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REFLEXIONES EN DIVERSOS ÁMBITOS DE CONSTRUCCIÓN DE LA DIFERENCIA1

F. Javier GARCÍA CASTAÑO


Antolín GRANADOS MARTÍNEZ
Rafael A. PULIDO MOYANO
Laboratorio de Estudios Interculturales
Universidad de Granada

PRESENTACIÓN

Con este texto, nos proponemos incitar a quienes centran su trabajo en la interculturalidad
a una reflexión en torno al concepto de diferencia. La diferencia y los procesos por los que
la construimos son de importancia fundamental en el reconocimiento de la diversidad. A
partir del análisis de algunos de los escenarios en los que, a nuestro juicio, tiene lugar la
construcción de la diferencia, iremos aclarando cada uno de estos conceptos. Antes de
ello situaremos nuestras preocupaciones en el contexto intelectual en el que las hemos
desarrollado que no es otro que el crecimiento reciente del interés por investigar y actuar
en el campo general de la interculturalidad, especialmente la vinculación de éste con la
educación.

En lo que llevamos de década de los noventa ha crecido espectacularmente el interés por


la interculturalidad en la literatura científica sobre educación publicada en el España. Una
revisión bibliométrica muestra un importante incremento de publicaciones sobre
educación multicultural e intercultural: entre 1990 y 1994, por ejemplo, se han publicado
cuarenta y tres libros que, parcial o monográficamente, se ocupan de temas de educación
intercultural o multicultural; de entre ellos, algunos con capítulos firmados por autores
diferentes al editor del libro, lo que supone cerca de doscientos capítulos escritos en estos
cuatro años. A los que deben añadirse los más de cien artículos publicados en revistas en
el mismo período de tiempo y sobre la misma temática. Las cifras se dispararían si
incluimos el sinfín de congresos, reuniones, seminarios y cursos que se están
desarrollando a lo largo y ancho de la geografía española sobre una temática que ha
alcanzado el momento «estelar» en el año 1995, dedicado internacionalmente a la
tolerancia.

¿A qué se debe este creciente interés por la educación multicultural e intercultural en la


literatura científica sobre educación?. De momento diremos que tiene una especial
relación con el crecimiento de la presencia de extranjeros con categoría de inmigrantes en
nuestro territorio. Cabría pensar, por consiguiente, que se trata de un interés por la
presencia creciente de diversidad étnica y cultural en las escuelas. Sin embargo, en los
contados casos en los que se ha intentado cuantificar esta diversidad -obviamos resaltar
las dificultades para tal menester-, se ha hecho únicamente sobre la presencia de hijos de
inmigrantes en las escuelas, que, por lo demás, es sólo un tipo de diversidad, de entre los

1
Este texto es una versión revisada de un trabajo ya publicado en Educação intecultural de adultos, M.B.
Rocha-Trindade y M.L. Sobral Mendes (orgs.), CEMRI, Universidade Aberta, Lisboa, 1996, 35-75. Versiones
anteriores fueron discutidas durante diferentes estancias del Programa Erasmus (PIC I-1089) en la
Università degli Studi di Firenze y en la Universidade Aberta de Lisboa. Una nueva versión ha sido
presentada en el Curso de Verano de la Universidad Internacional de Andalucía (sede Antonio Machado)
Diversidad Cultural, Exclusión Social e Interculturalidad (Baeza, 26 al 30 de Agosto de 1996). La presente
versión ha sido revisada dentro del proyecto de investigación Inmigración, Exclusión Social e Integración en
España, financiada por la CICYT (SEC96-0796) y ha sido publicada en Lecturas para educación
Intercultural (Trotta, Madrid, 1999).

1
muchos que cohabitan en la escuela, fundamentalmente de género y de clase. Dicha
presencia no es, por otra parte, tan cuantiosa, en términos globales, como para justificar
este abundante número de publicaciones2. Éstas, además del estudio de la presencia de
hijos de inmigrantes, se han centrado sólo en el diseño de programas educativos para
atender a esta «nueva población» y, sobre todo, en la producción de discursos teóricos
sobre lo que debe ser la interculturalidad o la multiculturalidad cuando adjetiva al concepto
de educación. Hemos creído, pues, necesario analizar en detalle toda esta producción
(García y Pulido 1993; García y Martínez 1994) para poder entender el proceso de
conceptualización de este «nuevo» discurso de la interculturalidad.

Una primera valoración del análisis iniciado por nosotros mismos nos ha llevado a pensar
que tal vez se está iniciando una nueva manera de tratar discriminadamente a una
población discriminada de hecho y que se considera además, a sí misma, como tal.

Con estudios tan focalizados en sectores muy reducidos de la población escolar -aquéllos
que consideramos minoritarios- tal vez estemos contribuyendo a crear ese estatus de
minoría marginal que aparentemente buscamos destruir. En tanto que minoría son objeto
de estudios que reafirman y refuerzan dicha condición. Se hace imprescindible, pues,
empezar a aplicar la expresión «multicultural» a toda la población escolar y ampliar el
campo de lo que debe ser el discurso intercultural sobre la presencia de la diversidad
cultural en el sistema educativo.

Con otras palabras, la diversidad cultural en las escuelas, como en cualquier otro espacio
social, aparece como una realidad en la que la atención a las minorías étnicas debería
representar sólo una parte de lo que concierne a lo intercultural. Pero lo que atraviesa
toda esa realidad, en el plano conceptual y en el de la producción de discursos y prácticas
de cara a investigadores, políticos, medios de comunicación y gente de la calle, no es otra
cosa que la construcción de la diferencia. Por eso juzgamos necesario y urgente
reflexionar sobre esta última por entender que constituye el pilar fundamental de lo que
comúnmente llamamos interculturalidad.

Nuestro argumento para justificar esta manera de proceder es el siguiente: los estudios
sobre interculturalidad surgen como consecuencia de la existencia de la desigualdad
disfrazada de diferencia, y ello, a pesar de que la condición de todo grupo humano es la
diversidad tanto biológica como cultural. Dicho de otra manera, la diferencia es una
construcción para justificar la desigualdad en un mundo cuya condición es la diversidad,
gracias a la cual prosigue con éxito la evolución. De hecho, y hemos sido testigos
recientes de campañas publicitarias que así lo defienden, lo que se opone (aunque
aparentemente quiere ser complementario) a la igualdad, en nuestros tiempos, es
precisamente la diferencia (en otros tiempos la desigualdad). La construcción de la
diferencia no es más que una nueva forma de presentar las distancias culturales, sociales
y políticas que son legitimadas bajo la apariencia de ausencia de jerarquías sociales pero
que ocultan un refinado mecanismo de exclusión. Como ejemplo podemos tomar -y más
adelante ampliaremos este aspecto- la necesidad de establecer una diferencia entre ser
español y no serlo; ésto es, ser extranjero. La categoría de extranjero, que aparentemente
2
Es difícil establecer cuál es el porcentaje de hijos de inmigrantes en las escuelas que puedan suponer una
preocupación para los administradores (si es que debe existir preocupación por la presencia diferenciada,
aunque no faltan quienes se dedican «alegremente» a establecer estos cupos. Pero pensamos que los
datos que proceden de fuentes oficiales y de investigaciones, y que hablan de entre cuatro y diez
estudiantes hijos de extranjeros por cada mil alumnos en el nivel escolar de primaria, no son, por sí solos,
suficientes como para hablar de un crecimiento significativo de este tipo de población diversa en las
escuelas. Más aún cuando, como es el caso, no existen series temporales para establecer comparaciones y
cuando la diferencia de los porcentajes por comunidades autónomas y unidades provinciales es tan dispar.

2
sólo tiene la carga lingüística de ser extraño3, tiene además la carga cultural de ser
diferente, de ser «otro» y, sobre todo, tiene la carga jurídica de no ser ciudadano. De
manera burda se puede afirmar que un extranjero es aquél que «no es natural» de un
país distinto del suyo lo que supone, desde el punto de vista de la plena protección y de
amparo constitucional, no ser ciudadano, con lo que ello conlleva de ausencia de
derechos4. Esta desigualdad se produce sin llegar a calificar a tal o cual extranjero, lo que
nos llevaría a la distinción jerárquica entre inmigrante y extranjero.

Consideramos que este simple ejemplo es una buena muestra de cómo la construcción
de la diferencia no es más que una justificación del proceso de desigualdad. La
pertinencia del ejemplo utilizado radica en que son las mismas constituciones que se
fundamentan, entre otros principios, en la igualdad de todos los ciudadanos, las que no
pueden por menos que reconocer que los no ciudadanos, o sea los extranjeros, no tienen
igualdad plena de derechos.

Sobre esta base es la que deseamos desarrollar conceptualmente lo que hemos


denominado la construcción de la diferencia. Haremos de momento, concretando la
reflexión en cuatro campos fundamentales, una primera aproximación superficial que
pretende incitar a la reflexión interdisciplinar en la elaboración de los discursos
interculturales, partiendo de las bases de la construcción de la diferencia.
Interdisciplinariedad que no debe interpretarse para nuestro caso como acumulación de
conocimientos de varias disciplinas, sino, sobre todo, como una nueva producción de
conocimiento, cuyas bases se asientan en una dispersión de disciplinas que producen
conocimientos separados sobre una misma realidad.

El primero de los ámbitos sobre el que nos interesa reflexionar es el epistemológico que
nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿Cuáles son los mecanismos para
diferenciar una cosa de la otra? Una persona ajena, muy ajena, a nuestra cultura, que
viera por primera vez objetos habituales de nuestra cultura, es posible que se
sorprendiera y, acto seguido, pondría en marcha una serie de mecanismos que le
permitirían diferenciar lo nuevo de lo ya conocido. Saber cómo procedemos en nuestra
cultura para establecer la diferencia simple entre objetos es importante y es un primer
paso para entender la dimensión epistemológica de todo el proceso. Uno de los primeros
mecanismos cognoscitivos que ponemos en marcha para establecer diferencias entre
objetos es la percepción de las formas. Las diferencias captadas por el sentido de la vista
son el primer elemento que nos informa acerca de cómo construimos nuestro
conocimiento de la diferencia. Siguiendo este principio perceptivo, se entiende fácilmente
que todos distingamos una persona de color de piel negro de otra persona de color de piel
distinto. Pero la pregunta que nos hacemos va algo más allá del mero sentido común:
¿qué ha sucedido para que la diferenciación se establezca prioritariamente sobre el color
de la piel?

Un segundo campo lo constituye la historia. En la llamada cultura occidental rige un


principio que consiste en justificar las cosas porque tienen historia, siendo muy habitual
decir que somos algo porque tenemos historia. En la narración de la historia reside una de
las variables más importantes de la construcción de la diferencia, ya que, como veremos
más adelante, a través de ella se ha facilitado a los humanos, especialmente a los
formados en occidente, una determinada comprensión de la diferencia y de la distancia

3
La expresión extranjero procede del francés antiguo y tiene un claro significado en relación con lo extraño,
con el desconocedor de las cosas (novato), o con otras claras categorías de diferenciación y de exclusión.
4
El término extranjero, jurídicamente hablando, evidencia la cicatriz entre hombre y ciudadano (Lucas 1994,
119)

3
con respecto a «los otros» que, o no tienen historia (sea escrita o contada), o se les niega.
La historia que normalmente nos ha llegado de forma escrita contribuye al propósito de
establecer distancias a partir de la diferencias.

Un tercer ámbito, que suele pasar muy desapercibido en las ciencias sociales en los
últimos tiempos, es el campo de la fundamentación natural de las diferencias.
Mantenemos hoy gran parte de nuestras concepciones sobre la diferencia porque hemos
dejado de prestar atención a lo que la biología actual dice sobre ellas. En la ciencia
natural de los siglos XVIII y XIX surgieron maneras de diferenciación que hoy utilizamos
en la vida cotidiana, aunque sus ciencias herederas han dejado de utilizarlas. Los
científicos sociales debemos tener en cuenta estos conocimientos sin caer en el «uso y
abuso de la biología» que denunciara Sahlins en su crítica a los enfoques de la
sociobiología.

El cuarto ámbito es el de la práctica política a través del desarrollo legislativo. La


construcción de la diferencia tiene lugar también, y de manera central, en el discurso
político y se organiza en la producción legislativa. A veces este discurso político no va
acompañado de legislación, lo que introduce otra variante en los procesos de
construcción de la diferencia en la vida pública.

Podríamos hablar de las prácticas educativas como un quinto ámbito, aunque se trataría
de un ámbito subordinado en el sentido de que recoge y reproduce -a veces con
distorsión- las construcciones de los ámbitos antes citados. En cualquier caso también
hablaremos aquí de educación para criticar a quienes dicen que es a través de ella como
se pueden solucionar los problemas que la construcción de la diferencia genera. Creemos
que no se puede arreglar mediante la educación la problemática creada por una diferencia
construida históricamente, amparada por discursos de la ciencia natural decimonónica,
esto es, fundada sobre bases seudo-biológicas, y por discursos políticos a menudo
concretados legislativamente. Sobre todo cuando muchos de los que aluden a la
educación en estos temas, realmente están queriendo decir «que sea la escuela quien
solucione el problema».

En definitiva, lo que venimos a presentar es cómo históricamente, con el apoyo de la


ciencia natural que a la vez se apoyó en un determinado proceder epistemológico, se ha
producido un discurso diferenciador que se recoge en el discurso político y desarrolla todo
un argumento normativo que pretende regular un modelo de convivencia. Es una historia
que muestra un pasado que no debe dejar lugar a dudas sobre su «pureza y originalidad»
nada mestiza. Muy al contrario, viene a mostrar cómo profundiza sus raíces en ancestros
«no contaminados con sangres profanas».

1. ASPECTOS EPISTEMOLÓGICOS EN EL PROCESO DE DIFERENCIACIÓN

Como hemos anunciado, uno de los primeros aspectos sobre el que debemos reflexionar
es el de los mecanismos y procedimientos que seguimos para diferenciar cosas y
personas. En esta tarea es vital aclarar el significado de cada una de las expresiones que
utilizamos. Hemos mencionado el verbo «distinguir» y el verbo «diferenciar», que
aparecen en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, DRAE, con un
significado similar: el primero habla del «conocimiento de la diferencia entre una cosa y
otra», y el segundo de «hacer distinción, conocer la diversidad de las cosas». También
usamos el sustantivo «diversidad», que en el DRAE significa «variedad, desemejanza,
diferencia». Como se puede observar, unos términos remiten a otros y, de hecho, suelen
utilizarse en el lenguaje coloquial como sinónimos. Pero no debemos perder de vista que

4
en estos términos existen componentes semánticos, explícitos o no, que los conectan a
aspectos no mencionados como clasificación, ordenación, elección, preferencia,
dignificación, lejanía. Este campo semántico aledaño desvela que distinguir o diferenciar
una cosa de otra supone predisponer un proceso de comparación y clasificación de lo que
estamos diferenciando y distinguiendo. Analicemos con cierto detalle los métodos que se
utilizan en este proceso.

1.1 Los ordenaciones nomotéticas e ideográficas y la construcción de las


diferencias

Al comparar las cosas que tratamos de diferenciar, la primera tarea que emprendemos es
generar algún sistema para aglutinar o agrupar lo que juzgamos igual o similar y, con ello,
separar lo que es diferente5. Para llevar a cabo este primer paso se pueden seguir dos
métodos: el nomotético y el ideográfico.

Con el método nomotético se procede de manera descendente, agrupando los objetos de


una diversidad dada a partir de un criterio de referencia, procediendo de manera igual con
los subgrupos resultantes y con las agrupaciones de tales subgrupos. Un ejemplo claro de
esta manera de proceder es la agrupación de los seres humanos a partir del criterio
continental: «africanos», «americanos», «australianos», «europeos» y «asiáticos». Esta
clasificación no parece problemática pero puestos a practicar la agrupación del conjunto
de los humanos nos encontraríamos con numerosas dificultades.

Con el método ideográfico se procede de manera ascendente, agrupando los objetos


desde lo más específico hasta llegar a lo más general. Se parte de los objetos en sí y se
les compara, sin partir de ningún criterio previo. Aquellos objetos que ofrezcan semejanza
pasan a formar un grupo al que pueden dejar de pertenecer si se encuentran otros
objetos a los que alguno de los agrupados se asemeja más. Ello supone dejar siempre
abiertas todas las clasificaciones en espera de nuevos elementos que puedan aportar
criterios diferenciadores. Un ejemplo de esta manera de proceder es el sistema de
clasificación que se sigue en la paleoantropología, en el que cada nuevo resto fósil
descubierto es comparado con los existentes y, a partir de ello, se decide si el nuevo fósil
pertenece a un grupo ya existente (ya denominado) o se genera un nuevo grupo al no
«encajar» en ninguno de ellos.

La elección de un método u otro en el proceso de clasificación de las cosas o de los seres


humanos no es fruto del azar sino que tiene su lógica y puede explicarse:

En el caso concreto de aplicación de estos métodos de clasificación a la diversidad étnica


nos encontramos con que la elección del método de clasificación dependerá del contexto
en el que se produzca la clasificación. Si se trata de un contexto en el que se está
privilegiando más la unicidad de la especie o del género humano frente a la diversidad de
las sociedades, las culturas o los individuos, entonces se tenderá a elegir un método
descendente; mientras que si se está privilegiando la diversidad de los individuos frente a
la unicidad de la especie, entonces se elegirá el método ascendente. En nuestra cultura,
frente a la diversidad en general tenemos la tendencia a realizar clasificaciones
unidimensionales, aplicar sistemas de clasificación descendente y establecer jerarquías
entre los grupos resultantes de esas clasificaciones (Alegret 1993).

5
Seguimos en este punto lo expuesto por Alegret (1993) en sus explicaciones sobre las formas de tratar la
diversidad y los procesos de construcción de la diferencia.

5
A diferencia de Alegret, nosotros no creemos que esta manera de establecer
clasificaciones se deba a un procedimiento de «mínimo esfuerzo». Es verdad que las
categorías que normalmente se utilizan para clasificar son unidimensionales y por ello el
resultado es también una clasificación unidimensional. Sostenemos, por nuestra parte,
que esta manera de proceder está asociada a las influencias que las ciencias -las ciencias
naturales tradicionales, constituidas a partir, primero, del empirismo y, posteriormente, del
positivismo- han tenido sobre las cosmovisiones occidentales. Esa forma de proceder por
ordenación clasificadora y jerarquizadora, resultado del método nomotético, está muy
emparejada con la epistemología propia de la ciencia natural que establece un orden
«lógico» del mundo en su esfuerzo por explicarlo. Sin duda es muy difícil deshacerse de
este sistema de proceder, puesto que posee una lógica en la que nos encontramos
profundamente socializados y que utilizamos para muchos aspectos de nuestra vida.
Pensemos, para comprobarlo, en algún ejemplo cercano o cotidiano de clasificación
ideográfica ascendente y comprobaremos cuan difícil es encontrar alguno, por inusual. En
este sentido sí que se puede afirmar que el proceder nomotético es consecuencia de la
tendencia «al mínimo esfuerzo».

La clasificación de los grupos a partir de diferencias establecidas en términos de


desigualdad es un proceso sumamente fácil cuyas consecuencias importa indagar.

Al agrupar, utilizamos criterios preestablecidos que generan una distancia entre los
elementos clasificados a los que muy habitualmente jerarquizamos. La magia de los
números se convierte en el aval que da fiabilidad a la distancia:

Al recurrir a la escala numérica estamos aplicando sobre esos objetos la propiedad


característica de los números que es su ordenación. O sea, estamos estableciendo
implícitamente una jerarquía, que a su vez supone un primer nivel de desigualdad (Alegret
1993).

De este modo se entiende por qué la clasificación de los humanos según el criterio de
adscripción a un continente plantea dificultades. Aparentemente no las hay hasta que se
suscita la cuestión de decidir con qué criterios se establece la adscripción: ¿se es de un
continente por nacer o por residir en él? El debate que produce este planteamiento es de
carácter político y jurídico con principios fuertemente ideologizados que ocultan la
identidad6 de quien establece los criterios que no es otra que la del «nosotros».

Esta es, en nuestra opinión, una de las consecuencias del procedimiento descendente.
Pero hay aspectos importantes en el proceso que permiten comprender mejor el
significado de muchas de las diferencias que manejamos.

1.2 Cuestiones de «economía cognitiva»

6
Valga como ejemplo para la reflexión el término «afroamericano» utilizado en el lenguaje políticamente
correcto en los Estados Unidos para evitar el término «negro»: ¿se trata de negros americanos de origen
africano o de negros africanos de origen americano? No es casualidad que sea el grupo mayoritario -
política, económica y culturalmente hablando- el que haya impuesto dicha terminología: los
«angloamericanos». Frente a los WASP (white, anglosaxons, protestants) los demás son denominados por
su origen «nacional» cuando se trata de europeos meridionales (“italoamericanos», etc.), por su origen
«cultural» cuando se trata de americanos bien sea del norte (“chicanos»), del centro o del sur (“hispanos»),
por su origen «comunitario» cuando se trata de grupos identificados fundamentalmente por su religión
(“comunidad judía») o por su origen «continental» cuando se trata de sustituir la «raza» (negros/africanos,
amarillos/asiáticos, árabes/africanos).

6
En su trabajo sobre los fundamentos cognitivos de las clasificaciones naturales, Atran
(1990) señala que, dado que humanos y animales son dominios ontológicos adyacentes,
cabría esperar que los niños inicialmente echaran mano de su conocimiento sobre los
humanos para empezar a organizar y fundir su conocimiento sobre plantas y animales.
Inversamente, cabría esperar que utilizaran sus presupuestos sobre las naturalezas
subyacentes de las cosas vivas para organizar mejor su conocimiento de los humanos y
fundirlo con el que poseen sobre ellas. Esta conjetura, dice Atran,

Concordaría con el hecho aparente de que, mientras los niños de tres años no parecen
categorizar a los humanos según líneas raciales, hacia los cinco años presumen que las
diferencias morfológicas señaladas por su sociedad corresponden con diferencias
subyacentes entre grupos humanos (Hirschfield 1988, 74; citado por Atran 1990).

A partir de los cinco años, por lo tanto, un individuo comienza a manejar en su vida
cotidiana categorizaciones distorsionadas, basadas en el prejuicio y el estereotipo, que
parecen operar siguiendo unos principios de economía cognitiva, esto es, facilitando el
procesamiento de información. De esta manera, definimos un grupo a partir de un criterio,
y se asume que todo aquello que se atribuye al grupo en cuestión puede ser atribuido a
todos o a la mayoría de sus miembros; y a la inversa, «puede asumirse que las
evaluaciones negativas de miembros individuales son válidas para el grupo en su
conjunto» (Van Dijk 1987, 197).

La expresión clave en la cita de Atran es «señaladas por su sociedad». Como ya recordó


Dobzhansky (1978, 35), la igualdad o desigualdad entre los seres humanos no tiene nada
que ver con la biología, sino con preceptos éticos; algo que «una sociedad puede otorgar
o quitar a sus miembros». La diversidad observable, dice este autor, «es un producto
genético, un conjunto de diferencias genéticas y ambientales», mientras que las
diferencias son un producto cultural, una construcción social, más concretamente una
selección -siempre sesgada- de variables de diversidad cuyo objeto es generar sistemas
jerarquizados y jerarquizantes. Sus promotores, «los falsos guías al país de ensueño de
las razas puras», han abundado. «¡Qué interesante -exclama con ironía Dobzhansky
(1978, 58)- sería poder decir a qué raza pura pertenece cada individuo!». Y es que las
capacidades para juzgar diferencias entre, y percibir algo como diferente a, son cosas
culturalmente mediatizadas. No sólo en ámbitos tan obvios como los valores políticos,
sino en algo tan aparentemente inocente y evidente como la percepción del color (¿qué
es rojo y qué es azul?), como demuestran los estudios clásicos de Segall, Campbell y
Herskovits (1966) y el de Berlin y Kay (1969) en el que se relaciona la complejidad
lexicográfica en el dominio cromático con el desarrollo cultural-tecnológico de las
sociedades.

Atran afirma que

(...) parece ser que la cognición humana es ecléctica por conveniencia. La gente tiende a hacer uso
de cualquier medio cognitivo del que dispongan de inmediato a fin de dotar de más sentido al mundo
(...) Por ejemplo, las distinciones morfológicas visibles entre grupos humanos se conciben en primera
instancia (pero no necesariamente) como distinciones morfológicas entre especies animales -o sea,
de acuerdo con los presupuestos acerca de naturalezas físicas subyacentes. Estos presupuestos
subrayan el establecimiento de jerarquías sociales y la tenacidad del racismo (Atran 1990, 78).

El proceso al que se refiere Atran es el de esencialización de las distinciones externas. O


sea, la atribución de las diferencias construidas a presuntas naturalezas subyacentes, con
las consecuencias que ello trae en términos de confusión y uso conceptual inapropiado.

7
1.3 Taxonomía y diferenciación

El proceso de agrupación orientada a la diferenciación conduce a una clasificación


compuesta de dos fases:

(...) la taxonomía o definición de los criterios que van a tomarse como referencia para construir las
agrupaciones y el proceso de identificación o asignación de los objetos a las agrupaciones
previamente definidas (Alegret 1993).

Después de esto habremos de cuestionarnos si es posible aplicar a los seres humanos un


proceso de diferenciación cuyo resultado sea una agrupación tras la que haya algo más
que la pura arbitrariedad de quienes han realizado la distribución. Un ejemplo está en la
diferenciación de los humanos según la pertenencia a una raza u otra. Si utilizamos tales
mecanismos aplicados a los seres humanos no sólo encontraremos dificultades en la
observación de diferentes seres humanos ante la variada gama cromática -que va mucho
más allá de la meramente simbólica entre el blanco y el negro-, sino que, además, la
gama variará según el observador, puesto que es el resultado de un proceso perceptivo,
el del color, profundamente influido por la cultura o culturas que uno ha adquirido (Berlin y
Kay 1969). Después de todo, ¿qué utilidad puede tener una clasificación a partir del color
de la piel, si resulta ser tan sólo uno de los pocos elementos de diferencia intergrupal y,
en todo caso, insignificante en la comparación con la diversidad intragrupal?

2. MIRANDO A LA HISTORIOGRAFÍA PARA COMPRENDER CÓMO SE CONSTRUYE


LA DIFERENCIA

La historia es uno de los pilares en los que se asienta el procedimiento epistemológico


antes descrito, facilitando a los humanos occidentales la comprensión de la diferencia-
distancia con respecto a los otros.

Lo que hoy conocemos como Europa se compone de una pluralidad de culturas cuyos
orígenes han sido sistemáticamente reinventados frente al bárbaro, al infiel, al salvaje, al
pobre, al inculto, etc. en una construcción lineal de la historia, desde Grecia hasta el modo
de vida típicamente occidental de finales del siglo XX (Fontana 1994), en la que la mejor
parte se la llevan aquellas culturas -grupos socialmente dominantes- que han tenido poder
y privilegio para definirse y distanciarse de los diferentes.

Fontana presenta una galería de espejos deformantes en los que se reflejan las imágenes
que la historia oficial proyecta sobre ellos; imágenes dibujadas desde la diversidad (de
clase, de etnia, de cultura, de religión, de sexos), para establecer distancias (reales y
simbólicas) respecto de la diferencia (por razones económicas, geográficas, de modos de
vida, creencias, etc.):

La imagen tópica de una «polis» griega habitada por ciudadanos libres que participaban
colectivamente en el gobierno no es más que un espejismo que oculta el peso de la esclavitud, la
marginación del campesino (enmascarada por una falsa contraposición entre la ciudad «culta» y el
campo «atrasado»), la subordinación de las mujeres (...), así como la división real entre ciudadanos
ricos y pobres (Fontana 1994, 12).

De este modo podemos percibir la imagen tópica de la historia de Europa desde una
perspectiva que permite apreciar los detalles juzgados «insignificantes», «vulgares»,
«bárbaros», «primitivos» «heréticos», etc. por una estética oficial que tiene, entre sus
objetivos más profundos, el establecer las distancias a partir de las diferencias.

8
En un ensayo a caballo entre la proto-etnografía y el relato de memorias, publicado en la
misma colección en que apareció Anthropology (Tylor) y aparecería después La rama
dorada (Frazer), el oficial del ejército británico H.F. Hall (1898) disertó sobre la centralidad
del budismo en la vida cotidiana de los birmanos a finales del siglo pasado. Al hablar
acerca de la falta de limpieza de las viviendas birmanas, Hall recordó que

(...) la limpieza es uno de los últimos regalos de la civilización. Hoy nos enorgullecemos de nuestro
orden, y olvidamos cuán reciente es este logro. Ya les llegará a ellos [los birmanos] junto a los otros
regalos de la edad, pues nunca debe olvidarse que son un pueblo muy joven -sólo niños, niños
grandes- que aprende muy lentamente las lecciones de la experiencia y el conocimiento (1898, 176).

Hall legó a cifrar la distancia entre la civilización birmana y la suya (la británica victoriana):
«(...) está relativamente a mil años de la nuestra» (id.), de ahí lo sorprendente de algunos
de sus modales, «(...) tan buenos, y eso que son niños en cuanto a civilización» (Hall
1898, 223). Éste no es sino uno de los muchos ejemplos que podríamos haber elegido
para ilustrar cómo se construye la diferencia a través de la distancia, en este caso,
temporal.

Es cierto que el rechazo del otro, del distinto, del diferente ha sido una constante en la
historia de las relaciones entre los pueblos. El desconocimiento, la ignorancia, la
superstición y la religión han desempeñado un papel muy importante en las distintas
formas en que se puede clasificar la aversión hacia lo desconocido y lo diferente. Una de
dichas formas, el racismo (las razas son por naturaleza desiguales entre ellas, en una
relación de superioridad/inferioridad), ha producido sin embargo un corpus teórico y
seudocientífico, el racialismo, con una fuerte componente diferencialista: las diferencias
entre las razas no se explican ya desde la biología sino a partir de bases culturalistas que
se alimentan de las imágenes tópicas, construidas desde una determinada manera de ver
la historia de los distintos grupos humanos. En la línea del racismo diferencialista, el que
aquí interesa, hay que distinguir dos tipos de manifestación ideológica: el que se presenta
como elogio y afirmación tolerante de todas las diferencias asegurando la conservación
de las identidades colectivas (Taguief 1987, 329) y que se manifiesta por una actitud de
rechazo, de distanciamiento y de exclusión (Wieviorka 1993, 11), y el que se presenta
como «ropaje táctico del racismo desigualitario, como reformulación aceptable que echa
mano de una palabra maestra ideológica (la diferencia)» (Taguieff 1987, 329). Es este
racismo, el que reclama el derecho a la diferencia, el que, a nuestro juicio, alimenta
ideológicamente al racialismo, que está obteniendo un renacido auge -tras su esplendor
en el siglo XIX y primera mitad del XX- en las dos últimas décadas, al amparo de diversos
factores que van desde un importante movimiento de población desde los países pobres
hacia los países ricos, hasta el brote de nacionalismos que parecían ya olvidados con el
status quo conseguido tras la IIª Guerra Mundial, la descolonización y el acceso a la
independencia de las antiguas colonias europeas, pasando por la crisis del Estado de
Bienestar y la caída del muro de Berlín.

Pero el racismo no es ajeno a otra forma de diferenciación más cercana a la época


contemporánea: «en la dialéctica identitaria, la definición de sí y del otro, la nación es una
de las categorías claves, convirtiéndose con la Revolución Francesa en una categoría
política» (Liauzu 1992, 56-57). Mientras que la entidad cultural ha existido desde siempre,
la nación es introducida en Europa en la época moderna (Todorov 1989). Las diferencias
entre un «nosotros» y un «ellos» toman una dimensión distinta, más territorial, más étnica,
en el período comprendido entre 1880 y 1914, cuando se asiste a grandes movimientos
migratorios dentro de los estados y de unos estados a otros (Hobsbawm 1991). Tales
diferencias han funcionado históricamente

9
Como divisores horizontales además de verticales, y, antes de la era del nacionalismo
moderno, es probable que sirvieran más comúnmente para separar estratos sociales que
comunidades enteras (Hobsbawm 1991, 74).

Entre el racismo y el nacionalismo se sitúa, por tanto, otra forma de diferenciar, el


etnocentrismo, que se caracteriza por establecer como valores universales los valores
particulares de la sociedad a la que se pertenece y que normalmente son valores
nacionales. Sin embargo, el etnocentrismo era ya objeto de crítica en el siglo XVIII como
prueba este testimonio de Helvetius:

Que je parcoure toutes les nations, je trouverai partout des usages différents, et chaque peuple, en
particulier, se croira nécessairement en possession du meilleur usage (Helvetius 1827, citado por
Todorov 1989, 32).

Llama por tanto la atención que, pese a que muchos de los episodios históricos que han
apoyado un tipo de construcción de la diferencia -como es el racismo- han sido
seriamente cuestionados desde la ciencia, aún perduran los resultados de esa
construcción en la medida en que sigue siendo utilizada. Y ello tal vez se deba a una
reformulación/actualización del racismo/racialismo sobre nuevas bases ideológicas que se
asientan en el etnocentrismo postmodernista de finales de siglo y en el papel que
desempeña el resurgir de un nacionalismo que cobra nuevos bríos en el nuevo orden
internacional, habiendo, de hecho, aumentado su relevancia:

En tanto que principio de organización política, la idea de que los límites políticos deben ser
congruentes con los étnicos, que los gobernantes no deben ser étnicamente distinguibles de los
gobernados, tiene hoy una preminencia y una autoridad que jamás poseyó en la historia pasada de la
humanidad (Gellner 1995, 55).

2.1 Las idea de progreso, evolución y sociedad civilizada constructoras de un


nuevo orden... diferencial

Una idea muy importante y que justifica gran parte del pensamiento moderno en muchos
ámbitos del saber es la idea de progreso. Surge a raíz de los grandes descubrimientos, y
permitió establecer comparaciones entre los modos de vida, las costumbres, las
creencias, etc. de los diferentes pueblos descubiertos por los europeos y los antepasados
de éstos, de modo que se les pudo clasificar en la escala de la civilización en función de
su grado de evolución y desarrollo, con parámetros, evidentemente, eurocéntricos. Es una
idea que se basa, por tanto, en el principio de que el desarrollo humano pasa
inevitablemente por varias etapas que todos los pueblos habían de superar, lo que
permitía reducir el conjunto de la historia a un solo esquema, universalmente válido, en el
que las sociedades europeas representaban la etapa de máximo desarrollo y civilización
humanos (Fontana 1994, 122). La idea de progreso está por tanto en la base de la
construcción de la sociedad civilizada contemporánea y se elabora como mecanismo de
oposición al salvajismo. El salvajismo está representado por la naturaleza y es opuesto,
en el Siglo de las Luces, al concepto de sociedad, si bien dicha oposición es anterior al
siglo XVIII (Liauzu 1992, 21). El gran logro de los seres humanos civilizados es el
progreso que, además, fundamenta el «principio revolucionario» que supondrá la teoría
de la evolución. Fue en este contexto donde se produjo un hito muy significativo:
establecer la igualdad entre todos los hombres mediante la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano (1789). Pese al reconocimiento de tales derechos, hubo
dificultades para admitir que los judíos y los esclavos consiguieran idéntica condición de
ciudadanos; los primeros no son reconocidos ciudadanos franceses en la Constitución
hasta 1791, y los segundos no lo serán hasta la Segunda República (1848), una vez que

10
Victor Schoelcher demostrara con incisivos argumentos que los negros tenían el mismo
sentimiento de justicia y de injusticia y que no estaban solamente dotados de un instinto
para discriminar entre el bien y el mal (Liauzu 1992, 36 y 38). En ese intento por igualar se
observa sin embargo con facilidad cómo los que establecen el principio de igualdad
generan sistemas de distancia que diferencian, ante la imposibilidad de que los otros
puedan ser como nosotros. Éste es un buen ejemplo de lo que seguimos observando en
toda la etapa contemporánea: camuflar la diferencia jerarquizada mediante discursos de
igualdad.

El siglo XIX es especialmente importante para nuestro propósito en la medida en que es


un siglo en el que la historia se elabora con una orientación clara hacia la construcción de
la diferencia. La teoría de la evolución, la Gran Teoría del Siglo, ayudará al proyecto de la
Ilustración y su idea de progreso, que incluye una defensa de la necesaria igualdad entre
los hombres y los ciudadanos. La idea de evolución nos pone sobre la pista de cómo
pueden coexistir progreso y desigualdad. La doctrina de Darwin «es la revelación racional
del progreso» (Royer 1862, citado por Liazu 1992, 90) y, a la vez, es la organizadora del
orden jerárquico de la naturaleza, un orden que presentará a su vez a los humanos
jerarquizados en razas, aunque ahora tal procedimiento contará con la «legitimidad
científica». Siguiendo los procedimientos descritos en el apartado anterior sobre los
aspectos epistemológicos, hubo una gran preocupación por cuantificarlo todo por parte de
todos, lo que hizo posible la hegemonía intelectual de la antropología física. Estas
mediciones estarán en la base de gran parte de las clasificaciones, aunque lo que se
pretenda cuantificar sea, por ejemplo, el grado de personalidad cleptómana a partir de
complejas mediciones antropométricas. Pero esto es sólo una parte, ya que se llega a
establecer incluso la capacidad intelectual de las diversas razas humanas (Broca 1861,
citado por Liauzu 1992, 95) que aún hoy algunos se empeñan en mantener. Las
diferencias empiezan a ser tratadas a la luz de la diversidad natural y, abandonando
también aspectos culturales, se explican por los principios naturales de la evolución. En la
lucha por la supervivencia, impuesta por la selección natural, unos individuos -ahora
también humanos- alcanzan un grado de evolución diferente al de otros individuos,
logrando posiciones «más altas» en la evolución, pudiendo así mostrar su supremacía
sobre el resto de los mortales. Esta idea unilineal de evolución es aplicada como estricta
regla al ámbito de la cultura, en donde se establece esa conocida clasificación que
pretende medir el progreso de la especie humana: salvajismo, barbarie y civilización, los
tres estados de evolución por los que ha pasado el ser humano y que, además, pueden
ser fácilmente identificados en el mundo moderno:

Hasta donde nuestra comprobación alcanza, parece que la civilización ha crecido efectivamente en el
mundo pasando por estos tres períodos; el representado por un salvaje de las selvas del Brasil, por
un bárbaro de la Nueva Zelandia o del Imperio de Dahomey y por un europeo civilizado (Tylor 1987,
29; la edición original es de 1888).

No se necesitan más comentarios para hacer ver las consecuencias que la idea de
evolución biológica darwinista tiene sobre las sociedades humanas al promover la idea de
evolución social. Es de nuevo en este mismo contexto, asistido de argumentos similares,
donde encontramos una plena justificación al desarrollo del colonialismo: si nosotros los
europeos somos los civilizados y el pueblo más evolucionado sobre la tierra, es nuestro
deber ayudar a los pueblos que permanecen en estados de salvajismo y barbarie y
ayudarles a alcanzar más rápidamente el estatus de civilizados. Como puede verse, se
trata de toda una gran operación de la que sólo presentamos alguna referencia
significativa para mostrar cómo tras la idea histórica del progreso de occidente se
esconde toda una manera de establecer la diferencia jerarquizada con el resto de los
seres humanos.

11
2.2 El determinismo racial contribuye a construir las diferencias

En la base del pensamiento evolucionista que hemos presentado se produjo la


dicotomización del continuo naturaleza-cultura y el racismo científico entra en la historia
de las ciencias sociales como una posición en relación con ese continuo (Harris 1982, 70).
Durante épocas anteriores al siglo XIX la balanza se había inclinado del lado de la cultura,
del lado de la influencia del medio ambiente en la construcción de las diferencias. Fueron
los monogenistas, convencidos de los principios bíblicos, los que defendieron la unidad de
la especie humana y la existencia de un tronco común en el origen para todos sus
miembros. La posterior diversidad de razas fue consecuencia de la adaptación a
medioambientes diferentes, con repercusiones sobre la evolución de los individuos de
cada grupo. Una vez más aquí también se jerarquiza a la hora de construir las diferencias:

(...) los dos científicos monogenistas más destacados de aquel tiempo, Johann Blumenbach, en
Alemania, y Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, en Francia, defendían a su manera la
supremacía de los blancos. Los dos creían que Adán y Eva habían sido blancos a imagen de Dios.
Los dos veían en la aparición de otros tipos una forma de degeneración (Harris 1982, 72-73).

Ésta fue una forma de racismo que, al menos, consideraba que una adecuada actuación
sobre el medio podría hacer que las «degeneraciones» del tronco común volvieran al
original.

Junto a estas ideas también convivieron en el Siglo XVIII las de los defensores de la
existencia de orígenes diferenciados para los componentes de la especie humana. Los
poligenistas, que rechazaban la autenticidad de la narración del Génesis, atribuían las
diferencias raciales a actos de creación separada (Harris 1982, 75). Ellos, como es el
caso del «tolerante» Voltaire, también establecían la posición inferior de determinados
pueblos de la tierra por poseer una menor inteligencia, o sólo estaban dispuestos a admitir
el estado de civilización en individuos con color de piel blanca, como defendía Hume.

Con la publicación en 1859 de las teorías de Darwin sobre el origen de las especies, se
comenzó a mostrar el error de ambas posiciones, pues si no se aceptaba la idea del
origen diverso, tampoco se aceptaba la existencia de un punto cero en la «creación» de
los seres humanos, sino la de un proceso evolutivo cuyos orígenes estaban en otros
mamíferos similares a nosotros: los monos. Pero no resultó tan fácil descabalgar a unos y
otros de posiciones, pues se mantuvieron en la defensa de sus posiciones: los
monogenistas al seguir defendiendo el origen común de la humanidad, los poligenistas al
seguir defendiendo sus críticas a la Biblia (Harris 1982, 80).

Pero lo que ahora nos importa es cómo ambas posiciones se mantuvieron en sus
diferentes grados de determinismo racial, determinismo que se refinó y que ha llegado a
nuestros días desde ambas posiciones. Se mantiene la idea de una relación directa entre
raza y cultura, aunque se suaviza este determinismo con la teoría de la perfectibilidad que
explica cómo los seres inferiores pueden lograr los estados de felicidad de las sociedades
blancas, asentadas en occidente y a las que denominamos civilizadas, por haber
alcanzado el más alto grado de evolución. Algunas de las posiciones racistas llegarán con
la sofisticación de las posiciones poligenistas. Una vez conocidas las teorías de Darwin y
demás evolucionistas, se buscó la distancia entre las razas a partir de una filogenia
separada: aún teniendo el mismo origen, el largo tiempo que los individuos de diferentes
razas han permanecido separados ha desembocado en una especie de poligenismo que
dificulta cualquier consideración estricta del origen común en la especie humana.

12
Estas posiciones, como ya hemos indicado, han perdurado hasta nuestros días y es en
ellas donde encuentran su apoyo muchas de las explicaciones actuales sobre las
diferencias entre los humanos. Son muchos los que siguen pensando aún que las
diferencias pueden explicarse en o por la pertenencia a una u otra raza, pues se sigue
concediendo a ésta el valor de taxón clasificador de las distancias entre los diferentes
individuos de la especie. Pensar que la raza es «lo que distingue biológica y
socioculturalmente a grupos de personas», «lo que nos hace física y culturalmente
diferentes», «lo que define a un grupo cultural caracterizado por unos rasgos físicos», «lo
que sirve para definir las personas por una constitución físico-biológica apareada con un
bagaje cultural, idioma, religión, etc.», «lo que distingue las formas, las costumbres de los
países y su color», no es en definitiva sino un tipo de pensamiento que se asienta
perfectamente en aquellos planteamientos del siglo XIX que brevemente hemos descrito.
Debemos ser conscientes de que esa forma de definir la raza sigue siendo muy utilizada
en la actualidad7.

3. LA CONSIDERACIÓN SOBRE LA «NATURALEZA» DE LA ESPECIE HUMANA

Aunque la noción de «especie» resulta clara, conceptualmente hablando, para los


«científicos de la naturaleza», para el resto de la población no parece gozar de la misma
claridad. Un buen ejemplo de la confusión que reina en torno a dicha noción lo
constituyen los libros de texto, a tenor de lo que en ellos puede leerse. A saber, desde
aquéllos que tan sólo hablan de especie para decir que la forman individuos con
características comunes, hasta los que dejan abierta la posibilidad del viejo debate
poligenista para explicar los orígenes diversos de la especie humana. Si hay confusión
con respecto a la noción de especie -noción básica, pues a partir de ella se define la
distancia con otras especies y se explica la diversidad polimórfica que dio lugar a la
expresión de «raza»- también la habrá respecto a otras dependientes de ella que darán
lugar a concepciones equívocas sobre la diferencia8.

A esta confusión se añade la no menos confusa idea sobre la evolución biológica que aún
hoy es aceptada como una hipótesis planteada por Darwin sobre el origen de las especies
por numerosos no especialistas. Ahí encontramos desde los que siguen pensando en
posiciones lamarckianas para explicar la evolución -los organismos biológicos se adaptan
a los ambientes moldeándose, y los caracteres adquiridos se transmiten- hasta los que
piensan en la evolución sólo en los términos darwinistas de selección natural.

3.1 La raza como orden diferente y desigual

Todo ello contribuye especialmente a la elaboración de una de las categorías de


diferenciación que se utiliza con mayor fuerza: la categoría de raza. Consideramos que es
una de las expresiones que más se utiliza para indicar la diferencia entre los diversos
tipos de humanos. El problema lo encontramos en que la categoría de raza, que tiene
mucho que ver con una clara noción de especie y con un incorrecto conocimiento del
funcionamiento de la evolución (aplicado al caso concreto de la especie humana), queda

7
En concreto, todas esas definiciones han sido obtenidas de un trabajo de investigación que estamos
realizando sobre la información que los docentes tienen en relación con conceptos básicos de construcción
de la diferencia: raza y cultura. No se les pregunta por sus actitudes, sino sobre la información que poseen
sobre lo que es la raza, el número de razas que existen y las relaciones entre raza y cultura, respondiendo a
ellas por escrito, sin límite de espacio y sin opciones cerradas. Para una ampliación de estas ideas y de la
propia investigación, ver el capítulo cuarto de la presente obra.
8
En relación con todo ello se puede consultar la tesis doctoral del profesor Alegret, ya citada en estas
páginas, en la que se muestra la ambigüedad, cuando no el error, con que se presenta en muchos libros de
textos catalanes recientes las nociones de especie y raza.

13
completamente desdibujada. De este modo, acaba contribuyendo más a la construcción
de la diferencia que a la expresión de la diversidad polimórfica dentro de una especie, que
es en realidad lo que hoy significa la expresión «raza». Aunque dicho concepto haya
caído hoy completamente en desuso por parte de los especialistas, se sigue utilizando
más allá de su significado remitiendo en muchos casos al origen de la expresión y
obviando el actual significado:

Hasta mediados del Siglo XIX, la «raza» era un concepto difuso que abarcaba un buen número de
clases de relación. A veces comprendía a la totalidad de la especie, «la raza humana»; a veces, a
una nación o tribu, «la raza de los ingleses»; y otras, sencillamente a una familia, «es el único de su
raza» (Lewontin, Rose y Kamin 1989, 146-147).

Y resulta muy importante esta forma de diferenciación pues, una vez conocidos los datos
en profundidad, se observa que dan la espalda a las fuentes en las que se basó su
construcción. Es cierto que fueron las ciencias naturales las que elaboraron esta
taxonomía aplicable a la especie humana, pero no lo es menos que han sido la biología y,
más actualmente, la genética, las disciplinas que han desmontado esta conceptualización.
La razón es clara para los profesionales de estos campos: desde hace cuarenta años, los
nuevos conocimientos de la genética de poblaciones han obligado a replantear
parcialmente el concepto de raza ante la observación de una gran variedad genética
dentro de cada población; una variedad mayor, incluso, que la que existe entre diferentes
poblaciones. Ello ha supuesto abandonar la tradicional clasificación en blancos, negros y
amarillos, pese a que se sigue todavía utilizando, incluso en muchos libros de texto para
escolares. Actualmente la genética cuestiona las clasificaciones raciales aplicadas a la
especie humana por no presentar, precisamente, ninguna clasificación clara. Se dice que,
después de todo, la única gran variedad visible es la del color de la piel, pues en muchos
otros caracteres encontramos más variedad dentro de un grupo que comparando grupo a
grupo (Lewontin, Rose y Kamin 1999, 154-155). Se ha llegado a la conclusión, como
estos mismos autores afirman, de que cualquier uso de las categorías raciales debe
buscar su justificación en alguna otra fuente externa a la biológica.

Pero a pesar de estos «nuevos conocimientos», la noción de raza y su uso sigue vigente
en la sociedad. Por un lado están los medios de comunicación que, por ejemplo, siguen
utilizando la noción para referirse al pueblo gitano; por otro, como ya hemos dicho, están
los libros de texto, que insisten en ver algún tipo de utilidad en el uso del concepto al
presentárselo a los escolares para ser aprendido. Un libro de texto reciente la presenta
así:

Cuando se habla del cuerpo humano por fuera se dice que el hombre es el único animal
capaz de pensar, inventar cosas y progresar. De las diferencias corporales se dice: «el
cuerpo de todas las personas tiene la misma forma y. los mismos órganos. Pero entre
unas y otras personas hay diferencias de peso, estatura, edad, agilidad, destreza, etc. Las
diferencias corporales más importantes son las de raza y sexo». [A continuación se
aclaran las diferencias de raza:] «se suelen distinguir tres razas principales blanca, negra
y amarilla. Las personas de raza blanca, de raza negra o amarilla se diferencian en el
color de la piel, en el cabello, en los labios, la nariz y la forma de los ojos. Además dentro
de cada raza hay grupos étnicos diferentes» (4. Grazalema-Santillana. 6)

Y, finalmente, aparece también en la definición de algunos maestros encuestados por


nosotros acerca de la noción de raza:

(...) lo que distingue biológica y socioculturalmente a grupos de personas.


(...) lo que nos hace física y culturalmente diferente.

14
(...) lo que define a un grupo cultural caracterizado por unos rasgos físicos

El término definitorio de las personas por su construcción físico-biológica que se explica


por bagaje cultural, idioma, religión...

Lo que distingue las formas, las costumbres de los países y su color.

La raza no es simplemente una forma de expresión de la diversidad genética entre los


humanos, es una forma de caracterización de los humanos y, con ello, de la distancia
entre ellos, de sus desigualdades. El problema más grave radica en que tales
desigualdades, que son socioculturales, son agrupadas bajo la terminología de raza, lo
que confiere el matiz de la diversidad natural: las diferencias son naturales y por ello las
desigualdades también lo son. Es por eso por lo que el concepto de naturaleza tiene tanta
importancia en la construcción de la diferencia.

Bajo el supuesto de que clasificar y asignar nombres a las diferentes clases de cosas es,
probablemente, la actividad científica primordial, Dobzhansky (1978, 69) dice que «la
huidiza diversidad de nuestras impresiones [sensoriales] se hace manejable por medio del
lenguaje humano». La palabra o concepto «raza» sirve -suponemos- a ese interés por
hacer manejable una diversidad enorme, y a menudo...

(...) se suele plantear la cuestión de si las razas son fenómenos de la naturaleza objetivamente
existentes o meros conceptos para designar grupos inventados por los antropólogos y biólogos para
su conveniencia. Debemos dejar claramente sentada aquí la dualidad existente en el concepto de
raza. En primer lugar, el concepto de raza se refiere a diferencias genéticas entre las poblaciones
mendelianas existentes desde el punto de vista objetivo. En segundo lugar, es una categoría
clasificadora que debe servir a la función utilitaria de facilitar la comunicación (...).
El saber a cuántos grupos de poblaciones de la especie humana se les debería asignar nombres de
razas es una cuestión de mera conveniencia (Dobzhansky 1978, 86).

3.2 La natural herencia de la diferencia: el caso de la inteligencia

Es muy habitual encontrar argumentos de naturaleza para pretender cerrar un debate más
o menos confuso. En nuestras investigaciones pedimos a los maestros que clasifiquen a
sus alumnos mediante algún sistema de diferenciación, y encontramos que la mayoría
empieza utilizando una variable de diferenciación muy interesante: clasifican según las
formas y los ritmos de aprendizaje. Independientemente de que lo que llaman aprendizaje
lo sea en términos psicológicos, debemos resaltar que consideran esta primera manera
de diferenciar como algo natural, pues naturales son las formas de aprender y los ritmos
de aprendizaje. Parece lógico que el maestro comience clasificando a los niños por el
aprendizaje si tenemos en cuenta que su tarea de enseñante se completa tras la
comprobación de que los aprendizajes prefijados y desarrollados han sido logrados o no.
Lo que planteamos es cómo se llega a concebir que esta variable es de índole natural y,
siendo así, se da por supuesto que sobre ella no podemos actuar culturalmente. En
principio, esta paradoja niega la propia existencia y la necesidad del maestro en la
concepción que normalmente se tiene de él y, a la vez, le disculpa de cualquier
deficiencia: él no es culpable de que unos niños avancen de manera diferente a otros o de
manera más rápida que otros, pues ello está motivado por la propia naturaleza de los
mismos niños. Aprender de una u otra manera está determinado por las capacidades de
cada uno y eso es algo que uno trae al nacer. Estamos ante una variante de la rancia
creencia de que la inteligencia se hereda o es innata.

El tema de la naturaleza y de la condición hereditaria de la inteligencia sigue planteando


cierta polémica, pero no es menos cierto que las grandes «evidencias» que la comunidad

15
científica parecía haber encontrado a favor de la hipótesis de la herencia están hoy
completamente desacreditadas:

Hoy en día, muchos psicólogos (si no la mayoría) reconocen que no puede atribuirse a las diferencias
de Coeficiente Intelectual (CI) entre diversas razas y/o grupos étnicos ninguna base genética. El
hecho evidente es que las razas y las poblaciones humanas difieren en sus experiencias y ambientes
culturales en no menor medida que en sus dotaciones genéticas. No hay, por lo tanto, ninguna razón
para atribuir a factores genéticos las diferencias de puntuación media, en particular dado que es
evidente que la habilidad para responder a los tipos de pregunta planteados por los examinadores del
Coeficiente Intelectual (CI) depende intensamente de la propia experiencia pasada (Lewontin, Rose y
Kamin 1989).

Estos autores indican que en los escritos sobre el Coeficiente Intelectual (CI) de los
psicometristas aparecen ciertas acepciones erróneas del término «heredable» mezcladas
con la acepción técnica de la herencia que utilizan los genetistas, lo que contribuye a
obtener falsas conclusiones acerca de sus consecuencias. Asimismo señalan que el
historial de las observaciones psicométricas sobre la condición hereditaria del CI deja bien
a las claras que las muestras de dimensiones fueron inadecuadas, y que entre las
características típicas de la literatura de la genética del CI destacan los juicios subjetivos y
sesgados, la adopción selectiva, el fracaso en la separación de los llamados «gemelos
separados», las muestras no representativas de adoptados y los gratuitos y supuestos no
probados sobre la similitud de los ambientes (todo esto culminó con el escándalo de las
«investigaciones» de Burt).

Sin duda, el empeño por establecer la distancia entre los grupos -influido por ciertos
principios políticos heredados históricamente- ha impedido que fijáramos la atención
sobre lo que debería contemplarse como diversidad tal y como hoy se hace en genética:
los grupos son más diversos internamente que contrastados grupalmente.

4. DISCURSOS Y PRÁCTICAS POLÍTICAS Y LEGISLATIVAS EN LA CONSTRUCCIÓN


DE LA DIFERENCIA

El ámbito de lo político es el que más refleja los aspectos contradictorios de la


construcción de la diferencia. En él se desarrollan, o al menos eso reflejan los discursos,
los mayores intentos por reducir o eliminar las desigualdades y promover la igualdad, pero
también es a través de él como mejor podemos observar los procesos de construcción de
la diferencia y la desigualdad. Una mirada historiográfica a la construcción del moderno
estado-nación nos muestra una característica común: la homogeneización de la población
en su lengua y su cultura por medio de un mismo sistema de educación, supervisado por
el estado, y el establecimiento de «fronteras» físicas para distinguir a los otros. Todo lo
cual se hizo, al menos en los discursos, con la idea de promover la igualdad entre los
ciudadanos del estado-nación, aunque hubiera de hacerse asimilando, integrando o
absorbiendo la diversidad de lenguas y de culturas de los grupos o comunidades que
pasan a formar parte del estado en cuestión. Las consecuencias pueden contrastarse en
buena parte de la situación actual y van desde la pérdida forzada de elementos culturales,
como las lenguas propias, para los grupos étnicos minoritarios en los nuevos estados
nación, hasta la imposibilidad de la libre circulación de ciudadanos por aquellos territorios
en los que son considerados como inmigrantes, haciendo caso omiso del significado
demográfico del término.

Resulta notorio y significativo cómo en el proceso del logro de la igualdad entre los
hombres aparece un nuevo proceso de exclusión: mientras unos hombres pasan,
además, a ser considerados ciudadanos en el plano de la igualdad, otros se quedan
simplemente en eso, en ser sólo hombres.
16
4.1 El inmigrante como diferente al nosotros

Un buen ejemplo de la manera en que la construcción de la diferencia se expresa en


términos de desigualdad la podemos obtener de un nuevo ejemplo encontrado en un libro
de texto utilizado en la enseñanza secundaria. Se trata de un atlas muy reciente (editado
en 1993) en el que, cuando se habla de la población en España, se menciona el paso de
país de emigración a país de inmigración. Esta afirmación no es del todo correcta dado
que existen cerca de un millón y medio de españoles fuera de las fronteras del país que
les otorga el pasaporte, mientras que hay poco más de seiscientos mil extranjeros dentro
de las fronteras españolas. Se trata de un «nuevo» intento por mostrar a España como un
país desarrollado que necesita de mano de obra inmigrante para satisfacer a su economía
-lo que no deja de ser paradójico y contradictorio con el discurso negativo que luego se
establece en torno a los inmigrantes. Pero el mejor ejemplo de este proceso de traducción
de la diferencia en desigualdad aparece en este mismo texto cuando son presentados los
datos de la inmigración en España mediante gráficos de varios colores. Se muestra un
gráfico en el que se indica que más de la mitad de los inmigrantes en España son de
origen africano y que tan sólo existe un ocho por ciento de inmigrantes europeos. Tales
datos contrastan fuertemente con los datos oficiales de los últimos años9. Tomando como
referencia cualquiera de los últimos diez años, el porcentaje de extranjeros de origen
europeo -muchos de ellos, al ser ciudadanos de la Unión Europea, ya no son extranjeros
en sentido amplio, -lo que no deja de ser sino una nueva manera de construir la diferencia
desde el campo político- con respecto al total de extranjeros puede variar entre el
cuarenta y cinco y el cincuenta y cinco por ciento, y el de africanos entre el quince y el
veinticinco por ciento. ¿Cuál es la razón de la diferencia en los datos ofrecidos por un libro
de texto y una institución oficial?. La razón es muy sencilla: la primera fuente ha
«contado» inmigrantes y la segunda fuente ha «contado» extranjeros. La pregunta
entonces sería: ¿cuál es la diferencia entre un extranjero y un inmigrante? A pesar de
muchas posibles matizaciones lo normal es admitir que la práctica totalidad de los que en
un país son considerados extranjeros deben ser considerados, además, como
inmigrantes, pero en el caso del libro de texto que comentamos se ha preferido utilizar la
distinción que el ciudadano de la calle suele hacer: un inmigrante es un extranjero pobre o
un extranjero procedente de un país pobre o no desarrollado como el nuestro. La
diferencia ha sido cuantificada y se han jerarquizado los términos de inmigrante y
extranjero; siendo preferible, entre ambas opciones, ser extranjero.

Estas formas de proceder, aunque no se puedan atribuir exclusivamente a los gestores de


la vida pública, se originan inequívocamente en la cosa pública y no pocas veces con la
elaboración de normas para la convivencia en lo público. La solución consistente en
unificar la diversidad de los pueblos asentados en un entorno geográfico más o menos
próximo en un estado-nación, supuso el establecimiento de una cultura legítima
monopolizada, como lo expresa Weber, por los que detentaban el poder. Esta cultura, y
sus fronteras, establecía todo lo que se encontraba fuera de los bordes de esa cultura y
de ese estado. Este procedimiento es, sin duda, de una ayuda inestimable para la
construcción del «nosotros» y del «otros».

9
Pueden consultarse a tal efecto los datos ofrecidos en los anuarios de la ahora Dirección General de
Migraciones, o en las fuentes primarias en los que se basan tales anuarios: Memoria Anual de la Comisaría
General de Documentación de la Dirección General de la Policía, Memoria Anual sobre Migraciones del
Instituto Nacional de Estadística, Estadística de Trabajadores Extranjeros del Ministerio de Trabajo y
Seguridad Social o Memoria Anual de la Comisión Interministerial de Extranjería.

17
Al final, los estados modernos no hacen otra cosa que practicar la exclusión en el mismo
momento en que pasan a «constituirse». En la resolución de la dicotomía, a la que ya nos
hemos referido, entre hombre y ciudadano que menciona Arendt (citada por Lucas 1994,
117), se estable la «institucionalización de la exclusión» y, como el propio Lucas (1994,
cap. 2) expresa, tiene importantes consecuencias sobre el reconocimiento de los
derechos fundamentales a todos los hombres. Quizá se puede entender mejor el
fundamento de esta exclusión en las siguientes palabras:

(...) los extranjeros representan hoy de forma especial - en tanto que exclusión «natural»- un vestigio
histórico de la evolución de las nociones de estado y ciudadanía: el camino recorrido por la burguesía
primero, y por los asalariados después, aún no ha sido transitado por ellos, que continúan en una
situación más parecida a la del súbdito -siervos- que a la de ciudadano (Lucas, 1994, 118).

4.2 Las minorías diferentes en las leyes

¿Cómo es reconocido políticamente el otro? Podemos observarlo con claridad en las


legislaciones. Saber de qué manera se mencionan las minorías culturales, expresadas o
reconocidas en las legislaciones de los países democráticos, puede ser un buen principio
para saber lo que se opina de la diferencia en el terreno de lo político y la manera en que
se construye su definición. Como punto de partida encontramos el reducido papel efectivo
que cualquier tipo de minoría política tiene sobre la gestión de la vida pública en las
democracias occidentales. Como punto de llegada, encontramos que las minorías
culturales se citan escasamente (cuando se mencionan) en las legislaciones de los
estados-nación.

La práctica más habitual seguida por las mayorías políticas ha sido la de promover
procesos de asimilación cultural para integrar las minorías culturales. Ello ha implicado,
bien su disolución, bien el genocidio o la expulsión de las fronteras del estado por su
resistencia o sus dificultades para la asimilación. En algunos casos la promoción o
aceptación de autonomías con reconocimientos territoriales y ejercicios políticos ha sido
otra de las soluciones. Pero, por lo general, resulta difícil encontrar en los estados
modernos la aceptación plena al derecho de autodeterminación de los pueblos culturales
(en el sentido que expone Prieto de Pedro 1993).

Sin duda es en este siglo, con notables intentos en los precedentes, cuando más se ha
hecho por el reconocimiento jurídico de las minorías. Los tratados sobre minorías
promovidos por la Sociedad de Naciones son buena muestra de ello (Prieto de Pedro
1993). Aunque, como este mismo autor argumenta, es también en este siglo cuando se
inicia una nueva manera de referirse a las minorías en los tratados legislativos
internacionales y nacionales. Lo cual no quiere decir que desaparezca la protección de las
minorías, sino que deja de ejercerse sobre el grupo y pasa a aplicarse sobre la persona. A
nuestro parecer, estamos ante una «nueva» estrategia asimilacionista que está en la base
ideológica del liberalismo que preside este tipo de elaboración del derecho.

El ejemplo más palpable de este cambio de criterio se encuentra en la Declaración


Universal de Derechos Humanos de 1948, en la que se rechazó de forma consciente
incluir cualquier referencia expresa a los derechos de las minorías, no obstante haberse
propuesto reiteradamente durante su elaboración hacerlo así (Prieto de Pedro 1993, 123).

En cualquier caso hay que admitir que posteriores convenciones y declaraciones de


similar rango internacional promovidas por la ONU y por organismos de ámbitos
internacionales han consagrado una garantía sobre el derecho de las minorías a
desarrollar sus prácticas culturales. No obstante, en muchos casos no pasan de ser

18
buenas intenciones escritas en documentos que no forman parte del convivir cotidiano, de
la cosa pública. Cuando Europa ha comenzado a forjar la idea de la «Europa Unida» ha
evitado un deseo originalmente expresado en el Protocolo Adicional de 1961 a la
Convención Europea de Derechos Humanos de 1950: reconocer más abiertamente a las
minorías étnicas de los países que la componen. Es decir, la idea del reconocimiento de
la diversidad étnica parece oponerse a la idea de construcción europea cuando,
paradójicamente, la diversidad cultural es el argumento central de la llamada «riqueza» de
Europa. Esta pugna entre tendencia universalista y tendencia particularista permanecerá
en la tensión de la construcción de la diferencia en el ámbito de lo político. En la situación
europea actual, esta tensión favorece a una u otra parte, siempre que ambas salgan
ganando. Reconocer la Europa de la diversidad de naciones, regiones, pueblos y gentes
es contribuir a la construcción de una idea de Europa, de manera que parece existir un
apoyo de los particularismos en favor del universalismo, o un reconocimiento de los
primeros al amparo del segundo. No se trata, en cualquier caso, de un reconocimiento de
la diversidad cultural sino de un reconocimiento basado en la construcción y redefinición
de los nuevos «otros», los de «la otra orilla», que no son incluidos ni en el nosotros
universalista de la ciudadanía europea, ni en el nosotros particularista de las regiones
europeas. Se trata, insistimos, de la construcción de la diferencia política entre Europa y
no-Europa y, en parte, entre occidente y no occidente, una nueva versión de la distinción
entre civilizado y no civilizado. Se intenta «destruir» las fronteras internas que durante
años han separado nuestras diferencias intraeuropeas, y fortalecer las fronteras externas.
Parece como si se hubieran olvidado con facilidad principios como los de Montesquieu
cuando aludía a lo inevitable de ser hombre y al azar de ser francés (citado por Prieto de
Pedro 1993).

4.3 Un caso concreto de universalismo versus particularismo10

Un ejemplo concreto de esta tensión entre lo particular y lo universal lo podemos observar


en un breve análisis de la legislación del ámbito educativo de una comunidad autónoma:
Andalucía. El «nuevo» curriculum de la educación primaria en Andalucía se organiza a
partir del Decreto 105/92 de 9 de Junio de 1992 en el que se establecen, a) unos
principios ideológicos generales sobre el concepto de educación (introducción al Decreto),
b) una legislación a manera de ordenación de la educación primaria con un desarrollo en
articulado, y c) un curriculum en el que se presentan los aspectos generales para este
nivel educativo y los aspectos específicos para cada uno de los ámbitos disciplinares que
se desarrollarán en el mismo.

Por lo que se refiere a los aspectos generales hay que destacar que este «nuevo»
curriculum se apoya en el derecho a la educación que establece la Carta Magna para todo
el estado (artículo 27) y en el Estatuto de Autonomía de Andalucía que proclama «el
derecho de todos los andaluces a la educación» (artículo 12.3.2 de la Ley Orgánica
6/1981). Lo primero que llama la atención es la ausencia de referencias a legislaciones
«superiores» en las que apoyar este derecho (podría mencionarse, a título de ejemplo, la
Declaración Universal de los Derechos Humanos o la Declaración de los Derechos del
Niño)11. Resulta aún más llamativo que el Estatuto de Autonomía reconozca el derecho a
la educación «sólo» a los andaluces. Esto que puede parecer mera retórica, aunque

10
Este apartado aparece reproducido, con algunas variaciones, en el punto 3 del capítulo tercero de la
presente obra.
11
No es que creamos que estas legislaciones tengan más legitimidad -pensamos que deberían ser
igualmente revisadas-, sino que es conveniente tenerlas presentes en la medida en que son precisamente
estas leyes de rango internacional las que suelen usarse para la defensa y reconocimiento de la diversidad
y de las prácticas tolerantes.

19
ajustado a derecho, denota claramente una ausencia de reconocimiento de la existencia
de «otros», en el entorno del territorio andaluz, que pueden «reclamar» el derecho
universal a la educación.

La introducción del decreto contiene dos aspectos ideológicos más en relación con el
tema que nos ocupa. El primero hace referencia a la necesidad de conectar los
contenidos que se desarrollen en este nivel educativo con las realidades, tradiciones,
problemas y necesidades del pueblo andaluz, lo que supone expresamente una llamada a
la incorporación de la cultura andaluza al curriculum escolar (más adelante veremos de
qué forma). El segundo tema tiene que ver con la necesidad de que la educación
promueva actitudes tolerantes y no discriminadoras, que permitan la eliminación del
racismo y la xenofobia. La educación es así considerada como un derecho social que
afecta a todos los ciudadanos en un plano de igualdad, con ausencia de cualquier
discriminación.

Una lectura atenta de estos dos principios plantea la siguiente reflexión: ¿cómo pueden
desarrollarse conjuntamente y complementarse además la versión particular de la entidad
geográfica, cultural, nacional, política, administrativa, etc. (llámese como se quiera) en la
que se reside (Andalucía), con la defensa, el respeto de la diferencia y la promoción de la
diversidad en términos culturales?. Es muy probable que se argumente políticamente la
posible convivencia entre el universalismo y el particularismo, pero, a poca experiencia
que se tenga en el ámbito escolar, es fácil descubrir las grandes dificultades que entraña
hacerlos compatibles, por no hablar de las enormes contradicciones que afloran al
contrastar ambos modelos. Y es que realmente se trata de dos modelos diferentes:
educar para reforzar (además de para otras cosas) los sentimientos de identidad de un
pueblo, o educar para promover un encuentro abierto y sin límites ni fronteras entre
gentes, pueblos y culturas. Educar en la tolerancia y en la no discriminación y decir que la
educación de todos los andaluces es un derecho no resulta muy compatible. Incluso si se
parte del supuesto de que son andaluces todos los que residen en el territorio de
Andalucía. La psicología social establece claramente que la identidad individual se
construye a base de influencias externas que la determinan, pero, en última instancia, es
el individuo el que «elige» su perfil identitario. Resulta difícil, por tanto, hacer compatible
una educación basada en los principios de conexión con el territorio geográfico en el que
se reside con la identidad de ciudadano del mundo o de cualquier otro lugar concreto. Se
podría argüir que el mero acercamiento a una cultura concreta hacia la cual uno no sienta
una especial identificación supone, de por sí, un enriquecimiento, pero no es menos cierto
que se puede aludir al empobrecimiento que supone no tener acceso a todo un
entramado más complejo de diversas culturas que habitan en el mundo y conviven bien o
mal sobre el planeta. Un planeta que cada día descubrimos más diverso y que se ha
construido a lo largo de siglos de historia sobre la base de la diversidad.

Desde otra óptica podría argumentarse el derecho (y a veces la exigencia de


supervivencia) de los pueblos a transmitir a sus nuevas generaciones las costumbres y
tradiciones propias. Lo que se olvida en este argumento es que las culturas (en su versión
más compleja) no necesitan escuelas para ser transmitidas. Las escuelas están (deberían
estar) para ayudar a entender críticamente lo que de subjetivo y de relativo tienen las
culturas propias en tanto que construcciones sociales, no para enseñarnos la cultura.

En fin, es muy posible que ciertos clásicos de la pedagogía tuvieran razón cuando querían
conectar los contenidos de las enseñanzas al medio en el que se desarrollaban. Pero no
debe olvidarse que aquéllo tenía que ver más con una estrategia metodológica, didáctica
o curricular que con el principio ideológico que ahora se nos propone de que la cultura

20
local atraviese, transversalmente, a todo el curriculum de cada nivel educativo obligatorio.
De «medio» y «recurso» ha pasado a ser un «fin». Y, sobre todo, existen en este principio
ideológico sutiles e importantes elementos conflictivos y de incompatibilidad con el del
pleno desarrollo de la no discriminación y de la tolerancia.

Téngase en cuenta que hemos topado con esta dificultad sin haber entrado a definir qué
se considera como genuino de la cultura andaluza, quién o quiénes están legitimados
para «marcar» los límites que la definen, qué debe ser objeto de enseñanza en la escuela
y cómo enseñar lo que se ha seleccionado. Dicho de otro modo, se ha eludido abordar la
cuestión de saber quiénes tienen el poder de establecer lo que es significativo y
característico de una cultura que nos represente homogéneamente, cuestión muy difícil
de aceptar desde la posición de quienes concebimos que la cultura es más la
organización de la diversidad que la expresión de una unidad homogénea, como
finalmente suele mostrarse en los libros de texto.

4.4 La «nueva» desigualdad a partir del reconocimiento de la diferencia

Pensamos que esta tensión aparentemente enriquecedora entre lo particular y lo universal


constituye un nuevo capítulo en la construcción de la diferencia y la desigualdad, al que
se suman nuevos elementos. Entre éstos podemos incluir ciertos discursos empresariales
-que nos atrevemos a calificar de moralistas- en los que se promueve la diversidad
multicolor en las industrias y empresas, o la declaración de «años internacionales» que
tratan de promover la tolerancia, con lemas que reflejan perfectamente la tensión aludida:
todos iguales, todos diferentes. No queremos dejar de analizar, siquiera brevemente, lo
contradictorio de esta frase y cómo expresa una construcción de diferencia y de
desigualdad al tratar de colocar en el mismo plano el trato del derecho jurídico a la
igualdad, con la evidencia de diversidad cultural o biológica.

Para ilustrar este punto podemos usar, una vez más, el análisis de los libros de texto
escolares, en los que la forma de presentar la categoría de individuo sirve de base a
posteriores construcciones discriminadoras12. A pesar de ello, no son pocos los libros de
texto que tratan de ensalzar la riqueza de la diferencia y promover el respeto por la
diversidad, aunque sería difícil creer que alguien quisiera ser como cualquiera de los que
son presentados como diferentes. La metafórica y confusa frase de «todos iguales, todos
diferentes» parece ser una solución para la construcción de una actitud tolerante. Bajo el
rótulo «todos iguales y diferentes», el libro de cuarto curso de la editorial Grazalema-
Santillana presenta la foto de tres parejas vinculándolas a alguna parte de un mapa de la
Tierra en el que aparece exclusivamente Europa, Asia, África y Australia. La primera se
vincula a Europa, y presenta una mujer con rasgos fenotípicos blancos del norte de
Europa y un hombre con rasgos fenotípicos negros. La segunda pareja se vincula al área
geográfica de Sudáfrica, presentando a ambas personas con rasgos fenotípicos negros
(la escena en la que se representa a esta pareja es claramente positiva y en un ambiente
igualmente positivo, césped verde y vestimenta claramente occidental). La tercera pareja
posee rasgos fenotípicos orientales y se vincula a la zona geográfica de China (la escena
en la que aparecen es igualmente positiva, sentados en un salón de la casa y con
vestimenta claramente occidental, esmoquin para el hombre). Otro libro (tercer curso de
primaria de la editorial SM), presenta en la parte final de una unidad, bajo el título de
«cartel de las ciencias», dibujos de niños con rasgos fenotípicos y vestimenta diferentes;
incluye un rótulo que dice: «todos somos distintos, pero todos somos iguales. Cada uno

12
Los mismos ejemplos son reproducidos en el apartado 4.2 del capítulo quinto de la presente obra.

21
de nosotros tiene su manera de ser y sus costumbres. A menudo, ¡qué diferentes somos!.
Sin embargo, nos respetamos unos a otros para una convivencia agradable».

Ésta es quizá una de las «trampas» más llamativas en las que se ha caído en la
construcción de los discursos interculturales. Esta frase con cierto impacto y alto
contenido metafórico se ha convertido en bandera de tolerancia y de no discriminación.
Pero debemos reflexionar sobre el absurdo de la misma: ¿cómo se puede ser igual a algo
y a la vez diferente a ese algo? Se mezclan planos de diferente rango: el derecho a ser
tratado con igualdad con el deseo identitario de definirse diferente a otro. Esta
diferenciación se eleva a categoría absoluta con la expresión «todos», algo muy contrario
a las ideas de la tolerancia. La cantidad de aclaraciones y de matizaciones que deben
hacerse para obtener el sentido de la frase no parece recomendar su uso y menos aún en
el ámbito escolar, en el que el grado de abstracción que se necesita para hacer útil la
frase no suele estar al alcance de los escolares de la educación primaria. ¿No será esta
un «nueva» manera de construir dulcemente la diferencia desigual invocando ahora los
acordes del reconocimiento de la diversidad?.

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