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PSICOANÁLISIS, MITO Y REALIDAD

Pedro Morales Paiva


1983

El tema que voy a desarrollar, creo que, de alguna manera, tiene que ver
con reflexiones vinculadas con la elaboración del término de mi formación
psicoanalítica. Me refiero, obviamente, al período formal de dicha formación ya
que, en realidad, ésta nunca termina.

Como forma de ir ubicándonos en la materia en cuestión, empezaré


echando una ojeada al concepto de mito. El diccionario de la Real Academia
Española, en su decimonovena edición, nos dice lo siguiente: “… fábula, ficción
alegórica, especialmente en materia religiosa”. Sobre fábula encontramos la
siguiente referencia: “… ficción artificiosa con que se encubre o disimula la
verdad…” “relación falsa, mentirosa, de pura invención, destituida de todo
fundamento…”

Estas dos definiciones tienen un argumento común respecto a la


circunstancia mítica y es que se está frente a una situación en la que hay una
verdad tan sólo aparente y con una intención que tiene que ver con el
ocultamiento de algo. Todo esto estaría, a su vez, relacionado con las
circunstancias que les son propias a las religiones.

Es interesante descubrir en el libro “Mitología Griega”, de Georges


Meautis, que etimológicamente el término mito sólo quiere decir palabra,
discurso, en oposición a acción. Este autor menciona, asimismo, que en
Homero tiene el sentido de relato (verdadero o falso) y que es recién en el siglo
V, que por primera vez aparece su sentido de ficción en oposición a relato
verídico. Entiende este autor como natural que el sentido de ficción aparezca
en forma tardía, ya que antes los relatos sobre dioses y héroes eran
considerados como reales.

Veamos, ahora, lo que nos dice sobre el mito un autor psicoanalítico.


Tomaremos, para tal efecto, uno de los trabajos presentados por Mauricio
Abadi sobre este tema, en la Asociación Psicoanalítica Argentina. En éste,
Abadi reúne una serie de características que constituyen lo que denomina “el
encuadre religioso del mito”. Estos caracteres serían -a su entender- la
esencia del mito.

El primero de dichos caracteres -y para el autor, la condición “sine qua


non”- es la postulación de lo numinoso, es decir, “dios padre (o madre),
asumido como contenido (conciente o inconsciente). Existe dios, dios es y es
para siempre, más allá del deterioro del tiempo, más allá del devenir humano,
más allá de la muerte”.

Otra cosa que señala el autor en su artículo es que el mito es fundante


de un rito, de un ritual conmemorante y rememorante de la epifanía de lo
numinoso. Al respecto, dice: “… no solamente la liturgia, el ceremonial
manifiesto evoca la epifanía del mito. También, lo evocan innumerables

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conductas grupales, que son, en último término, ritos desacralizados. ¡Cuántos
de nuestros hábitos sociales son inconscientemente la prolongación
desacralizada y/o reprimida de rituales originariamente manifiestos!”

Otra idea, que extraigo de ese trabajo, es que el mito tiene una esencia
mágica. Dice Abadi: “… todo mito intenta subvertir la subordinación del
acontecer psíquico al principio de realidad. No hay mito sin pensamiento
mágico, sin un intento de cerrar lo real entre paréntesis, de declarar suspendida
la vigencia de lo real”.

Encuentra, también, este autor que es característica del mito el ser


normativo y que sugiere las leyes fundamentales de la convivencia entre dioses
y hombres, entre padres e hijos. Dice al respecto: “… la moraleja que siempre
se desprende de todo mito recuerda el respeto que se debe a los padres y el
arrepentimiento y la expiación si se viola su ley”.

Hay muchísimas más cosas que este autor aporta sobre el tema en su
interesante trabajo pero, por razones que tienen que ver con la orientación de
estas reflexiones, me he limitado a extraer sólo las citas anteriores.

Desde las propuestas conceptuales que nos encaminan a la


comprensión del fenómeno mítico, resalta el sentido falaz y mágico, lo cual, a
su vez, nos remite a una característica del proceso primario. El proceso de
mitificación tendría, como principal pretensión, mantener vigentes las leyes o
principios del proceso primario.

Como destaco a lo largo de este trabajo, esta circunstancia cumple con


una necesidad implícita, que corresponde al sistema preconsciente-conciente;
es decir, la de instalar los contenidos o valencias del inconsciente en una
dimensión simbólica accesible al entendimiento y a la transmisión desde un
nivel de representación adecuado a las características del entorno.

Desde este punto de vista, las palabras también son míticas, ya que
pretenden dar cuenta de fenómenos o cosas que desde sí mismas no son.

Quisiera enfatizar que, para que una mitificación se estructure como tal,
es necesario que el sujeto, que se aproxima a ese fenómeno, no tenga
conciencia de ello. Es decir, que no pueda cuestionarse el fenómeno mismo y,
por lo tanto, aproximarse a la realidad de la dimensión de representatividad o
sustitución que lo mitificado supone.

El surgimiento de la palabra supone el reconocimiento de la incapacidad


de tramitar con el recurso omnipotente de la satisfacción inmediata del deseo.
Desde el comienzo, la palabra conlleva esta primitiva pretensión, pero,
también, admite la presencia de otro; un otro distante de la original situación
simbiótica, que deviene en mítica en el intento de dar cuenta de ella.

Ahora bien, para que un mito pueda ser mantenido, requiere de un cierto
refuerzo desde las confluencias grupales. Esto no contradice el que existan

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mitos estrictamente individuales, pero los movimientos grupales favorecen la
mitificación con la consiguiente merma del razonamiento crítico.

Si surge un elemento, un líder representativo, con fuerza y exigencia


respecto a un nivel determinado de convicciones, medianamente sostenido por
la razón pero fuertemente amparado por contenidos afectivos primarios,
además de movilizar sentimientos de exclusión, de castigo, de no afecto, de no
identidad, el mito indefectiblemente se instalará y el líder irá adquiriendo una
dimensión de poder cada vez mayor, la que constituye un fuerte atractivo para
quienes buscan la satisfacción de sus niveles más primarios de realización.

Así, el saber, el conocimiento y el desarrollo personal no importan tanto


como la representatividad y el poder omnímodo. La sensación correspondiente
a esta situación es la de poseer el falo, aunada a un sentimiento de falso
triunfalismo y permanente rivalidad respecto a todo aquello que suponga una
propuesta diferente, frente a la cual habrán manifestaciones de encono, rabia y
profundo resentimiento; expresiones propias de una ruptura narcisista
cualquiera.

Pese a lo planteado y en aparente contradicción con lo que desde ello


pudiera pensarse, es necesario mitificar, es importante revestir
emocionalmente con caracteres y libido narcisista. La esencia misma del poder
creativo está en ello.

Cierto es que se trata de un desfiladero por el que es fácil caer en la


concreción de un mito. Para atravesarlo, para encontrar la resultante creativa,
hay que sustraerse al “canto de sirena” que supone la tentación de erigirse en
“dueño de la verdad”, engrosando las filas de quienes por coincidencia se
encuentran en la misma dimensión y alimentarán la tal convicción. Estos
“elegidos” quedan revestidos por un halo mágico-omnipotente. Son los héroes,
semidioses que mantienen un poder oculto. Singularmente, es muchas veces
desde los demás que se alimenta esta sensación de poder, ya que a éstos les
subyace esta misma avidez de poder.

Vemos, hasta aquí, que la inicial y escueta propuesta del Diccionario de


la Real Academia de la Lengua Española ha ido tomando cuerpo en relación a
las implicancias del mito. Podemos pasar, entonces, a tratar sobre el nexo
propuesto, por el título del presente trabajo, entre mito y psicoanálisis.

Mito y formación psicoanalítica

Una de las cosas que, en primer lugar, se me ocurre abordar, es lo que


atañe a la formación psicoanalítica. Toda esa serie de requisitos y exigencias
que hay que cumplir y que, en más de una oportunidad, me hicieron sentir que
estaba en medio de un rito de iniciación. Pero… ¡es que se parece tanto! Hay
condiciones que tienen que cumplirse de todas maneras y que, de no ser así,
conllevan el riesgo de algo parecido a la excomunión.

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En todo este trámite es difícil transcurrir sin sentirse verdaderamente
comprometido. Las aguas que encontramos en su curso nunca dejan de ser
movidas y tal vez sólo desde la quietud del “después” podemos echar una
ojeada al “entonces”.

La prosecución de la carrera aparece muchas veces como estimulada


por el premio de convertirse al final en un iniciado, en un semi-dios, poderoso y
omnisapiente. ¡Tener el falo… ser el falo! Bueno… y llega el final y no hay
omnipotencia ni falo. Claro está que depende de cada situación particular.
Existe el riesgo de que al final de todo este proceso tengamos a un elegido, a
un semi-dios que se niega a aceptar la frustración y se erija (o se erecte) como
poseedor del consabido falo. No hay un seguro contra tal situación.

Lo interesante es que, en la mayoría de los casos, ese mismo proceso


de formación “iniciática”, tan estricto y duro, tan desconcertante y difícil de
entender, es el que se encarga de posibilitar la salida de aquel
deslumbramiento fantástico.

Mirando retrospectivamente y alimentando mi caudal de convicciones


respecto a la formación analítica, creo realmente imprescindible el psicoanálisis
individual del candidato, más allá del eufemismo que se le adosa con la
denominación de “didáctico”. Creo esenciales las supervisiones y controles y
necesaria la aproximación a una revisión teórica amplia. El derivado de este
conjunto, el final, tendrá, así, menos de saber absoluto y de omnipotencia. Es
el final en el que la muerte del ideal narcisista es imprescindible (para que
pueda renacer y matarlo nuevamente). Se dará paso, así, a la posibilidad de
encontrar satisfacción en las prebendas que el no saber aporta al saber
creativo.

Es posible, como antes mencionara, no lograr este objetivo y la


consecuencia más visible es el entrampamiento en la situación mítica, la
necesidad de revestir elementos personales o teóricos como representantes de
algo más que un concepto o de una manera de pensar las cosas.

Desde esta circunstancia encontraremos la presión hacia la


conformación de adhesiones incondicionales y absolutas a las enseñanzas
impartidas por los maestros, una suerte de militancia o religiosidad en el
manejo de los planteamientos teóricos o técnicos, donde la posición personal o
grupal son propuestas como la única verdad, en desmedro de cualquier otra
posible lectura. Esta situación no puede llevar a otra cosa que a la rigidez y al
empobrecimiento, a la limitación en el desarrollo de lo esencial ya que la
intención está más cercana a la falsía mítica que a la verdad.

Mito y teoría psicoanalítica

A la situación anteriormente descrita contribuye la conocida resistencia


humana a abandonar sus reductos narcisistas. Al decir de Leclaire, la
necesidad de matar al ideal narcisista deviene en tarea cotidiana. Desde esta
condición permanentemente actuante, es difícil sustraerse a fascinaciones y

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sobredimensionamientos y así ocurre, por ejemplo, con la lectura de los textos
de Freud, cuyas obras son tomadas con la reverencia de libro sagrado (no en
balde muchos le dicen “la Biblia”); y sus conceptos, como corresponde a un
libro sagrado, son tomados como “palabra santa”.

Que pobre homenaje se hace así a sus enseñanzas. No hay nada más
ajeno a este autor que los conceptos cerrados. Muy al contrario de sus
lectores “míticos”, no deja de cuestionarse, de reformular cada idea, así haya
constituido ésta un elemento esencial de sus teorías. Creo que el gran legado
de Freud, su gran enseñanza, es el amor por la verdad, esa búsqueda
permanente del conocimiento, del saber auténtico, que es la esencia del
quehacer psicoanalítico.

Esta búsqueda del saber, desde el psicoanálisis, nos aleja del mito a la
vez que nos aproxima a él. En este último sentido estoy aludiendo a las
construcciones teóricas, utilizadas como referente de aquello que pretendemos
abarcar. No debemos olvidar que la estructura, el cuerpo teórico mismo del
psicoanálisis, está sustentada en planteamientos míticos que requieren, para
su aceptación, de un acto de fe.

Conceptos como “instintos”, “inconsciente”, “aparato psíquico”, etc., son


estrictamente intentos de llenar el vacío de verdad tangible. Siendo así, es
imprescindible tenerlo en cuenta a fin de cubrirse del riesgo de mitologizar la
teoría, entrampándose en ella.

El verdadero trabajo analítico no parte de una premisa teórica que busca


su verificación. La esencia de esta búsqueda consiste en hallar la verdad,
aquella verdad que, tarde o temprano, aparece ante nosotros. Es esa la verdad
de la que sabemos tanto… ¡y a la vez tan poco!

La verdad surge muchas veces pese a las ideas del analista. Los
referentes teóricos, en más de una ocasión, funcionan como interferentes de su
quehacer comprensivo. La teoría se reconstruye día a día, aportando de a
poco las piezas siempre cambiantes del complejo rompecabezas que es la
mente humana.

Mito y Técnica Psicoanalítica

Así como Freud fue modificando sus teorías en el curso de su desarrollo


como psicoanalista, también la técnica vio la necesidad de ir ajustando sus
variables a los nuevos conocimientos provenientes de la experiencia.

Suele ocurrir que cuando un autor psicoanalítico cree encontrar una


variable válida y digna de ser propuesta a sus colegas como posibilidad de
modificar la técnica, ésta origina una primera reacción de desconfianza y hasta
de rechazo. Es natural que así ocurra. Pasa en todos los campos. Lo que
considero resultado de una situación mítica es que esta propuesta de
modificación no sea examinada y tal vez reconocida. Es tan falaz el rechazo a
priori como la aceptación inmediata, entusiasta y carente de toda reflexión.

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Creo que los parámetros establecidos en torno al trabajo analítico
requieren ser evaluados adecuadamente e incorporados en el trabajo del
psicoanalista con el cargo de una larga digestión en la que tendrá que
encontrar cabida el sedimento de su experiencia personal.

Cuando iniciamos nuestra labor como psicoanalistas, muchas veces nos


preguntamos cuál es la mejor actitud: ¿quedarnos en silencio?, ¿ser
neutrales?, ¿distantes?, ¿interpretar sistemáticamente?, etc. Y, así, muchas
veces caemos en el error de querer aplicar el sistema aprendido como receta
de cocina. La verdad es que no existe una receta que se pueda aplicar de
forma indiscriminada. La única conducta válida, en el curso de un tratamiento,
será aquélla que surja de la específica circunstancia de cada caso. No
debemos olvidar que nuestra labor como psicoanalistas busca más la vía del
“levare” que la del “porre”.

El manejo de la técnica supone pues, también, la necesidad de


rescatarse de la mitificación de las enseñanzas recogidas desde las
supervisiones, la teoría y hasta desde el análisis personal. Es, en suma, la
tarea de procesar los niveles de identificación primaria que se nos pudieran
remover a lo largo de esta aproximación a la técnica.

Cuando no hemos podido delimitar adecuadamente los alcances y


limitaciones de la técnica psicoanalítica, caemos en el riesgo de su prescripción
inadecuada. No se puede proponer indiscriminadamente el psicoanálisis a
quien sea que concurre a nuestra consulta. No todo lo podemos resolver con
nuestra técnica y esto es mejor que lo tengamos muy presente, a fin de evitar
confrontarnos con esta realidad desde el fracaso del tratamiento y, en el peor
de los casos, desde situaciones iatrogénicas.

Desde el entrampamiento mítico respecto a los alcances de la técnica, el


analista puede llegar a pensar que lo puede resolver absolutamente todo, tal
vez hasta los problemas sociales que constituyen el entorno de la patología.
No podemos perder de vista el conjunto de recursos terapéuticos de los cuales
tan solo formamos parte. Por último, no debemos perder de vista que se trata
de resolver el o los conflictos del paciente y no de sustentar una teoría de la
técnica.

Mito y Psicoanálisis

Muchas veces es el paciente quien viene con la propuesta mítico-


transferencial de la mano con su solicitud de tratamiento, con expectativas que
sobrepasan la posibilidad del analista (o del psicoanálisis mismo). Otras veces,
la expectativa desmesurada proviene de algún familiar del paciente e, incluso
-situación no poco frecuente- de algún colega psicólogo, psiquiatra o
psicoanalista.

Todos, absolutamente todos, tienen el derecho de establecer sus


idealizaciones, pero la indicación de un tratamiento psicoanalítico tendrá que
trascenderlas si es necesaria otra indicación terapéutica.

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El paciente siempre tratará de integrarnos en su sistema mítico desde la
transferencia. Muchas veces quedaremos entrampados en nuestros niveles
narcisistas y creer con el paciente que lo podemos resolver todo. El paciente
puede esperar del psicoanalista algo así como “un acto divino”, que hará que
los problemas desaparezcan, pero ya sabemos desde dónde surge esa
propuesta.

A esta visión del “psicoanalista-mago”, que todo lo resuelve con una


“interpretación-clave”, contribuye, creo, una difusión (y un entendimiento)
parcial del acto psicoanalítico. La idea del viejo Freud “exorcizando” a sus
pacientes, liberándolos de sus parálisis o cegueras, muy al modelo de Charcot,
dificulta el entendimiento de la necesidad de un proceso de desarrollo de la
cura. La ruptura de este mito, desde la realidad del ejercicio mismo, conlleva
para muchos un desengaño narcisista, a veces irreductible. Este desengaño
muchas veces se liga con el de otros y de esta juntura surgen, también,
distorsiones del análisis, pero esta vez en un sentido negativo. Aquel héroe
omnipotente y salvador deviene en estafador charlatán. Surgen, así, los más
duros e injustos reproches de quienes no ven satisfechas sus
desproporcionadas demandas.

Quienes tienen la idea de que el psicoanálisis es tarea fácil, no conocen


de estos avatares. Nada más lejos de la realidad que creer que se trata de una
cómoda y lucrativa actividad. El costo es alto y nunca suficientemente
compensado desde lo material. No crea nadie que es tan sólo el ejercicio de
aplicación de una jerga especializada en manos de un hábil interpretador.

La realidad de un analista trabajando es la de una persona en un


solitario ejercicio, la más de las veces frustrante, cargado de agresiones e
inundaciones transferenciales, que sus circunstanciales acompañantes no
dejan de traer al consultorio.

Casi nunca el analista es “él mismo” mientras transcurre en esa


inestable marea que es el movimiento transferencial-contratransferencial.
Cotidianamente, se pone a prueba su capacidad de discriminar lo propio de lo
ajeno y requiere de una permanente confianza en que su vacío de
entendimiento de hoy arribará alguna vez al puerto de la comprensión más
amplia y, también, de que de ello se obtendrá la resolución de la siempre
complicada trama conflictiva de sus pacientes.

Aún al final, cuando la reconstrucción y el trabajo elaborativo


complementan la labor interpretativa, tendrá que -en lo posible- dejar de lado
sus propios ideales, permitiendo el espacio necesario para que sea el paciente
mismo quien reinscriba su historia. Esto es difícil y, más de una vez, nos
encontramos “deslizando” alguna sugerencia, rompiendo con la asepsia y
neutralidad ideales del psicoanálisis. Acaso, después, tengamos que ayudar a
elaborar también esos contenidos, tratando, en todo caso, que su asimilación
no se sustente en la idealización.

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Una extensión sobre el mito del título profesional

Otra de las reflexiones que surge desde mi formación, durante estos


años, como psicoanalista, es el hecho de que no se otorgue un título de tal.
Luego de cierto desconcierto, me di cuenta de que había tenido la necesidad
de contar con ese “cartón”, que dijera que yo realmente era psicoanalista.

Tomé conciencia de que toda mi vida se desarrolló en medio de un


entorno que espera el título, el citado cartón, como sinónimo de que se “es”
alguien.

En lo personal, los más grandes desvelos de mi padre estuvieron


relacionados con que sus hijos fueran profesionales. Desde allí, algo de mi
expectativa tenía que ver con él. Pero ya mi padre podía sonreír desde su
tumba con los títulos de médico y psiquiatra.

Esta vez fue diferente. Fue algo “más mío”. Tuve que llegar a la meta
con esfuerzo y decisión, con mucho amor propio y vocación de sacrificio. La
satisfacción del camino recorrido valía mucho más que cualquier cartón. Me
había reencontrado en el proceso.

De vuelta en mi lugar, en mi país, aún me queda el poder mantener esa


sensación. La expectativa y adjudicaciones del entorno tienden más a facilitar
el “buen falo” antes que la “buena castración”.

Antes de terminar, invito a reflexionar sobre la estructura en que nos


desarrollamos y la terrible tendencia a funcionar más en el “como sí”, en el
entrampamiento mítico de los títulos y las referencias sin sustento pero con
pretensión. La formación analítica, como cualquier otra, requiere mucho
compromiso y un amor profundo por la carrera, junto con el deseo de crecer, de
rescatarse del “sabidismo” criollo hacia la sabiduría profesional.

Bibliografía

Abadi, Mauricio… La construcción entre la historia y el mito. Buenos Aires,


Revista de Psicoanálisis, (5):865-883, 1980.

Leclaire, Serge... Matan a un niño. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1977.

Meautis, Georges... Mitología griega. Buenos Aires, Librería Hachette, 1982.

Real Academia Española... Diccionario de la Real Academia Española. 6


tomos. Madrid, Real Academia Española, 1970.

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