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I. Consideraciones iniciales
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ponerse de manifiesto la vida de Dios y de su Iglesia en los laicos. Sin embargo,
puesto que somos los testigos insoslayables de Quien ha querido habitar entre
nosotros; puesto que se trata de “lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que
contemplamos y palparon nuestras manos” (I Jn. 1,1); puesto que es nuestra voz
la que debe narrar “las maravillas que ha hecho con nosotros” (Salmo 104,2), el
carácter de testigos define un lugar hermenéutico: nos exige interpretar Su acción
y presencia. Dicho lugar no se constituye como resultado de un proceso de mera
autoafirmación, ni sólo como fruto de la búsqueda de un protagonismo negado o
diferido, o rechazado y temido. Ello podría ser muy valioso, pero no es decisivo.
Nuestras palabras poseen un espacio eclesiológico propio, porque no dan
testimonio de nosotros mismos, sino de Aquel en quien creemos, de Aquel que
muestra frente a nuestros ojos y en el espacio de nuestra vida rasgos de su infinito
Misterio.
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3. la construcción de una espiritualidad cuya meta y modelo es la
clerical o religiosa, lo cual hace que desde el inicio toda
posibilidad se experimente como una vida de menor fuerza o una
práctica puramente asintótica;
4. la expectativa continua de pronunciamientos del Magisterio de la
Iglesia para asumir una tarea, descubrir un área de vacancia
apostólica, tomar una postura definida respecto de los problemas
que nos atañen; expectativa que justifica la inercia, la
dependencia de criterios, la incapacidad de responder a los
desafíos de la historia;
5. el olvido reiterado de la realidad del carácter sacerdotal, profético
y real que poseemos por el Bautismo;
6. el “sentido débil” del carácter de ministros del amor que nos
entregamos sacramentalmente, y su consiguiente administración
supletoria por parte de quienes no están llamados a serlo;
7. el pedido continuo de supervisión, monitoreo y aprobación de
nuestras decisiones más radicales en el ámbito conyugal,
familiar, laboral, político, social, cultural;
8. la desconfianza y el recelo sobre todas nuestras afirmaciones,
pues la historia de todas las heterodoxias posibles parece tener
siempre un lugar privilegiado en la mirada de nuestros pastores;
9. el paradigma de la ejecución de lo decidido y pensado por otros,
tomado como esquema clave de nuestra acción en el mundo;
10. la incapacidad de acoger nuestra presencia eclesial con otras
categorías que no sean las de “colaboración” o “suplencia” en
otras tareas, categorías usualmente empleadas en sentido de
secundariedad.
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que considera sus dirigentes; marginal a todos los centros de poder;
acostumbrado al plurifacético rostro de las diversas formas de colonización y a las
dinámicas sociales que éstas desencadenan; cuando todo esto es llevado al
interior del dinamismo eclesial, es inevitable preguntar por su posible operatividad
en la conciencia y la acción eclesial y laical específicamente.
Ahora bien, aún cuando ello se plantee como tarea que requiere un
prolongado servicio de discernimiento, sí podemos poner a consideración de todos
nuestra conciencia eclesial. Esta conciencia es el soporte de nuestra
cotidianeidad, la alegría que atraviesa todos nuestros dolores, la razón de nuestra
esperanza, el sentido de nuestros fracasos. Es a su luz cómo nuestra realidad
puede poseer un sesgo definido y excluir, por derecho propio, todo intento de
desvalorización. Proponemos, entonces, tres criterios posibles para ahondar en el
Misterio del Dios vivo y de su Iglesia en nosotros:
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predicación tenemos prioridad; el que nadie puede negarnos, el abajamiento del
Absoluto allí donde no se experimenta ni se ve como tal, sino sólo como creatura y
realidad del mundo. Creemos que esta “capilaridad” de nuestra existencia no es
delegación: es nuestra vocación eclesial, es nuestro carácter de Sacramento Vivo
del Misterio de la Encarnación, es nuestra identidad de Eucaristía. Esa es la arista
del Misterio de Dios revelado en Jesucristo por la acción del Espíritu que
constituye nuestra heredad. De más está decirlo: no queremos otra.
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a) la tarea mundana que identifica cada una de nuestras
singularidades;
b) las personas que constituyen los centros de gravedad hacia donde
orientamos libremente nuestra capacidad de amor;
c) el espacio geográfico, económico, sociopolítico y cultural al que
pertenecemos y ratificamos;
d) el singular segmento temporal en el que nuestra vida se desarrolla.
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carácter insoslayable de la realidad concreta de Jesucristo, como camino, verdad
y vida del Dios viviente; nos hace atisbar, en espejo y en enigma, que en una
singularidad concreta y limitada, nos ha sido manifestado el todo de Dios. Porque
para nosotros, el descubrimiento de todo lo que se ofrece a nuestra vida se
encuentra encerrado en los rostros de aquellos con los que dormimos y
despertamos, en la identidad de nuestros hijos, en la urdimbre de nuestra tierra y
de su historia. Otros miembros del Pueblo de Dios poseerán ese desafío de otra
manera: a nosotros nos ha sido dado ver nuestra vida, nuestro mundo, ver a los
nuestros, como las páginas vivas donde acontece un Evangelio que lleva nuestro
nombre. No nos ha sido dado más, pero todo nos es dado en ellos.
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Quien es uno de nosotros, habitualmente sólo pretende llevar adelante
su vida, descubrir su tarea, enamorarse, ser feliz, contribuir a la manutención de
los suyos, asociarse a otros hombres para construir un mundo más recto y
humano: ésa es su vida en Dios. Nuestra identidad personal va plasmándose a
partir de un conjunto de decisiones en las cuales consideramos que resuena
nuestro ser más profundo. Habitualmente, al menos en esta región del mundo, la
gran mayoría desarrolla toda su vida en un limitado ámbito geográfico. Nuestra
historia, la de nuestros progenitores, están ahí, a la vista de todos; lo cual incluye,
como es obvio, el carácter público de nuestros errores y aciertos, así como la
posibilidad de ser vistos y valorados o denigrados desde su trayecto.
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g) como razón de credibilidad de la Iglesia;
h) como una fuente de alegría y paz en medio de las dificultades;
i) como la posibilidad real de felicidad;
j) como una esperanza siempre dispuesta a volver a comenzar.
Ocurre así porque nuestra vida transcurre tan en medio del mundo, que
no son las formas de aquélla las que la revelan, sino lo que en nosotros trasunta a
Dios. De alguna manera, es preciso decir que son los otros quienes descubren
nuestro existir “en Cristo”; y que somos nosotros los que contemplamos
asombrados a Aquél que su mirada desoculta. No quiere esto decir que no
poseamos innumerables límites, defectos, pecados, pobreza de criterios,
enfermedades psíquicas, patologías sociales. Sabemos que las poseemos; pero
los demás las atraviesan y nos devuelven la imagen de nuestra fe. No lo hacen
sólo los que apenas nos conocen, sino también nuestros íntimos, los que nos han
visto decaer todos los días, ésos a los que ninguna ficción podría convencer.
Ahora bien, dado el rango de nuestra vida, la mayoría de las veces sin
organización que nos respalde, compartiendo las tareas y el trabajo con personas
de diversos credos o sin ningún credo, enfrentados o afines a otros en intereses
laborales, económicos, políticos, etc., sin poder exhibir ninguna acreditación de
nuestra fe, dicho carácter de signo posee otra arista. Nos experimentamos
entregados a la lectura que hacen de nosotros tanto nuestros pastores, como los
diversos miembros del Pueblo de Dios, y cualquier ser humano con el que
convivimos. De ahí que nuestra conciencia nos diga que es el Espíritu el único que
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puede dar testimonio del Misterio de Jesucristo que habita en nosotros: en ello
reside la libertad y la paz con la que nos entregamos a la construcción del mundo.
Por último, una consideración final para no dar una imagen demasiado
pacífica de nuestra realidad. A través del vínculo con nuestros hijos, los laicos y
laicas conocemos la dureza de la que está hecho nuestro amor, la espada en la
que éste se convierte cuando alguien amenaza a aquellos cuya vida nos ha sido
confiada: para llegar a ellos, tendrían que matarnos. Lo mismo sentimos con el
Misterio de Dios que vive en nosotros. Cualquiera puede desocultar lo que sea en
nosotros sólo proyección equívoca de nuestra limitación o nuestro pecado: no
podremos con ello o se lo agradeceremos; pero que nadie agravie, ni intente
ahogar al Dios que quiere nacer y vivir en nosotros, porque sin importar que sea
gobernante, rico o poderoso, u obispo, sacerdote, religiosa o religioso, o teólogo o
teóloga, deberán convertirse en nuestros homicidas si pretenden llegar hasta Él. Si
esto ocurriera, ¿no habrían mutilado el mismo Cuerpo al que pertenecen?
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