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Las primeras palabras que oí, incluso antes de nacer, vibrantes en el vientre de
mi madre, sonaban así:

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Con esos canturreos gallegos me arrullaban. Mi abuela también dialogaba en esa


lengua con el fuego de sus calderos. Mis tíos maternos conversaban con sus
paisanos en esa variante del galaicoportugués, excepto cuando había cubanos
presentes, en cuyo caso cambiaban de idioma.

Cada noche, antes de dormirnos, mi madre y yo rezábamos el Padrenuestro en


castellano. Luego ella me pedía en gallego: ³apaja la luz´, y yo apretaba la perilla
eléctrica que colgaba al lado de la cama. Mamá me arrebujaba en su manta y yo
apagaba el candil. ³Tú levarás a manta / Eu levarei o candil«´

Mi abuela, mi madre y sus dos hermanos menores emigraron desde Ribadavia,


Orense, hacia La Habana en 1926. Llegaron a la capital en medio del peor ciclón
que ha sufrido la Isla y, por si fuera poco, ese mismo año nacía en Cuba otro
huracán de carne y hueso llamado Fidel Castro, cuyo apellido revela no solo su
origen celta, sino también su idiosincrasia militar y el afán paranoico de
fortificarlo todo a su alrededor.

Fidel Castro dirigió el asalto al cuartel Moncada un 26 de julio. Más tarde, su


movimiento se llamó ³el 26´ y una de las consignas favoritas de su Gobierno ha
sido ³siempre es 26´. Fue como si aquel famoso ciclón del 26 hubiera dejado
una semilla de turbulencias a su paso por la Isla.

Dejo en manos de cabalistas y pitagóricos el significado oculto de la persistencia


de ese número en nuestro imaginario colectivo. Sea como sea, lo cierto es qu e
hace más de cincuenta años esa prolongación del Ciclón del 26 está soplando
sobre Cuba. Al principio, sus vientos fueron benévolos, y hasta musicales,
incluso esperanzadores, pero poco a poco su capacidad de destrucción se volvió
cada vez más furiosa. Extraña meteorología de la historia que todo cronista del
siglo XX debería escrutar a fondo.
La estrategia desplegada por aquel pichón de gallego contra Batista entre 1957 y
1958 fue celtíbera. Acaso obedeciendo a un mandato genético, se atrincheró en
las cumbres de la Sierra Maestra convirtiendo esa cordillera en un castro de
romántica exuberancia vegetal. Pintoresco Robin Hood céltico-tropical.

Como es sabido, los celtas eran guerreros muy feroces y el padre de Fidel
combatió como soldado español contra los mambises entre 1895 y 1898. La
secuencia etimológica castro, castrum, castrensis, castrense« es tan obvia que
casi da sonrojo subrayarla.

Cuando Fidel bajó de las montañas donde estaba parapetado, lo primero que
hizo fue extender su castro a todo el país, blindándolo de una punta a la otra,
según parece para defenderse de la invasión mil veces anunciada y nunca
verificada de las legiones del Imperio Romano (o Norteamericano).

Así, Cuba se transformó en campamento a partir de 1961. Abroquelado en su


Isla, Fidel la cerró herméticamente al exterior, enclaustrando de paso a toda la
población. El castro devino claustro, y esa claustrofobia no tardó en volverse
castrofobia. No es extraño que tantos cubanos huyan de ese acuartelamiento
insular.

Volviendo a mi abuela gallega, ella vivía en un solar al final de La Loma del


Ángel, allá en La Habana Vieja que, a pesar de ser ya muy antigua, no estaba por
entonces tan destruida como ahora. La casa de mi abuela, donde me crié, se
desplomó hace unos años como si del cielo le hubiera caído un misil de crucero
Tomahawk.

Frente a lo que ya no son más que ruinas, vivía yo con mis padres en otra
cuartería de la calle Cuarteles. Mi abuela, Hortensia Alonso, fue feliz allí,
comiendo filloas hechas de sangre de cerdo flameadas con Anís del Diablo
mientras murmuraba conjuros a la lumbre de sus fogones. Cuando su pobreza
se lo permitía, ponía una botella de vino del Ribeiro en la mesa, como si fuera
un trofeo.

La ³Moreniña´ ²como la llamaban en su aldea natal², no solo hablaba con la


candela de sus hornillas, sino que también bebía fuego. Mientras preparaba sus
queimadas, me hablaba con nostalgia de una ³ría´ muy lejana donde crecían los
viñedos del Ribeiro. Era la ría ³Avia´, donde ella había nacido. Para Doña
Hortensia todo era femenino: la ría, la mar, la calor, la radio, la sartén«

Así empecé a enamorarme del enigma de las palabras, quedando atrapado en un


laberinto de sonidos, imágenes, sabores, olores y extrañas geografías. Mi mamá,
Esther Quinteiro, trabajaba como modista en un taller de alta costura, así que yo
pasaba mucho tiempo con mi abuela.

Esther llegó a La Habana con quince años y su mamá, Hortensia, con treinta y
dos. Mi abuela se ganaba la vida cocinando para la calle en su humilde vivienda
de dos piezas convertida en lo que hoy llamaríamos un ³paladar´. Entre los ocho
y los nueve años, yo la ayudaba subiendo y bajando la Loma del Ángel, cargando
y repartiendo cantinas calientes a domicilio. En la dictadura anterior, mi abuela
no pagaba impuestos, ni estaba obligada a pe dir licencia, para realizar esa
actividad. Tampoco recibía la incómoda visita de voraces inspectores
gubernamentales. Evidentemente, eran otros tiempos«

Cuando Doña Hortensia llegó a la Isla en aquel aciago año 26 tuvo que trabajar
en lo primero que encontró, que fue trapear suelos en la misma cuartería donde
llegó a ser encargada. Mi abuelo la había abandonado antes de que yo viniera al
mundo. Hortensia ²tan adicta al fuego² quemó todas sus fotos.

Con el tiempo, y atando cabos, supe que mi abuelo ²Antonino Quinteiro² fue
un imaginero que huyó de España cruzando los Pirineos para que no lo
reclutaran en las Guerras de Marruecos. Hoy diríamos que fue un exiliado
político o un ³objetor de conciencia´.

Aquel gallego fugitivo ²como el ladrón del cobertor de la canción de marras²


viajó por Brasil, Argentina, Venezuela y Cuba pintando querubines en techos de
iglesias y restaurando tallas de madera. Mi abuela lo persiguió tenazmente a lo
largo de esas geografías, según ella por amor, hasta que en La Habana, y tras u n
breve encuentro, tuvo lugar la separación definitiva. Antonino regresó a España
con sus pinceles y mi abuela se quedó en la Isla con sus calderos mágicos.

Mi madre practicaba una magia opuesta a las llamaradas de mi abuela, pues


usaba agua. De niña, allá en su aldea, echaba un huevo en un vaso con agua en
vísperas de San Juan. Al día siguiente corría a ver la forma que la clara había
adoptado dentro del vaso durante esa noche mágica salpicada de hogueras. Si
veía un velero, significaba presagio de viaje o un naufragio, algo muy frecuente
en la Costa de la Muerte; si aparecía un vestido de novia, simbolizaba vaticinio
de boda; podían verse también iglesias, pájaros, telarañas«

Jugando con ella aprendí a nutrirme de esos presagios poéticos que emanan de
remotos atavismos. Mi niñez transcurrió entre los monólogos ígneos de mi
abuela y las blandas visiones albuminosas de mi madre.

Por si fuera poco, otra magia me circundaba: la afrocubana, contra la cual mi


abuela me protegía con amuletos y despojándome con alb ahaca. Hortensia tenía
fama de ³meiga´ y quería resguardarme del ³meighallo´ de las negras de
aquellos solares, que en realidad me adoraban. Me invitaban a entrar en sus
cuartos, para comer plátanos chatinos con congrí, lo cual ponía muy celosa a mi
abuela, quien a veces me daba unas ³hostias´ que me mandaban a pasear por los
infiernos.

Yo crecí hechizado entre dos culturas culinarias, a caballo entre dos lenguas, en
medio de dos brujerías, oscilando entre los tamboreos de la gente de mi barrio y
las canciones gallegas de mi abuela, disfrutando por igual de las empanadas con
chorizo de Doña Hortensia y del inefable fufú de plátano que me ofrecían las
mulatas del vecindario.

Mi abuela me contaba que de joven había visitado Santiago de Compostela


donde es costumbre darle tres cabezazos al santo dos croques que está a la
entrada de la catedral. Igual que mi abuelo y mis tíos, yo pintaba desde niño. Así
que ²según ella² si yo quería llegar a ser un gran artista, tenía que consumar
aquel ritual. Muchos años después, ya en el exilio, yo también peregriné por ese
³campo de estrellas´ que da nombre a esa ciudad española. Siguiendo los pasos
de mi abuela, transité bajo la estela de la Vía Láctea y choqué tres veces mi
cabeza contra la del Maestro Mateo. Cumpliendo sus instrucciones druídicas,
hundí los dedos en el frío mármol del parteluz del Pórtico de la Gloria.

En los años cincuenta, allá en La Habana Vieja, los gallegos de mi barrio


desfilaban con sus boinas negras por la casa de mi abuela convertida en
³paladar´   . Allí bailaban sus danzas, rememoraban anécdotas de
sus aldeas, siempre suspirando por la ³miña terra´ y sin renunciar jamás a sus
costumbres gastronómicas.

Doña Hortensia era pantagruélica, su mundo era la cocina, y por suerte me


alimentó con aquellos potajes humeantes que tanto me hacían sudar en los
mediodías habaneros con más de 30 grados a la sombra.

Mi mamá siempre hablaba emocionada de Rosalía de Castro y afirmaba, sin


mucha convicción, que los gallegos habían inventado la rueda y el submarino.
Me mostraba orgullosa el Centro Gallego con sus marmóreos grupos
escultóricos, símbolo de la pujanza económica y cultural de los hijos de Galicia
en la Isla. ³Tu abuelo pintó los techos´, me informaba fascinando al pequeño
pintor que habitaba en mí.

Me enseñaba los ángeles coronando las cúpulas del imponente edificio. ³¡Mira
qué belleza!´, exclamaba, y acto seguido señalaba al Centro Asturiano, justo
enfrente: ³¡Mira qué fealdad, parece una mesa patas arriba!´.

Menos mi padre ²mucho más criollo que pichón de gallego², toda mi familia
asistía puntualmente a las romerías en los jardines donde estaban los
merenderos de la cervecería ³La Tropical´.

De aquellos banquetes ²donde lo mismo se bailaba una jota, un paso doble y


una muiñeira que un danzón o un chachachá² recuerdo el brazo gitano a la
hora de los postres y al gaitero que yo seguía de aquí para allá. Criado entre
tambores, rumbas y maracas, yo iba tras aquel insólito instrumento,
deslumbrado por sus aires, como si siguiera al flautista de Hamel ín. Mi abuela
era analfabeta, llegó a Cuba con pañuelo a la cabeza y en alpargatas. Sin
embargo, era la mejor narradora que he conocido en mi vida. Me contaba
escalofriantes historias de hombres lobo, a quienes ella llamaba ³lobishomes´.
Me hablaba de las nueve olas de la playa de A Lanzada y del muérdago de la
fecundidad, me describía el río donde ella lavaba de niña entre hadas sentadas
en las rocas alisándose el pelo con peines musicales. Me asustaba narrándome la
procesión de fantasmas que discurría entre la niebla y que ella llamaba ³Santa
Compaña´. Me contaba que en las ruinas del castillo de Ribadavia ²allí donde
termina el arcoíris², había tesoros escondidos por los moros. Evocaba la
espectacular Noche de San Juan, cuando ella saltaba por encima de las
hogueras. Siempre me repetía: ³tres cosas tiene Ourense que no las hay en toda
España: las burgas, la puente y el Cristo echando barbas´. El pretendiente de mi
abuela era un paisano suyo llamado Máximo, dueño de la carnicería de la
esquina. Lo recuerdo siempre malhumorado, con las uñas impregnadas de
sangre. Mi ³abuelastro´ se fue de Cuba a principios de los sesenta, cuando el
gobierno revolucionario instauró la libreta de racionamiento y confiscó los
negocios privados: primero los más grandes, después, los más pequeños.
Entonces empezó la estampida de españoles expropiados escapando de la Isla
de sus sueños.

Anteriormente, durante los cincuenta, había tantos gallegos en La Habana que a


todos los españoles les llamaban ³gallegos´ por antonomasia, sin impo rtar que
fueran catalanes, vascos, asturianos, cántabros, andaluces o canarios«

En la década del sesenta, cuando el castrismo empezó a castrar toda forma de


propiedad privada, cerraron panaderías, bodegas, ferreterías, herrerías,
hojalaterías, sastrerías« El vástago de aquel huracán del 26 arrasó con todo: la
economía, la familia, la religión, las frutas, las viandas, los edificios« Su fuerza
centrífuga ha expulsado, hasta ahora, a más de dos millones de exiliados.

De buenas a primeras, se acabaron las verbenas gallegas, desaparecieron los


chorizos enlatados ³El Miño´ y nunca más se oyeron los dulces vientos de una
gaita. No más empanadas de bacalao, ni pulpos en platos de madera. Las boinas
negras se trocaron en boinas verdes-olivo« todo fue devastado por aquel otro
ciclón nacido en el año 26. Como decía mi mamá en voz baja: ³¡acabó con la
quinta y con los mangos!´.

Mi abuela se había aplatanado bastante y se pasaba la vida cantando. ³¡Quien


canta, sus penas espanta!´, exclamaba. Sin embargo, a pesar de esa alegría, de
vez en cuando entonaba estas endechas: ³ai, miña nai, miña naiciña, como a
miña nai ningunha´.

En aquel éxodo de españoles también partió uno de mis tíos, y entonces sí que vi
llorar de verdad a mi abuela. Su hijo favorito era escultor y había llegado a tener
una casa de antigüedades que él prefirió cerrar antes de que el Gobierno se la
arrebatara.

A partir de entonces, cada vez que Hortensia oía la sirena de un barco saliendo
por la bahía habanera, corría a asomarse al balcón hoy sepultado entr e ruinas, y
desde allí lo veía zarpar sacando un pañuelito del corpiño, no para agitarlo en el
aire, sino para enjugarse una lágrima.

La morriña hizo presa de ³la Moreniña´. Sus lágrimas prefiguraban mi destino.


Yo intuía que tarde o temprano me vería obli gado a realizar la travesía de mis
ancestros, pero a la inversa. En vez de ³hacer las Américas´, yo estaba
predestinado a hacer las Europas: Alemania, Francia, Italia, España«

Así pude visitar aquella Galicia de la que tanto había oído hablar. Pude
reconstruir el mapa de las reminiscencias de mi abuela y nuestro árbol
genealógico. Deambulé por las callejuelas donde jugaron mis mayores. Conversé
con la sombra de mis tatarabuelos en la plaza de la Magdalena, en la antigua
Judería, donde tenía su dulcería mi bisabuela Palmira, la repostera más célebre
de Ribadavia, porque solo ella sabía hacer ³los melindres del silencio´, cuya
receta secreta se llevó a la tumba. Exploré el castillo en ruinas, donde encontré
el tesoro de los moros del que me hablaba Doña Hortensia, y que no es otro que
el tesoro de la imaginación.
En mis diversos destierros me he desplazado como una vieira por aguas
profundas, errando por Pontevedra, Vilanova de Arousa, Cambados, Santiago,
Orense, Vigo« lugares donde descubrí ²atónito² a primos y tíos que apenas
sabían de mi existencia. Más que como a un hijo pródigo, me miraban como a
un náufrago errabundo.

En cierta forma, mi exilio remedaba aquella canción de cuna con la que me


adormecían. Casi como un ladrón en medio de la noche, me lié la ma nta a la
cabeza y salí con mi candil al exilio. ³Tú levarás a manta / Eu levarei o candil«´

³Apaja y vámonos´, me dije emprendiendo ese largo camino sembrado de


maletas, esmaltado de musgo, adentrándome en un dédalo de desconciertos y
sinsabores que nunca podrá comprender quien no lo haya vivido. Los
desterrados somos una estantigua. Como almas en pena, lloramos nuestro
orvallo allí donde nadie nos ve.

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Y
Nacido en La Habana, el 31 octubre de 1948, es el nombre literario de Manuel
Leonel Pereira Quinteiro. Novelista y ensayista cubano. También fue traductor,
crítico literario, de cine y de arte, periodista y guionista cinematográfico.

Después de estudiar Artes Plásticas en la Academia de San Alejandro, empezó a


ejercer cómo periodista, a partir de 1968, en diversas publicaciones cubanas y
extranjeras.

Entre 1968 y 1978 trabajó y colaboró en diversas revistas como Cuba


Internacional, El Caimán Barbudo, Bohemia, Revolución y Cultura, Casa de las
Américas. En 1978 se licenció en la carrera de Periodismo por la Universidad de
La Habana. Colaboró con diversas publicaciones españolas (ABC, Él País, El
Mundo, Babelia, Quimera) y mexicanas, como Día Siete, suplemento dominical
del Universal.

En la primera mitad de los años ochenta trabajó cómo guionista


cinematográfico en el ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria
Cinematográfica), y como Jefe de Redacción -y más tarde Subdirector- de la
revista especializada Cine Cubano. Entre 1984 y 1988 fue agregado cultural ante
la UNESCO en París.

Tras renunciar al cargo de la UNESCO en 1988, regresó a La Habana donde


pasó dos años de ostracismo interior. Salió definitivamente de Cuba rumbo a
Berlín, en enero de 1991. Se estableció en España, obteniendo la nacionalidad
tiempo después. Residió ahí 13 años.

Desde noviembre de 2004 vive en la Ciudad de México, donde trabaja como


profesor de Literatura y de Historia de la Arte en la Universidad
Iberoamericana.


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