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MORIR DIGNO Y DECISIÓN MEDICA 1

Dr. Ignacio Chávez 2


México, a 11 de noviembre de 1978

De todos los procesos biológicos que constituyen la vida del hombre, sólo hay uno
común a todos sin excepción, que es la muerte: tan universal y tan inexorable que
paradójicamente sin ella no habría vida.

Es un paso obligado que el hombre de todos los tiempos ha visto con temor lo
mismo el primitivo que el civilizado de hoy. No importa que ese temor haya sido
inspirado por ideas religiosas o por el sólo instinto de conservación: que el hombre
haya temblado ante la idea de no reencarnar en otra vida o ante el castigo de Dios
que le aguarda: que sea por los sufrimientos físicos de que se acompaña, o por el
dolor del alma al abandonar a los seres queridos, lo mismo los que creen en la
vida del más allá que los que no lo aceptan, los de fe religiosa y los agnósticos, en
todos es habitual, es humano, el temor de morir.

Cuando esa hora llega como término de una larga enfermedad que ha permitido
ver que el fin se va acercando, agotados ya todos los recursos médicos y vencidas
las resistencias del enfermo, se plantea a veces una situación que puede ser
estrujante para el médico y para el propio enfermo, la etapa terminal a existido
siempre, pero no así el problema de problema de conciencia que suscita. Ese
problema es de nuestro tiempo, fruto de los avances recientes de la medicina y de
los recursos técnicos de que hoy disponemos y que permiten sostener la vida del
enfermo por días, por semana o por meses en ocasiones por años, casi a
voluntad.

Esos recursos no los conocieron los médicos de otros tiempos, ni siquiera los de
comienzos de este siglo. Datan apenas de tres a cuatro décadas, son los que
permiten mantener oxigenado a un enfermo y evitan la asfixia; alimentarlo
intravenosamente para evitar que caiga en inanición; hacer latir su corazón bajo
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Este documento del Doctor Ignacio Chavez me fue entregado hace ya varios años por el P. Jorge
Vertiz Campero S.J., comentándome que aun cuando el Dr. Chávez1, no era creyente, el avalaba
todo lo que aquí expone. Hay que recordar que Don Jorge fue maestro de Ética Médica y fue
siempre un hombre muy equilibrado en sus juicios, con mucha sabiduría. Nota de Hector
Rodríguez Aparicio - Abril 2005.
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Dr. Ignacio Chávez nació en Zirándaro, Gro, el 31 de enero de 1897; murió en la ciudad de
México el 12 de julio de 1979. Ingresó en El Colegio Nacional el 8 de abril de 1943 como miembro
fundador. Fue también fundador y director del Instituto Nacional de Cardiología, el primero en su
tipo (1944-1961) y nuevamente a partir de 1976. Rector de la Universidad Nacional Autónoma de
México (marzo 1965 a abril 1966). Se le nombró doctor o rector honoris causa de 95 universidades
del mundo.
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un estimulo eléctrico para contrarrestar los efectos del paro cardiaco; mantener su
circulación para que se sobreponga al shock; limpiar su sangre de los productos
de desecho, mediante la diálisis para evitar la uremia y, en caso de
desmembración. Cuando el control de las funciones orgánicas se ha perdido por
muerte cerebral, mantener la vida biológica, la circulación, la respiración, la
nutrición por meses y por años con artificios de la técnica.

Cuando se trata de un episodio agudo que avanza


implacablemente hacia la etapa terminal, no es frecuente que haya problemas de
conciencia en lo que toca a la actitud médica, ya sea infarto de miocardio o
gruesa embolia pulmonar, hemorragia profusa o traumatismo severo, estado de
shock o cuadro tóxico grave, el médico recurre a todos los medios de su técnica,
con la esperanza de que sea salvadora. Lucha contra el riesgo de muerte
porque sabe que son muchos los enfermos que pueden salvarse, los medios
ordinarios y los extraordinarios: todos les son permitidos. Es la lucha de todos los
días en las unidades de terapia intensiva post-operatoria y en los servicios de
urgencias cardiovasculares. Monitores, catéteres, transfusiones, marca pasos,
drogas: a todo se recurre en las horas criticas, porque la vida está en juego y el
resultado final lo justifica. Por ejemplo, del 32% de mortalidad en los pacientes que
llegaban al instituto de Cardiología en las primeras horas del infarto miocardio, hoy
se salvan la mitad. Nadie objeta que las maniobras hayan sido molestas para el
enfermo ni costosas para la institución. Son vidas salvadas y es deber médico
cumplido.

Pero el problema es otro, es el de los enfermos crónicos que llegan a la etapa


terminal sin solución médica previsible. ¿Qué conducta a seguir? ¿Luchar?
¿Luchar hasta lo último, echando mano de todos los recursos disponibles? ¿Cejar,
admitir lo inevitable y suspender toda actuación, dejando al enfermo en el
desamparo? ¿O bien una posible intermedia, limitada a mitigar sus sufrimientos?
Esto es la esfera física, somática. En cuanto a lo espiritual: ocultar al enfermo su
estado, mintiéndole piadosamente? ¿informarle con todo el tacto de que sea
capaz, de la proximidad del fin para que se prepare el tránsito? ¿O simplemente
callar, como mero espectador del drama? Entuna palabra, evitarle la angustia de
saber o ayudarlo moralmente a esperar la muerte.

La situación no puede ser más compleja y no cabe una respuesta uniforme, ya


que son muchos los factores en juego, que inclinan a conducta diferentes, primero
el enfermo mismo, según sea su capacidad de sufrimiento físico y su actitud de
valor o de angustia ante la muerte; enseguida la familia, con sus exigencias de
actuar o de abstenerse; y en medio de ellos, el médico solo frente a su conciencia,
que conoce lo mandatos de su deber profesional lo mismo que los dictados de la
ley , y atento a su sentimiento como hombre " Frente a la muerte uno está siempre
sólo " dicen Schwartzenberg y Ponte, y agregan: frente a la muerte de un enfermo
son dos los que están siempre solos y es preciso decidir. El médico está obligado
a escoger. A escoger en consciencia ".

Veamos el factor enfermo. Consciente o no de su estado final, víctima de los


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dolores o de las molestias propias de la enfermedad y, sobre todo, presos de


angustia, los hay que esperan ansiosamente del médico que actúe y que les alivie
el sufrimiento, en una palabra, que los salve, otros a la inversa, agotados por la
tortura de catéteres en las venas, los entubamientos, las sondas, las mascarillas e
inyecciones, piden al médico que suspendan todo y que les dejen morir en paz.
esta aceptación de la muerte, esta filosofía de llegar a ella con serenidad, con
dignidad, no se la ve sólo en la hora final. Hay personas que previniendo esta
situación han firmado, cuando están sanas, instrucciones para que no se las
someta, llegado el caso. A procedimientos extraordinarios y se les eviten las
molestias de una Así un grupo de sabios, entre ellos tres premios Nobel, firmaron
hace cuatro años un documento pidiendo que no se intentara mantenerlas en vida
a cualquier precio y que, llegado el fin, se les dejara morir en paz. La familia por su
parte, puede presionar en un sentido o en otro. Mirando la utilidad de seguir,
dolidos de la prolongación de la agonía y el sufrimiento de su enfermo, es
frecuente que reclamen la abstención.

¿Y el médico? Cuando llega al convencimiento de lo inevitable, pueden plantearse


para él la gran interrogación. Unas veces es fácil de decidir, en otras es duro
problema de conciencia. porque es él y sólo él quien ¿$a a decidir en definitiva.
Por un lado el deber profesional, por las exigencias de su ética que le ordenan
poner todo su esfuerzo, toda su devoción en favor del enfermo para salvarlo. Por
oirá, su razón, que le indica la inutilidad de prolongar una lucha estéril, que sólo
procura molestias, sufrimientos y gastos innecesarios. ¿Que hacer? ¿Proseguir ?
¿detenerse? Analicemos las diferentes situaciones.

Cuando el enfermo esta inconsciente, como es el caso del que lleva tiempo sin
reacción a los estímulos, con EEG plano y que sólo conserva las funciones
vegetativas, el médico admite que aquel cuerpo está muerto, o cuando menos,
como se ha dicho, que se trata de un cerebro muerto en un cuerpo vivo. Para
nosotros médicos, no hay duda de que se llama muerte; basta con suspender los
artificios técnicos, con desconectar los aparatos que mantienen la apariencia de
vida, para que todo cese. Y no es problema de conciencia hacerlo. Sólo habría
que contar con la autorización de la familia para evitarse posibles reclamaciones
jurídicas. La ley misma admite entre nosotros (no en todos los países) que la
definición cabal de la muerte la da la muerte cerebral comprobada

Un caso ilustrativo es el que he referido en un trabajo reciente. Se trataba de un


médico antiguo discípulo y amigo, a quien atendí por un infarto del miocardio.
Años después, en un segundo infarto, presentó paro cardiaco. El choque
eléctrico no fue de pronto efectivo y tardo varios minutos en lograrse la
resucitación. Desgraciadamente el enfermo quedo descerebrado. En esas
condiciones fue llevado al instituto de Cardiología y fui llamado para examinarlo.
Comprobé la realidad de la muerte cerebral: pero a la mitad del examen sobrevino
un nuevo paro del corazón. Uno de los jóvenes residentes acudió
apresuradamente con el estimulador eléctrico para dar un nuevo choque.
Sorprendido vio que lo detuve diciéndole: " Es inútil. Si logra usted que lata de
nuevo el corazón. No por eso le habrá devuelto la vida. Esta descerebrado. Hay
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que dejarlo morir en paz. " Un acto así, ¿es eutanasia? De ningún modo: es sólo
renunciación a un procedimiento extraordinario que en nada beneficia a un
hombre que ya ha muerto como persona y sólo arrastra una pobre vida vegetativa.

Una situación menos clara de decidir es la del enfermo crónico , fatalmente


condenado, pero lucido y sometido al sufrimiento físico y psíquico de su etapa
final. El caso del canceroso, por ejemplo, invadido de metástasis y con fallas
funcionales de todo orden. La terapéutica frondosa de radiaciones, de
quimioterapias, de transfusiones, de oxigenación y de analgésicos ha agotado ya
sus beneficios. ¿ Qué hacer ? Suspender todo tratamiento sería una forma de
desamparo cruel, así lo pida el propio enfermo en su desesperada renunciación a
vivir. Pero si cabe suspender toda lucha por detener el mal y limitarse al empleo
de lieos, de tranquilizadores y de somníferos que emboten el I sufrimiento físico y
la angustia. No importa que el empleo de esas drogas disminuya la resistencia del
enfermo y acorte en horas o en algunos días su vida. Es acortar sólo su etapa
terminal.

Nadie podría decir que ha habido en esta forma eutanasia, la genuina, la activa, la
que provoca con el empleo de drogas que tienen efectos letales per se. A lo sumo
podría hablarse y no siempre con justificación de eutanasia pasiva, la que no
constituye una agresión, sino que es solo ayuda piadosa para hacer menos larga y
penosa la agonía y cara la llegada de la muerte.

Limitada a eso, no choca con la religión, que ordena "No matarás". Ya pío XII lo
sentencio diciendo que estos casos no hay obligación moral de recurrir a los
medios extraordinarios, que con los ordinarios basta para auxiliar al prójimo. No
choca con la ley, que no castiga el suicidio, pero si la ayuda para penetrarlo, igual
que castiga sólo la eutanasia activa, así sea por móviles de piedad. No choca
tampoco con la ética profesional, que no obliga, que nos obliga a ayudar con
empeño a nuestros enfermos, pero no ha someterlos a prácticas que por mucho
que sean científicas, se vuelven en estos casos inhumanas.

Actuar limitadamente así es una forma de respetar la dignidad del paciente,


dejándolo morir en paz, calmadamente, en la actitud serena, en cuanto cabe, del
hombre que termina su jornada sin luchar, sin forcejeos, sin la tortura de eso que
se ha llamado el encarnizamiento terapéutico. Jean Thermitte nos lo recuerda en
frase feliz: " El respeto a la vida comienza por el respeto a la muerte Todo hombre
tiene derecho a morir en paz y a su hora."

Queda una última situación por considerar: ésa que si merece el nombre de
eutanasia, la de poner fin deliberadamente a la vida del enfermo que está
condenado a morir en un plazo más o menos corto, pero indeterminado, que
puede ser de semanas o aun de meses. El acto puede estar inspirado en la piedad
y aun obedecer a la petición angustiada, del pronto enfermo. Sin embargo, es acto
que la ley no autoriza y que no cabe en la ética profesional Después de todo, es
dar muerte a un hombre, y nosotros, médicos, estamos para salvar vidas, no para
trocharlas.
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Quizás en tales casos la conciencia del médico no sufra, sabiendo que con un
acto sólo ha buscado aliviar de dolores y de angustias a un hombre condenado a
muerte Sin embargo, la eutanasia real, activa, es ante la ley de un homicidio y un
médico que se otorgue esa libertad de decisión sería visto en la sociedad como un
peligro. La profesión médica misma sufriría pérdida en la confianza general si esa
práctica llegará a generalizarse o a permitirse cuando menos.

Limito a lo anterior la discusión del tema que me fue señalado del respecto que
merece el enfermo que llegará a su etapa final y de los limites que tiene la
decisión médica. Quedaría por discutir el derecho del enfermo a saber la verdad
de su estado y el conflicto en que se mira el médico para no herirlo. Falto de
tiempo para esa discusión, me limitare a sintetizar las tesis que hoy he sustentado.

En un Simposio tenido recientemente en el Instituto Nacional de Cardiología sobre


los derechos del enfermo, los resumí en los siguientes cinco. A mi juicio los más
importantes: (1) derecho a que se respeten su vida y su integridad física. (2) a
recibir atención médica impartida con todos los recursos de la ciencia y toda
devoción: (3) derecho a que se respete cabalmente su dignidad de ser humano, lo
mismo en la vida que a la hora de morir; (4) a saber la verdad de su estado de
salud, para hacer los preparativos que juzgue necesario, y (5) a que el médico
guarde en secretos las confidencias que le haya hecho.

Los deberes del médico, afirme en esa ocasión, son los correlativos a esos
derechos, impartidos tanto de carácter científico como de orden moral, pero en el
fondo, más del orden moral que del técnico. En efecto, poner devoción e Interés
en la atención del enfermo es algo que no depende de la educación científica, sino
de la educación moral del médico. Respetar la dignidad del paciente no
atendiéndola en forma fríamente desdeñosa e inhumana ni sometiéndolo a
explosiones o tratamientos molestos e injustificados o a traumas emocionales, no
es resultado del saber científico sino que brota de la conciencia del médico, como
fruto de su elevación moral igual podría decirse del respeto del secreto médico.
Louis Portes, el eminente jurisconsulto francés, lo justifica diciendo que " no hay
medicina sin confianza, ni confianza sin confidencia, ni confidencia sin secreto ".
De aquí la obligación de conservarlo.

De lo anterior puede concluirse que el respeto a los derechos del enfermo, en


especial a su dignidad de hombre, va más allá de lo que exige la preparación
académica del médico y que falla a ese respeto es grave la falta de ética
profesional.
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Morir Dignamente

Juan Masiá Clavel 3.


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Atrio - 05-Febrero-2009

Siembran desconcierto, sobre el caso de “Eluana”, las expresiones “matar de hambre y


sed” o “dejar morir de hambre”, usadas por algunas instancias eclesiásticas (con buena
voluntad, pero con malentendidos) al condenar la decisión de asumir la llegada de la
muerte con dignidad, a la que confunden con una eutanasia irresponsable. Hay que
aclarar planteamientos.
Ni la sonda, más medicación que alimento, se debe comparar con un bocadillo, sino con
una inyección, ni la persona está “retorciéndose de angustia por hambre y sed”, sino
necesitada de que la dejemos descansar en paz. Eluana es acreedora al respeto a su
dignidad personal, de la que está dotada como cualquier otra persona, no por ser enferma
ni por hallarse en situación de estado vegetativo durante tantos años, sino simplemente
por el hecho de ser persona hasta la consumación del proceso de morir.

Las condiciones calificables como indignas en que puede encontrarse una persona, ya
provocadas por enfermedad o por circunstancias exteriores, no deben confundirse con la
pérdida de la dignidad personal, que se tiene desde el principio de la vida hasta el final
(como recuerda la instrucción Dignitas personae, n.1).

Nunca habíamos tenido tantos recursos para prolongar la vida, pero espada de doble filo:
la vida está favorecida y amenazada por las tecnologías que la manejan. Mantenemos,
sin dejarles morir, a quienes en otro tiempo habrían fallecido mucho antes. Pero ha
aumentado la conciencia de la autonomía: la persona paciente; al acercarse al final de la
vida, siente amenazada su dignidad y su autonomía, no tanto por la muerte cuanto por el
modo de morir. Hoy urge plantearse cómo vivir el proceso de morir, sobre todo en
situaciones críticas como el presente caso.

Tan injusta es la prolongación indebida como la aceleración irresponsable del final, si y


cuando se hace contra la voluntad, autonomía y dignidad de la persona paciente.

3 (Murcia, 1941 - ), teólogo y escritor jesuita español. Vivió más de veinte años en Japón. Fue director del Departamento
de Bioeticaen el Instituto de Ciencias de la Vida de la japonesa Universidad de Sofia, profesor de Bioética y antropologia
en la Facultad de Teología de la misma universidad. Fue profesor invitado de Antropología filosófica de 1988 a 1998 en
la Unviersidad Pontificia de Comillas y ha dirigido la Cátedra de Bioética de la misma Universidad de 2004 a 2006. En
este último año, calificar como "mitad cómico, mitad anacrónico" el debate eclesiástico sobre el uso del preservativo le
costó hace dos años al jesuita la carrera universitaria y el secuestro de su libro Tertulias de bioética. Manejar la vida,
cuidar a las personas en Madrid, por presiones directas de Roma y del obispo auxiliar de Madrid, presidente en España
de la Comision para la Doctrina de la Fe. Como consiliario de la Asociacion de Medicos catolicos de Japony colaborador
en comisiones de bioética de la Conferencia Episcopal japonesa. Hoy es coadjutor en la parroquia de Rokko, de los
jesuitas, en Kobe (Japón) y profesor de Bioética en la Universidad Católica Santo Tomás, de la diócesis de Osaka, y
colaborador en Tokio de la comisión católica de Justicia y Paz y de la sección japonesa de la Conferencia Mundial de
Religiones por la Paz. Es uno de los firmantes del manifiesto Ante la crisis eclesial, junto con otros 300 pensadores
cristianos.

4 http://www.atrio.org/
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El término “muerte digna” ha sido cuestionado por su ambigüedad y por el uso de dicho
adjetivo para calificar la muerte. “Morir dignamente” es una expresión mejor que “muerte
digna”, porque la dignidad se refiere a la persona. “Morir dignamente” sería recorrer con
autonomía y dignidad el proceso de morir. Se acentúa así cómo vivir el proceso de morir,
con la frase acuñada por R. Mc Cormick: how to live while dying..

Con anterioridad a las cuestiones controvertidas (en las que no es siempre posible dar
una respuesta única, ni es fácil trazar líneas delimitadores cien por cien de lo que se debe
o no se debe hacer, ni se puede evitar la imprecisión entre dejar morir o provocar la
muerte…) hay que tener presente la importancia de la reflexión antropológica sobre el
morir humano.

Es importante la distinción entre el sustantivo muerte y el verbo morir. Se refiere el


primero al momento (difícilmente identificable de modo puntual en la mayoría de los
casos) y el segundo remite al proceso. Pero, además, hay que distinguir dos procesos
paralelos, el biológico y el humano. Ambos son importantes, así como la repercusión de
ambos en el entorno familiar y social. Es igualmente importante el modo de situarse cada
persona ante la muerte propia y de otras personas.

Hay que plantear el criterio fundamental. ¿Se respeta en esta decisión la autonomía y
dignidad de la persona paciente?¿Es ese respeto la motivación básica que apoya la
decisión última, cualquiera que sea ésta?

Imaginemos dos situaciones semejantes a la de Eluana, “A” y “B”, ante las que se han
adoptan dos decisiones diferentes. En la situación “A” se ha adoptado una decisión de
dejar que llegue la muerte (no de matar). En la situación “B” se ha adoptado una decisión
de seguir prolongando artificialmente la vida biológica. Si la motivación básica que ha
fundamentado ambas decisiones respeta la dignidad y autonomía de la persona paciente,
ambas son éticamente asumibles. De lo contrario, no lo son. Este enfoque es
radicalmente distinto del que se limitase a decir un sí a la primera y un no a la segunda, o
viceversa; por ejemplo, quienes dijesen que no a la primera por miedo a que se confunda
con la eutanasia, o quienes se precipitasen a decir que sí a la segunda por estar a
ultranza a favor de la eutanasia, pero en condiciones que no respetasen la autonomía y
dignidad de la persona paciente.

Hay que evitar los enfoques simplistas, exclusivamente disyuntivos y dilemáticos. Sería el
caso, por ejemplo, de reducirse a preguntar si se debe “quitar o no quitar la sonda” o
considerar algo a priori como “ordinario o extraordinario” en cualquier caso y sin
excepciones. Hay que evitar los enfoques disyuntivos como, por ejemplo, identificar la
postura pro-vida con la prolongación a ultranza o identificar la toma de decisión de retirar
la sonda como si fuese un acto eutanásico injusto e irresponsable… Más bien habrá que
preguntarse si los recursos que vamos a usar son para prolongar la vida o su calidad
durante el proceso de morir, o son meramente formas de prolongar ese proceso.

Pero, en todo caso, más que un debate polarizado en discutir si un determinado medio es
ordinario o extraordinario, habría que centrarse en los polos responsable-irresponsable.

F. de Vitoria decía en sus Relectiones, en el siglo XVI, que si una persona está tan
enferma y deprimida que el comer puede llegar a convertirse para ella en una pesada
carga no hace nada malo por no comer. Tampoco hay obligación, decía, de comer
manjares óptimos, aunque sean los más sanos, ni se está obliga¬do a vivir en el clima
más sano o a tomar la comida más nutriti¬va. No se está obligado a usar una determinada
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medicina para prolongar la vida, aun cuando fuese probable el peligro de muerte como,
por ejemplo, tomar un fármaco durante algunos años para evitar fiebres. Para Vitoria la
noción de pesada carga incluía más que el mero malestar físico. Sobre los fármacos
decía: «Como raras veces es seguro el efecto curativo no se está obligado a usarlos
aunque se esté muy enfermo.» Daba también razones para abstenerse de alimentación
que ayudaría a la salud o para no mudarse de residencia en pro de la salud: la elección
de un bien (estabilidad familiar, deseo de un determinado modo de vida, etc.) que
convierte en oneroso al otro bien (comer o mudarse de lugar) lo justifica. Vitoria pensaba
que un enfermo no está obligado moralmente a suprimir el vaso de vino en su comida,
aun sabiendo que le podría acortar la vida. Pero tampoco veía obligación de lo contrario.
Se nota en su enfoque una relativización del valor de la mera vida biológica y su
prolongación. Porque no quiere Dios, decía, que nos preocupemos tan exageradamente
de alargar la vida. «Nec enim Deus voluit nos tam sollicitos esse de longa vita». Para
Vitoria el que un recurso médico fuese considerado extraordinario, exagerado o
desproporcionado no dependía de que fuese muy costoso económicamente o muy
complicado técnicamente, sino del grado de carga que suponía para la persona, por
contraste con el beneficio que posiblemente podría reportarle.

A la luz de estos criterios, tan tradicionales en la moral teológica, se podrían y deberían


enfocar los temas de la futilidad, la limitación del esfuerzo terapéutico, la nutrición e
hidratación artificiales, etc., con mucha mayor flexibilidad de lo que se hace a menudo por
parte de instancias eclesiásticas.

La Congregación para la Doctrina de la Fe publicó hace dos años un documento del que
hay que disentir respetuosa y responsablemente desde la ética y desde la teología. Con
fecha de 1 de agosto de 2007, se hizo pública la respuesta de dicha Congregación,
firmada por el Cardenal Levada, a dos preguntas de la Conferencia Espiscopal de
Estados Unidos sobre la nutrición e hidratación artificial de pacientes en estado vegetativo
permanente. El documento considera la nutrición e hidratación artificiales como medios
“ordinarios, proporcionados y obligatorios”. Es una afirmación que contradice todas la
tradición de moral teológica que acabamos de citar, ejemplificada en Vitoria. El texto
aparece en la página de internet del vaticano en el apartado de “documentos doctrinales”
de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Pero las cuestiones de bioética no son cuestiones doctrinales y, por tanto, no son de la
competencia de dicho dicasterio. Da como razón para no hacer excepciones a la
administración de nutrición y alimentación la finalidad de estos medios: la preservación de
la vida, a la que dice tiene derecho la persona paciente por su fundamental dignidad
humana. Es cierto y estaremos de acuerdo en afirmar y defender la dignidad de esa
persona. Pero de ahí no se sigue que esa protección se identifique con la preservación de
la vida biológica a toda costa en todos los casos. Si se suspende responsablemente la
nutrición e hidratación no es porque se ignore o minusvalore la dignidad de esa persona,
sino precisamente porque se la respeta y se ha llegado a la conclusión de que esa
suspensión es la mejor forma de respetarla. Pero, sobre todo, este documento vaticano
representa la postura contraria a la que veíamos antes al afirmar que son posibles dos
respuestas opuestas, pero igualmente responsables éticamente ante una misma
situación. La manera autoritaria, dogmática y sin lugar para excepciones del documento
vaticano tendrá que ser cuestionada desde el disentimiento respetuoso pero
honradamente crítico de quienes se dediquen a la bioética con perspectivas teológicas.
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Welby, la muerte y yo 5
Cardenal Carlo Maria Martini 6
- 31-Enero-2007

Con la fiesta de la epifanía 2007 entré en el vigésimo séptimo año de episcopado


y estoy a punto de entrar, Dios mediante, también en el octogésimo de año de
edad. Aun habiendo vivido en un período histórico tan atormentado (piénsese en
la segunda guerra mundial, en el Concilio y el postconcilio, en el terrorismo,
etcétera), no puedo más que mirar con gratitud todos estos años y a cuantos me

5El suceso que ha empujado al cardenal Martini a intervenir de nuevo sobre el tema de la eutanasia es el de Piergiorgio Welby: un
enfermo grave que – como ha escrito el mismo cardenal – “con lucidez ha pedido la suspensión de las terapias de sostén respiratorio,
constituidas en los últimos nueve años por una traqueotomía y por un ventilador automático”.

En las últimas semanas del 2006 el pedido de Welby de interrumpir la propia vida sacudió la opinión pública en Roma y en Italia, con
una intensidad casi igual a la del caso de Terry Schiavo en Estados Unidos. Ha involucrado y dividido la comunidad católica, la
comunidad científica y el mundo político, con una fuerte movilización de personas a favor de la legalización de la eutanasia. Welby
yacía enfermo, pero siempre lúcido y capaz de expresarse, en su casa de Roma. La esposa, la madre, la hermana, son católicas
practicantes. De él, en cambio, la esposa ha dicho: “No sé si pensaba de verdad que existía un más allá o si creía en Dios”. En todo
caso, en torno a él y en su nombre, en los días anteriores y posteriores a su muerte, se celebró, bajo los ojos de todos, una liturgia
laica hecha de vigilias nocturnas, de súplicas de solidaridad, de campañas humanitarias, de conmoción navideña.

La muerte, procurada por un médico, llegó para Welby tres días antes de Navidad. Y a la solicitud de un funeral religioso hecho por la
esposa, la diócesis de Roma – de la que es obispo el Papa, con el cardenal Ruini como vicario – respondió con un “no” por los
siguientes motivos: “Porque a diferencia de los casos de suicidio en los cuales se presume la falta de las condiciones de plena
advertencia y deliberado consentimiento, era conocida, en cuanto repetidamente y públicamente afirmada, la voluntad del Dr. Welby
de poner fin a su propia vida, lo que es contrario a la doctrina católica”. Sin quitar el deber de la oración.

A la negación de los funerales religiosos los familiares, amigos y sostenedores de Welby respondieron celebrando un rito laico en la
plaza que queda cerca, delante de la parroquia. Era la mañana del domingo 24 de diciembre. A medio día, en el Ángelus, Benedicto
XVI dijo a la multitud que llenaba la plaza San Pedro: “En el Dios que se hace hombre por nosotros nos sentimos todos amados y
acogidos, descubrimos que somos preciosos y únicos a los ojos del Creador. La Navidad de Cristo nos ayuda a tomar conciencia de
cuanto vale la vida humana, la vida de cada ser humano, desde su primer instante a su natural ocaso”.

En amplios sectores del mundo católico italiano, sin embargo, el sentimiento general era de otro tipo. El 10 de enero “Avvenire”, el
diario de la conferencia episcopal italiana, publicó una parte de las numerosísimas cartas recibidas sobre el caso Welby. Eran todas
contra la decisión de negarle los funerales religiosos. Sólo la nota del director de “Avvenire”, Dino Boffo, asumía la defensa de la
diócesis de Roma.

6La libertad y la sensatez evangélica con que el Cardenal Martini afronta los problemas de la bioética ha vuelto a manifestarse tras
su entrevista del mes de abril cuyo texto ofreció ATRIO. Ahora, en un contexto muy polémico en Italia ha vuelto a hablar muy en
concreto sobre el legítimo acortamiento de la vida en algunos casos. El artículo del que podía haber sido papa ha caído como una
bomba en la curia romana, rigorista hasta el extremo en esta materia. [Publicado en Il Sole 24 Oreel 21 enero 2007].
Nació en Turin en 1927. Ingresó a la Compañía de Jesús el 25 de septiembre de 1944, a los 17 años de edad. Martini fue ordenado
sacerdote en 1952 y comenzó una carrera fulgurante, tanto en el ámbito académico como en el eclesiástico. Es un auténtico experto
en la crítica textual del Nuevo Testamento. Tiene varios doctorados y domina seis idiomas, además del latín, del griego y del hebreo.

En 1979 el Papa lo designó arzobispo de Milán. Desde su diócesis, Martini se ha convertido en uno de los cardenales más respetados
por parte de los ambientes más progresistas y alejados de la moral y doctrina católica. Ha escrito más de 50 libros, muchos de ellos
best-sellers, como el que escribió con el semiólogo Umberto Eco.

Temido y acosado por los conservadores de dentro y de fuera de la Curia, está acusado de ser demasiado liberal. Por eso, muchos
católicos, sobre todo los del ala más progresista, tenían puesta su confianza en él por haber sido uno de los papables con más
posibilidades.
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ayudaron a vivirlos con suficientes serenidad y confianza. Entre ellos debo


mencionar también a los médicos y enfermeros a quienes, sobre todo desde hace
un cierto tiempo, he necesitado para mantener el trabajo diario y para prevenir
achaques debilitantes. De estos médicos y enfermeros he apreciado siempre la
dedicación, la competencia y el espíritu de sacrificio. Me doy cuenta sin embargo,
con algo de vergüenza y desconcierto, que no todos han gozado de la misma
atención y cuidados. Mientras se habla de evitar cualquier forma de
“ensañamiento terapéutico”, me parece que en Italia estamos todavía en la
situación contraria, es decir. en una especie de “negligencia terapéutica” y de
“espera terapéutica demasiado larga”. Se trata especialmente de los casos en los
que las personas deben aguardar también mucho antes tener una prueba que ha
sido pedida como necesaria o urgente, o de otros casos en los que las personas
no pueden ser acogidas en los hospitales por escasez de plazas o son
desatendidas. Es un aspecto de lo que viene a veces definido como “mala
sanidad” y que marca una discriminación en el acceso a los servicios sanitarios
que por ley tienen que estar a disposición de todos de la misma manera.
Ya que, cómo dije antes, los enfermeros y los médicos hacen lo que les
corresponde con gran dedicación y respeto, se trata probablemente de problemas
de estructura y de sistemas de organización. Sería por lo tanto importante
encontrar procedimientos institucionales –independientes de la dinámica exclusiva
del mercado que lleva en la salud a privilegiar las intervenciones médicas más
remunerativas y no las más necesarias para los pacientes–, que permitan acelerar
las acciones terapéuticas y la ejecución de las pruebas necesarias.
Todo esto nos ayuda a orientarnos con respecto a casos recientes en los
noticiarios de la crónica que nos hicieron tomar conciencia de la creciente
dificultad que acompaña la toma de decisiones en la fase terminal de una
enfermedad grave. El caso reciente de P. G. Welby, que con lucidez pidió la
suspensión de las terapias de asistencia respiratoria, consistente desde hacía
nueve años en una traqueotomía y un ventilador automático, sin posibilidad alguna
de mejoría, ha tenido una especial resonancia. Especialmente por la intención
obvia de algunas fuerzas políticas de ejercer una presión en favor de una ley que
favorezca la eutanasia. Pero situaciones como ésta serán cada vez más
frecuentes y la misma Iglesia tendrá que prestarle también una atenta
consideración pastoral.
La creciente capacidad terapéutica de la medicina permite prolongar la vida
incluso en buenas condiciones durante un tiempo impensable. Sin duda el
progreso médico es muy positivo. Pero al mismo tiempo las nuevas tecnologías
que permiten intervenciones cada vez más efectivas en el cuerpo humano
requieren un suplemento de sabiduría para no prolongar los tratamientos cuando
ya no benefician a la persona.
Es importantísimo en este contexto distinguir entre eutanasia y abstención del
ensañamiento terapéutico, dos términos que se confunden frecuentemente. La
primera se refiere a un gesto que intenta abreviar la vida, causando positivamente
la muerte; la segunda consiste en la “renuncia… a la utilización de procedimientos
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médicos desproporcionados y sin la razonable esperanza de resultado positivo”


(Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, N. 471). Evitando el
ensañamiento terapéutico “no se quiere… ocasionar la muerte: se acepta no ser
capaz de impedirla” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.278) asumiendo asó los
límites propios de la mortal condición humana.

El punto delicado es que para establecer si es conveniente una intervención


médica no se puede recurrir a una regla general casi matemática, de la que se
deduzca el comportamiento adecuado, sino que es necesario un discernimiento
atento que tenga en cuenta las condiciones concretas, las circunstancias y las
intenciones de los sujetos implicados. Especialmente no se puede ignorar la
voluntad del enfermo, en cuanto a él compete –también desde el punto de vista
jurídico, salvo excepciones bien definidas– valorar si los cuidados que le
proponen, en esos casos de extrema gravedad, son realmente proporcionados.
Por otra parte, esto no equivale a dejar al enfermo solo en el momento de hacer
evaluaciones y tomar sus decisiones, según una concepción del principio de
autonomía que tiende erróneamente a considerarla como absoluta. Es
responsabilidad de todos acompañar a quien sufre, sobre todo cuando el momento
de la muerte se acerca. Quizás sería más correcto hablar no de “la suspensión de
los tratamientos” (y menos todavía de “desconectar el enchufe”), sino de la
limitación de los tratamientos. Resultaría así más claro que la asistencia debe
continuar, redimensionándose a las verdaderas exigencias de la persona,
asegurando por ejemplo la sedación del dolor y las curas de enfermería.
Precisamente en esta línea se mueve la medicina paliativa, que reviste por tanto
una gran importancia.
Desde el punto de vista jurídico, queda abierta la exigencia de elaborar una
normativa que, de una parte, consienta reconocer la posibilidad del rechazo
(informado) de los cuidados –en cuanto considerados desproporcionados por el
paciente–, y por otra parte proteja al médico de eventuales acusaciones (como la
de asesinato consentido o de ayuda al suicidio), sin que esto implique en modo
alguno la legalización de la eutanasia. Una empresa difícil, pero no imposible: ellos
me dicen que por ejemplo la reciente ley francesa en esta materia parece haber
encontrado un equilibrio que si no es perfecto, por lo menos capaz de conseguir
un suficiente consenso en una sociedad pluralista.
Al insistir tanto en que hay que evitar el ensañamiento y en temas semejantes
(que tienen un alto impacto emocional también porque afrontan la enorme cuestión
de cómo vivir de manera humana la muerte) no se debe olvidar el primer problema
que he querido subrayar, a partir de mi experiencia personal. Sólo mirando más
hacia arriba y más hacia adelante es posible valorar el conjunto de nuestra
existencia y juzgarla a la luz no de criterios puramente terrenos, sino bajo el
misterio de la misericordia de Dios y de la promesa de la vida eterna.

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