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11/07/2009

Escritor, literatura y política en América Latina en los


albores del tercer milenio
Juan Ulacio Sandoval (Venezuela) Los cartelones urbanos

Julio Rafael Silva Sánchez 

 Hoy, apenas en la primera década del siglo XXI, América Latina es una confluencia de
órdenes literarios, históricos, filosóficos y socioculturales, entrelazados, articulados y
mercados por las fases paralelas de la globalización y el neoliberalismo. Después de
varias décadas de trabajo descontructor y posmoderno, surge toda una nueva serie de
interrogantes y propuestas para los escritores latinoamericanos contemporáneos.
Estamos (en instantes posteriores a la posmodernidad inicial en su vertiente literaria
estrecha, digamos en torno al boom, al postboom y al neobarroco) en un encuentro
cultural más amplio, sin desechar los alcances anteriores. En ese sentido, acota
Rigoberto Lanz, en su obra La discusión posmoderna (1998): 

“El nuevo milenio encuentra al pensamiento político latinoamericano tensado


por varios lados. Se trata de una pulsión sumamente saludable que obligará  a
la vieja ciencia política a un inevitable proceso de renovación intelectual. Me
parece que en la base fundante del nuevo pensamiento político se advierten
referentes epistemológicos de enormes implicaciones: la más severa crítica de
las relaciones de poder, un demoledor enfoque metódico (arqueológico-
genealógico-desconstructivo) que permite el desmontaje de mecanismos y
dispositivos que son al fin de cuentas la sustancia de todo poder, una
recuperación al primer plano de las discursividades de los agentes sociales
como hábitat privilegiado de las lógicas dominantes. A partir de ese sustrato
epistémico se están repensando hoy los temas candentes de la agenda
sociopolítica de América Latina, en especial el amplio espectro de contenidos
asociados al debate sobre la cultura democrática.”

Julio Cortázar y Salvador Allende, Santiago de Chile, 1971 

En ese contexto, el  recordado y enormísimo cronopio Julio Cortázar, en su


novela Libro de Manuel (1982), emprende una tentativa deliberada de integrar al
escritor, la literatura y la política. En esa obra, el autor trata de serle fiel a la idea de una
literatura inmersa en la historia contemporánea, una literatura revolucionaria, abierta,
crítica, dramática y, al mismo tiempo, llena de ternura, de amor y de esperanza en el
hombre nuevo. Así, para Cortázar el escritor latinoamericano:  

“...debe ir mucho más lejos todavía en las búsquedas, en las experiencias, en las
aventuras, en los combates con el lenguaje y las estructuras narrativas o
poéticas. Porque nuestro lenguaje revolucionario, tanto el de los discursos y la
prensa, como el de la literatura, está todavía lleno de cadáveres podridos de un
orden social caduco. Seguimos hablando de hoy y de mañana con un lenguaje
de ayer. Hay que crear la lengua de la revolución, hay que batallar contra las
formas lingüísticas y estéticas que impiden a las nuevas generaciones captar, en
toda su fuerza y su belleza, esta tentativa global para crear una América Latina
enteramente nueva desde las raíces hasta la última hoja.”

Ernesto Cardenal, Mario Benedetti y el poeta cubano, Jesús Ortiz, miembros del
Jurado del Premio Casa de Las Américas, La Habana, 1978  

Por estas (y otras) razones, nuestro reto como escritores en América Latina es
convertirnos en los detonadores, en los generadores de la nueva sociedad, en los
inspiradores del hombre nuevo: el hombre crítico, solidario, justo, participativo,
planetario, provisto de una mentalidad de tipo relacional, social, grupal. Un hombre que
le confiera primacía a la proximidad, al diálogo, al intercambio, al encuentro, a las
relaciones interpersonales. Un hombre histórico, protagonista, con conciencia de poder
y de derechos; conocedor de su papel en la sociedad y en la historia; consciente de ser
un transformador y constructor del futuro personal y colectivo. Un hombre que
trascienda la incomunicación generada en el estado actual de nihilismo posmoderno, en
donde la subjetividad está amordazada por la objetividad encubridora de la diversidad.
Un hombre que supere la crisis del lenguaje en su expresión de reificación, neutralidad e
indiferencia semántica, cuyos correlatos en casi todos nuestros países son: la pérdida de
la memoria colectiva, la degradación del concepto de soberanía, la desidentificación
comunal, la crisis de la participación en provecho de una mimesis generalizada,
autoafectada, la cual, por su creciente deshistorización se vincula a lo más epidérmico
de las simulaciones y seducciones, es decir: a un efecto de lo real, o señuelo virtual
propiciador de las grandes dominaciones.

Es decir: un hombre que acceda a la visión transdisciplinaria, para que, frente a la caída
de los paradigmas literarios clásicos, cambie de actitud ante el positivismo esclerosado
y, al conferirle apertura a las nuevas corrientes multiformes (fenomenológicas,
etnometodológicas, dialógicas, hermenéuticas, desconstructivas), reduzca el objetivismo
y las explicaciones deterministas y mecánicas, planteándose salir de los
compartimientos estancos, dirigiendo su ruta hacia la vía de la existencia plena, la
subjetividad, la pluralidad, la cualidad, la autonomía y la crítica, interviniendo en un
deslizamiento del paradigma cientista, epistémico y cuantitativo, hacia paradigmas
ético-estéticos, que le permitan redescubrir lo cotidiano, lo cualitativo, al apuntar su
vida y su obra alrededor de lo imaginario, el juego, el ritual, el ocio, la teatralidad. Es de
esta manera (y no de otra) como el escritor latinoamericano se orientará a dar un sentido
pleno a las manifestaciones subterráneas de la creatividad, que van más allá del uso
comunicativo y funcional del lenguaje, mucho más allá de lo que designa y significa,
más allá de los sonidos mismos, para acceder a expresar lo inefable, en un gesto interior
y salvador que permita encontrar a cada quien su ser.  Porque, como lo precisa
la Declaración del Encuentro Mundial de Intelectuales y Artistas en Defensa de la
Humanidad, realizado en Caracas, en el mes de diciembre del año 2004: 

“...La conciencia del mundo ha dado un giro decisivo, el hombre finalmente


está despertando ante los problemas más urgentes de la humanidad. Pero no
basta despertar, recibir los destellos de una conciencia inaplazable, es
necesario apegarse al sueño de la utopía, hurgar dentro de ella, hacerla desistir
de sus imposibilidades; transformarla en realidad cotidiana, para lograr
finalmente un mundo que se fortalezca en sus latidos (...) Se hace necesaria la
búsqueda de hombres con conciencia utópica, capaces de levantar su voz en un
mundo que clama con desesperada paciencia su unidad; esa que se resquebraja
en el dolor de sus voces, la que busca afanosamente un nuevo horizonte”

Así, pues, una cierta literatura es revolucionaria en la medida en que, al influir en el


lector, al plantearle problemas y proponerle acaso algunas soluciones, o señalarle
algunos caminos, lo está ayudando en ese descubrimiento de sí mismo, sin el cual
ningún cambio social tendría sentido. De modo que la literatura, en su conjunto, deberá
ser eficaz en el terreno histórico. Porque, como lo afirma Oscar Collazos, en su
obra Literatura en la revolución y revolución en la literatura (1991):  

“...una literatura que merezca su nombre es aquella que incide en el hombre


desde todos los ángulos... que lo exalta, lo incita,  lo cambia, lo justifica, lo
saca de sus casillas, lo hace más realidad, más hombre...”

Julio Cortázar  y José Lezama Lima, en un café de La Habana, verano de 1964 

Los escritores, entonces, somos hombres que cantamos el movimiento perpetuo de la


vida, las moradas del ser existencial, la necesidad de los pobres, la rebelión de los
instintos y de los sueños, el hambre de justicia, los poderes del pueblo. Y los labios, los
ojos, la cabellera de una mujer amada, porque aceptamos la pertinaz invitación de caer
en los desórdenes triunfantes del amor, de extraviarnos por esos montes aromados y
feraces, donde siempre termina uno por encontrarse a sí mismo, igual y diferente y
renovado. Parece oportuna, entonces, la frase de Manuel Bermúdez, en su obra Escaneo
semiológico sobre textos literarios (2000): 

“...la poesía debe ser comunión y comunicación con un nuevo contexto y nuevos
códigos, donde el sujeto amoroso tome como función ascética la vía purgativa
de la lucha hasta alcanzar la vía unitiva con un Dios supremo y justo que es la
Revolución, e iluminado por el fuego divino de su amor, el poeta se convierte en
emisor y soldado de este mensaje donde la palabra se metaforiza en bala  y el
perdón en siquitrilla. De allí que esa pelea de la física teórica con la poesía,
más allá del infierno, no sea un simple juego de palabras, sino Biblia de
vidente, que jamás llegará a comprender un “lector” como Reagan.”

Porque lo que realmente importa es que los creadores, cualesquiera que sean su credo y
su filiación como hombres, han luchado y continúan luchando por una literatura cuyo
máximo compromiso sea con la literatura misma. En este sentido, la posición del
escritor en América Latina es la de un crítico, quien no depone ni negocia la facultad de
cuestionar apasionadamente la realidad en la cual está inserto, por lo que pareciera
conveniente recordar la figura preclara y paradigmática de Ernesto Ché Guevara, en su
doble condición de escritor y hombre de acción revolucionaria, como lo describe
magistralmente Roberto Fernández-Retamar, en esa deliciosa obra Concierto para la
mano izquierda (2000): 

“...el Ché, quien desde muy temprano, ávido de saber y aventura, fue lector
voraz y omnívoro así como viajero impenitente, escribió  versos, cartas, diarios,
relatos de viajes, narraciones, artículos, notas críticas, semblanzas, ensayos;
pronunció discursos, participó en paneles, concedió entrevistas. En todas estas
ocasiones se manifestó como un intelectual informado y complejo, y reveló una
indudable voluntad de estilo, si vale usar la ya no frecuente expresión. Fue, por
tanto, también un escritor.”

Ruptura y tradición, continuidad y renovación son términos aparentemente antagónicos,


pero que a la vez están profunda y secretamente entrelazados. Porque no puede haber
ruptura sino de algo, renovación sino de algo; y, a la vez, para crear hacia el futuro hay
que volverse al pasado, a la tradición. Sólo que aquí esa vuelta no es un retorno, sino
una proyección del pasado dentro del presente hacia al futuro. De ahí el elemento
radicalmente revolucionario que tiene esta tradición de la ruptura. La tradición de la
ruptura es profundamente revolucionaria, porque no puede institucionalizarse y porque
no es susceptible de ser orientada burocráticamente. Incluso cuando los mismos poetas
pretenden organizarla (tal como pasó en el surrealismo francés, o en algunas escuelas
efímeras de la vanguardia latinoamericana), la subdivisión en sectas, la polémica
intergeneracional y otras formas subalternas de la ruptura terminaron por imponerse. Tal
vez por eso José Carlos Mariátegui, en su nunca bien ponderado libro Siete ensayos de
interpretación de la realidad peruana (1928), diría:  

“...La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su “substratum”


económico y político (...) El arte tiene necesidad de alimentarse de la savia de
una tradición, de una historia, de su pueblo (...) Por ejemplo: en materia de
lenguaje, el pueblo es un excelente maestro. Los idiomas se vigorizan y se
templan en la fuente popular, más que en las reglas muertas de la gramática y
en las exhumaciones prehistóricas de los eruditos. De las canciones, refranes y
dichos del vulgo brotan las palabras originales, las frases gráficas, las
construcciones atrevidas. Las multitudes transforman las lenguas como los
infusorios modifican los continentes.”

Los escritores, entonces, en esta época posmoderna, postulamos el cuestionamiento de


la literatura por sí misma, del escritor por él mismo, de la escritura y del lenguaje por
ellos mismos. Es una revolución permanente, por definición, y que no puede ser
ilustrada sino como movimiento. El escritor tiene hoy en América Latina, la
responsabilidad mayor de ser, y seguir siendo, auténticamente revolucionario; es
decir: crítico. En ese sentido, preocupado por la situación crítica del hombre
contemporáneo, escribe Julio Cortázar, en Último Round (1984): 

“...incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a


mi empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus
planos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en sí mismo, no tiene ya nada
que ver con el cómodo humanismo de los mandarines de Occidente. En lo más
gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el
presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo
mejor de sí mismo como colectividad y humanidad.”

En ese contexto, la realidad latinoamericana de hoy ofrece al escritor un verdadero


festín de razones para ser un insumiso y vivir descontento. Estamos inmersos (salvo
honrosas excepciones) en sociedades donde la injusticia es ley. Nuestras tierras
tumultuosas nos suministran materiales suntuosos, ejemplares, para mostrar en
ficciones, de manera directa o indirecta, a través de luchas, sueños, testimonios,
alegrías, pesadillas o visiones que la realidad está mal hecha, que la vida debe cambiar. 

La independencia que nos falta a los latinoamericanos es la de adentro. Seguimos siendo


esclavos de lo que se nos impone vía medios de comunicación, quedándonos en nuestra
inercia para ver lo obvio y tomar decisiones. Seguimos creyendo que si nos llamamos
demócratas y a esto democracia, ya somos demócratas y esto es democracia. Los
nombres no hacen la experiencia. Seguimos ilusionados con que las cosas vienen del
cielo. Necesitamos una revolución epistemológica, holística, heteróclita, una manera
nueva de pensar, una lógica diferente, en donde predomine la conciencia y el respeto
por todo lo que de alguna manera tenga que ver con la persona, para acceder a un
ámbito existencial cercano al descrito por Alejo Carpentier, en el Homenaje Nacional a
sus setenta años (organizado por el Comité Central del Partido Comunista de Cuba, en
diciembre de 1974, aquí en La Habana): 

“...Han terminado, para el escritor cubano, los tiempos de la soledad. Para él


han comenzado los tiempos de la solidaridad. Solidaridad que nos alienta a
crear en función de solidaridad; en expresar nuestro presente, nuestra
espléndida realidad actual, inscrita en el contexto de un continente cuyo destino
total se vincula estrechamente al de nuestra patria, por paralelismos históricos,
por aspiraciones comunes...”

En ese mismo orden de ideas, en esas mismas búsquedas,  el hombre latinoamericano


-como creador, como intelectual, como escritor-, en todos los momentos de su historia,
se ha caracterizado por ser un intérprete que da sentido al mundo en el cual está inserto.
Por ello, el pensamiento social encierra una cosmovisión y una antropología, es decir,
una concepción del mundo y del hombre que determina los rasgos de cualquier proyecto
histórico a construir. El ser humano requiere dirigir su búsqueda cognoscitiva hacía sí
mismo, para saber quién es y qué hace en el mundo; pero, sobre todo, para abordar el
compromiso de la realización de sus indagaciones y anhelos, pues mal podría cumplir
esa tarea si no alcanza a  orientarse en el universo. Parece oportuna, entonces, la frase
del apóstol cubano José Martí, quien expresaría, en 1877: 
“...Les hablo de lo que hablo siempre: de este gigante desconocido, de estas
tierras que balbucean, de nuestra América fabulosa (...) El alma de Bolívar nos
alienta; el pensamiento americano me transporta (...) Estoy orgulloso,
ciertamente, de mi amor a los hombres, de mi apasionado afecto a todas estas
tierras, preparadas a común destino por iguales y cruentos dolores (...) trabajar
mucho, engrandecer a América, estudiar sus fuerzas y revelárselas, pagar a los
pueblos el bien que me hacen: este es mi oficio.” 

Uno de los procesos más importantes que está ocurriendo en la historia del hombre, en
los inicios del Tercer Milenio, es el hecho de que estamos tomando conciencia de
nuestros propios procesos de construcción de la realidad. Y nos estamos dando cuenta
del hecho de que una afirmación sea sentida como verdadera o como falsa, no depende
solamente de su estructura lógica, ni de su acoplamiento al mundo de afuera. La verdad
de una proposición depende exclusivamente de su acoplamiento a la concepción de
quien emite el juicio, tanto más esa afirmación es verdadera también para los otros
miembros del grupo.  En ese sentido, más allá de la naturaleza mecánica del universo y
de los dinamismos físicos que la animan, objeto de la especulación y de las
investigaciones de las ciencias naturales, el mundo es, en el orden natural, al menos
dentro de los límites del devenir histórico, una experiencia y una realidad objetiva en
evolución finalista, ascendente, trascendente, humanizable. Tal y como lo dijera Jacques
Derrida, en su obra Espectros de Marx (1998): 

“...Hace falta gritarlo, en el momento en que algunos osan neoevangelizar a


nombre del ideal de una democracia liberal, convertida al cabo en el ideal de la
historia humana: jamás la violencia, la desigualdad, la exclusión, el hambre y
por tanto la opresión económica han afectado a tantos seres humanos en la
historia dela Tierra y de la humanidad. En vez de cantar el advenimiento ideal
de la democracia liberal y del mercado capitalista en la euforia del fin de la
historia, en lugar de celebrar el “fin de las ideologías”, y el fin de los grandes
discursos emancipadores, no hagamos caso omiso de esta evidencia
macroscópica, hecha de innumerables sufrimientos individuales: ningún
progreso permite ignorar que jamás, en términos absolutos, jamás tantos
hombres, mujeres y niños han sido esclavizados, hambreados o exterminados
en la Tierra.”

              Gabriel García Márquez y Fidel Castro, en La Habana, 1985 

Debemos recordar también que durante el Congreso Continental por la Paz, realizado en
México, en el año 1949, con la asistencia de excepcionales delegados americanos como
Juan Marinello, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Miguel Otero Silva, José Revueltas, se
emitió una declaración acerca de la función social, cívica y simplemente humana del
escritor. Allí se afirmó que la literatura no era una actividad independiente del medio
social en que se produce, cuya estructura política y económica refleja. Se dijo, además,
que el escritor, situado en lo que comúnmente llamamos “una época”, expresa las
contradicciones y los antagonismos que ocurren entre las relaciones sociales en un
momento dado de la historia, y que no hay escritor de espaldas a su tiempo, aún en el
caso de que así lo pretendiera. Observamos esa ubicación histórica, profundamente
política, revolucionaria, en la cual ha de mantenerse siempre el escritor en América
Latina, en la actitud asumida por creadores como Julio Cortázar, quien, en su Carta a
Roberto Fernández Retamar, del 10 de mayo de 1967 -incluida en la Edición
Especial de la Revista Casa de las Américas (2004)-, muestra su solidaridad con la
Revolución Cubana. Allí el enormísimo cronopio afirmaría: 

“...El triunfo de la Revolución Cubana, los primeros años del gobierno, no
fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí  otra cosa,
una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a
concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo que hasta entonces me
había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la
única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano
esencial, en el ethos tan elemental como ignorado por las sociedades en que me
tocaba vivir, en el simple principio de que la humanidad empezará
verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación
del hombre por el hombre.”

Y, finalmente, y sin ánimos de establecer odiosas e innecesarias comparaciones, Ernesto


Cardenal ha dicho en Caracas, durante el Festival Mundial de Poesía Venezuela 2004,
que: 

“...Para mí, la revolución bolivariana es como que Bolívar hubiera vuelto a


Venezuela, de donde lo expulsó la oligarquía. Para mí se vive en una auténtica
revolución, y no es solamente un líder carismático, sino son millones de
venezolanos que hay detrás. Es una revolución distinta de todas las otras, como
son distintas todas las revoluciones. (...) Aquí en Venezuela la revolución es en
todos los órdenes: en barrios, en pueblitos y en caseríos se crean centros
comunitarios con acceso a Internet gratis para toda la población, con
bibliotecas y lugares para la danza, el teatro, la poesía (...) Lo cierto es que en
Venezuela para muchísimos se está cambiando la vida.”

Referencias bibliográficas

Bermúdez, M. (2000). Escaneo semiológico sobre textos. Caracas: Ediciones de la Universidad


PedagógicaExperimental Libertador. 

Cardenal, E. (2004). “Venezuela: una nueva revolución en América Latina”, en A plena voz, Revista Cultural de
Venezuela. Caracas: CONAC, abril de 2004, pp. 7-19 

Carpentier, A. (1987). Conferencias. La Habana: Letras Cubanas.  

Casa de las América (2004). Edición Dedicada a Julio Cortázar. La Habana: Casa de las Américas. 

Collazos, O. (1991). Literatura en la revolución y revolución en la literatura. México: Siglo XXI. 

Cortázar, J. (1982). Libro de Manuel. Buenos Aires: Suramericana. 

Cortázar, J. (1984). Último Round. México: Siglo XXI. 

Derrida, J. (1998). Espectros de Marx. México: Siglo XXI. 

Encuentro Mundial de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad. (2004). Caracas: Ediciones CONAC. 

Fernández R., R. (2000). “Pasajes de la guerra revolucionaria”, en Concierto para la mano izquierda. La Habana:
Casa de las Américas. 

Lanz, R. (1998). La discusión posmoderna. Caracas: Tropykos. 


Mariátegui, J. C. (1979). Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Caracas: Biblioteca Ayacucho. 

Martí, J. (1963). Obras completas. La Habana: Editorial Nacional de Cuba. 

Ponencia presentada en el IV CONGRESO INTERNACIONAL CULTURA Y DESARROLLO (“Pensar el mundo


desdela Cultura: Por la Paz, la verdad y la emancipación humana”) del 6 al 9 de junio de 2005 - Palacio de
Convenciones de La Habana, Cuba.

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