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El antiiluminismo hoy
La guerra contra los valores del Iluminismo sigue vigente en nuestros días, y tiene tanta
determinación como la que tuvo durante los dos siglos anteriores, pues las grandes
preguntas encaradas por los filósofos del siglo XVIII hoy siguen siendo centrales: ¿una
sociedad representa un cuerpo, un organismo vivo, o apenas un conjunto de
ciudadanos? ¿En qué punto reside la identidad nacional? ¿Una comunidad nacional se
define en términos políticos y jurídicos, o más bien en función de una historia y una
cultura? ¿Y cuál es, entonces, el peso de la religión en la cultura? ¿Qué tiene más
importancia en la vida de los hombres: lo que es común a todos o lo que los separa? Por
otra parte, el mundo tal como existe, ¿es el único posible? ¿Un cambio en el orden
social vigente constituye un objetivo legítimo o es garantía de desastre? Por supuesto,
las respuestas a estas preguntas clave ponen en juego una concepción del hombre. Para
el pensamiento político representado por el poderoso y tenaz movimiento antiiluminista,
el individuo sólo tiene sentido en y por la comunidad; no existe más que en lo particular
y concreto; no existe en lo universal abstracto. Así pues, hay que privilegiar lo que
distingue, lo que separa a los hombres: lo que hace a su identidad, irreducible a la sola
razón y mucho más vigorosa que ella.
Esta cuestión “identitaria”, que otra vez está a la orden del día –tanto en Francia como
en otros sitios–, no desapareció nunca desde que la Enciclopedia de Diderot y
D’Alembert formuló la definición de la nación según el Iluminismo: “Una cantidad
considerable de pueblo, que habita cierta extensión del país, encerrada en ciertos
límites, y que obedece al mismo gobierno”. Ni una palabra sobre historia, cultura,
lengua o religión: así vino al mundo el ciudadano, libre de sus particularidades. Sobre
esta base la Revolución liberó a los judíos y los esclavos negros; por primera vez en la
historia moderna todos los habitantes de un mismo país que obedecieran al mismo
gobierno se convertían en ciudadanos libres, con los mismos derechos e iguales ante las
mismas leyes. Vale precisar que esta concepción de la nación no expresaba una realidad
sociológica ni cultural, sino que representaba el esfuerzo heroico de los pensadores del
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de nosotros. Si Nicolas Sarkozy –el político–, Alain Finkielkraut –el intelectual–, los
islamistas, los nacionalistas religiosos judíos en Israel, los neoconservadores y sus
aliados evangelistas en Estados Unidos están embanderados, a pesar de las apariencias,
en la misma lucha, ello se debe a que todos afirman, como Herder, que cada persona,
cada comunidad histórica tiene su propia “cultura”, específica e inimitable, y que eso es
lo que hay que privilegiar.
Si la nación es una comunidad histórica y cultural, la calidad de francés “histórico” se
convierte en un valor absoluto, mientras que la de ciudadano francés no es más que un
valor relativo, dado que designa una simple categoría jurídica, creada artificialmente.
Así es como, 65 años después de las leyes raciales de Vichy, puede encararse la
posibilidad de retirar la nacionalidad francesa a “extranjeros” naturalizados… Como
habría dicho George Orwell, gracias a esta concepción, algunos ciudadanos pueden de
un día para el otro descubrir que son menos iguales que otros. Alain Finkielkraut se
considera depositario de una herencia histórica y cultural que se remonta a la
consagración real de Reims (1); sin embargo, un buen maurrasiano lo definiría como un
judío polaco nacido por puro azar en Francia. Hoy, él está protegido de las
discriminaciones… lo cual no se cumple para los árabes y otros musulmanes.
Sin embargo, y esto podría parecer inesperado, esa derecha y los militantes musulmanes
de los suburbios tienen en común ciertos valores importantes. Todos privilegian la
pertenencia cultural, defienden su “yo” histórico, fundan su identidad en un pasado real
o mítico, piensan que su comunidad cultural tiene algo único para decir y debe
permanecer siempre fiel a sí misma. Tienen más afinidades de concepción entre ellos
que con los Enciclopedistas. Pero los integristas islamistas le ganan por mucho a la
derecha gobernante cuando se trata de la cuestión, esencial, de la impermeabilidad de
las culturas. Contrariamente a la derecha, el islamismo, como otros integrismos, judío o
cristiano, predica la necesidad del aislamiento. Sin duda aquí hay que recordar
brevemente el entusiasmo posmodernista por el multiculturalismo y el diferencialismo
cultural que desempeñó un papel mayor en el debilitamiento de los valores universales.
Claude Lévi-Strauss, su gran profeta, era consciente de la vocación antihumanista y
antiuniversalista del diferencialismo cultural, que reivindica para cada cultura una
originalidad incomunicable e inimitable. En efecto, explica, y a pesar “de los fines
morales elevados que se arroga, la lucha contra todas las formas de discriminación
participa de ese mismo movimiento que arrastra a la humanidad hacia un civilización
mundial, destructora de esos viejos particularismos que tienen el honor de haber creado
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Lo cual, evidentemente, supone una visión del futuro en completa oposición con la del
Iluminismo: toda refundación no puede ser otra cosa que un pecado cardinal, y lleva en
sí misma su propia perdición. Los neoconservadores, incluidos los franceses, siguen
viendo en la Revolución Francesa un fenómeno diabólico, que oponen a la Gloriosa
Revolución inglesa de 1688-1689 y al nacimiento de Estados Unidos. No obstante, las
tres revoluciones fueron acontecimientos fundadores que instauraron regímenes sin
precedentes, y la Declaración de la Independencia estadounidense y las Declaraciones
francesas de los Derechos del Hombre están ancladas en los mismos principios. Pero
había que establecer una distancia infranqueable entre, por un lado, Inglaterra y Estados
Unidos, donde simples cambios de régimen habrían permitido la restauración de las
antiguas libertades inglesas, y por otro lado Francia, donde una revolución vuelta contra
Dios y la civilización habría borrado seis siglos de historia. Esta interpretación, que
llegó a su punto más alto durante la guerra fría, sigue alimentando la idea de la
excepcionalidad francesa: sólo Francia habría engendrado una revolución por fuera de
la vía real angloamericana para conducir, no a la democracia liberal y el capitalismo,
sino a la simple democracia, la que Renan ya llamaba “baja democracia terrorista” (5).
A pesar de la experiencia de siglo XX, el enfrentamiento entre ambas tradiciones
políticas continúa. La defensa del universalismo y el racionalismo hoy sigue siendo una
tarea urgente y compleja, a la medida de sus desafíos: mantener lo que funda una nación
compuesta de ciudadanos autónomos.