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UTOPÍA y ONG's

Pocas palabras se han desprestigiado tanto como la palabra utopía. Y, no obstante,


pocas necesitan tan urgentemente ser recuperadas en nuestro lenguaje.
La palabra utopía ha sufrido un desgaste permanente por parte de los ideólogos del
sistema neoliberal, con la intención de desactivar la fuerza revolucionaria que encierra. La
primera manera de anular la palabra utopía ha sido haciéndonos creer que utopía es sinónimo
de imposible, idealista y, por tanto, cosa de tontos e ingenuos. En este sentido, ser utópico es
no tener los pies en la tierra, tener ideas estúpidas en la cabeza, decir insensateces. Pero el
sistema ha dado un paso más: por si acaso no fuera suficiente comparar la utopía con lo
absurdo, se ha pretendido identificar la utopía con los beneficios materiales. De ese modo, la
utopía, el sueño, es llegar a tener un magnífico coche, una televisión de plasma, el móvil de
última generación y unas vacaciones en Bali. No es de extrañar que, hace unos día vi un spot
publicitario que, bajo el lema del mayo del 68 “seamos realistas pidamos lo imposible”,
anunciaba un coche. Así, la utopía se identifica con la sociedad de bienestar y consumo.
Tales manejos no pueden sorprendernos, pues es sabido que el sistema neoliberal
pretende pervertir las palabras otorgándoles un sentido que actúe en beneficio propio. Ahora
bien, lo que es más difícil de comprender es que la palabra utopía también se haya desvirtuado
entre quienes nos movemos en el ámbito de las ONG´s y la cooperación al desarrollo.
Efectivamente, hay ONG´s que parecen tener como meta obtener los dineros suficientes para
entrar dentro de la cadena productiva y comercial del sistema capitalista, para competir y
medrar como uno más. Otras, increíblemente, cifran su sueño en llegar a extender por los
países del Sur el modelo económico del Primer Mundo, sin darse cuenta, no sólo de que sería
inviable desde el punto de vista de la disponibilidad de recursos, sino que, además, es
precisamente ese modelo el que ha provocado la existencia de dos mundos separados por un
abismo de injusticia. En definitiva, malos tiempos para la utopía.
Para recuperar el sentido auténtico de la palabra habría que remontarse a la obra de
Tomás Moro quien escribió un libro que lleva ese título: “Utopía”. Este filósofo renacentista
tuvo un sueño, soñó una sociedad ideal y la plasmó en un libro donde se describe dicha
sociedad, situada en una isla. “Utopía” era una comunidad de ciudadanos que vivían en casas
iguales, trabajaban por turnos idénticos y dedicaban su tiempo libre a la lectura y el arte. En
“Utopía” toda la organización social se encaminaba a resolver las diferencias y a fomentar la
igualdad. En la isla imperaba una paz total y una armonía de intereses fruto de la equitativa
distribución de la riqueza. Increíble, ¿verdad? Así es. De hecho, utopía significa “sin lugar”,
“lugar que no está en ninguna parte”.
¡Ya estamos con los soñadores! ¿Es que acaso sirvió de algo este libro de Tomás Moro?
Quién sabe. Es como todos los libros de los filósofos. Parece que no sirven para nada, pero son
precisamente las ideas las que cambian el mundo. Poco tiempo después de la obra de Tomás
Moro, los jesuitas quisieron crean una “isla” de justicia e igualdad en el Paraguay, en territorio
del poderoso imperio español, del reino de Portugal y de los intereses de Papa de Roma. Frente
a los grandes poderes de la época, que ejercían la esclavitud, la explotación y la discriminación
por doquier, aquellos jesuitas crearon las “reducciones del Paraguay”, que, con sus fallos
inevitables, pretendieron establecer un lugar autónomo para los indígenas, donde éstos
pudieran escapar de la esclavitud, vivieran según sus costumbres y se desarrollaran
libremente como pueblo. Fueron eliminados. Sí, ya sé que se dirá que todas las utopías
terminan igual… o no. Aunque queda mucho por hacer, se ha avanzado mucho en temas como la
esclavitud, el reconocimiento de otras culturas y de los derechos indígenas. Los frutos no
siempre vienen como cuando queremos ni como queremos. La historia tiene sus tiempos y sus
modos.
Por eso, dado un paso más, en el siglo XIX la utopía todavía seguía viva. A la par que el
movimiento obrero iba cristalizando, espoleado por la brutal opresión a la que eran sometidos
los trabajadores por los patrones capitalistas, surgieron movimientos idealistas que se
atrevieron a soñar una sociedad distinta, donde todo funcionara de otro modo. Así nació el
socialismo utópico. Robert Owen, por ejemplo, trató de llevar a la práctica sus ideas sobre la
organización del trabajo y la distribución de la riqueza, estableciendo el seguro social,
bibliotecas, escuelas para niños y adultos, y otras prestaciones para los obreros, en una
comunidad a la que llamó New Harmony (el nombre ya lo dice todo). Otras ideas semejantes
fueron llevadas a cabo en los falansterios de Charles Fourier o en las comunidades de Henri
Saint Simon. Siempre se podrá argumentar diciendo que fracasaron. Pero todo depende de
cómo se mida el fracaso. Ideas como la igualdad de hombres y mujeres, el sufragio universal,
la jornada laboral con un número limitado de horas, los seguros de desempleo, enfermedad y
jubilación, el derecho de huelga, etc. etc. son conquistas de soñadores que lucharon por ver un
mundo donde las cosas fueran distintas. Muchos no lo vieron. Nosotros sí (aunque algunas
conquistas hemos empezado a perderlas…).
Por eso, y dejando ya este repaso histórico, la utopía se define por su imposibilidad y, a
la vez, por los frutos que produce. Cuanto menos, la utopía ha servido para ir forjando la
conciencia de la humanidad, que no es poco. Pero es que, además, se han conseguido metas,
parciales, pequeñas, provisionales, o como se las quiera llamar. Pero metas. Leí una frase de
Eduardo Galeano que dice: “La utopía es el horizonte. Caminas dos pasos, ella se aleja dos
pasos… ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso: para caminar.
Así es: la utopía sirve para caminar. Y tomando este símil del camino, se puede decir
que la utopía cumple una doble función: señala la meta del camino, y da fuerza para recorrerlo.
Efectivamente, en primer lugar, la utopía constituye el horizonte al que queremos llegar, un
horizonte que es tomado como guía, como faro, como norte, porque si no hay meta establecida,
se acaba dando vueltas en círculos sin llegar a ninguna parte. Es imprescindible tener sueños,
ideales, valores, tener propuestas alternativas, para saber hacia dónde nos queremos
encaminar. De lo contrario, si terminamos dando vueltas, al final, acabaremos por dejar de
andar, cansados. Y aquí entra la segunda función de la utopía: da fuerzas para caminar. Las
personas que soñaron utopías son precisamente las que con más ahínco y tesón empeñaron su
vida en la consecución de sus sueños. Muchos dejaron en el empeño su vida. Otros, sin llegar a
morir físicamente, subordinaron a ese sueño su fortuna, su fama, su familia, sus intereses… Y,
aunque tuvieron momentos de desánimo, encontraron en su propio sueño, la energía para seguir
adelante. Y es que para caminar no sólo hace falta un hacia dónde: hace falta un por qué.
Así pues, afirmo que sin utopía carece de todo sentido el compromiso voluntario: ni
tiene meta, ni tiene energía. Por tanto, es imprescindible recuperar la utopía en nuestro
lenguaje, en nuestros programas, en nuestras acciones, en todo lo que hacemos y somos. Es
urgente que seamos personas utópicas. ¿Qué significa que una persona es utópica, qué rasgos
la identifican?
Como mínimo, para ser utópico hace falta no acomodarse al sistema neoliberal y
negarse a asumir el estilo de vida dominante. La rebeldía es el primer paso incondicional, la
negativa radical a decir con valentía: ¡Éste no es el ideal y me niego a vivir como si lo fuera!
Fácilmente se advierte que esta negativa se debe traducir en el desarrollo de una
actitud crítica, para no acabar diciendo “no porque no”, sin ninguna base ni argumento. La
persona utópica ha de estar muy bien informada sobre la realidad, obteniendo datos lo más
variados, rigurosos y argumentados que sea posible. Esta información debe acompañarse de
una sólida reflexión, acercándose a la realidad a través de análisis profundos y solventes que
muestren el funcionamiento del sistema, sus causas y sus consecuencias.
Mas llega el momento en que la negativa a vivir como nos proponen y la formación
crítica deben desembocar en una propuesta de vida alternativa. Es necesario hacer ensayos
prácticos de la utopía que soñamos. No sé qué será de esos intentos, no sé si fracasarán, si
darán frutos, y si los dan no sé cuándo ni cómo. Pero hay que hacerlo. No cambiaremos todo el
mundo de la noche a la mañana, pero nuestras acciones alternativas, por pocas o pequeñas que
sean, tienen el poder de sembrar futuro. Nuestro modo de vida alternativo será como una
parábola que proclame que es posible una sociedad distinta.
Llevar a la práctica ejemplos concretos de un mundo alternativo sólo será realidad si de
verdad creemos que es posible. Nos han hecho creer que no hay nada que hacer, que toda
lucha es inútil, que el sistema es descomunal, invencible. Hay que desenmascarar esta mentira
y volver a creer. Sí: creer. Creer que es posible cambiar las cosas si se hacen con
autenticidad, con ilusión, con trabajo conjunto y coordinado, con metas, con esperanza. ¡¡Es
posible!! Este es el lema que hemos de recuperar y contagiarnos de la firme esperanza de que
ese otro mundo es posible.
Termino. ¡Recuperemos la utopía! La utopía no es algo pasado de moda, la utopía no es
un sueño de ingenuos, la utopía no puede ser la molesta invitada de piedra que chafa nuestro
rutinario voluntariado encasillado ya en acciones repetidas. Recuperemos la utopía porque ella
es dirección hacia la meta, ella es esperanza y fuerza para el compromiso. No sé si algún día la
utopía será realidad, con lo cual dejará de ser utopía… No se si, quizás, la utopía nunca se
alcance. Lo que si sé es que, si se piensa fríamente, sin utopía nada merece la pena. Así que,
gritemos una vez más: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.

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