Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
Concepción, 28 de mayo de 2010
Visión antropológica del sujeto que se educa
Dra. Ruth Ramasco de Monzón
Todos los que educamos sabemos, con una certeza
que proviene del mundo vivo de rostros e imágenes que guardamos a través de los numerosos años empeñados en esta labor, que la educación no es una tarea que pueda realizarse sin un profundo sentido de humanidad. Pues no existe propuesta educativa, ni vocación, ni aptitud profesional, que no se haya encontrado con el fracaso, la ineficacia de los mejores esfuerzos, el rechazo. Todo docente encuentra una porción de estos alimentos en su camino. Pero más allá de la experiencia personal, la vida sociopolítica como un todo también ha atravesado en numerosas ocasiones esas mismas encrucijadas. Fracasa al educar, no encuentra un camino efectivo, no puede convertirse en recurso de transformación real.
Frente a ello, nos preguntamos: ¿qué puede
revitalizar una acción educativa cuando ésta se anima a rechazar todo disfraz que oculte el fracaso y la incertidumbre? Es decir, cuando no teme afirmar que no sabe con certeza cómo seguir, que sí sabe con certeza que ya ha fracasado en numerosas ocasiones. ¿Desde dónde puede revitalizarse la acción educativa de una comunidad sociopolítica, que anhela ser efectivamente tal, aunque aún posea numerosas contradicciones, desigualdades y divergencias en su interior?
A nuestro juicio, uno de los lugares desde donde
podemos volver a encontrar fuerza para esta acción es nuestro sentido de humanidad, aquel sentido que brota tanto de la indagación atenta y reflexiva como de la vida de los Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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nuestros llevada hacia nuestro interior. ¿Qué dice este sentido
sobre el talante de humanidad de quienes se educan? Las afirmaciones que a continuación enunciaremos sólo buscan proponer ciertos rasgos de dicho talante, pero estos rasgos no son los de hombres y mujeres, o jóvenes y niños ideales o inexistentes, sino rasgos que anhelan poseer la contundencia y el desafío de la verdad, para que a través de ellos recuperemos el rostro real y profundo de aquellos que cuestionan nuestras prácticas y nuestras convicciones más profundas o las exponen a la desesperación. Esto no hará la tarea menos dura, ni nos eximirá de su construcción histórica, pero permitirá quizás formular algunas preguntas o derivar algunos criterios. De más está decir que tanto las preguntas como los criterios requieren, para poder dar origen a un planteo realmente eficaz, la presencia viva del tamiz de nuestra cultura, en toda su variedad y en sus divergencias fundamentales, en las tensiones que la atraviesan y en las hondonadas de sentido que la constituyen. Los rasgos que propondremos serán los siguientes:
1. El sujeto que se educa, realidad de un límite
insoslayable
2. El sujeto que se educa, sujeto de tareas y
obligaciones
3. El sujeto que se educa, un sujeto libre y en riesgo
1. El sujeto que se educa, realidad de un límite
insoslayable Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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Toda acción educativa se realiza por relación a sujetos
(nuestros alumnos y alumnas) que son portadores de valores. No se lleva a cabo por referencia a sujetos neutros, que tanto pueden llegar a ser o no valiosos según sus aptitudes iniciales o sus logros futuros; o por sus dinámicas cognitivas o sus estrategias psicosociales. Todo ello por supuesto existe y forma parte de nuestra diaria experiencia de escolaridad. Pero la afirmación de que son portadores de valor constituye en la educación un punto de partida inexcusable, tanto si los que educamos reconocemos los aspectos a través de los que este valor se presenta, como si los reconocen o no los mismos que se educan, o hasta el sistema de educación formal de una sociedad. Se trata de un presupuesto antropológico de la misma educación. Pues no habría educación a menos que no presupusiéramos que interactuamos con sujetos que no sólo poseen un valor inicial, sino que son capaces de producir estrategias que les permitan apropiarse de otros valores: valores cognitivos, valores sociales, valores políticos, valores técnicos, valores morales. No importa si nuestra decisión de sentido es espiritualista, mecanicista, materialista, o lo que fuere: si educamos, asignamos al sujeto que educamos un valor inicial y por lo menos postulamos la posibilidad de un posible incremento de valor a través de esta misma acción que efectuamos. Este es el primer aspecto que debemos considerar. La crítica a una propuesta educativa efectuada desde idealidades ha dejado intacto ese supuesto de toda práctica educativa: la existencia de una expectativa de logros que sólo pueden realizar aquellos a los que de antemano consideramos capaces de lograr.
Aquellos cuyas decisiones de sentido no involucran
ninguna afirmación del Absoluto, pueden encontrar en la producción de bienes, o de conocimiento, o en la gestión de Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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servicios, o en la participación sociopolítica, o en la cohesión
del tejido social, valores emergentes o deseables de la acción educativa. Quienes poseen una concepción holística o vitalista, pueden impulsar una acción educativa que genere nuevos vínculos de pertenencia y respeto al mundo en cuya suerte estamos implicados. Quienes asuman un horizonte creacionista y afirmen a los hombres como términos de una libre decisión creadora, encuentran en la educación aquel nudo de sentido donde el hombre se compromete a la vez en la transformación de la realidad y en la respuesta libre a la acción creadora. Quienes posean en nuestra cultura un sentido trinitario y cristológico de la realidad, encuentran en la educación aquel lugar donde el hombre penetra en el Misterio Vivo de Dios y participa del sentido redentor. De antemano la educación afirma, precisamente porque es educación, que supone valor y espera más valor. La consideración de todas las acciones de destrucción que los hombres y mujeres podemos hacer no es suficiente para anular esta afirmación de valor. Pues es precisamente porque hay allí algo valioso que podemos predicar degradación, o indignidad, u horror.
Ahora bien, cuando se trata de un ser humano, no es
suficiente decir que la educación supone valor y espera valor. Pues la utilidad también es un valor; la diversión es un valor; la inteligencia es un valor. En el caso de un sujeto de educación, el carácter de valor nos lleva a la experiencia de un límite: pues el valor del que hablamos se presenta como un límite que interpela y desafía toda posibilidad de avasallamiento, uso, canje o disponibilidad absoluta. Dicho de otra manera: el sujeto que se educa representa un núcleo inviolable. Quizás nuestra cultura, que conoce tanto el padecimiento de la violación, pueda proporcionarnos un Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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ejemplo duro y vivo del significado de la inviolabilidad. Pues
por contraposición podemos entender que ser violado consiste en ser aquel al que no se ha reconocido ninguna posibilidad de decisión sobre lo que le es propio. Más aún, quien ha sido desposeído hasta de la posesión de su cuerpo, puesto que éste puede quedar sujeto a la intención de avasallamiento de otro. Ser sólo el depósito insignificante del deseo de otro, un apéndice que posibilita su realización, una capacidad de querer y de propiedad estimada en nada: todo ello equivale a ser violado.
El reconocimiento de un valor absoluto, sin
condicionamientos, se experimenta en la acción educativa como un límite inexcusable, una interpelación permanente.
Pensemos ahora esto como presupuesto de toda
acción y propuesta educativa: nuestros jóvenes, nuestros niños, esos que nos aturden, esos a los que vemos orientarse hacia la más absoluta superficialidad y banalidad, tienen el derecho al reconocimiento de su valor. Desde ese núcleo de valor, aquello a lo que llamamos dignidad, se irradia un conjunto de exigencias que desde sí interpelan a los demás y a la vida social. Es por esto que afirmamos el derecho a ser educados, el derecho al conocimiento, el derecho a la corrección, el derecho a la implicación adulta en su vida joven, el derecho a la maduración progresiva, el derecho a la equidad, el derecho al cuidado responsable, el derecho al descubrimiento de su propia dignidad.
Si traducimos estas afirmaciones en una interpelación
a muchas de nuestras prácticas educativas, podemos preguntarnos:
a) ¿qué sentido de dignidad de los nuestros hay en las
clases que no preparamos?; Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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b) ¿qué valor intocable está en juego en las reuniones
de profesores o en sus salas, cuando se invade sin piedad los secretos de la vida privada de los alumnos?;
c) ¿qué consideración axiológica hay en las
evaluaciones miradas al pasar, en los aplazos que no fundamentamos, en las pruebas que no dejamos ver, en los trabajos que proponemos sin que siquiera nosotros podamos imaginar su respuesta?
Muchas veces un objeto de valor económico o
sentimental recibe en nuestras vidas de docentes más atención y cuidado que un alumno. Cuando viajamos y llevamos algo de valor con nosotros, no lo dejamos donde se encuentre sujeto a los golpes o a los movimientos. No lo ponemos en el equipaje, sino junto a nosotros, para que sea nuestro cuerpo quien lo proteja o atenúe el impacto del camino.
Por ello, no bastan largas afirmaciones sobre la
dignidad de los seres humanos: se requiere construir en las prácticas docentes, en la lucidez de los educadores, en su capacidad de responsabilidad y amor, un agudo sentido de límite. Aquel que expresa la presencia de un valor que se vuelve fuente de interpelación de otros, tanto singular como comunitariamente.
2. El sujeto que se educa: sujeto de tareas y obligaciones
Ahora bien, los adultos nos quejamos, con razón, de la
inadecuada relación que nuestra vida sociopolítica ha Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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establecido entre derechos y obligaciones. De manera que
tememos estos discursos y afirmaciones de la dignidad de los nuestros que se transforma, en la práctica, en una ardua y dificilísima batalla con quienes han recibido la minuciosa descripción de sus derechos y jamás se conciben como sujetos de deber. La afirmación de la dignidad humana debe volverse inclusiva, en palabras y acciones, de las exigencias que la dignidad supone. Por lo tanto, nuestra mirada de educadores no reconoce en los nuestros dignidad a menos que no vea en ellos a quienes son sujetos capaces de exigencias y obligaciones. Pues de otra manera, les entregamos una mirada sin fuerza de construcción. ¿De qué serviría que hubiéramos puesto en sus manos un aspecto de su dignidad, si no le hubiéramos mostrado el otro? Sería equivalentes a mirarlos como seres que jamás van a crecer ni afirmarse desde sí mismos, seres que siempre necesitarán una mirada benevolente.
La dignidad implica también la capacidad de ser
realmente dueño de sus actos y responder por ellos, de darse a sí mismos su propia vida. Para aquellos que creen, de darse desde sí mismos aquello que les ha sido previamente dado. Sin el descubrimiento de la exigencia inapelable que surge por la presencia de un valor también inapelable, transformamos la dignidad en una riqueza inútil. Porque la dignidad exige obrar conforme a ella. Esta relación se hace presente en nuestra misma capacidad de juicio. ¿Acaso no pensamos que hay algo fuera de lugar cuando quien es dueño de una empresa obra como si no tuviera responsabilidad sobre ella? ¿O alguien que sabe mucho se “hace el tonto”? ¿O un juez no quiere tener la responsabilidad de juzgar?
Algo semejante ocurre con la dignidad. ¿Cómo puede
alguien querer ser reconocido como titular de un valor sin Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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condicionamientos y no tener exigencias también sin
condicionamientos? Pensemos en los sujetos a los que educamos:
a) ¿quieren el fin de semana de descanso pero no la
semana de estudio?;
b) ¿se sienten merecedores del viaje de egresados,
pero no quieren el esfuerzo de obtener un título por haber estudiado?;
c) ¿exigen el respeto de aquellos cuyas vidas es, en
sus conversaciones, objeto de los más soeces comentarios y las más malignas interpretaciones?;
d) ¿poseen la queja permanente por los objetos que
no tienen, pero todo el dinero que alguien pone en sus manos es invertido en diversión, baile y fin de semana?
e) ¿debemos comprender siempre por qué no han
hecho lo que debían hacer, valorar al infinito las dos tardes del mes en las que han estudiado, incentivarlos y motivarlos y esperarlos, puesto que lo que hacen debe ser puesto por encima de las miles de cosas que no hacen?
Sin el descubrimiento de la dignidad como exigencia
de un obrar acorde a la misma, nuestras afirmaciones destruyen a los que educamos. Por lo tanto, una mirada y una práctica docente que ha descubierto en los suyos el valor inapreciable de la dignidad, ha descubierto también la exigencia de obras que esa dignidad lleva aparejada.
3. El sujeto que se educa, un sujeto libre y en riesgo
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Hemos escuchado mil veces que los seres humanos
somos libres. Hemos transformado esa enunciación en el justificativo de nuestras rebeldías, de nuestros errores, hasta de nuestra decisión de apartarnos de lo bueno. Nos preguntemos entonces de otra manera: ¿qué significa educar a un libre?
En primer lugar, un ser libre es un sujeto de
propuestas. A un libre se educa con propuestas: propuestas de conocimientos, propuestas de acciones y estrategias conjuntas, propuestas de vida. ¿Por qué? No como reacción a autoritarismos extremos; no por temor a procesos de reproducción acrítica. Educamos proponiendo porque nada se vuelve realmente propiedad de un ser personal, a menos que quiera hacerlo suyo, a menos que decida o consienta en hacerlo suyo. No proponemos porque es la “moda” de las tendencias pedagógicas actuales; proponemos porque queremos que lo mejor que hemos descubierto, las certezas más profundas que poseemos, se vuelvan vida querida y sostenida por otros. Es como cuando hacemos un regalo a una persona: ¿qué queremos: que lo use para darnos el gusto o no quedar mal con nosotros, o que le haya gustado tanto, que no quiere dejar de usarlo porque lo ha vuelto suyo? En la primera de las posibilidades, no hay apropiación; en la segunda, sí. En la vida de seres personales, algo es de uno sólo cuando uno lo ha adoptado para sí. Venía de otros, ahora es mío.
Empero, subrayamos el hecho de que un libre
requiere propuestas, no vacíos. La errada comprensión que muchas veces se ha realizado sobre este rasgo ha identificado “propuesta” con ausencia de definiciones, libertad con anomia, convicciones con imposición. La educación de un libre Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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exige que sus educadores sean también libres, pero adultos.
Por lo tanto, afirman aquello que es el resultado de un trayecto de conocimiento, no de una rápida hojeada sobre un texto; se han exigido a sí mismos razones y fundamentos, y proponen las que han encontrado y poseen su adhesión viva; no temen a las preguntas que no saben responder, porque les interesa que sus alumnos descubran que los hombres no encontramos muchas veces respuestas o debemos cambiar las que poseíamos porque la realidad ha cambiado o porque las que teníamos se han vuelto insuficientes; se arriesgan al rechazo auténtico de aquello que constituye su verdad más preciada. Propician la toma de decisiones, la mirada crítica, la intranquilidad de la inteligencia. Un libre no impone, pero se arriesga a proponer. El disfraz de falsa tolerancia o de falsa construcción del conocimiento, que a veces sólo enmascara la superficialidad o falta de razones profundas de quienes educamos, ha transformado muchas veces las instituciones educativas en edificios vacíos. Las escuelas no aburren porque no podemos competir con las redes sociales y el mundo de información digital: aburren porque los adultos que enseñamos nos hemos olvidado de la pasión por la Verdad. Educar a seres libres exige hombres y mujeres apasionados, capaces de proponer hasta el cansancio aquello que han descubierto como verdad.
Por otra parte, es preciso recordar que los seres libres
no somos “de buenas a primera” adultos, racionales e independientes. Muchas teorías pedagógicas parecen presuponer la existencia de una cierta libertad ya completa o una racionalidad madura en todos los alumnos. Pero no es así. Por eso no es suficiente lo que nuestros alumnos quieren, piensan y observan. Un ser libre requiere que otros lo ayuden a crecer, mucho más fuertemente que un ser que no es tal. Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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¿Por qué? Porque su vida atraviesa mayor cantidad de
riesgos, y riesgos de mayor exposición. Un ser libre y humano es un ser vulnerable. Puede ser dañado, puede equivocarse, puede extraviarse; muchas veces necesita volver a recuperar la integridad moral, física, psíquica que ha perdido, si es que le es posible hacerlo.
Debido a ello, la propuesta, la formación del carácter
crítico, el fomento de habilidades de investigación y autogestión de su conocimiento, no puede olvidar que hasta la mayor parte de los adultos se perderían en un continente extraño si no poseyeran una guía o un mapa. A veces, nuestros diseños y teorías educativas se asemejan a un viaje por un terreno extraño, al que enviamos a niños y jóvenes sin guías, ni mapas, y ni tan siquiera alimento suficiente para que no mueran. Para un niño o niña, para nuestros jóvenes, la vida es a veces un inmenso territorio desconocido, y ni siquiera queremos darle una indicación para el camino. Nos escandalizamos de quienes se animan a subir una montaña sin el ropaje y los instrumentos de escalar adecuados y enviamos graciosamente a los nuestros a terrenos más difíciles que el peor de los desiertos y alturas más escarpadas que el Aconcagua sin siquiera algo de abrigo, fuera del que ellos puedan conseguir. Y sus educadores nos hemos transformado en guías mudos. Una persona libre necesita palabras, definiciones, opciones que se exponen, verdades que se ofrecen, fundamentos que no se ocultan. Todo ello como propuesta, pero necesita que estén allí, a la vista, disponibles para ser tomados o dejados, aunque luego sea sustituido por otras herramientas u otros conocimientos.
Una mirada educadora que descubre en sus alumnos
a seres libres, descubre junto a ello la profunda necesidad de Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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un acto de responsabilidad educativa. Lo expresamos como
criterios de responsabilidad:
a) Responsabilizarse por la verdad de las propias
palabras, la fundamentación de los conocimientos y las estrategias de producción de los mismos.
b) Responsabilizarse por la adecuada comprensión del
horizonte cultural al que pertenecemos como alumnos y docentes.
c) Responsabilizarse en el descubrimiento atento y el
seguimiento lúcido de los nuevos procesos epocales.
d) Responsabilizarse en el descubrimiento de las
nuevas configuraciones de la subjetividad y en la necesidad de nuevas estrategias.
e) Responsabilizarse con los nuevos diseños de
vínculos, las nuevas experiencias de ciudad, las nuevas experiencias de desierto.
f) Responsabilizarse de las nuevas formas de
sufrimiento que aparecen en la existencia actual de los hombres.
g) Responsabilizarse con la apertura a nuevos saberes
y nuevas metodologías.
h) Responsabilizarse con los procesos de aprendizaje
permanente, que exigen nuevas ordenaciones de la vida adulta, nuevas cercanías con los jóvenes, rupturas de los esquemas de linealidad pues educaremos a quienes nos superan en edad y a la vez volveremos a experimentar nuestra identidad de alumnos. Jornadas de Educación “El desafío de la educación en el Bicentenario”
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Si no tuviéramos que tratar con seres libres,
podríamos desentendernos de las rupturas y vías nuevas que surgen en el mundo. Puesto que no es así, parte de nuestra mirada atiende a aquello ya obtenido, a lo que constituye nuestra tradición viva, y otra parte permanece atenta al mundo por venir. Tomar conciencia del valor y el riesgo de los sujetos a los que educamos no anula de ninguna manera la dificultad de la tarea, pero se torna una confirmación de la necesidad inclaudicable de educar.
Para quienes creemos en el Misterio de Dios revelado
en Jesús el Cristo, el valor sin condicionamientos de la realidad humana, la interpelación a la responsabilidad de la tarea, la propuesta incansable que se efectúa a seres libres, nos hace ingresar, agradecidos, en el interior del Mensaje Pascual. Pues cada vez que entramos a nuestras aulas o a nuestras oficinas, ingresamos a aquel lugar en el que el mismo Amor nos ha asociado a la llegada del Reino y a la tarea de la Redención.