Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Alberto Allard Z.
1 Este recorrido, del Teeteto al Fedón, pasando por la Apología y el Fedro, en ese orden, constituye
la serie de la escena de la muerte de Sócrates. Vide: M ARK J OYAL , The Platonic Theages, Stuttgart,
2000, p. 195.
2. El cuerpo del diálogo propiamente tal, la conversación entre Sócrates,
Teodoro y Teeteto, es en realidad una historia enmarcada por una
conversación “posterior” (141e9-143c7) entre Euclides y Terpsión,
megáricos; una suerte de prefacio “póstumo” a su vez envuelto en la
condición más general de toda la escena y cuyo desenlace el Fedón hará
evidente; veremos dentro de poco la situación y circunstancia de esa
condición.
Un último apunte acerca del tema del diálogo mediante dos preguntas que
trataremos en lo sucesivo:
6 Cf. A RISTÓTELES , Ética Nicomaquea, 1142a. Desde el dato de esta cita, el uso técnico de
frÒnhsij restringe su significado a la ética —también en su sentido técnico superficial. Pero
veremos cómo esta interpretación es destruida por el modo en que la cuestión misma aparecerá
como la relación, la frontera, entre múltiples ámbitos más que como una impotente reclusión
académica.
en el arte de cambiar la condición del discípulo de tal manera que lo bueno
coincida con su opinión de lo bueno: «llamo sabio a aquél de nosotros a quien lo
que le parece malo, y lo es para él, lo trueca y lo hace aparecer, y ser, bueno»
(167d7); en definitiva, ahora se trata de la correspondencia entre percepción
individual, medida y verdad. ¿Pero cómo se puede ligar lo universalmente bueno
a la percepción y la medida si éstas últimas son particulares? O, más
específicamente ¿cómo podría Protágoras mantener su teoría del conocimiento a
la vez que la definición de su práctica? Porque esa teoría socaba precisamente la
distinción entre lo verdadero y lo aparente, distinción sobre la cual la definición
de esa práctica depende, además de obstruir la posibilidad de referirse a alguna
condición estable en un individuo —por ejemplo el mismo Protágoras—
manteniéndose en el tiempo. Esta discrepancia será “reconciliada” a continuación
revelando tal vez el punto central de la práctica protagórica de la enseñanza.
¿Cómo es que la cuestión práctica del bien modula la cuestión teórica del
conocimiento? Para conseguir esto, Sócrates presenta (171a1 ss.) una distinción
referida a los asuntos políticos: uno es el ámbito del bien concreto, otro el del
bien relativo.
En resumen: mientras que la idea del homo mensura tiene sentido cuando se
trata «delo que parece a cada uno, refiriéndose al calor, a la sequedad, al dulzor» y
a cuestiones tienen ver con la simple apreciación, cuando se trata de un bien
como el de la salud incluso Protágoras querría reconocer la existencia de alguien
en posesión de un conocimiento superior (171d9). Y esto que ocurre con un
individuo y su salud es lo que ocurre con una comunidad política y «aquello que
le conviene y no le conviene [sumfšronta]» (172a5). Lo conveniente aquí es
aquello útil o beneficioso aparte de cualquier consideración relativa a la belleza,
la justicia o la piedad [Ósia]. Acerca de estas cosas siquiera Protágoras «se
atrevería en modo alguno a defender que lo que un estado determina como útil
para él le aprovechará desde todos los puntos de vista» (172a8). De este modo
Sócrates reemplaza lo que podríamos llamar un “protagorismo radical” —de
enunciación privada— por un “protagorismo restringido” —de enunciación
colectiva— que reconoce la existencia de un bien más allá del punto de vista
propio al mismo tiempo que es medida propia de la comunidad que lo enuncia y
que es menos la proposición de una objetividad trascendental que la limitación a
una universalización unilateral de lo individual. Esto porque el fundamento del
bien —entendido como conveniencia— es la propia comunidad: se trata del
fundamento de la seguridad y el bienestar material de la polis —que para estos
efectos podríamos traducir parcialmente como civitas— y que no responde sino a
las necesidades que encarnan sus individuos. El bien, así entendido, tiene su
medida en las necesidades del hombre —y es de ese modo que orienta el deseo
de conocimiento: el error es intolerable cuando se trata de la propia existencia 14
(170a9): el enfermo necesita al médico «y no cualquier mujercita» (171e7). De
modo que el conocimiento es orientado por el bien, lo conveniente o lo
apropiado mediante las necesidades que intenta superar, necesidades que, a su
vez, otorgan a ese bien un valor vital, es decir, concreto. Es notable el hecho de
que tanto Teodoro como Teeteto, así como el mismo Protágoras, desean poseer
—siquiera putativamente— un conocimiento que les permita liberarse de la
incertidumbre —y la pobreza. Aquí también es una carencia lo que orienta la
forma del bien, así como es lo que provee el cerco dentro del cual buscarán el
conocimiento.
7De aquí en adelante el léxico socrático va a homologar cada vez más «bien» y «conveniencia».
cosas celestes, el filósofo aparece como desconectado del mundo, apolítico,
ignorante y negligente, precisamente respecto de esos asuntos particulares y
vulgares que acaban de dar sentido al conocimiento.
1. la cuestión de cuál sea el modo correcto de vida expresa una tensión real
entre distintas definiciones del bienestar humano y del sentido de esa
existencia; el filósofo desdeña lo material del mismo modo en que el político
se burla de los objetos intelectuales.
Pero esa denegación también revela algo acerca de la propia alma del
filósofo: su renuencia a enfrentarse a aquello que resiste a la certeza, a lo
innumerable como «la cantidad de arena que hay en el mar». En su lugar se
concentra en las «cosas del cielo», en lo absoluto que puede imaginar permanente
e inmutable sin captar que el carácter último del bien, la definición cabal tanto de
lo conveniente como de lo verdadero es siempre una pregunta y
mayoritariamente una discusión.
19
La necesidad de la que habla Sócrates tiene dos caras: por un lado se trata
de la necesidad lógica de la existencia de algo contrario al bien: lo que es bueno
lo es sólo en relación a algo diferente, específicamente, a lo que es malo. Por qué.
He ahí la segunda parte de la necesidad —esta vez una necesidad ontológica
relativa a la naturaleza de las cosas: el mal no puede estar entre los dioses, lo que
además aclara qué es lo que se quiere decir con esa palabra: “mal” designa un
aspecto propio de la naturaleza mortal que define a lo humano. El bien y el mal
que observamos en el mundo es reflejo del contraste entre la autosuficiencia
divina y nuestra convivencia con la finitud, nuestra esencial incompletud. Por eso
es que el mal «vagabundea por estos andurriales» y no el hogar de los dioses.
Adelantando una respuesta a la pregunta por el fundamento de la existencia del
mal, Sócrates contesta que éste no es más que el signo de la indigencia de nuestra
condición definida por la muerte. La naturaleza humana queda entonces
constitutivamente conectada con el bien y el mal. Pero la mortalidad humana no
se refiere exclusivamente al hecho concreto de la impermanencia sino también la
conciencia de este hecho. Y por ese motivo es que Platón encuadra la saga
socrática con esa conciencia, comenzando, en la escena que abre el diálogo de la
que hablábamos al comienzo: con Teeteto moribundo siendo llevado camino a
casa y culminando con la discusión de Sócrates acerca de la inmortalidad del
alma en su último día de vida en el Fedón. Tal vez su figura más potente se
encuentre en ese mismo prólogo del Teeteto cuando Euclides menciona que
Sócrates conoció a Teeteto poco antes de beber la cicuta (142c6) y el diálogo
entero es en realidad el recuerdo de un vivaz y muy joven Teeteto ahora
agonizante. No es posible subrayar más la cuestión de fondo.
El que la existencia del mal sea una implicación del estado carente de la
condición humana también completa la reflexión socrática acerca de aquellas
21
necesidades heterogéneas que dictan el carácter de la vida política. Debido a que
somos conscientes de nuestra carencia, y debido a que la misma definición
concreta del bien está sujeta a controversia, debe haber necesidades en conflicto
ineludiblemente irreconciliable. Pero la tensión entre lo particular y lo universal
que evidencia la política revela la verdadera extensión de ese conflicto que en
realidad se da entre la capacidad de enunciar la pregunta, en este caso filosófica,
por la esencia del bien y una naturaleza tal que el bien correspondiente a ese
deseo no puede acontecer jamás (176a6).
Pero esto no significa que la piedad haya dejado de ser una virtud;
«todavía existe aquello que buscamos» —a saber, el modelo de una vida divina «el
de la mayor felicidad» (176e3). La recompensa por vivir de acuerdo a este
paradigma, como opuesto al de una vida sin dios «de la mayor infelicidad» no es
de ninguna manera una sanción externa. Como se dijo sobre del alma del
político, cada uno deviene hacia una de estas contrarias formas de vida mediante
sus propias acciones (176e3): la recompensa es la vida que es vivida. La sanción
final es igualmente mundana: es el vivir sin ver el fin de la vida, sin ver cómo son
la cosas realmente.
¿Y por qué el bien no es una posesión concreta sino una perspectiva, una
forma de vivir la vida? Algo que sirve para elaborar una respuesta está en el
mismo aserto socrático acerca de que la mala vida es fruto del error y no
necesariamente de la maldad: porque todo el mundo desea lo mismo pero no
todos pueden ver con suficiente claridad. Lo que apoya esta afirmación es
precisamente el retrato del ridículo al cual conduce el conflicto entre la vida
política y la teorética: ambas posiciones desean identificar su modo de vida con
el bien porque la falta de seguridad acerca de cuál sea el verdadero bien humano
es un hecho expresado por esa misma contraposición. Al hablar de los políticos al final de
estas “afirmaciones marginales” Sócrates se dirige a un síntoma de este deseo:
«acaban extrañamente por fastidiarse de lo que ellos mismos dicen, y aquella
retórica se les marchita tanto que terminan pareciendo niños» (177b1), son
incapaces de dar cuenta, mediante el discurso, de su propia condición discursiva.
Y esta mezcla de deseo de seguridad e impotencia para alcanzarla es evidente no
sólo en ellos sino también en la renuencia de aquellos que, como Teodoro y
Teeteto, evitan siquiera pensar nada sobre su propia práctica porque puede que
tampoco sepan qué decir; aquí se confirma también el motivo de su adherencia a
las creencias de la polis que ofrecen seguridad al costo de obscurecer la mirada
sobre su propia naturaleza; así como en la displicencia del filósofo —v.g.
Teodoro— para hablar de la vida política (169a7). Cada una de estas reacciones
es en verdad una reacción contra la duda.
29
Como dijimos al comienzo, más adelante Sócrates deberá interrumpir este
diálogo acerca de la esencia del conocimiento y su labor de partera infértil con el
joven Teeteto habrá terminado. El «gran amor» de Sócrates por los discursos se
ha expresado como un intento por dirigir su mirada hacia la verdad. Pero todo
esto ha tenido también un producto paralelo: en su deliberación acerca del
conocimiento y la filosofía en vistas a las condiciones factuales de lo particular,
lo incompleto y lo político que determina la existencia humana, Sócrates ha
expuesto una teoría filosófica al mismo tiempo que ha realizado una defensa
material de esa teoría como modo de vida concreto. Ha enunciado un discurso
filosófico realizándolo, ejerciéndolo: conteniendo la abstracta y difusa figura de
la teoría protagórico-sofística del conocimiento, desplegando de este modo su
concepto de la frÒnhsij en esa misma contención, limitando y, por ende, dando
forma al conocimiento humano.
Al mostrar que la relación con el conocimiento —así como con lo
universal, abstracto e indeterminado, vale decir, nuestra relación con los objetos
propios de la filosofía— es problemática, la consideración socrática de la
condición humana no sólo pide admitir que las preguntas queden sin respuesta,
sino que es necesario que así sea: lo incompleto es condición para la existencia
del conocimiento humano que no es otra cosa que una tensión, una dificultad
insuperable con lo universal. De ahí que el modelo de sabiduría socrática consista
en saber el límite del saber.
Dado que nadie posee suficiencia divina la relación del filósofo con el
conocimiento no está completa sino incluye la incompletud, las perplejidades e
incertezas que necesariamente acompañan al tamaño de su condición ontológica.
Pero en qué punto las restricciones que establece para el saber del sentido común
[koin»] habrán bastado para la acusación a Sócrates, en qué medida su ejecución
es una reacción a la inseguridad implantada por este discurso acerca de un mal
que en base a su fatalidad muestra más claramente que ninguna otra cosa el
carácter del bien. Son preguntas difíciles de responder. Lo cierto es que una
reacción de esa naturaleza, una sentencia de muerte, compromete motivaciones
que van mucho más allá del plano puramente teórico, lo que no reduce la teoría a
30
una cuestión superficial, por el contrario: lo que ocurre en el caso de Sócrates es
que esas motivaciones teóricas son indistinguibles de sus efectos reales; su saga
cuenta la historia de un pensamiento que se realiza políticamente, donde su
performatividad es tanto teórica como material y tiene la consecuencia, asimismo
política, de su ejecución.
31