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PRESENTACIÓN
Con este texto, nos proponemos incitar a quienes centran su trabajo en la interculturalidad
a una reflexión en torno al concepto de diferencia. La diferencia y los procesos por los que
la construimos son de importancia fundamental en el reconocimiento de la diversidad. A
partir del análisis de algunos de los escenarios en los que, a nuestro juicio, tiene lugar la
construcción de la diferencia, iremos aclarando cada uno de estos conceptos. Antes de
ello situaremos nuestras preocupaciones en el contexto intelectual en el que las hemos
desarrollado que no es otro que el crecimiento reciente del interés por investigar y actuar
en el campo general de la interculturalidad, especialmente la vinculación de éste con la
educación.
1
Este texto es una versión revisada de un trabajo ya publicado en Educação intecultural de adultos, M.B.
Rocha-Trindade y M.L. Sobral Mendes (orgs.), CEMRI, Universidade Aberta, Lisboa, 1996, 35-75. Versiones
anteriores fueron discutidas durante diferentes estancias del Programa Erasmus (PIC I-1089) en la
Università degli Studi di Firenze y en la Universidade Aberta de Lisboa. Una nueva versión ha sido
presentada en el Curso de Verano de la Universidad Internacional de Andalucía (sede Antonio Machado)
Diversidad Cultural, Exclusión Social e Interculturalidad (Baeza, 26 al 30 de Agosto de 1996). La presente
versión ha sido revisada dentro del proyecto de investigación Inmigración, Exclusión Social e Integración en
España, financiada por la CICYT (SEC96-0796) y ha sido publicada en Lecturas para educación
Intercultural (Trotta, Madrid, 1999).
1
muchos que cohabitan en la escuela, fundamentalmente de género y de clase. Dicha
presencia no es, por otra parte, tan cuantiosa, en términos globales, como para justificar
este abundante número de publicaciones2. Éstas, además del estudio de la presencia de
hijos de inmigrantes, se han centrado sólo en el diseño de programas educativos para
atender a esta «nueva población» y, sobre todo, en la producción de discursos teóricos
sobre lo que debe ser la interculturalidad o la multiculturalidad cuando adjetiva al concepto
de educación. Hemos creído, pues, necesario analizar en detalle toda esta producción
(García y Pulido 1993; García y Martínez 1994) para poder entender el proceso de
conceptualización de este «nuevo» discurso de la interculturalidad.
Una primera valoración del análisis iniciado por nosotros mismos nos ha llevado a pensar
que tal vez se está iniciando una nueva manera de tratar discriminadamente a una
población discriminada de hecho y que se considera además, a sí misma, como tal.
Con estudios tan focalizados en sectores muy reducidos de la población escolar -aquéllos
que consideramos minoritarios- tal vez estemos contribuyendo a crear ese estatus de
minoría marginal que aparentemente buscamos destruir. En tanto que minoría son objeto
de estudios que reafirman y refuerzan dicha condición. Se hace imprescindible, pues,
empezar a aplicar la expresión «multicultural» a toda la población escolar y ampliar el
campo de lo que debe ser el discurso intercultural sobre la presencia de la diversidad
cultural en el sistema educativo.
Con otras palabras, la diversidad cultural en las escuelas, como en cualquier otro espacio
social, aparece como una realidad en la que la atención a las minorías étnicas debería
representar sólo una parte de lo que concierne a lo intercultural. Pero lo que atraviesa
toda esa realidad, en el plano conceptual y en el de la producción de discursos y prácticas
de cara a investigadores, políticos, medios de comunicación y gente de la calle, no es otra
cosa que la construcción de la diferencia. Por eso juzgamos necesario y urgente
reflexionar sobre esta última por entender que constituye el pilar fundamental de lo que
comúnmente llamamos interculturalidad.
Nuestro argumento para justificar esta manera de proceder es el siguiente: los estudios
sobre interculturalidad surgen como consecuencia de la existencia de la desigualdad
disfrazada de diferencia, y ello, a pesar de que la condición de todo grupo humano es la
diversidad tanto biológica como cultural. Dicho de otra manera, la diferencia es una
construcción para justificar la desigualdad en un mundo cuya condición es la diversidad,
gracias a la cual prosigue con éxito la evolución. De hecho, y hemos sido testigos
recientes de campañas publicitarias que así lo defienden, lo que se opone (aunque
aparentemente quiere ser complementario) a la igualdad, en nuestros tiempos, es
precisamente la diferencia (en otros tiempos la desigualdad). La construcción de la
diferencia no es más que una nueva forma de presentar las distancias culturales, sociales
y políticas que son legitimadas bajo la apariencia de ausencia de jerarquías sociales pero
que ocultan un refinado mecanismo de exclusión. Como ejemplo podemos tomar -y más
adelante ampliaremos este aspecto- la necesidad de establecer una diferencia entre ser
español y no serlo; ésto es, ser extranjero. La categoría de extranjero, que aparentemente
2
Es difícil establecer cuál es el porcentaje de hijos de inmigrantes en las escuelas que puedan suponer una
preocupación para los administradores (si es que debe existir preocupación por la presencia diferenciada,
aunque no faltan quienes se dedican «alegremente» a establecer estos cupos. Pero pensamos que los
datos que proceden de fuentes oficiales y de investigaciones, y que hablan de entre cuatro y diez
estudiantes hijos de extranjeros por cada mil alumnos en el nivel escolar de primaria, no son, por sí solos,
suficientes como para hablar de un crecimiento significativo de este tipo de población diversa en las
escuelas. Más aún cuando, como es el caso, no existen series temporales para establecer comparaciones y
cuando la diferencia de los porcentajes por comunidades autónomas y unidades provinciales es tan dispar.
2
sólo tiene la carga lingüística de ser extraño3, tiene además la carga cultural de ser
diferente, de ser «otro» y, sobre todo, tiene la carga jurídica de no ser ciudadano. De
manera burda se puede afirmar que un extranjero es aquél que «no es natural» de un
país distinto del suyo lo que supone, desde el punto de vista de la plena protección y de
amparo constitucional, no ser ciudadano, con lo que ello conlleva de ausencia de
derechos4. Esta desigualdad se produce sin llegar a calificar a tal o cual extranjero, lo que
nos llevaría a la distinción jerárquica entre inmigrante y extranjero.
Consideramos que este simple ejemplo es una buena muestra de cómo la construcción
de la diferencia no es más que una justificación del proceso de desigualdad. La
pertinencia del ejemplo utilizado radica en que son las mismas constituciones que se
fundamentan, entre otros principios, en la igualdad de todos los ciudadanos, las que no
pueden por menos que reconocer que los no ciudadanos, o sea los extranjeros, no tienen
igualdad plena de derechos.
El primero de los ámbitos sobre el que nos interesa reflexionar es el epistemológico que
nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿Cuáles son los mecanismos para
diferenciar una cosa de la otra? Una persona ajena, muy ajena, a nuestra cultura, que
viera por primera vez objetos habituales de nuestra cultura, es posible que se
sorprendiera y, acto seguido, pondría en marcha una serie de mecanismos que le
permitirían diferenciar lo nuevo de lo ya conocido. Saber cómo procedemos en nuestra
cultura para establecer la diferencia simple entre objetos es importante y es un primer
paso para entender la dimensión epistemológica de todo el proceso. Uno de los primeros
mecanismos cognoscitivos que ponemos en marcha para establecer diferencias entre
objetos es la percepción de las formas. Las diferencias captadas por el sentido de la vista
son el primer elemento que nos informa acerca de cómo construimos nuestro
conocimiento de la diferencia. Siguiendo este principio perceptivo, se entiende fácilmente
que todos distingamos una persona de color de piel negro de otra persona de color de piel
distinto. Pero la pregunta que nos hacemos va algo más allá del mero sentido común:
¿qué ha sucedido para que la diferenciación se establezca prioritariamente sobre el color
de la piel?
3
La expresión extranjero procede del francés antiguo y tiene un claro significado en relación con lo extraño,
con el desconocedor de las cosas (novato), o con otras claras categorías de diferenciación y de exclusión.
4
El término extranjero, jurídicamente hablando, evidencia la cicatriz entre hombre y ciudadano (Lucas 1994,
119)
3
con respecto a «los otros» que, o no tienen historia (sea escrita o contada), o se les niega.
La historia que normalmente nos ha llegado de forma escrita contribuye al propósito de
establecer distancias a partir de la diferencias.
Un tercer ámbito, que suele pasar muy desapercibido en las ciencias sociales en los
últimos tiempos, es el campo de la fundamentación natural de las diferencias.
Mantenemos hoy gran parte de nuestras concepciones sobre la diferencia porque hemos
dejado de prestar atención a lo que la biología actual dice sobre ellas. En la ciencia
natural de los siglos XVIII y XIX surgieron maneras de diferenciación que hoy utilizamos
en la vida cotidiana, aunque sus ciencias herederas han dejado de utilizarlas. Los
científicos sociales debemos tener en cuenta estos conocimientos sin caer en el «uso y
abuso de la biología» que denunciara Sahlins en su crítica a los enfoques de la
sociobiología.
Podríamos hablar de las prácticas educativas como un quinto ámbito, aunque se trataría
de un ámbito subordinado en el sentido de que recoge y reproduce -a veces con
distorsión- las construcciones de los ámbitos antes citados. En cualquier caso también
hablaremos aquí de educación para criticar a quienes dicen que es a través de ella como
se pueden solucionar los problemas que la construcción de la diferencia genera. Creemos
que no se puede arreglar mediante la educación la problemática creada por una diferencia
construida históricamente, amparada por discursos de la ciencia natural decimonónica,
esto es, fundada sobre bases seudo-biológicas, y por discursos políticos a menudo
concretados legislativamente. Sobre todo cuando muchos de los que aluden a la
educación en estos temas, realmente están queriendo decir «que sea la escuela quien
solucione el problema».
Como hemos anunciado, uno de los primeros aspectos sobre el que debemos reflexionar
es el de los mecanismos y procedimientos que seguimos para diferenciar cosas y
personas. En esta tarea es vital aclarar el significado de cada una de las expresiones que
utilizamos. Hemos mencionado el verbo «distinguir» y el verbo «diferenciar», que
aparecen en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, DRAE, con un
significado similar: el primero habla del «conocimiento de la diferencia entre una cosa y
otra», y el segundo de «hacer distinción, conocer la diversidad de las cosas». También
usamos el sustantivo «diversidad», que en el DRAE significa «variedad, desemejanza,
diferencia». Como se puede observar, unos términos remiten a otros y, de hecho, suelen
utilizarse en el lenguaje coloquial como sinónimos. Pero no debemos perder de vista que
4
en estos términos existen componentes semánticos, explícitos o no, que los conectan a
aspectos no mencionados como clasificación, ordenación, elección, preferencia,
dignificación, lejanía. Este campo semántico aledaño desvela que distinguir o diferenciar
una cosa de otra supone predisponer un proceso de comparación y clasificación de lo que
estamos diferenciando y distinguiendo. Analicemos con cierto detalle los métodos que se
utilizan en este proceso.
Al comparar las cosas que tratamos de diferenciar, la primera tarea que emprendemos es
generar algún sistema para aglutinar o agrupar lo que juzgamos igual o similar y, con ello,
separar lo que es diferente5. Para llevar a cabo este primer paso se pueden seguir dos
métodos: el nomotético y el ideográfico.
5
Seguimos en este punto lo expuesto por Alegret (1993) en sus explicaciones sobre las formas de tratar la
diversidad y los procesos de construcción de la diferencia.
5
A diferencia de Alegret, nosotros no creemos que esta manera de establecer
clasificaciones se deba a un procedimiento de «mínimo esfuerzo». Es verdad que las
categorías que normalmente se utilizan para clasificar son unidimensionales y por ello el
resultado es también una clasificación unidimensional. Sostenemos, por nuestra parte,
que esta manera de proceder está asociada a las influencias que las ciencias -las ciencias
naturales tradicionales, constituidas a partir, primero, del empirismo y, posteriormente, del
positivismo- han tenido sobre las cosmovisiones occidentales. Esa forma de proceder por
ordenación clasificadora y jerarquizadora, resultado del método nomotético, está muy
emparejada con la epistemología propia de la ciencia natural que establece un orden
«lógico» del mundo en su esfuerzo por explicarlo. Sin duda es muy difícil deshacerse de
este sistema de proceder, puesto que posee una lógica en la que nos encontramos
profundamente socializados y que utilizamos para muchos aspectos de nuestra vida.
Pensemos, para comprobarlo, en algún ejemplo cercano o cotidiano de clasificación
ideográfica ascendente y comprobaremos cuan difícil es encontrar alguno, por inusual. En
este sentido sí que se puede afirmar que el proceder nomotético es consecuencia de la
tendencia «al mínimo esfuerzo».
Al agrupar, utilizamos criterios preestablecidos que generan una distancia entre los
elementos clasificados a los que muy habitualmente jerarquizamos. La magia de los
números se convierte en el aval que da fiabilidad a la distancia:
De este modo se entiende por qué la clasificación de los humanos según el criterio de
adscripción a un continente plantea dificultades. Aparentemente no las hay hasta que se
suscita la cuestión de decidir con qué criterios se establece la adscripción: ¿se es de un
continente por nacer o por residir en él? El debate que produce este planteamiento es de
carácter político y jurídico con principios fuertemente ideologizados que ocultan la
identidad6 de quien establece los criterios que no es otra que la del «nosotros».
Esta es, en nuestra opinión, una de las consecuencias del procedimiento descendente.
Pero hay aspectos importantes en el proceso que permiten comprender mejor el
significado de muchas de las diferencias que manejamos.
6
Valga como ejemplo para la reflexión el término «afroamericano» utilizado en el lenguaje políticamente
correcto en los Estados Unidos para evitar el término «negro»: ¿se trata de negros americanos de origen
africano o de negros africanos de origen americano? No es casualidad que sea el grupo mayoritario -
política, económica y culturalmente hablando- el que haya impuesto dicha terminología: los
«angloamericanos». Frente a los WASP (white, anglosaxons, protestants) los demás son denominados por
su origen «nacional» cuando se trata de europeos meridionales (“italoamericanos», etc.), por su origen
«cultural» cuando se trata de americanos bien sea del norte (“chicanos»), del centro o del sur (“hispanos»),
por su origen «comunitario» cuando se trata de grupos identificados fundamentalmente por su religión
(“comunidad judía») o por su origen «continental» cuando se trata de sustituir la «raza» (negros/africanos,
amarillos/asiáticos, árabes/africanos).
6
En su trabajo sobre los fundamentos cognitivos de las clasificaciones naturales, Atran
(1990) señala que, dado que humanos y animales son dominios ontológicos adyacentes,
cabría esperar que los niños inicialmente echaran mano de su conocimiento sobre los
humanos para empezar a organizar y fundir su conocimiento sobre plantas y animales.
Inversamente, cabría esperar que utilizaran sus presupuestos sobre las naturalezas
subyacentes de las cosas vivas para organizar mejor su conocimiento de los humanos y
fundirlo con el que poseen sobre ellas. Esta conjetura, dice Atran,
Concordaría con el hecho aparente de que, mientras los niños de tres años no parecen
categorizar a los humanos según líneas raciales, hacia los cinco años presumen que las
diferencias morfológicas señaladas por su sociedad corresponden con diferencias
subyacentes entre grupos humanos (Hirschfield 1988, 74; citado por Atran 1990).
A partir de los cinco años, por lo tanto, un individuo comienza a manejar en su vida
cotidiana categorizaciones distorsionadas, basadas en el prejuicio y el estereotipo, que
parecen operar siguiendo unos principios de economía cognitiva, esto es, facilitando el
procesamiento de información. De esta manera, definimos un grupo a partir de un criterio,
y se asume que todo aquello que se atribuye al grupo en cuestión puede ser atribuido a
todos o a la mayoría de sus miembros; y a la inversa, «puede asumirse que las
evaluaciones negativas de miembros individuales son válidas para el grupo en su
conjunto» (Van Dijk 1987, 197).
(...) parece ser que la cognición humana es ecléctica por conveniencia. La gente tiende a hacer uso
de cualquier medio cognitivo del que dispongan de inmediato a fin de dotar de más sentido al mundo
(...) Por ejemplo, las distinciones morfológicas visibles entre grupos humanos se conciben en primera
instancia (pero no necesariamente) como distinciones morfológicas entre especies animales -o sea,
de acuerdo con los presupuestos acerca de naturalezas físicas subyacentes. Estos presupuestos
subrayan el establecimiento de jerarquías sociales y la tenacidad del racismo (Atran 1990, 78).
7
1.3 Taxonomía y diferenciación
(...) la taxonomía o definición de los criterios que van a tomarse como referencia para construir las
agrupaciones y el proceso de identificación o asignación de los objetos a las agrupaciones
previamente definidas (Alegret 1993).
Lo que hoy conocemos como Europa se compone de una pluralidad de culturas cuyos
orígenes han sido sistemáticamente reinventados frente al bárbaro, al infiel, al salvaje, al
pobre, al inculto, etc. en una construcción lineal de la historia, desde Grecia hasta el modo
de vida típicamente occidental de finales del siglo XX (Fontana 1994), en la que la mejor
parte se la llevan aquellas culturas -grupos socialmente dominantes- que han tenido poder
y privilegio para definirse y distanciarse de los diferentes.
Fontana presenta una galería de espejos deformantes en los que se reflejan las imágenes
que la historia oficial proyecta sobre ellos; imágenes dibujadas desde la diversidad (de
clase, de etnia, de cultura, de religión, de sexos), para establecer distancias (reales y
simbólicas) respecto de la diferencia (por razones económicas, geográficas, de modos de
vida, creencias, etc.):
La imagen tópica de una «polis» griega habitada por ciudadanos libres que participaban
colectivamente en el gobierno no es más que un espejismo que oculta el peso de la esclavitud, la
marginación del campesino (enmascarada por una falsa contraposición entre la ciudad «culta» y el
campo «atrasado»), la subordinación de las mujeres (...), así como la división real entre ciudadanos
ricos y pobres (Fontana 1994, 12).
De este modo podemos percibir la imagen tópica de la historia de Europa desde una
perspectiva que permite apreciar los detalles juzgados «insignificantes», «vulgares»,
«bárbaros», «primitivos» «heréticos», etc. por una estética oficial que tiene, entre sus
objetivos más profundos, el establecer las distancias a partir de las diferencias.
8
En un ensayo a caballo entre la proto-etnografía y el relato de memorias, publicado en la
misma colección en que apareció Anthropology (Tylor) y aparecería después La rama
dorada (Frazer), el oficial del ejército británico H.F. Hall (1898) disertó sobre la centralidad
del budismo en la vida cotidiana de los birmanos a finales del siglo pasado. Al hablar
acerca de la falta de limpieza de las viviendas birmanas, Hall recordó que
(...) la limpieza es uno de los últimos regalos de la civilización. Hoy nos enorgullecemos de nuestro
orden, y olvidamos cuán reciente es este logro. Ya les llegará a ellos [los birmanos] junto a los otros
regalos de la edad, pues nunca debe olvidarse que son un pueblo muy joven -sólo niños, niños
grandes- que aprende muy lentamente las lecciones de la experiencia y el conocimiento (1898, 176).
Hall legó a cifrar la distancia entre la civilización birmana y la suya (la británica victoriana):
«(...) está relativamente a mil años de la nuestra» (id.), de ahí lo sorprendente de algunos
de sus modales, «(...) tan buenos, y eso que son niños en cuanto a civilización» (Hall
1898, 223). Éste no es sino uno de los muchos ejemplos que podríamos haber elegido
para ilustrar cómo se construye la diferencia a través de la distancia, en este caso,
temporal.
Es cierto que el rechazo del otro, del distinto, del diferente ha sido una constante en la
historia de las relaciones entre los pueblos. El desconocimiento, la ignorancia, la
superstición y la religión han desempeñado un papel muy importante en las distintas
formas en que se puede clasificar la aversión hacia lo desconocido y lo diferente. Una de
dichas formas, el racismo (las razas son por naturaleza desiguales entre ellas, en una
relación de superioridad/inferioridad), ha producido sin embargo un corpus teórico y
seudocientífico, el racialismo, con una fuerte componente diferencialista: las diferencias
entre las razas no se explican ya desde la biología sino a partir de bases culturalistas que
se alimentan de las imágenes tópicas, construidas desde una determinada manera de ver
la historia de los distintos grupos humanos. En la línea del racismo diferencialista, el que
aquí interesa, hay que distinguir dos tipos de manifestación ideológica: el que se presenta
como elogio y afirmación tolerante de todas las diferencias asegurando la conservación
de las identidades colectivas (Taguief 1987, 329) y que se manifiesta por una actitud de
rechazo, de distanciamiento y de exclusión (Wieviorka 1993, 11), y el que se presenta
como «ropaje táctico del racismo desigualitario, como reformulación aceptable que echa
mano de una palabra maestra ideológica (la diferencia)» (Taguieff 1987, 329). Es este
racismo, el que reclama el derecho a la diferencia, el que, a nuestro juicio, alimenta
ideológicamente al racialismo, que está obteniendo un renacido auge -tras su esplendor
en el siglo XIX y primera mitad del XX- en las dos últimas décadas, al amparo de diversos
factores que van desde un importante movimiento de población desde los países pobres
hacia los países ricos, hasta el brote de nacionalismos que parecían ya olvidados con el
status quo conseguido tras la IIª Guerra Mundial, la descolonización y el acceso a la
independencia de las antiguas colonias europeas, pasando por la crisis del Estado de
Bienestar y la caída del muro de Berlín.
9
Como divisores horizontales además de verticales, y, antes de la era del nacionalismo
moderno, es probable que sirvieran más comúnmente para separar estratos sociales que
comunidades enteras (Hobsbawm 1991, 74).
Que je parcoure toutes les nations, je trouverai partout des usages différents, et chaque peuple, en
particulier, se croira nécessairement en possession du meilleur usage (Helvetius 1827, citado por
Todorov 1989, 32).
Llama por tanto la atención que, pese a que muchos de los episodios históricos que han
apoyado un tipo de construcción de la diferencia -como es el racismo- han sido
seriamente cuestionados desde la ciencia, aún perduran los resultados de esa
construcción en la medida en que sigue siendo utilizada. Y ello tal vez se deba a una
reformulación/actualización del racismo/racialismo sobre nuevas bases ideológicas que se
asientan en el etnocentrismo postmodernista de finales de siglo y en el papel que
desempeña el resurgir de un nacionalismo que cobra nuevos bríos en el nuevo orden
internacional, habiendo, de hecho, aumentado su relevancia:
En tanto que principio de organización política, la idea de que los límites políticos deben ser
congruentes con los étnicos, que los gobernantes no deben ser étnicamente distinguibles de los
gobernados, tiene hoy una preminencia y una autoridad que jamás poseyó en la historia pasada de la
humanidad (Gellner 1995, 55).
Una idea muy importante y que justifica gran parte del pensamiento moderno en muchos
ámbitos del saber es la idea de progreso. Surge a raíz de los grandes descubrimientos, y
permitió establecer comparaciones entre los modos de vida, las costumbres, las
creencias, etc. de los diferentes pueblos descubiertos por los europeos y los antepasados
de éstos, de modo que se les pudo clasificar en la escala de la civilización en función de
su grado de evolución y desarrollo, con parámetros, evidentemente, eurocéntricos. Es una
idea que se basa, por tanto, en el principio de que el desarrollo humano pasa
inevitablemente por varias etapas que todos los pueblos habían de superar, lo que
permitía reducir el conjunto de la historia a un solo esquema, universalmente válido, en el
que las sociedades europeas representaban la etapa de máximo desarrollo y civilización
humanos (Fontana 1994, 122). La idea de progreso está por tanto en la base de la
construcción de la sociedad civilizada contemporánea y se elabora como mecanismo de
oposición al salvajismo. El salvajismo está representado por la naturaleza y es opuesto,
en el Siglo de las Luces, al concepto de sociedad, si bien dicha oposición es anterior al
siglo XVIII (Liauzu 1992, 21). El gran logro de los seres humanos civilizados es el
progreso que, además, fundamenta el «principio revolucionario» que supondrá la teoría
de la evolución. Fue en este contexto donde se produjo un hito muy significativo:
establecer la igualdad entre todos los hombres mediante la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano (1789). Pese al reconocimiento de tales derechos, hubo
dificultades para admitir que los judíos y los esclavos consiguieran idéntica condición de
ciudadanos; los primeros no son reconocidos ciudadanos franceses en la Constitución
hasta 1791, y los segundos no lo serán hasta la Segunda República (1848), una vez que
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Victor Schoelcher demostrara con incisivos argumentos que los negros tenían el mismo
sentimiento de justicia y de injusticia y que no estaban solamente dotados de un instinto
para discriminar entre el bien y el mal (Liauzu 1992, 36 y 38). En ese intento por igualar se
observa sin embargo con facilidad cómo los que establecen el principio de igualdad
generan sistemas de distancia que diferencian, ante la imposibilidad de que los otros
puedan ser como nosotros. Éste es un buen ejemplo de lo que seguimos observando en
toda la etapa contemporánea: camuflar la diferencia jerarquizada mediante discursos de
igualdad.
Hasta donde nuestra comprobación alcanza, parece que la civilización ha crecido efectivamente en el
mundo pasando por estos tres períodos; el representado por un salvaje de las selvas del Brasil, por
un bárbaro de la Nueva Zelandia o del Imperio de Dahomey y por un europeo civilizado (Tylor 1987,
29; la edición original es de 1888).
No se necesitan más comentarios para hacer ver las consecuencias que la idea de
evolución biológica darwinista tiene sobre las sociedades humanas al promover la idea de
evolución social. Es de nuevo en este mismo contexto, asistido de argumentos similares,
donde encontramos una plena justificación al desarrollo del colonialismo: si nosotros los
europeos somos los civilizados y el pueblo más evolucionado sobre la tierra, es nuestro
deber ayudar a los pueblos que permanecen en estados de salvajismo y barbarie y
ayudarles a alcanzar más rápidamente el estatus de civilizados. Como puede verse, se
trata de toda una gran operación de la que sólo presentamos alguna referencia
significativa para mostrar cómo tras la idea histórica del progreso de occidente se
esconde toda una manera de establecer la diferencia jerarquizada con el resto de los
seres humanos.
11
2.2 El determinismo racial contribuye a construir las diferencias
(...) los dos científicos monogenistas más destacados de aquel tiempo, Johann Blumenbach, en
Alemania, y Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, en Francia, defendían a su manera la
supremacía de los blancos. Los dos creían que Adán y Eva habían sido blancos a imagen de Dios.
Los dos veían en la aparición de otros tipos una forma de degeneración (Harris 1982, 72-73).
Ésta fue una forma de racismo que, al menos, consideraba que una adecuada actuación
sobre el medio podría hacer que las «degeneraciones» del tronco común volvieran al
original.
Junto a estas ideas también convivieron en el Siglo XVIII las de los defensores de la
existencia de orígenes diferenciados para los componentes de la especie humana. Los
poligenistas, que rechazaban la autenticidad de la narración del Génesis, atribuían las
diferencias raciales a actos de creación separada (Harris 1982, 75). Ellos, como es el
caso del «tolerante» Voltaire, también establecían la posición inferior de determinados
pueblos de la tierra por poseer una menor inteligencia, o sólo estaban dispuestos a admitir
el estado de civilización en individuos con color de piel blanca, como defendía Hume.
Con la publicación en 1859 de las teorías de Darwin sobre el origen de las especies, se
comenzó a mostrar el error de ambas posiciones, pues si no se aceptaba la idea del
origen diverso, tampoco se aceptaba la existencia de un punto cero en la «creación» de
los seres humanos, sino la de un proceso evolutivo cuyos orígenes estaban en otros
mamíferos similares a nosotros: los monos. Pero no resultó tan fácil descabalgar a unos y
otros de posiciones, pues se mantuvieron en la defensa de sus posiciones: los
monogenistas al seguir defendiendo el origen común de la humanidad, los poligenistas al
seguir defendiendo sus críticas a la Biblia (Harris 1982, 80).
Pero lo que ahora nos importa es cómo ambas posiciones se mantuvieron en sus
diferentes grados de determinismo racial, determinismo que se refinó y que ha llegado a
nuestros días desde ambas posiciones. Se mantiene la idea de una relación directa entre
raza y cultura, aunque se suaviza este determinismo con la teoría de la perfectibilidad que
explica cómo los seres inferiores pueden lograr los estados de felicidad de las sociedades
blancas, asentadas en occidente y a las que denominamos civilizadas, por haber
alcanzado el más alto grado de evolución. Algunas de las posiciones racistas llegarán con
la sofisticación de las posiciones poligenistas. Una vez conocidas las teorías de Darwin y
demás evolucionistas, se buscó la distancia entre las razas a partir de una filogenia
separada: aún teniendo el mismo origen, el largo tiempo que los individuos de diferentes
razas han permanecido separados ha desembocado en una especie de poligenismo que
dificulta cualquier consideración estricta del origen común en la especie humana.
12
Estas posiciones, como ya hemos indicado, han perdurado hasta nuestros días y es en
ellas donde encuentran su apoyo muchas de las explicaciones actuales sobre las
diferencias entre los humanos. Son muchos los que siguen pensando aún que las
diferencias pueden explicarse en o por la pertenencia a una u otra raza, pues se sigue
concediendo a ésta el valor de taxón clasificador de las distancias entre los diferentes
individuos de la especie. Pensar que la raza es «lo que distingue biológica y
socioculturalmente a grupos de personas», «lo que nos hace física y culturalmente
diferentes», «lo que define a un grupo cultural caracterizado por unos rasgos físicos», «lo
que sirve para definir las personas por una constitución físico-biológica apareada con un
bagaje cultural, idioma, religión, etc.», «lo que distingue las formas, las costumbres de los
países y su color», no es en definitiva sino un tipo de pensamiento que se asienta
perfectamente en aquellos planteamientos del siglo XIX que brevemente hemos descrito.
Debemos ser conscientes de que esa forma de definir la raza sigue siendo muy utilizada
en la actualidad7.
A esta confusión se añade la no menos confusa idea sobre la evolución biológica que aún
hoy es aceptada como una hipótesis planteada por Darwin sobre el origen de las especies
por numerosos no especialistas. Ahí encontramos desde los que siguen pensando en
posiciones lamarckianas para explicar la evolución -los organismos biológicos se adaptan
a los ambientes moldeándose, y los caracteres adquiridos se transmiten- hasta los que
piensan en la evolución sólo en los términos darwinistas de selección natural.
7
En concreto, todas esas definiciones han sido obtenidas de un trabajo de investigación que estamos
realizando sobre la información que los docentes tienen en relación con conceptos básicos de construcción
de la diferencia: raza y cultura. No se les pregunta por sus actitudes, sino sobre la información que poseen
sobre lo que es la raza, el número de razas que existen y las relaciones entre raza y cultura, respondiendo a
ellas por escrito, sin límite de espacio y sin opciones cerradas. Para una ampliación de estas ideas y de la
propia investigación, ver el capítulo cuarto de la presente obra.
8
En relación con todo ello se puede consultar la tesis doctoral del profesor Alegret, ya citada en estas
páginas, en la que se muestra la ambigüedad, cuando no el error, con que se presenta en muchos libros de
textos catalanes recientes las nociones de especie y raza.
13
completamente desdibujada. De este modo, acaba contribuyendo más a la construcción
de la diferencia que a la expresión de la diversidad polimórfica dentro de una especie, que
es en realidad lo que hoy significa la expresión «raza». Aunque dicho concepto haya
caído hoy completamente en desuso por parte de los especialistas, se sigue utilizando
más allá de su significado remitiendo en muchos casos al origen de la expresión y
obviando el actual significado:
Hasta mediados del Siglo XIX, la «raza» era un concepto difuso que abarcaba un buen número de
clases de relación. A veces comprendía a la totalidad de la especie, «la raza humana»; a veces, a
una nación o tribu, «la raza de los ingleses»; y otras, sencillamente a una familia, «es el único de su
raza» (Lewontin, Rose y Kamin 1989, 146-147).
Y resulta muy importante esta forma de diferenciación pues, una vez conocidos los datos
en profundidad, se observa que dan la espalda a las fuentes en las que se basó su
construcción. Es cierto que fueron las ciencias naturales las que elaboraron esta
taxonomía aplicable a la especie humana, pero no lo es menos que han sido la biología y,
más actualmente, la genética, las disciplinas que han desmontado esta conceptualización.
La razón es clara para los profesionales de estos campos: desde hace cuarenta años, los
nuevos conocimientos de la genética de poblaciones han obligado a replantear
parcialmente el concepto de raza ante la observación de una gran variedad genética
dentro de cada población; una variedad mayor, incluso, que la que existe entre diferentes
poblaciones. Ello ha supuesto abandonar la tradicional clasificación en blancos, negros y
amarillos, pese a que se sigue todavía utilizando, incluso en muchos libros de texto para
escolares. Actualmente la genética cuestiona las clasificaciones raciales aplicadas a la
especie humana por no presentar, precisamente, ninguna clasificación clara. Se dice que,
después de todo, la única gran variedad visible es la del color de la piel, pues en muchos
otros caracteres encontramos más variedad dentro de un grupo que comparando grupo a
grupo (Lewontin, Rose y Kamin 1999, 154-155). Se ha llegado a la conclusión, como
estos mismos autores afirman, de que cualquier uso de las categorías raciales debe
buscar su justificación en alguna otra fuente externa a la biológica.
Pero a pesar de estos «nuevos conocimientos», la noción de raza y su uso sigue vigente
en la sociedad. Por un lado están los medios de comunicación que, por ejemplo, siguen
utilizando la noción para referirse al pueblo gitano; por otro, como ya hemos dicho, están
los libros de texto, que insisten en ver algún tipo de utilidad en el uso del concepto al
presentárselo a los escolares para ser aprendido. Un libro de texto reciente la presenta
así:
Cuando se habla del cuerpo humano por fuera se dice que el hombre es el único animal
capaz de pensar, inventar cosas y progresar. De las diferencias corporales se dice: «el
cuerpo de todas las personas tiene la misma forma y. los mismos órganos. Pero entre
unas y otras personas hay diferencias de peso, estatura, edad, agilidad, destreza, etc. Las
diferencias corporales más importantes son las de raza y sexo». [A continuación se
aclaran las diferencias de raza:] «se suelen distinguir tres razas principales blanca, negra
y amarilla. Las personas de raza blanca, de raza negra o amarilla se diferencian en el
color de la piel, en el cabello, en los labios, la nariz y la forma de los ojos. Además dentro
de cada raza hay grupos étnicos diferentes» (4. Grazalema-Santillana. 6)
14
(...) lo que define a un grupo cultural caracterizado por unos rasgos físicos
Bajo el supuesto de que clasificar y asignar nombres a las diferentes clases de cosas es,
probablemente, la actividad científica primordial, Dobzhansky (1978, 69) dice que «la
huidiza diversidad de nuestras impresiones [sensoriales] se hace manejable por medio del
lenguaje humano». La palabra o concepto «raza» sirve -suponemos- a ese interés por
hacer manejable una diversidad enorme, y a menudo...
(...) se suele plantear la cuestión de si las razas son fenómenos de la naturaleza objetivamente
existentes o meros conceptos para designar grupos inventados por los antropólogos y biólogos para
su conveniencia. Debemos dejar claramente sentada aquí la dualidad existente en el concepto de
raza. En primer lugar, el concepto de raza se refiere a diferencias genéticas entre las poblaciones
mendelianas existentes desde el punto de vista objetivo. En segundo lugar, es una categoría
clasificadora que debe servir a la función utilitaria de facilitar la comunicación (...).
El saber a cuántos grupos de poblaciones de la especie humana se les debería asignar nombres de
razas es una cuestión de mera conveniencia (Dobzhansky 1978, 86).
Es muy habitual encontrar argumentos de naturaleza para pretender cerrar un debate más
o menos confuso. En nuestras investigaciones pedimos a los maestros que clasifiquen a
sus alumnos mediante algún sistema de diferenciación, y encontramos que la mayoría
empieza utilizando una variable de diferenciación muy interesante: clasifican según las
formas y los ritmos de aprendizaje. Independientemente de que lo que llaman aprendizaje
lo sea en términos psicológicos, debemos resaltar que consideran esta primera manera
de diferenciar como algo natural, pues naturales son las formas de aprender y los ritmos
de aprendizaje. Parece lógico que el maestro comience clasificando a los niños por el
aprendizaje si tenemos en cuenta que su tarea de enseñante se completa tras la
comprobación de que los aprendizajes prefijados y desarrollados han sido logrados o no.
Lo que planteamos es cómo se llega a concebir que esta variable es de índole natural y,
siendo así, se da por supuesto que sobre ella no podemos actuar culturalmente. En
principio, esta paradoja niega la propia existencia y la necesidad del maestro en la
concepción que normalmente se tiene de él y, a la vez, le disculpa de cualquier
deficiencia: él no es culpable de que unos niños avancen de manera diferente a otros o de
manera más rápida que otros, pues ello está motivado por la propia naturaleza de los
mismos niños. Aprender de una u otra manera está determinado por las capacidades de
cada uno y eso es algo que uno trae al nacer. Estamos ante una variante de la rancia
creencia de que la inteligencia se hereda o es innata.
15
científica parecía haber encontrado a favor de la hipótesis de la herencia están hoy
completamente desacreditadas:
Hoy en día, muchos psicólogos (si no la mayoría) reconocen que no puede atribuirse a las diferencias
de Coeficiente Intelectual (CI) entre diversas razas y/o grupos étnicos ninguna base genética. El
hecho evidente es que las razas y las poblaciones humanas difieren en sus experiencias y ambientes
culturales en no menor medida que en sus dotaciones genéticas. No hay, por lo tanto, ninguna razón
para atribuir a factores genéticos las diferencias de puntuación media, en particular dado que es
evidente que la habilidad para responder a los tipos de pregunta planteados por los examinadores del
Coeficiente Intelectual (CI) depende intensamente de la propia experiencia pasada (Lewontin, Rose y
Kamin 1989).
Estos autores indican que en los escritos sobre el Coeficiente Intelectual (CI) de los
psicometristas aparecen ciertas acepciones erróneas del término «heredable» mezcladas
con la acepción técnica de la herencia que utilizan los genetistas, lo que contribuye a
obtener falsas conclusiones acerca de sus consecuencias. Asimismo señalan que el
historial de las observaciones psicométricas sobre la condición hereditaria del CI deja bien
a las claras que las muestras de dimensiones fueron inadecuadas, y que entre las
características típicas de la literatura de la genética del CI destacan los juicios subjetivos y
sesgados, la adopción selectiva, el fracaso en la separación de los llamados «gemelos
separados», las muestras no representativas de adoptados y los gratuitos y supuestos no
probados sobre la similitud de los ambientes (todo esto culminó con el escándalo de las
«investigaciones» de Burt).
Sin duda, el empeño por establecer la distancia entre los grupos -influido por ciertos
principios políticos heredados históricamente- ha impedido que fijáramos la atención
sobre lo que debería contemplarse como diversidad tal y como hoy se hace en genética:
los grupos son más diversos internamente que contrastados grupalmente.
Resulta notorio y significativo cómo en el proceso del logro de la igualdad entre los
hombres aparece un nuevo proceso de exclusión: mientras unos hombres pasan,
además, a ser considerados ciudadanos en el plano de la igualdad, otros se quedan
simplemente en eso, en ser sólo hombres.
16
4.1 El inmigrante como diferente al nosotros
9
Pueden consultarse a tal efecto los datos ofrecidos en los anuarios de la ahora Dirección General de
Migraciones, o en las fuentes primarias en los que se basan tales anuarios: Memoria Anual de la Comisaría
General de Documentación de la Dirección General de la Policía, Memoria Anual sobre Migraciones del
Instituto Nacional de Estadística, Estadística de Trabajadores Extranjeros del Ministerio de Trabajo y
Seguridad Social o Memoria Anual de la Comisión Interministerial de Extranjería.
17
Al final, los estados modernos no hacen otra cosa que practicar la exclusión en el mismo
momento en que pasan a «constituirse». En la resolución de la dicotomía, a la que ya nos
hemos referido, entre hombre y ciudadano que menciona Arendt (citada por Lucas 1994,
117), se estable la «institucionalización de la exclusión» y, como el propio Lucas (1994,
cap. 2) expresa, tiene importantes consecuencias sobre el reconocimiento de los
derechos fundamentales a todos los hombres. Quizá se puede entender mejor el
fundamento de esta exclusión en las siguientes palabras:
(...) los extranjeros representan hoy de forma especial - en tanto que exclusión «natural»- un vestigio
histórico de la evolución de las nociones de estado y ciudadanía: el camino recorrido por la burguesía
primero, y por los asalariados después, aún no ha sido transitado por ellos, que continúan en una
situación más parecida a la del súbdito -siervos- que a la de ciudadano (Lucas, 1994, 118).
La práctica más habitual seguida por las mayorías políticas ha sido la de promover
procesos de asimilación cultural para integrar las minorías culturales. Ello ha implicado,
bien su disolución, bien el genocidio o la expulsión de las fronteras del estado por su
resistencia o sus dificultades para la asimilación. En algunos casos la promoción o
aceptación de autonomías con reconocimientos territoriales y ejercicios políticos ha sido
otra de las soluciones. Pero, por lo general, resulta difícil encontrar en los estados
modernos la aceptación plena al derecho de autodeterminación de los pueblos culturales
(en el sentido que expone Prieto de Pedro 1993).
Sin duda es en este siglo, con notables intentos en los precedentes, cuando más se ha
hecho por el reconocimiento jurídico de las minorías. Los tratados sobre minorías
promovidos por la Sociedad de Naciones son buena muestra de ello (Prieto de Pedro
1993). Aunque, como este mismo autor argumenta, es también en este siglo cuando se
inicia una nueva manera de referirse a las minorías en los tratados legislativos
internacionales y nacionales. Lo cual no quiere decir que desaparezca la protección de las
minorías, sino que deja de ejercerse sobre el grupo y pasa a aplicarse sobre la persona. A
nuestro parecer, estamos ante una «nueva» estrategia asimilacionista que está en la base
ideológica del liberalismo que preside este tipo de elaboración del derecho.
18
buenas intenciones escritas en documentos que no forman parte del convivir cotidiano, de
la cosa pública. Cuando Europa ha comenzado a forjar la idea de la «Europa Unida» ha
evitado un deseo originalmente expresado en el Protocolo Adicional de 1961 a la
Convención Europea de Derechos Humanos de 1950: reconocer más abiertamente a las
minorías étnicas de los países que la componen. Es decir, la idea del reconocimiento de
la diversidad étnica parece oponerse a la idea de construcción europea cuando,
paradójicamente, la diversidad cultural es el argumento central de la llamada «riqueza» de
Europa. Esta pugna entre tendencia universalista y tendencia particularista permanecerá
en la tensión de la construcción de la diferencia en el ámbito de lo político. En la situación
europea actual, esta tensión favorece a una u otra parte, siempre que ambas salgan
ganando. Reconocer la Europa de la diversidad de naciones, regiones, pueblos y gentes
es contribuir a la construcción de una idea de Europa, de manera que parece existir un
apoyo de los particularismos en favor del universalismo, o un reconocimiento de los
primeros al amparo del segundo. No se trata, en cualquier caso, de un reconocimiento de
la diversidad cultural sino de un reconocimiento basado en la construcción y redefinición
de los nuevos «otros», los de «la otra orilla», que no son incluidos ni en el nosotros
universalista de la ciudadanía europea, ni en el nosotros particularista de las regiones
europeas. Se trata, insistimos, de la construcción de la diferencia política entre Europa y
no-Europa y, en parte, entre occidente y no occidente, una nueva versión de la distinción
entre civilizado y no civilizado. Se intenta «destruir» las fronteras internas que durante
años han separado nuestras diferencias intraeuropeas, y fortalecer las fronteras externas.
Parece como si se hubieran olvidado con facilidad principios como los de Montesquieu
cuando aludía a lo inevitable de ser hombre y al azar de ser francés (citado por Prieto de
Pedro 1993).
Por lo que se refiere a los aspectos generales hay que destacar que este «nuevo»
curriculum se apoya en el derecho a la educación que establece la Carta Magna para todo
el estado (artículo 27) y en el Estatuto de Autonomía de Andalucía que proclama «el
derecho de todos los andaluces a la educación» (artículo 12.3.2 de la Ley Orgánica
6/1981). Lo primero que llama la atención es la ausencia de referencias a legislaciones
«superiores» en las que apoyar este derecho (podría mencionarse, a título de ejemplo, la
Declaración Universal de los Derechos Humanos o la Declaración de los Derechos del
Niño)11. Resulta aún más llamativo que el Estatuto de Autonomía reconozca el derecho a
la educación «sólo» a los andaluces. Esto que puede parecer mera retórica, aunque
10
Este apartado aparece reproducido, con algunas variaciones, en el punto 3 del capítulo tercero de la
presente obra.
11
No es que creamos que estas legislaciones tengan más legitimidad -pensamos que deberían ser
igualmente revisadas-, sino que es conveniente tenerlas presentes en la medida en que son precisamente
estas leyes de rango internacional las que suelen usarse para la defensa y reconocimiento de la diversidad
y de las prácticas tolerantes.
19
ajustado a derecho, denota claramente una ausencia de reconocimiento de la existencia
de «otros», en el entorno del territorio andaluz, que pueden «reclamar» el derecho
universal a la educación.
La introducción del decreto contiene dos aspectos ideológicos más en relación con el
tema que nos ocupa. El primero hace referencia a la necesidad de conectar los
contenidos que se desarrollen en este nivel educativo con las realidades, tradiciones,
problemas y necesidades del pueblo andaluz, lo que supone expresamente una llamada a
la incorporación de la cultura andaluza al curriculum escolar (más adelante veremos de
qué forma). El segundo tema tiene que ver con la necesidad de que la educación
promueva actitudes tolerantes y no discriminadoras, que permitan la eliminación del
racismo y la xenofobia. La educación es así considerada como un derecho social que
afecta a todos los ciudadanos en un plano de igualdad, con ausencia de cualquier
discriminación.
Una lectura atenta de estos dos principios plantea la siguiente reflexión: ¿cómo pueden
desarrollarse conjuntamente y complementarse además la versión particular de la entidad
geográfica, cultural, nacional, política, administrativa, etc. (llámese como se quiera) en la
que se reside (Andalucía), con la defensa, el respeto de la diferencia y la promoción de la
diversidad en términos culturales?. Es muy probable que se argumente políticamente la
posible convivencia entre el universalismo y el particularismo, pero, a poca experiencia
que se tenga en el ámbito escolar, es fácil descubrir las grandes dificultades que entraña
hacerlos compatibles, por no hablar de las enormes contradicciones que afloran al
contrastar ambos modelos. Y es que realmente se trata de dos modelos diferentes:
educar para reforzar (además de para otras cosas) los sentimientos de identidad de un
pueblo, o educar para promover un encuentro abierto y sin límites ni fronteras entre
gentes, pueblos y culturas. Educar en la tolerancia y en la no discriminación y decir que la
educación de todos los andaluces es un derecho no resulta muy compatible. Incluso si se
parte del supuesto de que son andaluces todos los que residen en el territorio de
Andalucía. La psicología social establece claramente que la identidad individual se
construye a base de influencias externas que la determinan, pero, en última instancia, es
el individuo el que «elige» su perfil identitario. Resulta difícil, por tanto, hacer compatible
una educación basada en los principios de conexión con el territorio geográfico en el que
se reside con la identidad de ciudadano del mundo o de cualquier otro lugar concreto. Se
podría argüir que el mero acercamiento a una cultura concreta hacia la cual uno no sienta
una especial identificación supone, de por sí, un enriquecimiento, pero no es menos cierto
que se puede aludir al empobrecimiento que supone no tener acceso a todo un
entramado más complejo de diversas culturas que habitan en el mundo y conviven bien o
mal sobre el planeta. Un planeta que cada día descubrimos más diverso y que se ha
construido a lo largo de siglos de historia sobre la base de la diversidad.
En fin, es muy posible que ciertos clásicos de la pedagogía tuvieran razón cuando querían
conectar los contenidos de las enseñanzas al medio en el que se desarrollaban. Pero no
debe olvidarse que aquéllo tenía que ver más con una estrategia metodológica, didáctica
o curricular que con el principio ideológico que ahora se nos propone de que la cultura
20
local atraviese, transversalmente, a todo el curriculum de cada nivel educativo obligatorio.
De «medio» y «recurso» ha pasado a ser un «fin». Y, sobre todo, existen en este principio
ideológico sutiles e importantes elementos conflictivos y de incompatibilidad con el del
pleno desarrollo de la no discriminación y de la tolerancia.
Téngase en cuenta que hemos topado con esta dificultad sin haber entrado a definir qué
se considera como genuino de la cultura andaluza, quién o quiénes están legitimados
para «marcar» los límites que la definen, qué debe ser objeto de enseñanza en la escuela
y cómo enseñar lo que se ha seleccionado. Dicho de otro modo, se ha eludido abordar la
cuestión de saber quiénes tienen el poder de establecer lo que es significativo y
característico de una cultura que nos represente homogéneamente, cuestión muy difícil
de aceptar desde la posición de quienes concebimos que la cultura es más la
organización de la diversidad que la expresión de una unidad homogénea, como
finalmente suele mostrarse en los libros de texto.
Para ilustrar este punto podemos usar, una vez más, el análisis de los libros de texto
escolares, en los que la forma de presentar la categoría de individuo sirve de base a
posteriores construcciones discriminadoras12. A pesar de ello, no son pocos los libros de
texto que tratan de ensalzar la riqueza de la diferencia y promover el respeto por la
diversidad, aunque sería difícil creer que alguien quisiera ser como cualquiera de los que
son presentados como diferentes. La metafórica y confusa frase de «todos iguales, todos
diferentes» parece ser una solución para la construcción de una actitud tolerante. Bajo el
rótulo «todos iguales y diferentes», el libro de cuarto curso de la editorial Grazalema-
Santillana presenta la foto de tres parejas vinculándolas a alguna parte de un mapa de la
Tierra en el que aparece exclusivamente Europa, Asia, África y Australia. La primera se
vincula a Europa, y presenta una mujer con rasgos fenotípicos blancos del norte de
Europa y un hombre con rasgos fenotípicos negros. La segunda pareja se vincula al área
geográfica de Sudáfrica, presentando a ambas personas con rasgos fenotípicos negros
(la escena en la que se representa a esta pareja es claramente positiva y en un ambiente
igualmente positivo, césped verde y vestimenta claramente occidental). La tercera pareja
posee rasgos fenotípicos orientales y se vincula a la zona geográfica de China (la escena
en la que aparecen es igualmente positiva, sentados en un salón de la casa y con
vestimenta claramente occidental, esmoquin para el hombre). Otro libro (tercer curso de
primaria de la editorial SM), presenta en la parte final de una unidad, bajo el título de
«cartel de las ciencias», dibujos de niños con rasgos fenotípicos y vestimenta diferentes;
incluye un rótulo que dice: «todos somos distintos, pero todos somos iguales. Cada uno
12
Los mismos ejemplos son reproducidos en el apartado 4.2 del capítulo quinto de la presente obra.
21
de nosotros tiene su manera de ser y sus costumbres. A menudo, ¡qué diferentes somos!.
Sin embargo, nos respetamos unos a otros para una convivencia agradable».
Ésta es quizá una de las «trampas» más llamativas en las que se ha caído en la
construcción de los discursos interculturales. Esta frase con cierto impacto y alto
contenido metafórico se ha convertido en bandera de tolerancia y de no discriminación.
Pero debemos reflexionar sobre el absurdo de la misma: ¿cómo se puede ser igual a algo
y a la vez diferente a ese algo? Se mezclan planos de diferente rango: el derecho a ser
tratado con igualdad con el deseo identitario de definirse diferente a otro. Esta
diferenciación se eleva a categoría absoluta con la expresión «todos», algo muy contrario
a las ideas de la tolerancia. La cantidad de aclaraciones y de matizaciones que deben
hacerse para obtener el sentido de la frase no parece recomendar su uso y menos aún en
el ámbito escolar, en el que el grado de abstracción que se necesita para hacer útil la
frase no suele estar al alcance de los escolares de la educación primaria. ¿No será esta
un «nueva» manera de construir dulcemente la diferencia desigual invocando ahora los
acordes del reconocimiento de la diversidad?.
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