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TRES DOCUMENTOS PARA EL DEBATE ENERGÉTICO:

1:
La energía nuclear es la única solución ecológica (James Lovelock).
2:
El reto de generar energía sin provocar un cambio climático (Antonio Ruiz
Elvira).
3:
Por qué la nuclear es la mejor elección (George Monbiot)
1.

La energía nuclear es la única solución ecológica


James Lovelock1
El País, domingo 20 de junio de 2005

N o tenemos tiempo para investigar con visionarias fuentes de energía; la civilización está en peligro inminente.
Sir David King, principal científico del Gobierno británico, tenía razón cuando dijo que el calentamiento del
planeta es una amenaza más grave que el terrorismo. Incluso puede haber subestimado el peligro, porque, desde
que lo dijo, han surgido nuevos indicios de cambio climático que dan a entender que podría ser aún más grave y
convertirse en el mayor peligro al que se ha enfrentado la civilización hasta ahora. La mayoría de nosotros somos
conscientes de cierto calentamiento: los veranos son más cálidos y la primavera llega antes. Pero en el Ártico, el
calentamiento es más del doble del experimentado aquí, en Europa, y durante el verano, torrentes de agua
procedente del deshielo caen ahora de los altísimos glaciares de Groenlandia. La completa disolución de las
montañas de hielo de Groenlandia llevará tiempo, pero para entonces el mar habrá subido siete metros, lo suficiente
como para volver inhabitables todas las ciudades costeras del mundo, como Londres, Venecia, Calcuta, Nueva York
y Tokio. Hasta un ascenso de dos metros es suficiente para anegar bajo el agua la mayor parte del sur de Florida. El
hielo que flota en el océano Ártico es incluso más vulnerable al calentamiento; en 30 años, este hielo blanco
reflectante, que ocupa un área del tamaño de Estados Unidos, puede convertirse en un oscuro mar que absorba el
calor de la luz veraniega y acelere aún más el final del hielo de Groenlandia. El Polo Norte, objetivo de tantos
exploradores, no será entonces más que un punto en la superficie oceánica.
No sólo el Ártico está cambiando; los climatólogos advierten que un ascenso de la temperatura de cuatro grados es
suficiente para eliminar las enormes selvas amazónicas, una catástrofe para sus pobladores, para su biodiversidad y
para el mundo, que perdería uno de sus grandes acondicionadores de aire naturales. Los científicos que forman el
Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático informaron en 2001 de que la temperatura del planeta subiría
entre dos y seis grados de aquí a 2100. Su lúgubre predicción se hizo perceptible en el excesivo calor del verano
pasado; y, de acuerdo con los meteorólogos suizos, la oleada de calor que abarcó toda Europa y mató a 20.000
personas fue completamente distinta de cualquier oleada de calor anterior. Las probabilidades de que se tratara de
una mera desviación de la norma son de una contra 300.000. Era una advertencia de lo peor que aún está por venir.
Lo que convierte al calentamiento de la Tierra en algo tan grave y urgente es que el gran sistema terrestre, Gaia,
está atrapado en un círculo vicioso de reacción positiva. El exceso de calor de cualquier fuente, ya sean los gases
invernadero, la desaparición del hielo del Ártico o de las selvas amazónicas, se amplifica, y sus efectos son
superiores a la mera suma. Es casi como si provocáramos un fuego para calentarnos y no nos diéramos cuenta, al
apilar el combustible, de que el fuego se había descontrolado e incendiado los muebles. Cuando esto sucede,
queda poco tiempo para apagar el fuego antes de que consuma la casa. Igual que un incendio, el calentamiento del
planeta se está acelerando y casi no queda tiempo para actuar.
¿Qué deberíamos hacer? Podemos seguir simplemente disfrutando de un siglo XXI más cálido mientras dure, y
hacer que los intentos de maquillaje, como el Tratado de Kioto, oculten la vergüenza política del calentamiento del
planeta, y esto es lo que me temo que ocurrirá en buena parte del mundo. Cuando, en el siglo XVIII, sólo vivían en
la Tierra 1.000 millones de personas, su impacto era suficientemente reducido como para que no importara la fuente
de energía que usasen. Pero con 6.000 millones y en aumento, quedan pocas opciones; no podemos seguir
sacando la energía de los combustibles fósiles y no hay posibilidad de que las fuentes renovables, viento, mareas y
corrientes de agua, consigan proporcionar energía suficiente y a tiempo. Si tuviéramos 50 años o más, podríamos
convertirlas en nuestras fuentes principales. Pero no tenemos 50 años; la Tierra está ya tan discapacitada por el
insidioso veneno de los gases invernadero, que incluso si abandonáramos todos los combustibles fósiles
inmediatamente, las consecuencias de lo que ya hemos hecho durarían 1.000 años. Cada año que seguimos
quemando carbono empeora las perspectivas para nuestros descendientes y para la civilización.
Peor aún, si quemásemos cosechas plantadas ex profeso para obtener combustible, podríamos acelerar nuestro
declive. La agricultura ya usa una parte muy elevada del espacio que necesita la Tierra para regular su clima y su
química. Un coche consume entre 10 y 30 veces más carbono que su conductor; imaginemos cuánto terreno más
haría falta para alimentar el apetito de los coches. Desde todos los puntos de vista, debemos usar de manera

1 Científico independiente, ecologista y creador de la hipótesis Gaia, que considera a la Tierra como un organismo
autorregulado. Autor, entre otros libros, de Las edades de Gaia (Tusquets Editores). © James Lovelock / The
Independent, 2004. Traducción de News Clips.
sensata la pequeña aportación que poseemos de las energías renovables, pero sólo hay una fuente inmediatamente
disponible que no provoque calentamiento planetario, y ésa es la energía nuclear. Cierto que la combustión de gas
natural libera sólo la mitad del dióxido de carbono que la del carbón o el petróleo, pero el gas no quemado es un
agente invernadero 25 veces más potente que el dióxido de carbono. Hasta una pequeña fuga neutralizaría la
ventaja del gas.
El panorama es desolador, e incluso si actuamos con eficacia en la mejora, nos quedan todavía tiempos difíciles,
como en una guerra, que pondrán a nuestros nietos en situaciones límite. Somos fuertes y haría falta algo más que
una catástrofe climática para eliminar todas las parejas humanas con capacidad reproductiva; lo que corre riesgo es
la civilización. Como animales individuales no somos tan especiales, y en algunos aspectos constituimos una
enfermedad planetaria, pero con la civilización nos redimimos y nos convertimos en un activo precioso para la
Tierra; en buena medida, porque a través de nuestros ojos la Tierra se ha visto en toda su gloria. Está la posibilidad
de que podamos salvarnos gracias a un acontecimiento inesperado, como una serie de erupciones volcánicas
suficientemente graves como para bloquear la luz solar y enfriar la Tierra. Pero sólo los perdedores se jugarían la
vida por una apuesta con tan pocas probabilidades. Con todas las dudas que pueda haber sobre los climas futuros,
no cabe duda de que los gases invernadero y las temperaturas están aumentando.
Nos hemos mantenido en la ignorancia por muchas razones; entre ellas, una de las importantes es la negación del
cambio climático en Estados Unidos, cuyos gobiernos no han dado a los meteorólogos el apoyo necesario. Los
grupos de presión ecologistas, que deberían haber dado prioridad al calentamiento del planeta, parecen más
preocupados por las amenazas a las personas que por las amenazas a la Tierra, sin darse cuenta de que formamos
parte de la Tierra y dependemos por completo de su bienestar. A lo mejor hace falta un desastre peor que las
muertes acaecidas el pasado verano en Europa para despertarnos. La oposición a la energía nuclear se basa en el
temor irracional alimentado por la ficción a lo Hollywood, los grupos de presión ecologistas y los medios de
comunicación. Se trata de unos temores injustificados, y desde su inicio en 1952, la energía nuclear ha demostrado
ser la más segura de todas las fuentes de energía. Debemos dejar de asustarnos por los diminutos riesgos
estadísticos de cáncer provocados por sustancias químicas o por las radiaciones. De todas formas, casi la tercera
parte de todos nosotros morirá de cáncer, principalmente porque respiramos un aire cargado con un carcinógeno
que todo lo invade: el oxígeno. Si no concentramos nuestra mente en el peligro real, que es el calentamiento del
planeta, podemos morir incluso antes, como hicieron más de 20.000 desventurados europeos por el exceso de calor
del verano pasado.
Me parece triste e irónico que el Reino Unido, que lidera el mundo por la calidad de sus expertos en geología y
climatología, rechace sus advertencias y sus consejos y prefiera escuchar a los ecologistas. Pero yo soy ecologista
y ruego a mis amigos del movimiento que abandonen su equivocada objeción a la energía nuclear. Incluso aunque
tuvieran razón respecto a sus peligros, que no la tienen, su uso en todo el mundo como principal fuente de energía
supondría una amenaza insignificante en comparación con los peligros de unas oleadas de calor intolerables y
mortales, y de un ascenso del nivel del mar capaz de anegar todas las ciudades costeras. No tenemos tiempo para
experimentar con fuentes de energía visionarias; la civilización se encuentra en peligro inminente y tiene que usar la
energía nuclear, la única fuente de energía segura de que disponemos ahora, o sufrir el dolor que pronto nos infligirá
nuestro ultrajado planeta.
2.

El reto de generar energía sin provocar un cambio climático


Por Antonio Ruiz de Elvira2
EL MUNDO, miércoles 17 de enero de 2007

La Comisión Europea emitió el pasado 10 de enero un comunicado sobre los problemas a los que se enfrenta la
Humanidad si se siguen utilizando los combustibles fósiles como fuente energética. El ser humano, que había vivido
en la miseria a lo largo de su Historia, descubrió hacia 1800 las ventajas que podía reportar a cada persona utilizar
10 kilowatios en vez de 0,1. Su vida sería así, independientemente de vicisitudes políticas, 100 veces mejor que la
de los animales que le rodeaban, limitados a esos 0,1 kilowatios.
Esta enorme cantidad de energía salió primero del carbón y, posteriormente, del petróleo, combustibles fósiles que
se quemaban 100 veces más deprisa de lo que habían tardado en formarse. Hasta aquí todo bien. Un reino de Jauja
o la isla de Utopía. Gracias a este gigantesco suministro energético, la población humana pasó de 700 millones de
individuos a unos 7.000 en 200 años. Hasta aquí todo bien, de nuevo. En los años 50 del siglo XX, la energía era
abundante y barata, y nadie pensaba que pudiese presentar problemas. Las casas se hacían sin aislamiento y los
coches gastaban de manera desmedida. Los seres humanos se formaron convencidos de que no existía límite al
consumo, mensaje rápidamente asimilado por directivos de países y empresas.
Pero las cosas no son tan bellas, ni existe Jauja, y la isla de Utopía sólo estaba en la mente de Tomás Moro.
Cuando obtenemos energía quemando combustibles fósiles emitimos el gas CO2 a la atmósfera. Este gas es
inocuo, y es el que posibilita la vida en la Tierra, al hacer que su temperatura media global (TMG) esté entre los 9 y
los 22 ºC. Es el gas que utilizan las plantas para crecer y almacenar la energía. Sin embargo, el exceso de CO2 en
la atmósfera es dañino. En la etapa en que nos desarrollamos como Homo sapiens, la cantidad de CO2 en la
atmósfera osciló entre las 180 y las 280 partes por millón y la TMG entre los 9 y los 15 ºC. Hoy estamos ya en 380
partes por millón, camino en 20 años de las 500. No debemos superar estas 500 ppm. Pasado este umbral, el clima
de la Tierra cambia de forma irreversible a escala humana.
El problema , tengo que insistir, no es que haga más calor. Es que millones de personas se quedarán sin agua y con
un suelo desertizado. ¿A dónde van a emigrar esas personas, sobre todo de África? Es claro que hacia España.
Gracias a la energías fósiles hemos creado una civilización enormemente frágil, por su tremenda complejidad, en la
que una subida de temperatura de 6ºC lograría destruirla, no directamente, sino a través de movimientos migratorios
y guerras, y en la que una subida de 3ºC produciría unas perturbaciones tremendas.
Si seguimos basando nuestra energía en los combustibles fósiles y emitiendo a la atmósfera CO2 al ritmo actual o a
un ritmo aún mas acelerado, la destrucción que acabo de citar se producirá dentro del presente siglo, y el punto de
no retorno hacia esa destrucción no es de más de 20 años.
Consciente de este problema, la Comisión de las Comunidades Europeas ha acordado una serie de medidas que
deberían conducir a la reducción en el plazo de 13 años de las emisiones de CO2 en la Unión Europea, en un 20%
del valor que tenían en 1990. Para ello, la única alternativa es empezar a eliminar los productos carbonados fósiles
como fuentes de energía.
Pero, ¿puede hacerse esto?
Sin el menor problema, y además en un plazo razonable. Disponemos de la tecnología necesaria para ello. En
primer lugar, necesitamos volver a poner en cultivo toda la superficie posible en España y en el mundo, para la
captura de la energía solar por plantas que puedan convertirse en etanol (remolacha, por ejemplo) y aceite o, por
otro nombre, diesel. La soja y la palma serían algunas de estas plantas, además de otras nuevas. Está claro que
estas plantas deben cultivarse sin aporte de energía fósil, de manera que los fertilizantes que utilicen deberán haber
salido del uso de la energía solar, y que el diesel de los tractores que labren las tierras sea también derivado de
plantas actuales. Al hacer esto, estaremos inyectando nueva vida al campo.
Necesitamos incrementar el número de molinos de viento, y diseñar métodos de distribuir la energía que producen y
almacenarla. El almacenaje debe ser vía hidrógeno, y la distribución, vía redes de alto voltaje en corriente continua
de escala europea. Necesitamos incrementar el número (hoy testimonial) de centrales de energía solar térmica y
fotovoltaica, utilizando el mismo esquema de almacenamiento y distribución que para la energía eólica de los

2 Catedrático de Física de la Universidad de Alcalá de Henares y uno de los mayores expertos en España sobre cambio climático
molinos de viento. Y necesitamos instalar tanto molinos de viento como celdas solares en todos los edificios de
todas las ciudades europeas y a escala también planetaria.
La Comisión Europea habla bastante de esto. También lo hace el Gobierno de Zapatero en España, así como las
comunidades autónomas y los municipios. Hablar se habla mucho. Se convocan reuniones, conferencias,
comisiones de trabajo. Pero, ¿y qué más? Por ejemplo, en Madrid no hay una sola central solar, ni el alcalde ofrece
subvenciones para que los ciudadanos de la capital instalen celdas solares en sus viviendas. Antes bien, Gallardón
ha propiciado, con sus nuevas calles y vías rápidas, un aumento del uso del coche privado, la velocidad del mismo y
los atascos en las salidas y entradas a esas vías rápidas, todo ello implicando un aumento substancial de las
emisiones de CO2 en Madrid. Por su parte, el ministro de Industria ha asignado una cantidad 10 veces mayor a la
minería del carbón que al Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía. Una cosa es predicar y otra muy
distinta, dar trigo.
Estamos jugando con fuego, y lo estamos haciendo como niños. En vez de acciones decididas, en vez de tomarnos
en serio el problema, estamos utilizando esencialmente la palabra en vez de la decisión y el dinero. Los
compromisos antiguos nos atan de pies y manos. En vez de liberarnos de cadenas ya viejas seguimos
arrastrándonos pegados a tierra sin poder levantar el vuelo hacia el mundo de hoy.
California aprobó el pasado diciembre una ley (no una recomendación) que obliga a este Estado norteamericano a
reducir sus emisiones de CO2 en un 25% respecto a las actuales, antes del año 2020. Siete estados del noreste de
los EEUU están considerando medidas parecidas. La Comisión de la Unión Europea ha propuesto hace unos días
medidas muy similares a las de California, que sugieren a los países miembros que reduzcan sus emisiones en un
20% para el año 2020. Mientras tanto, el Gobierno del presidente Bush rechaza cualquier medida real para reducir
emisiones a escala estatal, y los países más contaminantes del planeta -China, la India y Brasil- están a la espera
de signos positivos del resto de los países del mundo.
Se habla mucho de que hacer todo esto supone un gasto que no puede asumir la sociedad. Pues bien, analicemos
algunas partidas de los Presupuestos Generales del Estado. En los de 2007, se destinan 2.000 millones de euros
para autovías, 400 millones de euros para compensar a las autopistas de peaje, 400 millones de euros para la
televisión estatal, 1.000 millones de euros para la minería del carbón, y así otros muchos destinos del dinero. El
Instituto para el Ahorro y Diversificación de la Energía tiene como presupuesto 74 millones de euros. Está claro
donde está el interés público. De nuevo, una cosa es predicar y otra dar trigo.
Invertir en energía tiene la ventaja de que es invertir en dinero que vuelve a producir dinero. Invertir en nuevas
energías es inyectar un impulso inmenso al desarrollo industrial, agrario y productivo español. Por el contrario,
seguir insistiendo en más de lo mismo nos lleva, por un lado, a la aceleración del cambio climático, y por otro, a
perder la capacidad de adaptación frente a los nuevos retos del siglo XXI.
Si todo son ventajas, ¿de dónde sale la resistencia al proceso? Sólo puede venir, como en otros muchos casos de la
política, de compromisos adquiridos hace años. Así como nuestro devenir actual deriva de ideas de hace al menos
40 años, el esquema energético que estamos viviendo deriva de ideas ya caducas, pero que siguen en marcha por
falta de decisión política.
En la actualidad, se sigue insistiendo en el uso de la energía nuclear. Ésta es, no lo olvidemos, en su más pura
esencia, peligrosa. Sus residuos son muy difíciles de almacenar y neutralizar. ¿Es necesaria? Es claro que no, pues
la solar es igual de eficaz y es, en su esencia, inocua, y sus residuos no entrañan peligro alguno. Pero hay personas
en posiciones de poder que han soñado toda su vida con la energía nuclear. ¿Van a dejar estas personas de lado
su sueño sólo porque la tecnología ha ido más deprisa que sus mentes?
Cuando un alcalde consulta a los que tiene a su lado sobre en qué invertir el dinero de que abundantemente
dispone, ¿cuál puede ser la respuesta? La mayoría de ellos sólo tiene la idea de que el dinero se debe invertir en
pisos. Se formaron hace ya muchos años y, aunque han leído u oído algo acerca de nuevas energías o de ahorro
energético, no tienen de ello un conocimiento detallado de manera que, ante la duda, tiran por la vía más fácil.
Cuando un presidente de Gobierno consulta a su alrededor sobre este problema, recibe toda una serie de opiniones
contradictorias. Hay quien dice que se debe insistir en el gas natural, otros en la energía nuclear, los que proponen
la energía solar no pueden aportar experiencias, como tampoco los que proponen el hidrógeno como vector de
almacenamiento. De esta manera van pasando meses y años, el problema se va agravando, y no se acaban de
tomar las medidas necesarias para la corrección del problema.
Por desgracia, la parálisis sólo se romperá de verdad cuando sea tarde, cuando los efectos sean ya tan grandes que
no pueda seguirse dando la espalda al asunto. Entonces será tarde y las medidas que podamos ir tomando irán
siempre por detrás del aumento masivo de la temperatura.
La única solución es un convencimiento profundo de dónde está el problema de la sociedad. Como en la época de
los arbitristas en España, que no se cansaban de señalar la locura de emplear la riqueza del país en una guerra
inútil contra Holanda, nuestros gestores sociales deben darse cuenta de que estatutos, leyes de dependencia,
violencia de género o repartos territoriales de poder son juegos que hoy no se puede permitir nuestra sociedad,
cuando el peligro de destrucción es claro como el día y está a la vuelta de la esquina.
¿Serán nuestros gobernantes los equivalentes a los últimos tres Austrias?
3.
Por qué la nuclear es la mejor elección
George Monbiot3
El Mundo, 28 de marzo de 2011

E l desastre nuclear de Japón tendría una influencia mucho mayor si hubiera alternativas energéticas menos
dañinas. Pero por ahora, la energía atómica es más segura que el carbón.
Nadie se sorprenderá de oír que los sucesos del país nipón han cambiado mi punto de vista sobre la energía
nuclear. De lo que se sorprenderá será de saber en qué sentido lo han modificado. Como resultado del desastre de
Fukushima, yo ya no soy neutral en el tema nuclear. Ahora esa tecnología cuenta con mi apoyo.
Una vieja central de lo más chunga, con unas medidas deficientes de seguridad, se ha visto afectada por un
terremoto monstruoso y un tsunami inmenso. Falló el suministro eléctrico, dejando fuera de combate el sistema de
refrigeración. Los reactores empezaron a explotar y a fundirse. El accidente puso de manifiesto las consecuencias,
sobradamente conocidas, de un diseño defectuoso y chapucero con el solo fin de ahorrar dinero. Sin embargo,
hasta donde sabemos, nadie ha recibido todavía una dosis letal de radiación.
Algunos ecologistas han exagerado de manera disparatada los peligros de la contaminación radiactiva. Para
hacerse una idea más precisa, véase el gráfico publicado por xkcd.com (bit.ly/guv6QC). En él se demuestra que la
dosis total media de radiación del accidente acaecido en 1979 en la central estadounidense de Three Mile Island,
cerca de Harrisburg, para alguien que viviera en un radio de 16 kilómetros de la planta, fue 1/625 parte de la
cantidad máxima anual que en EEUU se permite que reciban los trabajadores expuestos a radiación. Ésta es, a su
vez, la mitad de la dosis mínima anual que se vincula de modo indudable a un mayor riesgo de cáncer, que, a su
vez, es la ochentava parte de una exposición indefectiblemente fatal. No estoy proponiendo que nos felicitemos por
todo ello. Estoy proponiendo que lo consideremos con perspectiva.
Si otras formas de producción de energía no causaran daños, esos efectos ejercerían una influencia considerable.
Ahora bien, la energía es como la medicina: lo más probable es que lo que no tiene efectos secundarios no sirva
para nada.
Como la mayoría de los ecologistas, estoy a favor de una importante expansión de las energías renovables.
También soy capaz de comprender las denuncias de sus opositores. No se trata sólo de las contrariedades que los
parques eólicos terrestres causen a la gente, sino también de las nuevas conexiones de la red (torres de alta tensión
y líneas eléctricas). A medida que aumente la proporción de electricidad renovable en la red, más capacidad de
almacenamiento por bombeo se necesitará para mantener las luces encendidas. Eso significa embalses en las
montañas, que tampoco se aceptan con entusiasmo.
Los impactos y los costes de las renovables aumentan en proporción a la energía que suministran, de la misma
manera que crece también la necesidad de almacenamiento y de duplicación de recursos. Bien podría darse el caso
(todavía tengo que ver un estudio comparativo) de que, hasta una cierta penetración de la red (¿del 50% o 70%, tal
vez?), las renovables tengan un menor impacto que la energía nuclear en cuanto a emisión de carbono mientras
que, más allá de ese punto, la energía nuclear tenga un menor impacto que las energías renovables.
Al igual que otros, yo he reclamado que las renovables se utilicen para sustituir la electricidad producida por
combustibles fósiles y para aumentar la oferta total, reemplazando el petróleo que se emplea para el transporte y el
gas que se destina a combustible para calefacción. ¿Vamos a pedir también que reemplace la capacidad nuclear
actual? Cuanto mayor sea el trabajo que esperemos que hagan las energías renovables, mayor será el impacto
sobre el paisaje y más difícil la tarea de persuasión de la opinión pública.
Sin embargo, expandir la red para conectar personas e industrias a fuentes de energía ambiental alejadas y
abundantes es una solución que, en su gran mayoría, también rechazan los ecologistas, que han protestado contra
una entrada de mi blog en la que argumenté que la energía nuclear sigue siendo más segura que el carbón. Lo que
quieren, me dicen, es algo muy distinto: deberíamos reducir la demanda de energía y producir la que necesitamos a
escala local. Algunos incluso han hecho llamamientos al abandono de la red. Su visión bucólica suena muy bonita,
hasta que uno se lee la letra pequeña.
A latitudes septentrionales como las nuestras, la producción de energía ambiental a pequeña escala es, en su
mayor parte, completamente inútil. La generación de energía solar en el Reino Unido supone un desperdicio

3 Escritor y columnista del diario The Guardian.


espectacular de unos recursos escasos. Es totalmente ineficaz y se adapta verdaderamente mal a las condiciones
de la demanda. En las zonas pobladas, la energía eólica es en gran medida inútil. Esto se debe en parte a que
hemos erigido nuestros asentamientos en lugares resguardados y en parte a que las turbulencias causadas por los
edificios interfieren el flujo de aire y perjudican su funcionamiento. La microhidroenergía podría funcionar para una
casa de campo en Gales, pero no resulta de gran utilidad en una ciudad como Birmingham.
Por otra parte, ¿cómo hacemos funcionar nuestras fábricas textiles, nuestros hornos de ladrillos, nuestros altos
hornos y nuestros ferrocarriles eléctricos, por no hablar de procesos industriales avanzados? ¿A base de paneles
solares en los tejados? En el momento en que uno se pone a reflexionar sobre las demandas de la economía en su
conjunto es cuando se desenamora de la producción de energía a escala local. Una red nacional (o, mejor aún,
internacional) es el requisito previo esencial para un abastecimiento de energía en gran medida renovable.
Algunos ecologistas van aún más lejos: ¿por qué desperdiciar recursos renovables transformándolos en
electricidad? ¿Por qué no utilizarlos para proporcionar energía directamente? Para responder a esta pregunta, hay
que examinar lo que pasó en Gran Bretaña antes de la revolución industrial.
La represa y la canalización de los ríos británicos para hacer funcionar molinos de agua constituían una utilización
de energía a pequeña escala, renovable, pintoresca y devastadora. Al compartimentar las corrientes fluviales y
colmatar con sedimentos los lechos de los ríos en que algunas especies desovaban, se contribuyó a poner fin a los
viajes titánicos de peces migratorios, que en tiempos figuraron entre nuestros más grandes espectáculos naturales y
que alimentaban a un parte considerable de Gran Bretaña, y a acabar así con esturiones, lampreas y sábalos, así
como con la gran mayoría de truchas y salmones.
La tracción quedó íntimamente ligada al hambre. Cuanta más tierra se reservaba para la alimentación de animales
de tiro para la industria y el transporte, menos tierra había disponible para la alimentación de los seres humanos. Lo
mismo puede decirse del combustible para calefacción. Tal y como E. A. Wrigley señala en su libro Energy and the
English Industrial Revolution (La energía y la Revolución Industrial inglesa), los 11 millones de toneladas de carbón
que se extrajeron en Inglaterra en el siglo XIX produjeron tanta energía como la que habrían generado cuatro
millones y medio de hectáreas de bosques (un tercio de la superficie terrestre).
Antes de que el carbón estuviera prácticamente al alcance de todo el mundo, la madera se empleaba no sólo para la
calefacción de hogares sino también para los procesos industriales; según Wrigley, si la mitad de la superficie
terrestre de Gran Bretaña hubiera estado cubierta de bosques, podríamos haber fabricado 1,25 millones de
toneladas de hierro al año (sólo una parte del consumo actual) y nada más. Incluso con una población mucho menor
que en la actualidad, los productos fabricados en la economía basada en la tierra eran coto exclusivo de una minoría
privilegiada. La producción de energía estrictamente ecológica (descentralizada, basada en productos de la tierra)
es mucho más perjudicial para la humanidad que la fusión nuclear.
Sin embargo, la fuente de energía a la que volverán la mayor parte de las economías si cierran sus centrales
nucleares no serán los bosques, el agua, el viento o el sol sino los combustibles fósiles.
Se mida como se mida (en función del cambio climático, del impacto de la minería, de la contaminación local, de los
accidentes de trabajo y de las muertes por causas laborales, e incluso de vertidos radiactivos), el carbón es cien
veces peor que la energía nuclear.
Debido a la creciente producción de gas a partir de esquisto, el impacto del gas natural está ganando terreno
rápidamente.
Cierto, sigo sin tragar a los mentirosos que dirigen la industria nuclear. Cierto, preferiría ver que se cierra todo el
sector si hubiera alternativas inofensivas. Ahora bien, no hay soluciones ideales. Todas las tecnologías energéticas
tienen un coste; lo mismo ocurre con la falta de tecnologías energéticas. La energía atómica ha sido sometida a una
de las más duras entre las pruebas posibles y el impacto en las personas y en el planeta ha sido pequeño. La crisis
de Fukushima me ha convertido a la causa de la energía nuclear.

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