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AMRITSAR - VARANASI

Mi peregrinaje por tierras indias toca a su fin. No así el viaje, que proseguirá dentro
de muy poco por otros derroteros; más lejanos, más ignotos, apenas hollados por el turismo
hasta hace dos décadas, y cuya premonición me llena de entusiasmo y de ardor ante lo
desconocido... Pero de Myanmar —de lo poco que sé de este país— ya hablaré en el siguien-
te episodio. Pues debo ahora ocuparme con el merecido detenimiento de dos ciudades úni-
cas y extraordinarias, y que han sido —o están siendo— el formidable colofón de mi viaje
por la India. Es una de ellas, Amritsar, el más sagrado bastión del sikhismo, como la otra, Va-
ranasi, lo es del hinduismo. He llegado a pensar, en los últimos días, desbordado como he
estado ante tamaño alarde de santidad, sublimidad e imaginería religiosa, que sufriría algo
así como un síndrome de Stendhal a lo místico.
Amritsar es una ciudad situada en el estado del Punjab, calurosa y bulliciosa como
cualquier otra ciudad india, pero que cuenta entre sus tesoros —porque tiene más de uno
escondido— con una verdadera joya engastada en mitad de la ciudad vieja, y cuyo brillo
atrae a miles de peregrinos de todo el país y de otras partes del globo. El templo dorado de
Amritsar lo rodean un complejo de edificios que hacen las veces de hospicios, cocinas comu-
nitarias y otros servicios caritativos. Dentro del complejo se encuentra la llamada Piscina del
Néctar: un enorme estanque de agua verdosa y azulada, en cuyo centro flota un santuario
dorado unido a la tierra por un pasillo flotante. Su visión, en especial al caer la tarde, encoge
y apabulla. Y lo hace todavía más cuando todo el complejo está envuelto en los hipnóticos
cánticos y los suaves tamborileos que reverberan por los altavoces; y más aún cuando se lle-
ga al susodicho templo sin haberlo previsto en la ruta y sin tener, por ello, la más remota idea
de lo que allí aguarda. Una espera de media hora en la cola que recorre el pasillo flotante me
franqueó la entrada al santuario, en cuyo interior, formado de tres pisos, los oficiantes can-
tan, recogen las ofrendas de los fieles y rinden pleitesía al úndecimo y último gran Gurú del
sikhismo: el Granth Sahib, libro sagrado cuya lectura se lleva a cabo sin descanso durante
todo el día.

Los seis días que pasé en Amritsar los gasté casi por entero en el interior del templo:
paseando alrededor del santuario, meditando en el borde del estanque, comiendo en la coci-
na comunitaria y dormitando perezosas siestas a la sombra de los claustros. El interior del
templo dorado se convirtió para mí en un reducto de paz; y no solo por el hecho de que allí
dentro se ahogue el profano estruendo de los motores y los claxons... Tal vez fuera el estado
anímico en que me encontraba, caracterizable como de un cierto abandono —consecuencia
de saberme en las postrimerías de mi viaje por India—, o quizá tan solo efecto subyugante
del lugar. Sea como sea, allí dentro experimenté momentos de paz como nunca antes en el
viaje y muy pocas en mi vida. De algún modo, era como si allí dentro todo bastase, como si
todo estuviese concluido y cada cosa, de pronto, ocupase su lugar. Esta impresión la sentí
con especial viveza una tarde. Estaba sentado al borde del estanque, con los pies mojados,
arropado por una brisa cálida y sedosa, mientras observaba el despreocupado ir y venir de
los peces y rendía todo mi ser a la penetrante voz de la oración. En la entrada al templo me
habían regalado un racimo de uvas, y en aquel momento, allí sentado, me llevé una a la
boca. Y fue entonces, al derramarse en mi lengua el sabor de la uva, cuando tuve la intuición
de que aquel fruto era como la clave de bóveda del instante, la palabra inspirada que venía a
completar el verso natural y anónimo que, de pronto, se manifestaba en silencio ante mí:
como si ninguna otra cosa mejor que comerse una uva pudiera haber acontecido. Poco
después, al salir de aquella especie de arrebato estético, reflexioné que todo aquello se de-
bía a que la uva reunía en sí misma el resto de elementos que conformaban aquel mágico
escenario; como la fragancia de un jazmín contiene la quintaesencia del verano. Su color
verdoso reflejaba el turquesa del agua, su tersura la suavidad del nado de los peces, su dulce
sabor el gozo sosegado de los cantos y, por último, su forma y color como los de una esme-
ralda hacían un guiño sutil a esa otra joya que era el santuario en medio del estanque. Co-
merme aquella uva, que atesoraba en sí misma el universo circundante, se asemejaba, sote-
rrada y misteriosamente, a ingerir el templo dorado de Amritsar, a abrazar por completo
aquel momento y convertirlo, asimilándolo como un nutriente, en parte de mí mismo. No
suelo tener experiencias de este tipo, pues mi mente agitada es poco dada a la contempla-
ción —salvo la inducida por técnicas meditativas— y, además, poco propensa a darles crédi-
to. Por ello, he de confesar que casi me he planteado la posibilidad de honrar con un poema
la experiencia, en vez de describirla, como acabo de hacer, prosaica y cuasi racionalmente. A
lo mejor más tarde...
(Una vez me apunté a un taller de escritura por Internet. Los ejercicios eran del tipo:
escribir tres páginas con lo que os sugiera una noticia cualquiera del periódico, o un objeto
que tengáis a mano, o la última conversación telefónica que halláis mantenido... Se hace,
obviamente, para potenciar la creatividad. Lo que pasa, en mi opinión, es que esta es uno de
esos dones que, o se tienen, o no se tienen, como el ritmo en la música o la visualización en
la pintura. Y si no se tiene y se intenta hacer hablar literariamente a una voluta de humo de
cigarro, entonces salen las pedorretas mentales que hube de tragarme y comentar durante
los dos meses que duré en aquel curso. Imagino que el profesor de uno de esos talleres esta-
ría contento con lo escrito en el párrafo anterior: difícilmente se le sacaría más jugo a una
simple uva. Y esta digresión viene a cuento de que, en el fondo, no dejo de preguntarme
cuánto le debe aquella experiencia a la literatura, hasta qué punto ésta no solo la conserva y
la expresa, sino que la crea de donde casi no había nada, y cuánto de ella habría quedado de
no haberla pensado, interpretado y puesto en palabras. Esta posibilidad —la de que mi expe-
riencia sea en gran parte atrezo a posteriori o recuerdo poetizado— me arredra más bien
poco: pues tampoco nuestra vida sería nada si no nos la narrásemos, si no la interpretáse-
mos para darle una continuidad y una esencia a partir de la cual poder ser alguien. La vida,
como ya dije, le debe todo al lenguaje en que se expresa. Y conste que siempre he detestado
el tópico, tan extendido entre los escritores de hoy día, que identifica vida y literatura,
porque me sabe un poco a reduccionismo ramplón, como el del biólogo que quiere que to-
dos seamos un montón de células o el del bailarín que considera la vida una perpetua
danza... ¿Pero qué puedo decir, cuando echo la vista atrás para buscar mi vida y solo veo, en-
tre algunas imágenes deslavazadas, montones y montones de palabras?)
Siento gran simpatía por los sikhs, y su religión es una de las que más me han conmo-
vido e impresionado. No tanto por lo que se refiere a sus particulares creencias o a su filoso-
fía —de las cuales, por otro lado, sé muy poco—, o por su loable iconoclasia, que no rinde
tributo más que a un reducido número de históricos gurús, sino por el grado de compromiso
que fácilmente se observa en sus seguidores, y que en lugares como el templo dorado de
Amritsar se desborda en una caridad y humanitarismo sin precedentes. Y es que podría de-
cirse que el sikhismo es una religión eminentemente filantrópica. Hay en las inmediaciones
del templo una cocina comunitaria de dimensiones colosales, cuya perfecta maquinaria ali-
menta gratuitamente y a cualquier hora del día a miles de personas. Cuenta con una máqui-
na de chapatis que fabrica, según palabras de un joven sikh, diez mil piezas de pan al día... La
comida es sencilla: dhal —lentejas—, estofado de verduras y dos chapatis por cabeza. Pero
se puede repetir cuantas veces se quiera y el servicio, aun siendo desinteresado —o tal vez
por eso mismo—, haría que muchos restaurantes convencionales agachasen la cabeza
avergonzados. En los patios exteriores, centenares de sikhs —y algún que otro viajero carita-
tivo— trabajan recogiendo las bandejas usadas, lavándolas y almacenándolas para un nueva
e inmediata colación, todo ello a un ritmo frenético y sin pausa. Incluso desde las calles
cercanas al templo puede oirse, como si se tratase de una cascada de chatarra, el estrépito
metálico de las bandejas y los vasos: el atronador motor de la industria del altruismo.
He comido allí unas cuatro veces, en parte por curiosidad y prurito de viajero y en
parte, lo admito, por ahorrarme unas rupias. Y estando allí, sentado en el suelo, entre hileras
e hileras de personas de etnias, religión y extracción diversas, me he preguntado más de una
vez, no sin cierta malignidad, cómo reaccionaría en un lugar así uno de aquellos maestros de
la sospecha a los que ya metí en vereda en un episodio anterior. Trato de imaginarme cómo
sería la cara de la Maestra si observara a un diligente mozo pasar corriendo junto a ella, y con
máxima precisión volcara sobre su bandeja un cucharón de lentejas sin aguardar si quiera
una mirada de agradecimiento o una simple propina. ¿Qué tortuosos argumentos habría
engendrado su cerebro para justificar aquel error en la sociedad, aquella flagrante contra-
dicción, aquella fisura en su mapa del Kosmos? ¿Huiría de allí, incapaz de ingerir aquellos do-
nes de procedencia inexplicable, y se abrazaría desconsolada, como si de un áncora de salva-
ción se tratase, a una de las muchas cajas para donaciones repartidas por el templo,
buscando en ella la necesaria explicación? ¿Y sufriría, al ver que nadie la apedrea para que
eche en ellas una sola rupia, un colapso nervioso, tras lo cual abandonaría definitivamente el
complejo, murmurando para sí que en algún sitio estará el truco? ¿U ocurriría más bien que,
antes si quiera de ponerse en pie para marcharse, se disolvería como aquel fantasma de
Rewalsar, al no encontrar apoyo a su kármica tendencia, la de descubrir en todas partes la
mano negra de la avaricia humana?

***

Más o menos coincidiendo con mi llegada a Amritsar decidí retomar en serio la medi-
tación. No es que la hubiera abandonado del todo, pero sí había descuidado notablemente
su regularidad. Y esto se debe, en gran parte, a que en los últimos meses he estado envuelto
en un dilema sobre la conveniencia, en lo que que a mi situación particular se refiere, de di-
cha práctica. No obstante, el contacto con Kenpo —aquel monje budista que conocí en
Rewalsar y que quedó relegado al taller de piezas repuesto—, y más concretamente un hala-
gador comentario sobre mi potencial meditativo, me sirvió como acicate para retomarla,
aunque el mencionado dilema continúe, en parte, irresoluto. No tengo espacio aquí para en-
trar en profundidad en los rifirafes que me traigo con la meditación, así que lo resumiré en
forma muy breve: creo que la meditación es útil para alcanzar un sano balance entre el
cuerpo y la mente, y para despejar ésta de la incesante corriente de pensamientos mecáni-
cos y, a veces, obsesivos, que la asedian; todo lo cual viene de maravilla para el desempeño
eficiente de las tareas diarias, máxime cuando dichas tareas involucran, como es mi caso, a la
concentración y al intelecto. No obstante, creo que jamás debería emplearse la meditación
con fines “espirituales”, si por tal cosa entendemos algún tipo de revelación o iluminación de
orden transpersonal. Y esto no se debe únicamente al hecho, por otro lado discutible, de que
tales experiencias sean, a decir de muchos, de dudosa credibilidad, sino sobre todo a que,
como afirman reiteradamente los preceptores en dicha materia, colocar en el futuro —es de-
cir, como meta— un logro que en su más alta expresión supone la cancelación del tiempo y
el despertar al presente, es una contradicción insalvable. Y sobre este punto en concreto, el
del tiempo y su relación con la mente y la meditación, es de lo que me dispongo a hablar
ahora. Aviso desde ya que lo que sigue a continuación es una considerable parrafada, solo
aconsejable para los muy interesados en la meditación. Al resto le sugeriría saltar directa-
mente al siguiente capítulo.
Ramana Maharshi distingue tres fases en la sadhana o disciplina espiritual: la intro-
versión de la mente, la perseverancia en la práctica —o la sadhana propiamente dicha— y,
por úlltimo, la autorrealización del ser o estado de sahaja.
La introversión de la mente significa la vuelta de esta hacia dentro. Implica que uno ya
no se ocupa tanto de las situaciones externas como de los propios pensamientos que estas
suscitan. Esto proviene, en el fondo, de la intuición de que no existe una situación intrínseca-
mente separada del pensamiento. Comienza, pues, a prestarse una mayor atención a su di-
námica: a sus ciclos, a su naturaleza y, sobre todo, a su efecto sobre el ánimo y el bienestar
de la persona. La introversión puede ocurrir de varias maneras: bien por la instrucción recibi-
da externamente de un maestro, bien por una situación particular de la vida —en especial
crisis y traumas en los que el pensamiento se desboca, llevando a la certeza de que él mismo,
y no los llamados hechos, constituyen el problema—, o bien por una mezcla de ambas. La
persona que está presta a la introversión tiene ya la sospecha de que todas las producciones
de la mente —valoraciones, deseos, temores y anticipaciones—, no son más que imagina-
ción alimentada por la memoria, necesariamente estrecha como lo es su punto de vista per-
sonal y, por ende, pura fantasía de la que es preciso librarse a fin de ver la realidad.
Dentro de todos los aspectos funcionales de la mente, especial mención merece la di-
námica por la cual ésta anticipa y proyecta hacia el futuro. La persona en la que está dando
comienzo el proceso de introversión se da cuenta de que la mente solo puede imaginar algu-
na variante de lo que ya posee en su memoria, con la consecuente limitación que esto supo-
ne. Y se intuye, asimismo, que detrás de todo lo que la mente estima y propone como desea-
ble —prosperidad, seguridad, amor, éxito o fama— no brilla sino el reflejo de una perfección
y una totalidad inalcanzables, una utopía en constante retirada, y esto no tanto por el hecho
de que tales atributos cuasi divinos no puedan darse en un mundo esencialmente mudable,
sino por ese otro hecho —mucho más dificil de aceptar— de que dicha plenitud existe ya en
todo momento sin necesidad de hacer nada. Pues una plenitud que da comienzo en algún
punto del tiempo no puede, por definición, ser tal plenitud.
La consecuencia más importante de esta introversión, de esta inquiriente observación
de los pensamientos, es, como ya he dicho, la comprensión del proceso mental por el cual la
memoria se proyecta, en forma de deseo, hacia el futuro. A esta dinámica la llamó Heideg-
ger, en un contexto muy distinto, la Sorge. Esta palabreja alemana es traducida por algunos
como cura o cuidado, pero yo la dejaré sin traducir puesto que tales términos pueden dar lu-
gar a más de un equívoco. No resulta extraño que Heidegger encontrase en la Sorge nada
menos que el ser más propio del hombre: su movimiento esencial más íntimo. Y es que, si
uno mira con atención, se dará cuenta de que el mundo consiste, básicamente, en un mon-
tón de individuos que se afanan en coger lo que ya tienen —memoria del pasado—, reconfi-
gurarlo según algún criterio personal y lanzarlo hacia el futuro en forma de proyecto. Este
procedimiento, que involucra tanto al pasado —en forma de memoria, por inmediata que
sea— como al futuro —el proyecto—, es nada menos que el motor del mundo: aquello que
hace que exista lo que conocemos como tiempo. (No creo que sea necesario discutir aquí el
hecho de que el tiempo es siempre relativo a una conciencia, y que la idea de un tiempo ab-
soluto y exterior al individuo —es decir, independiente por completo de la Sorge— fue ya
desmontada por hombres como Einstein o Kant. No es casualidad, por tanto, que también el
budismo identifique el deseo como la raíz y el motor del tiempo. En realidad, tanto el
existencialismo como el budismo o el vedanta entienden al sujeto humano como tiempo o
proyecto —o proceso, si se quiere—, con la notable diferencia de que estos últimos niegan,
de entrada, la existencia de tal sujeto imaginado y, por ende, del tiempo. La realización a la
que aspiran supone, “simplemente”, percatarse de este hecho.)
Una vez que el aspirante se ha percatado de la falsedad y estrechez inherentes al pen-
samiento basado en la memoria —también llamado egoico— y a sus anticipaciones, y de que
este tipo de pensamiento supone en sí mismo la causa de su sufrimiento —que ya no se
achaca a un supuesto mundo externo separado de su conciencia—, da comienzo la segunda
fase. Esta consiste en la práctica perseverante en algunas de las disciplinas prescritas, y cuya
finalidad no es otra que el cese del pensamiento egoico y, muy especialmente, de la febril di-
námica de la Sorge. Esto que suena tan complicado puede resumirse diciendo que la finali-
dad de la práctica es la de vivir únicamente en el presente, sin ser arrancado de él por ningu-
na configuración mental acerca de lo pasado o lo venidero.
Mi propia experiencia en este campo me hizo darme cuenta de un hecho notable y
curioso. Al principio, uno trata de deshacerse de los pensamientos mecánicos y de las antici-
paciones apartándolos de su cabeza o reemplazándolos por otros. Pero este proceder activo
solo consigue alentarlos más aún, porque de algún modo se les es está dando más atención
de la que, como meros fantasmas que son, se merecen... Muchas veces, luego de haberme
propuesto mantener la cabeza libre de intrusos, me descubría a mí mismo saliendo de un
larguísimo monólogo que, como un trance, acababa de poseerme durante largo rato. ¿Cómo
era posible que, minutos después de instarme a mantener la mente clara y centrada en el
momento, me dejase asaltar de nuevo por la corriente de pensamientos? ¿Y cómo era posi-
ble que ni siquiera me diera cuenta de ello hasta haber salido del trance? Caí en la cuenta,
reflexionando sobre ello, de que cuando un pensamiento de gran contundencia asalta al indi-
viduo, no lo solo le posee le obliga o a prestarle toda su atención, sino que antes de ello
golpea su cabeza con una cachiporra hasta dejarlo inconsciente, de forma que nada ni nadie
se entrometa en su ridícula y solitaria exhibición. Quiere decir esto, ni mas ni menos, que
mientras ocurre un pensamiento, del tipo que sea, solo hay en la conciencia ese pensamien-
to, y nunca un individuo que haga las veces de controlador de la corriente y que pueda, por
tanto, detenerla a su antojo. Y esto, como se comprenderá, conduce a una situación harto
desesperada, pues puede decirse, por raro que suene, que la corriente de pensamientos fun-
ciona de forma totalmente autónoma y que no hay nada externo a ella que pueda detener-
la... En una palabra, y parafraseando a Hume: existen pensamientos, pero no un pensador. Y
cualquier pensador que se señale con el dedo solo podrá encontrarse en la propia corriente
de pensamientos. Así, decir que Andrés controla sus pensamientos, no es más que otro pen-
samiento, y pretender que un pensamiento controle al resto de pensamientos es tan absurdo
como pretender que una gota de agua detenga la cascada en la que se encuentra...
Siendo así, ¿existe alguna salida? ¿hay alguna forma de controlar el flujo de concien-
cia y dejar de ser un guiñapo a merced de sus oleadas? La distintas escuelas cuentan con mu-
chas disciplinas, pero las más importantes, el común denominador de todas ellas y, en mi
opinión, las realmente efectivas son la meditación y la presenciación. Ambas no son sino el
mismo perro con distinto collar, con la distinción de que la primera es una práctica delibera-
da en posición de sentado, y la segunda es más bien una actitud que ha de mantenerse en
todo momento. Se trata, en ambos casos, de permitir, con total desapego, que cualquier
pensamiento, emoción o movimiento de la mente surja libremente ante uno. Esta observa-
ción tranquila y desapasionada implica, para sorpresa del practicante, el cese parcial o total
de dicho flujo de conciencia, lo cual se explica porque, al convertirse en mero testigo u ob-
servador de lo que acontece en su mente, no le presta ya energía a dichos fenómenos, los
cuales mueren nada más nacer por no encontrar apoyo, por no hallar a nadie que los reciba
y los aliente. Realmente, lo único que uno puede hacer en esta peculiar empresa es asumir el
carácter autónomo del pensamiento —de todos los pensamientos—, y limitarse a posicionar-
se como testigo, negándose a prestarles energía y de ese modo reducir su fuerza hasta apa-
garlos. Sobre la teoría de este aspecto tan particular —por otro lado bastante árida— no me-
rece la pena seguir hablando; existen miles de libros dedicados a la meditación, y lo realmen-
te importante es la comprobación empírica a través de la práctica.
La adquisición del estado de sahaja, también llamado jnana o autorrealización del ser,
es la meta de toda sadhana. No obstante, cualquier maestro observaría que nunca debe en-
tenderse tal estado como algo que deba ser alcanzado, pues, como ya se ha dicho, sahaja
conlleva la supresión del tiempo, y llegar a él no requiere moverse un solo ápice de donde
uno se encuentra precisamente ahora. Como dice Nisargadatta: “la distancia hacia uno
mismo es tan corta que no hay espacio para un camino”. Este tipo de afirmaciones pueden
irritar a más de uno, pues evidentemente se ha estado hablando hasta ahora de una práctica
con prescripciones muy concretas, la cual no puede realizarse sino en el curso de un segmen-
to de tiempo. Sin entrar más profundamente en esta cuestión tan resbaladiza, lo zanjaré di-
ciendo que cualquier sadhana dura exactamente el tiempo que uno necesita para salir de la
ilusión del tiempo, o sea: para dejar de dar realidad a la ideación sobre el pasado y a la fanta-
sía sobre el futuro. (Más de uno argüiría aquí que, si bien es admisible considerar el futuro
como fantasía, no así ocurre con el pasado, del cual tenemos constancia mediante la memo-
ria. Esta cuestión requeriría por sí sola de un análisis aparte; no obstante, me conformaré
con decir que, por mucho que se proteste, nadie ha visto jamás el pasado sino como mera
producción de imágenes mentales que tienen lugar, siempre y cada vez, en el más radical
presente. Y por otro lado decir que el estado de sahaja no prescinde por completo de la me-
moria, sino que hace un uso de ella exclusivamente funcional, adecuado al momento, sin
permitir jamás que actúe como lastre sobre el presente. De igual modo que no reniega por
completo del futuro, como explicaré más adelante.)
Así pues, el estado de sahaja supone la desactivación del discurso egoico y, con él, el
cese de la Sorge. El movimiento mecánico y reiterativo por el cual el individuo coge trozos de
su memoria y recompone un futuro hacia el cual se esfuerza, se detiene por completo. Se lle-
ga, así, adonde siempre se ha estado. El jnani o realizado vive en una absoluta apertura al se-
r-presente, sin rémora alguna de la memoria, en suspensión total del juicio —epoché—, en-
tregado sin resistencia alguna a cualquier cosa que traiga la vida igual que una hoja movida
por el viento. Esto no supone, paradójicamente, caer en la indolencia de quien no tiene moti-
vación alguna; pues de hecho, y aunque pueda sonar de nuevo irritante y contradictorio, el
estado de sahaja no excluye la posibilidad de llevar a cabo proyectos: la única diferencia es
que tales proyectos, caso de presentarse con el imperativo necesario para movilizar a un jna-
ni, no se toman como algo personal, ni se coloca en su consecución una supuesta y fantasio-
sa consumación del bien de la persona; porque se ha arribado a la inamovible certeza de que
dicha consumación no puede hallarse más que en lo que es ahora. Esto implica que, caso de
acometerse un proyecto con vistas al futuro, la atención estará intensamente focalizada en la
tarea a realizar en el momento, sin que uno de los ojos se escape continuamente para mirar
hacia el futuro y atisbar los jugosos frutos que, como recompensa, le aguardan.
Este morar en lo inhóspito que supone la total ausencia de asideros, razones y planes,
este Lila o Juego Cósmico en el cual vive quien se atiene, sin amparo, sin deseos y sin temo-
res, al más radical presente, es la condición de posibilidad para que se manifieste la faz más
auténtica y sorprendente de la Realidad, para que la vida regale sin restricciones lo mejor de
ella misma. Volviendo a Nisargadatta: “a nadie que sepa lo que quiere puede ocurrirle algo
valioso, pues la mente no puede imaginar nada realmente valioso”. Y es que valioso no pue-
de ser lo que la mente, a partir de la memoria, se imagina como deseable, sino aquello que
está aquí y ahora, lo que es impredecible y real: Aquello Que Es.
Se habrá observado que esta breve introducción a la sadhana o práctica espiritual no
ha hecho apenas uso del concepto, tan habitual por estos lares, del ego. ¿Todo este rollo de
la meditación no iba de matar al ego y deshacerse de las falsas etiquetas e identificaciones?
Por supuesto. Lo que ocurre, sencillamente, es que el ego o sujeto puede entenderse desde
un punto de vista espacial —como cosa— y desde otro temporal —como proceso—. El punto
de vista espacial coincide a grosso modo con el ego cartesiano, del que aquí no se ha hecho
mención, es decir: la mente en oposición al mundo material, el sujeto frente al objeto, la per-
sona frente al mundo. De someter este sujeto a la deconstrucción budista o vedántica la ex-
posición habría estado sesgada de muy distinto modo: habríamos hablado de no-separación,
de no distinción entre yo y el otro, de identidad esencial entre sujeto y objeto y de abolición,
por tanto, del espacio. No obstante, he preferido enfocar al sujeto desde el punto de vista del
existencialismo, es decir, como proyecto o proceso, para acentuar así su dimensión temporal
y tener una mejor plataforma desde la que poder relacionar la Sorge con las sadhanas
prescritas por diversas escuelas, haciendo ver que éstas consisten, en el fondo, en la desarti-
culación de dicha dinámica y, por tanto, en la “supresión” del tiempo y el despertar al pre-
sente.
Por supuesto, cualquier sadhana conlleva tanto la supresión del espacio como del
tiempo, impugnando a la vez al sujeto como cosa y al sujeto como proceso. Lo que ocurre es
que, mientras que la abolición del primero se manifiesta como no distinción entre sujeto y
objeto —el famoso tú eres eso—, la supresión del segundo tiene lugar, más bien, como la au-
sencia de discriminación entre lo considerado aceptable e inaceptable, en el sentido de
aquello que favorece o frustra el proyecto. Y de ahí que habitualmente se caracterice al jnani
como carente por completo de preferencias personales, no obligado a tomar un determina-
do camino que escoja entre esto o aquello, ya que ningún paso en falso puede frustrar un
proyecto que consiste, simplemente, en habitar el ahora. En última instancia, este tiempo del
que es preciso librarse y el sujeto en sentido espacial —o el ego— son idénticos, y salir de la
ensoñación del tiempo supone, asimismo, superar al sujeto como cosa. En el presente, senci-
llamente, no hay nadie.
***

«Hay en el estado indio de Uttar Pradesh una ciudad tan vieja que en ella ya todo se
ha dicho alguna vez. Algunos poetas la comparan con un antiguo sabio que rumia en silencio
sus recuerdos, incapaz de producir novedad alguna. En dicha ciudad, árboles sin edad con los
troncos mellados de oscuras inscripciones extienden sus raíces sobre el empedrado de un la-
berinto de calles que nadie sabe quién pudo concebir, y en dicho laberinto hay escaleras a las
que el roce de las sandalias ha acabado por transformar en cuestas que las vacas se niegan a
descender. Se ha dicho con razón que el famoso aforismo de Heráclito no tiene validez en su
río, porque en un tiempo tan largo se repiten incluso las corrientes y los hombres. Este río es
aún más antiguo que la urbe, y ni los dioses más venerados del país han de atender tal canti-
dad de plegarias. Milenarios templos y abigarrados palacios de cúpulas rojizas lo flanquean a
lo largo de varios kilómetros, y sus aguas arrastran, desde tiempos que se hunden en los si-
glos, la impureza y la zozobra de quienes bañan sus cuerpos en ellas. Si uno las observa dete-
nidamente, se da cuenta de que forman un remanso al entrar en la ciudad, como si de algu-
na forma tomaran conciencia de surcar lecho sagrado y ajustaran su ritmo al lento fluir de
Benares.»

La cita anterior proviene de un cuento mío —recientemente publicado en la colección


de literatura viajera Mambo Poa—, y que se titula, en alusión al nombre primitivo del lugar,
La ciudad de la luz. Dicho relato nació de mi primer viaje a la India y de la experiencia que su-
puso mi descubrimiento de Varanasi. El tono pomposo y de alabanza que rezuman sus líneas
habla sobradamente de la huella que dicho lugar dejó en mi recuerdo, y que ha estado azu-
zándome con más o menos saña durante todos estos años.
Durante los dos últimos meses he estado acariciando la idea de pasar allí una o dos
semanas, pues todas las veces en que he estado anteriormente han sido por unos pocos días
y, además, acompañado —con mi madre en este viaje, con una amiga en el primero—, por lo
que no me fue posible explayarme con todo el tiempo y la tranquilidad deseadas. Finalmen-
te, he visto mis deseos cumplidos y he pasado en Varanasi los últimos ocho días de mi estan-
cia en India. Y ahora, curiosamente, no me siento particularmente inclinado a emprender
una descripción elaborada de la ciudad, ni a prodigar encomios sobre la solemnidad de sus
templos, sobre su pavorosa antigüedad —compite con Shangai y Jerusalem por el puesto de
ciudad viva más antigua del planeta— o sobre el increíble, colorido y subyugante carnaval de
pintoresquismo al que se asiste al callejear por la la ciudad vieja. Esta dejadez por mi parte
no se debe a que mi estancia allí haya resultado decepcionante, pues de hecho viví con gran
excitación los tres primeros días y, al igual que mi alter ego del relato, “paseé buscando adje-
tivos e imaginando metáforas que no conseguían apenas plasmar un ápice de mi
fascinación”... Las razones por las que no voy a estrujarme el cerebro tratando de plasmar
aquí la esencia de Benares —otro de los muchos topónimos de la ciudad, tan misteriosamen-
te adecuado que pone en tela de juicio cualquier teoría convencionalista sobre los signos
linguísticos— son numerosas y complejas y constituirán el grueso de cuanto diré a propósito
de Varanasi, antes de pasar sin más reparos a otra cosa. La primera razón, y también la de
más peso, es que resulta imposible hacer justicia mediante la literatura a un lugar así, y el
único intento serio que he llevado a cabo dio lugar a un relato inevitablemente fantasioso
que se encuentra a disposición de cualquiera. En segundo lugar, porque en estos momentos
me encuentro en la puerta de embarque de un aeropuerto, esperando mi vuelo a Yangon, y
apenas he dormido cinco horas por culpa del insoportable estruendo de la calle de mochile-
ros Khao San Road de Bangkok —que debería más bien llamarse Kaos San Road—, de mane-
ra que podría decirse que el momento presente no se presta a la labor. Y en tercer y último
lugar, porque si bien mi estancia ha sido, en general, muy agradable y ha supuesto sacarme la
espina clavada de Varanasi, no es menos cierto que los tres últimos días, con la mente más
en Myanmar que en la ciudad de Shiva, he acusado un ligero empacho de la ciudad, de las
muchedumbres de yoguis y santones, de las continuas y abarrotadas ceremonias, e incluso
de aquel “purpúreo exotismo de la India” al que me refería con entusiasmo en la primera en-
trega de este diario, y que se halla en Varanasi más presente que en ningún otro lugar del
país. Pero si hay algo que realmente ha colaborado a forjar este postrer sentimiento de
empacho, es sin duda la cantidad de chusma que pulula por los ghats, acosando sin mira-
miento alguno a viajeros y turistas y haciendo oídos sordos a cualquier tipo de negativa, ya
sea ésta educada o furibunda. A día de hoy —y a diferencia de hace seis años, al menos en lo
que respecta a mi memoria—, resulta imposible para un occidental pasear por el ghat sin
que se le acerque una media de cinco o seis personas; bien sea para ofrecerle tramposamen-
te la mano y hacerle un masaje por la fuerza, para venderle ofrendas y chantajearle con el
cuento de que no ha de ponerse precio a la salud de los familiares o, lo peor de todo, para
venderle algún tipo de narcótico, cuyos nombres susurran por lo bajini, arrastrando viperina-
mente las eses como tentadoras serpientes de paraísos artificiales, con el mismo aire de uno
de esos camellos de película de los setenta que te regalaban la primera dosis y metían droga
en los caramelos... No voy a entrar en valoraciones morales acerca del uso y abuso de estu-
pefacientes, lo cual, por otro lado, exigiría una clara diferenciación entre sustancias y modos
de empleo —siempre y cuando quiera uno ser objetivo y no caer en la candidez de aquella
madre de no sé qué leyenda urbana, que temía que su hijo anduviese por ahí “fumando
LSD”—, y porque sospecho que mi opinión disgustaría tanto a sus detractores como a sus de-
fensores... No obstante, sí voy a decir que esa gentuza que atesta Varanasi, engendros híbri-
dos entre la figura arábigo-oriental del mercachifle cojonero y el camello embaucador de
nuestros suburbios, está reventando su propia ciudad, a base de exigir de uno más atención
y energía que cualquier otro templo, estatua o atracción callejera. Y por otro lado, que haya
opio o hachís en la India puede tener algo de aquel oscuro romanticismo colonial que se nos
vende en el cine y la literatura; pero que Varanasi, el gran regalo de Shiva a la humanidad, se
convierta en un hangar de la cocaína o el speed estilo Miami —que será todo lo que quiera
menos un regalo— me parece ya mezclar agua con aceite y el colmo del multiculturalismo...

***

Hablando de multiculturalismo, me gustaría llamar la atención del lector sobre la foto


que adorna el anterior capítulo. La tomé una tarde, en uno de los ghats de Varanasi. Por
algún motivo poco claro, aquella escena atrapó mi interés mientras caminaba y decidí foto-
grafiarla, con la suerte de que aquel hombre decidió ajustar el canal o el volumen del televi-
sor justo en el momento del clic, dotando a la imagen de gran viveza y expresividad. Más
tarde, mirando la foto, entendí qué era lo que había llamado realmente mi atención: caí en la
cuenta de que había en ella un contraste entre la mitad inferior y la superior, y en el cual se
reflejaban los dos mundos que conviven hoy día en la India: el mundo tradicional de los mi-
tos y los dioses y el mundo material de la tele y la cocacola. Y esta pacífica convivencia de lo
sagrado y lo profano, esta mezcolanza entre la dignidad religiosa y el más prosaico gozo, que
tan bellamente se metaforiza en la foto, me hace pensar de nuevo en un concepto que he sa-
cado a colación al menos dos o tres veces en este diario, pero siempre de forma tangencial y
sin ahondar en ello como se merece. Me refiero a la idea de la vida como juego; lo que los
hindúes y los vedantinos llaman Lila. Para representar esta idea, el mito nos muestra al dios
Brahma antes de la creación, en su más absoluta y monista soledad, el cual, con el objeto de
salir de su eterno sopor, decide auto-olvidarse y prodigarse en un sinfín de seres a través de
los cuales juega incesantemente al escondite consigo mismo; buscándose, re-encontrándose
y perdiéndose de nuevo entre la arborescencia de las formas. La comprensión del mundo
como juego, o la toma de conciencia de Brahma de su propia y alucinante broma, es lo que
se llama Nirvana en el Samsara, o la iluminación en medio de la ilusión, tras la cual prosigue
el juego sin un ápice de temor. Es también lo que más arriba y a cuento de la meditación lla-
maba estado de sahaja, y del cual puede considerarse lo que sigue un complemento y un in-
tento prudencial de exposición.
Leí no hace mucho en un relato de Rosa Montero un acertado giro literario que que-
dó grabado indeleble en mi memoria, probablemente por razones parecidas a las que reparé
en la escena de la foto. Decía algo así como... orgasmos que explican el mundo. Con ello ve-
nía a referirse a uno de esos momentos sublimes que aparecen de vez en cuando en la vida,
y que parecen justificar por sí solos todos los errores, las penurias y las contrariedades. Por
breves que sean, dichos acontecimientos gozosos parecen explicar la existencia del mundo y
lo redimen de su insustancialidad. Y por la misma razón que dicho orgasmo da sentido al
mundo, no depende en absoluto de él. Dicha vivencia se basta a sí misma, no debiéndose a
causa o finalidad alguna, sino que se sostiene y auto-explica por su mera existencia, por el
gozo que depara, por su autenticidad y valor más allá de toda duda. Desde hace tiempo me
acucia intensamente la cuestión —fácilmente rastreable entre las páginas de este diario, para
quien sepa leer entre líneas— de qué tipo de actividad humana, qué experiencias vitales son
de un calibre tal que se puedan considerar como aquel orgasmo; tan verdaderas, autosufi-
cientes y valiosas; en otras palabras: dignas de toda una vida que es en su mayor parte sufri-
miento. Si uno mira con atención, se da cuenta de que la mayoría de las actividades llevadas
a cabo por las personas están, bien provocadas por una causa anterior, bien motivadas por
una finalidad ulterior, pero muy pocas de ellas hechas solo por sí mismas. Si se le pregunta a
alguien por qué trabaja, dirá que lo hace para ganar dinero, y si se le pregunta que para qué
quiere el dinero, dirá que lo necesita para poder vivir su vida. Si se le pregunta que para qué
va al mercado, dirá que necesita comida para poder vivir su vida. Si se le pregunta que por
qué va al médico, dirá que tiene tal o cual achaque, y que necesita curarse para poder seguir
viviendo su vida. Si se le pregunta que para qué quiere pareja, dirá que para poder compartir
su vida; o para tener un hijo que pueda, a su vez, tener su propia vida. Parece ser que todo lo
que hace se destina a poder vivir, pero nada de lo que hace es vivir. Igualmente, los gober-
nantes se afanan en que todo funcione como debe para que los ciudadanos puedan vivir sus
vidas; pero luego resulta que esos ciudadanos son médicos, abogados, profesores, policías o
tenderos; cuya labor principal en la vida consiste en que los demás puedan, asimismo, vivir
sus vidas... Y al final esto parece como una de esas bóvedas en las que cada pieza aguanta a
las demás, sin que pueda identificarse parte alguna de la estructura que constituya su razón
definitiva. La pregunta que surge entonces es la siguiente: ¿dónde está la actividad en qué
consiste lo que la persona llama la vida? Ocurre que, por mucho que miremos, solo vemos
acciones que están orientadas y subordinadas a una vida que no se encuentra por ninguna
parte.
No pretendo aportar nada realmente novedoso a un tema que ya ha sido tratado por
tantos pensadores, sino únicamente hacerme eco de la visión o la respuesta que perso-
nalmente considero más madura de cuantas ha dado la humanidad. Ya los griegos se pregun-
taban con tesón por “la actividad más propia del hombre”, a lo cual respondieron que se tra-
taba de la actividad racional del conocimiento; y el Romanticismo erigió ideas tales como el
Sentimiento o la Razón en bienes últimos a los que debía aspirar el hombre: aquel Infinito
que trata de materializarse en lo Finito. Otros, como Schopenhauer o el budismo, negaron
toda finalidad a la vida y afirmaron que la única obra digna del hombre es poner fin al deseo
y la voluntad —la detención de la Sorge—. La diferencia entre la visión del alemán y la de
aquel Oriente que tanto le inspiró es que aquel no llegó a ver luz alguna más allá de la deten-
ción de la voluntad, y de ahí su conocido pesimismo, mientras que el budismo, el vedanta o
el taoísmo comprendieron que es precisamente negando al mundo su finalidad como se rea-
liza su verdadera esencia, que como me propongo explicar no es otra que la del juego. Pero
esto precisa, obviamente, de algunas matizaciones.
Antes he mentido a sabiendas. He dicho que, si analizamos atentamente la vida de
una persona, no encontramos la vida por ningún lado. Esto no es completamente cierto,
pues existe una actividad que he omitido adrede en la enumeración de ejemplos y que sí
puede considerarse intrínsecamente valiosa y autosuficiente: se trata, como ya se habrá adi-
vinado, de la actividad lúdica en su más amplia acepción. El ocio, el sexo, el arte o el gozo
estético son a menudo la razón de vivir de muchas personas, aquello hacia lo cual apuntan
cada una de sus demás labores y lo único capaz de justificar el sacrificio del trabajo. Debería
aclarar que me estoy refiriendo aquí exclusivamente al mundo laico; pues de tener en cuenta
también a aquellas personas auténticamente devotas del cristianismo, deberíamos incluir en
la lista de bienes la futura recompensa de un Más Allá en forma de vida ultraterrena, la cual
no solo justifica cualquier penuria, sino que resta importancia incluso al gozo estético y lúdi-
co tan caro al resto de los mortales. Se trata, de todas formas, de lo mismo: pues en ambos
casos se está parcelando lo que se supone es la vida verdadera, divorciándola de aquella otra
pseudo-vida cuya única razón de ser es la de hacer de puente hacia la otra. En el primer caso,
la falsa vida del trabajo nos garantiza la vida del ocio; en el segundo caso, la falsa vida en la
tierra nos garantiza la vida en el Cielo.
Así pues, podría aventurarse que tanto la visión oriental como la occidental coinciden
en un punto, pues ambas consideran la actividad lúdico-estética como la más real y desea-
ble: aquello en que consiste propiamente la vida. La diferencia está en que, como ya he di-
cho, mientras que el occidental designa determinadas actividades como auténticas en me-
noscabo de otras, el oriental, más influido por la visión mística del budismo, el taoísmo y el
vedanta, considera que toda actividad es en el fondo parte de un divino y gigantesco juego.
La visión místico-oriental no coloca el fin último —el gozo sustentador del mundo— ni fuera
del mundo profano, como un Más Allá o vida ultraterrena, ni dentro de éste, como una acti-
vidad determinada hacia la cual todas se orientan. Pues ha comprendido que tal cosa es si-
nónimo de vivir esclavizado, de vivir la vida con cuentagotas, y que la única manera de vivir
plenamente es extender a todo instante lo que el occidental, movido sin duda por una intui-
ción genuina pero incompleta, relega a sus horas de gozo. Lo más extraño y fascinante es que
a esta comprensión solo se llega negando previamente todo propósito a la vida, y no solo en
un sentido místico o trascendente —el del Más Allá—, sino muy especialmente en aquel otro
mucho más profano: el de los sueños y las ilusiones, esa parte de la vida considerada más
verdadera —¡esto es vida!—, aquello que el occidental denomina razones para vivir y que le
hace movilizarse cada día. Solo existe un estado en el cual barrunta el hombre común la radi-
cal ausencia de sentido de la vida, y es ese sopor claustrofóbico del que no lo sacan ni el ocio,
ni el placer ni la compañía de los otros; cuando la indecisión y la desánimo bloquean toda sa-
lida del aburrimiento. Solo entonces, en esa angustia esencial del qué hago ahora, atisba di-
cho hombre el rostro del sin sentido: un vacío que, por pavoroso que pueda resultar, ha de
afrontarse como previo pago a la entrada en el Juego.
La asunción plena y serena de este vacío, este negarle sentido al mundo, se traduce,
en la práctica, en dejar de actuar con vistas al futuro y en empezar a saborear cada momento
sin etiquetarlo como deseable o indeseable, como ingrato o gozoso. Una vez asumido que no
existe tal cosa como la vida verdadera, que el mundo carece de un propósito determinado ya
sea aquí o en la otra vida, entonces solo queda vivir anclado en el presente, sin esperar fruto
alguno de las acciones y no obstante valorándolo todo tal y como es. Porque hay que añadir
que esta idea de Lila no resta un ápice de seriedad a la vida, sino todo lo contrario: la dota de
la única seriedad posible, que no es otra que aquella de la que hablaba Nietzsche, cuando
afirmaba que la madurez consiste en recuperar la seriedad del niño que juega. Se trata, como
suele ocurrir en las visiones místicas, de una idea paradójica que trasciende la lógica dual de
los opuestos. No tiene nada que ver con el mero cinismo de quien se ha desencantado del
mundo y es incapaz de tomarse nada en serio, ni tampoco, yéndonos al otro extremo, con la
seriedad del hombre común, doblegado y amargado por el peso de las responsabilidades. La
actitud de quien ha comprendido e interiorizado esta idea se encuentra más allá de ambos.
Es una Seriedad para la que todo es Juego; un Juego de la Seriedad en el que cada cosa, ya
sea atarse los cordones o componer una pieza musical, se toma tremendamente en Serio. Y a
esto se refieren igualmente los santos y los místicos devocionales, cuando declaran que toda
acción debe ofrecerse a Dios, o que debe tenerse a Dios en mente para cada cosa que se lle-
ve a cabo. No caigamos en las trampas del lenguaje y la fraseología: sacramentar cada gesto
de la vida es otra forma de expresar la misma idea.
Y así se llega, por una vuelta sorprendente y enigmática, a la comprensión del único
sentido adjudicable al mundo —aquel que Schopenhauer y el nihilismo pasaron por alto, al
detenerse en la mera condena del mundo en su totalidad—, un sentido que es al mismo
tiempo ausencia de sentido, ya que no va a ninguna parte, y que solo puede ser el de un Jue-
go, Espectáculo u Obra Teatral de los que nada serio se espera, del mismo modo que nada
esperamos de una sesión de cine, salvo acaso un poco de entretenimiento, algún que otro
sobresalto, una lágrima o sollozo y, sobre todo, buenas dosis de espectáculo, sorpresas y gi-
ros inesperados... También Nietzsche llegó a esta conclusión, al afirmar que la única justifica-
ción plausible para el mundo era la de un fenómeno estético, y su idea de la voluntad de po-
der, más allá de las vulgares mixtificaciones, apunta en ese mismo sentido. Y quien quiera
leer en todo esto algún tipo de cinismo para con las desgracias de la vida, o una fría y patoló-
gica indiferencia hacia los innegables males que azotan a la humanidad, es seguramente
aquel que todavía cree en un mundo utópico carente de desgracias, apoteosis del ocio y la
fraternidad, al que habrán de llevarnos algún día quién sabe qué cambios morales, políticos o
tecnológicos. Esta persona tendrá que darse de bruces todavía unas cuentas veces con la rea-
lidad, la cual le hará saber, a su debido tiempo, que no es dable un mundo sin opuestos, que
donde se extirpa un mal aparece otro camuflado, y que el Mundo Ideal que imagina no está
en el futuro, sino Ahora, en el Gran Drama que aparece día a día ante sus ojos y por el cual
tontamente se lamenta. Y es que vivir la vida como juego, jugar la vida, o sencillamente vivir,
significa tanto morar en el más radical presente como abrazar el acontecer en su totalidad,
sin dejarse amedrentar por el continuo vaivén entre polaridades y sin condenar lo que subje-
tivamente se estima inaceptable. A partir de ahí, desde este Juego Serio o Nirvana en el Sam-
sara que implica el estado de sahaja, todas las mejoras y adelantos propuestos serán bienve-
nidos y llevados a cabo con la más absoluta diligencia; pero serán considerados como parte
del juego, un episodio más del drama, algo que debe realizarse porque así lo dicta y lo orde-
na el guión del mundo, pero tras lo cual no habremos avanzado ni un milímetro hacia ese
mundo sin males soñado por nuestra razón. De ese modo, el idealismo de un mundo
perfecto aún no alcanzado no obnubila jamás la visión, ni otorga tanta gravedad a la tarea
que acabemos por malograrla. El monje zen no acierta en la diana porque sea el mejor de los
arqueros, sino porque lanza la flecha sin importarle un comino el resultado. Solo quitando
gravedad a la vida puede uno aligerar su ánimo hasta el punto de ser verdaderamente efi-
ciente en su seno, pues el único que puede de verdad prestar ayuda es aquel que no la nece-
sita, aquel que ha superado el mundo de una vez y para siempre.

***

Hace cosa de dos semanas recibí un email de una agencia literaria en el que se me co-
municaba que, tras la pertinente evaluación de mi novela Duermevela, concluían que esta no
se adaptaba a su línea de trabajo. Esto carece de sentido dado que leyeron, previamente al
envío del original, una sinopsis completa de dos páginas en la que me partí los cuernos tra-
tando de sintetizar la esencia del libro; por lo que me veo obligado a admitir que la lectura
de la obra traicionó las expectativas creadas por la sinopsis.
De las diecisiete agencias a las que envié esta sinopsis, solo cinco contestaron. De
estas cinco, solo dos se interesaron por la novela y me solicitaron el original. La agencia a la
que me refiero era la segunda de estas dos, y por tanto mi última baza, al menos en lo que a
la vía tradicional de publicación se refiere. No sé cuándo volveré a reunir la motivación para
enviar una nueva ráfaga de solicitudes, entre otras cosas porque esas quince agencias eran
las más prometedoras de cuantas filtré en la larga lista que encontré por Internet. Y porque
además sigue abierta la vía de los concursos, la cual me ha deparado hasta ahora mis conta-
dos y modestos logros literarios.
No puedo, a la luz de los hechos, aventurar las razones por las que mi novela ha sido
rechazada. Ni creo, por otro lado, que la opinión de tan solo dos agencias sea tan significativa
como para organizar un referéndum sobre el caso. Casi todos los escritores cuentan en su
anecdotario con rechazos, en ocasiones muy numerosos, de obras primerizas, mientras que
otros ni siquiera tienen anecdotario porque murieron sin ver publicadas sus obras. Además,
no creo que nadie ponga en duda el hecho de que, hoy día, priman en mucho mayor grado
las posibilidades comerciales que la calidad de las novelas. Como consuelo, suelo decirme
que, si una obra como La montaña mágica de Thomas Mann no estuviera publicada, y fuera
escrita hoy día por un novel, probablemente quedaría para siempre enterrada en el cajón de
los borradores... Y es que publicar requiere, aparte de un nivel mínimo de calidad y buenas
dosis de elementos comerciales, un buen espaldarazo por parte del destino. Pero todo esto
no me exime, sin embargo, de una breve reflexión al respecto y una puesta en orden de ide-
as. Veamos...
Sé muy bien que el gancho comercial de mi novela es flojo —¿a quién le interesan las
peripecias y las “pajas mentales” de un jesuita renegado en una aldea perdida de Cantabria?
—, y que las ideas de profundo calado que he intentado transmitir mediante una trama de
misterio convencional quedarán veladas para muchos... —¿qué duda cabe de que los ignaros
lectores de sendas agencias no han sabido apreciar la hondura espiritual y filosófica de mi
obra...?—. Y no obstante hay, además de ello, otro motivo que dificulta gravemente la edi-
ción de mi novela: y es que en el fondo no estoy seguro de querer verla publicada. Ocurre
que tengo la vaga impresión de que la novela, pese a ser la re-escritura de un intento ante-
rior fallido, camina un poco coja, no sé si por exceso de peso o por falta de una pierna; y por
mucho que la releo no consigo dar con el cuerpo alienígena o la presumible ausencia. Es por
ello que decidí, hace ya algunos meses, que esperaría dos años para releerla, juzgarla fría-
mente y emprender los arreglos necesarios. Y sin embargo, sigo preguntándome si tal mejora
haría que su publicación me resultase deseable... Tal estado de cosas, como se comprenderá,
hace que mi esfuerzo por publicarla sea mínimo y más dirigido a guardar las formas conmigo
mismo. Confieso que he llegado a pensar que el papel de esta novela en mi trayectoria no
era sino el de un aprendizaje, aquel que me proporcionaría —y que de hecho me proporcio-
nó— el necesario antecedente, la experiencia cumplida que me hace saber que, con inde-
pendencia del éxito o fracaso editorial, puedo crear obras dentro de este género. No creo
que haya que menoscabar la importancia de una certeza tal, habida cuenta de que la gran
mayoría de las personas ven la escritura de un libro como una hazaña de magnitudes casi
épicas; tal y como yo mismo la veía antes de acabar Duermevela. Porque he de decir que, sin
importar su calidad o sus posibilidades comerciales, se trata de una novela acabada, cohe-
rente y válida, con personajes sólidos y una trama bien construida, además de un estilo lite-
rario que, en mi opinión, rebasa la calidad media de cuanto puede encontrarse en las librerí-
as. Y al mismo tiempo, sin embargo, algo me dice mientras escribo estas líneas que cuanto
digo no tiene sentido, que supuso la escritura de la novela demasiado tiempo y trabajo como
para quedar en un simple debut preparatorio, y que algún día hallaré la clave de los necesa-
rios arreglos y que entonces me lanzaré, sin escatimar como hasta ahora las fuerzas, a tratar
de publicarla...
Con respecto a mi ánimo y mi motivación, siguen intactos. No hay en esta afirmación
un ápice de orgullo, lo digo con toda sinceridad. Esto se debe a dos razones. La primera es
que mi mayor recompensa en esta empresa que es la literatura proviene de leer lo que he
escrito y saber, como sé de forma intuitiva, que se corresponde en un alto grado con lo que
debía ser plasmado. Y no me estoy refiriendo únicamente al tranquilizador reconocimiento
de que se ha puesto toda la carne en el asador, de que se ha empleado en ello toda la capaci-
dad disponible según el grado de evolución del momento. Quiero decir también con esto —
segunda razón de mi imperturbable ánimo— que, desde hace ya algún tiempo, me siento
provisto de la capacidad de auto-juzgarme de forma bastante objetiva, y que puedo por ello
ponderar la calidad de mis escritos sin necesidad del ansiado reconocimiento del mundillo.
Esto podrá sonar arrogante, pero el sentimiento de aserción que me invade luego de leer un
trabajo terminado es tan cierto como la conciencia de que existo, y me atrevo a aventurar
que ningún jurado podría arrebatármelo. Por ello mismo vuelvo a decir que algo falla en mi
novela, y que no ha llegado, si es que ha de llegar alguna vez, el momento de su publicación.
Este deliquio auto-evidente que supone la adecuada plasmación de la Idea, y que me
garantiza una relativa independencia de la opinión ajena, proviene, creo, del mismo lugar de
donde provienen lo que antes denominaba, en sentido figurado, los “orgasmos que explican
el mundo”. No me cabe duda de que, si he experimentado alguna vez algo cercano a tales éx-
tasis, ha sido en el ámbito de la creatividad, y muy especialmente el literario. De ahí, de esta
certidumbre y autosuficiencia, proviene el hecho de que la publicación no constituya, en
estos momentos de mi vida, una anhelo muy intenso ni una fuente de preocupación. Me pre-
gunto, sin embargo, cuánto tiempo podré sostenerme en estos orgasmos solitarios, antes de
que la apremiante necesidad de ser leído —que no es igual a ser reconocido—, me haga plan-
tearme el provecho y la utilidad de mi esfuerzo. Porque si bien conozco el grado de mi talen-
to y auguro con claridad sus posibilidades, no es menos cierto que tarde o temprano la razón
de ser de mis escritos quedará desplazada del goce privado al uso público de estos, ya sea
éste lúdico o instructivo. ¿Seguiría escribiendo y disfrutando de este onanismo literario si vi-
niese un genio y me dijese que mis publicaciones no irán nunca más allá del reducido ámbito
de los concursos locales? Cabe suponer que sí, pues el impulso resulta a veces tan apremian-
te —o más exactamente: las consecuencias de no seguirlo son tan graves— que acabaría,
tarde o temprano, por descreer de tal augurio, diciéndome a mí mismo que aquel genio
mentía, que se trata de una prueba, de un salto de fe mediante el cual poner en práctica mis
cacareados principios sobre la realización desapegada de las obras, el desprecio hacia sus
frutos y el aferramiento al presente...
Con esta confesión y esta borrosa radiografía de mis anhelos y mis miedos pongo fin
al diario de la India. Escribo en estos momentos en un autobús que recorre el polvoriento ca-
mino de Mandalay a Bagan, ya en tierras birmanas... El calor alcanza cotas demenciales, y el
traqueteo del vehículo me hace temer por la corrección de mi caligrafía, por lo que debo
apresurarme a terminar aun a riesgo de no hallar el cierre más redondo de cuantos la imagi-
nación me propone. Y es que he pensado que, en estos tiempos previos a mi consolidación
como escritor, no vendría mal seguir escribiendo estos diarios con muy buena letra; no sea
que algún día se hagan realidad los vaticinios de aquel adivino de Ujjein, o eche a volar la
rata blanca de aquel templo en Bikaner, y años después de la publicación de mi primera no-
vela —o tal vez tras mi muerte—, alguien encuentre estos escritos arrumbados por ahí, no
viendo el momento de entregarlos a mis lectores, y sufran estos la decepción de comprobar
que solo empecé verdaderamente a escribir una vez que fui reconocido, y qe hsta entoncs
scrbía cmiédome las ltras...

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