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LA INVITACIÓN

FILOSÓFICA
de
John Rawls

I maginemos una situación donde se


busca considerar principios de jus-
ticia que regulen de la mejor mane-
ra posible la convivencia pública en una
sociedad democrática constitucional. Su-
pongamos que estamos inconformes con
el actual estado de cosas en nuestra so-
ciedad y decidimos que lo mejor es con-
siderar algunos principios de justicia po-
lítica que nos orienten en una reforma
profunda del sistema de instituciones.
Pues bien, ¿sobre cuáles bases puede lle-
varse a cabo esa consideración de princi-
pios? ¿Los consideraremos teniendo como

oscar vallés
C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

base alguna disposición divina, por ejemplo, la ley de


Dios? ¿Los examinaremos basados en algún orden ob-
jetivo e independiente de valores aprehensible por in-
tuición racional, por ejemplo, un orden natural de de-
rechos? Si alguna de esas bases fueran adecuadas nos
quitarían un gran peso de encima. Mejor aun, nos exi-
mirían de la responsabilidad moral del error y del arre-
pentimiento: lo apropiado o no de los principios consi-
derados sería un asunto de la disposición divina o del
orden objetivo e independiente de valores. Pero si de
una sociedad democrática se trata, una sociedad don-
de sus integrantes se conciben a sí mismos como ciu-
dadanos con plenos derechos a intervenir en la consi-
deración de principios de justicia para regular su con-
vivencia, entonces el asunto muestra a plenitud su di-
ficultad. En una situación así deberemos cargar con la
inescapable responsabilidad de contar solamente con
nosotros mismos. Con nuestros talentos y carencias,
virtudes y vicios. La base para realizar alguna conside-
ración sobre los principios de justicia para una socie-
dad democrática constitucional es cada uno de noso-
tros. Ni más ni menos.
¿Qué tomaremos de nosotros mismos para reali-
zar tal empresa? Bueno, una forma de proceder en este
asunto sería partir de una teoría de la naturaleza hu-
mana. Digamos que nos propondríamos tomar algu-
nos rasgos de nuestra constitución natural como seres
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humanos que expresan disposiciones insociables des-


de el punto de vista de la sociabilidad. Esas disposicio-
nes de nuestra “insociable sociabilidad” –como una
vez las identificó Kant– nos permitirían inferir algunos
principios de justicia apropiados para regular esas con-
secuencias indeseables de nuestra naturaleza humana,
que impiden el florecimiento de la convivencia públi-
ca y pacífica entre nosotros. Hobbes fue quien mejor
presentó en su momento esa especial manera de pro-
ceder a la consideración de principios de justicia. Los
denominaba leyes naturales descubiertas por la razón,
gracias a las terribles circunstancias previsibles que
producen esas disposiciones si las dejamos en su esta-
do natural sin ningún tipo de regulación. Algo similar
propone Locke. Aunque su idea de la naturaleza huma-
na era mucho más optimista –aunque no tanto como
Rousseau– consideraba que el derecho natural al cas-
tigo, resumido en la ley del Talión, dejaba a los seres
humanos en disposición de producir la insociabilidad
de una venganza sucesiva, dando al traste con las ba-
ses naturales de la propensión a la sociabilidad inscrita
en nuestra naturaleza. Ese modo de proceder a la con-
sideración de principios de justicia no sólo era un asun-
to de los siglos emblemáticos de la modernidad. En
nuestra época hubo quienes aun tendrían fe en esa
metódica, como fueron Robert Nozick y James Bucha-
nan, o David Gauthier en la actualidad.
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Sin embargo, proceder así pareciera una nueva


forma de decirnos que no tenemos por qué preocupar-
nos por tan difícil cuestión. Total, los principios apro-
piados están de una u otra forma contenidos en nues-
tra naturaleza humana y el único esfuerzo que se nos
pide es que la miremos muy bien para sacar de ella
esos rasgos insociables e indeseables. La cuestión de
considerar los principios de justicia política sería un
asunto de la razón teórica. Con una buena perspecti-
va epistemológica u ontológica podremos descubrir
esas disposiciones universales que caracterizan a los
seres humanos, y sobre ellas podríamos establecer un
punto de partida seguro, cuasi infalible, para descubrir
los principios apropiados para regularlos. Pero, ¿cuál
perspectiva es la buena? ¿Acaso cualquiera de ellas nos
permitiría una base para el acuerdo filosófico y moral
sobre los principios más adecuados para la conviven-
cia democrática? Por definición el problema de la ver-
dad que persiguen, ¿no representa una mayor dificul-
tad para el reconocimiento y el acuerdo público, habi-
da cuenta del pluralismo irreductible de visiones inte-
ligibles del mundo y de la vida que distinguen a las so-
ciedades democráticas? Si debemos partir de nosotros
mismos, y una teoría de la naturaleza humana no pa-
rece ser de mucha ayuda, ¿cuál otro modo de proceder
podemos adoptar?
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Los juicios considerados

Si el punto de partida somos nosotros mismos, tal


vez debiéramos vernos no como portadores de unas dis-
posiciones insociables que hay que regular, sino como
portadores de algunas convicciones e ideas que se en-
cuentran implícitas en el trasfondo de la cultura polí-
tica pública. Esa es la invitación de Rawls. Nos invita a
examinar ese trasfondo en busca de las ideas más fir-
mes y más propicias que puedan abonar el terreno pa-
ra elaborar una concepción apropiada de la justicia.
Rawls asume que las personas de una sociedad demo-
crática “tienen al menos una comprensión implícita de
esas ideas, ideas manifiestas en la discusión política
cotidiana, en los debates sobre el sentido y el funda-
mento de los derechos y libertades constitucionales, y
cosas por el estilo” ( JF:5). El asunto no es centrar nues-
tra atención en rasgos indeseables de lo que podría en-
tenderse como una naturaleza humana. El asunto es
examinar nuestro discurso y nuestros juicios morales
sobre la política y la justicia. Esta invitación no respon-
de al parecer de una decisión teórica. Es más bien una
cuestión práctica. No podemos solicitarles a nuestros
ciudadanos que borren de la mente sus más firmes con-
vicciones políticas, para luego decirles cuál es la ver-
dad moral sobre la política y la justicia. Imponerles des-
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de una epistemología o metafísica de la moral cómo


deben vivir y, lo que es más difícil, convencerlos que
siempre han vivido equivocadamente. Que sus ideas
sobre sí mismos y el mundo que los rodea son pura fan-
tasía. El propósito epistemológico de elaborar una con-
cepción de la justicia política para nuestras sociedades
democráticas debe dar paso a una concepción con cla-
ros propósitos prácticos.
Esa invitación de Rawls plantea una familia de
problemas alrededor de algunas interrogantes centra-
les. Por ejemplo, ¿cómo se constituyen, entonces, nues-
tros juicios morales sobre la política y la justicia? ¿Por
qué esas convicciones e ideas son un punto de parti-
da firme para considerar principios de convivencia
apropiados a una sociedad democrática que sean re-
sultado de un acuerdo público? Vayamos por partes y
comencemos por la primera. Rawls indica que las per-
sonas tienen al menos dos facultades básicas: “la capa-
cidad de ejercer la razón (tanto teórica como práctica) así
como la capacidad de un sentido de justicia” ( JF:29). El
ejercicio de la razón involucra tanto lo racional como
lo razonable. Lo racional o la racionalidad es nuestra
capacidad para establecer alternativas o medios que
ordenamos transitivamente de acuerdo a un criterio de
preferencia para conseguir fines. Nos advierte que la
racionalidad sólo se refiere a los medios. Por sí misma
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no tiene posibilidades de establecer si determinado fin


es justo. Si la dejamos al garete, la racionalidad puede
llevarnos a cometer atrocidades y no sólo desde el pun-
to de vista moral. Es aquí donde entra en juego para
Rawls lo razonable o la razonabilidad. Lo razonable es
la adecuación de nuestros fines y sus respectivos me-
dios a lo socialmente permisible, lo cual implica la ca-
pacidad de reconocer normas públicas de convivencia
y honrar esas normas aun cuando nos limiten en algún
grado apetencias racionales o intereses propios. Por su
parte, y estrechamente vinculado a lo razonable, el sen-
tido de justicia lo presenta como una facultad para en-
tender y obrar favorablemente de acuerdo con (y no a
pesar de) esas normas públicas de convivencia. Se ex-
presa en la capacidad para comprender y aplicar algu-
nos principios que definen a las normas que favorecen
la convivencia pública, y para proponer reformas en
aquéllas que así lo requieran para fomentar ordena-
mientos justos que puedan ser avalados y suscritos por
los demás.
Esas facultades o capacidades no tienen nada de
extrañas. Desde pequeños nos incorporamos a una red
de normas de convivencia pública en el hogar, la es-
cuela, la amistad, la comunidad, la asociación y la so-
ciedad, adquiriendo destrezas y habilidades en el ejer-
cicio de la razón y del sentido de justicia. Coincido con
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Rawls cuando dice que nuestras facultades de razón y


sentido de justicia, bajo circunstancias normales, se
desarrollan y se desempeñan en el transcurso de nues-
tras vidas, formándonos una diversidad de juicios so-
bre los actos y el carácter de las personas según se co-
rrespondan o se alejen de las normas de convivencia
( JF:29). En un estado de desarrollo que podría identifi-
carse como políticamente apto, las personas poseen
un conjunto de juicios morales en diversos grados de
generalidad que se ha fraguado a lo largo de sus vidas,
y que seguirá fraguándose con el ejercicio de sus facul-
tades de razón y sentido de lo justo. Con el tiempo, esas
facultades nos permiten además formar juicios sobre
los sistemas públicos de normas más inclusivos de la
sociedad. Hacemos juicios sobre las instituciones so-
ciales y especialmente sobre las que brindan soporte
a la justicia política. En una sociedad que mantiene ín-
dices de anomia social muy por debajo del margen de
dislocación institucional, donde generalmente las per-
sonas respetan las normas de convivencia pública en su
vida cotidiana, y exigen o reclaman de una manera pú-
blica y razonablemente justificada a quienes no lo ha-
cen, pueden identificarse algunos juicios “familiares” o
comunes en la cultura política pública de una mayoría
políticamente activa de los ciudadanos. Entre esos jui-
cios familiares, Rawls invita a que nos fijemos en los jui-
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cios o convicciones que representen mejor lo que so-


lía llamar un juicio considerado (considered judgment).
Juicios considerados son los que se formulan en
condiciones favorables para el ejercicio de nuestras fa-
cultades de razón y sentido de justicia: esto es, bajo
condiciones donde parece que tenemos la capacidad,
la oportunidad y el deseo de hacer un juicio firme; o al
menos no tenemos ningún interés aparente de no ha-
cerlo así, en ausencia de las tentaciones más habitua-
les ( JF: 29).
No se piense que los juicios considerados exigen
condiciones extraordinarias de nosotros. Muchos de
nuestros juicios descansan en una autonomía con aro-
ma kantiano, como parece evocar este pasaje de Rawls.
Por ejemplo, juicios que aparentemente no tienen al-
gún compromiso con intereses propios y tampoco res-
ponden a ninguna tentación son nuestros juicios con-
siderados sobre la esclavitud. Indistintamente de las
“razones” que puedan acompañarlos, nuestros juicios
considerados parecen censurar la esclavitud como con-
dición humana. Rawls denominaba a esa clase de jui-
cios considerados con el singular nombre de “fixed
points”: juicios que nunca estaríamos dispuestos a mo-
dificar o abandonar. Su ejemplo preferido era la cono-
cida frase de Lincoln: “If slavery is not wrong, nothing
is wrong”. Un ejemplo más cercano de esa clase de jui-
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cios considerados son los referidos a la elección por


sufragio en las sociedades democráticas. Nadie podría
sin dificultad avalar un juicio sobre la designación de
cargos públicos basado en criterios de raza, linaje o
credo. En una cultura política pública hay, en efecto,
un conjunto de convicciones que responden a la des-
cripción de juicios considerados y que operan como
“puntos fijos”. Incluso, podría decir que gracias a ellos
–entre otras señales– distinguimos de alguna forma
una cultura política con respecto a otra, digamos una
democrática con respecto a una autoritaria. La selec-
ción de los juicios “puntos fijos” considerados en una
cultura política pública democrática serían los juicios
de partida recomendados por Rawls para proceder a la
consideración de principios de justicia. Selecciona tres
de ellos: la sociedad entendida como un sistema equi-
tativo de cooperación, la de ciudadanos considerados
libres e iguales, y la de sociedad bien ordenada. Aun-
que son ideas familiares, le pone un acento especial a
cada una de ellas.

Tres ideas centrales

La primera de ellas, la sociedad entendida como


un sistema equitativo de cooperación social, parece
confirmarla el hecho de que no justificamos la socie-
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dad democrática porque es un orden social dispuesto


a la sumisión de unos por otros, o porque reserva cier-
tos privilegios políticos basados en criterios de raza, li-
naje o credo, o porque es un orden social donde unos
siempre están destinados a obtener beneficios a costa
del perjuicio de otros. No es concebido como un orden
social fijado por la naturaleza ni establecido por dic-
támenes divinos. Los ciudadanos de una democracia
constitucional, con sus diferencias y matices menores,
parece que conciben la sociedad como un orden social
donde sus integrantes obtienen retribuciones y com-
pensaciones proporcionales a la contribución social
que realizan. Consideran que es un sistema sujeto al
escrutinio de los ciudadanos y a las modificaciones que
consideren pertinentes. El acento lo pone Rawls cuan-
do especifica que esa idea de orden social puede en-
tenderse como un sistema equitativo de cooperación,
esto es, un conjunto de reglas reconocidas y aceptadas
públicamente por los ciudadanos, como apropiadas
para regular sus conductas bajo condiciones equitati-
vas de cumplimiento. Esto significa que cada uno debe
aceptar y cumplir con las reglas en la misma medida
que todos los demás aceptan y cumplen con ellas, cuan-
do todos aprueban aceptarlas y cumplirlas. Todo el que
hace su parte según las reglas y procedimientos esta-
blecidos, deberá favorecerse de acuerdo con los crite-
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rios de distribución de beneficios públicamente acor-


dados. Rawls advierte que esa reciprocidad está en la
base de la idea de sociedad entendida como un siste-
ma equitativo de cooperación, la cual presupone algu-
na noción de ventaja racional. Los ciudadanos aceptan
la reciprocidad que imponen las reglas porque es una
vía racional para satisfacer los fines particulares que
cada cual persigue dentro del sistema de cooperación.
La segunda idea nos indica que los ciudadanos en
una sociedad democrática constitucional se conciben
a sí mismos como libres e iguales. Indistintamente de
cuáles sean nuestras concepciones particulares metafí-
sicas, morales o religiosas de persona o de naturaleza
humana, desde el punto de vista de la justicia política
nos vemos ciudadanos libres e iguales. Podemos expe-
rimentar las más profundas conversiones metafísicas,
morales o religiosas, y sin embargo, políticamente, se-
guimos considerándonos ciudadanos libres en pie de
igualdad y esperamos que los demás así lo reconozcan.
Ahora bien, ¿bajo cuáles atributos nos consideramos
libres e iguales? Rawls conjetura –y este es su acento
aquí– que los ciudadanos se conciben libres e iguales
basados en sus poderes morales y en sus poderes de la
razón. Los poderes morales están conformados por
“una capacidad para un sentido de justicia y una capa-
cidad para una concepción del bien” (PL:19). El senti-
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do de justicia –como vimos– es la capacidad de com-


prender y actuar según los principios y las normas de
justicia que regulan el sistema de cooperación social.
Estos principios constituyen un marco público de jus-
tificación, donde el sentido de justicia se expresa en la
disposición a actuar de acuerdo con (y no a pesar de)
las reglas de cooperación, y en procurar que los actos
sean entendidos y justificados por los demás según el
mismo marco de interpretación pública. La capacidad
de una concepción del bien es la facultad para formu-
lar y perseguir un esquema de bienes racionales o in-
tereses propios, “un esquema más o menos definido de
fines últimos”. No se reduce a lo que es “bueno para
mí” en una particular circunstancia, sino que incluye
una concepción afín a Aristóteles, esto es, de lo que es
“bueno para mí por sí mismo” y para el resto de la so-
ciedad. Los poderes de la razón son las facultades de
juicio, pensamiento e inferencia. Estos suponen no só-
lo un ejercicio de la racionalidad, sino además el uso
de la razonabilidad, como componentes al unísono de
la razón humana.
Con respecto a la igualdad, Rawls piensa que los
ciudadanos se consideran iguales porque se reconocen
poseedores en “grado mínimo esencial” de tales pode-
res. Esta posesión los define como personas morales,
personas que tienen todo el derecho a una justicia igual
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y a ser considerados con las capacidades mínimas para


ser un miembro activo de la sociedad entendida como
un sistema equitativo de cooperación. Por supuesto,
habrá quienes tengan una mayor o menor capacidad
para un sentido de justicia o para el ejercicio de la ra-
zón que otros. Pero estar por debajo o por encima del
“grado mínimo esencial” no se concibe como justifica-
ción para establecer “desproporciones” en la asigna-
ción de deberes y derechos básicos. Según Rawls, quie-
nes alcancen el grado mínimo de personalidad moral
son generalmente considerados personas que tienen
derecho por igual a todas las garantías de la justicia.
Con respecto a la libertad, Rawls indica que el recono-
cimiento de la personalidad moral permite a los ciuda-
danos considerarse libres porque se conciben portado-
res de una concepción del bien autónoma e indepen-
diente. Autónoma, porque pueden modificar o cambiar
radicalmente sus fines últimos según sus propias moti-
vaciones razonables; independiente, porque se conside-
ran con derecho a perseguir una concepción del bien
indistintamente del bien que persigan otras personas.
También señala que se consideran libres en otro sen-
tido: por ser fuentes propias legitimadoras o autenti-
cadoras (self-authenticanting) de exigencias válidas.
Los ciudadanos se consideran a sí mismos y a los de-
más con pleno derecho a plantear demandas y exigen-
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cias a las instituciones de la sociedad, con el propósito


de promover sus respectivas y razonables concepcio-
nes del bien.
Finalmente, tenemos la idea de sociedad bien or-
denada. Es una idea algo controversial –entre otras co-
sas– porque Rawls le asigna un papel de idea regulati-
va a la manera de Kant en el modo de proceder a la con-
sideración de los principios de justicia política. Pensa-
ba que era una “considerable idealización” elaborada
por él mismo como “idea colateral” que permitirá una
mayor precisión a la idea de sociedad como sistema
equitativo de cooperación. En la consideración sobre
una concepción política de justicia, la idea de sociedad
bien ordenada permitirá decidir “si, y cuán bien, pue-
de servir como la concepción de justicia públicamen-
te reconocida y mutuamente admitida cuando la so-
ciedad es concebida como un sistema de cooperación
entre ciudadanos libres e iguales de una generación a
la siguiente” ( JF:9). Aunque puede cumplir efectiva-
mente esa función, creo que pertenece más al ideario
democrático común que a las cavilaciones especiales
de nuestro filósofo. Aquí la prefiero mostrar como una
idea del tipo “fixed point”. Comporta tres rasgos que
destaca Rawls. Primero, es una sociedad donde cada
cual acepta los principios de justicia y sabe que los de-
más también los aceptan, y este hecho es reconocido
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por todos; segundo, las instituciones de la estructura


básica de la sociedad cumplen con las regulaciones de
los principios de justicia y todos saben públicamente
que es así; y tercero, los ciudadanos tienen un sentido
“normalmente efectivo” de justicia para entender y apli-
car los principios y para cumplir con sus deberes y obli-
gaciones sociales.
Esta idealización de una sociedad democrática
bien ordenada, donde los principios que conforman
una concepción política de la justicia son reconocidos,
avalados y aplicados públicamente por sus ciudadanos
y sus instituciones, pienso que es un ideal que todos te-
nemos en mente. Nuestros reclamos a los demás o a la
sociedad asumen alguna idealización en esos térmi-
nos. La mayoría de ellos parten de nuestra creencia que
la gente acepta algo similar a la concepción de justicia
que profesamos, o que las instituciones sociales no
cumplen con su papel de acuerdo con los principios de
justicia que creemos públicamente aceptados, o pen-
samos que nuestros vecinos poseen un sentido “nor-
malmente efectivo” de justicia que les permitirá reco-
nocer –sin tener que recordárselos– sus deberes y obli-
gaciones sociales. Incluso me atrevería a decir que esa
idealización que tenemos en mente hace posible que
las cuestiones vinculadas a la justicia política se nos
presenten inteligibles. Sin embargo, la dificultad de asu-
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mirla como un juicio considerado del tipo fixed point


puede estar en lo que apuntaba Rawls: su carácter ex-
cesivamente ideal. Aunque sabemos que todos tene-
mos en mente un ideal de sociedad bien ordenada, no
todos compartimos la misma concepción de justicia
política.

El equilibrio reflexivo

Esa dificultad es la que nos remite a la situación


de considerar principios de justicia que puedan ser re-
conocidos, aceptados y acordados por todos. Si bien
contamos con esos juicios considerados que alcanzan
a convertirse en “fixed points”, parece que no sucede
igual con los juicios que formulamos cuando nos refe-
rimos a una concepción política de justicia. Rawls nos
recuerda que nuestros propios juicios a veces entran
en conflicto entre sí cuando reflexionamos sobre la jus-
ticia política. Por mi parte, el hecho que la idea de so-
ciedad bien ordenada se presente a veces como una
utopía de marca mayor hace pensar que el centro del
asunto radica en esa dificultad. Rawls se lo plantea en
los términos siguientes: “¿cómo podemos hacer nues-
tros juicios considerados de justicia política más con-
sistentes entre sí y con los juicios considerados de los
otros, sin imponernos a nosotros mismos una autori-
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C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

dad política externa?” ( JF:30). Subrayo lo último por-


que esa fue precisamente la solución de Hobbes: “cuan-
do hay una controversia en un asunto, las partes deben
apelar, por su propio acuerdo, a la razón de un árbitro
o juez como la recta razón, a cuya sentencia se some-
terán ambas partes, o su controversia no será resuel-
ta, o sólo los llevará a las manos, por falta de una recta
razón naturalmente constituida”. El Leviatán vendría a
quitarnos otra vez ese peso de encima. Que dictamine
cuáles son los principios de justicia y que imponga la
espada si alguien no es capaz de reconocerlos y acep-
tarlos. Lo mismo puede valer para cualquiera que pien-
se que su concepción de justicia es la verdadera o la re-
velada y pretenda imponérsela a los demás. Lo ate-
nuante en el caso de Hobbes es que tal imposición la
convenían mutuamente todos los súbditos a favor de
una autoridad política externa, con el compromiso de la
fuerza de los pactos a respetar y obedecer su ley. Lo gra-
ve de las pretensiones epistemológicas o religiosas de la
justicia política es que la imposición viene dada sola-
mente en nombre de una supuesta verdad o de una fe.
Rawls pensó que esa dificultad puede abordarse
si tomamos en cuenta algunas otras convicciones que
tenemos sobre el orden de la deliberación cuando con-
sideramos principios de justicia. Si las partes tienen el
propósito práctico de ponerse de acuerdo sobre tan di-
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fícil cuestión, asumirán ciertas restricciones y condi-


ciones que consideran razonables para orientar la de-
liberación. Esto tampoco es nada extraño para noso-
tros. Por lo general, en cualquier tipo de deliberación
donde aspiramos alcanzar algún acuerdo, operamos
con algunas de esas restricciones. Desde el respeto al
uso de la palabra, pasando por no incurrir en ofensas
que estimulen a desistir la búsqueda del acuerdo, hasta
restricciones sobre los tipos de argumentos que pue-
den esgrimirse a favor de nuestras pretensiones o en
contra de las pretensiones de los demás. Rawls era un
convencido que no pocas veces tenemos momentos en
que preferimos retirar, suspender o modificar algunos
de nuestros juicios considerados con el fin práctico de
alcanzar un acuerdo razonable. Esto nos sucede con al-
guna frecuencia en nuestra vida cotidiana, y también
puede suceder cuando procedemos a considerar prin-
cipios de justicia, con la salvedad que, de acuerdo al
objeto de la deliberación, tal vez se requieran unas con-
diciones especiales y unas restricciones específicas.
Supongamos entonces –otro acento de Rawls– que an-
te una concepción de justicia, una persona comporta
un mínimo de correcciones sobre sus juicios considera-
dos de justicia política. Cuando se le exponen los argu-
mentos que la acompañan, resulta que sus propios jui-
cios considerados de justicia obtienen una mejor ex-
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C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

plicación y alcanzan una mayor coherencia entre ellos


que los que tenían inicialmente. Cuando alguien armo-
niza de esta forma sus juicios considerados con una
concepción política de justicia, la cual acepta porque
le parece la más razonable desde sus propios puntos de
vista, alcanza un estado que Rawls identificaba de “equi-
librio reflexivo”.
Si el equilibrio reflexivo lo alcanzamos teniendo
en cuenta solamente una concepción política de jus-
ticia, estaríamos en presencia de un equilibrio reflexi-
vo “estricto”. Rawls hace esta distinción para señalar
que en el caso supuesto no consideramos en la delibera-
ción otras concepciones de justicia política alternati-
vas. Pero si procedemos a considerar cuáles principios
de justicia son los más propicios para regular el siste-
ma de instituciones de una sociedad democrática cons-
titucional, deberemos suponer un caso que exige de un
equilibrio reflexivo “amplio”: “aquel equilibrio reflexi-
vo alcanzado cuando alguien ha considerado cuidado-
samente las concepciones alternativas de justicia y la
fuerza de sus distintos argumentos” ( JF:31). Estaría-
mos en presencia de alguien que ha evaluado las diver-
sas concepciones de justicia disponibles en la tradi-
ción filosófica y ha puesto en la balanza los argumen-
tos, a favor y en contra, que cada una presenta, sin ol-
vidar que sólo pondera concepciones favorables a una
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sociedad democrática, lo cual reduce enormemente el


inventario. Lo denomina “amplio” porque tal esfuerzo
de reflexión implica no pocas evaluaciones y tal vez
muchas modificaciones o correcciones en nuestros
juicios considerados de justicia. En un equilibrio de
esta clase “suponemos que en esa persona las convic-
ciones generales [fixed points], los primeros principios
y los juicios [considerados de justicia] particulares con-
cuerdan” ( JF:31). Si procedemos a considerar princi-
pios parece que la concepción política de justicia que
resulte en definitiva reconocida y adoptada será aque-
lla que mejor alcance un equilibrio reflexivo amplio.
Pero una cosa es suponer un equilibrio reflexivo amplio
en una persona y otra es suponerlo entre varias. La mo-
delación de las condiciones y las restricciones en la de-
liberación deberán ser especiales para este caso. Esa
modelación es el propósito que persigue Rawls en lo
que gustó llamar la “posición original”.

La posición original

La idea básica que Rawls tiene en mente es bus-


car alguna forma de organizar el orden de la delibera-
ción con los requerimientos que impone alcanzar un
acuerdo sobre principios de justicia. Lo primero que ob-
serva es que cualquier acuerdo para ser considerado
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válido exige algunas condiciones equitativas iniciales.


Si se trata de las condiciones para alcanzar acuerdos de
justicia política, una condición inicial ineludible es al-
gún tipo de simetría entre las partes. Esto significa que
ninguno debe pretender algún tipo de posición privile-
giada ante los demás ni tampoco menoscabar la posi-
ción a que otros tienen igual derecho a ocupar. Se en-
tiende que los ciudadanos son políticamente iguales y
esto parece suficiente para considerar que deben guar-
dar esa posición equitativa entre ellos. Nadie podrá so-
licitar para sí un trato preferencial o especial por su
clase social, raza, religión, linaje u otros por el estilo.
Para Rawls, todos y cada uno son nada más y nada me-
nos que ciudadanos libres en pie de igualdad. Agrega
que deben quedar excluidas maniobras de fuerza, coer-
ción, engaño o fraude entre los participantes, tal como
sucede en los acuerdos equitativos que convenimos en
la vida cotidiana. Estas condiciones equitativas inicia-
les están en la base de nuestras creencias y tampoco
son extrañas para nosotros. “Estas consideraciones re-
sultan familiares y cotidianas”, dice. La invitación que
Rawls nos hace aquí es llevar esa idea del acuerdo equi-
tativo al propio proceso de deliberar principios. La de-
liberación deberá realizarse bajo unas condiciones que
cualquier acuerdo que produzca pueda considerarse
un resultado equitativo.
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La razón que lo mueve a extender esa idea del con-


venio equitativo al proceso de deliberación la podemos
comprender mejor mediante su idea de la justicia pro-
cedimental (TJ: 88-93). Supongamos que acordamos di-
vidirnos un pastel en partes iguales. En este caso con-
sideraríamos que el principio más apropiado para tal
distribución es que cada parte sea lo más similar a las
demás. Convenimos para asegurar ese resultado equi-
tativo, el procedimiento de elegir a alguien para que
haga los cortes con la salvedad de que tomará el últi-
mo pedazo. El elegido procurará hacer los cortes de la
forma más equitativa posible, de tal manera que ob-
tenga al final la mayor cantidad posible del pastel. Se-
gún Rawls, este es un caso de justicia procesal perfec-
ta: tenemos un criterio independiente del resultado
equitativo o justo (partes aproximadamente iguales) y
un procedimiento que permite alcanzar ese resultado.
Un caso algo diferente es cuando convenimos que todo
el que haya cometido un crimen deberá ser castigado
si no hay dudas razonables sobre su culpabilidad. Este
sería el criterio independiente que define un resulta-
do justo. Sin embargo, no contamos con un procedi-
miento que permita obtener resultados justos en todas
las situaciones. Hay algunos que cometen crímenes que
no resultan ser castigados. Este es el caso de la justicia
procesal imperfecta que Rawls ejemplificaba en la jus-
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ticia penal: tenemos un criterio independiente del re-


sultado justo pero sin un procedimiento que siempre
garantice obtenerlo. Finalmente, tenemos la justicia
procesal pura. Rawls la distingue porque carece de un
criterio independiente del resultado justo, y lo único
que ofrece es el procedimiento. Aquí la justicia debe-
rá basarse en las condiciones y restricciones que esti-
pula el procedimiento, de tal manera que cualquier re-
sultado obtenido pueda considerarse justo o equitati-
vo para quienes participan en él.
Algo semejante sucede cuando procedemos a con-
siderar principios de justicia. Precisamente procede-
mos a tal consideración porque no contamos con el cri-
terio independiente de lo justo. Digamos que el acuer-
do resultante en la deliberación de las alternativas de
principios es lo que permitirá obtenerlo. Antes de eso,
no hay manera alguna para establecer algún criterio
independiente de la justicia política. Como vimos, sólo
contamos con nosotros mismos y con nuestras posibi-
lidades de considerar y acordar principios. Rawls pro-
pone la posición original como un procedimiento a la
manera de la justicia procesal pura para garantizar un
resultado equitativo, si se resguardan las condiciones y
las restricciones especialmente diseñadas para delibe-
rar principios de justicia. El hecho que esté inspirada
en una justicia procedimental pura es algo que tampo-
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co debe sorprendernos. La conocemos de diversas for-


mas, y tal vez la primera aproximación hacia ella la ob-
tuvimos a través de nuestros juegos infantiles. En los
juegos no hay un criterio independiente que nos indi-
que cuál debe ser el resultado justo. Pero en los proce-
sos políticos también presenciamos analogías con esta
forma procedimental del resultado justo. La denomi-
nada legitimidad de origen de los gobiernos democrá-
ticos se basa fundamentalmente en ella. En efecto, el
sistema electoral sólo nos garantiza un resultado jus-
to si se cumple con todas las estipulaciones reglamen-
tarias establecidas. No tenemos un criterio indepen-
diente para determinar cuál de los candidatos debe en
justicia resultar electo. De manera similar, en la posi-
ción original de Rawls se estipulan unas condiciones
iniciales equitativas que podrían proveernos de un re-
sultado justo.
En vista de que todos están similarmente situados
y ninguno es capaz para formular principios a favor de
su condición particular, los principios de justicia son el
resultado de un acuerdo o convenio equitativo. Dadas
las circunstancias de la posición original y la simetría de
cada uno en su relación con los otros, esta situación ini-
cial es equitativa entre individuos como personas mo-
rales, esto es, como seres racionales con sus propios fi-
nes y capaces, asumiré, de un sentido de justicia (TJ: 11).
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C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

Esta posición equitativa entre las partes, en su


condición política de ciudadanos libres e iguales, ex-
cluye la intervención de elementos provenientes de cir-
cunstancias particulares o de contingencias históricas.
Si aspiramos proceder a la consideración de principios
de justicia política, de nada valen las apreciaciones sus-
tentadas desde algunas posiciones descritas por la ra-
za, el género, el linaje, la religión, el status social y otras
por el estilo. Sólo somos ciudadanos libres e iguales y
como tales debemos reconocernos. Aquí entran en es-
cena las restricciones sobre las razones permisibles en
la deliberación, y uno de los asuntos que más confu-
sión ha producido la filosofía de Rawls. Se trata del con-
troversial “velo de ignorancia”. Las confusiones y las
controversias se deben más a las imágenes que evoca
el desafortunado término, que al sentido que Rawls qui-
so expresar con esa noción. Básicamente, si aspiramos
deliberar en serio sobre cuestiones de justicia política,
no todas las razones pueden considerarse válidas. No
podemos apelar a razones basadas en nuestras posi-
ciones particulares para favorecer o censurar princi-
pios. Expresiones como “prefiero este principio porque
aumenta mis ventajas sociales indistintamente como
le vaya a los demás”, “mejor el otro porque así saco más
provecho de mis especiales capacidades y talentos na-
turales”, o “acepten éste porque asegura el predominio
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de mi credo en el mundo”, están fuera del orden de la


deliberación sobre principios de justicia. Menos aun si
tenemos como propósito común alcanzar un acuerdo.
Nadie puede esperar en su sano juicio que los principios
que favorezcan su especial posición particular sean
aceptados por quienes ocupan otras posiciones parti-
culares. En la filosofía de Rawls, el “velo de ignorancia”
es sólo una metáfora –como él mismo advierte– para in-
dicar los límites a la información disponible de las par-
tes. Sin embargo, cuando lo presentó completamente
por primera vez, lo hizo como una exótica y extrema
exigencia, que confundió tanto como el término que
eligió para denominarlo.
Se supone, entonces, que las partes no conocen
ciertos tipos de hechos particulares. Primero que todo,
nadie conoce su lugar en la sociedad, su status o posi-
ción social; tampoco sabe su suerte en la distribución
de talentos y capacidades naturales, su inteligencia y
su fuerza, y cosas así. Tampoco nadie conoce su con-
cepción del bien, las particularidades de su plan racio-
nal de vida, incluso los rasgos especiales de su psicolo-
gía, tales como su aversión al riesgo o su inclinación al
optimismo o al pesimismo. Más todavía, supongo que
las partes no conocen las circunstancias particulares
de su propia sociedad. Esto es, no conocen su situa-
ción política o económica, ni el nivel de cultura ni ci-
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C O N C I E N C I A C T I VA 2 1 , número 4, abril 2004

vilización que han podido alcanzar. Las personas en la


posición original no tienen ninguna información con-
cerniente a cuál generación pertenecen ( TJ: 118).
Con una descripción así, no debe extrañar la enor-
me confusión que ha suscitado. Sobre todo por el uso
aquí de “persona”, lo cual remite a sus lectores a verse
inmediatamente sus propias narices. No obstante, Rawls
aclaró una y otra vez que la posición original con su
respectivo velo de ignorancia es sólo un punto de vis-
ta para proceder a la consideración de principios de
justicia. No nos exige que nos quitemos el ropaje de
nuestras particularidades ni que tampoco vaciemos
nuestra mente de todo aquello que no sea razón y sen-
tido de justicia. La posición original es un mecanismo
para representarnos la situación más adecuada para
una consideración de principios de justicia. De lo que
se trata es de imaginarnos a nosotros en esa posición,
con sus condiciones iniciales de equidad y sus restric-
ciones sobre las razones permisibles que podemos for-
mular para preferir o rechazar principios. No se pien-
se que Rawls nos invita a deliberar tratando de repro-
ducir en la realidad una posición original. Lo que nos
pide es que tratemos de experimentar mentalmente
cómo se comportarían nuestros juicios considerados si
los sometemos a ponderar principios de justicia en una
situación como la posición original. Además, y éste es
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su principal interés, ver cómo se comportan cuando


tratamos de usarlos como buenas razones para favore-
cer principios que puedan aceptar los demás. De acuer-
do con Rawls, la versatilidad de la posición original pa-
ra este propósito muestra su relevancia como un meca-
nismo de representación para la clarificación de nues-
tros propios juicios considerados y para la clarificación
pública de la deliberación sobre principios de justicia
( JE:17).
De la misma manera que los juicios considerados
“fijos” o la justicia procesal pura, esa versatilidad de la
posición original tampoco debe causar alguna sorpre-
sa porque pueda parecer inaudita, como piensan algu-
nos. La modelación de la posición original está susten-
tada en nuestras convicciones más firmes sobre las con-
diciones y requerimientos que asumimos generalmen-
te cuando tratamos de deliberar sobre asuntos mora-
les. Las condiciones y requerimientos posiblemente
dependerán de la naturaleza y alcance del objeto de la
deliberación, y de la especial situación que nos encon-
tremos. Por lo general, nos vemos como amigos si el
asunto es la amistad, como vecinos si la situación es de
vecindad, y como ciudadanos si se trata de la ciudad.
Hacemos un enorme esfuerzo para imprimirle mora-
lidad a nuestros argumentos o nos abstenemos de ex-
poner algunas razones porque consideramos que po-
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drían ser irrelevantes en estas cuestiones morales. Sa-


bemos que en estos asuntos, no todo argumento vale.
El hecho que una persona enuncie meramente una pre-
ferencia no basta para validarla en el orden de razones
de la deliberación moral. Deberá presentar argumen-
tos que nos convenzan de su pertinencia moral y, por
ende, que es una preferencia a ser tomada en cuenta en
la deliberación. Tal vez nuestras condiciones de equi-
dad sean más amplias y nuestros requerimientos argu-
mentales menos estrictos, pero de una u otra manera
operamos con alguna forma de equidad y de restriccio-
nes. Especialmente si nos proponemos a alcanzar al-
gún tipo de acuerdo. Para el caso especial de la delibe-
ración sobre principios de justicia política, la invita-
ción de Rawls es hacerlo desde la familiar perspectiva
de una posición original.

A manera de epílogo

¿Cómo proceder a la consideración de principios


de justicia que regulen el sistema de instituciones bási-
cas de una sociedad democrática, entendida como un
sistema equitativo de cooperación entre ciudadanos li-
bres e iguales, que profesan visiones inteligibles del
mundo y de la vida distintas e incompatibles entre sí?
En vista de las dificultades de proceder por vías episte-
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mológicas, metafísicas o religiosas, Rawls nos indica


que “todo lo que podemos hacer” es fijarnos en las con-
vicciones más firmes que están implícitas en el tras-
fondo de la cultura política pública. En las conviccio-
nes más generales sobre las condiciones y restriccio-
nes que distinguen a la deliberación sobre asuntos de
justicia política cuando buscamos alcanzar acuerdos.
Considerar algunas concepciones de justicia cónsonas
con esas ideas centrales para ser deliberadas bajo con-
diciones iniciales equitativas y restricciones sobre las
razones permisibles, hasta alcanzar un equilibrio re-
flexivo lo más amplio posible entre las convicciones ge-
nerales, los principios resultantes y nuestros juicios con-
siderados de justicia. Según mi modo de ver, el clima
político que produce este equilibrio reflexivo desde una
posición original sería el más propicio para alcanzar
un acuerdo estable y duradero sobre el orden institu-
cional de una sociedad democrática constitucional.
Ése fue su gran punto de partida. Desde una singular
interpretación de la filosofía práctica de Kant, denomi-
naba su modo de proceder con el título de “construc-
tivismo político”. Lo utilizaba como un procedimien-
to de construcción que permitía conectar principios de
justicia con concepciones o ideales morales y políticos
implícitos en la cultura. La posición original constitu-
ye ese procedimiento de construcción, y vimos que
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Rawls lo diseña tomando también algunas de nuestras


convicciones o juicios considerados más propicios al
designio de conexión que cumple. Es un modo de pro-
ceder que no pretende ninguna fundamentación filo-
sófica al modo tradicional de la modernidad, tanto pa-
ra la moralidad como para la justicia política. Su modo
de proceder es “nonfoundationalist”, como afirmaba
con cierto halo de orgullo: “ningún tipo específico de
juicio considerado sobre justicia política a ningún ni-
vel particular de generalidad es pensado para cargar
todo el peso de la justificación pública” ( JF:31). Aun-
que algunos todavía insisten en catalogarlo como un
fundamentalista a la manera de Kant, pienso que Rawls
finalmente comprendió que los propósitos prácticos
de la convivencia pública exigían superar el proyecto
filosófico de la modernidad, rescatando lo que aún tie-
ne que decirnos pero sin olvidos ni distancias. Una po-
sición filosófica que le ganó el elogio de Richard Rorty,
quien pudo comprender la prioridad que le otorgaba
a los requerimientos filosóficos de la convivencia de-
mocrática sobre las pretensiones políticas de la meta-
física y la epistemología tradicional.
La invitación filosófica de Rawls es abrir nuestras
ventanas y prestar atención a las voces de nuestro mun-
do cultural. Todas las posibilidades para alcanzar una
convivencia pública más digna y humana están ahí.
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Frente a nosotros. No busquemos más en los textos po-


líticos y en los libros de filosofía cuál es la justicia po-
lítica en que debemos creer, qué tipo de ciudadanos
debemos emular o cuál forma de sociedad es la mejor.
La tarea que le adjudicó Rawls a la filosofía política es
explorar e interpretar nuestras sociedades para ver sus
conflictos más profundos, sus recursos más propicios
y sus carencias más comprensibles. Es permitirnos la
reconciliación con lo que hemos devenido ser y por lo
cual ya somos –como decía desde Hegel– para orien-
tarnos sobre los límites filosóficos de lo políticamen-
te pensable, posible y practicable. Proceder a alcanzar
lo que denominaba una “utopía realista”: algún ideal
de orden político y social históricamente viable, formu-
lado sin imposiciones arbitrarias desde nuestras con-
diciones actuales de la vida social, y mediante nuestros
propios vocablos y creencias para acercarlo lo más po-
sible al sentido común de la vida cotidiana. Su formu-
lación le llevó más de 50 años de vida intelectual y aca-
démica fructífera. Ese fue su punto de llegada. Rawls
murió convencido que logró elaborar una apropiada
concepción política de justicia, para proveer a la pos-
teridad de aquel equilibrio reflexivo más amplio y ge-
neral que es posible alcanzar, en cuestiones de justicia
política y en las circunstancias más frecuentes de las
sociedades democráticas contemporáneas. Justicia co-
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mo equidad y liberalismo político son los nombres que


eligió para designar a esa extraordinaria concepción y
al carácter de su filosofía. Aquí he dejado al margen el
contenido de ambas y he tratado de mostrar su modo
de proceder sin perder de vista la promesa de hacerlo
lo más familiar posible para los que aún no lo conocen,
hasta donde estas líneas me han alcanzado. Es sólo un
boceto de lo que considero su más importante legado:
el método. Como dice un gigante de la filosofía venezo-
lana, el método es lo que precisamente vale la pena
buscar en las bibliotecas de filosofía.

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