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El exorcismo de Violeta o las interdependencias

patógenas enloquecedoras

por la Lic. María Elisa Mitre

Violeta apareció, con su marido, en la clínica, después de haber cancelado tres veces
nuestra primera entrevista. Parada en el consultorio, tambaleante, sobre-medicada por un
psiquiatra, sacó de su cartera un revolver sin balas, ante la expresión demudada de su
marido. Dijo querer matarse: «Así no puedo más, quiero morirme.»
Se la podía ver sometida e invadida por objetos internos enloquecedores y sádicos que
nos hacía sentir a cada instante: «Nadie pudo ni puede ayudarme. Vengo acá sólo para que
me ayuden a matarme.» Se la veía desesperada por salir de su encierro, interferida
permanentemente por la presencia constante de objetos enloquecedores intra-psíquicos.
En un momento habló el marido, resignado: «Tres internaciones, cuatro o cinco
analistas que siempre termina maltratando, depresiones que la llevan a estar en cama
meses, sin comer, rechazando todo tipo de ayuda. Yo quiero que Violeta vuelva a ser la de
antes, cuando vivíamos en París. Inteligente, brillante.» Durante su estadía en Francia
—que duró más de veinte años—, Violeta trabajó como jefa de prensa de diversas
productoras cinematográficas, actividad por la que siempre estuvo rodeada de intelectuales
y artistas plásticos.
Ahora no tiene amigos, se peleó con todos. Indagando un poco más descubrí que
Violeta, detrás de su aspecto frágil (temblaba de miedo), podía ser también soberbia, crítica
y despectiva, como su padre (a esto me referiré más adelante). Tuvo un solo hijo a los
cuarenta años y resolvió regresar a la Argentina, donde el marido hizo malos negocios y su
situación económica se vino abajo, junto con ella.
Violeta asistía a los grupos terapéuticos todas las tardes, y una vez por semana al
Grupo Multifamiliar, al que iba acompañada por su marido y su hijo. Yo la veía
individualmente dos o tres veces por semana. A veces, ninguna. En ese momento me parecía
que los grupos podían servirle más.
A pesar de su inteligencia, Violeta tenía una gran dificultad para escuchar, y para
conectarse consigo misma y con los demás. Debemos comprender el sentido de pánico que
subyace a esta expresión patológica de Violeta, y que se puede, también, observar en otros
pacientes.
Violeta se sintió exigida toda la vida; sus padres, especialmente, daban siempre por
sentado que era brillante. Pero nunca fue premiada ni reconocida. Actuaba con una
auto-exigencia desmedida y ejercía la misma exigencia sobre los demás, tal como habían
hecho con ella. Podemos imaginar que los gestos espontáneos de Violeta tampoco fueron
reconocidos ni aceptados, dadas las características rígidas de sus padres.
De esa manera, le costaba creer y reconocer las manifestaciones de cariño de los otros
hacia ella. Actuaba así de una forma paranoide, frente a un chiste o un gesto de cariño.
Esta forma de actuar la volvía insoportable para los otros, que terminaban atacándola con
cierto sadismo, alimentando así su masoquismo, lo que aumentaba a su vez sus rasgos
paranoides.
Violeta funcionaba desde identificaciones rígidas y patógenas, que no le permitían
tomar contacto con su sí-mismo ni con su realidad interna. Esto le impedía aceptar nuestra

Mitre, María Elisa [2000]: Inédito.


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propuesta, que implicaba una mirada flexible y bondadosa, que ella no era capaz de tener
con nosotros. Establecía relaciones sado-masoquistas en las que su sí-mismo quedaba
sometido al otro, y a la inversa, para poder realizar el desarrollo de esos aspectos disociados
y escindidos que quedaron detenidos en su crecimiento psicológico. Los aspectos disociados y
escindidos quedan fuera de la relación para evitar sentimientos intolerables.
A Violeta le quedaba un largo camino de re-desarrollo de recursos yoicos genuinos que
le permitieran, acompañada por otros, vivir la situación traumática sin tanto sufrimiento.
La función terapéutica consistiría en que ella pudiera conectarse con su sí-mismo
verdadero; para lograr esto es indispensable producir el desgaste paulatino de las
identificaciones patógenas.

Violeta hablaba con voz gangosa y demandante, y decía que nunca se iba a curar, que
nadie pudo hacer algo por ella. Su funcionamiento mental era irracional y compulsivo. Sus
pensamientos no eran verdaderos pensamientos. Sus palabras eran para no comunicar
nada. Solíamos quedarnos más de dos horas intentando hacer una descripción de lo que
creíamos estaba sucediendo.
Los demás pacientes, y también nosotros, caíamos en la trampa de las recetas: «Vos
tendrías que hacer esto, o si no, esto otro», dando indicaciones inútiles a esa compulsión a
la repetición exasperante, sin tomar en cuenta que esta resistencia era una necesidad sana
que busca reparación.
Si pensamos la compulsión a la repetición en la resistencia como un potencial sano
virtual, estaríamos actuando como el matrimonio de El fantasma de Canterville [1], de Oscar
Wilde, que al encontrar los signos destinados a aterrarlos, reaccionaron de manera
sorprendente para el fantasma: en lugar de gritar ante las manchas de sangre, las
limpiaron alegremente con un quita-manchas; los crujidos espectrales los resolvieron con un
poco de aceite. Esta naturalización del horror desarmó al fantasma, que se tuvo que ir.
Es inútil tratar de ‘hacer entrar en razón’ y ‘querer tener razón’ ante un paciente de
estas características, de la misma manera que lo es querer hacerlo con un niño pequeño.
Solamente restaba acompañarla en su desamparo, enmascarado por una aparente
omnipotencia.

Pocas veces se habla del sufrimiento psíquico atroz que padecemos los seres humanos.
Alimentado desde la infancia, este sufrimiento permanece intacto hasta la edad adulta. Si
no es detectado por los mayores, llega un momento en que los pacientes como Violeta llegan
desahuciados, con una pistola en la mano, para terminar con este dolor. Si no existe un
interlocutor válido que permita al sufriente salir de esta situación intolerable, donde está
incluida la situación traumática, el paciente se retira con indiferencia, rechazo o la muerte.
A veces caemos en «querer hacerles ver» a los pacientes una realidad intolerable.
Paradojalmente, ignoramos el sufrimiento que para ellos implica esa realidad. Apoltronados
en nuestros sillones, no tomamos en cuenta la falta de ‘recursos yoicos genuinos’ del que
padece y pide, como puede, ser exorcizado de los seres inadecuados que habitan su aparato
psíquico.
Los reproches vengativos y los reclamos compulsivos, inherentes a la compulsión a la
repetición, resistencia, reacción terapéutica negativa, son aspectos que, si no los vemos
como necesidades sanas que buscan reparación, nos llevarán a ver al paciente como un ser

1
Wilde, Oscar: Obras Completas, Editorial Aguilar, Madrid, 1964.

Mitre, María Elisa [2000]: Inédito.


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demoníaco que nos quiere manipular, poseer. Pero, en realidad, esos demonios son las
identificaciones patógenas expuestas a través de estas actuaciones.
Si, al igual que sus rígidos padres, intentamos querer tener razón para aplastarles su
sí-mismo, seremos, otra vez, generadores de más enfermedad. En realidad, lo que actúa en
las identificaciones son las dificultades de los padres, como única manera de ser rescatados
por entre la maraña de odio, esa bondad oculta que es vivida como debilidad. El analista,
desde su aspecto tierno podrá acercarse entonces a la ternura del otro, y desde su propio
sufrimiento no negado ahora comprenderá y compartirá el dolor del otro.

El acting out es un lenguaje de acción normal en los niños. Interpretar el acting out
como una manipulación, sin ver el sufrimiento psíquico subyacente generaba más sadismo
en Violeta. Las «actuaciones» son necesarias para favorecer el crecimiento. En el desarrollo
normal del niño, las conductas son primero actuadas y, más adelante, según García
Badaracco: «interiorizadas en forma de pensamiento sin acción exterior» [2]. Todas son
conductas que incluyen un cambio, en el sentido de que son etapas para salir del
narcisismo, del autismo, hacia una relación objetal más sana.
El bebe y el niño pequeño tienden naturalmente a fusionarse y a simbiotizarse con la
madre; esto es indispensable para su crecimiento. La omnipotencia infantil normal es un
mecanismo sano, por medio del cual el bebé utiliza los ‘recursos yoicos’ del otro, para poder
enfrentar frustraciones y conflictos que encuentra en su camino. Si la madre no se presta
incondicionalmente en este sentido, el sufrimiento será cada vez mayor y, lo que es más,
quedará enmascarado como mecanismo defensivo, por el odio y el resentimiento que
devienen de esta situación penosa. Si la función materna no se presta incondicionalmente
en este sentido, quedaran como núcleos escindidos del Yo que regresarán en la patología
mental adulta, pero esta vez cargados de reclamos y reproches. Estos son los aspectos sanos
que hay que rescatar de la enfermedad mental.

Vuelvo a Violeta. Ella tuvo cuatro analistas, a los que había logrado confundir a través
de su inteligencia y comprensión intelectual. Repetía interpretaciones edípicas muy precisas
de sus anteriores análisis cuando, en realidad, su relación pre-edípica con sus padres había
permanecido intacta. Tuvo una madre sufriente, depresiva e histérica, que la arrancó,
literalmente, de los brazos de su padre y se la llevó a vivir a otro país. Su único sostén fue
una abuela —la madre de su madre—, con quien Violeta contaba en todo sentido.
Inesperadamente, y esta parte de la historia no queda nunca del todo clara, la abuela se fue
sin previo aviso, luego de un desmoronamiento económico. Violeta quedó a merced de esa
madre invasora y depresiva, que le decía continuamente: «Sos la razón de mi vida.» Y eso
era Violeta: solamente la razón de la vida de la madre. Y también la madre era la razón de
la vida de ella, como único veneno indispensable para sobrevivir. También le tiró su trapito
—objeto transicional— adorado, con el cual dormía todas las noches y llevaba a todas
partes. «Tiren esto que es un porquería», dijo su madre al hacerlo.
Violeta, como diría García Badaracco, se quedó frente a la situación aterradora y
paralizante de «depender de» y «necesitar a», cada vez más, un objeto que es enloquecedor,
que conduce, como única salida, a una identificación patógena con el mismo. La madre,
divorciada emocionalmente de su marido, y también el padre, al no tener ninguno de los

2
García Badaracco, Jorge E. [1982a]: Biografía de una esquizofrenia, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,
capítulo 15, página 300.
García Badaracco, Jorge E. [1989a]: Comunidad Terapéutica Psicoanalítica de Estructura Multifamiliar, Julián Yébenes
Editores, Madrid, capítulo 7, pág. 253.

Mitre, María Elisa [2000]: Inédito.


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dos la conflictiva edípica resuelta, tienden a excitar sexualmente al hijo, y establecen con él
un vínculo erotizado como forma de retener al objeto primitivo.

Cuando Violeta le decía a su madre que se sentía mal, ésta, igual o más necesitada que
ella, le respondía que se sentía peor. Una madre con estas características no puede aportar
nunca ‘recursos yoicos’ para el crecimiento de un sí-mismo. Así, Violeta se sobre-adaptó, o
mejor dicho se adaptó a esa modalidad. Dejó de ser niña muy precozmente, y no volvió a
pedir. Muchas veces se sentía mal, y solita bajaba de su cuna y vomitaba en el baño.
También se desmayaba frecuentemente, y salía del desmayo de manera espontánea, sin que
nadie hubiera reparado en ella. Cuando, luego de mucho tiempo, visitó a su padre, Violeta
recuerda que éste la erotizaba tocándola, mientras le decía: «En que linda mujercita te has
convertido.» Tampoco hubo la inclusión de un tercero que advirtiera o percibiera la soledad
inimaginable de Violeta.
Los únicos momentos gratificantes que recuerda son cuando iba a una Colonia de
vacaciones alemana cuando vivía en París. Caminaba por la montaña y se sentía libre,
rodeada de sus amigas y en comunicación con la naturaleza. Más adelante, avanzado su
tratamiento, me confesó que recién en ese momento había experimentado otra vivencia
unida a ese recuerdo. Me dijo que se daba cuenta que ella caminaba por las montañas como
una forma de calmar una angustia que la acompañó toda su vida.
La madre de Violeta oscilaba entre ser sufriente o, como le decía su hija, víctima
profesional o «una super woman que manejaba una empresa siderúrgica importante,
gritando despóticamente a sus empleados».
Violeta comprende hoy en día por qué se quedó sin amigos en París. Cuando se recibió
en la Sorbonne, y era ya jefa de prensa, también oscilaba entre estar en la cama,
demandante y con deseos de morirse, y en maltratar descalificando a todos los que la
rodeaban.
Se casó, sin estar enamorada, para que alguien la cuidara. Su marido era bondadoso
como una madre buena, pero igual o más necesitado que ella. Al poco tiempo ya extrañaba
a su madre, que vivía a dos cuadras. Nunca perdió la esperanza de que si volvía la podría
cuidar de otra manera. Por ese tiempo quedó embarazada de un amante heroinómano, y su
padre llevó una partera a su casa para que le hicieran un aborto. Violeta estaba
embarazada de cuatro meses, aunque no se había dado cuenta. De ese aborto, realizado en
pésimas condiciones, tiene el recuerdo más sangriento: recuerda mucha sangre y terror.

Retomó la terapia con un analista que no pudo ver la Violeta niña y, ante sus reclamos
incesantes, le dijo: «Usted esta llena de odio y quiere una reivindicación; está pidiendo que
alguien le pague los pagarés que usted cree que le adeudan. Pero eso no la lleva a ningún
lado, renuncie a los pagarés porque nunca le serán devueltos». Violeta tomó esto al pie de
la letra y no solamente sintió que sus demandas jamás serían atendidas, sino que esa
renuncia era casi como renunciar a su vida, a su sí-mismo. Ese mismo día dejó a su
terapeuta, y cayó en una depresión severa que terminó con su internación.
Parecía que el analista se hubiera vuelto en contra de sí mismo y le hubiera dicho:
«Renuncie a mí porque yo no le voy a dar nada.» La compulsión a la repetición de Violeta
fue vista por el analista como una pulsión auto-destructiva, y no como una necesidad sana
de la verdadera Violeta, que buscaba, en realidad, obtener de su terapeuta lo que no obtuvo
de sus padres. También Violeta clamaba, desde sus identificaciones patógenas con esos
objetos enloquecedores, y con un manejo yoico inadecuado de los mismos, encontrar

Mitre, María Elisa [2000]: Inédito.


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recursos sanos, sobre la base de una identificación positiva con el analista: liberarse de esta
«posesión demoníaca» que no le permitía encontrar su mismidad.
Más avanzado el tratamiento, Violeta me confesó que había comenzado a fumar
marihuana y a beber alcohol compulsivamente, para así poder anestesiarse del torrente de
necesidad que le había surgido en la terapia. Violeta, que había salido de su repliegue
narcisista, se aferraba a mí sin tomar en cuenta ni mi tiempo ni mi situación real. Me
llamaba por teléfono hasta diez veces por día. Esta reacción terapéutica negativa —el
consumo de alcohol y marihuana—, que alarmó a los familiares, tuvo que ver con un
momento del proceso terapéutico donde Violeta se vio con dificultades para abandonar el
vínculo simbiótico.
En esta transferencia psicótica, que llevaba a Violeta a un accionar psicopático sobre
mí y los demás, se ponían en evidencia las necesidades primitivas para salir de estas
identificaciones asfixiantes y, además, los reproches y reclamos que no me correspondían a
mí sino a los padres de su infancia.
Con dificultades para abandonar el vínculo simbiótico, luego de haber pasado por una
dependencia extrema, ella misma me marcaba el camino. Si uno agudiza verdaderamente el
oído, cae en la cuenta de que los pacientes saben más de ellos que nosotros mismos:
«Necesito una simbiosis, una fusión permanente. Aquí, por momentos, me calmo, pero esto
es como una doble vida, pues me voy a mi casa y es como si me quedara verdaderamente
sin nada. Me olvido hasta de lo que me dicen.»
Violeta insistía, de mala manera, como una niña malcriada, para que los pacientes le
hicieran una síntesis de lo que se había hablado en el grupo, para llevarse más palabras.
Todavía no comprendía que lo que tenía que incorporar era el lenguaje del alma. Es aquí
donde pidió una internación, porque no pudo tolerar la ruptura simbiótica. Me pareció que
en ese momento necesitaba más contención y que eso era lo más indicado.
Luego de quince días de internación, volvió con una gran sonrisa, y mucho menos
descuidada físicamente. Dejó también el alcohol y la marihuana. Me miró y, como
vergonzosa, me dijo: «Mi madre ya se fue», y por primera vez se le llenaron los ojos de
lágrimas.
En la clínica donde estuvo internada pudo poner en practica, desde un ‘contexto de
seguridad’, aspectos propios que aún no había podido develar con nosotros, por el temor de
no poder sostenerlos. Fue aquí que se produjo un verdadero cambio psíquico en Violeta;
descubrió, por ejemplo, que podía sentir cariño hacia la gente y, de hecho, pudo ayudar a
otros pacientes a los que veía en un estado de vulnerabilidad como el que ella atravesó.
Pudo hacerse de amigas por primera vez en su vida. «Fui la más canchera del grupo», decía
al salir, como si hubiera vuelto al colegio. Recuperó de esta manera su auto-estima y perdió
el miedo a los cambios.

Me parece importante señalar que el trabajo con estos pacientes nos permite ver que la
enfermedad mental está siempre referida a un otro, y que si trabajamos pensando al Otro
de esta manera nos aliviaremos, y aliviaremos a nuestros pacientes desde nuestra
contra-transferencia, al ver salud donde muchos ven enfermedad. Esto lo quiero subrayar
nuevamente: la transferencia como resistencia, la compulsión a la repetición, la
omnipotencia con que se sostienen los síntomas, la reacción terapéutica negativa, son
aspectos sanos virtuales. Es tarea del analista poder ver a través de estas máscaras.
Violeta había quedado entrampada en una interdependencia patógena con sus padres.
La madre necesitaba de ella para salir de su sufrimiento y Violeta, identificada con esa
madre, también la necesitaba para desarrollar su potencial sano. En este choque de
sufrimientos sin recursos, ambas sucumbieron a la enfermedad.

Mitre, María Elisa [2000]: Inédito.


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Como si esto fuera poco, la madre enfermó de penfigo, una enfermedad nada habitual
que la hacía sufrir de llagas espontáneas en los brazos y en la boca, lo que le producía
infecciones permanentes. El exceso de cortisona —contenida en los medicamentos que le
suministraban— hizo que se le cayeran todos los dientes. Ahora, su madre también
demandaba asistencia a una enfermedad real.
Violeta comenzó a sentir asco hacia ella. Para colmo, ella le informó esto a su padre; la
madre confiscó la carta y la culpó hasta el día de su muerte. Violeta recuerda que se
encerraba en el baño y se golpeaba la cabeza contra el piso de mármol. Es hasta el día de
hoy que me dice: «A veces me doy asco como me daba asco mi madre.»
En su lecho de muerte, la abuela regresó de su viaje para ver a su hija, y cuando vio
cómo su nieta se negaba a asistir a su madre, se indignó. De esa abuela buena quedó poco y
nada. Aquel recuerdo amoroso se transformó en algo desgarrador. El día de la muerte de su
madre, la abuela le gritó delante de todo el mundo, en el cementerio: «Vos sos la culpable
de la muerte de tu madre, vos la mataste.»

En la transferencia psicótica, el hecho de poder trabajar en los Grupos Multifamiliares y


otros grupos, con otros terapeutas, me ayudó mucho para acortar el camino y no caer en
una folie a deux, pues Violeta, por su enorme impotencia de no poder salir de su encierro,
generaba odio en los demás, que la maltrataban, irritados por la fuerza aparente del no
cambio.
El proceso terapéutico virtual me permitió entender y acompañarla mejor, hecho que
hubiera sido difícil, aunque no imposible, en una terapia vincular, sin un tercero que fuera
capaz de detectar lo propio del paciente. Violeta se aferraba a mí, en esta transferencia
psicótica, sin tomar en cuenta mis situaciones reales. Me pedía, me gritaba, me agarraba
para que no me fuera: «Si no me atendés me pego un tiro.» Los otros pacientes me
agredían porque afirmaban que Violeta no estaba en condiciones para estar en el grupo.
Como dice García Badaracco: «El trabajo analítico, ante la evidencia de la
vulnerabilidad subyacente a ese Yo precario, tendrá que incluir, además de la labor
interpretativa, dirigida al rescate del sí-mismo por des-identificación, una segura función
analítica de «asistencia», que permita un proceso de desarrollo de recursos propios más
genuinos. Para producir cambio en estos, y en cualquier paciente, la función analítica debe
tener en cuenta que el paciente se encuentra atrapado en un mundo interno de vínculos
patológicos y patógenos, organizado desde identificaciones con objetos de características de
objeto enloquecedor.» [3]
La necesidad del otro es siempre genuina y sana, aunque la forma en que se expresa
puede confundirse con más enfermedad. El cambio psíquico implica desgaste y
transformaciones de los procesos mentales, y es a través de la compulsión a la repetición, si
esta es bien entendida, que se podrán realizar esas transformaciones.

Resultaba difícil encontrar algo propio en su discurso estéril y denigrante: si no me


atendés hoy, me pego un tiro. Pero, a veces, luego de una interminable charla compulsiva,
como de sopa de letras parlante, me decía: «No se me ocurre nada, me quiero ir.» Y se iba.
Era difícil abrir un espacio mental para poder introducirse uno como tercero.
Un día, un paciente borderline que, hasta ese momento, se mantenía en silencio, salió
de su mutismo y le gritó tanto que tuve que llevarla a otro consultorio. Violeta era

3
García Badaracco, Jorge [1991a]: «Conceptos de cambio psíquico: aporte clínico», en Revista de Psicoanálisis, 1991,
XLVIII:2, págs. 213-242.

Mitre, María Elisa [2000]: Inédito.


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decididamente una niña mala, metía púa, como luego me contó que hacía su madre: «El
otro día que no viniste Fabián estuvo hablando mal de vos», o si no: «María Elisa quiere
seducirnos y dejarnos atrapados en sus garras, para luego dejarnos completamente
dependientes de ella». En ese momento comprendí que Violeta estaba reviviendo la
situación traumática de haber sido seducida por su padre y su madre, que la erotizaban
vengativamente, dejándola a merced de ellos.
Violeta gesticulaba con los brazos de manera dramática, se golpeaba el pecho con el
puño y pedía piedad. Me atribuía las peores intenciones: «¿No te das cuenta que lo que me
decís me duele? Sos insensible.» Pasaba de gritarme «¡Monstruo!» a pedirme de rodillas
que me quedara con ella.
«¿Quién era así de insoportable y dramática?», le pregunté una vez al comienzo del
tratamiento. Pensó unos segundos, y respondió: «Mi mamá.» «Vamos a tener que
exorcizarte», le dije, con una sonrisa, «para descubrirte».
Para molestarme, se levantaba a cada rato para usar el teléfono, para no comunicarse
con nadie. Un día me levanté y le grité que cortara. Con cara de odio me agarró de los
pelos. Sin tamizar mi odio en la contra-transferencia, le hice lo mismo. Curiosamente, ese
aparente disparate terapéutico se transformó en una experiencia lúdica inédita y
enriquecedora, donde ella se permitió reír. Esto marcó un hito en la estructuración de su
Yo. Allí descubrimos que Violeta se había sobre-adaptado a partir de la ida de su abuela.
Siempre se había arreglado sola y nunca jugó con muñecas ni con nadie.
Violeta ya no pide sino que habla de las cosas conflictivas de la vida que nos involucran
a todos y, de vez en cuando, al resurgir aquella voz gangosa y demandante, me mira,
pícara, y me dice: «Volvió mamá, pero ya se va.»

Mitre, María Elisa [2000]: Inédito.


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