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CONSTRUCCIÓN Y CONSOLIDACIÓN DEL ESTADO LIBERAL (1834-


1874)

Minoría de edad de Isabel II: las regencias

A la muerte de Fernando VII, la minoría de edad de Isabel obligó a una


regencia que sería desempeñada sucesivamente por la reina viuda María
Cristina de Borbón y, tras los conflictos políticos del verano y otoño de 1840,
por el general Baldomero Fernández Espartero hasta 1843.

En octubre de 1833 continuaba al frente del Gobierno Francisco Cea


Bermúdez. Cea realiza un ambiguo intento de definición política del sistema,
lo que se plasmó en el Manifiesto publicado el 4 de octubre, los
planteamientos del ministro no añadían nada a la especie de absolutismo
ilustrado vigente en la década final fernandina. Proponía mantener intactas
las estructuras de la monarquía absoluta, ofreciendo a cambio unas poco
concretas reformas administrativas que fomentarán el progreso material del
país. Lo único que en este terreno se materializó fue la nueva división
provincial que implanta el ministro Javier de Burgos, quedando España
dividida en 49 provincias. En realidad el proyecto excluía de la participación
en el poder a las más poderosas fuerzas políticas del momento.

Frente al proyecto de Cea, en los primeros días de octubre de 1833 se


producían en diversos puntos de la monarquía sublevaciones armadas que
proclamaban rey al infante Carlos María Isidro. La sublevación respondía a
unos resortes políticos y sociales mucho más profundos que la mera
reivindicación dinástica.

En medio de un claro ambiente de guerra civil crecía la opinión que


consideraba inexcusable la eliminación de la política representada por Cea
si quería concitarse contra don Carlos una alianza de fuerzas capaz de
neutralizarle. En estas circunstancias la reina gobernadora decidió confiar el
poder a un viejo liberal, Francisco Martínez de la Rosa.

El gobierno de Martínez de la Rosa, a partir de enero de 1834, abre una


nueva fase del proceso que llevaría a la implantación del liberalismo. El
ministro pretende establecer un régimen claramente transicional que no
sólo no intenta romper con los antiguos grupos dominantes, sino que
buscará afanosamente su apoyo asociándolos con las fracciones burguesas
ascendentes en el control del Estado.

Inspirado por la experiencia francesa de Luis XVIII, Martínez de la Rosa


elabora una ley política fundamental que no es más que la
institucionalización de unas Cortes, distintas de las del Antiguo Régimen,
pero que tampoco son representativas de la nación, ni doctrinal ni
prácticamente. La ley se llamó Estatuto Real y fue promulgada el 10 de abril
de 1834.

Durante la vigencia del Estatuto se sucedieron los ministerios de Martínez


de la Rosa, Toreno, Mendizabal e Isturiz. Se emprendió una obra legislativa
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que apuntaba a la consolidación de las bases de una economía capitalista


fundamentada en la producción agraria a la que faltó un paralelo proceso
industrializador.

El nuevo grupo hegemónico emprende el ataque contra el poder económico


de la Iglesia. Con el liberalismo progresista que representaba Mendizabal, la
obra desamortizadora de los bienes de la Iglesia experimenta un decisivo
impulso. Las finalidades fiscales de tal proyecto eran también claras: era
imposible construir un nuevo Estado con el sistema impositivo tradicional y
la guerra civil había aumentado enormemente los gastos. También habían
desaparecido los caudales de América, el recurso al endeudamiento
sistemático del Tesoro tenía sus límites, y Mendizabal echó mano de este
arbitrio extraordinario de la desamortización

La situación política, limitada por la ausencia de libertades, no satisfacía las


aspiraciones de sectores de la nueva clase dominante, especialmente las
fracciones pequeñoburguesas urbanas. A lo largo del verano de 1835 se
desencadenaba contra el gobierno del conde de Toreno una serie de
movimientos populares urbanos que cristalizan en un nuevo florecimiento
de las juntas, bajo la aspiración común de un régimen de libertades mucho
más amplias y de una legislación más radical.

Las revueltas consiguieron la caída de Toreno y el ascenso del progresismo


con Mendizabal. Pero éste, no consiguió tampoco superar los obstáculos que
se oponían a una clara evolución liberal. El poder volvía a los moderados
con el gobierno Istúriz de mayo de 1836. El progresismo emprende
entonces la vía conspirativa.

En el verano de 1836 la trama conspirativa culmina en el motín de La Granja


en el mes de agosto. Al reponer la Constitución de 1812, la reina María
Cristina liquidaba el régimen del Estatuto al tiempo que entregaba otra vez
el poder a los progresistas en la persona de José María Calatrava. Con ello
concluye la etapa transicional y se entra de lleno en la fase de revolución
liberal.

En el breve período de tiempo que transcurre entre agosto de 1836 y finales


de 1837, los progresistas desmantelan las instituciones del Antiguo
Régimen implantan un sistema liberal, constitucional y de monarquía
parlamentaria. Una de sus primeras actuaciones es la reforma agraria
liberal, que consagraba los principios de la propiedad privada y de libre
disponibilidad de la tierra.

La guerra civil de 1833/40, llamada Primera Guerra Carlista, no puede ser


tenida en su raíz por una guerra dinástica. El realismo es un movimiento
político anterior a la muerte de Fernando VII y de una u otra forma, recoge
la herencia contrarrevolucionaria surgida en la época de la guerra de la
Independencia. El movimiento contrarrevolucionario movilizará masas
armadas, por vez primera, en el Trienio constitucional a través de la
sublevación de los realistas defensores del régimen absoluto fernandino.
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La ideología realista se opondrá también al intento de régimen moderado al


que Fernando pareció proclive en algún momento. La aglutinación de un
partido en torno al infante don Carlos es consecuencia inmediata de las
fluctuaciones, reales o aparentes, de la política fernandina entre 1823 y
1833.

El foco principal de las primeras revueltas fueron las provincias vascas y


Navarra, con núcleos secundarios en Aragón y Cataluña.

Los Voluntarios Realistas fueron en casi todos los sitios el contingente


mantenedor de la sublevación. En 1833 se alinea con don Carlos la parte
más activa del clero. En la sublevación se implican también aquellos grupos
foralistas que se ven amenazados por el centralismo.

La guerra civil atravesó tres fases diferenciadas. La primera transcurre


desde el levantamiento armado hasta la muerte del general jefe carlista
Tomás de Zumalakarregi en junio de 1835. El carlismo llevará
ininterrumpidamente la iniciativa. La segunda fase que se prolongaría hasta
octubre de 1837 en que fracasa la llamada expedición real de don Carlos
sobre Madrid. El carlismo era incapaz de sacar la contienda de los limitados
territorios que dominaba.

El conflicto adquiere resonancia internacional con el enfrentamiento entre


potencias liberales y absolutistas. Por fin, y tras el fracaso carlista ante
Madrid, se abre un último y definitivo periodo que no concluirá sino en junio
de 1840.

A la primacía del carlismo en el norte vasco-navarro sucede ahora un


recrudecimiento de la guerra en el ámbito catalán-valenciano-aragonés,
gracias al caudillaje de un hombre también excepcional, Cabrera, con base
operativa en el macizo del Maestrazgo.

Pero lo más revelador es la crisis política interna que aqueja a ambos


bandos. En el gubernamental, la radicalización de la revolución liberal, en el
carlista, la definitiva escisión entre dos opciones políticas y dos grupos de
intereses.

El bando llamado apostólico o ultra, que mantenía sin fisuras los principios
absolutistas, al que se adscribía todo el elemento clerical y los
transaccionistas dispuestos, al parecer, a algún género de acuerdo político
sobre la base del Estatuto Real. Las aspiraciones de don Carlos eran el
primer gran obstáculo para cualquier entendimiento.

La escisión facilitó un movimiento que desembocaría en el Convenio de


Vergara, de agosto de 1839. Su promotor fue el general Maroto. El convenio
puso fin a la guerra en el norte pero la lucha continuó en el Mediterráneo
hasta la definitiva derrota de Cabrera.

Revolución liberal y guerra civil llegaron a su punto culminante entre los


años 1836 y 1837. Dueños del poder en agosto de 1836, los progresistas,
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conscientes de que la Constitución de 1812 no era un instrumento político


adecuado emprenden la reforma. La nueva Constitución se promulgó el 18
de junio de 1837. Aunque se reconocía la soberanía de la nación en el
preámbulo, el articulado de la Constitución decía que la potestad de hacer
las leyes reside en las Cortes con el rey. El rey, además, poseía el derecho
de veto. Por otro lado el régimen municipal se democratizaba y se
establecía la milicia nacional con cuerpos en cada provincia. A la
Constitución acompaña una nueva ley electoral que amplía el derecho de
voto.

Pero tiene mayor importancia la legislación de las Cortes del 36-37 que
apuntaba la liquidación de las estructuras socioeconómicas del Antiguo
Régimen. Contra la estructura señorial se dirigen las leyes sobre señoríos y
mayorazgos. La tierra quedaría adscrita al régimen de propiedad individual
privada, por tanto, no podía ser vinculada o amortizada. Se abole el diezmo
eclesiástico, se consuma el despojo de las órdenes regulares. Por otro lado
la revolución creó una gran masa campesina, en creciente proletarización,
en beneficio de una clase, en la que se integraban viejos y nuevos grupos,
que disponía ya de los instrumentos necesarios para el desarrollo
capitalista.

Los progresistas, ejecutores de la obra revolucionaria, perdieron el poder


una vez promulgada la constitución. La expedición emprendida por don
Carlos en mayo de 1837 había llevado la situación a una extrema gravedad.
El intento acabó en fracaso pero no sin que los proyectos liberales fueran
afectados por un proceso de thermidorianismo, es decir, de giro a la
derecha. Las elecciones de octubre de 1837 dieron el poder a los
moderados. Durante tres años se mantendrían en el poder, a través de los
gobiernos del conde de Ofalia, el duque de Frías y Evaristo Pérez de Castro.

Los moderados procurarán laminar de la Constitución unos contenidos que


les parecen excesivamente democráticos: la articulación de la vida política
municipal fundamentalmente. En 1838 presentan un nuevo proyecto de
legislación sobre municipios recrudeciéndose la lucha política entre
moderados y progresistas que se agudiza con el final de la guerra civil.
Añadiéndose en esos momentos las diferencias en cuanto a la resolución de
la cuestión foral, en la que se implicaban concepciones distintas del Estado.
Los moderados se inclinaban a una cierta tolerancia foral mientras los
progresistas mantenían el principio de la unidad constitucional.

Otra importante consecuencia de la guerra y su final quedaría clara en


1840: el Ejército, que había resuelto el problema carlista, se convertía en
árbitro de la situación y Baldomero Espartero en el hombre más influyente
del país.

Espartero se mostró desde el principio contrario a las orientaciones del


partido moderado, chocando con la regente, lo que acarrea la caída del
gobierno y el desencadenamiento de tumultos populares de signo
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progresista en Madrid, con creación de una junta a la que siguen otras en


provincias.

La renuncia de María Cristina planteaba un problema constitucional que no


afectó a la continuidad del régimen de 1837. Para el establecimiento de una
nueva Regencia triunfó el criterio de hacerla unipersonal en la persona del
propio Espartero. El general iba a desempeñar este cometido, en el que dio
pruebas de su evidente torpeza política, entre mayo de 1841 y julio de
1843.

El progresismo se debate entre un sistema de verdadera representación


popular, es decir una democratización efectiva o el mantenimiento de un
régimen que no desbordara los intereses pequeñoburgueses. Ello explica
que el ala izquierda del progresismo empiece a manifestarse hacia
posiciones democráticas y republicanas.

Los gobiernos de la regencia de Espartero practicaron una política


socioeconómica en provecho de las burguesías rurales pero por otro lado se
inclinaron por políticas librecambistas para determinados sectores.

En 1841 estalla una primera sublevación antiesparterista, en la que


colaboran los moderados y parte del elemento foralista vasco. Espartero
reprimió con dureza la intentona militar, al tiempo que suprimía la parte
esencial de los fueros de las provincias vascas.

En 1842 se consuma la ruptura entre Espartero y un importante sector del


progresismo como consecuencia de la agitación social y sublevación de
Barcelona que es resuelta con el bombardeo de la ciudad. Esto enajenó
definitivamente el apoyo de cualquiera de los grupos políticos a Espartero.

Mayoría de edad de Isabel II: La década moderada (1844-1854)

El pronunciamiento militar del año 43 es dirigido por los generales adictos al


moderantismo y a la reina María Cristina, Narváez, O’Donnell, Concha y
otros. Al no contar con apoyos suficientes Espartero se retira hacia Sevilla y
después a Inglaterra. A partir de ahora el liberalismo español emprendería
una nueva experiencia mucho más regresiva. Tras una fase de transición en
la que el hecho principal sería la declaración de la mayoría de edad de la
reina Isabel, poniendo así fin el periodo de las regencias.

En mayo de 1844 accedía a la jefatura de gobierno el general Narváez, y


con ello empezaba la gran época moderada, basada en los principios del
liberalismo doctrinario. Su pretensión era clausurar la etapa revolucionaria y
normalizar el funcionamiento de las instituciones liberales, creando una
legislación básica para estructurar el nuevo Estado. Este debía sustentarse
en el predominio del orden y la autoridad.
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Fue una larga etapa de gran homogeneidad política, a la que el breve


paréntesis de gobierno progresista, entre 1854 y 1856, conocido como
Bienio Progresista, no hace perder su carácter así como tampoco la
experiencia de O’Donnell y su permanencia en el poder durante cinco años,
1858 y 1863. No modificando en nada los postulados esenciales del
moderantismo.

Si el período 1834-44 fue el de la creación de las bases jurídicas de un


nuevo Estado y de una transformación social, el que transcurre entre 1844 y
1868 es el de verdadera institucionalización del régimen liberal mediante la
creación de un aparato político, administrativo, fiscal, al servicio de ese
bloque oligárquico liberal moderado.

El moderantismo fue tanto en España como en el resto de la Europa liberal,


la concepción global de un cierto tipo de organización social y de
estructuración del Estado, por unas fuerzas sociales que se sienten bien
instaladas en el sistema con una fuerte impronta aristocrática, producto de
un compromiso entre las burguesías (comercial, financiera, industrial,
agraria) y los poderosos intereses económicos y sociales procedentes del
Antiguo Régimen que renunciando al sistema señorial se aseguraron el
dominio en las nuevas relaciones sociales capitalistas. El moderantismo
traduce una sociedad cuyo eje es el poder de los terratenientes, ocupando
las demás burguesías un papel subordinado.

El acceso al poder de los moderados de 1844 abrió un periodo de gobierno


ininterrumpido de este partido durante diez años, la década moderada
(1844-1854). La Constitución de 1845, opus magnum del moderantismo,
diseña un modelo de Estado llamado a perdurar a través, incluso, del futuro
régimen de la Restauración.

Se aumentan los poderes del ejecutivo, el Senado se convierte en una


cámara de nombramiento real, vitalicio. Se suprime la Milicia Nacional y el
gobierno democrático de los municipios. La soberanía nacional queda
diluida en la fórmula que adjudica la potestad de hacer las leyes a las Cortes
con el rey. Sufragio directo y censitario, restringido a las clases propietarias
y las capacidades, de tal forma que si con la ley electoral de 1837 el cuerpo
de votantes ascendía a 635.000 en 1844, la nueva ley los dejó reducidos a
99.000.

El sistema administrativo reforzó y consagró el centralismo y la uniformidad


de todos los territorios del Estado. Sólo el País Vasco-Navarro conservó
hasta 1876 parte de su sistema foral específico. Se puso especial atención
en el control del poder municipal. La Ley de Administración Local de 1845
dispuso que los alcaldes de los municipios de más de 2000 habitantes y de
las capitales de provincia fueran nombrados por la Corona, mientras que el
gobernador civil designaría al resto de alcaldes de la provincia.

Siguiendo el principio de uniformidad se creó la Guardia Civil (1844), un


cuerpo armado con finalidades civiles pero con estructura militar, que se
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encargaría del mantenimiento del orden público, sobre todo en el medio


rural.

La Hacienda y el sistema fiscal constituían otro de los campos más


necesitados de urgente reforma. La ley Mon-Santillán estableció en 1845 las
bases de un sistema tributario con el objetivo de aumentar los ingresos de
la Hacienda pública. Se racionalizó el sistema impositivo, se centralizaron
los impuestos en manos del Estado y se propició la contribución directa,
basándose en la propiedad, sobre todo agraria.

Las reformas alcanzaron también a campos como el educativo, se


estableció un sistema nacional de instrucción pública, que regulaba los
diferentes niveles de enseñanza, en 1857 se promulgaba la Ley Moyano de
educación (qué es la primera gran ley de educación).

El gran litigio con la Iglesia que había abierto la revolución y que el proceso
desamortizador no había hecho sino agravar, creyeron los moderados
poderlo solucionar a través del Concordato firmado en 1851 con la Santa
Sede. La Iglesia aceptaba la obra desamortizadora, el Estado se
comprometía a la sostenibilidad de la Iglesia, al restablecimiento de las
órdenes regulares, a la concesión de amplias competencias en materia de
educación y al reconocimiento del catolicismo como religión oficial.

Sin embargo, las mismas concepciones estatales del liberalismo moderado


contenían elementos suficientes para entorpecer el proceso de
modernización, mientras que en la Europa noroccidental el industrialismo
transformaba a fondo las antiguas formas sociales. El régimen moderado
desarrolló una política económica claramente a favor de los grupos agrarios.

La presencia continuada de los militares en el entramado político, el recurso


normal al pronunciamiento como medio de alterar situaciones políticas, eran
síntoma y efecto de las carencias del sistema. El régimen moderado fue
conocido como el de los generales.

El hombre más representativo de toda esta época fue Ramón María


Narváez, el espadón de Loja, su obra estuvo marcada por un reaccionarismo
autoritario abstaculizador de cualquier evolución modernizadora del
régimen.

El proceso de oligarquización del régimen moderado era lógico tras los


parapetos que representaban el sufragio censitario enormemente
restringido, el Senado de designación real, los amplios poderes del
ejecutivo. Durante la década, el partido moderado apenas se enfrentó a
oposición importante. Alguna incidencia tuvieron los nuevos intentos de
insurrección carlista desencadenados desde 1846, cuando el pretendiente
Carlos Luis de Borbón y Braganza y este movimiento había superado las
fuertes disensiones de la postguerra. El escenario de la lucha esta vez fue
Cataluña, donde se produce el episodio de la guerra dels matiners,
recrudecida por la presencia de Cabrera.
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Los diez años de gobierno moderado se resolvieron en un continuo derivar,


en medio de una importante lucha interna en el partido, hacia posiciones
cada vez más reaccionarias. Bravo Murillo en los años 1851-52 proyectó una
reforma constitucional que restringía de tal forma los principios del régimen
que, de haber prosperado, hubiera significado una vuelta de las estructuras
políticas a situaciones claramente absolutistas.

Fue, en definitiva, la política económica y financiera con una corrupción


generalizada y un escandaloso favoritismo a la sombra del poder lo que
provocó, contra la fracción más conservadora del moderantismo, un
movimiento subversivo del que participarían amplios sectores de la opinión
liberal, que acabarían arrastrando a las capas populares. El movimiento
contra el estado de cosas, en 1854, partiría del seno del propio partido
moderado, y emplearía como instrumento a una fracción del Ejército
acaudillada por el veterano moderado Leopoldo O’Donnell.

El bienio progresista (1854-1856)

El pronunciamiento militar recibió el nombre de la Vicalvarada, en un primer


momento no se resuelve nada O’Donnell y sus fuerzas se retiran en un
compás de espera de nuevos apoyos. Mientras la agitación popular se
generalizaba y se producían disturbios en las calles de Madrid, los
sublevados dieron a conocer un documento programático llamado
Manifiesto de Manzanares que redactó Antonio Cánovas del Castillo.

La reina, ante el evidente agotamiento de la situación moderada, decidió


entregar el poder al general Espartero. Durante dos años gobernaría el país
una coalición de progresistas y unionistas (vicalvaristas), cuyas diferencias
internas acabarían dando al traste con la experiencia. Los progresistas
emprendieron la tarea de profundización liberal del régimen. Lo más
importante fue, la legislación económica, que incluía un nuevo e importante
capítulo desamortizador.

La importancia del bienio, estriba en el intento de extender las bases del


régimen, liberalizando los mecanismos electorales y ampliando el espectro
de las libertades fundamentales. Durante estos dos años se consolida la
opción democrática y el republicanismo encontrando también ambiente
corrientes como el socialismo o el federalismo. El movimiento obrero ensaya
sus primeras formas de acción política autónoma.

En el ámbito de los partidos dinásticos, O’Donnell, apoyado por un sector de


la vieja clase política, promueve una agrupación de características
peculiares que llamará Unión Liberal. Lo que recogía este partido, era una
vieja tendencia que pretendía que el liberalismo superara el
enfrentamie3nto entre moderados y progresistas.

En el verano de 1856, tras una serie de conflictos en los que las masas
populares vuelven a expresar su insatisfacción, O’Donnell consigue
desplazar a Espartero y los progresistas asumiendo la jefatura de gobierno.
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Pero en el otoño los moderados vuelven al poder con el apoyo de la corona,


presidiendo el nuevo gobierno Narváez.

Un relativo paréntesis en la tendencia general de la política de los


moderados lo representa el lapso de cinco años, entre 1858 y 1863 en que
O’Donnell y su grupo de la Unión Liberal se mantuvo en el poder. A partir de
ahí el moderantismo se mantuvo en la pura reacción con la colaboración
activa de la Corona, sumando ahora la práctica generalizada del
caciquismo.

No sin disensiones internas, en el seno del progresismo se abre paso la


táctica de no participación en el mecanismo electoral, de deponer la
práctica de la oposición legal y constitucional, propendiendo a la vía
conspirativa.

El régimen, falto de este pilar de la oposición parlamentaria, estaba


condenado a su definitivo fracaso y ello se conecta con la evolución del
moderantismo hacia el mantenimiento de una situación de cuasi-dictadura.
El progresismo no se detiene en su oposición al sistema constitucional sino
que lleva su disensión hasta la oposición a la propia monarquía de los
Borbones.

O’Donnell intentó llevar adelante el programa de conciliación liberal y


amplió mediante ley las bases electorales del sistema. Añadió, además, una
nueva dimensión a su gobierno: una política exterior intervencionista, con
empresas como las de Marruecos, Cochinchina o México.

Un último y breve gobierno de O’Donnell terminó en 1866, hubo de reprimir


la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil.

Antecedentes de la revolución de 1868

Comprender el estallido revolucionario de 1868 exige el análisis de una


compleja gama de elementos, problemas políticos y económicos. Al hablar
de crisis política nos estamos refiriendo en lo fundamental a un sistema
asfixiado que en la década de los sesenta va perdiendo sus bases de
sustentación, hasta verse restringido en 1868 a la actuación de una
camarilla palatina próxima a la persona de Isabel II.

La descomposición del aparato político se materializa en el despegue


progresivo de los partidos progresistas y demócrata del entramado
constitucional isabelino. Al negar la legitimidad del sistema no participando
en los fraudulentos juegos electorales, o bien acudiendo a la revuelta
armada vía pronunciamiento con amplia participación de las capas
populares urbanas.

Sobre este andamiaje incide con fuerza la crisis económica, cuyos primeros
síntomas ya se ofrecen en 1865. El tendido ferroviario, la Bolsa, el negocio
inmobiliario, la industria textil… se desploman, de forma paralela a la crisis
europea. En 1867-68 una nueva crisis de subsistencias se añade a la
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situación. No es de extrañar, por tanto, que entre 1865 y 1868 el elemento


popular se aproxime cada vez más a soluciones republicanas.

En 1865 con la noche de San Daniel el régimen se alejaba de la


intelectualidad. El 3 de enero de 1866 militares progresistas con Prim a la
cabeza llevan a cabo el primer ensayo de derrocamiento del gobierno
unionista, sin éxito, aunque en la práctica cimentó el mito de Prim a la vez
que su papel como cabeza visible de la oposición al régimen.

Un nuevo ensayo de sublevación armada traería el fin de O’Donnell como


hombre de gobierno, y con ello el derrumbe de la solución unionista. El 22
de junio de 1866 estallan los sucesos de San Gil.

La cuartelada de San Gil no puede ser más simple: una rebelión de


sargentos de Artillería (fundamentalmente por problemas de ascensos),
pero que es encauzado por elementos demócratas contra el sistema político
y en el que colabora un fuerte apoyo civil. Apoyo que es visto con temor por
progresistas y también demócratas por su evolución hacia un estallido
social que desbordase sus proyectos de cambio de régimen. Está claro que
los civiles de los barrios del sur de Madrid con su presencia en las
barricadas expresaban algo más que la necesidad de un mero cambio de
régimen.

En resumen podemos decir que junio de 1866 en Madrid presenta dos


ensayos revolucionarios yuxtapuestos, y no necesariamente con fines
convergentes. De las barricadas madrileñas los opositores al régimen van a
sacar una lección: había que evitar que el derrumbamiento que pretendían
del sistema isabelino derivase en revolución social.

La represión fue llevada a cabo por el gobierno O´Donnell, lo que provocó


inmediatamente su caída (decenas de militares fueron juzgados y pasados
por las armas en pocos días). Parece ser que todo fue una maniobra
preparada por la camarilla palatina con el fin de desacreditar a O’Donnell y
permitir la entrega del poder a Narváez y con ello poner en marcha una
solución drástica, próxima a la dictadura.

En agosto de 1866, la oposición al sistema establece una sólida alianza. Se


trata del Pacto de Ostende, firmado el día 16 por progresistas y demócratas
exiliados. El pacto era claramente antiisabelino y la cuestión de la forma de
gobierno –monarquía o república- lo decidirían unas Cortes constituyentes
elegidas por sufragio universal. Los puntos importantes se dejaban a la
voluntad del pueblo soberano, una vez que el pronunciamiento –
desprovisto, si fuera posible, de carga social- triunfara. Ambos partidos eran
conscientes de que había que evitar cualquier salida revolucionaria en lo
social.

Desde San Gil hasta septiembre de 1868 el régimen isabelino no va a tener


otro recurso que la utilización de la fuerza, su política se rige por tres
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medidas. Clausura de periódicos de oposición; mantener las Cortes


suspendidas y establecer una depuración selectiva tanto civil como militar.

Un hecho fundamental fue la adhesión de los unionistas al Pacto de Ostende


a la muerte de O’Donnell en noviembre de 1867. Los unionistas ejercían una
influencia en la cúspide de las fuerzas armadas, que se traduciría en un
despegue progresivo del trono por gran parte del generalato. Además la
presencia de los unionistas implicaba un giro a la derecha de la oposición.
Es lo que quería Prim: marginar a los demócratas, es decir, apartar el
espantajo de la revolución social, para inclinarse decididamente por la
fórmula clásica del pronunciamiento, circunscrita únicamente a los
elementos militares.

En abril de 1868 moría Narváez y con él la solución militar. Le sucedió


González Bravo, aprendiz de dictador, que radicalizó la política de mano
dura. Pero se trataba de un civil y de un elemento desprovisto del carisma
de Narváez entre las filas militares. La política represiva de González Bravo
llega incluso las más altas instancias militares y civiles, generales
desterrados a Canarias (Serrano); el duque de Montpensier (cuñado de la
reina) e incluso el infante Enrique.

Desde el mundo militar el objetivo trazado suponía la destitución de Isabel,


la formación de un gobierno provisional y la proclamación del príncipe de
Asturias y la regencia de su cuñado.

A la altura del verano de 1868 el sistema isabelino y con él el gobierno se


encuentran desasistidos, sólo sectores de la vieja nobleza latifundista y la
casi totalidad de la Iglesia (cuyos valedores cerca del trono son el padre
Claret y sor Patrocinio) se muestran satisfechos con las políticas
conservadoras del gobierno.

El trono de Isabel II, más bien el sistema regulado por la constitución de


1845, estaba minado, de ahí que el pronunciamiento de septiembre en
Cádiz se extienda con rapidez sin encontrar apenas resistencia.

En los albores del 68 se vive una situación económica que propicia el


malestar de las clases populares y medias y acelera el proceso
revolucionario 66-68.

La conexión entre la crisis nacional y la europea hay que buscarla en la


relativa internacionalización que sufrió el capital español a partir de 1856,
cuando la legislación de sociedades de crédito permitió la libre instalación
en España de la banca extranjera sin apenas cortapisas.

En efecto, si los ferrocarriles en España empezaron a constituirse, sobre


todo, con capital francés y los ferrocarriles, a su vez, actuaron como punta
de lanza de los demás sectores de la vida económica española, habrá que
convenir que el cierre de los mercados internacionales cortaría las
inversiones extranjeras en ferrocarril una vez que las principales líneas
Madrid-Irún y Madrid-Levante empezaban a funcionar y eran necesarias las
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inyecciones exteriores de dinero para su ulterior explotación o para


continuar el trazado de las restantes líneas. La orfandad de capitales hacia
el negocio ferroviario provocará un efecto en cadena sobre los otros
sectores económicos.

A pesar de todo, la crisis económica española tiene unas motivaciones


interiores. Por un lado, el criterio francamente especulativo en la
construcción del ferrocarril, buscando las ganancias a corto plazo gracias a
las subvenciones del Estado. Se ha dicho, y no sin razón, que la red
ferroviaria fue realizada a imagen y semejanza tanto de los deseos del
capital internacional como de los grupos agrarios nacionales. En este
sentido, el tendido comunicaría los principales centros mineros con la
frontera y núcleos de producción agraria con mercados de consumo. Pero la
vertiente industrial quedaba marginada en la planificación de la red. Así, el
naciente foco industrial malagueño quedó asfixiado y condenado a la ruina.

En todo caso, las altas tarifas coartaban el traslado de mercancías por esta
nueva forma de transporte y, como consecuencia, los beneficios no
alcanzaron las expectativas. En resumen, pocos ingresos, escasos
beneficios, desinversión en ferrocarriles, efectos negativos en otros sectores
de la vida económica, descenso de las cotizaciones de los valores
ferroviarios…; este es el cuadro que tipifica la crisis del ferrocarril en sus
conexiones con la crisis financiera de 1866.

Pero la crisis bursátil es algo más que el desplome de los valores


ferroviarios, el valor de la Deuda pública cae fruto de su crisis secular, obras
públicas, valores ferroviarios y la relación de todo ello con las acciones de
las sociedades de crédito encargadas de la construcción. Las acciones del
Banco de España presentan un desplome todavía más acentuado.

Crisis ferroviaria, crisis bursátil, quiebra bancaria, problemas en la industria


textil catalana (fruto de la guerra de secesión americana) y por último la
caída de los precios agrarios en los mercados internacionales que
tradicionalmente eran la base de nuestras exportaciones. Todo ello afecta a
la generalidad del país.

En el 67-68 se cierne sobre el país una crisis de subsistencias. Fruto de las


tradicionales estructuras obsoletas del mundo rural se produce una crisis de
producción con sus secuelas de carestía, hambre y mortalidad, asolando el
campo español y a las capas populares. La crisis agraria conjuga sus
esfuerzos destructores con la crisis general económica formando un binomio
de carestía y paro de consecuencias calamitosas.

Desde un punto de vista demográfico la crisis se saldó con un considerable


incremento de la mortalidad y con la disminución de las tasas de natalidad.

Desde el punto de vista político, las consecuencias de la crisis se tradujeron


en una efervescencia de descontento popular. En el mes de septiembre del
68 quedó todo ultimado para el pronunciamiento. La rebelión gaditana
13

pronto contó con las de Málaga, Almería, Cartagena… sumándose a ellas


una fuerte participación popular.

El Sexenio Democrático 1868-1874

El cambio político nacido en la bahía de Cádiz fue algo más que el mero
derrocamiento de una reina. Se presentaba el momento de llevar adelante
una serie de transformaciones estructurales del contexto político y
económico, que democratizasen la vida política. Es decir, los principios del
liberalismo democrático, que atrajera al sistema político a las capas
populares.

El levantamiento cívico-militar de septiembre de 1868 fue un


pronunciamiento con unas características especiales, sobre todo porque las
expectativas ante el nuevo régimen son distintas entre las diferentes clases
sociales. Desde el 19 de septiembre hasta fin de mes observamos una
fuerte participación popular. Los elementos más moderados de la coalición,
unionistas y progresistas, intentan desde fechas tempranas estabilizar el
nuevo régimen marginando a demócratas y republicanos.

Esta labor de estabilización pasaba necesariamente por el


desmantelamiento de las Juntas Revolucionarias, que habían llenado el
vacío de poder originado a raíz del destronamiento de Isabel II. Todas las
Juntas coincidían en unos puntos básicos, próximos al ideario demócrata:
sufragio universal, libertad de imprenta, libertad de cultos, eliminación de
impuesto de consumos, abolición de quintas…

Desde finales de septiembre hasta las elecciones a Cortes Constituyentes


de enero de 1869, la situación política pasa por dos fases diferentes. En un
primer momento el poder está en las Juntas Revolucionarias, en las que las
inclinaciones republicanas son evidentes, defendiendo unos objetivos
inaceptables para la mayoría de unionistas y progresistas.

El 8 de octubre se constituyó el primer gobierno provisional, presidido por el


general Serrano, con el general Prim en la cartera de Guerra y en las
restantes carteras, políticos progresistas y unionistas. Hasta el 21 coexisten
dos poderes: el de las Juntas y el del gobierno provisional, situación
inaceptable resuelta, previas negociaciones, por el decreto gubernamental
de disolución de las Juntas. En su Manifiesto a la Nación publicado el 25 de
octubre se recogían todas las formulaciones políticas defendidas por las
Juntas, salvo la abolición de quintas (aunque se rebajaba la redención) y la
supresión de consumos, por otro lado se creaba la peseta como unidad
monetaria básica.

Dos problemas afloran desde el primer momento y que condicionaran toda


la dinámica del Sexenio:

• Por un lado, el choque frontal gobierno provisional-Iglesia. Desde el


momento que el gobierno hace suyo el principio de libertad de cultos.
El decreto de disolución e incautación de bienes de la Compañía de
14

Jesús. Así como el de extinción de conventos fueron valorados como


anticlericales y atentatorios de la libertad de la Iglesia. El 6 de
diciembre se derogaba el fuero eclesiástico que recortaba los poderes
de la Iglesia.

• Por otro lado, los primeros embriones de secesión en Cuba, con el


estallido del Grito de Yara, crearán un foco de tensión permanente a
lo largo del Sexenio.

En enero de 1869 el abanico de fuerzas políticas del país se configura de la


siguiente manera:

En la extrema derecha del sistema, los carlistas, que renacen. Parece ser
que este renacimiento estuvo directamente relacionado con el problema
religioso, al comienzo del período aceptan el juego parlamentario.

Los moderados también reinician sus actividades. Postulan el retorno de


Isabel II y su incidencia en la vida política interna será mínima en los
primeros momentos.

Ocupa el centro político la tendencia monárquico-democrática. La integran


los partidos del Pacto de Ostende, progresistas y demócratas, y la Unión
Liberal.

A la izquierda del sistema se sitúa el partido republicano, el ala izquierda se


separó constituyendo el partido republicano federal. Los republicanos
representan la irrupción política de las clases pequeño burguesas y de las
capas populares, la llegada de la AIT diversificará la opción popular.

En enero de 1869 se celebran las elecciones a Cortes Constituyentes por


sufragio universal directo, tenían derecho a voto todos los varones mayores
de 25 años. Los resultados confirmaron una mayoría progubernamental de
236 escaños, además serían elegidos 85 republicanos y 20 carlistas. La
Constitución de 1869 era la más liberal de todas las que se habían
promulgado anteriormente. En su articulado recoge el ideario de los
principios democráticos superadores del liberalismo doctrinario.

La visita a España del bakunista Fanelli a fines de 1868 había fructificado en


la formación de dos núcleos de la AIT en Madrid y en Barcelona. Ambos
núcleos quedaban relacionados con la Alianza de la Democracia Socialista,
dirigida por Bakunin en un momento en que germinaban las tensiones en el
seno de la Asociación entre anarquistas y marxistas. Hasta 1870
movimiento obrero y republicanismo federal habían estado estrechamente
relacionados.

Está fuera de duda el papel jugado por republicanismo federal en el proceso


de concienciación obrera. Un amplio espectro de las capas populares
identificó a la República como remedio de todos los males. Por lo que no
resulta extraño que en 1869 hubiera doble militancia internacionalista y
republicana sobre todo en el proletariado catalán.
15

Una vez aprobado el texto constitucional, el general Serrano fue nombrado


regente y Prim jefe del primer gobierno constitucional. Ahora el problema
residía en buscar un candidato óptimo para el trono. Los candidatos de
origen extranjero se multiplican. Fernando de Coburgo y Luis I, de Portugal,
los duques de Génova y Aosta de la casa italiana de Saboya, el príncipe
Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen y el duque de Montpensier,
entroncado con la casa francesa de Orleans y cuñado de la destronada
Isabel II. La negativa de Prim a aceptar un candidato borbónico –su célebre
¡jamás, jamás, jamás!- invalidaba la candidatura del príncipe Alfonso, a
pesar de la abdicación de Isabel II a favor de su hijo en junio de 1870.

Amadeo de Saboya, sería el elegido como rey de España. El 30 de diciembre


del 70 llegaba a España. Tres días antes había sufrido un atentado mortal su
principal valedor, el general Prim. Su elección fue acogida con alivio por las
cancillerías de la Europa monárquica, nacía como un medio preventivo del
republicanismo. Se trataba de evitar la expansión del republicanismo por el
Mediterráneo sobre todo cuando Francia ya había optado por ese sistema
desde septiembre de 1870. Toda Europa se apresura a reconocer al nuevo
monarca salvo la Santa Sede (Pío IX se consideraba prisionero en el
Vaticano).

El hecho de que sólo 191 diputados de los 344 que componían las Cortes
hubiesen votado la solución Amadeo, es un claro indicador de las frágiles
bases sociales con que la monarquía democrática nacía. Por eso los dos
años de reinado ofrecerán una continua inestabilidad política.

La oposición frontal de la nobleza latifundista; el progreso de la restauración


borbónica en la persona de Alfonso; la sublevación carlista; el problema
cubano; el avance del movimiento obrero; la descomposición interna de los
partidos políticos y como transfondo, los residuos de la crisis económica de
1866.

La nobleza latifundista, seguía anclada en sus derechos adquiridos, sin


aceptar en absoluto los principios del nuevo régimen. Desplazada del poder
político, teme que su poder económico basado en el latifundio pueda ser
cuestionado por una reforma de la propiedad desde la calle.
Fundamentalmente en Andalucía se manifestaba en ocupaciones de fincas o
quema de cosechas. Su oposición al Sexenio y, en concreto, a la monarquía
de Amadeo, es fruto de la convicción de que el natural desarrollo de los
principios democráticos pudiese derivar en un desbordamiento de la
situación. Para la inmensa mayoría de la nobleza latifundista, la democracia
desembocaría necesariamente en el socialismo, de ahí que a lo largo del
reinado de Amadeo la oligarquía terrateniente cierre filas alrededor del
príncipe Alfonso y postule la restauración borbónica, o sea, restablecer los
principios del doctrinarismo político y alejar el fantasma de la revolución.

Otros sectores de la burguesía se irán alejando progresivamente del


régimen establecido. La burguesía textil catalana ya había mostrado su
descontento por la política librecambista de Figuerola.
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En cuanto al aparato político, cabe señalar, en primer lugar, la


desintegración de la inestable coalición monárquico-democrática, acelerada
por la muerte de Prim. A mediados de 1871 el partido de Prim da lugar al
constitucionalista, dirigido por Sagasta, y el radical, por Ruiz Zorrilla. La
descomposición venía condicionada por la propia dinámica del Sexenio. Los
sagastinos eran partidarios de frenar los avances del proceso democrático,
los radicales defendían todo lo contrario incluso llevaron a su programa
puntos como la abolición de las quintas, la separación de la Iglesia-Estado o
la abolición de la esclavitud en las colonias.

Tampoco los republicanos, en la oposición, eran un grupo homogéneo,


estaban unidos por el cordón mítico de la República. Hay republicanos
defensores del principio de la propiedad, junto a socialistas utópicos;
republicanos unitarios frente a los partidarios de la estructuración federal
del Estado (republicanos benévolos e intransigentes). El mayor auge del
asociacionismo obrero de clase radicalizará posturas entre los republicanos,
ante el temor de perder parte de sus bases sociales ahora atraídas por una
Internacional que se alejaba paulatinamente del partido republicano.

Los carlistas, en sustancia antiparlamentarios, habían aceptado el juego


electoral ante la oportunidad del poder después del destronamiento de
Isabel II. En 1871 se perfilan dentro del carlismo dos líneas de praxis
política: los neocatólicos, defensores del juego parlamentario, y la
propiamente antiparlamentaria y acérrima partidaria de la rebelión armada,
que había ganado fuerza desde la elección de Amadeo como rey.

En el verano de 1870 en Barcelona se constituyó la Federación Regional


Española de la AIT. En un escenario de crisis social determinada por la
persistencia de la crisis económica, las noticias que llegan sobe la Comuna
de París (marzo-mayo de 1871) traumatizan a la burguesía española.
Sagasta, en una circular enviada a los gobernadores civiles, concedió
amplios poderes para reprimir las actividades de la Internacional.

Completan el cuadro de inestabilidad, el recrudecimiento de la guerra


carlista en el segundo semestre de 1872, las intentonas armadas
republicanas en el otoño-invierno de este mismo año y la radicalización del
tema cubano ahora en su cenit con la discusión álgida del proyecto
abolicionista de la esclavitud a fines de 1872. Es un tema que trasciende la
especificidad del problema para mostrarnos la solidaridad de todo tipo de
propietarios, que tras la abolición ven un atentado al derecho de propiedad.
El peligro de la abolición de la esclavitud en Cuba engrosó las filas
alfonsinas. El 25 de enero de 1873, 300 miembros de lo más granado de la
sociedad madrileña se reunieron en el Círculo Moderado para solemnizar el
cumpleaños del príncipe Alfonso.

En un ambiente de tal inestabilidad y consciente de su poca implantación


Amadeo de Saboya abdica el 11 de febrero y retorna a Italia.
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El 11 de febrero de 1873 la I República era proclamada por el Congreso y el


Senado reunidos en Asamblea Nacional, por 256 votos contra 32. Poco
después se eligió el primer gobierno de coalición radical-republicana,
presidido por Estanislao Figueras.

La República vino a llenar un vacío de poder en un contexto hostil: hacienda


pública exhausta, guerra carlista in crescendo, un ejército inclinado
mayoritariamente hacia el moderantismo, nulo apoyo internacional, un
movimiento internacionalista activo. La falta de remplazo inmediato al rey
abdicante no ofrecía otra alternativa. La posible solución alfonsina no estaba
aún suficientemente madura, al no existir un consenso unánime respeto de
su persona.

La instauración de la República aceleró el protagonismo popular, con la


consiguiente radicalización de los enfrentamientos sociales, que agudizó el
temor de los propietarios. En Andalucía, aparecen brotes revolucionarios,
significados en ocupaciones de tierras, sustitución de ayuntamientos por
juntas revolucionarias. A principios de marzo las masas federales de
Barcelona, con intervención de obreros internacionalistas, intentaron
proclamar el Estado catalán dentro de la República federal española. En el
interior del partido republicano son evidentes las tensiones entre unas
bases que quieren acelerar el proceso de transformación social y política, y
unos dirigentes que intentan frenarlo. Por otro lado los radicales deseaban
una república vacía de contenido social, políticamente unitaria y cimentada
en las capas medias; respetando los principios democráticos de la
revolución de septiembre. Con este modelo se pretendía evitar la
hemorragia hacia las filas alfonsinas.

Las elecciones de mayo llevaron a las Cortes una mayoría republicana


federal. El 1 de junio se abrían unas Cortes Constituyentes, llamadas a
formular una estructuración federal del Estado. En el mes de julio emergen
de forma acumulada todos los factores que inclinarán a la deriva la ya de
por sí frágil plataforma política republicana. Estallan sucesivamente los
alzamientos cantonales, el aumento de la conflictividad social, la caída de Pi
y Margall, el recrudecimiento de la guerra carlista.

En el movimiento cantonalista inciden una serie de variables. Es la lógica de


los federales intransigentes unidos a obreros internacionalistas, de
establecer de inmediato la estructura federal sin esperar a que se formule
desde las Cortes Constituyentes. Cronológicamente, el estallido cantonal se
generalizará a partir de la caída del gobierno de Pi. Su sucesor, Nicolás
Salmerón, será el encargado de la erradicación del cantonalismo mediante
el envío de tropas al mando de los generales Pavía y Martínez Campos. A la
vez, Salmerón incrementa la represión contra la Internacional.

La República había ido perdiendo su carácter reformista y su principio


federal. En este ambiente resulta explicable el ascenso de Castelar el 8 de
septiembre, que marca el golpe de timón hacia la derecha. El programa de
18

Castelar se reducía al restablecimiento del orden: Lo que necesitamos es


orden, autoridad y gobierno.

En diciembre de 1873 aparecen claramente perfiladas dos actitudes


políticas del golpe militar de enero de 1874: 1º, Un sector considerable de
los diputados a Cortes están dispuestos a plantear la cuestión de confianza
al gobierno Castelar. Esto supondría la posible caída de Castelar. 2º, Los
antiguos partidos de Sagasta y Ruiz Zorrilla están dispuestos a tomar
medidas excepcionales con tal de que ese hipotético vuelco a la izquierda
no se produzca.

Del 2 al 3 de enero de 1874 el general Pavía, previa invasión del hemiciclo


por fuerzas de la guardia civil, disolverá las Cortes Constituyentes. La
resistencia al golpe prácticamente no existió. La República se había alejado
de sus bases sociales y el apoyo internacional nunca lo tuvo (salvo los
reconocimientos de Estados Unidos y Suiza.

El régimen nacido del golpe de Pavía representa el epílogo del 68 y el


prólogo de la Restauración borbónica. Es, en realidad, una situación puente
que se articula en el viraje conservador ya puesto en marcha en los últimos
meses de la República.

La dictadura de Serrano toma una serie de medidas como:

• el decreto de disolución de la Internacional y de su prensa económica


por atentar contra la propiedad, contra la familia y demás bases
sociales. En realidad, el decreto no se dirigía sólo contra la AIT, sino
también contra las sociedades políticas que conspiran contra la
seguridad pública, contra los altos y sagrados intereses de la patria,
contra la integridad del territorio español y contra el poder
constituido. Los republicanos federales quedaban en la ilegalidad,
suspendida su prensa. Plantear el tema de las reformas en Cuba se
convertía en delito.

• Voluntad de hacer desaparecer el frente carlista del norte, cuya


consecuencia podría acarrear un aumento del prestigio político y
social de Serrano. Desde entonces se inicia el retroceso carlista, que
había llegado a dominar el País Vasco y Navarra, salvo los
importantes centros urbanos.

A finales de año ya nadie dudaba de que la Restauración era cuestión de


muy poco tiempo. Sólo existía un punto de discusión: cómo proceder al acto
de restaurar, por la vía militar o civil.

Cánovas del Castillo, que desde agosto de 1873 había recibido plenos
poderes de la casa real en el exilio para dirigir el movimiento Alfonsino, no
se inclinaba por la vía del pronunciamiento militar. Quería evitar una medida
de fuerza en la base de la Restauración cuando ésta podía venir
perfectamente por un estado de opinión favorable.
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Finalmente, los hechos se le adelantaron cuando el impulsivo general


Martínez Campos se pronunció en Sagunto por la monarquía de Alfonso XII
el 29 de diciembre. La Restauración venía de las manos de un ejército, que
desde el golpe de Pavía había abandonado sus veleidades liberales para
vincularse ahora decididamente a las clases conservadoras.

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