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La excesiva diferenciación entre ellos y ellas, presidente y presidenta, niños y niñas, todos y
todas, nos puede convertir en brutos y brutas.
Locura furiosa se ha apoderado de muchos escritores y columnistas (y también de
columnistos y escritoras), y hasta de ciertos curas (y algunos curos). "Todos y todas" (padre
Llano, EL TIEMPO, 29/5/10), "colombianos y colombianas" (la izquierda enfermiza), y otro
sinnúmero de ridiculeces semejantes son cosa cotidiana. Muchos ignoran que el
envenenamiento de la lengua se produce con este lenguaje sexista, que pretende incluir antes
que excluir.
Sexista, digo, porque la introducción de estos vocablos excluye los universales e incluye el
sexo como categoría dialéctica y convierte a sus hablantes en ignorantes de postín. Ocurre
algo parecido con vocablos como "presidente" y "presidenta", ignorando también que todas las
palabras terminadas en "ente", como consecuENTE, hacen referencia al "ENTE", y que el ente
es un universal que no admite "ENTA", como "presidENTA" o "consecuENTA", en referencia al
sexo femenino.
Tales son las razones que hacen de este peculiar lenguaje sexista, discriminatorio y craso,
algo que los colectivos feministas y similares quieren, precisamente, evitar con su uso abusivo
y ridículo.
Claro que muchos (y muchas) se escudan en que se trata de "ganar la confianza de los
lectores, a través del respeto por su inteligencia" (Yolanda Reyes, EL TIEMPO, 31/6/10), para
acto seguido espetar que se debe promover "la concepción de niños y niñas deseados y
deseadas", construcción horripilante, que sí irrespeta la inteligencia de los lectores, pues nadie
a quien yo conozca puede pensar que no hay entre los niños deseados ninguna niña que no lo
sea. ¡Que bajeza gramatical! ¡qué supremo irrespeto a la inteligencia del lector! ¡qué falso
igualitarismo!
Pero existen, aparte de la supina ignorancia y rebajado estilo, causas más profundas y
significativas para incurrir en semejantes abusos lingüísticos: la introducción a una nueva Era
humana, adonde nos conducen como a borregos idiotizados por la moda y por las teorías de
género: "...hombre y masculino podrían significar tanto un cuerpo femenino como uno
masculino; mujer y femenino, tanto un cuerpo masculino como uno femenino" (Judith Butler).
Ocurre que "el hombre" es un género que incluye a la mujer, pues se puede hablar del
"hombre sobre la tierra" y mientras así se habló, antes ninguna mujer se consideró
menospreciada o excluida (Eva incluida). Tampoco los hombres se sintieron jamás excluidos
porque se denominara "persona", en femenino, a su ser constitucional. Sólo el feminismo más
exacerbado pudo formar un combate donde ni siquiera podía hacerse una escaramuza.
Claro que el género puede descomponerse en dos piezas, por lo que también podría hablarse
del género masculino y del femenino, de la misma manera que el género embarcaciones se
puede descomponer en barcos y botes o en canoas y balsas.
Se entiende, sin embargo, que ambos géneros, el masculino y el femenino, pertenecen a uno
mayor, el "humano", mucho mayor aún que "el hombre", que contiene los anteriores.
Entonces, cuando genéricamente se habla del "hombre" o de "lo humano", los dos sexos
están incluidos. Hasta un niño en uso de razón lo puede entender, como cuando se le dice:
"Sal a la calle y diles a los niños que entren".
El niño jamás habrá de entender que es sólo a los varones, excluidas las mujeres, a quienes
hay que decirles que se entren. Usando el sentido común dado por la naturaleza, el chico
habrá de comunicar el mensaje a todos, niños y niñas. Claramente distinguirá el género sin
que ninguna feminista tenga que darle instrucciones al respecto, ni deberá asistir a un curso
acelerado de no-discriminación dictado por una agencia de las Naciones Unidas ni acatar una
regulación Distrital para entenderlo.
Tampoco un adulto sentirá ofensa alguna porque se diga "la persona humana", pues
difícilmente reclamará para sí el derecho a que se diga "la persona y el persona humana y
humano". Esto sería tanto como suponer que se debe objetar que el órgano viril deba
denominarse exclusivamente en masculino, cuando todos sabemos que existe mayoría de
denominaciones femeninas que lo describen. Ningún hombre se siente afectado por esto.
Lo que salta a la vista es que de lo que realmente se trata es de declarar una guerra, de crear
un conflicto de competencias lingüísticas, sociales, antropológicas y aun burocráticas, porque,
tras estos términos, muchas feministas esconden las aspiraciones a una especie de
ginecocracia que les otorgue la mitad del poder en las administraciones públicas. Intentan
eliminar el sentido común, desnudar al hombre de todo aquello que, en sola apariencia,
pudiera sospecharse discriminatorio hasta alcanzar, como alguien dijera, una "paridad
obstétrica" (Fernando Sánchez Torres, EL TIEMPO, 9/2006).
Pretende dicho combate llegar a demostrar, por la fuerza de las presiones políticas y del
cabildeo de poderosas organizaciones feministas, y no por la vía científica, que el hombre y la
mujer son absolutamente iguales, y que lo son en toda circunstancia genética, social y
psicológica.
Tal disparate ha llegado al extremo de escribir documentos en el que se pone un asterisco (*)
para eludir y socavar la determinación genérica del lenguaje. Debilitada la fibra cristiana de la
sociedad, se ha hecho fácil tarea suplantar al legislador con sentencias constitucionales
sexistas, que destruyen los fundamentos de la familia heterosexual, el matrimonio y, por ende,
el sexo mismo. De allí que ahora se pueda reclasificar al hombre y a la mujer como especies
transgenéricas que superan el "arcaico" concepto de sexo, verdadera revolución cultural y
conceptual.
Para las feministas, el sexo no está dado por la naturaleza, sino por la sociedad que se ha
empeñado en una discriminación de género. Por eso se envenenan las lenguas que tienen el
femenino y el masculino en sus vocablos, como en el caso del español. Más difícil lo tienen las
feministas con el inglés, o el alemán, idiomas que generalmente no distinguen entre lo uno y lo
otro, porque, ¿cómo se diría en femenino la palabra children, o this child para referirse a un
niño o a una niña? ¿O cómo se haría para persuadir a los ingleses que al referirse al barco
(she, the boat) no lo interpreten como femenino, sino como masculino, como es el caso del
español?
En esta lengua se les hace necesario inducir a creer que el sexo está radicalmente separado
del género y que todas estas ridiculeces y fealdades idiomáticas son, en realidad, formas más
humanísticas de incluir lo que desde el amanecer de los tiempos se entiende como incluido; si
esto se logra, entonces ya queda mucho más fácil inducir a que se crea que el pene masculino
y la vagina femenina son meros accidentes genéticos que nada tienen que ver con la
diferenciación de la especie humana en hombres y mujeres. Tal es el sesgo sexista del
lenguaje artificialmente inducido. ¿Seremos tan brutos y brutas, estúpidos y estúpidas, para
definitivamente ceder a tan extravagantes pretensiones? (Parece que sí, según se oyen los
discursos de los políticos y las políticas, los curas y los curos, los columnistas y los
columnistos).
POR PABLO VICTORIA


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