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Ruth María Ramasco

Aporte para el panel: “Vida e identidad de la Iglesia desde la perspectiva del


género, el protagonismo eclesial del laico y la Iglesia de los pobres”
Jornada de Teólogos del NOA
Título de la ponencia: “Anotaciones desde la conciencia eclesiológica laical”
Universidad Nacional de Tucumán

Mística laical del NOA argentino


Anotaciones desde la conciencia eclesiológica laical

I. Consideraciones iniciales

Esta comunicación busca proponer tres criterios para discernir la


identidad y vida de la Iglesia en el laicado del NOA argentino. Antes de
exponerlos, efectuaremos ciertas precisiones que son necesarias para acotar su
alcance.

A. El interés fundamental que guía este trabajo no es el de discernir la identidad


del laicado, sino participar en el descubrimiento gozoso y arduo del Misterio de la
Iglesia y, en ella, del Misterio del Dios vivo. Si auscultamos su Rostro en nosotros,
es porque anhelamos contemplarlo; y si ese mismo movimiento nos lleva a
rechazar falsas imágenes de nuestro ser, es porque nos parecen indignas del Dios
revelado en Jesucristo por la acción del Espíritu.

B. Somos conscientes de que sólo en la profundización del todo del Pueblo de


Dios y su vínculo de interpelación mutua con la totalidad de la comunidad humana;
es decir, en una eclesiología efectivamente llevada a cabo como tal, puede

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ponerse de manifiesto la vida de Dios y de su Iglesia en los laicos. Sin embargo,
puesto que somos los testigos insoslayables de Quien ha querido habitar entre
nosotros; puesto que se trata de “lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que
contemplamos y palparon nuestras manos” (I Jn. 1,1); puesto que es nuestra voz
la que debe narrar “las maravillas que ha hecho con nosotros” (Salmo 104,2), el
carácter de testigos define un lugar hermenéutico: nos exige interpretar Su acción
y presencia. Dicho lugar no se constituye como resultado de un proceso de mera
autoafirmación, ni sólo como fruto de la búsqueda de un protagonismo negado o
diferido, o rechazado y temido. Ello podría ser muy valioso, pero no es decisivo.
Nuestras palabras poseen un espacio eclesiológico propio, porque no dan
testimonio de nosotros mismos, sino de Aquel en quien creemos, de Aquel que
muestra frente a nuestros ojos y en el espacio de nuestra vida rasgos de su infinito
Misterio.

C. Si bien la construcción del mundo y su ordenación a Dios ha sido indicada


reiteradamente como cometido propio de la vida laical, es también innegable que
la consagración del mundo a Dios pertenece a la identidad total de la Iglesia. Por
ende, aún cuando esta acción aporta una clave fundamental sobre la identidad del
laicado, se ha mostrado insuficiente en orden a una nueva asunción de numerosas
tendencias y prácticas de nuestra vida eclesial. Mencionamos algunas de ellas:

1. la identificación del compromiso laical (entendido como


equivalente a “identidad laical” sin más) como pertenencia a una
organización apostólica, institución o movimiento de Iglesia;
2. la tendencia en las mismas a solicitar una disponibilidad total de
vida, solicitud que muchas veces obstaculiza la construcción de
vínculos personales, laborales y familiares fuera de su ámbito, o
prolonga la adolescencia de sus miembros, pues ésta es la época
en la que aún no cabe ser el sostén último de una tarea y sentir la
cintura ceñida por la misma;

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3. la construcción de una espiritualidad cuya meta y modelo es la
clerical o religiosa, lo cual hace que desde el inicio toda
posibilidad se experimente como una vida de menor fuerza o una
práctica puramente asintótica;
4. la expectativa continua de pronunciamientos del Magisterio de la
Iglesia para asumir una tarea, descubrir un área de vacancia
apostólica, tomar una postura definida respecto de los problemas
que nos atañen; expectativa que justifica la inercia, la
dependencia de criterios, la incapacidad de responder a los
desafíos de la historia;
5. el olvido reiterado de la realidad del carácter sacerdotal, profético
y real que poseemos por el Bautismo;
6. el “sentido débil” del carácter de ministros del amor que nos
entregamos sacramentalmente, y su consiguiente administración
supletoria por parte de quienes no están llamados a serlo;
7. el pedido continuo de supervisión, monitoreo y aprobación de
nuestras decisiones más radicales en el ámbito conyugal,
familiar, laboral, político, social, cultural;
8. la desconfianza y el recelo sobre todas nuestras afirmaciones,
pues la historia de todas las heterodoxias posibles parece tener
siempre un lugar privilegiado en la mirada de nuestros pastores;
9. el paradigma de la ejecución de lo decidido y pensado por otros,
tomado como esquema clave de nuestra acción en el mundo;
10. la incapacidad de acoger nuestra presencia eclesial con otras
categorías que no sean las de “colaboración” o “suplencia” en
otras tareas, categorías usualmente empleadas en sentido de
secundariedad.

Cuando a todas estas marcas se agregan las pertenecientes a un


pueblo vejado y humillado en su presente y en su historia; atravesado por
ancestrales hábitos de recelo, pasividad y clientelismo respecto de aquellos a los

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que considera sus dirigentes; marginal a todos los centros de poder;
acostumbrado al plurifacético rostro de las diversas formas de colonización y a las
dinámicas sociales que éstas desencadenan; cuando todo esto es llevado al
interior del dinamismo eclesial, es inevitable preguntar por su posible operatividad
en la conciencia y la acción eclesial y laical específicamente.

Ahora bien, aún cuando ello se plantee como tarea que requiere un
prolongado servicio de discernimiento, sí podemos poner a consideración de todos
nuestra conciencia eclesial. Esta conciencia es el soporte de nuestra
cotidianeidad, la alegría que atraviesa todos nuestros dolores, la razón de nuestra
esperanza, el sentido de nuestros fracasos. Es a su luz cómo nuestra realidad
puede poseer un sesgo definido y excluir, por derecho propio, todo intento de
desvalorización. Proponemos, entonces, tres criterios posibles para ahondar en el
Misterio del Dios vivo y de su Iglesia en nosotros:

1. El criterio de la “kénosis” del Dios revelado en Jesucristo.


2. El criterio de la singularidad histórica de Jesús, el Cristo.
3. El criterio del Signo interpretado por la comunidad bajo la acción del
Espíritu.

II. Los criterios

1. El criterio de la “kénosis” del Dios revelado en Jesucristo.

Creemos que el don que Dios ha reservado para nosotros es una


participación privilegiada en una arista del Misterio de la Encarnación, aquélla en
donde Dios no ha considerado a menos despojarse de su condición de Dios:
nuestra conciencia eclesial nos dice que participamos de la “kénosis” del Dios
vivo. Este es el sentido teológico de nuestra existencia; el anuncio de cuya

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predicación tenemos prioridad; el que nadie puede negarnos, el abajamiento del
Absoluto allí donde no se experimenta ni se ve como tal, sino sólo como creatura y
realidad del mundo. Creemos que esta “capilaridad” de nuestra existencia no es
delegación: es nuestra vocación eclesial, es nuestro carácter de Sacramento Vivo
del Misterio de la Encarnación, es nuestra identidad de Eucaristía. Esa es la arista
del Misterio de Dios revelado en Jesucristo por la acción del Espíritu que
constituye nuestra heredad. De más está decirlo: no queremos otra.

Nuestra condición de latinoamericanos, la pobreza y marginalidad del


NOA, no son los obstáculos que hemos tenido que vencer para adquirir esta
conciencia. Es en ellas, en su marginalidad e impotencia, en su insignificancia
respecto a los centros de decisión, donde hemos comprendido la nihilidad del
mundo elegido para la anihilación de Dios. Y es también en las mismas, por su
inagotable capacidad de convocatoria a la fiesta de la vida, en donde percibimos
cada día la intersección de la pequeñez del mundo con la fiesta del Verbo de Dios.
¿Cómo podríamos querer otra heredad?

2. El criterio de la singularidad histórica de Jesús, el Cristo

Nuestra experiencia de mundo se inscribe en el horizonte de la


creaturalidad de la realidad y su vértice vivo es Jesucristo, Señor del hombre y de
su historia. Pero además de la ordenación dinámica que este vértice produce,
nuestra experiencia de mundo posee otros criterios de ordenación. Estos criterios
no son pautas abstractas, ni normas universales: son personas y situaciones
singulares; aquellas que han recibido de nosotros la ratificación de nuestro amor
de elección.

En aras de explicitar lo anterior, los criterios que organizan nuestra


experiencia de mundo, la ordenan y la definen son:

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a) la tarea mundana que identifica cada una de nuestras
singularidades;
b) las personas que constituyen los centros de gravedad hacia donde
orientamos libremente nuestra capacidad de amor;
c) el espacio geográfico, económico, sociopolítico y cultural al que
pertenecemos y ratificamos;
d) el singular segmento temporal en el que nuestra vida se desarrolla.

De ninguna manera pretendemos decir que esto no forma parte de todo


hombre o mujer que pertenezca al Pueblo de Dios. Lo que subrayamos es su
carácter de criterios de ordenación del mundo y, por ende, su carácter vinculante
en orden a la consagración del mismo a Dios. No hay pensamiento, decisión,
acción concreta, marco teórico asumido o rechazado, procedimiento puesto en
marcha; no hay ni siquiera un componente infinitesimal de nuestra acción en el
mundo que no experimente la exigencia e interpelación que brota de un ser
singular. La persona que cada uno es, su vocación, su aptitud, su límite; las
personas que amamos, sus experiencias, su fragilidad, su horizonte; el espacio de
mundo que nos constituye, sus tensiones y conflictos; la historia que nos vertebra,
cualquiera sea su mixtura de luces y sombras, de memorias y olvidos.

La más caótica y desestructurada de nuestras experiencias mundanas,


cualquiera sea la vigencia de los paradigmas posmodernos, tiene para nosotros un
orden. Nuestra vocación no es compatible con la equidistancia respecto de todo
punto y situación humana; nuestro mundo tiene centro y periferia, cercanías y
distancias, pertenencias y extranjerías. No somos neutrales, ni nuestras
experiencias de pluralidad vuelven homogéneo el carácter total de la realidad.
Nuestro mundo está inclinado, no sólo por el vértice real de la tensión hacia Dios,
sino por esos centros vivos y singulares que desafían nuestra intención de amor.

El carácter singular de sus constituyentes y el hecho de que sean


nuestros desafíos ineludibles para penetrar en el Misterio de Dios, nos acerca al

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carácter insoslayable de la realidad concreta de Jesucristo, como camino, verdad
y vida del Dios viviente; nos hace atisbar, en espejo y en enigma, que en una
singularidad concreta y limitada, nos ha sido manifestado el todo de Dios. Porque
para nosotros, el descubrimiento de todo lo que se ofrece a nuestra vida se
encuentra encerrado en los rostros de aquellos con los que dormimos y
despertamos, en la identidad de nuestros hijos, en la urdimbre de nuestra tierra y
de su historia. Otros miembros del Pueblo de Dios poseerán ese desafío de otra
manera: a nosotros nos ha sido dado ver nuestra vida, nuestro mundo, ver a los
nuestros, como las páginas vivas donde acontece un Evangelio que lleva nuestro
nombre. No nos ha sido dado más, pero todo nos es dado en ellos.

En orden a este segundo criterio, podría decirse algo similar a lo dicho


respecto al primero. Una laica o laico del NOA argentino poseen una experiencia
de Dios y de la Iglesia afectada por la pobreza de vínculos y la distancia con los
centros de discusión teológica; difícilmente tienen otra experiencia de Iglesia más
que la que han conocido en su mundo pequeño. Sin embargo, han descubierto
que esa pobreza y limitación, esas pocas personas que constituyen las más altas
cumbres que limitan su ámbito y territorio, la marginalidad de la región a la que
pertenecen, la aparente “locura” de que el Misterio del Absoluto se haga presente
en sus vidas, los vuelve dóciles al descubrimiento de que el Dios que ha creado el
cielo y la tierra se ha encarnado en una persona concreta e individual y sus
vínculos entrañables, en su tarea, en sus hechos y palabras, en una región
marginal y acotada, en una franja brevísima de tiempo. Si nuestra pobreza nos
permite habitar dentro del misterio de la singularidad histórica querida por el
mismo Dios, ¿podríamos desear otras riquezas?

3. El criterio del signo descubierto por la comunidad

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Quien es uno de nosotros, habitualmente sólo pretende llevar adelante
su vida, descubrir su tarea, enamorarse, ser feliz, contribuir a la manutención de
los suyos, asociarse a otros hombres para construir un mundo más recto y
humano: ésa es su vida en Dios. Nuestra identidad personal va plasmándose a
partir de un conjunto de decisiones en las cuales consideramos que resuena
nuestro ser más profundo. Habitualmente, al menos en esta región del mundo, la
gran mayoría desarrolla toda su vida en un limitado ámbito geográfico. Nuestra
historia, la de nuestros progenitores, están ahí, a la vista de todos; lo cual incluye,
como es obvio, el carácter público de nuestros errores y aciertos, así como la
posibilidad de ser vistos y valorados o denigrados desde su trayecto.

El Misterio del cual vivimos se hace presente para nosotros en el


claroscuro de nuestra conciencia como fuente y sentido de nuestras decisiones
concretas. Nuestra identidad cristiana, nuestra pertenencia eclesial, no se
desarrolla como fenómeno de introspección, ni conclusión reflexiva. Son otros
quienes identifican en nuestras vidas la acción del Dios vivo, acción cuya fuerza
nos es desconocida. Esa identificación ocurre de distintas formas:

a) como descubrimiento de una a veces olvidada “sensación de


humanidad”, en medio de la crueldad cotidiana de la injusticia;
b) como capacidad de cooperación con los hombres y mujeres de buena
voluntad en una obra colectiva;
c) como el añadido de humanidad que se percibe más allá del deber, la
cualificación para la tarea, la eficacia en la resolución de problemas
(requisitos sin los cuales el añadido ni se ve ni se acepta);
d) como la presencia de nuevos criterios bajo los cuales se disciernen
los mismos problemas;
e) como la captación de una libertad insobornable que no se entrega a
ningún poder;
f) como odio encarnizado y violento de quienes rechazan la posibilidad
de Dios;

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g) como razón de credibilidad de la Iglesia;
h) como una fuente de alegría y paz en medio de las dificultades;
i) como la posibilidad real de felicidad;
j) como una esperanza siempre dispuesta a volver a comenzar.

Ocurre así porque nuestra vida transcurre tan en medio del mundo, que
no son las formas de aquélla las que la revelan, sino lo que en nosotros trasunta a
Dios. De alguna manera, es preciso decir que son los otros quienes descubren
nuestro existir “en Cristo”; y que somos nosotros los que contemplamos
asombrados a Aquél que su mirada desoculta. No quiere esto decir que no
poseamos innumerables límites, defectos, pecados, pobreza de criterios,
enfermedades psíquicas, patologías sociales. Sabemos que las poseemos; pero
los demás las atraviesan y nos devuelven la imagen de nuestra fe. No lo hacen
sólo los que apenas nos conocen, sino también nuestros íntimos, los que nos han
visto decaer todos los días, ésos a los que ninguna ficción podría convencer.

Este es el tercer y último criterio que deseamos exponer sobre la


configuración de nuestra conciencia eclesial. La dimensión semántica de nuestro
ser, de nuestra acción y de nuestras obras, precisamente allí donde ninguna
intención humana basta para ser eficaz, no es producida por nosotros. Son otros
los que nos donan el carácter de signos: no nos constituimos nosotros en tales. De
ellos, en cierta manera, recibimos la conciencia de nuestra identidad.

Ahora bien, dado el rango de nuestra vida, la mayoría de las veces sin
organización que nos respalde, compartiendo las tareas y el trabajo con personas
de diversos credos o sin ningún credo, enfrentados o afines a otros en intereses
laborales, económicos, políticos, etc., sin poder exhibir ninguna acreditación de
nuestra fe, dicho carácter de signo posee otra arista. Nos experimentamos
entregados a la lectura que hacen de nosotros tanto nuestros pastores, como los
diversos miembros del Pueblo de Dios, y cualquier ser humano con el que
convivimos. De ahí que nuestra conciencia nos diga que es el Espíritu el único que

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puede dar testimonio del Misterio de Jesucristo que habita en nosotros: en ello
reside la libertad y la paz con la que nos entregamos a la construcción del mundo.

Por último, una consideración final para no dar una imagen demasiado
pacífica de nuestra realidad. A través del vínculo con nuestros hijos, los laicos y
laicas conocemos la dureza de la que está hecho nuestro amor, la espada en la
que éste se convierte cuando alguien amenaza a aquellos cuya vida nos ha sido
confiada: para llegar a ellos, tendrían que matarnos. Lo mismo sentimos con el
Misterio de Dios que vive en nosotros. Cualquiera puede desocultar lo que sea en
nosotros sólo proyección equívoca de nuestra limitación o nuestro pecado: no
podremos con ello o se lo agradeceremos; pero que nadie agravie, ni intente
ahogar al Dios que quiere nacer y vivir en nosotros, porque sin importar que sea
gobernante, rico o poderoso, u obispo, sacerdote, religiosa o religioso, o teólogo o
teóloga, deberán convertirse en nuestros homicidas si pretenden llegar hasta Él. Si
esto ocurriera, ¿no habrían mutilado el mismo Cuerpo al que pertenecen?

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