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El antiiluminismo hoy

Por Zeev Sternhell*


* Historiador, profesor emérito en la Universidad Hebrea de Jerusalén, autor de Les
anti-Lumière: une tradition du XVIIIe siècle à la guerre froide, París, Gallimard, 2010.

La guerra contra los valores del Iluminismo sigue vigente en nuestros días, y tiene tanta
determinación como la que tuvo durante los dos siglos anteriores, pues las grandes
preguntas encaradas por los filósofos del siglo XVIII hoy siguen siendo centrales: ¿una
sociedad representa un cuerpo, un organismo vivo, o apenas un conjunto de
ciudadanos? ¿En qué punto reside la identidad nacional? ¿Una comunidad nacional se
define en términos políticos y jurídicos, o más bien en función de una historia y una
cultura? ¿Y cuál es, entonces, el peso de la religión en la cultura? ¿Qué tiene más
importancia en la vida de los hombres: lo que es común a todos o lo que los separa? Por
otra parte, el mundo tal como existe, ¿es el único posible? ¿Un cambio en el orden
social vigente constituye un objetivo legítimo o es garantía de desastre? Por supuesto,
las respuestas a estas preguntas clave ponen en juego una concepción del hombre. Para
el pensamiento político representado por el poderoso y tenaz movimiento antiiluminista,
el individuo sólo tiene sentido en y por la comunidad; no existe más que en lo particular
y concreto; no existe en lo universal abstracto. Así pues, hay que privilegiar lo que
distingue, lo que separa a los hombres: lo que hace a su identidad, irreducible a la sola
razón y mucho más vigorosa que ella.
Esta cuestión “identitaria”, que otra vez está a la orden del día –tanto en Francia como
en otros sitios–, no desapareció nunca desde que la Enciclopedia de Diderot y
D’Alembert formuló la definición de la nación según el Iluminismo: “Una cantidad
considerable de pueblo, que habita cierta extensión del país, encerrada en ciertos
límites, y que obedece al mismo gobierno”. Ni una palabra sobre historia, cultura,
lengua o religión: así vino al mundo el ciudadano, libre de sus particularidades. Sobre
esta base la Revolución liberó a los judíos y los esclavos negros; por primera vez en la
historia moderna todos los habitantes de un mismo país que obedecieran al mismo
gobierno se convertían en ciudadanos libres, con los mismos derechos e iguales ante las
mismas leyes. Vale precisar que esta concepción de la nación no expresaba una realidad
sociológica ni cultural, sino que representaba el esfuerzo heroico de los pensadores del
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Iluminismo para superar las resistencias de la historia, liberar al individuo de los


determinismos de su tiempo –en particular de la religión– y afirmar su autonomía.
Esta visión política y jurídica de la nación no sobrevivirá a los primeros años de la
Revolución Francesa. Será barrida por la concepción de Johann Gottfried Herder, el
enemigo de Rousseau y de Voltaire, crítico de Kant y fundador del nacionalismo
ideológico: según este gran pensador alemán, la nación es un fenómeno natural, un
organismo vivo dotado de un alma y un genio propios que se expresan en la lengua.
Como las hojas y las ramas no tienen existencia si no es por el árbol, los hombres no
existen sino a través de la nación. Esta unidad homogénea, casi tribal, posee una
personalidad y un carácter, y representa lo más noble que la historia puede crear.
El nacionalismo, que atravesaría los siglos XIX y XX como un ciclón, hoy sigue vivo.
A menudo se afirma que nació con la propia Revolución Francesa: es todo lo contrario.
La Revolución sólo fue posible porque la nación ya era una realidad y el traspaso de la
soberanía podía llevarse a cabo de un modo natural. Pero Diderot y D’Alembert
quisieron darle a esta una realidad un sentido político y jurídico, desviándola hacia la
dirección de una colectividad de individuos: no había que permitir que la historia y la
cultura aprisionaran al hombre en un determinismo cualquiera. Para ellos, igual que
para Kant, el Iluminismo era un proceso por el cual el individuo accedía a la madurez y
su liberación de las trabas de la historia constituía la esencia del Iluminismo y el
nacimiento de la modernidad. Desde entonces y hasta nuestros días, en el pensamiento
iluminista el bien del individuo constituye el objetivo último de toda acción política y
social. En cambio, para los antiiluministas, la comunidad tiene preeminencia por sobre
el individuo, la Revolución sólo fue posible porque la nación ya era una realidad y el
traspaso de la soberanía podía llevarse a cabo de un modo natural. Pero Diderot y
D’Alembert quisieron darle a esta una realidad un sentido político y jurídico,
desviándola en la dirección de una colectividad de individuos: no había que permitir que
la historia y la cultura aprisionaran al hombre en un determinismo cualquiera. Para
ellos, igual que para Kant, el Iluminismo era un proceso por el cual el individuo accedía
a la madurez y su liberación de las trabas de la historia constituía la esencia del
Iluminismo y el nacimiento de la modernidad. Desde entonces y hasta nuestros días, en
el pensamiento del Iluminismo el bien del individuo constituye el objetivo último de
toda acción política y social. A ello responden los antiiluministas de los siglos XIX y
XX: la comunidad tiene preeminencia por sobre el individuo, definido ante todo como
heredero del pasado: nuestros ancestros hablan en nosotros, somos lo que ellos hicieron
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de nosotros. Si Nicolas Sarkozy –el político–, Alain Finkielkraut –el intelectual–, los
islamistas, los nacionalistas religiosos judíos en Israel, los neoconservadores y sus
aliados evangelistas en Estados Unidos están embanderados, a pesar de las apariencias,
en la misma lucha, ello se debe a que todos afirman, como Herder, que cada persona,
cada comunidad histórica tiene su propia “cultura”, específica e inimitable, y que eso es
lo que hay que privilegiar.
Si la nación es una comunidad histórica y cultural, la calidad de francés “histórico” se
convierte en un valor absoluto, mientras que la de ciudadano francés no es más que un
valor relativo, dado que designa una simple categoría jurídica, creada artificialmente.
Así es como, 65 años después de las leyes raciales de Vichy, puede encararse la
posibilidad de retirar la nacionalidad francesa a “extranjeros” naturalizados… Como
habría dicho George Orwell, gracias a esta concepción, algunos ciudadanos pueden de
un día para el otro descubrir que son menos iguales que otros. Alain Finkielkraut se
considera depositario de una herencia histórica y cultural que se remonta a la
consagración real de Reims (1); sin embargo, un buen maurrasiano lo definiría como un
judío polaco nacido por puro azar en Francia. Hoy, él está protegido de las
discriminaciones… lo cual no se cumple para los árabes y otros musulmanes.
Sin embargo, y esto podría parecer inesperado, esa derecha y los militantes musulmanes
de los suburbios tienen en común ciertos valores importantes. Todos privilegian la
pertenencia cultural, defienden su “yo” histórico, fundan su identidad en un pasado real
o mítico, piensan que su comunidad cultural tiene algo único para decir y debe
permanecer siempre fiel a sí misma. Tienen más afinidades de concepción entre ellos
que con los Enciclopedistas. Pero los integristas islamistas le ganan por mucho a la
derecha gobernante cuando se trata de la cuestión, esencial, de la impermeabilidad de
las culturas. Contrariamente a la derecha, el islamismo, como otros integrismos, judío o
cristiano, predica la necesidad del aislamiento. Sin duda aquí hay que recordar
brevemente el entusiasmo posmodernista por el multiculturalismo y el diferencialismo
cultural que desempeñó un papel mayor en el debilitamiento de los valores universales.
Claude Lévi-Strauss, su gran profeta, era consciente de la vocación antihumanista y
antiuniversalista del diferencialismo cultural, que reivindica para cada cultura una
originalidad incomunicable e inimitable. En efecto, explica, y a pesar “de los fines
morales elevados que se arroga, la lucha contra todas las formas de discriminación
participa de ese mismo movimiento que arrastra a la humanidad hacia un civilización
mundial, destructora de esos viejos particularismos que tienen el honor de haber creado
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valores estéticos y espirituales que le dan valor a la vida”. So pena de decadencia


cultural y espiritual, la humanidad “deberá volver a aprender que toda creación
verdadera implica cierta sordera al llamado de otros valores, y a hasta a su rechazo si no
incluso a su negación. […] Plenamente exitosa, la comunicación integral con el otro, a
corto o a largo plazo, condena la originalidad de su creación y de la mía” (2).
Los pensadores del antiiluminismo, desde Herder hasta los posmodernistas e integristas
de toda especie, nunca dijeron algo distinto. Va de suyo que ese rechazo del
universalismo y el humanismo concuerda con todas las variedades del comunitarismo y
el neoconservadurismo, sobre todo en su versión estadounidense.
Para Daniel Bell, el teórico neoconservador contemporáneo más importante, decir que
“‘Dios ha muerto’ equivale a decir que la sociedad ha muerto”. Ahora bien, la cultura
“modernista”, la del Iluminismo, que tuvo la mala suerte de “desplazar el centro de la
autoridad de lo sagrado a lo profano”, es incapaz de ofrecer “un conjunto trascendental
de valores últimos, o siquiera satisfacciones en la vida cotidiana”. Nada reemplaza la
religión como conciencia de la sociedad: si ha podido aparecer el “nuevo capitalismo”,
desprovisto de ética moral o trascendental, contracultura hedonista donde se pierden los
valores estadounidenses, ello se debe al debilitamiento de la ética protestante (3).
Por su parte, el ideólogo político del movimiento, Irving Kristol, fallecido en septiembre
de 2009, adquiere un tono digno de un manifiesto islamista o nacionalista religioso
israelí cuando recuerda que, sin dimensión religiosa, el conservadurismo no tiene
consistencia, y que la laicidad es el enemigo: pues no alcanza con decir que este mundo
es el mejor posible, ni que los males que aquí perduran son necesarios; además hay que
saber qué conducta adoptar frente a dichos males. En la mente de Kristol, ésa es
precisamente la gloria del neoconservadurismo: haber logrado convencer a la gran
mayoría de los estadounidenses que las frustraciones económicas y otras cuestiones
sociales en realidad son cuestiones morales, cuya llave conserva la religión. Se entiende
por qué los neoconservadores se asociaron fácilmente con los conservadores religiosos
y cómo supieron crear juntos el conservadurismo populista (4)… La derecha
estadounidense, la derecha nacionalista religiosa y anexionista en Israel, los islamistas
de todo el mundo, participan así de una corriente común que postula una modernidad
diferente: la que considera la nación como el tipo ideal de una comunidad ensamblada,
vuelta hacia Dios, fortalecida por una existencia objetiva y cuya energía es
independiente de la voluntad individual y la razón, pues los hombres necesitan lo
sagrado y necesitan obedecer.
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Lo cual, evidentemente, supone una visión del futuro en completa oposición con la del
Iluminismo: toda refundación no puede ser otra cosa que un pecado cardinal, y lleva en
sí misma su propia perdición. Los neoconservadores, incluidos los franceses, siguen
viendo en la Revolución Francesa un fenómeno diabólico, que oponen a la Gloriosa
Revolución inglesa de 1688-1689 y al nacimiento de Estados Unidos. No obstante, las
tres revoluciones fueron acontecimientos fundadores que instauraron regímenes sin
precedentes, y la Declaración de la Independencia estadounidense y las Declaraciones
francesas de los Derechos del Hombre están ancladas en los mismos principios. Pero
había que establecer una distancia infranqueable entre, por un lado, Inglaterra y Estados
Unidos, donde simples cambios de régimen habrían permitido la restauración de las
antiguas libertades inglesas, y por otro lado Francia, donde una revolución vuelta contra
Dios y la civilización habría borrado seis siglos de historia. Esta interpretación, que
llegó a su punto más alto durante la guerra fría, sigue alimentando la idea de la
excepcionalidad francesa: sólo Francia habría engendrado una revolución por fuera de
la vía real angloamericana para conducir, no a la democracia liberal y el capitalismo,
sino a la simple democracia, la que Renan ya llamaba “baja democracia terrorista” (5).
A pesar de la experiencia de siglo XX, el enfrentamiento entre ambas tradiciones
políticas continúa. La defensa del universalismo y el racionalismo hoy sigue siendo una
tarea urgente y compleja, a la medida de sus desafíos: mantener lo que funda una nación
compuesta de ciudadanos autónomos.

1 Ver su intercambio con Alain Badiou en Le Nouvel Observateur, diciembre de 2009


2 Claude Lévi-Strauss, La mirada distante, Madrid, Argos Vergara, 1984. Véase
también Race and History, en una obra colectiva editada por la UNESCO en 1956, The
Race Question in Modern Science.
3 Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Madrid, Alianza, 1994.
4 Ibid.
5 Ernest Renan, La reforma intelectual y moral, Barcelona, Ediciones 62.

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