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El Carnicero
-Cariño mío, eres realmente una pluma comparada conmigo. Tendré que
desnudarte con cuidado para no romperte.
Tú también me desnudarás, primero la camisa, después el pantalón. Yo ya
estaré erecto, mi colita asomará por el calzoncillo. También me lo quitarás y en
seguida tendrás ganas de tocarla, de coger el paquete duro y caliente en tus
manos, desearás su jugo y empezarás a menearla y a chuparla y finalmente te la
colocarás entre las piernas y, empotrada en mí, galoparás junto a tu placer hasta
que ambos nos inundemos oh cariño ya sé que esto fermenta en nosotros desde
hace muchos días explotaremos enloqueceremos haremos lo que no hemos he-
cho nunca y lo pediremos de nuevo, te daré mis cojones y mi rabo y harás lo que
quieras con ellos, tu me darás tu conejito y te lo tintaré de esperma y de jugo hasta
que tu luna refleje la noche.
¿Eran éstas las palabras que me transmitía el susurro del carnicero? ¿Por
qué, Daniel?
Era moreno y sus ojos iban y venían como mirlos, y durante algunos
segundos se posaban sobre mí para picotearme con ferocidad.
Ella tenía unos pechos repugnantes como los de mi muñeca Barbie, a la
que yo manoseaba cuando era pequeña. Mi hermano y él se morían por tocarlos,
por supuesto. Quizá ya lo habían hecho. Cada uno con una mano, al mismo
tiempo.
El aire que respiraba bajaba hasta mi ombligo en amargas oleadas. Me
volví boca abajo, fumaba tanto que sentía picor en la punta de los dedos. Ella
extendía y doblaba las piernas y el leotardo se pegaba a su anatomía, a la
pequeña protuberancia entre los muslos con la raja en medio. La batería golpeaba
mi tórax. Yo vigilaba sus ojos para saber si también miraban hacia aquella parte
del leotardo o hacia el escote del jersey, bajo el que sus pechos se columpiaban al
menor movimiento.
Y el muy marrano miraba.
Daniel. Esta tarde quizá iré a casa del carnicero. No te enfades, sólo te
quiero a ti. Pero el carnicero es todo carne y tiene el alma de un niño.
Daniel. Esta tarde iré sin duda a casa del carnicero. Esto no cambia nada,
sólo te amo a ti. Pero el carnicero es un vicioso, no quiero que sueñe mas
conmigo.
Una gota caía con regularidad golpeando algo que sonaba a metal hueco.
Él me soltó el pelo, yo dejé que mi cabeza se inclinara hacia adelante e inicié un
imperceptible balanceo.
Obedeciendo a mis deseos se echó desnudo en el suelo, boca arriba. Con
los extensores gimnásticos le até los brazos a las patas del sillón, las piernas a las
de la mesa.
Ambos estábamos cansados. Me senté en la butaca, le observé durante un
instante, inmóvil y desfallecido.
Su cuerpo me gustaba así, henchido de carne abierta y prisionera,
espléndido en su descarada imperfección. Hombre desarraigado, nuevamente
clavado al suelo, el sexo como un frágil pivote exiliado de las tinieblas y expuesto
a la luz de mis ojos.
Todo debería ser sexo, las cortinas, la moqueta, los extensores y los
muebles; deseaba poseer un sexo en lugar de cabeza y que él tuviera otro en
lugar de la suya.
Deberíamos estar los dos colgados de un gancho de hierro frente a frente
en una cámara roja, atravesados por el cráneo o por los tobillos, boca abajo, con
las piernas separadas, nuestras carnes cara a cara entregadas impotentes al
cuchillo de nuestros sexos quemando como hierros ardientes, abiertos, enhiestos.
Deberíamos estar aullando a la muerte bajo la tiranía de nuestros sexos, ¿qué son
nuestros sexos? El verano pasado, primer ácido, al principio perdí las manos y
después hasta mi nombre, hasta el nombre de mi raza, extraviada la humanidad
en mi memoria entre los saberes de mi cabeza y de mi cuerpo, perdida la idea del
hombre, de la mujer e incluso del animal; investigaba..., ¿quién soy yo? Mi sexo.
Mi sexo permanecía en el mundo, sin nombre, con sus ganas de orinar. El único
lugar en el que mi alma se había refugiado, concentrado, el único en el que yo
existía como si fuera un átomo vagando entre cielo y hierba, entre azul y verde, sin
más sentimiento que el de un puro sexo-átomo, justo, apenas, obsesionado por la
idea de orinar, extraviado, bienaventurado, en la luz, península. de Saint-Laurent,
era un día de verano, o no, un día de otoño, he necesitado una noche y una
mañana para descender de nuevo, pero después, durante meses, cuando orinaba
me perdía, un instante de vértigo y ya esta, me meto entera en mi sexo como en
un ombligo, mi ser está allí en aquella sensación en el centro del cuerpo, el resto
está aniquilado, no me reconozco, ya no hay forma, no hay clasificación, cada vez
es el trip total y todavía, con frecuencia y por un instante, me siento colgada
cabeza abajo en la gran espiral del universo, pero a saber qué valor tienen estos
instantes, luego me digo «Es verdad ¿quién soy yo?», y «¡Vaya, qué hermoso es
el mundo, con todos estos racimos de uva negra, qué agradable es vendimiar al
mediodía, con el sol prendido en las uvas y en los ojos de los vendimiadores, las
cepas están torcidas, cómo me gustaría orinar en un extremo de la hilera!». Uno
tiene el cuerpo lleno de toda clase de estupideces como ésta, tan grande es un
bienestar después de este extraño vértigo que, sin embargo, no empieza ya a
echar de menos.
Por suerte no había nadie. Los que me hubieran visto se hubieran apiadado
en seguida de mí, y mi felicidad, llena de esperanza, se hubiera desvanecido. Así
son los demás: no ven la belleza de tu vida, tu vida les parece terriblemente triste
si, por ejemplo, en pleno verano, no estás morena. Quieren que veas, como ellos,
dónde está exactamente la alegría y, si tienes la debilidad de dejarte influir, nunca
más encontrarás la ocasión de dormir solo en un hoyo, desgarrado, durante una
larga y oscura noche.
A cuatro patas imaginaba que era un perro, un gato, un elefante, una
ballena. El sol se alzaba frente a mí, me calentaba el rostro chorreante de sudor.
Las ballenas tienen océanos por moradas y escupen agua para rociarse la cara.
Mordisqueé un poco de hierba a fin de refrescarme. Sin querer me comí también
algunos insectos que corrían por allí.
Pronto reuní las fuerzas suficientes para ponerme en pie. Con las manos
todavía apoyadas en el suelo, despegué las rodillas y arqueé el cuerpo formando
un puente. Cuando me sentí bien afianzada me di impulso con las manos y me
eché hacia atrás, tratando de guardar el equilibrio para no volver a desplomarme.
Me puse en marcha caminando descalza por el borde de la carretera,
pisando la hierba y los guijarros y todas esas cosas tan inimaginables que hay en
las cunetas.
Llegué a una casa rodeada por un seto rebosante de rosas. Corté una, le
arranqué los pétalos a manojos y me los comí. Aunque eran muy finos y delicados,
tenía la boca llena de ellos. El perro guardián se precipitó contra la verja ladrando,
gruñendo y enseñando los dientes. Acabé de saborear la flor y le arrojé el
espinoso tallo.