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Transformación educativa y transformación docente

Ruth Ramasco de Monzón

¿Es posible hablar hoy de transformación educativa? A los oídos de


muchos de nosotros, estos términos son sólo elementos de ficción con los que
cubrimos el vacío que nos aqueja o lo desplazamos para no verlo; sonidos huecos en
los que escuchamos el tintineo de monedas que irán a otros bolsillos, no a los
nuestros; acciones a las que somos impermeables, porque hemos decidido ya, por
muchísimas razones, desilusiones y estafas padecidas, que nadie trafique con nuestra
esperanza. Habitualmente, quitamos de antemano a toda palabra, a todo proyecto, la
capacidad de entrar en contacto con nuestra verdadera acción docente; no
necesariamente por indiferencia, sino porque queremos proteger lo que nos queda de
la posibilidad de la desesperación: no queremos arriesgarlo.

Sin embargo, no cabe ninguna transformación educativa sin el sostén de


quienes estamos con los alumnos; es decir, sin nosotros. Por ende, es inútil cualquier
acción si no puede convocar por dentro a quienes pueden transformarse en su soporte
o en un obstáculo permanente: a nosotros mismos. De ahí que, para poder
implementar los temas escogidos vamos a intentar poner sobre la mesa común de la
institución educativa la violencia que experimentamos como padecimiento del ejercicio
docente, pues ella, en gran medida, aunque no como razón total, es la que produce
nuestro alejamiento real de la función docente y ejerce sobre nuestros alumnos,
compañeros, personal superior o personal a cargo, la violencia de nuestra
desesperación. Pues es ella la marca que muchas veces nos atraviesa y atraviesa el
aula.

De ahí que lo que vamos a trabajar sea lo siguiente:

1. el encuentro con nuestra posibilidad efectiva de desesperación;


2. los rasgos a los que no queremos renunciar.

1. Nuestra posibilidad de desesperación


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Todo maestro, profesor, secretario, directivo, preceptor, personal


administrativo o de apoyo; todos aquellos y aquellas que estamos implicados en la
tarea de la educación en nuestro medio, conocemos el difícil tramo que representa
esta época del año: los programas que quedan truncos, las evaluaciones que se
amontonan en nuestras mesas, las notas que hay que presentar, los innumerables
datos que hay que volcar en planillas o computadoras, los certificados de salario que
van a comenzar a pedir los alumnos, la mirada final sobre el personal a cargo, el clima
de final de año que torna a la clase una tarea casi imposible, el acto de fin de curso, la
muestra de gimnasia, el “ya no nos interesa nada” de nuestros alumnos.

Por otra parte, también conocemos una sensación concomitante que


atraviesa todos y cada uno de nuestros actos: la percepción de que es aún mucho lo
que falta; de que habría que hacer muchas cosas más, pero gracias a Dios porque
acaba, porque ya no damos más y sólo queremos que termine. Ya no más huelgas, ya
no más amarguras, ya no más sostener todos los días una tarea que no parece
importarle a nadie. Nuestro desaliento y cansancio es también un “atravesamiento” del
aula.

Ahora bien, esto que ocurre en este momento del año, y que por lo tanto
podríamos circunscribir temporalmente o interpretar como cansancio, posee una cierta
semejanza con la trayectoria vital de un educador. Una aclaración: digo “educador”; lo
que significa que no me refiero a todos los que trabajan en la educación, pues la
necesidad de supervivencia o a veces la liviandad de la vida, o a veces la neta y
desnuda deshonestidad, llevan a muchos a llenar espacios sin cumplir tareas. Me
refiero entonces a los que buscan llevar a cabo la tarea de educar; a los que han
atisbado, en el claroscuro de las urgencias, de los medios y posibilidades, de los
acontecimientos colectivos y personales, que su lugar en la vida social es aquel punto
donde el tejido social sutura su trayectoria histórica y la abre hacia la posibilidad de
nuevos desafíos; aquel punto donde la identidad de un pueblo se vuelve proyecto de
continuidad, riesgo de lo nuevo, compromiso que busca involucrar a nuevos actores:
en otras palabras, educación. Todos nosotros, entonces (y espero que mis palabras
sean veraces al implicarnos), habitualmente no al comienzo, sino al promediar la
jornada, transcurridos ya muchos años de labor, enfrentamos el hecho desnudo de
que debemos sostener con nuestras propias manos, nuestras propias razones,
nuestro propio sentido, la decisión de educar.
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¿Por qué me inclino a pensar que ello ocurre pasado un tiempo? Más allá
de que siempre puedan caber situaciones diferentes. Porque generalmente, cuando un
profesor o un maestro es joven, la fuerza de su vitalidad natural se prolonga y proyecta
en su tarea. El cansancio se reabsorbe, el ánimo vuelve a surgir espontáneamente, las
motivaciones de otras zonas de su vida desbordan sus límites e inundan con su
calidez el trabajo cotidiano. En realidad, en muchísimos casos (por supuesto que no
en todos: conocemos muchos jóvenes desesperados), es la novedad de la vida la que
sostiene la tarea y proporciona una certeza casi indestructible de futuro. ¿Espera en
él? Sí, de muchas maneras; pero el componente más fuerte de esta expectativa es el
sentido natural y en gran medida inconsciente de la novedad de la vida que viene
hacia ellos todos los días.

Un educador de muchos años de tarea, incluso el más entusiasta, no


siente así. No sólo porque las fuerzas vitales no son las mismas, sino porque la
historia le ha mostrado otro rostro. ¿Cuál es ese rostro? Daré sólo algunos rasgos de
ese rostro que nosotros vemos a diario y cuya imagen llevamos grabada en nuestra
memoria:

a) Grandes proyectos educativos se suceden sin dejar huella y en total


dependencia de las políticas de turno, o las internas partidarias, o el mapa
geopolítico mundial.
b) Muchas veces, lo que se presenta como una gran propuesta de cambio, se
reduce sólo a un léxico nuevo, avasallador y coercitivo, que no muestra en lo
concreto (es decir, en el aula y no en los papeles), ser más eficaz que los
planes desplazados.
c) Cada plan produce un nuevo estamento de expertos tecnócratas, expertos que
se mueven con habilidad en los circuitos donde se distribuyen recursos
financieros, poder y prestigio, circuitos habitualmente inaccesibles y
clausurados a la miseria, los logros posibles, la destinación real de los recursos
a la solución de problemas.
d) Las reiteradas oleadas de exigencias de capacitación a la que debe someterse
nuestra tarea insumen tiempo, esfuerzo, dinero y esperanza, y pocas veces
nos devuelven íntegra el alma.
e) Numerosos escándalos atraviesan callada o sonoramente nuestras
instituciones educativas, nuestros gremios, nuestros organismos de autoridad,
decisión y control: desvíos de fondos y bienes, sueldos impagos, horas en
negro, aumentos negados, ascenso de los mediocres, tiranía de las
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autoridades, indolencia sin límite en profesores y maestros, estrategias de


ausentismo docente, seducción y violación de menores, violencia de alumnos,
profesores y directivos, comentarios soeces y groseros, baños escolares y
descampados cercanos convertidos en dormitorios de paso, legajos que se
pierden, puntaje que se inventa, clientelismos internos por dentro y por fuera de
los organismos de autoridad, acciones gremiales que en realidad son
productos de internas partidarias. En suma, envilecimiento de nuestra tarea,
degradación moral de quienes son sus actores.
f) Nuestra educación coexiste, y en gran medida se yuxtapone con la forma de
vida de nuestro pueblo. De ahí que muchas veces tenemos la impresión de
vivir en un ambiente ficticio, en una gran representación que acabará cuando
se apaguen las luces de las aulas y los nuestros vuelvan a su vida de todos los
días: a las patotas paradas en las esquinas, a las viviendas hacinadas, al
cansancio físico inagotable, al alcohol, a la miseria, a la violación; a la
prostitución de varones y mujeres como único recurso; al trabajo en negro; al
ingreso en la delincuencia; a una vida sin zapatillas limpias, ni lecturas, ni
orden, ni educación.
g) Las paredes de las instituciones educativas no pueden contener en la periferia
a la violencia que brota de la pobreza y marginalidad, de la falta de
expectativas de vida, de la salida hacia la droga como paliativo de un mundo
que expulsa: ésta ingresa y se vuelve regla del aula, o de la entrada, o de los
baños, o de la estructura de las relaciones que nuestros alumnos establecen
entre sí y con nosotros.
h) Por último, ¿cuál es el educador adulto que no se ha preguntado si logra algo
con lo que hace, con lo que ha hecho durante todos sus años de tarea? ¿Cuál
es el que no tiene fracasos, seres humanos a los que ha visto cuando se
degradaban, inteligencias lúcidas convertidas en siervos y estropajos,
delincuentes que han pasado por las propias manos, caídas humanas que uno
no ha podido detener?

No, no es un rostro hermoso el que vemos: hemos experimentado muchas


veces su horror. Esta es la violencia que padecemos: un profunda fuerza de
avasallamiento y destrucción de nuestra tarea, ejercida tanto desde la vida política y
social como desde el interior del sistema educativo. Tampoco podemos sentir que
nuestras fuerzas vitales bastan para sostener nuestra tarea. Llevamos hogares sobre
nuestros hombros; ancianos y niños se cuelgan de nuestros brazos cansados y de
nuestros sueldos; cargamos dolores personales, algunos demasiado hondos;
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padecemos la larga desilusión de un país que no parece poder encontrar un camino


de supervivencia honesta; nos sentimos pertenecer a una región que parece olvidada
por todos. De ahí que muy fácilmente impongamos en el interior del aula y en las
relaciones intrainstitucionales la violencia de nuestra falta de sentido, de la falta de
recursos que experimentamos, del agotamiento moral.

Sin embargo, algo dentro de nosotros sigue comprendiendo que no es


posible educar sin tener una cierta tensión hacia el futuro; algo sigue buscando
construir; algo sigue abierto y en espera; algo en nosotros, incluso sin poder
sostenerse, continúa luchando por la posibilidad de futuro de los suyos. Tratemos
entonces de partir desde allí.

2. Los rasgos a los que no queremos renunciar

a) La mirada lúcida y realista: Quien quiere abrir su desesperanza no aparta la


mirada del fracaso, ni deja de experimentar su horror. Al contrario, busca
penetrar en él con una mirada alerta e inquisitiva. Recuerda, hace memoria,
pero no considera que lo vivido haya quedado clausurado para siempre, ni deja
que sus recuerdos impongan una carga definitiva al porvenir. La historia es su
maestra, pero no su señora. Puesto que no considera que sea el juicio
definitivo sobre la realidad, ni sobre los hombres, ni sobre su propia persona, ni
su propio pueblo, no teme cavar en él con sus propias manos para buscar la
verdad de la vida que parece ocultarse y hasta desaparecer.

b) La exigencia de ahondar en la propia vida: el vigor de penetración de la mirada,


la complejidad de la capacidad de análisis, la disposición de diversos
elementos de juicio (económicos, sociales, políticos, antropológicos, etc.) no
bastan para sostener la mirada. No es posible ampliar su radio de acción sin
darle raíces más profundas, raíces que la sostengan firmemente cuando sienta
que lo que ve amenaza con destrozar por dentro. Es necesario ser capaz de
enfrentar las cosas de otra manera; es decir, se requiere un sentido, o una
fuerza o un vigor, que provenga de la profundidad desconocida de nuestro ser,
ésa a la que no conoceríamos si no fuera porque la profundidad que nos era
conocida no nos basta para asumir lo que vemos y pelear contra lo que
encontramos.
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c) La apertura al desafío: Educar no es una utopía; no es una pura decisión de


nuestra voluntad tozuda; no es un manto de ingenuidad con el que cubrimos la
crueldad de la marginación, de la corrupción, de la miseria de nuestro pueblo.
Se presenta, en el interior de nuestras situaciones concretas, como la
exigencia de rechazar al fracaso y a la muerte como la última palabra de
sentido de la realidad. Una mirada lúcida descubre heridas desconocidas,
caminos desconocidos; exposiciones desconocidas de nuestra persona.
Cuando nos hemos animado a creer que el fracaso y la muerte no son la última
palabra, entonces nos espera la vida y sus luchas, el conflicto, la tensión, la
novedad, el riesgo. La muerte no tiene sorpresas, la vida sí. Para entregarme a
la muerte, debo dejar que declinen mis fuerzas; para vivir, tengo que
recuperarlas, renovarlas, endurecerme y seguir. Y si sigo como educador,
necesito fuerzas que sostengan la decisión de vida para que otros puedan
sostener la suya.

¿Qué es necesario descubrir? Quizás lo que hay en nosotros personalmente y


en nosotros como comunidad educativa para emprender alguna transformación, por
reducido que fuera su alcance. Esto es lo que vamos a buscar en el trabajo de taller.
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Taller sobre los requisitos de la transformación educativa

Consigna:

1. Los participantes se distribuyen en grupos de trabajo por niveles de enseñanza.

2. Cada grupo escoge entre diversas posibilidades de trabajo:

a) Lluvia de ideas sobre las razones que sostienen el propio trabajo. Se desarrolla
aquella en la que se aproximen más para presentar en plenario.
b) Los distintos participantes relatan un hecho de año escolar que les haya
animado. Luego escogen uno para presentar en plenario y fundamentan el
porqué de la elección.
c) Los participantes hacen una representación de una conversación en la sala de
profesores donde se contraponga la negativa a cualquier transformación y la
apertura a la misma. El grupo debe tener un especial cuidado en no efectuar
ninguna representación que resulte ofensiva para cualquiera de sus
compañeros.
d) Los participantes escogen alguna línea del espectro sociopolítico del país que
les haya sido significativa en la construcción de su rol docente. Lo llevan al
plenario fundamentando el porqué.

3. Luego, discuten la siguiente pregunta:


¿Cuál es el rasgo que los alumnos necesitan más en un docente de ese nivel?

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