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Resumen
Los períodos de la prehistoria han sido denominados por los historiadores en función de los materiales que
nuestros antepasados utilizaban para sus herramientas: edad de la piedra tallada y de la piedra pulida, edad
del bronce y edad del hierro. Las etapas de la evolución humana fueron, pues, categorizadas por el dominio las
tecnologías que transformaron la existencia de los seres humanos y su relación con el mundo. La invención de la
escritura marcó el final de la prehistoria y la entrada en la historia. Pero la escritura es una tecnología parti-
cular porque permitió tratar un material inmaterial como es el lenguaje dando lugar al surgimiento de otras
herramientas simbólicas que confirieron al ser humano un nuevo poder sobre el mundo. En este trabajo se ana-
lizarán las actividades que los seres humanos realizan con lo escrito desde el punto de vista de su historia, tra-
tando de ver cómo han ido variando a lo largo del tiempo, tanto cuantitativamente (¿quién necesita leer y escri-
bir?) como cualitativamente (¿qué se necesita saber leer y escribir?).
Correspondencia con los autores: Institut National de Recherche Pédagogique (INRP). 29, rue d’Ulm. 75230
Paris Cedex 05. Tel. 01 46 34 90 00. Correo electrónico: chartier@inrp.fr.
© 2000 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-3702 Infancia y Aprendizaje, 2000, 89, 11-24
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Los períodos que miden el desarrollo de la prehistoria han sido denominados
por los especialistas en función de los materiales que utilizaban nuestros antepa-
sados para sus herramientas: edad de la piedra tallada y de la piedra pulida, edad
del bronce y edad del hierro. Las etapas de la evolución humana fueron, pues,
simbolizadas por el dominio de las tecnologías que transformaron la existencia
de los hombres y su relación con el mundo. La invención de un nuevo instru-
mento, la escritura, marcó el final de la prehistoria y la entrada en la historia.
Este nuevo instrumento permitió tratar un material inmaterial como es el len-
guaje. Con la escritura, aparecieron otras herramientas simbólicas que confirie-
ron al ser humano un poder nuevo sobre el mundo. La escritura permitió capita-
lizar simbólicamente, más allá de las riquezas, los signos de esas riquezas.
Conservó en barro cocido marcado por el estilete, el número de cabezas de gana-
do y de gavillas de trigo. Permitió llevar las cuentas y sirvió a la gloria de los
reyes. Grabada en la piedra de los monumentos, sellaba los tratados de paz des-
pués de las batallas y conmemoraba las victorias. Permitió, también, el cálculo y
el establecimiento de calendarios, fijó los textos recitados o cantados, instituyó
intercambios de mensajes a distancia, prescindiendo de la viva voz de un mensa-
jero.
Un primer enfoque, en los años 70, intentó caracterizar las culturas de los
diferentes grupos sociales apoyándose en la oposición entre literatura erudita y
literatura popular. Los libros, pertenecientes a los medios cultos, eran fáciles de
reconocer porque las bibliotecas de los nobles y de los burgueses, dado su valor
comercial, eran catalogadas e inventariadas cuidadosamente a la hora de traspa-
sar las herencias. Pero los historiadores también se interesaron por otros libros,
los que coleccionaban desde el siglo XIX los aficionados al folklore y que se con-
sideraban característicos de la literatura popular: se trataba de los libros de la
“biblioteca azul”. En Francia, se denominaban así los libros muy baratos, encua-
dernados en rústica, difundidos por los vendedores ambulantes, y que estaban a
menudo recubiertos por una tapa azul. También existió el equivalente en España
y en Portugal con la literatura de cordel. ¿De qué obras se trataba? Eran libros de
piedad, novelas de caballería, relatos de historias extraordinarias y libros de usos
(tratados de cortesía, manuales de aritmética, libros de consejos para la corres-
pondencia epistolar). De esta manera se pudo oponer, a través de dos tipos de
objetos, dos universos culturales que reflejaban espacios sociales contrastados. La
mentalidad popular podía ser comprendida a partir de las publicaciones destina-
das al gran público.
Sin embargo, las discusiones entre los historiadores pusieron en tela de juicio
esta repartición demasiado contrastada (Cavallo y Chartier, 1997). En primer
lugar, algunos testimonios mostraron que los libros azules no estaban ausentes
de las bibliotecas y de las lecturas de los nobles, aunque eran ignorados en los
inventarios después de su fallecimiento. También se constató que, bajo las tapas
azules, se hallaban textos que existían en ediciones de lujo. Lejos de confirmar la
idea de dos mundos culturales separados, el estudio de las lecturas populares y
baratas mostró que ciertos textos circulaban de un mundo a otro y que lo que
caracterizaba a las lecturas populares no era tanto el contenido de los textos, sino
las presentaciones y las estructuraciones que condicionaban su lectura. En com-
paración con las ediciones de lujo, se trataba de párrafos más cortos, de la supre-
sión de algunas partes, de la presencia de subtítulos, del uso de caracteres más
grandes y de ilustraciones arcaicas. La oposición entre dos formas de lecturas
específicas, que se apoyaban en estructuraciones del texto diferentes, sustituyó a
la oposición demasiado sencilla entre literatura erudita y literatura popular. Así
pues, las prácticas de lectura distinguían a los grupos sociales, tanto o más que
los propios contenidos de las mismas.
Para desplazar el interés de los libros hacia las lecturas fue necesario tomar
consciencia de la complejidad de una actividad que parece natural para todos
aquellos que la practican sin pensar en ello. En efecto, el acto de leer es algo tan
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familiar para nuestras civilizaciones contemporáneas que no se le dió mayor
importancia. Resulta fácil concebir que los contenidos de las lecturas cambiaran
constantemente, pero es difícil pensar que la lectura misma (la práctica) no se
hubiera mantenido estable, a pesar de los cambios en el soporte, el código escri-
turario o el estilo caligráfico o tipográfico. Respecto al soporte, muchos cambios
se han producido: el texto podía estar grabado en piedra, caligrafiado sobre papi-
ro o pergamino, impreso en un gran infolio o en un pequeño libro inoctavo, foto-
copiado en una hoja suelta o en la pantalla de un ordenador. Respecto al código
escriturario los cambios afectaron a los caracteres que podían ser cuneiformes,
jeroglíficos, alfabéticos (griego, latín, cirílico) o también ideográficos. En rela-
ción al estilo caligráfico o tipográfico, los manuscritos podían leerse en uncial
romana o en minúscula carolina, en escritura gótica o itálica. La llegada del papel
impreso, y más tarde del procesador de textos, nos han proporcionado una gran
variedad de caracteres. A pesar de la existencia de formas tan variadas, tenemos
la intuición de que leer sigue siendo siempre leer y que la misma actividad men-
tal se lleva a cabo en todas las escrituras de la tierra.
Recientemente sin embargo, esta concepción de la lectura ha sido invalidada.
Los estudios de los historiadores, que han trabajado sobre un período de tiempo
muy largo, han demostrado hasta qué punto variaron los usos sociales de lo escri-
to (¿qué es lo que se debe leer y cómo?), el estatus simbólico de lo escrito en las
diferentes sociedades (escritos públicos o privados, textos sagrados o profanos) y
cómo cambiaron las formas materiales de los objetos escritos (con qué escribi-
mos, sobre qué, cómo está hecho un libro, cómo se coge, etc.). Dependiendo de
si el soporte es de mármol o de arena, un rollo o un libro encuadernado, un
manuscrito o un impreso, algunas maneras de leer son posibles o imposibles, lo
cual delimita de manera variable, según las épocas, las fronteras de lo “leíble” y
las ocasiones de recurrir o no a la lectura.
No obstante, esta soledad ante la página, que sin duda tiene muy poca acep-
tación entre algunos niños, no nos debe llevar a engaño sobre la libertad del lec-
tor. Si el sentido de un texto se va estableciendo a medida que se lee, éste tam-
bién depende del saber acumulado anteriormente, ya que orienta las expectativas
y la atención de la persona que lee. Tratándose, por ejemplo, de temas de actua-
lidad, los medios de comunicación audiovisual (radio, televisión) preceden a la
lectura de los periódicos con sus selecciones de noticias juzgadas importantes o
no y con sus comentarios. La recepción de libros recién publicados (ensayos,
novelas) ya está preparada por todo lo que se comenta en las ondas, las pantallas
de televisión y los periódicos, de manera que el lector, sea consciente de ello o no,
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está influenciado en sus elecciones y en sus opiniones por esquemas de interpre-
tación preconcebidos. Por este mismo hecho, los lectores se identifican con
“comunidades de interpretación” (por ejemplo, con la orientación ideológica del
periódico que compran). Estas orientaciones son a la vez una ayuda y una limita-
ción en la manera de comprender y pensar. La soledad del lector frente al texto
está llena de todo el saber social que ya tiene en su cabeza, sin saberlo, en el
momento de abrir la página.
La necesidad de unos conocimientos previos se encuentra hoy bien referencia-
da en la lectura de textos informativos de carácter científico. En un estudio sobre
este tema, se demostró que los lectores, expertos en su campo, tienen más difi-
cultad para leer y retener textos que se salen de su área de conocimiento, mien-
tras que para los especialistas del tema, los mismos textos no presentan ninguna
dificultad. Estos experimentos se llevaron a cabo con artículos de enciclopedia, es
decir, con textos escritos destinados a cualquier persona con un buen nivel de
cultura general. De este modo, los músicos eran incapaces de retener y jerarqui-
zar correctamente las ideas contenidas en un artículo sobre el láser, mientras que
los físicos cometían más errores de interpretación en un resumen de un artículo
sobre la historia de la notación musical. Así pues, una vez que se domina el códi-
go, parece que, lejos de ser un instrumento universal de adquisición de conoci-
mientos, para que una lectura sea fecunda exige la existencia de un saber que
pueda relacionarse con lo que estamos leyendo en el texto.
Lo que es válido para los contenidos de los saberes científicos vale igualmente
par las formas culturales. Cuando aparece un texto que rompe bruscamente con
las costumbres del público, es decir con sus cánones estéticos y sus expectativas
en materia de ficción, se le considera escandalosamente inaceptable. De este
modo, se estudió en el siglo XIX, el juicio que recibió Flaubert por Madame
Bovary, o “Flores del Mal” de Baudelaire. En los dos casos, novela o poesía, el
contenido (por ejemplo, presentar como heroína de novela a alguien que no vive
ni hace nada heroico, más bien al contrario) y la forma empleada para traducir el
contenido parecía inaceptable para los censores. Flaubert llevó a cabo una revo-
lución formal en el campo de la novela, Baudelaire hizo lo mismo con el arte
poético al rechazar suscribir los cánones del romanticismo. Pero estos nuevos
textos forman nuevos lectores, crean “nuevos horizontes de expectativas” (Jauss,
1970), tanto que los textos rechazados muy pronto serán imitados y se converti-
rán a su vez en referencias del nuevo clasicismo. Las nuevas rupturas literarias se
hacen posibles: el surrealismo entre guerras, el manifiesto de la “nueva novela”
en los años 60 muestran que siempre hay algo legible por conquistar, ya que con-
tinúan forjándose nuevas formas de escritura para dar cuenta de las experiencias
no descritas, de realidades inéditas o de cuestiones impensables.
Sin embargo, los individuos tienen posiciones muy desiguales ante las infor-
maciones, aunque estén preconstituidas, que se mantienen muy alejadas de ellos
y con las que no siempre pueden interactuar y “discutir”, como en el caso de la
lectura colectiva. Incluso cuando la lectura se ha convertido en una competencia
casi universal, siguen existiendo grandes diferencias sociales en las maneras de
leer, es decir, de interpretar los textos. ¿Debemos entender estas diferencias como
los signos de una diversidad cultural, al fin y al cabo enriquecedora, o más bien
al contrario, tomarlos como indicios de desigualdad que cualifican a unos y
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estigmatizan a otros? De hecho, no podemos hablar de desigualdades culturales
como hablaríamos de las desigualdades económicas o sociales, porque los bienes
culturales son bienes simbólicos. Tienen valores de uso y de intercambio que se
escapan del mercantilismo, aunque exista una industria y un mercado de bienes
culturales. Para poder hablar de desigualdades culturales nos tenemos que referir
a una norma de recepción. En el caso de lecturas informativas, en las que existen
criterios objetivos de la buena comprensión de textos, se puede hablar de desi-
gualdades entre lectores. Los hay que leen sin dificultad, los que llegan a com-
prender con un poco de atención y los que piensan que algunos textos son dema-
siado difíciles para ellos. Se podrían idear mecanismos de ayuda para paliar estas
desigualdades. En el caso de las lecturas funcionales, que remiten a unos actos,
nos encontramos ante la misma situación: algunos pueden apoyarse en los textos
para actuar de un modo determinado, otros no. En cambio, en el caso de las lec-
turas culturales, en las que se ponen en juego los gustos, valores e intereses per-
sonales de cada uno, el abanico de posiciones personales es mucho más amplio.
Es posible aceptar una lectura “masculina” o “femenina” de una misma novela,
como lo muestran hoy día los gender studies en Estados Unidos. Es posible agru-
par modalidades nacionales en la lectura. Un experimento se llevó a cabo con la
novela de Agota Christov, el Gran Cuaderno: se demostró que este libro se inter-
pretaba de modo distinto según si se leía en Francia o en Hungría, en Alemania
o en España. También es leído de modo distinto según si los lectores han vivido
o no la última guerra: la experiencia histórica personal de los lectores interfiere
en su lectura.
En cambio, hay instituciones que se ocupan de elaborar normas de lectura: la
crítica literaria o la escuela son instituciones de este tipo. La escuela hace eleccio-
nes de lecturas para las nuevas generaciones y selecciona de entre el corpus de
todo lo legible aquellos textos que estima convenientes para constituir una cul-
tura común. Esto se hace no sin dificultades, y hay momentos de crisis en los que
la necesidad de renovar el corpus de textos para leer o el modo de abordarlos da
lugar a conflictos y laboriosas negociaciones en el ministerio de Educación. Aun-
que los profesores siempre tienen un margen de maniobra en la interpretación de
las directrices oficiales que se desprenden de esas elecciones, cada uno es cons-
ciente de que no son los gustos de los niños los que priman en el colegio. Los
profesores son los encargados de dar a conocer los textos que, sin su mediación,
quedarían fuera de la capacidad de los alumnos, porque no pertenecen a su entor-
no y resultan demasiado difíciles. De este modo, el colegio contribuye a la crea-
ción de un espacio de referencias compartidas. Las referencias literarias de una
época tienen que ver con el trabajo de aculturación que la escuela lleva a cabo con
las jóvenes generaciones en un momento dado de la historia. Actúa como una
gigantesca máquina de hacer leer, de la que se ven los efectos a la vez en los con-
tenidos de los textos y en las formas de lectura que se perpetúan más o menos en
prácticas sociales, según si los objetivos de las escuelas se han conseguido o no.
En cambio, por lo que respecta a las lecturas libres del mundo adulto, los relevos
culturales producen efectos mucho más contrastados socialmente.
Es comprensible que muchos adultos y niños prefieran saciar su curiosidad y
su imaginación viendo la tele, que ofrece la ventaja de ser, de entrada, un medio
colectivo, porque puede ser vista por varias personas a la vez y comentar entre
ellas lo que han visto al mismo tiempo. Varias encuestas recientes muestran que
el amor por la lectura no tiene que ser necesariamente la consecuencia de una
buena escolarización, y que una cuarta parte de los buenos alumnos no leen por
placer personal, sólo lo hacen por necesidades escolares. Los videojuegos o la tele-
visión ofrecen todo un mundo de imágenes que involucran a aquel que las mira:
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debe “jugar”, es decir, actuar. Según las encuestas realizadas entre los apasiona-
dos de los videojuegos, que en su mayoría son chicos, vemos que a este colectivo
a menudo no le gusta leer y se aburre en la escuela. Todo sucede como si al
mundo del lenguaje escrito le fuera imposible llenar la imaginación de algunas
personas, que para “ver” una escena en su cabeza necesitan que les sea represen-
tada analógicamente y no simplemente evocada. La escritura, como elemento
universal de evocación y de simbolismo del mundo, parece encontrarse con algu-
nas limitaciones frente a los nuevos medios audiovisuales, tal y como ya lo habí-
an presagiado los amantes del cine. Sin embrago, mientras que en los años 60-70
se pensaba, con la ayuda de Mac Luhan, que la televisión y el teléfono iban a des-
tronar a la lectura y la escritura, convirtiéndolas en medios de comunicación des-
fasados, al contrario, en la actualidad podemos comprobar que toda evolución
tecnológica exige, además del dominio de los medios audiovisuales que han
invadido nuestra vida cotidiana, un mayor dominio de la escritura. Así pues,
existen grandes riesgos observables en el hecho de que algunos fallos en el apren-
dizaje dejan a ciertos alumnos fuera de la cultura escrita. Estos niños están más
que nunca en peligro de exclusión social si no saben desenvolverse solos con las
escrituras de su entorno.
CONCLUSIÓN
Referencias
CAVALLO, G. & CHARTIER, R. (1997). L’histoire de la lecture dans le monde occidental, 2 volúmenes. Paris: Seuil
(Trad. cast.: Historia de la lectura. Madrid: Taurus, 1998).
CHARTIER, A-M. & HÉBRARD, J. (1989). Discours sur la lecture 1880-1980. Paris: BPI-Centre Georges Pompi-
dou (Trad. cast.: Discursos sobre la lectura. Barcelona: Gedisa, 1994).
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FÈBVRE, L. & MARTIN, H-J. (1958). L’apparition du livre. Paris: Albin Michel.
GOODY, J. (1977). The domestication of the savage mind. Cambridge: Cambridge University Press.
JAUSS, H-R. (1970). Literaturgechichte als Provokation. Frankfort: Suhrkamp Verlag.
MARTIN, H-J. & CHARTIER, R. (1989-91). L’histoire de l’édition française, 4 volúmenes. Paris: Fayard.
Extended Summary
Since the publication of Jack Goody’s (1977) seminal work, it has become
evident that writing is not simply the transcription of speech, but a symbolic
tool that: (1) has enabled relating and treating information that goes beyond the
oral culture; (2) has created a new reality; and (3) has established a new unders-
tanding of the world. This explains why for a long time writing remained the
kind of knowledge reserved only for a priviledged few, conferring them new
symbolic power. Over the centuries, the number of people who used this tool
changed spectacularly. Given this spreading from priviledge circles to increa-
singly more people, it has raised the following questions: Have those mental
activities underlying the mastery of written material remained identical over
time? Did Plato, Virgil, Montaigne or Rousseau read in the same way as we do
today? Although these issues are essential, they were not formulated for many
years. It seemed evident that reading was always reading, regardless of which
alphabet, language or text content was involved. Does reading not always invol-
ve the mental understanding of what an author has written through the use of
signs marked on a page? Since it is an activity that does not leave a trace (as
opposed to writing), for a long time it was viewed as a non-temporal activity
such as listening or contemplating.
Historians however have questioned the apparent lack of temporality of men-
tal activity. Lucien Fèbvre (Fèbvre and Martin, 1958) attempting to understand
the life and work of Rabelais, puts forth the concept of “intellectual tools” to
help capture perception and thinking categories proposed by this author —so
very characteristic of his time. By doing this, Fèbvre opened the way to the his-
tory of mentalities; a valid history not only for great figures but also for all peo-
ple.
Thus, the interest shifted from the books themselves towards the act of rea-
ding, which brought along an awareness of the complexity of an activity that
seems natural to those who routinely practice it. Although it was easy to unders-
tand that the content of reading could change constantly, it was difficult to
think that reading itself had not remained stable. Historians studying the role of
written material over an extended period of time have shown what changes have
taken place with respect to: (1) its social uses (what must be read and how); (2)
its symbolic status in different societies (public and private writings, sacred or
profane texts); and (3) the written material itself, writing accesories (e.g., what
we write with, on what, what is a book made out of), and how they are handled.
Today, this is easier to understand because with the emergence of electronic rea-
ding, habits are undergoing a revolution which is undoubtedly as important as
the one that took place with the emergence of the codex.