número de personalidades del gran mundo internacional, no puede ser
definido, exactamente, como naturista ni vegetariano, puesto que en algunas de sus dietas
incluye carnes y pescados. Sin embargo, la mayor parte de la alimentación por él aconsejada
es de origen vegetal. Sus obras son una exaltación de las virtudes de una alimentación sobria,
sana y sencilla, pues considera que es en el aparato digestivo donde se forja o se destruye la
salud. Y, con la salud, el equilibrio físico y mental del cuerpo, la belleza y la alegría de vivir.
Por lo tanto, vida y alimentación sanas. No deben echarse a perder los mejores años de
la existencia por una falta de atención a estos dos puntos, que son nuestras más perentorias
necesidades. El adulto, para dar lo máximo y mejor de sí mismo, para que su labor sea útil y
no le produzcaun desgaste excesivo, necesita acumular fuerza vital, esa energía cósmica que
sólo se puede lograr con el contacto con la naturaleza. Se ha de procurar que éste sea lo más
frecuente posible. Unas horas de aire y de sol, de ejercicio físico, son mucho más saludables
que las pasadas ante el televisor o la barra de un bar. Una alimentación rica en vitaminas y
sales minerales, mucho más nutritiva que los elaborados platos que nos pueda servir el más
refinado restaurante.
El equilibrio en la vida y la alimentación permite disfrutar plenamente de la existencia
en la edad adulta, prolongar las actividades hasta edad avanzada, aleja la vejez, de la que
disminuye los inevitables achaques y molestias que, sin lugar a dudas, se han de presentar.
g) La edad crítica: menopausia y andropausia. Es curioso observar que en todos los
aspectos de la actividad sexual la mujer es mucho más clara y rotunda que el varón. En ella
pueden determinarse, con rigurosa exactitud, las fechas entre las cuales es apta para la función
reproductora, que se instauran y cesan en determinados momentos de su vida (pubertad y
menopausia), cosa que, prácticamente, no ocurre en el sexo masculino.
Menopausia y andropausia, es decir, el cese de las facultades reproductoras en las
mujeres y los varones, respectivamente, tienen algunas características comunes, mientras en
otras difieren de la forma más absoluta.
La menopausia da origen a dos tipos de trastornos que pueden ser más o menos
acusados en cada caso particular. Unos son de origen físico (tendencia al aumento de peso o,
más raramente, a una acentuada disminución del mismo, irregularidades en el equilibrio
térmico, que produce oleadas de calor sofocante, insomnio, etc.) y otros de orden moral o
anímico: tendencia a la irritación o al pesimismo, sentimientos de culpabilidad, inquietud, etc.
Una auténtica fase depresiva que en determinados casos es ligerísima -hasta el punto de pasar
completamente inadvertida- o puede agudizarse y prolongarse durante algunos meses (incluso
años), dando origen a una verdadera «época crítica», tanto para la mujer como para sus
familiares más cercanos.
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Los trastornos producidos por la andropausia por espacio de muchos siglos no han
preocupado a la medicina. Incluso el propio término con que se la designa es de acuñación
muy reciente. En el aspecto físico, las consecuencias suelen pertenecer a la intimidad de cada
pareja o individuo: impotencia para la relación sexual, por ausencia de erección del miembro
viril. En el aspecto psíquico, en cambio, se acusan con mayor intensidad que en la mujer. El
papel pasivo de esta última en el acto genésico, sumado al hecho de que el cese de la
menstruación no presupone la desaparición de la apetencia ni del goce sexual, la tranquiliza
pronto, mientras en el varón se origina un tajante «no ha lugar», que lesiona su dignidad y su
orgullo varonil. Según los investigadores que se ocupan del problema, el hombre interpreta su
disminuida actividad sexual como una derrota, un fracaso, una ofensa contra su personalidad.
En ambos sexos, son momentos críticos de la existencia, que se han de superar a base de
una vida sana y natural y, especialmente, mediante una alimentación adecuada, sobre todo
procurando no falten en la dieta sustancias ricas en vitamina E: germen de trigo, pan integral,
etc. En el varón parece tener enorme influencia la presencia de vitamina A, cuya carencia
puede determinar una pérdida completa de la libido.
Es lógico pensar que si la edad adulta se ha vivido en una forma saludable, la «edad
crítica», ni en hembras ni en varones, presentará ningún problema. Por el contrario, el or-
ganismo no acusará ningún trastorno y la mente lo aceptará como una cosa natural, irrevocable
y se preparará para una vejez plácida y serena.
h) La ancianidad. Llega el día en que descubrimos, normalmente con cierta desazón,
que en nuestros cabellos empiezan a brillar unas canas, que nuestra piel ha perdido su tersura y
muestra en su tejido el surco de unas finas arrugas, que nuestro organismo acusa una sensación
de cansancio y que no podemos permitirnos ciertos excesos que hasta hace poco tiempo
soportábamos bien. En resumen: que estamos empezando a envejecer.
Afortunadamente, esta transición es gradual. Tan gradual que al propio interesado le
pasa casi inadvertida. Pero no podemos engañarnos. El mecanismo ha entrado en acción y sus
efectos se acusan cada día un poquito más, llevando a nuestro cuerpo, y sobre todo a nuestra
mente, la sensación de que «algo» se está acabando. Y ese «algo» somos nosotros mismos.
Nuestra vitalidad.
Es humano que nos invada un cierto desconsuelo. Pero es absurdo que nos dejemos
abatir por la angustia y desesperación. Nadie ha señalado el fin de nuestra existencia, a plazo
fijo. No sabemos cómo ni cuándo nos llegará el final.
Teóricamente, según hemos indicado al principio, el término medio de la vida humana
debería oscilar entre los 150 y los 175 años. Si en la realidad nuestra existencia es muchísimo
más breve, se reduce a bastante menos de la mitad -en el momento actual el promedio
establecido es de 62 años para los varones y de 65 para las hembras-, es porque la hemos
acortado nosotros, con nuestra forma de vivir irracional.
Y también nosotros somos los únicos responsables de haber convertido la ancianidad en
un infierno, en un espantoso calvario de dolores, puesto que llegamos a ella con un organismo
que jamás ha vivido de acuerdo con las leyes fundamentales para la conservación de la salud.
El ya citado Gayerlord Hauser, doctor en Ciencias Naturales, en uno de sus libros -
ignoramos si se ha publicado en España, pero su título original es «Look Younger, Live
Longer», es decir: «Véase joven y viva largamente»- dice haber conocido y tratado a
«...algunos de los más famosos, los más fabulosos, los más afortunados hombres y mujeres del
mundo y a miles y miles de ciudadanos comunes y corrientes. Ricos y pobres, célebres y
oscuros... Todas esas gentes tienen algo en común. Tienen hambre. Tienen hambre, no de más
comida, sino de más vida. De mejor salud...».
En ello estriba el verdadero y único problema: en esa hambre de más vida y de mejor
salud.
No hay que imaginar, ni un solo instante, que es demasiado tarde, que a buenas horas
ya... El cuerpo de una persona anciana, exactamente igual que el cuerpo de un recién nacido,
puede habituarse paulatinamente a la acción de los rayos solares, al aire, al viento, al agua fría.
A todo lo que constituye una vida natural.

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En lo que hace referencia a la alimentación, la persona de edad avanzada sólo obtendrá
resultados beneficiosos al seguir un régimen vegetariano, puesto que los productos
procedentes del reino vegetal aúnan a su mayor riqueza vitamínica una mayor digeribilidad y
la producción de escasa materia residual, que no representa una sobrecarga para el organismo,
ya fatigado por el peso de los años y la ruda tarea a la que ha sido sometido durante toda su
existencia.
Y, sobre todo, no olvidemos que la edad no es la que señala el calendario. Nada importa
haber nacido en una determinada fecha. Todos conocemos a muchachos que, en realidad, son
verdaderos «vejestorios», por su forma de ser, de vivir, de pensar. Y sin duda tenemos entre
nuestros amigos «ancianos juveniles». Personas que han olvidado su edad y su actitud ante la
vida es la de quien se enfrenta con una aventura maravillosa. «Tout áge a son plaisir»,
cualquier edad tiene sus atractivos, dicen nuestros vecinos galos. Y es una realidad. Con un
organismo sano, a todas las edades se disfruta del don más maravilloso que pueda ser
concedido al ser humano: el goce de vivir.

II Terapéutica natural

Los agentes curativos empleados en medicina natural son los mismos a los que tantas
veces nos hemos referido: el agua, el aire, el sol y una alimentación sobria y sencilla. A ellos
añadiremos algunas plantas medicinales, que pueden ser utilizadas en cataplasma, compresa,
fricciones o infusión.
Es imposible, dentro de los reducidísimos límites de este libro, hacer una exposición
detallada sobre el tratamiento más indicado de las distintas dolencias, por lo que nos limi-
taremos a una ojeada panorámica sobre la acción de cada uno de los agentes citados sobre el
organismo enfermo. Pero, ante todo, hemos de establecer qué es, en realidad, la enfermedad y
cómo y por qué enferma nuestro cuerpo.
En el capítulo «Salud y Enfermedad», ya indicamos que esta última era un concepto
negativo. Es decir: «la falta de salud». Pero ésta es una definición muy vaga que poco o nada
nos aclara sobre ella.
La enfermedad presenta variantes infinitas en sus manifestaciones que pueden ir desde
un ligero malestar -o incluso una normalidad aparente del organismo enfermo- a los cuadros
más espectaculares y dramáticos cuando irrumpe en escena con toda su violencia.
Puede hallarse en estado latente; por ejemplo, un riñón sobrecargado por la labor de
eliminación del ácido úrico, producto final de la descomposición de ciertas sustancias que se
encuentran en la alimentación, empieza a demostrar su insuficiencia enviando a la sangre
ciertas cantidades del citado ácido que, con anterioridad, era totalmente eliminado por la orina.
Aparentemente, el enfermo no acusa ningún trastorno; pero cuando estas cantidades aumentan
se van depositando en las articulaciones y otros tejidos. Un cambio brusco cualquiera, un
descenso en la temperatura o una elevación de la humedad atmosférica, actúan como estimu-
lantes y ponen en marcha los organismos defensivos. Se presenta el dolor, la inflamación en la
parte afectada, tal vez fiebre. La enfermedad se hace visible, porque el organismo intenta
defenderse del ataque de su solapado enemigo.
Otras veces, la enfermedad estalla en forma aguda. La invasión que sufre el organismo
de elementos perjudiciales es masiva, cosa que ocurre con frecuencia en las infecciones
microbianas. El órgano afectado en el primer tiempo, seguido inmediatamente por el resto del
cuerpo, moviliza todas sus reservas y la lucha se presenta en toda su crudeza: fiebre más o
menos elevada, inflamación de los tejidos invadidos, cese o disminución de aquellas funciones
que, en ese momento, pueden resultar secundarias, etc. Es un combate sin cuartel donde habrá
un vencedor y un vencido.
También puede presentarse como enfermedad crónica. El ataque enemigo, en este caso,
es mucho menos violento y, por su parte, el organismo se defiende más débilmente, casi con
apatía. Sólo de cuando en cuando aparece una crisis, como señal de que el cuerpo no ha renun-
ciado al esfuerzo de lograr su curación.

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Vemos pues que todo cuanto hemos expuesto hasta ahora nos lleva a una conclusión: la
enfermedad, en cualquiera de sus aspectos, es la manifestación de la lucha entre el organismo
afectado y su dolencia.
La medicina natural tiende, especialmente, a colocar el organismo en situación de que
sus defensas sean válidas. Sea cual sea el origen de la enfermedad, por distintas que aparezcan
las alteraciones causadas, en el fondo, todas tienen un denominador común: la presencia de
elementos perturbadores y la incapacidad de eliminarlos automáticamente en el momento en
que se crean o se introducen en nuestro cuerpo.
Veamos ahora cómo pueden colaborar en este proceso y nos pueden prestar su ayuda los
agentes terapéuticos naturales. El orden que seguiremos es el mismo que ya hemos empleado
con anterioridad. Ello no significa que demos prioridad a unos sobre otros o creamos se
superan en importancia. En realidad, deben de ser utilizados todos, en un conjunto armónico,
pues todos y cada uno tienen una misión específica y necesaria para recuperar la salud de
nuestro cuerpo.

El aire puro

Por desgracia es una creencia muy extendida -nos atrevemos a decir que casi general- la
de que el enfermo, sobre todo si presenta fiebre elevada o se halla afecto de una afección al
aparato respiratorio, ha de permanecer en una habitación cerrada, sobrecalentada y ha de
hallarse cubierto por la mayor cantidad posible de mantas y edredones.
Hasta cierto punto, lo podemos considerar un error excusable, dado que si se consigue
hacer sudar abundantemente al enfermo se logra una gran eliminación de sustancias tóxicas,
con el consiguiente descenso de la temperatura, desaparición de la rapidez del ritmo cardíaco y
respiratorio y la grata sensación de bienestar que acompaña a estos fenómenos regresivos.
Pero es evidente que el individuo enfermo -y mucho más si la dolencia afecta a las vías
respiratorias- tiene una absoluta necesidad de aire puro, saturado de oxígeno. Por otra parte, la
fiebre puede descender considerablemente si se deja desnudo el cuerpo. Esta es una práctica
muy corriente en las modernas clínicas pediátricas, donde el niño,cuando su temperatura se
eleva en grado excesivo y se temen complicaciones cardíacas o cerebrales, es mantenido
totalmente desnudo e, incluso, se favorece el enfriamiento vertiendo alcohol sobre su pecho.
Lo único que debe ser evitado son las corrientes de aire. Nunca el aire puro en sí mismo.
En las enfermedades crónicas pulmonares (tuberculosis, bronquitis, resfriados, etc.) la
permanencia al aire libre el mayor espacio de tiempo posible es altamente beneficiosa para el
paciente. El aire puro estimula sus naturales defensas y es uno de los factores determinantes de
la curación. Y lo dicho puede aplicarse, asimismo, para cualquier otro tipo de dolencia.

La hidroterapia

Este aspecto de la terapéutica natural resulta algo más complicado. Podríamos decir que
todo especialista, todo experto en esta rama de la medicina tiene sus teorías propias y cada uno
defiende a rajatabla su sistema.
Sin embargo, hay un punto en que todos coinciden: los efectos estimulantes del agua
fría. En el apartado correspondiente a los fundamentos de la hidroterapia, nos hemos referido a
los procesos en que se basan estos efectos: el mayor riego sanguíneo, tanto de los órganos
internos como de la superficie de la piel, que favorece la nutrición de los puntos claves de
nuestra economía y la eliminación de los productos de desecho y las sustancias tóxicas.
En cuanto a la forma de practicar la hidroterapia, existen profundas divergencias.
Algunos tratadistas rechazan, en la forma más absoluta y rotunda, el empleo del agua caliente
y sólo a regañadientes admiten los «baños de vapor», por sus efectos sudoríficos y
purificadores; otros, por el contrario, consideran indicadísimo el empleo alterno del agua
caliente y fría, debido a la acción estimulante del brusco cambio de temperatura sobre el
sistema nervioso, que a su vez influye sobre el aparato circulatorio y favorece las funciones de

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nutrición y eliminación celular en las que se basa todo proceso vital, mantiene o recupera la
salud.
Resulta difícil armonizar entre sí tantas opiniones distintas o tomar partido en favor de
uno u otro autor, porque todos aportan teorías razonables para defender sus argumentos.
Se ha de tener en cuenta, además, que la medicina natural no es la medicina oficial,
sujeta a determinadas enseñanzas y aprendida en determinados textos. La inmensa mayoría de
sus cultivadores son -ya lo hemos dicho y repetido-ex enfermos que en ella encontraron esa
bendición inapreciable que es la buena salud y el alivio y curación a sus achaques y dolencias.
No podemos sonreír escépticamente ante su intransigencia y su apasionamiento. Entra aquí
poderosamente en juego el factor humano de toda persona que, habiendo conocido un sistema
gracias al que ha logrado la salvación de su salud maltrecha, quiere llevar la buena nueva al
mundo y se convierte en un apóstol de sus propias experiencias.
En general, por lo que hemos podido observar a través de la bibliografía consultada para
trazar estas líneas, el médico naturista (o el cultivador de la medicina natural, pues no todos
pertenecen a la clase médica) tiene un criterio poco flexible. Sólo figuras verdaderamente
eminentes -y no podemos permitirnos citar nombres, pues nada se halla más lejos de nuestro
ánimo que ofender a nadie cuyo objetivo sea hacer una Humanidad mejor y la mención de
unos implicaría la exclusión de los otros- se sitúan en una posición ecuánime y francamente
ecléctica. Esto es: la única postura que un hombre sabio puede honradamente adoptar. Dar a
conocer su opinión, pero admitir que también la razón puede hallarse de parte de los otros, de
los que mantienen la teoría opuesta.
Divergencias aparte, la hidroterapia es un elemento importante, importantísimo, en la
terapéutica natural. Se practique como se practique, nunca causará perjuicios ni se derivará de
ella ningún mal.
Por el contrario, los resultados siempre son positivos para la conservación y la
recuperación de la salud.

La helioterapia

El sol es uno de los mejores elementos de la terapéutica natural. Ya nos hemos referido
a las propiedades germicidas de sus rayos ultravioleta, que lo convierten en una poderosa arma
para la lucha contra la infección y que puede actuar directamente, frente a las enfermedades de
la piel o en las dolencias internas, elevando las defensas naturales.
Este proceso se debe, sobre todo, a que la acción de los rayos solares mejora y activa la
circulación sanguínea, con lo que la nutrición y eliminación de los productos residuales de las
células que constituyen todos los tejidos (es decir, el metabolismo celular) se ve enormemente
beneficiado.
Otro de los efectos importantísimos de la acción de los rayos solares se manifiesta en la
conversión de los carotenos vegetales -muy abundantes en la zanahoria, pimiento y, en
general, en todas las partes verdes de las plantas- en vitamina A. Esta vitamina ha sido llamada
«antiinfecciosa», por antonomasia, aunque en realidad no le corresponda exclusivamente a ella
esta función. Todas o casi todas las vitaminas son indispensables para mantener el organismo
libre de infecciones. La acción de la vitamina A se manifiesta, sobre todo, en su acción sobre
los epitelios, y su carencia determina enfermedades de la piel, vías respiratorias y mucosa
bucal, además de trastornos visuales entre los que se encuentran la xeroftalmía (desecación de
la conjuntiva ocular) y la hemeralopía (ceguera nocturna). Las exigencias de vitamina A son
mayores en la mujer embarazada y en el lactante. Ya señalamos que su déficit produce en el
varón adulto una sensible disminución de la apetencia sexual.
La influencia de los rayos solares también se manifiesta en la asimilación de la vitamina
D por parte del organismo. La carencia de vitamina D conduce a la enfermedad llamada
raquitismo. La enfermedad es conocida desde épocas muy antiguas y su descripción fue hecha

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en 1665 por el médico inglés Glisson. Desde entonces se estableció una relación entre el
raquitismo y el clima, pues pronto se pudo observar que era muchísimo más frecuente en los
países del Norte que en las regiones tropicales, y entre los habitantes de las grandes ciudades
que entre los campesinos.
En 1919 se logró la curación de niños raquíticos mediante las irradiaciones de la
lámpara de cuarzo y se pudo demostrar que las propiedades terapéuticas se debían a los rayos
ultravioleta.
El mecanismo de acción de la vitamina D no está aún exactamente determinado. Pero sí
se sabe que esta vitamina es necesaria para la fijación del calcio y el fósforo en los huesos y,
por lo tanto, indispensable en todas las fases del crecimiento.
La exposición a los rayos solares siempre resulta beneficiosa para el enfermo, sobre
todo en las dolencias crónicas, aunque nada contraindica su empleo en las enfermedades
agudas, incluso con elevadas temperaturas. Basta tomar las debidas precauciones para evitar el
enfriamiento del enfermo o el peligro de una insolación.

La terapéutica alimenticia

Ya hemos tenido ocasión de referirnos a los tres tipos esenciales de alimentación


natural: la crudívora, la vegetal y la lacto-ovo-vegetariana.
Todos los autores están de acuerdo en que el hombre enferma debido a la escasez de
defensas que posee su organismo, mal alimentado. Y al decir mal nos referimos tanto a la
calidad como a la cantidad, que puede ser equivocada, por exceso o defecto.
Entre nuestras más arraigadas costumbres está la de alimentar a los enfermos -sobre
todo cuando se hallan afectos de un proceso febril- casi exclusivamente con caldos. Caldos
que pueden ser de carnes o gallina o, en el mejor de los casos, estrictamente vegetales.
Se trata de un gravísimo error. El organismo enfermo, cualquiera que sea su dolencia,
no se halla en condiciones de realizar un laborioso proceso digestivo ni de cargarse de la
enorme cantidad de productos residuales, que habrá de eliminar, que le aportan los caldos
grasos. Y no obtiene el menor beneficio de un caldo de verduras, sometidas a una
sobrecocción que ha destruido toda su riqueza vitamínica y ha convertido al vegetal vivo, con
su fabulosa carga de energía, en una materia inerte, incapaz de aportar el menor beneficio al
organismo.
El enfermo necesita una alimentación que contribuya a la recuperación de su salud,
enfrentándose con esta tarea bajo dos facetas: una negativa y otra positiva.
La faceta negativa consiste en no crear nuevas complicaciones a un organismo que se
halla librando una batalla y se encuentra en el fragor de la contienda. Para ello se le ha de
procurar una alimentación fácilmente digerible, que no comprometa el funcionamiento del
aparato digestivo, que en estas ocasiones se halla empeñado en la muy importante tarea de
organizar su defensa contra la enfermedad. Igualmente ha de ser pobre en materias residuales,
puesto que los órganos de la eliminación se encuentran sujetos a la ruda tarea de expulsar del
organismo las toxinas que se han producido a causa de la enfermedad. El enfermo debe ali-
mentarse; pero no olvidemos que no es lo que se ingiere, sino lo que se digiere, lo que puede
aportarle beneficios.
La faceta positiva es que la alimentación aporte energía vital, nutrición, a unas células
que sufren el impulso destructor del enemigo que se enfrenta con ellas y, en todo lo posible,
posea propiedades curativas.
Estamos habituados a considerar la alimentación bajo el punto de vista exclusivamente
nutritivo y, por lo general, olvidamos las inmensas posibilidades que nos ofrece en este último
aspecto.
Y eso que todos conocemos, por lo menos de oídas, las propiedades de aumentar la
secreción urinaria que tiene el espárrago, la cebolla, el perejil y el apio; las virtudes del ajo
contra las afecciones reumáticas, su eficacia en la expulsión de las lombrices intestinales y su

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acción desinfectante sobre las vías respiratorias; nadie ignora lo beneficiosos que son para los
trastornos hepáticos las alcachofas y el zumo de limón. La lista sería inacabable, pues incluiría
todos los productos de nuestras huertas.
Es importantísimo, ante el ataque de cualquier enfermedad, tener presente el factor
alimentación en estos dos aspectos, para determinar el tipo más aconsejable en cada caso. En
la recuperación de la salud juega un papel importantísimo el régimen alimenticio del enfermo.
Ante una enfermedad aguda, sobre todo si es de tipo infeccioso y va acompañada de una
marcada elevación de la temperatura, parece de elección el régimen crudívoro: frutas frescas,
hortalizas, verduras, zumos de fruta, leche vegetal, horchata de chufas. Este régimen tiene un
alto poder desintoxicante y aporta enormes cantidades de sales minerales y vitaminas.
Practicar, de tiempo en tiempo, una cura como la que acabamos de indicar, es
conveniente para cualquier persona sana, ya que libera el organismo de impurezas. Con mayor
frecuencia, resulta imprescindible a todos los afectos de enfermedades crónicas del hígado,
riñón, corazón, sistema nervioso, etc., y, sobre todo, a aquellos que padecen trastornos de la
piel, como el eccema.
Más tarde, vencidos los momentos de gravedad acusada, se podrá pasar a una dieta más
sustanciosa, que favorezca la recuperación de las fuerzas físicas del enfermo. No se olvide que
se trata de un cuerpo que ha luchado, de un ejército de células que han ganado una batalla.
Pero en sus filas ha habido muchas bajas y han de reorganizar sus formaciones y reparar los
desperfectos.

Las plantas medicinales

Las virtudes curativas de determinadas plantas son conocidas desde la antigüedad más
remota y durante milenios se hallaba reducido a ellas el arsenal terapéutico de que disponía el
ser humano. La medicación por las plantas no ha perdido jamás su vigencia y de ellas se
obtiene, hoy en día, sustancias medicinales que no han logrado sintetizar los laboratorios
mejor equipados y más modernos.
La medicina natural emplea las plantas en las más variadas formas de aplicación y, en
esto, no difiere de la medicina popular. Es curioso observar que, tal vez, éste sea el único
punto de contacto entre ellas.
Veremos los sistemas más frecuentes para la utilización de las propiedades medicinales
de las plantas.
Gargarismos. Están indicados contra el dolor e inflamación de la garganta u otras
dolencias que puedan tenerasiento en la cavidad oral. Se emplea para ellos infusiones, no
excesivamente calientes, de manzanilla, llantén, malvavisco, etc., o bien el zumo de un par de
limones, en un vaso de agua caliente.
Sinapismos. Su empleo se basa en la propiedad de hacer afluir la sangre a la superficie
del cuerpo, descongestionando así los órganos internos. Se utilizan contra las afecciones de los
órganos contenidos en la caja torácica y la cavidad abdominal y en las fiebres acompañadas de
agitación y delirio. Para su preparación es aconsejable la harina de mostaza, suavizada con la
mezcla de harina de linaza.
Cataplasmas. Están destinadas a calmar el dolor, la inflamación y la congestión de un
órgano o zona del cuerpo. Tienen acción calmante y emoliente. Se suele emplear en su
preparación la harina de linaza, la fécula de patata o el almidón. También se utilizan las hojas
de saúco o malva, previamente hervidas en leche.
Baños de asiento. Los baños de asiento, con adición de hierbas medicinales, tienen en
contra su elevado coste, ya que se necesitan unos 500 gramos de la materia vegetal. Se emplea
la manzanilla contra las hemorroides, escozor en el ano e inflamaciones de la vejiga urinaria.
El romero está indicado contra la diabetes y los trastornos de la menopausia.
Compresas. Se preparan con tisanas calientes y se aplican durante una a dos horas a la
parte enferma. El árnica y la caléndula están indicadas contra las contusiones, la menta en caso

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de quemaduras, el nogal contra los eccemas y las úlceras y en general contra todas las
afecciones de la piel, los pétalos de rosa contra las inflamaciones de los ojos y la ruda para
heridas y úlceras rebeldes.
Fricciones. Tienen su indicación en enfermedades de los músculos y las articulaciones.
Se utilizan especialmente las tinturas o aceites de espliego, tomillo y romero.
Infusiones, decocciones o cocimientos, tinturas, maceraciones, etc. Estos distintos tipos
de preparación o extracción de los principios activos de las plantas, no entran en los límites de
este tratado. El lector que desee obtener más amplia información puede hallarla en el libro
Plantas medicinales para su salud, perteneciente a esta misma colección.

Conclusión

Hemos llegado al fin de nuestro breve paseo por el mundo de la vida vegetariana y
natural. Un mundo fascinador, donde todo es armonía, belleza y bienestar corporal, unidos al
equilibrio y serenidad de la mente. Un mundo distinto al que tenemos cada día ante nuestros
ojos, siempre limitado por el asfalto, el cemento y la piedra, que a duras penas nos dejan ver
un jirón de cielo azul. Un mundo donde el aire es respirable, donde brilla el sol, cantan las
aguas y las plantas brotan de la tierra para ofrendarnos su magnífica carga de salud y energía
vital. Un mundo de juventud alegre y sana, sin límites de edad. Un mundo que desconoce el
vicio y donde no tropezamos a cada paso con el lamentable espectáculo de una adolescencia
que se hunde en las ciénagas de la droga y de una Humanidad adulta que la contempla con
ojos impasibles, porque no tiene fuerza ni capacidad para reaccionar. Un mundo de ensueño,
del que nos cuesta salir para volver a la realidad.
Neguémonos a regresar a ella. Todo depende de nuestra voluntad, de nuestra capacidad
para asimilar las enseñanzas que nos brinda la Naturaleza. Podemos hacer distinta esa realidad
en la que estamos sumergidos. Podemos seguir una vida mucho más razonable y natural, más
libre de inquietudes espirituales y de malestar físico. Nunca es tarde para empezar.
Enamorémonos de la naturaleza, de esa vida sencilla, sin artificios, que fortifica nuestro
cuerpo y nuestra mente y nos descubre horizontes insospechados de pureza en nuestra
sociedad actual. Ese amor que sintamos nos será recompensado con creces, porque el agua y el
sol, el aire y el mundo vegetal saben pagar muy buenos dividendos. Son capaces de darnos la
alegría, la salud, la paz y el bienestar.

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