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Las primeras palabras que oí, incluso antes de nacer, vibrantes en el vientre de
mi madre, sonaban así:
Como es sabido, los celtas eran guerreros muy feroces y el padre de Fidel
combatió como soldado español contra los mambises entre 1895 y 1898. La
secuencia etimológica castro, castrum, castrensis, castrense« es tan obvia que
casi da sonrojo subrayarla.
Cuando Fidel bajó de las montañas donde estaba parapetado, lo primero que
hizo fue extender su castro a todo el país, blindándolo de una punta a la otra,
según parece para defenderse de la invasión mil veces anunciada y nunca
verificada de las legiones del Imperio Romano (o Norteamericano).
Frente a lo que ya no son más que ruinas, vivía yo con mis padres en otra
cuartería de la calle Cuarteles. Mi abuela, Hortensia Alonso, fue feliz allí,
comiendo filloas hechas de sangre de cerdo flameadas con Anís del Diablo
mientras murmuraba conjuros a la lumbre de sus fogones. Cuando su pobreza
se lo permitía, ponía una botella de vino del Ribeiro en la mesa, como si fuera
un trofeo.
Esther llegó a La Habana con quince años y su mamá, Hortensia, con treinta y
dos. Mi abuela se ganaba la vida cocinando para la calle en su humilde vivienda
de dos piezas convertida en lo que hoy llamaríamos un ³paladar´. Entre los ocho
y los nueve años, yo la ayudaba subiendo y bajando la Loma del Ángel, cargando
y repartiendo cantinas calientes a domicilio. En la dictadura anterior, mi abuela
no pagaba impuestos, ni estaba obligada a pe dir licencia, para realizar esa
actividad. Tampoco recibía la incómoda visita de voraces inspectores
gubernamentales. Evidentemente, eran otros tiempos«
Cuando Doña Hortensia llegó a la Isla en aquel aciago año 26 tuvo que trabajar
en lo primero que encontró, que fue trapear suelos en la misma cuartería donde
llegó a ser encargada. Mi abuelo la había abandonado antes de que yo viniera al
mundo. Hortensia ²tan adicta al fuego² quemó todas sus fotos.
Con el tiempo, y atando cabos, supe que mi abuelo ²Antonino Quinteiro² fue
un imaginero que huyó de España cruzando los Pirineos para que no lo
reclutaran en las Guerras de Marruecos. Hoy diríamos que fue un exiliado
político o un ³objetor de conciencia´.
Jugando con ella aprendí a nutrirme de esos presagios poéticos que emanan de
remotos atavismos. Mi niñez transcurrió entre los monólogos ígneos de mi
abuela y las blandas visiones albuminosas de mi madre.
Yo crecí hechizado entre dos culturas culinarias, a caballo entre dos lenguas, en
medio de dos brujerías, oscilando entre los tamboreos de la gente de mi barrio y
las canciones gallegas de mi abuela, disfrutando por igual de las empanadas con
chorizo de Doña Hortensia y del inefable fufú de plátano que me ofrecían las
mulatas del vecindario.
Me enseñaba los ángeles coronando las cúpulas del imponente edificio. ³¡Mira
qué belleza!´, exclamaba, y acto seguido señalaba al Centro Asturiano, justo
enfrente: ³¡Mira qué fealdad, parece una mesa patas arriba!´.
Menos mi padre ²mucho más criollo que pichón de gallego², toda mi familia
asistía puntualmente a las romerías en los jardines donde estaban los
merenderos de la cervecería ³La Tropical´.
En aquel éxodo de españoles también partió uno de mis tíos, y entonces sí que vi
llorar de verdad a mi abuela. Su hijo favorito era escultor y había llegado a tener
una casa de antigüedades que él prefirió cerrar antes de que el Gobierno se la
arrebatara.
A partir de entonces, cada vez que Hortensia oía la sirena de un barco saliendo
por la bahía habanera, corría a asomarse al balcón hoy sepultado entr e ruinas, y
desde allí lo veía zarpar sacando un pañuelito del corpiño, no para agitarlo en el
aire, sino para enjugarse una lágrima.
Así pude visitar aquella Galicia de la que tanto había oído hablar. Pude
reconstruir el mapa de las reminiscencias de mi abuela y nuestro árbol
genealógico. Deambulé por las callejuelas donde jugaron mis mayores. Conversé
con la sombra de mis tatarabuelos en la plaza de la Magdalena, en la antigua
Judería, donde tenía su dulcería mi bisabuela Palmira, la repostera más célebre
de Ribadavia, porque solo ella sabía hacer ³los melindres del silencio´, cuya
receta secreta se llevó a la tumba. Exploré el castillo en ruinas, donde encontré
el tesoro de los moros del que me hablaba Doña Hortensia, y que no es otro que
el tesoro de la imaginación.
En mis diversos destierros me he desplazado como una vieira por aguas
profundas, errando por Pontevedra, Vilanova de Arousa, Cambados, Santiago,
Orense, Vigo« lugares donde descubrí ²atónito² a primos y tíos que apenas
sabían de mi existencia. Más que como a un hijo pródigo, me miraban como a
un náufrago errabundo.
Y
Nacido en La Habana, el 31 octubre de 1948, es el nombre literario de Manuel
Leonel Pereira Quinteiro. Novelista y ensayista cubano. También fue traductor,
crítico literario, de cine y de arte, periodista y guionista cinematográfico.