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Alina Reyes

El Carnicero

Editorial Grijalbo (Colección El Espejo de Tinta)

Escaneo y corrección a cargo de Iqbalram


Alina Reyes (pseudónimo inspirado en el título de una novela de Cortázar) nació en
1956, en Soulac, en el sudoeste de Francia, y actualmente vive entre París y los
Pirineos. Se especializó en la obra de Marcel Schwob. Trabajó como periodista, pero
enseguida la lanzó a la fama la novela El carnicero. La editorial Tusquets le publicó la
novela Satisfaction en su colección erótica La Sonrisa Vertical.

La hoja se hundió suavemente en el músculo y lo recorrió de arriba abajo con


soltura. El ademán estaba controlado a la perfección. La rodaja cayó doblándose
mansamente sobre el tajo.
La carne oscura relucía, avivada por el contacto del cuchillo. El carnicero
colocó la palma de la mano izquierda sobre el enorme entrecot, y con la derecha
siguió cortando la pieza. Sentí bajo mi propia mano la masa fría y elástica. Vi
penetrar el cuchillo en la carne muerta y consistente y abrir en ella una herida
resplandeciente. El acero se deslizó a lo largo de la negruzca mole, la hoja y la
pared brillaron.
El carnicero tomó una a una las rodajas y las arrojó sobre el tajo. Cayeron
con un ruido sordo, como el de un beso, contra la madera.
Con la punta del cuchillo, el carnicero comenzó a limpiar los trozos,
recortando la grasa y estampando sus residuos amarillentos contra la pared
alicatada. Cogió una hoja de papel de estraza arrancándola del fajo que colgaba
de un gancho de hierro, colocó una rodaja en el centro y lanzó otra sobre el tajo.
De nuevo el beso, esta vez más sonoro.
Después se volvió hacia mí con el pesado paquete en la palma de la mano
y lo arrojó sobre el plato de la balanza.
El olor soso de la carne cruda se me subió a la cabeza. Vista de cerca,
iluminada de lleno por el resplandor de la mañana de verano que penetraba por el
largo escaparate, la carne era de un color vivísimo, repugnantemente hermosa.
¿Quién dijo que la carne es triste? La carne no es triste, es siniestra. Permanece a
la izquierda de nuestra alma, nos asalta en las horas más perdidas, nos arrastra
por anchos mares, nos hace naufragar y nos salva; la carne es nuestro guía,
nuestra luz negra y densa, el pozo de atracción en el que nuestra vida se desliza
en espiral, succionada hasta el vértigo.
La carne de buey que tenía delante de mí era la misma que la del rumiante
en el prado pero sin sangre, sin ese río que lleva y conduce tan rápidamente la
vida y del que no quedaban más que algunas gotas como perlas sobre el papel
blanco.
Y el carnicero que me hablaba de sexo durante todo el día estaba hecho de
la misma carne pero caliente, a veces blanda, a veces dura; el carnicero tenía
piezas de primera y de segunda calidad, todas exigentes, ávidas por quemar su
vida, por transformarse en carne. Y así era también mi cuerpo, cuando las
palabras del carnicero encendían el fuego entre mis piernas.

En la pared del fondo de la carnicería había una hendidura que albergaba la


colección de cuchillos para descuartizar, trinchar y picar. Antes de hundirlos en la
carne, el carnicero afilaba su hoja pasándola y repasándola, de un lado y de otro,
a lo largo del cilindro de acero. Aquel agudo rechinamiento me estremecía hasta
las raíces de las muelas.
Detrás del cristal colgaban los conejos rosados, descuartizados, con el
vientre abierto; eran unos exhibicionistas, unos mártires crucificados, sacrificados
para satisfacción de las ávidas amas de casa. Los pollos pendían colgados del
cuello, unos cuellos delgados y amarillos, estirados, traspasados por el gancho de
hierro que mantenía sus cabecitas vueltas hacia el cielo mientras que sus
abultados cuerpos de aves de carne granulosa se desplomaban miserablemente
con la rabadilla, como única fantasía, plantada sobre el agujero del culo como una
nariz postiza en la cara de un payaso.
En el escaparate, expuestos como si fueran objetos preciosos, diferentes
piezas de cerdo, buey, ternera y cordero despertaban el deseo de la clientela. Con
tonalidades que iban del rosa pálido al rojo oscuro, las carnes atraían la luz como
alhajas vivas. Sin olvidar los despojos, los magníficos menudillos, las partes más
íntimas, las más auténticas, las más secretamente evocadoras del difunto animal:
hígados negruzcos, sanguinolentos, blandos, lenguas enormes, obscenamente
rasposas, sesos cretáceos, enigmáticos, riñones de variadas curvas, corazones
entubados de arterias; por no hablar de los que permanecían escondidos en la
nevera: los más repugnantes bofes, esponjosos y grisáceos pulmones para el gato
de la abuela, las contadas mollejas reservadas a las mejores clientas y los
testículos de carnero, traídos directamente del matadero, bien envueltos y
embalados para el festín de un rechoncho y misterioso caballero.
Este insólito y regular pedido no inspiraba, ni al dueño ni al carnicero
-quienes en todo solían hallar pretexto para intercambiar escabrosos juegos de
palabras entre bastidores-, más que silencio.
En realidad, yo lo sabía, los dos hombres creían que el cliente adquiría y
conservaba, gracias a esta consumición semanal de testículos de carnero, una
singular potencia erótica. A pesar de las virtudes que se le suponían a este rito, no
habían caído en la tentación de probar fortuna. Sin embargo, aquella parte de la
anatomía viril tan a menudo ponderada con bromas y comentarios imponía
respeto. Y era evidente que no se podían rebasar ciertos límites sin caer en el
sacrilegio.
Aquellos testículos de carnero no cesaban de excitar mi imaginación. No
había podido verlos nunca, ni me había atrevido a solicitarlo. Pero soñaba con el
paquete fofo y rosa, y con el señor que se lo llevaba en silencio después de pasar,
como todo el mundo, por mi caja (los testículos se vendían a un precio irrisorio).
¿Qué gusto y consistencia podían tener aquellas reliquias carnales? ¿Qué efectos
producirían? Yo tenía tendencia también a otorgarles unas propiedades
excepcionales que no me cansaba de considerar.
Sonrió, fijó los ojos en los míos. Aquella mirada era la señal. Se hundía más allá
de mis pupilas, recorría todo mi cuerpo, se clavaba en mi vientre. El carnicero iba
a hablar.
-¿Cómo está mi pequeña esta mañana?
La baba de la araña tejiendo su tela.
-¿Ha dormido bien mi pequeña? ¿No ha sido la noche demasiado larga?
¿No te ha faltado nada?
Ya está. Volvía a empezar. Era repugnante y, no obstante, dulce.
-¿Había quizá alguien contigo para ocuparse de tu conejito? Te gusta,
¿verdad? Lo leo en tus ojos, yo estaba solo y no podía dormir, he pensado mucho
en ti, ¿sabes?...
El carnicero desnudo sacudiendo su sexo con la mano. Me sentía pringosa.
-Hubiera preferido, naturalmente, que estuvieras allí, pero pronto vendrás,
gatita mía... ¿Sabes? , tengo las manos hábiles... y la lengua larga, ya lo verás. Te
lameré el conejito como nunca nadie te lo ha lamido. Lo sientes ya, ¿a que sí?
¿Sientes el olor del amor? ¿Te gusta el olor de los hombres cuando te dispones a
beberlos?
Más que hablar, resoplaba. Sus palabras se estrellaban contra mi cuello,
chorreaban por mi espalda, por mis pechos, mi vientre, mis muslos. Me tenía
prisionera de sus pequeños ojos azules y de su sonrisa suave.

Ahora el patrón y la carnicera acababan de preparar su puesto en el


mercado cubierto y daban las últimas recomendaciones a los empleados; los
clientes eran todavía escasos. Como cada vez que estábamos solos, el carnicero
y yo, se iniciaba el juego, nuestro juego, nuestro precioso invento para hacer
desaparecer el mundo. El carnicero apoyaba los codos en mi caja cerca de mí. Yo
no hacía nada. Me mantenía erguida en mi taburete alto. Sólo escuchaba.
Y sabía que, a pesar mío, él notaba cómo crecía mi deseo al compás de
sus palabras, conocía la fascinación que en mí ejercían sus frases dulzonas:
-Apuesto a que tus braguitas ya están húmedas. Te gusta que te hable,
¿eh? Te gustaría gozar sólo con palabras... Tendría que seguir diciéndote cosas
todo el tiempo... ¿Ves? si te tocara sería como mis palabras... Por todas partes,
suavemente, con la lengua... Te tomaría en mis brazos, haría contigo todo lo que
deseara, serías mi muñeca, mi pequeña a quien mimar, y tú quisieras que no se
acabara nunca...
El carnicero era alto y gordo, y su piel muy blanca. Mientras hablaba sin
parar jadeando ligeramente, su voz se velaba y se deshacía en susurros. Veía
cómo su cara se cubría de placas rosadas, sus labios brillaban de humedad y el
azul de sus ojos se aclaraba hasta formar una sola mancha pálida y luminosa.
Semiconsciente, me preguntaba si iba a gozar, a arrastrarme con él, si
dejaríamos fluir nuestro placer con aquel raudal de palabras; y el mundo era
blanco como su delantal, como el escaparate y como la leche de los hombres y de
las vacas, como el barrigón del carnicero, bajo el cual se escondía aquello que le
inducía a hablar, a hablar junto a mi cuello en cuanto estábamos solos, jóvenes y
ardientes como una isla en medio de la carne fría.
-Lo que más me gusta es comerles el conejito a las niñas como tú. ¿Me
dejarás hacerlo? Dime, ¿dejarás que te devore? Separaré muy suavemente tus
bonitos labios rosas, primero los grandes, luego los pequeños, meteré la punta de
la lengua y luego la lengua entera, y te lameré desde el agujero hasta el botón, oh
qué lindo botón, te chuparé cariño mío te mojarás, relucirás y no acabarás nunca
de gozar en mi boca como lo estás deseando eh te comeré el culo también los
pechos los brazos el ombligo y el hueco de la espalda los muslos las piernas las
rodillas los dedos de los pies te sentaré encima de mi nariz me ahogaré en tu raja
tu cabeza sobre mis cojones mi cola gorda en tu preciosa boca me vaciaré en tu
garganta sobre tu vientre sobre tus ojos si lo prefieres las noches son muy largas
te tomaré por delante y por detrás gatita mía y no acabaremos nunca nunca...
Ahora cuchicheaba en mi oído, inclinado hacia mí sin tocarme, y ni él ni yo
sabíamos ya nada, ni dónde estábamos ni dónde estaba el mundo. Nos
hallábamos petrificados por un soplo articulado que brotaba solo, tenía vida
propia, un animal desencarnado, justo entre su boca y mi oído.

Con la mano bajo la máquina de picar el carnicero recogía la carne que


salía en largos y finos cilindros apretados unos contra otros, formando una pasta
fofa que se aplastaba en su palma. El carnicero desconectó el aparato y engulló el
montón de carne roja en dos bocados.
Esta tarde escribiré a Daniel.
Daniel. Mi querido amor, mi ángel negro. Quisiera decirte que te amo, y que
mis palabras hicieran un agujero, un agujero muy grande en tu cuerpo, en el
mundo, en la masa oscura de la vida. Quiero este agujero para atarte a mí
(introduciría por él una sólida amarra como las de los barcos en el muelle que
rechinan de una manera terrible en invierno cuando sopla el vendaval), lo quiero
para introducirme en él. Nadar en tu luz, en tu noche de tupido terciopelo, en tus
reflejos de moaré. Ojalá mis palabras tuvieran la fuerza de este amor que me
horada el vientre y me hace daño. Enigma jamás resuelto, extraño imposible,
signo de exclamación que me tendrá siempre al acecho, cabeza abajo, atravesada
por vértigos insolentes. ¿Dónde estás, Daniel? La cabeza me da vueltas, el mar
canta, los hombres lloran y yo voy a la deriva sobre lagos de mercurio, con las
manos extendidas recito para mí viejos poemas de dulces entonaciones. Daniel,
Daniel... Te amo, ¿me oyes? Esto significa: te deseo, te tomo, te rechazo, te odio,
no siento nada por ti, lo siento todo, te como, te trago, te cojo entero, me destruyo,
te hundo dentro de mí, y hago que me penetres hasta la muerte. Y te beso los
párpados y te chupo los dedos, amor mío.

El carnicero me hizo un guiño amistoso. ¿Se había olvidado ya de todo?


Sacó del escaparate un costillar, lo colocó sobre la mesa y empezó a
descuartizarlo. Cogió la cuchilla y separó las costillas ya entreabiertas, después a
golpes secos rompió las vértebras que aún mantenían la carne en un solo bloque.
-¿Le va bien así, señora?
El carnicero se mostraba siempre muy cortés con las clientas, rindiéndoles
con la mirada un atento homenaje cuando no eran demasiado viejas ni demasiado
feas. Le hubiera gustado, sin duda alguna, palpar todos aquellos senos y todas
aquellas nalgas, sobarlos con sus manos expertas como tantas otras hermosas
tajadas. El carnicero vivía para la carne.
Le observaba mientras escudriñaba los cuerpos vestidos de verano con un
deseo apenas disimulado, y lo imaginaba, todo manos y sexo, satisfaciendo sus
ansias. La realización final era el contacto con las carnes frías, con la muerte. Pero
lo que mantenía con vida al carnicero era su deseo, la constante reivindicación de
la carne siempre presente y materializada de vez en cuando por aquel soplo entre
su boca y mi oído.
Y poco a poco, por la magia de un poder más fuerte que mi voluntad, sentía
su deseo convertirse en el mío. Mi deseo que contenía al mismo tiempo el cuerpo
gordo del carnicero y todos los demás, el de las clientas desnudadas por su
mirada e incluso por la mía. De mi vientre brotaba una continua exasperación
hacia todas aquellas carnes.

-Cariño mío, eres realmente una pluma comparada conmigo. Tendré que
desnudarte con cuidado para no romperte.
Tú también me desnudarás, primero la camisa, después el pantalón. Yo ya
estaré erecto, mi colita asomará por el calzoncillo. También me lo quitarás y en
seguida tendrás ganas de tocarla, de coger el paquete duro y caliente en tus
manos, desearás su jugo y empezarás a menearla y a chuparla y finalmente te la
colocarás entre las piernas y, empotrada en mí, galoparás junto a tu placer hasta
que ambos nos inundemos oh cariño ya sé que esto fermenta en nosotros desde
hace muchos días explotaremos enloqueceremos haremos lo que no hemos he-
cho nunca y lo pediremos de nuevo, te daré mis cojones y mi rabo y harás lo que
quieras con ellos, tu me darás tu conejito y te lo tintaré de esperma y de jugo hasta
que tu luna refleje la noche.
¿Eran éstas las palabras que me transmitía el susurro del carnicero? ¿Por
qué, Daniel?

Por la tarde regresaba a mi habitación en casa de mis padres. Intentaba


trabajar en el cuadro que había empezado a principios de verano, pero no
adelantaba nada. Soñaba en la vuelta, en el momento en que por fin se acabaría
la temporada, en recuperar mi dormitorio en la ciudad, a mis amigos de Bellas
Artes y sobre todo a Daniel. Cogía el papel y comenzaba a escribirle adornando
las páginas con pequeños dibujos.
A la mayoría de los estudiantes de Bellas Artes les gustaba pintar sobre
telas inmensas que ocupaban, a veces, toda la pared. Yo deseaba concentrar el
mundo, hacerme con él y meterlo entero en el menor espacio posible. Mis obras
eran miniaturas que había que mirar de cerca y cuyos detalles me costaban
noches y más noches de trabajo. Desde hacía tiempo quería pasarme a la
escultura. Había hecho mis primeros intentos modelando bolas de barro del
tamaño de una uña, pero después de cocerlos, mis objetos tallados con la
precisión de un orfebre no eran más que quebradizas fruslerías que se me
rompían entre los dedos al primer contacto, dejando sobre mi piel sólo un poco de
polvo rosado.
Y leía a los poetas y por la noche repasaba un pasaje de Zarathustra que
trataba del cálido aliento del mar, de sus malos recuerdos y de sus gemidos.
Había conocido a Daniel en casa de mi hermano. Acababan de formar un
conjunto de rock, con aquella chica. Estaba sentada entre los dos en la cama, con
las delgadas piernas ceñidas por un leotardo atigrado y recogidas con los pies
contra las nalgas. Escuchaban música, hablaban de cómics, reían. Su enorme
jersey dejaba adivinar unos pechos generosos. Balanceaba su cabecita de cabello
corto, lanzando palabras con voz ronca. Era ella, la cantante. Daniel la miraba
mucho y yo me enamoré inmediatamente de él. Por lo menos, es lo que creía.
Yo fumaba, bebía café como ellos, pero no decía nada. Se apretaban
contra ella y le ponían de vez en cuando una mano en el muslo.
Yo tampoco escuchaba. La casete chillaba.

Era moreno y sus ojos iban y venían como mirlos, y durante algunos
segundos se posaban sobre mí para picotearme con ferocidad.
Ella tenía unos pechos repugnantes como los de mi muñeca Barbie, a la
que yo manoseaba cuando era pequeña. Mi hermano y él se morían por tocarlos,
por supuesto. Quizá ya lo habían hecho. Cada uno con una mano, al mismo
tiempo.
El aire que respiraba bajaba hasta mi ombligo en amargas oleadas. Me
volví boca abajo, fumaba tanto que sentía picor en la punta de los dedos. Ella
extendía y doblaba las piernas y el leotardo se pegaba a su anatomía, a la
pequeña protuberancia entre los muslos con la raja en medio. La batería golpeaba
mi tórax. Yo vigilaba sus ojos para saber si también miraban hacia aquella parte
del leotardo o hacia el escote del jersey, bajo el que sus pechos se columpiaban al
menor movimiento.
Y el muy marrano miraba.

El calor aumentaba. Era el gran tema de conversación. Cuando el carnicero


salía de la cámara, la clienta le decía: «Se está mejor ahí dentro que fuera,
¿verdad?». Él asentía riendo. A veces, si la mujer le gustaba y no parecía arisca,
incluso se atrevía a proponerle: «¿Quiere que vayamos juntos a comprobarlo?». El
tono de su voz era alegre y festivo a fin de disimular el ardor de su mirada.
Su frase no era del todo anodina. Era frecuente ver salir de la cámara al
dueño y a la carnicera con la cara descompuesta y los cabellos alborotados a los
diez minutos de haber entrado en ella.
Un día en que el dueño no estaba, el carnicero y la carnicera se encerraron
en la cámara. Al cabo de un momento tuve ganas de abrir la puerta.
Entre las hileras de cadáveres de cordero y de ternera que colgaban
abiertos en canal, estaba la carnicera. Se agarraba con ambas manos a dos
enormes ganchos de hierro, como quien viaja en metro o en autobús y no quiere
perder el equilibrio. La falda arremangada y arrollada en la cintura dejaba al
descubierto sus muslos y su vientre blanco con la negra mata que, de perfil,
parecía una mancha con relieve. Detrás de ella estaba el carnicero, el pantalón
caído a sus pies, el delantal arrollado también en la cintura, las carnes rebosantes.
Dejaron de fornicar en cuanto me vieron, pero el carnicero se quedó enganchado
en el abundante trasero dc la carnicera.
Cada vez que una clienta hacia alusión al frío de la cámara, yo veía de
nuevo la escena, la carnicera colgada como una pieza en canal y el carnicero
introduciéndole su excrecencia en medio de un bosque de cadáveres.

La gente entraba con regularidad. El carnicero no tenía tiempo de decirme


ni una palabra. Mientras lanzaba los paquetes en la balanza, me guiñaba un ojo,
mc hacía pequeñas señales.
A causa de aquella historia con la carnicera estuve enfadada con él varios
días, en el transcurso de los cuales rechacé sus susurros en mi oído. Entonces se
puso a hablarme de su aprendizaje en los mataderos. Era duro, muy duro, en
aquellos tiempos estaba medio loco, me decía. Pero no acertaba a explicarlo todo,
y de repente se callaba y una especie de velo gris ocultaba su cara.
Todos los días recordaba aquellos mataderos sin poder describirlos; y se
entristecía cada vez más.
Hacia el fin de semana, a la una del mediodía (el peor momento del día, por
culpa del cansancio, del reciente aperitivo y del ansiado almuerzo), se peleó con
uno de los empleados que regresaba del mercado. Ambos se lanzaron frases
cortantes con voz potente, la cabeza alta y los músculos tensos. El empleado
profirió una injuria y con un amplio ademán, como barriendo a su adversario, entró
en la cámara.
El carnicero estaba rojo de ira como nunca lo había visto. Cogió un gran
cuchillo y dc un salto, con la rabia en sus ojos, siguió al empleado hasta el
frigorífico.
Me precipité hacia él, lo cogí por la mano izquierda llamándole por su nom-
bre antes de que cerrara la puerta detrás de sí.
Era la primera vez que le tocaba. Se volvió hacia mí, dudó por un instante y
me siguió hasta la tienda.
Desde aquel día, le permití reanudar sus susurros. Las evocaciones de
nuestras hipotéticas horas de amor, antes bastante discretas, se habían vuelto
mucho más crudas.

Ensayaban en el sótano de mi casa y casi cada vez subían a verme.


Empecé a vestirme con pantalones de skai muy ceñidos y jerseys que apretaban
mis pequeños pechos. Me pintaba desmesuradamente la boca, rebasando el
contorno de mis labios con el carmín.
La otra también estaba allí, y yo dudaba entre el deseo de agradarle, de
encontrarla guapa y de quererla, y la envidia feroz que me inspiraba. A veces tenía
ganas de empujarla hacia los brazos de Daniel; de ver cómo la cogía por la
cintura, cómo ponía sus labios sobre los de ella; imaginaba los movimientos en
cámara lenta: las dos caras un poco inclinadas acercándose suavemente una a
otra, el contacto blando de las bocas y las lenguas entremezclándose... Pero, en
cuanto sorprendía entre ellos un gesto de complicidad, quería arrancarles los
labios, los ojos, aplastar la cabeza de uno contra la del otro.
Les ofrecía té y charlábamos fumando. Ella, cuando no llevaba el leotardo
atigrado, lucía una minifalda de cuero con medias de encaje y, siempre, una
cazadora negra y unos enormes y extravagantes pendientes de clip.
Daniel dijo un día que los pendientes habían sido inventados para que las
chicas no descubrieran el placer que producían los mordisqueos de los hombres
en sus orejas. Entonces ella se arrancó los clips, se instaló en las rodillas de los
muchachos sentados uno al lado del otro y se hizo morder las dos orejas al mismo
tiempo gritando con voz aguda: «¡Oh sí, sí, me gusta, me gusta!». Y los tres se
rieron mucho.

Yo los miraba con curiosidad y temor, Daniel vivía ahora en casa de mi


hermano. El apartamento era bastante grande y pagaban el alquiler a medias. Yo
no iba casi nunca a su casa.
Daniel y mi hermano se burlaban cariñosamente de mí porque mc quedaba
encerrada pintando cosas minúsculas; me hablaban en un tono protector, como si
fuera la hermana pequeña de ambos, piropeándome cuando me hacía una cola de
caballo para trabajar.
Yo, para morirme de amor como en los viejos cuentos, me privaba de
comer y admiraba día a día en el espejo el dibujo cada vez más acentuado de mis
costillas y la palidez que me daba mi debilidad; tenía vértigos, mi cuerpo era ligero,
era transparente para el mundo.
Y por las tardes me metía en la cama y lloraba contra la almohada
pensando en Daniel, y acababa quitándome las bragas para acariciarme
sumergida en mi dulce tristeza y dándome placer hasta el agotamiento.

Cuando el hombre entró en la tienda bajé inmediatamente los ojos para no


verlo más.
Volví en mí, superé el horror.
El hombre ya no tenía rostro.
Su cabeza no era más que un enorme ántrax, una masa informe sembrada
de bulbos, de edemas, de excrecencias extrañas, de monstruosos forúnculos que
brotaban a varios centímetros de la superficie pustulosa con una profunda
depresión en el centro, verdaderos volcanes de carne.
Sentí cómo mis miembros se quedaban sin sangre. Ante mis ojos
aparecieron unos puntos negros. Se me revolvió el estómago.
Cabeza globulosa, carne humana, ¿quién sabe si no eres hermosa? ¿Y
vosotros, siameses, enanos y gigantes, albinos, policéfalos, cíclopes?
¿Quién podría comprender alguna vez el mundo? ¿Sus tréboles de cuatro
hojas? ¿No era monstruoso el mundo mismo? ¿No éramos nosotros sus
embriones, gloriosos y putrefactos?
Aquella mañana había tirado el ramo de rosas que tuve durante varios días
en mi habitación. En cuanto saqué las flores del jarro, el olor nauseabundo del
agua invadió la estancia. Las rosas eran todavía muy hermosas. Sus pétalos de
colores ya marchitos se deslizaron entre mis manos, formando en el suelo un
pálido haz. Los recogí uno a uno. Eran de una dulzura y de una fineza incom-
parables y sentí ganas de saborearlos, de hacerme con ellos un vestido sensual,
una almohada para soñar; casi no me cabían en la mano, entonces la abrí y los
pétalos cayeron en el cubo de la basura.

El hombre se había marchado pero su fantasma permanecía. El calor se


había hecho más denso. De la cabeza-bulbo colocada sobre el tajo florecía un
manojo de enfermedades purulentas, de lesiones flameantes, de afecciones
malignas. Lenguas duras y violáceas, orejas abotargadas, cuerpos rezumando
gusanos por todos los poros, una mujer extrae de su dedo corazón la cabeza
amarilla de una serpiente, tira de ella suavemente y el animal emerge de su brazo,
los gusanos se retuercen e intentan salirse de la carne, el vientre se abre y las
vísceras hediondas se desparraman por el suelo como un río de barro, el
estómago lleno de gérmenes arroja sus frondosidades en los pulmones, el
corazón brilla, el vientre se llena de agua, es un mar profundo por el que nadan
peces de oro, vagan los peces-gatos, y se oye el glu-glú de las ballenas de
océanos de leche y de cantos de sirena, se ve venir al pulpo cargado de brazos
agazapado en el fondo de las aguas detrás de su roca oscura es el antro genital
en donde están las muñecas rosas de cara cruel, ésta tiene el pelo rizado y sonríe
con dos bocas permanece acostada entre las algas danzantes y seduce a los
tiburones con sus labios-ventosas, su vientre está lleno de cangrejos y de ojos de
peces locos, esa otra flota y se hincha a merced de las corrientes de agua en su
interior se ven olas licorosas arrastrando ramos de olores penetrantes y hela aquí
erguida con su reluciente raja violeta de la que surge muy blanca la rosa abierta.

Estábamos presos en una red de carnes como moscas en una telaraña. De


los escotes de las mujeres, de los pantalones cortos de los hombres, veía colgar
jirones de aquella materia blanda de la que se habían despegado a duras penas
para circular por la calle, por la playa, parecidos al hormigón, a la piedra y a la
arena, a todo lo que no tiene sangre que palpita, corazón que late, sexo que se
hincha. Sus pobres tejidos, su irrisorio bronceado, no bastaban para disimular su
vergüenza. Tenían además que esconderse para cagar, mear, follar.
He aquí por qué algunos se empeñan en cuidar de su cuerpo como de una
máquina, en hacer desaparecer de él toda carne inútil, prefiriendo su carne bien
adiestrada a su cerebro sin músculo.
¡Clientes, clientas de la carnicería, cuerpos de almas frías! ¡Si supierais
cómo os odiaba! ¡Con vuestra eterna afición a la medida exacta, vuestra
despreocupación descarada de personas ociosas, vuestra seriedad para elegir un
trozo de carne, vuestra inquietud en el momento de leer el precio en la balanza,
vuestra condescendencia hacia el carnicero y la cajera!
No habíais inventado nunca como ellos poemas prohibidos que sólo se
recitan en voz baja, durante días y días.
El dueño tenía también su lenguaje secreto que tampoco comprendíais.
Cuando al atenderla, señora, decía en voz alta y muy deprisa: «Esta siora tiene un
bonito tras que lamecularía ya», ¿qué hubiera podido contestar? Sin duda notaría
usted algún peligro, y sentiría tambalearse un poco su seguridad. Pero preferiría
no demostrar nada, señora, porque hubiera significado perder su honor, quebrar
su hermoso caparazón de majestad desencarnada y, sobre todo, verse obligada a
armar un escándalo y a dejar la apetitosa pierna de cordero, si hubiera querido en-
tender que el patrón, su carnicero, usaba públicamente dos lenguajes, el ortodoxo
y el lameculario.

La noche en que regresamos tan tarde del concierto, mi hermano me


propuso ir a dormir a su casa.
Estuve más de una hora dando vueltas en mi pequeña cama del salón
antes de levantarme como una sonámbula, para entrar en la habitación de Daniel,
y acostarme a su lado.
Me tomó en sus brazos, apretándome contra su cuerpo, y sentí cómo su
sexo se endurecía sobre mi vientre.
Se rió al encontrarme allí, desnuda en su cama en plena noche; yo sentía
temor ante el acto a realizar, ante el descubrimiento del cuerpo del hombre.
Quería querer, quería tener a Daniel, y pegaba desesperadamente mi piel a la
suya, mi calor a su calor, y penetró en mí dos veces y por dos veces me hizo daño
y eyaculó.
Ya amanecía. Me fui andando. Cantaba, reía. No había alcanzado el placer
supremo, pero estaba desvirgada y loca de amor.
Me había levantado en la oscuridad y como una gata en la noche me había
dirigido por el pasillo sombrío hacia Daniel, el agujero en el vientre, hacia el
hombre ardiente dormido en la clandestinidad de su cama y los dos animales
nocturnos se habían reconocido fácilmente, me había acogido y estrechado contra
él, yo había tocado su piel y aspirado su olor, él había introducido su sexo en el
mío.
Su sexo en el mío. A mediodía todavía sentía deseo, pero no me había
atrevido a telefonearle. Hasta la tarde no me enteré de que Daniel se había
marchado a pasar las vacaciones con su familia.
Al volver a mi casa aquella mañana devoré tres naranjas, lo recordé todo, y
no pude evitar una sonrisa. Aún no sabía que se iba. Tampoco sabía que se
marcharía muy a menudo y que no volvería casi nunca, que habría tantas esperas,
tan pocas noches y que jamás habría placer.
Miré al carnicero, y tuve ganas de él. Sin embargo era feo, con su barrigón
enfundado en el delantal manchado de sangre. Pero su carne era deseable.
¿Era el calor de este final de verano, los dos meses lejos de Daniel, o las
palabras babosas del carnicero en mi oído? Me encontraba en un estado de
excitación apenas soportable. Desnudaba con la mirada a los hombres que
entraban en la tienda, los veía en erección y me los metía entre las piernas. A las
mujeres que el carnicero y el dueño deseaban, les levantaba la falda, les separaba
las piernas y se las ofrecía a ellos. Tenía la cabeza llena de obscenidades y de
insultos, el sexo me subía hasta la garganta, sentía ganas de satisfacerme con la
mano detrás de la caja pero no hubiera bastado, no hubiera bastado.
Aquella tarde iría a casa del carnicero.
Daniel. Mira cómo estoy, jadeante y miserable. Pon tus manos sobre mi
cabeza, Daniel, que mi ira desaparezca, que mi cuerpo se calme. Tómame,
Daniel, hazme gozar.

Daniel. He intentado pintar un ramo de rosas. No te rías. ¿Cómo plasmar el


color de una rosa, su suavidad, su finura, su delicadeza, su aroma? Sin embargo,
lo deseo, lo intento, le doy vueltas.
¿No somos ridículos queriendo apoderarnos del mundo con nuestras
plumas y nuestros pinceles en la mano derecha? El mundo no nos conoce, el
mundo se nos escapa. Quisiera llorar cuando veo el cielo, el mar, cuando oigo las
olas, cuando me echo en la hierba, cuando miro una rosa. Hundo la nariz en la
rosa y chupo la hierba, pero la hierba y la rosa no se entregan, la hierba y la rosa
guardan su terrible misterio.
¿No te ha chocado nunca la enigmática presencia de las enormes
calabazas en medio de un huerto? Allí están, serenas y luminosas como Budas,
tan pesadas como tú y, ante esta insólita creación de la tierra, te asalta de repente
la duda, gravitas fuera de tu realidad, observas tu cuerpo con sorpresa y palpas
como un ciego. El huerto permanece impasible. Sigue balanceando los lustrosos
tomates y las judías en sus vainas, continúa cubriéndose de oloroso perejil y de
lechugas abiertas y tú suavemente te vas, como un extraño.

Daniel. Esta tarde quizá iré a casa del carnicero. No te enfades, sólo te
quiero a ti. Pero el carnicero es todo carne y tiene el alma de un niño.

Daniel. Esta tarde iré sin duda a casa del carnicero. Esto no cambia nada,
sólo te amo a ti. Pero el carnicero es un vicioso, no quiero que sueñe mas
conmigo.

Te inquietaba, Daniel, el verme sentada en el alféizar de la ventana del


tercer piso.
Llegabas sigilosamente por detrás y me cogías por la cintura para
atemorizarme. Nos reíamos, yo balanceaba por última vez las piernas en el vacío
y me llevabas en brazos hasta la cama. Sucedía cuando estábamos tú y yo solos.
Me acostaba con la cabeza colgando fuera de la cama, veía toda la habitación al
revés, te sentabas encima de mí, ponías las manos alrededor de mi cuello,
apretabas suavemente y el techo daba vueltas.

¿Te acuerdas del día en que fuimos a robar un barco en la playa al


amanecer? No me gusta robar, el alba era desgarradora, yo te quería.

Si voy a casa del carnicero será como matarnos, Daniel. Cuando el


carnicero pase sobre mi cuerpo su cuerpo gordo asesinará tu cuerpo delgado y
firme. Me gustaban tus hombros anchos, suaves y pecosos. Me gustaban tus
cabellos negros y lisos, tus labios finos, tu nariz recta, tus orejas, tus ojos, me
gustaba tu voz, tu risa, me gustaba tu torso y tu vientre plano, me gustaba tu
espalda por donde se paseaban mis dedos, me gustaba tu olor y no me lavaba
para conservarlo en mí, me gustaba atravesar la ciudad para reunirme contigo, las
calles me decían es por allí él está al final la nieve resplandecía y la muchedumbre
se apartaba para dejarme pasar sólo estaba yo y el sol en el cielo los dos en
camino hacia el sótano mágico en donde me esperaba el amor en donde abriría
mis brazos mi abrigo y mis piernas en donde te desnudaría en donde yacerías
junto a mí piel contra piel boca contra boca tus ojos en mis ojos en donde te
recibiría por toda la eternidad me gustaba esperarte Daniel me gustaba tu sexo
que no pude tocar nunca.

Cuando el carnicero esté en mi cuerpo Daniel estaremos muertos nuestra


historia estará muerta y él aliviará mis próximas penas con su hoja muy afilada el
carnicero hendirá mi vientre con su hoja y nosotros nos iremos del vientre en
donde estábamos no tendremos bastante amor en las manos para seguir
tocándonos nos desgarraremos y te lloraré el carnicero hendirá mi vientre con su
hoja lo hendirá y lo hendirá y volverá a hendirlo y lo hendirá otra vez y lo hendirá lo
hendirá hasta llenarme de su leche blanca los ojos me sangrarán Daniel y mi
vientre reirá no te escribiré o sólo una vez más me has abandonado yo te dejaré
porque el ladrón de luna no volverá jamás para coger las estrellas habrá
fantasmas extrañamente iguales a tu rostro vendrán a mi cama y los acunaré nos
lo daremos todo en el transcurso de una noche Daniel Daniel escucha como mi
voz se debilita el carnicero me ha echado desnuda sobre la tabla ha levantado el
hacha mi cabeza va a rodar sobre el tajo ensangrentado no te veré más no te oiré
más el otro me lamerá con su lengua muy fresca el otro me comerá como me lo ha
prometido y ni tú ni yo existiremos estaré bien.

El calor seguía aumentando. El carnicero se había puesto serio y me


miraba fijamente cuando se giraba hacia la balanza. Yo aspiraba cada vez con
emoción los dulzones efluvios de la carne.
Pensaba en mis rosas, a las que no había cambiado el agua y estaban, sin
embargo, tan hermosas. No había logrado su color exacto, el de una antigua y
marchita tapicería de sillón, pero con transparencia, una preciosa gradación que
iba del rosa pálido al marrón claro en el borde de los pétalos.
Ahora me dejaba ir en el aire caliente, mecida por los gestos repetitivos de
la tarea, por la mirada profunda del carnicero. Estaba sumergida en una espera
pasiva; el tiempo y las cosas resbalaban sobre mí; en mi cuerpo había placas
muertas, otras fermentaban atormentadas por una labor secreta.
Alrededor de la gente flotaba un olor a aceite solar y a mar; los hombres
tenían todavía arena pegada al vello de las piernas, las mujeres en la nuca y en la
parte interior del codo, los niños llevaban cubos y palas y helados de vainilla; el
dueño y el carnicero se afanaban entre el escaparate y el tajo, la máquina de picar
y la cámara; la cuchilla cortaba las costillas con golpes secos, la sierra serraba el
hueso de la pierna de cordero, los cuchillos hendían las carnes y yo guardaba el
dinero en la caja, los billetes sucios de tantas manos.
Había llegado la hora, y la mirada del carnicero me atravesaba hasta el
cogote. Estaba cortando una falda de largas y oscuras fibras cuando le resbaló la
mano. Su pulgar sangraba abundantemente, gruesas gotas escarlatas cayeron
brillando y fueron a estrellarse contra el suelo embaldosado. El carnicero ocultó el
dedo en el delantal ya manchado por regueros de color rojo. Quiso reanudar su
trabajo, pero la sangre siguió chorreando sobre el tajo.

Cuando volví, el trapo blanco que yo había puesto debajo de su mano


estaba ya empapado. Lo cambié. La sangre caía sobre la tela dibujando flores
rojas. Abrí el frasco de alcohol, lo vertí directamente sobre el dedo. El carnicero
echó la cabeza hacia atrás, la herida relució. La enjugué suavemente, puse con
delicadeza la venda sobre la carne viva y envolví con ella el dedo. La venda
enrojeció de inmediato; le di otra vuelta.
El olor de hierba cortada bastaba para embriagarme.
El pulgar estaba ahora bien limpio, vestido de blanco como una novia. Sentí
que el carnicero me miraba. Cogí un dedal de goma fina y lo deslicé con cuidado
sobre el dedo herido.
Con los ojos bajos retuve unos momentos su mano.

A pesar del calor, la carnicera había puesto la mesa afuera, a la sombra de


los árboles. El dueño, el carnicero y los empleados del mercado bebían su
segundo Ricard, relajándose entre el vocerío y las risotadas. La carnicera trajo una
bandeja de embutidos y una ensalada de tomates. Al pasar, el amo le puso una
mano en la nalga. Ella le ofreció la otra.
El carnicero estaba sentado a mi lado. Yo le servía, impedido como estaba
de hacerlo él mismo a causa de su pulgar herido. Como siempre, el dueño
bromeaba con sus acostumbrados chistes verdes:
-¿Qué, te haces adornar el dedo gordo por nuestra pequeña cajera?
A la vista del salchichón cuyo extremo era singularmente provocativo, todos
rieron.
Los patés, las rillettes, los grattons y los jamones desaparecieron en un
abrir y cerrar de ojos.
El vino, de buena calidad, corría a chorros.
La carnicera servía casi crudas las enormes y gruesas chuletas marcadas
por la parriIla de la barbacoa.
El patrón y el carnicero tomaron una cada uno. Su tamaño era tal que
rebosaban el borde de los platos como lenguas colgantes. A pesar de su herida, el
carnicero cortaba alegremente su chuleta a grandes trozos que engullía a toda
velocidad. Continuaban las risas y las bromas. Yo apenas los oía, acostumbrada
como estaba a ellos y envuelta, además, en los vapores del vino.
El calor era abrumador. Ni un soplo de aire. El cielo se había convertido en
plomo.
Al llegar al queso, la excitación alcanzó la cumbre. A lo lejos se oían
obscenidades tremendas. La carnicera le decía a uno de los hombres reunidos
alrededor de la mesa:
Vete a meneártela, tráeme un vaso lleno y me lo bebo entero.
Varias voces exclamaron:
-A que no!
Entonces estalló la tormenta. El rayo, el trueno y la lluvia. Una lluvia gorda,
espesa y caliente.
Quitaron la mesa precipitadamente, empujándose a gritos con risas
groseras.
Los plátanos empezaron a sacudir sus hojas.

No decíamos nada, ni uno ni otro. Yo observaba el movimiento del


limpiaparabrisas, ahogada en el olor de mis cabellos mojados pegados a las
mejillas.
Él abrió la puerta y me tomó de la mano. Mis sandalias estaban llenas de
agua y mis pies flotaban sobre la suela de plástico. Me condujo al salón, me hizo
sentar, me ofreció un café. Después conectó la radio, me pidió permiso para
ausentarse durante cinco minutos. Necesitaba tomar una ducha.
Me acerqué a la ventana, corrí un poco la cortina y contemple cómo caía la
lluvia.
La lluvia me dio ganas de orinar. Al salir del aseo empujé la puerta del
cuarto de baño. La habitación estaba caliente, llena de vaho. Vislumbré su silueta
maciza detrás de la cortina de la ducha. La aparté un poco y miré. Tendió la mano
hacia mí, pero la esquivé y le propuse enjabonarle la espalda. Me acerqué a la
ducha, puse las manos bajo el chorro de agua caliente, cogí el jabón y me
embadurné las manos con su densa espuma.
Empecé a frotarle la espalda, comenzando por la nuca, los hombros, en
movimientos circulares. Su cuerpo era ancho y blanco, musculado y recio. Deslicé
las dos manos a lo largo de su columna vertebral, seguí por los costados llegando
casi hasta el vientre. El jabón producía una espuma fina y perfumada, una tela de
araña hecha de pequeñas burbujas que flotaba sobre la piel mojada, una
alfombrilla suave entre mis palmas y sus riñones.
Recorrí varias veces su espina dorsal de la rabadilla a la nuca, justo hasta
el nacimiento de esos pelos que el barbero afeita, a veces, en los peinados muy
cortos con una maquinilla que vibra de una manera deliciosa.
Le enjaboné los hombros y luego los brazos en los que, aun estando
distendidos, se apreciaban las macizas bolas de sus músculos. Los antebrazos
estaban cubiertos de vello. Necesité más jabón para impregnarlos de espuma.
Subí hasta las axilas, profundas y peludas cavidades.
Me unté de nuevo las manos para efectuar masajes giratorios sobre sus
nalgas. Éstas, a pesar de su volumen, tenían una forma armoniosa, describían
una curva graciosa que partía de la cintura y se unían prietas a los miembros
inferiores. Acaricié una y otra vez aquellas redondeces deseosa de que mis ojos y
mis manos las conocieran por igual.
Después recorrí las piernas duras y robustas. La piel era velluda y ocultaba
manojos de músculos. Tuve la impresión de adentrarme en otra zona del cuerpo,
más salvaje, que conducía hasta el extraño tesoro de sus tobillos.
Entonces se volvió hacia mí. Alcé la cabeza y vi sus testículos hinchados,
su verga erguida, tiesa, justo encima de mis ojos.
Me levanté. No se movió. Volví a coger el jabón y empecé a lavar su torso
ancho y sólido, no demasiado velludo.
Descendí lentamente a lo largo del vientre abultado, de poderosos
abdominales. Durante largo rato enjaboné su superficie. El ombligo sobresalía
como una pequeña bola blanca alrededor de la cual se dibujaba la masa redonda
del vientre, un astro alrededor del cual gravitaban mis dedos esforzándose en
demorar el momento en el que sucumbirían a la atracción de la parte inferior de su
cuerpo, del cometa alzado contra el armonioso orden circular del estómago.
Me arrodillé para masajear su bajo vientre. Fui rodeando los genitales, con
suavidad, hasta la parte interior de los muslos.
Su sexo estaba terriblemente duro e hinchado.
Me resistí a la tentación de tocarlo prolongando las caricias sobre el pubis y
entre las piernas. Ahora estaba apoyado contra la pared del fondo con los brazos
separados y las manos posadas en las paredes laterales; el vientre hacia
adelante. Gemía.
Sentí que iba a gozar antes de que yo lo tocara.
Me alejé me senté justo debajo del chorro de la ducha y con los ojos fijos en
su sexo demasiado prominente esperé a que se calmara un poco.
El agua caliente corría por mis cabellos, por debajo de mi vestido; a nuestro
alrededor el aire, lleno de vaho, se hacía espuma, amortiguaba las formas y los
ruidos.
Él había alcanzado la cúspide de la excitación, y sin embargo no había
hecho ni un solo ademán para acelerar el desenlace. Me esperaba, me esperaría
todo el tiempo que yo quisiera hacer durar el placer, el dolor.
Me arrodillé de nuevo frente a él. Su verga, todavía muy congestionada, se
enderezó.
Pasé la mano por los testículos, partiendo desde su base, cerca del ano. La
verga se enderezó todavía más. La cogí con la otra mano, la apreté, inicié un lento
vaivén. El agua jabonosa que me bañaba facilitaba el deslizamiento. Mis manos
estaba llenas de una materia caliente y viva, mágica.
La sentía palpitar como el corazón de un pájaro, la ayudaba a correr hacia
su desenlace. Subir, bajar, siempre el mismo gesto, siempre el mismo ritmo y,
sobre mi cabeza, los gemidos y yo también gemía con el agua de la ducha que me
pegaba el vestido al cuerpo como un guante estrecho y sedoso, con el mundo
detenido a la altura de mis ojos, de su bajo vientre, con el ruido del agua
rezumando entre mis dedos, con aquellos bultos tibios y duros en mis manos, con
el olor del jabón, de la carne empapada y del esperma que brotaba debajo de mi
palma...
El líquido surgió a ráfagas, salpicando mi cara y mi vestido.

Él también se arrodilló y lamió las lágrimas de esperma de mi cara. Me


lavaba como se lava a un gato, con aplicación y ternura.
Su cabeza blanca y espumosa, su lengua rosada en mi mejilla, sus ojos de
un azul desteñido, los párpados pesados como si estuvieran aún bajo el efecto de
una droga. Y su cuerpo lánguido, su cuerpo radiante de plenitud...
Un campo de lluvias verde pálido mecido por el suave viento de las ramas...
Es otoño, llueve, soy una niña, camino por el parque y la cabeza me da vueltas a
causa de los olores, hay agua en mi piel y en mi ropa, allá en el banco veo a un
señor gordo que me mira, que me mira tan fijamente que me hago pipí, de pie,
ando y hago pipí, soy yo la que llueve con una lluvia caliente sobre el parque,
sobre la tierra, en mi pantalón, lluevo, lluevo y gusto...
Me quitó la ropa lentamente.
Después me tendió sobre las baldosas y, sin cerrar el grifo de la ducha,
empezó a besarme por todo el cuerpo. Sus poderosas manos me aupaban y me
giraban con una delicadeza extraordinaria. Ni la dureza del suelo ni la fuerza de
sus dedos me lastimaban.
Me relajé por completo. Sentí la pulpa de sus labios, la humedad de su
lengua, en las axilas, debajo de los pechos, en el cuello, detrás de las rodillas,
entre las nalgas; sentí su boca por toda mi piel, de un extremo a otro de la
espalda, en la parte interior de las piernas, hasta la raíz de mis cabellos.
Me tendió sobre las resbaladizas baldosas, me levantó sosteniéndome por
los riñones con los dedos incrustados en mi espalda, en mi columna vertebral, y
los pulgares en mi vientre. Colocó mis piernas sobre sus hombros y metió la
lengua en mi vulva. Me arqueé violentamente. El agua de la ducha me golpeaba
suavemente una y mil veces en el vientre y en los pechos. Me lamía de la vagina
al clítoris con la boca pegada a mis grandes labios. Mi sexo se convirtió en una
superficie agrietada de la que manaba el placer; el mundo desapareció, yo no era
más que aquella carne viva de la que, en seguida, brotaron inmensas cascadas,
una tras otra, continua, infinitamente.
Por fin la tensión cedió, mis nalgas se relajaron sobre sus brazos, poco a
poco me recuperé, sentí el agua sobre mi vientre, vi de nuevo la ducha, le vi a él y
a mí.
Me había secado y acostado en la cama, muy abrigada. Me dormí.
Me desperté poco a poco, con el ruido de la lluvia contra los cristales. Las
sábanas eran suaves, la almohada mullida. Abrí los ojos. Yacía junto a mí y me
miraba. Dirigí la mano hacia su sexo. Me deseaba de nuevo.
Yo no quería más que esto: hacer el amor, todo el tiempo, sin furia, con
paciencia, con obstinación, metódicamente. Llegar al final. Era como escalar una
montaña, necesitaba alcanzar la cúspide, igual que en mis sueños, en mis
pesadillas. Lo mejor hubiera sido castrarlo en seguida, comer aquel pedazo de
carne siempre duro siempre erecto siempre ávido, engullirlo y conservarlo en mi
vientre, definitivamente.
Me incorporé un poco, me acerqué a él y le rodeé con mis brazos. Tomó mi
cabeza entre sus manos, juntó nuestros labios e introdujo de golpe su lengua en
mi boca, la agitó hasta el fondo de mi garganta enroscándola y desenroscándola
contra la mía. Empecé a mordisquearle los labios hasta sentir el gusto de la
sangre.
Entonces monté sobre él, apoyé mi vulva en su sexo, la restregué contra los
testículos y la verga, cogí el miembro con la mano para hacerlo penetrar en mí y
fue como un relámpago fulminante, la entrada resplandeciente del salvador, el
retorno ínstantáneo de la gracia.
Levanté las rodillas, le envolví con mis piernas y me puse a galopar. Cada
vez que en la cresta de la ola veía asomar su verga roja y brillante, la cogía de
nuevo para hundírmela aún más adentro.
Iba demasiado deprisa. Me calmó con dulzura, estiré las piernas y me tendí
sobre él. Permanecí inmóvil un momento, contrayendo los músculos de mi vagina
alrededor de su miembro.
Le mordisqueé el pecho en toda su extensión; mil cargas eléctricas me
recorrieron la lengua, las encías. Froté la nariz contra su carne blanca, aspiré
temblando su fragancia. Bizqueaba de puro placer, el mundo no era más que un
cuadro abstracto y vibrante, un entrechocar de manchas color carne, un pozo de
materia blanda en el que me hundía obedeciendo a un gozoso impulso de
perdición. Los tímpanos me vibraban y resonaban en mi cabeza, mis ojos se
cerraban; las ondas que corrían por mi caja craneal agudizaron
extraordinariamente mi conciencia, se produjo una llamarada y mi cerebro gozó,
solo y silencioso, magníficamente solo.
Rodó sobre mí y cabalgó a su vez apoyándose en las manos para no
aplastarme. Sus testículos frotaban mis nalgas en la entrada de la vagina, su
verga dura me llenaba en su resbaladizo vaivén, mis uñas se hundían en su
nalgas, jadeó más fuerte... Gozábamos juntos, infinitamente, mezclando nuestros
líquidos y nuestros estertores surgidos más allá de la garganta, de las
profundidades de nuestros pechos, ajenos a la voz humana.

Llovía. Envuelta en la enorme camiseta que me había prestado, me acodé


en la ventana arrodillada en una silla arrimada a la pared.
Si supiera el lenguaje de la lluvia, lo escribiría, pero cada uno de nosotros lo
conoce y puede traerlo a su memoria. Estar en un lugar cerrado cuando afuera
todo es agua, chorros, riadas... Hacer el amor en la incómoda estrechez de un
coche mientras las gotas monótonas golpean el techo y los cristales... La lluvia
desata los cuerpos, los ablanda y los empapa... Se lamen entre sí como caracoles
babosos...
Él también llevaba una camiseta; estaba acostado en el sofá con sus
gruesas nalgas, su hinchado sexo y sus rollizas piernas desnudas. Se acercó a
mí, colocó su verga dura sobre mis nalgas. Intenté darme la vuelta, pero me cogió
por los cabellos y echando mi cabeza hacia atrás me forzó por el ano. Yo sufría,
condenada a mirar al cielo encajonada en la silla.
Por fin me penetró hasta el fondo y el dolor menguó. Se movía
rítmicamente; yo estaba llena de él, sólo sentía su enorme y devoradora verga
dentro de mí, mientras afuera, la lluvia, pura y líquida luz, caía a raudales.
Siguió revolviendo mis entrañas como un labrador arando el campo y, sin
dejar de mantener mi cabeza hacia atrás, introdujo dos dedos en mi vagina para
sacarlos en seguida. Entonces yo introduje los míos, sentí su verga dura
golpeándome y comencé a frotarme al mismo ritmo. Aceleró el compás, mi
excitación creció, placer y dolor confundidos. Su vientre chocaba con mi espalda y
a cada movimiento me traspasaba y me invadía un poco más. Me tiraba del pelo,
mi cuello estaba muy tenso y mis ojos obstinadamente vueltos hacia el cielo que
se vaciaba, y él me pegaba y me azotaba hasta en lo más profundo de mi ser, mi
cuerpo se estremecía y se llenaba de aquel líquido caliente que brotaba a
sacudidas, empapándome suave y sabrosamente.

Una gota caía con regularidad golpeando algo que sonaba a metal hueco.
Él me soltó el pelo, yo dejé que mi cabeza se inclinara hacia adelante e inicié un
imperceptible balanceo.
Obedeciendo a mis deseos se echó desnudo en el suelo, boca arriba. Con
los extensores gimnásticos le até los brazos a las patas del sillón, las piernas a las
de la mesa.
Ambos estábamos cansados. Me senté en la butaca, le observé durante un
instante, inmóvil y desfallecido.
Su cuerpo me gustaba así, henchido de carne abierta y prisionera,
espléndido en su descarada imperfección. Hombre desarraigado, nuevamente
clavado al suelo, el sexo como un frágil pivote exiliado de las tinieblas y expuesto
a la luz de mis ojos.

Todo debería ser sexo, las cortinas, la moqueta, los extensores y los
muebles; deseaba poseer un sexo en lugar de cabeza y que él tuviera otro en
lugar de la suya.
Deberíamos estar los dos colgados de un gancho de hierro frente a frente
en una cámara roja, atravesados por el cráneo o por los tobillos, boca abajo, con
las piernas separadas, nuestras carnes cara a cara entregadas impotentes al
cuchillo de nuestros sexos quemando como hierros ardientes, abiertos, enhiestos.
Deberíamos estar aullando a la muerte bajo la tiranía de nuestros sexos, ¿qué son
nuestros sexos? El verano pasado, primer ácido, al principio perdí las manos y
después hasta mi nombre, hasta el nombre de mi raza, extraviada la humanidad
en mi memoria entre los saberes de mi cabeza y de mi cuerpo, perdida la idea del
hombre, de la mujer e incluso del animal; investigaba..., ¿quién soy yo? Mi sexo.
Mi sexo permanecía en el mundo, sin nombre, con sus ganas de orinar. El único
lugar en el que mi alma se había refugiado, concentrado, el único en el que yo
existía como si fuera un átomo vagando entre cielo y hierba, entre azul y verde, sin
más sentimiento que el de un puro sexo-átomo, justo, apenas, obsesionado por la
idea de orinar, extraviado, bienaventurado, en la luz, península. de Saint-Laurent,
era un día de verano, o no, un día de otoño, he necesitado una noche y una
mañana para descender de nuevo, pero después, durante meses, cuando orinaba
me perdía, un instante de vértigo y ya esta, me meto entera en mi sexo como en
un ombligo, mi ser está allí en aquella sensación en el centro del cuerpo, el resto
está aniquilado, no me reconozco, ya no hay forma, no hay clasificación, cada vez
es el trip total y todavía, con frecuencia y por un instante, me siento colgada
cabeza abajo en la gran espiral del universo, pero a saber qué valor tienen estos
instantes, luego me digo «Es verdad ¿quién soy yo?», y «¡Vaya, qué hermoso es
el mundo, con todos estos racimos de uva negra, qué agradable es vendimiar al
mediodía, con el sol prendido en las uvas y en los ojos de los vendimiadores, las
cepas están torcidas, cómo me gustaría orinar en un extremo de la hilera!». Uno
tiene el cuerpo lleno de toda clase de estupideces como ésta, tan grande es un
bienestar después de este extraño vértigo que, sin embargo, no empieza ya a
echar de menos.

Me levanté y me arrodillé con las piernas abiertas sobre su cabeza. Sin


acercarme demasiado a su rostro separé con las dos manos mis grandes labios, le
hice mirar mi vulva, mucho rato.
Después la acaricié lentamente con un movimiento circular desde el ano
hasta el clítoris.

Hubiera querido unos cielos grises en los que la esperanza se ensimisma,


en los que los árboles, temblando, tienden sus brazos de hada, sueños
caprichosos arrastrados por el viento hasta la hierba de los prados, hubiera
querido sentir entre mis muslos el aliento inmenso de millones de hombres de la
tierra, hubiera querido, mira, mira bien lo que quiero...

Hundí los dedos de la mano izquierda en mi vagina y seguí frotándome. Mis


dedos no son mis dedos sino un pesado lingote, un gran lingote cuadrado clavado
en mí, oro reluciente en la oscuridad de mi sueño. Mis manos se movían cada vez
más deprisa; cabalgaba en el aire, convulsivamente, la cabeza hacia atrás. Gocé
sollozando sobre sus ojos.

Volví al sillón. Su cara había enrojecido, de nuevo iniciaba una erección,


tímidamente. Estaba indefenso.
Cuando era pequeña no sabía nada de lo que era el amor. Hacer el amor,
la frase más mágica, la promesa de aquella cosa increíble y maravillosa que
practicaríamos todo el tiempo en cuanto fuéramos mayores. No tenía la menor
idea sobre la penetración, ni siquiera sobre lo que los hombres tienen entre las
piernas, a pesar de las duchas compartidas con mis hermanos. Por más que uno
vea, ¿qué sabe, cuando ama el misterio?
Cuando todavía era más pequeña, apenas cuatro años, hablan delante de
mí y creen que no escucho, papá explica que un loco corre gritando de noche por
el bosque. Abro la verja del jardín de mi abuela y sola, con mi perra lobo, me
adentro en el bosque; en el primer calvero entre los árboles me siento con la perra
sobre un montículo de arena, me arrebujo contra su cuerpo caliente y rodeo su
cabeza con el brazo; saca la lengua y espera, como yo. Nadie. Los pinos se juntan
y se inclinan hacia nosotros con un gesto tierno e inquietante. En medio del
bosque hay una larga pista de hormigón, bordeada de zarzas que se llenan de
moras y en las que un piloto de kart, saliéndose bruscamente de la pista, se
reventó los ojos delante de mí. Hay también un blocao con un agujero negro
semejante a una boca en vez de puerta y, al final de todo, un lavadero cubierto de
musgo y de hierbas. La pista ha conservado la huella dura de un pie, inmensa.
Me recosté en el suelo junto a él, la cabeza sobre su bajo vientre, la boca
contra su verga una mano en sus testículos, y me dormí. Seguramente la huella
en el cemento fresco sería la del pie de un soldado alto y rubio, y fuerte, y quizá
guapo.
Cuando pegada a su sexo me desperté, lo cogí con la boca, lo lamí varias
veces, sentí cómo se hinchaba y me tocaba la garganta. Acaricié sus testículos,
los chupé, volví a su verga; me la puse en la cuenca de los ojos, en la frente, en
las mejillas, contra la nariz, sobre la boca, la barbilla, en el cuello, posé la nuca
sobre ella, luego la acorralé entre el omóplato y la cabeza inclinada, la pasé por
una axila, por la otra, la rocé con mis pechos casi hasta hacerles gozar con su
tacto; con ella me froté el vientre, la espalda, las nalgas, los muslos, la apreté
entre mis brazos y mis piernas doblados y apoyé sobre ella la planta del pie hasta
dejar su huella por todo mi cuerpo.
Después volví a metérmela en la boca y la chupé durante largo rato, como
se chupa el dedo pulgar, el pecho de la madre, la vida, mientras él gemía y
jadeaba, sin descanso, hasta que eyaculó en una queja aguda y bebí su esperma,
su savia, su don.

Me había empeñado en ponerme de nuevo mi ropa mojada, en marcharme


a pie. La lluvia había amainado.
Llegué a la playa sin quererlo. El mar estaba agitado, la marea alta, la arena
mojada, no había nadie. Me acerqué al agua. Estaba oscura y rebosante de
espuma gris. Bordeé la orilla zigzagueando. Las olas iban y venían trayendo
millones de burbujas como pompas de jabón.
Las dunas tenían el color y las formas de la carne.
Hundí dos dedos en la masa blanda y húmeda. El mar no cesaba de
babear, de frotarse sin tregua contra la arena, de correr hacia su placer.
¿Dónde está el amor si no en el ardiente dolor del deseo, de los celos, de la
separación?
Daniel no yacerá jamás contra mi cuerpo. Daniel ha muerto, lo he enterrado
detrás de la duna. El cuerpo al que nunca más amaré, el cuerpo que el cuchillo del
carnicero ha cortado, ha separado del mío. Fantasma que sigue amando lejos de
mí, fantasma, mi vientre está abierto. Me he fabricado tu sexo con dos de mis
dedos para vengarme de la tierra, la muy zorra, que no quiere amarme a mí, el
hombre, a mí, la mujer, carne y sangre, vientre destrozado por los partos, carne
mortal hecha para ser habitada.

Volví a subir a la duna, me senté en la arena seca y tierna como mis


huesos. Suave curva del tiempo.
Me hice acompañar al Gato Negro por cuatro chicos que acababa de
conocer en el bar de la playa donde había ido a calentarme. Recostados en el
asiento de atrás, Pierre y Dominique me cogían por los hombros, me besaban las
mejillas y reían.
Se celebraba una fiesta de disfraces y la discoteca estaba invadida por una
nube de rostros rígidos, histriónicos y grotescos. Bailé con diferentes compañeros
de los que únicamente podía sentir el cuerpo. Ante la imposibilidad de
intercambiar besos, las parejas se palpaban mucho, a ciegas.
Pierrc me invitó al ritmo de una pieza lenta. Tenia dieciocho años unas
piernas muy largas y una nariz pequeña y graciosa debajo de su calavera de
goma. Apoyé con fuerza mi frente contra su torso, mis manos en su espalda, y
dejé que me acariciara.
Al concluir el baile, me tomó de la mano, se quitó la careta y me arrastró
hacia afuera.
Hacía fresco, en el cielo ni una estrella. Pierre me abrazó y yo le abracé
complacida. Me besó.
En el coche volvió a besarme. Después encendió los faros y arrancó.
Se detuvo en medio de la carretera que atravesaba el bosque. Me besó de
nuevo.
Me hizo bajar del automóvil y, cogiéndome por la nuca, se adentró conmigo
en el bosque.
Me tendió en el suelo y se acostó sobre mí levantándome la falda. Yo no
llevaba nada debajo y noté que se había bajado los pantalones. La noche era
oscura como la tinta; no veía nada. Pierre me penetró de inmediato y se puso a
resoplar ruidosamente. Yo intentaba distinguir, entre las tinieblas, el cielo de los
árboles. Vislumbré una mancha más clara y un movimiento en ella. La luna surgió
de golpe detrás de una nube, arrojó sobre nosotros su luz lechosa.
Entonces vi encima de mí la calavera.
Grité, y el chico también gritó, arrojándome su esperma en el vientre.

El alba me pilló en la zanja. Estaba pringosa, llena de tierra, sedienta,


recostada en un agujero, que, en invierno, servía de desagüe.
El día se levantaba, mataba las tinieblas con su cortejo de misterios. Y la
luz era todavía mucho más inquietante, pues me obligaba a verlo todo, a saberlo
todo. Sin embargo, la recibí sonriendo.
Los pájaros diurnos habían empezado a cantar al unísono. Iría a casa a
pintar.
Cuando quise salir del agujero me di cuenta de que no me podía mover. Mi
brazo derecho, desde el hombro hasta la mano, estaba paralizado. Al menor movi-
miento, unas dolorosas punzadas recorrían mi espalda y mis piernas.
Durante toda la noche había oído soñar el mar sobre duros cojines y
estremecerse el bosque. Había corrido entre tinieblas y me había golpeado contra
árboles de puntiagudas raíces, había derramado lágrimas negras y había caído en
la zanja, en la tierra caliente que me había acogido, había dormido en el hueco de
la cama de tierra, bajo la inmensa capa de carbón, bajo el ala del cuervo, entre el
oscuro ulular de los mochuelos.
La noche vibrante y resplandeciente había pasado junto a mí y yo la había
bebido a grandes tragos y estaba llena de ella.
Y ahora el día se levantaba y rasgaba las tinieblas que colgaban a jirones
de los árboles. Y luego apareció el primer rayo de sol que atravesó la carretera y
se filtró entre las ramas como el filo agudo de una hoja y la noche entera fue
borrada.
Los pájaros piaron más fuerte; en la hierba, debajo de las hojas de los
pinos, algo echó a correr. Oí otra vez el mar que debía estar, allá lejos, moteado
de luces.
Pasó un coche.
Intenté de nuevo levantarme. Estaba totalmente dolorida, pero me esforcé
en arrastrarme apoyada en el codo izquierdo. Apenas avanzaba, inmovilizada por
el dolor. Volví a intentarlo, adelanté algunos centímetros.
Ahora la zanja era demasiado profunda como para pensar en salir de ella
en mi lamentable estado. Tenía que seguir avanzando hasta encontrar una
pendiente más suave.
Empecé a reptar, siempre apoyada en el codo izquierdo, sin detenerme, a
pesar de los enormes dolores que me traspasaban al menor movimiento. A pasos
minúsculos fui ganando terreno, pasos como miniaturas que hubieran cabido en
mis cuadros. Reí pensando en Daniel, en nuestros amores frustrados, en su
lucidez de pacotilla.
Reía sin voz, recorrida por dolorosos pinchazos en las costillas y en la
espalda a cada sobresalto. Pero era feliz y me volví a reír con la cabeza recostada
sobre las agujas de pino.
Seguí reptando, adelantando el codo, hundiéndolo en el suelo y arrastrando
a continuación el resto del cuerpo. Poco a poco los dolores se esfumaron y pude
ayudarme con las rodillas.
Aquella zanja me gustaba, estaba contenta de encontrarme en ella. Era un
hermoso hoyo con hierba y rocío y una tierra negra y arenosa y una alfombra de
agujas de pino bajo la cual vivía un mundo de pequeños seres.
A unos metros delante de mí la zanja se ensanchaba, se abría en forma de
palangana. Era la salida que esperaba. Mis fuerzas se multiplicaron.
Alcancé el punto más suave de la pendiente. Mi brazo derecho estaba
todavía inutilizable. Inicié la ascensión ayudándome con el antebrazo izquierdo,
con la punta de los pies y las rodillas. Resbalé varias veces y tuve que volver a
empezar el recorrido. Pero no cejé en mi empeño hasta alcanzar la cúspide.
Cuando llegué a la carretera el resultado de mi tenacidad me hizo aspirar el
aire hasta llenarme los pulmones. Logré ponerme a cuatro patas.
Constaté qué el brazo derecho comenzaba a obedecerme. Mi vestido
estaba completamente desgarrado, sentí gotas de esperma deslizándose por la
parte interior de mis muslos; la piel de mis miembros, raspada, arañada, me
quemaba.
Estaba en el borde de la carretera. Inicié el camino a cuatro patas.
Nadie imagina todo lo que puede haber en el borde de las carreteras: varias
clases de hierbas, de flores, de setas, de piedras muy diferentes entre sí, y toda
suerte de bichitos...
A lo lejos oí un coche. Me acurruqué contra el suelo como pude, intentando,
convertirme en hierba, en camaleón, en borde de carretera.
El coche pasó de largo.
La carretera se extendía recta ante mí. Me quedaban pocos kilómetros por
recorrer y ahora ya podía andar a cuatro patas sin dificultad. Mi corazón se colmó
de gozo.

Por suerte no había nadie. Los que me hubieran visto se hubieran apiadado
en seguida de mí, y mi felicidad, llena de esperanza, se hubiera desvanecido. Así
son los demás: no ven la belleza de tu vida, tu vida les parece terriblemente triste
si, por ejemplo, en pleno verano, no estás morena. Quieren que veas, como ellos,
dónde está exactamente la alegría y, si tienes la debilidad de dejarte influir, nunca
más encontrarás la ocasión de dormir solo en un hoyo, desgarrado, durante una
larga y oscura noche.
A cuatro patas imaginaba que era un perro, un gato, un elefante, una
ballena. El sol se alzaba frente a mí, me calentaba el rostro chorreante de sudor.
Las ballenas tienen océanos por moradas y escupen agua para rociarse la cara.
Mordisqueé un poco de hierba a fin de refrescarme. Sin querer me comí también
algunos insectos que corrían por allí.
Pronto reuní las fuerzas suficientes para ponerme en pie. Con las manos
todavía apoyadas en el suelo, despegué las rodillas y arqueé el cuerpo formando
un puente. Cuando me sentí bien afianzada me di impulso con las manos y me
eché hacia atrás, tratando de guardar el equilibrio para no volver a desplomarme.
Me puse en marcha caminando descalza por el borde de la carretera,
pisando la hierba y los guijarros y todas esas cosas tan inimaginables que hay en
las cunetas.

Pasaban coches; uno se detuvo, pero no quise subirme. Me encontraba


más entera que nunca. Poseía la fuerza del carnicero, la malignidad del chico de
la calavera.
Ante mí se abría una amplia avenida. Pintaría un barco, y cuando volviera a
llover yo estaría dispuesta. Subiría a bordo los animales de la tierra y un carnicero
y navegaríamos juntos durante todo el diluvio.

Llegué a una casa rodeada por un seto rebosante de rosas. Corté una, le
arranqué los pétalos a manojos y me los comí. Aunque eran muy finos y delicados,
tenía la boca llena de ellos. El perro guardián se precipitó contra la verja ladrando,
gruñendo y enseñando los dientes. Acabé de saborear la flor y le arrojé el
espinoso tallo.

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