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Ante esta realidad, hablar del Estado, por lo menos en el caso del Tercer Mundo,
significa hacerse a una serie de interrogantes. ¿Para quienes existe en realidad el
Estado? Y, ¿Para quienes es una utopía?
Por una parte, este se convierte en Utopía para quienes son afectados por su
desmantelamiento –las clases populares-, en tanto el ídeal de un Estado que proteja
los intereses de sus ciudadanos se doblega ante la realidad del mercado. Cuando se
vulneran una serie de necesidades básicas (salud, empleo, vivienda, alimento) debido
a la presión del mercado, el Estado real, ese con el que la gente tiene que ver todos
los días, pierde legitimidad; la gente se pregunta este dónde está y da paso en el
imaginario colectivo a lo que debería ser en verdad el ídeal de una estructura estatatal:
un Estado benefactor que resuelva las desigualdades sociales y no se venda a
intereses extranjeros.
Por último, el Estado es una mentira cuando bajo la fachada de una falsa “democracia”
o lo que Graf llama democracia de baja intensidad, se ocultan intereses
antidemocráticos. La democracia que se ofrece bajo los preceptos del neoliberalismo,
la de una aparente estabilidad, participación electoral de los sectores populares,
libertad, todos ellos protegidos por el Estado, en el fondo “equivale a una estrategia
complementaria de reacomodo, para mantener una estructura hegemónica de
dominación” (Graf, 1995: 16). Lo paradójico es que quienes pretenden destruir el
Estado le siguen vendiendo a las clases populares “la mentira rastrera que sale de su
boca: <yo, el Estado, soy el pueblo>” (Nietzche, Ibíd.)
Por lo tanto y aunque suene pesimista, el Estado en los países pobres está reducido
en estos momentos a una gran mentira, su única verdad es nada más que el “control”,
la represión social agudizada, bajo fachadas aparentemente democráticas. El ídolo del
que nos hablaba Nietzche en su momento, el Estado, se ha doblegado ante un nuevo
y más poderozo ídolo: el mercado.