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LA ASOMBROSA HISTORIA DE VANIA, TASHA Y EL DRAGÓN

DE CHICO VANIA SE
HABÍA DIFERENCIADO
notablemente de los
demás. No sólo era muy
inteligente y memorioso.
Además, tenía entre todos
sus amigos a una bruja
llamada Tasha.
Tasha no sólo preparaba exquisitas mermeladas de frambuesa. También
era la mejor en pociones mágicas. Y como Vania confiaba en la anciana
bruja, seguía fielmente todos sus consejos, bebía las más diversas pociones
mágicas para experimentar y era, además, el mejor catador de dulces que
tenía Tasha.
Muchos veranos pasaron y Vania se convirtió en un joven capaz de cortar
la leña necesaria para todo un invierno, en apenas unos minutos. También
podía frenar los vientos más fuertes y helados sólo con sus manos. En la
aldea todos lo admiraban ya que su fuerza parecía no tener límites.
¿Cuál era su secreto? Cada mañana cuando apenas estaba
amaneciendo, Vania iba a la casa de Tasha y bebía una gota de jugo de la
naranja de oro. La única que podía conseguir semejante milagro era, por
supuesto, Tasha.
Estando una vez en el pueblo
Vania escuchó a un mensajero que
leía en voz alta una proclama: «En
nombre del Zar comunico a los
pobladores de esta aldea la triste
historia de la princesa que fue
secuestrada y llevada a la cueva del
peligroso dragón verde. Mi señor, el
Zar, les comunica que aquel que
pueda salvarla podrá casarse con la
princesa».
Vania recordaba haber visto
alguna vez a la princesa paseando
por aquella aldea. Era una muchacha
verdaderamente hermosa y valía la
pena cualquier sacrificio para poder
rescatarla. Sin embargo, recordaba
también las cosas que se decían del
dragón verde. «Que era el más
peligroso de su clase. Que nada que
ver con el dragón dorado que se
dedicaba a la fabricación de botellas.
O el dragón azul y oro al que sólo se
lo oía cuando había partidos de
fútbol. Y ni que hablar del dragón rojo
que, con sus demostraciones de
vuelo, se había ganado la simpatía
de chicos y grandes».
El dragón verde era verdaderamente peligroso. Las llamas que salían de
su boca podían incendiar los bosques más espesos. Además, su humor era
pésimo, lo que hacía mucho más complicada cualquier comunicación con él.
Sin embargo, Vania era un muchacho valiente, y no olvidemos que
contaba con la ayuda de Tasha.
Por eso corrió a la casa de su amiga bruja y le contó toda la historia.
Tasha entonces le dio un frasquito con cinco gotas de la naranja de oro, una
piedra, un morral con burbujas marinas, una bolsa con pétalos de lilas y una
espada de plumas como únicas armas.
Vania pataleó y gritó. Sin embargo, Tasha no cambió de parecer ni
tampoco de armas.
Así que, finalmente, Vania decidió confiar en su amiga, como lo hacía
siempre y salió a enfrentar al dragón verde. Antes de despedirse,Tasha le
advirtió: «Deberás cruzar el bosque,
atravesarás el túnel de la montaña y elegirás el camino de la verdad en el
laberinto. Entonces sí llegarás a la cueva del dragón».
Vania repitió cuidadosamente las palabras de Tasha: «Cruzaré el bosque.
Atravesaré el túnel de la montaña y elegiré el camino de la verdad en el
laberinto».
Decidido a todo, Vania bebió la primera gota de la naranja de oro y sintió
que su cuerpo se llenaba de energía.
Entonces respiró hondo y entró al Bosque Negro.
Era un bosque tan oscuro como su nombre y, además, estaba plagado de
espíritus. ¡Al menos eso era lo que contaban en el pueblo! Por eso nadie se
atrevía a entrar en él.
Una vez dentro del bosque, Vania escuchó extraños silbidos que lo
hicieron detenerse. Miró a un lado y al otro y quedó sin aliento al ver varios
pares de brillantes ojos que lo miraban fijamente.
Vania entonces pensó: « O me
asustan ellos o los asusto yo». Por eso
comenzó a saltar y a gritar y a revolear
todo lo que llevaba encima como si
estuviera completamente chiflado. Y los
silbidos se transformaron en graznidos y
los brillantes ojos en aleteos.
-¡Ja, ja, ja! -reía Vania-. ¡Cuando
cuente en el pueblo que los únicos
espíritus que habitan el bosque son las lechuzas, nadie me lo creerá! Así
Vania siguió andando confiado y despreocupado.
Pero cuando llegó al final del bosque, encontró una enorme montaña que
le cerraba el paso. Vania husmeó aquí y allá, pero no logró encontrar nada
semejante a un túnel. Decidido a todo comenzó a treparla, pero un fuerte
temblor lo hizo caer y rodar hacia atrás.
Entonces desde el suelo pudo ver con gran asombro que la montaña se
deformaba como si fuera de masa y en una de sus paredes aparecía una
máscara. ¡Una máscara de piedra que además hablaba!
-¡Intruso! ¿Crees que es tan sencillo
atravesar la montaña? -gruñó la
máscara con voz de piedra.
-¡He venido a salvar a la princesa de
las garras del dragón verde! ¡Déjame
pasar! -gritó Vania tratando de disimular
el temblor de sus piernas. -¡No tan
rápido muchachito! Antes deberás
responder una adivinanza...
Vania se dio cuenta de que
necesitaba encender todas las luces de
su inteligencia. Entonces bebió la
segunda gota de la naranja de oro
y sintió que su mente se llenaba de
luz. -Escucha con atención:

¡Paso por el fuego sin quemarme;


paso por el río sin mojarme
cuando hay sol estoy oronda
y en día nublado ni se me nota!

Vania pensó y pensó y de pronto


exclamó: ¡La sombra!
-Sin duda eres un muchacho
inteligente -rió la máscara con voz de
arena.
Entonces en medio de un ruido ensordecedor Vania vio que en la
montaña se abría un túnel oscuro y profundo ¡justo donde caía su propia
sombra!
-¡Apúrate o te tragaré! -rió la máscara y su carcajada parecía una
cascada de cantos rodados.
Vania no lo dudó y comenzó a correr a través del túnel. Y mientras el
túnel se abría a su paso, detrás se iba cerrando igual de rápidamente.
Por fin Vania divisó el final del túnel. Sin embargo, casi se desmaya al ver
que allí lo esperaba un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro. De
chico alguna vez había escuchado cosas sobre el Minotauro, pero Vania
creía que sólo eran cuentos de las ancianas. Sin embargo, allí estaba. Todo
de carne y cuerno. -¿Quién eres y qué quieres? -rugió el Minotauro tan
furioso que parecía recién levantado de la siesta.
-¡Soy Vania y vengo a salvar a la
princesa de las garras del dragón
verde! -gritó con voz temblorosa el
muchacho viendo con terror cómo el
monstruo se afilaba sus ya afilados
cuernos.
-Si quieres llegar deberás cruzar
el laberinto -rugió el Minotauro
mirándolo de reojo-. Al final del
camino, si es que llegas, hallarás la
cueva del dragón. ¡Pero ten cuidado
porque tendrás muchas sorpresas!
-¿Sorpresas? -se preguntó Vania. Entonces recordó las palabras de
Tasha: «Elegirás el camino de la verdad».
Vania bebió la tercera gota de la naranja de oro y sintió que una luz
blanca lo bañaba.
Confiado, Vania entró al laberinto y caminó y caminó por un largo y
angosto pasillo. Pero al llegar al final del camino ante sus ojos aparecieron
varios espejos y, enfrentadas, dos puertas exactamente iguales.
-¡Una de estas puertas esconde el peligro! -gruñó la voz hueca y lejana
del Minotauro.
Vania miró cada una de las puertas con detenimiento. No encontraba
ninguna lógica para elegir una o la otra. Dudó y cuando estaba por abrir la de
la derecha, sacó la mano del picaporte como si esta quemara y se echó
hacia atrás. Los latidos del corazón parecían bombas de estruendo dentro de
su cuerpo. ¡La puerta elegida era sólo el reflejo en un espejo de la verdadera
puerta!
Con mano temblorosa abrió la puerta de la izquierda e inmediatamente
escuchó la carcajada del Minotauro.
-¡Has dado el primer paso correctamente, muchacho! -dijo la voz lejana
del Minotauro e inmediatamente la falsa puerta de la derecha se abrió y
Vania pudo ver horrorizado que en su interior un feroz tornado arrastraba en
círculos a las decenas de jóvenes que habían elegido el camino equivocado.
Vania observó el largo y solitario sendero. Con cautela comenzó a
avanzar por él y en el tramo final vio que se bifurcaba. Los dos caminitos que
nacían tenían una pequeña escalerita con tres peldaños. Vania observó
hacia arriba y hacia los lados... Esta vez no había espejos engañadores.
Nada que le diera una pista.
Entonces Vania sacó de su morral la piedra que le había dado Tasha y la
arrojó a una de las escaleritas. Y ante sus asombrados ojos, los peldaños se
transformaron en un gigantesco embudo de arenas movedizas desde cuyo
fondo se oían voces que pedían auxilio.
Vania bajó los escaloncitos del otro camino y comenzó a avanzar por él.
Inmediatamente observó una enorme colina y sobre ella Vania vio-a una
joven que lo llamaba.
-¡Sálvame, Vania, te lo ruego! -decía la muchacha mientras estiraba sus
brazos hacia él.
-Princesa ¿qué haces aquí? -preguntó Vania asombrado. -Estoy
esperando que alguien me salve -dijo
con voz aterciopelada. -¿Y el dragón?
¿Dónde está? -preguntó desconfiado
Vania.
-¡Ha ido a buscar al Minotauro para
devorarme! -contestó la princesa
sollozando-. ¡Sálvame, Vania, te lo
ruego!
Vania comenzó a trepar la colina,
pero de pronto se detuvo en seco, la
miró y se echó hacia atrás.
-¿Cómo sabes mi nombre, princesa, jamás te lo dije? ¡Eres una
impostora! -gritó Vania.
Entonces la princesa comenzó a reír y su risa se fue haciendo cada vez
más grave y su bello rostro se transformó... ¡era el Minotauro! -Una vez más
has elegido el camino correcto, por lo tanto ya no puedo detenerte.
Entonces el Minotauro hizo unos pases mágicos e hizo aparecer una
pesada puerta a su lado. Vania la cruzó y desde allí la vio. Al fin estaba
frente a la cueva del dragón.
Era una enorme y húmeda caverna de piedra oscura llena de grietas y
musgo. Tac... tac... tac... un goterón se oía desde su interior. Su entrada,
llena de estalactitas y estalagmitas, daba la sensación de ser una gran
mandíbula de piedra. De sólo verla Vania se estremeció. Por eso tomó la
cuarta gota de la naranja de oro y sintió que su cuerpo se llenaba de valor.
-¡Sal de ahí, apestoso reptil
volador! -gritó Vania con toda su voz.
Sin embargo nada sucedió. -¡Debes
saber que no te temo y que a pesar
tuyo, salvaré a la princesa de tus
inmundas garras! -volvió a gritar con
más valor.
Pero esta vez tampoco se escuchó
ni siquiera un suspiro.
-¡Es que acaso eres un gallin...!
-gritó, pero un rugido que estremeció
todo, no lo dejó terminar de hablar.
Las rocas comenzaron a moverse como si un terremoto naciera bajo sus
pies y una llamarada apareció en la boca de la cueva. Y detrás del
amenazador fuego... el dragón. Vania jamás había visto algo semejante. Era
más alto que cualquiera de los árboles del bosque. Sus escamas húmedas y
verdosas le daban un aspecto verdaderamente aterrador. Y... además olía
muy mal!
-¡Acepto que me digas reptil, y hasta que digas que mis delicadas manos
son inmundas garras -aulló el monstruo enojado- pero a nadie le permito que
me llame gallina. Yo soy un dragón con todas las de la ley! -dijo soltando una
llamarada anaranjada hacia Vania.
-¡Sólo quiero que devuelvas a la princesa. Libérala y no tendré que
matarte! -gritó Vania para que el dragón escuchara bien.
Sin embargo, la única respuesta fue un chorrito de fuego que le
achicharró la gorra.
-¡Vete de aquí! ¡No eres el primero
que viene con el cuento de la
princesa, pero sí eres el más atrevido!
-rugió el dragón.
-Entonces ¿ya vino alguien y la
rescató? -preguntó Vania algo
desilusionado.
-No eres el primero, como ya te
dije. Sin ir más lejos ayer vino un
sinvergüenza que con la historia de la
princesa, terminó vendiéndome una aspiradora. Pero tú insistes con la
princesa. ¡Vete ya mismo! ¡De aquí no se irá ninguna princesa! -rugió el
dragón.
Vania vio que era hora de dejar de hablar. Había que actuar. Entonces
abrió su morral y comenzó a tirarle las burbujas marinas a la cara. Y a cada
llamarada, una burbuja, y a cada burbuja, una llamarada más pequeña.
El dragón intentaba esquivar las burbujas, pero era tan torpe que jamás lo
conseguía. Así que después de varios aciertos de Vania, el dragón se quedó
sin siquiera una chispita.
Sin embargo, contra lo que soñaba Vania, el dragón se enfureció y
comenzó a zapatear a su alrededor, haciendo algo parecido a un malambo
gigante.
Vania esquivó aquí y allá y rápidamente desenvainó su espada de
plumas y rozó la pata del gigante animal.
El dragón se frenó en seco. Dio varias pataditas nerviosas y luego
comenzó a reírse a carcajadas.
-¿Qué es esto que me pasa? -se preguntaba sin parar de reír.
-¿Dónde esta la princesa? -preguntó Vania sin dejar de hacerle cosquillas
al dragón-. ¿Qué has hecho con ella? -gritó lleno de valor. -Nada. Sólo
hemos compartido algunos partidos de chinchón -dijo el dragón entre
carcajada y carcajada.
Vania se quedó quieto mirando al
dragón con extrañeza.

-En realidad es la única a quien he


podido ganar al chinchón en toda mi vida
-se lamentó el dragón-. Y ahora te la
quieres llevar...
-No puedo creer que hayas hecho eso
-dijo Vania.
-Tengo testigos -dijo serio el dragón-.
Igor, ven!
De la cueva salió un hombrecito viejo
y jorobado con un cuaderno.
Igor es mi secretario y él puede dar fe de lo que digo.
-Exactamente, confirmo lo dicho por mi amo. El señor dragón -dijo Igor
con voz gangosa- le ganó a la princesa 4023 partidos. En 1896 casos ganó
con escalera de chinchón. Hizo 43.900 jugadas con menos diez...
-Bueno, bueno, yo les creo, pero Igual quiero rescatar a la princesa
-dijo perplejo Vania.
-¡Es que si te llevas a la princesano tendré nada que hacer yo aquí solo!
¡A Igor jamás le pude ganar...! -se lamentó el dragón.
-Bueno, si quieres puedes acompañarme al castillo del zar -dijo Vania.
El dragón consultó con su secretario en voz baja.
-Está bien -iré contigo, pero Igor vendrá también. Necesito que alguien
lleve mi agenda -dijo el dragón haciéndose el importante.
-Además te llevaré volando, pero
sólo si me regalas tu espada de plumas
-dijo decidido el dragón mientras de su
hocico salía un humito perlado.
-Bueno... si tú lo quieres... -¡Princesa,
han venido a rescatarte! -gritó el dragón
hacia el interior del castillo.
Y como una aparición salió la bella
princesita: -¡Al fin llegó alguien! ¡En ese
castillo no se puede respirar! La
humedad es terrible y mi pelo está hecho un desastre. Además estoy
cansada de perder... -decía la princesa fastidiada. Pero al ver a Vania sintió
que su corazón se estremecía. Y en ese preciso instante Vania y la princesa
se enamoraron a primera vista.
-Ustedes disculpen, pero tengo un problema -interrumpió el dragón... a
los enamorados que se miraban enamorados -dijiste que soy apestoso... ¿es
cierto? -le preguntó confidencialmente a Vania.
-Y sí, no quisiera engañarte... -Es que mi cueva está siempre cerrada y
allí hay mucho olor a humedad...-se disculpó el gigantón-. ¡Yo no saldré de
aquí hasta estar bien limpio! ¡No quiero que piensen que no me gusta
bañarme! -dijo coqueto.
-Entonces, por tu buena voluntad no sólo te regalaré la espada de
plumas, también te daré esta bolsa con pétalos de lilas.
Así fue que el dragón se metió en el lago y Vania y la princesita frotaron
cada una de sus escamas hasta dejarlo bien limpio.
Cuando salió, el dragón era otro. No sólo podía controlar las llamaradas
de su boca. También se lo veía de buen humor y, además, olía como un
jardín sembrado de lilas.
Y así la princesa, Vania e Igor montaron en el lomo del dragón y,
suavemente, se elevaron por los aires. Cuando sobrevolaban el enorme
laberinto escucharon al Minotauro que desde abajo gritaba:
-¡No me dejen aquí! ¡Si todos se van no tendrá sentido que custodie
nada!
Vania le pidió al dragón que descendiera y habló con el Minotauro. -
¡Podrás venir con nosotros, si liberas a todos los que cayeron en tus
malvadas trampas! -dijo Vania. -¡Está bien!-gimoteó el Minotauro y haciendo
unos pases mágicos el embudo de arenas movedizas se convirtió en un
sendero de tres escalones. Y el tornado dejó de girar. Y todos los jóvenes
que habían sido atrapados por el Minotauro comenzaron a correr hacia la
salida. El Minotauro se subió al lomo del dragón y junto a sus nuevos amigos
comenzaron a ascender. Y sobrevolaron la montaña.
-¡No me dejen sola! -gritó la máscara de piedra-. ¡Si todos se van no
tendrá sentido que custodie nada!
Vania le pidió al dragón que se acercara a la máscara y le dijo: -¡Abre el
túnel para que salgan los prisioneros del laberinto y todos volveremos a
visitarte pronto. Entonces un temblor sacudió el suelo y la montaña se abrió y
todos los jóvenes pudieron salir hacia al bosque.
-¡No teman! -gritó Vania desde arriba-. Ningún peligro acecha en el
bosque.
Y así fue que unos volando y otros corriendo, todos llegaron al castillo del
zar. El rey no podía creer lo que veían sus ojos. Su dulce hijita llegaba de
nuevo al castillo y ¡nada menos que volando sobre el lomo del dragón!
Los viajeros descendieron en el jardín real y Vania se acercó al zar.
-Yo soy Vania y ya que he salvado a tu hija, espero que me concedas su
mano. -Nunca podré agradecerte lo que has hecho. Sin embargo dime...
¿qué patrimonio tienes, hijo? -preguntó el zar.
-U... un hachchch... cha, un drag...
gón, una amiga brujjjja... -enumeró Vania
un poco preocupado.
-¿Y cómo piensas mantener a mi
hija? -preguntó el zar.
Vania sintió que se le caían las
medias y también el ánimo. Y se tomó la
última gota de la naranja de oro para
darse coraje. Sin embargo, esta vez la
gota no dio resultados: «Un sec... sec...
secretario...» Vania intentaba hablar,
pero las palabras trastabillaban.
Entonces apareció la cabeza del
dragón por una de las ventanas del castillo y le susurró algo al oído que
le cambió la cara.
-Tengo una idea. Dame tiempo, señor, y pronto seré rico.
Y como todo lo que se proponía lo cumplía, el joven y valiente leñador se
hizo rico. ¿Cómo lo logró? Con la ayuda del dragón, de Igor, del Minotauro y,
por supuesto, de Tasha.
Juntos pusieron una cadena de confiterías llamada Mac Vania. Igor, con
sus conocimientos de contabilidad, se ha convertido en el administrador de la
empresa.
El dragón no sólo demostró sus dotes de repostero. También desde
entonces se encarga de la cocción de pasteles, panes dulces y tortas fritas.
Todas en su punto justo. Con las infernales llamaradas de su boca, ha
logrado cocinar más de un millón de masitas por hora. Y ninguna se le
quema ni siquiera un poquito. ¡Y eso no lo logra cualquier repostero! El
Minotauro, por su parte, se ha especializado en la preparación de los
cuernitos. Y a veces hasta se anima en la fabricación de medialunas con
anís o con menta.
En cuanto a Tasha, nadie mejor para fabricar las mermeladas para las
masitas. Su especialidad son los dulces del amor y las bombas rellenas de
crema que curan las penas.
¡Ah! Y no nos olvidemos de la máscara que se convirtió en la animadora
de fiestas de cumpleaños más requerida del pueblo.
Y como en toda historia de amor, Vania y la princesa se casaron y
tuvieron diez hijitos. Dos de ellos se han convertido en campeones
internacionales de chinchón. Los ocho restantes juegan igual que su mamá.
LA CÁMARA DE FOTOS
CAROLINA SE DESPERTO TAN TEMPRANO que la casa parecía un
pueblo fantasma. Al bajar las escaleras tropezó con el gato que se erizó
como un
puerco espín.
Carolina
estaba
acostumbrada
al mal humor
de Osiris.
Todas las
mañanas tenía un encontronazo con él. Por eso, una vez más, esquivó el
zarpazo que le tiró a las piernas y lo mandó a la cucha. Osiris entrecerró los
ojos y se fue mirándola de reojo con una expresión de verdadero enojo. ¡Ya
encontraría el momento de su venganza!
Carolina preparó su chocolatada y empezó a soñar con el paseo de ese
día. Es que con los chicos de la escuela irían de excursión. Y aunque a los
demás sólo les gustaba el paseo porque se salvaban de la escuela, a Caro le
fascinaba la idea de ir a un Museo de Ciencias Naturales.
Apenas se despertó su mamá, Carolina la atajó en la escalera: «Ma, ¿me
prestarías la cámara de fotos?»
La mamá se la prestó, pero antes le dio una lección sobre cómo usarla y
los cuidados que debía tener.
Y así fue como Carolina descubrió un mundo nuevo. Si alguna vez había
querido ser médica, ahora ya no tenía dudas: ¡Quería ser antropóloga,
paleontóloga y arqueóloga! ¡Nada menos!
Huesos de Tyrannosaurus Rex, Mandíbulas de Cliptodontes y puntas de
flechas de antiguas civilizaciones, daban vueltas en su cabeza como en una
ronda...
Sin embargo, lo que más la atrapó, lo que la dejó sin aliento fue un
sarcófago egipcio de más de 4ooo años de antigüedad. Estaba cerrado y en
su interior había una momia: ¡la de una reina egipcia!
El sarcófago era de oro y tenía una expresión extraña pintada en los ojos.
Se pusiera donde se pusiese Carolina, la máscara del sarcófago parecía
seguirla con la mirada. Tanto tiempo pasó mirando y remirando que en un
momento le pareció que el sarcófago se entreabría y una luz llegaba desde
su interior. Carolina tuvo una extraña sensación: como si la reina egipcia
estuviera mandándole mensajes en curiosos jeroglíficos para descifrar. Sin
duda la reina la había
hipnotizado con poderes
sobrenaturales.

Esa noche durante la cena Caro no


paró de hablar sobre las reliquias
egipcias que había «descubierto».
Hasta Osiris parecía interesado en
todo lo que contaba. Pero Caro sintió
que bajaba a tierra firme, que más bien
estaba enterrada debajo de la tierra
firme cuando su mamá le preguntó: -
¿Sacaste fotos?
-¡La cámara! -se dijo-. ¡Me la olvide
en el Museo!
Carolina se propuso secretamente que esa misma noche iría al Museo a
recuperar la máquina. Y así lo hizo...
Cuando todos dormían, Caro salió corriendo hacia el Museo. Trepó el
portón de rejas de la entrada y se metió por una ventana lateral que estaba
entreabierta.
Una vez dentro, Carolina descubrió que el Museo no era igual de noche.
En la oscuridad los Tyrannosaurus parecían enormes fantasmas a punto de
aplastarla con sus enormes patas. Los dientes de los Gliptodontes tenían un
filo brillante y aterrador. Las puntas de flechas de las antiguas civilizaciones
parecían apuntarle todas a ella.
-¡Esto es mi imaginación, esto es mi imaginación, esto es mi imaginación
-se repetía Carolina para darse coraje.
Pero el coraje y la voz se le fueron al suelo cuando vio su cámara junto al
sarcófago egipcio... ¡abierto y vacío!
Un sacudón la hizo temblar desde la punta del pelo hasta el dedo gordo
del pie.
Desde donde estaba se estiró para alcanzar la cámara, pero cuando sus
dedos estaban a punto de tocarla, desde el interior del sarcófago un remolino
de aire chupó su mano como si fuera una aspiradora. Carolina retrocedió de
un salto y decidió que lo mejor era olvidar la cámara, la arqueología, el
museo y salir corriendo lo más rápido que pudiera.
Sin embargo, al darse vuelta tropezó con la pata de un camello
embalsamado. Bueno... en realidad parecía embalsamado, porque aunque
Carolina lo creía imposible, el camello con una de sus patas la empujó hacia
el sarcófago, mientras las mandíbulas del Cliptodonte se le acercaban dando
furiosas dentelladas. Y sin darse cuenta, en el momento en que tomó la
cámara, Carolina fue atrapada definitivamente por el remolino y de pronto se
vio aspirada por una deslumbrante luz que venía desde el sarcófago.
Caro dio-vueltas y vueltas entre remolinos de colores y luces
enceguecedoras, atravesó un círculo
transparente y viscoso y, finalmente,
cayó en un sitio oscuro y lleno de arena.
Cuando su vista se acostumbró a la
penumbra pudo ver en un rincón el
sarcófago de la reina y sobre él pilas y
pilas de flores frescas. Carolina comenzó
a preocuparse. ¡Es que acababan de
enterrar a la reina...! En las paredes vio
dibujos que narraban la epopeya de la
faraona. ¡Definitivamente estaba dentro
de una tumba egipcia y, probablemente,
sobre su cabeza se erigía toda una
pirámide! ¿Quién podría sacarla de allí?
Atacada de susto, de espanto, de terror, Carolina gritó y gritó hasta que
quedó casi ronca. Y cuando ya no tenía más esperanzas, escuchó desde
afuera ruidos y al fin una puertita se abrió y Caro pudo ver a un hombre
vestido de modo muy extraño que le hacía reverencias. Y detrás de él otros
hombres lo imitaban. Carolina miraba asombrada la ceremonia, pero cuando
su vista se alejó hacia el horizonte, algo más la aterró: vio arena, médanos y
más médanos que no eran justamente los de la playa de Villa Gesell. Estaba
en Egipto. En el Antiguo Egipto, sin duda. Carolina fue llevada hasta el
palacio del faraón y allí fue sentada en un trono de oro macizo. Todos
seguían haciendo reverencias y ceremonias mirándola con devoción. El
único que la miraba con desconfianza y de perfil, como corresponde a todo
egipcio, era un enorme gato que estaba sentado a su lado. Un gato que tenía
algo familiar, ciertamente. Un gato que se parecía a otro gato que tampoco
confiaba en ella, Osiris.
Carolina imaginó lo que sucedía:
¡había sido confundida con la faraona
muerta! ¡Creían que era su
reencarnación! Y a pesar de que todos
parecían estar a su servicio, Carolina
estaba paralizada de miedo. No se
atrevía ni a pestañear y tampoco
quería decir ni una palabra para no ser
descubierta.
De pronto una muchacha se
acercó y le habló, pero no lo hizo con
palabras. De su boca salieron dibujos.
¿Qué dibujó? Dibujó a una mujer de
perfil con una jarra en la mano y un
signo de interrogación.
Carolina no entendía qué sucedía. Otra muchacha se acercó y dibujó en
el aire a una mujer de perfil tocando la lira y un signo de interrogación.
Entonces Carolina se dio cuenta de que le estaban ofreciendo bebida y
música. Sin embargo, Caro más que agua y música necesitaba comida. Por
eso abrió la boca, pero de sus labios apenas salió un monigote tocándose la
barriga y un signo de exclamación.
Todos la miraron sin entender, especialmente el gato que acercaba su
hocico para olerla mientras la miraba de reojo.
Carolina siguió intentando con sus dibujos, pero no podía hacer nada
parecido a un pollo al horno o una milanesa con papas fritas... Entonces
recordó a su maestra de dibujo que siempre le había dicho que debía prestar
más atención a sus indicaciones. Ahora veía los resultados en los hechos. Y,
por supuesto, se lamentaba.
Todos los sirvientes la miraban con el ceño fruncido tratando de
comprender lo que quería «su' reina».
En uno de sus intentos Carolina dibujó a su monigote comiendo un
racimo de uvas, pero cuando estaba por terminar la última uvita, de su mano
se escapó la cámara de fotos. Y al caer al suelo, la cámara comenzó a rodar
y a disparar flashes y cliks, cliks y flashes.
¡Qué alboroto que armó! Los esclavos, los guardias y hasta el gato
quedaron paralizados ante los ruidos y luces de la máquina maldita. Carolina
miró al gato que la señalaba mientras dibujaba en el aire a Carolina bajando
de un platillo volador. -¿Acaso crees que soy extraterrestre? -preguntó
Carolina a los gritos.
Fue entonces que los esclavos abrieron los ojos grandes y asombrados.
Evidentemente las reinas sólo debían hablar en dibujos y nada, pero nada de
palabras. Por lo tanto Caro había sido descubierta.
Los guardias se dieron vuelta
para mirarla asombrados. Y el gato
les ordenó, por supuesto con un
dibujo, que atraparan a la impostora.
Carolina decidió no seguir con las
explicaciones. Cada palabra que
pronunciaba la condenaba más y
más. Dio vueltas y vueltas alrededor
del salón para intentar atrapar la
cámara. Pero los guardias eran
muchos y cada vez estaban más cerca. Por eso decidió olvidar la cámara y
salvar su vida.
Así escapó del palacio rumbo al desierto. Por suerte no se había quitado
las zapatillas y podía correr por la arena sin quemarse los pies, como se veía
que les pasaba a sus perseguidores.
Y corrió y corrió y corrió y mientras
corría pensaba en lo bien que le
hubiera venido la bici.
A lo lejos, Caro descubrió a un
camello que paseaba sus jorobas de un
lado al otro.
-Éste seguro que sabe dónde hay
un oasis -se dijo Carolina.
Y como el miedo no es sonso y
Carolina tampoco lo era, se trepó al
camello de un salto, como había
aprendido en gimnasia, y lo hizo
galopar como un caballo de carrera.
Todavía una hora después el camello
corría y corría, pero Carolina a esa altura apenas si podía sostenerse
sobre su joroba. En realidad ella era la que estaba jorobada ¡y bastante! Y
cuando el sol del desierto la había deshidratado por completo, Carolina sintió
que el camello se paraba en seco y ella salía disparada hacia adelante. Con
las últimas energías que le quedaban Caro entreabrió los ojos y vio que caía
dentro de un círculo transparente y viscoso que parecía una laguna en el
medio del desierto. Un remolino de colores y luces deslumbrantes la sacudía
de un lado para el otro y el aire se hacía cada vez más denso...
Cuando al día siguiente abrieron el Museo, descubrieron a Carolina
durmiendo sobre la joroba del camello embalsamado. Tenía el pelo revuelto
y una sed interminable. ¿Cómo había quedado esa chica allí? ¡Nadie lo
sabía!
Cuando llego a su casa, la familia entera la estaba esperando. Y mientras
su mamá le preparaba un buen desayuno, Carolina contó:
-¡No saben! ¡Tuve un sueño extrañísimo! ¡Soñé que viajaba al Antiguo
Egipto y me confundían con una faraona!
-Siempre fuiste una chica imaginativa -dijo su mamá-. ¡Pero tanta
obsesión por la arqueología no se puede creer! Y hablando de todo un poco:
¿Sacaste fotos?
Carolina miró a su mamá y dijo: ¿Fotos? ¡No!, jamás llevé la cámara.
Pasaría mucho tiempo hasta que alguien quisiera usarla otra vez. Para
entonces, ya se le ocurriría una excusa mejor.
LA PIPA DEL ABUELO

ESA NOCHE PABLO SE HABÍA ACOSTADO temprano.


-¿Le dolerá la panza? -se preguntaba su mamá.
-No comió ni el postre -reflexionaba su papá.
-No importa, yo me como su porción -aprovechaba su hermana. Lo que
nadie sospechaba era que Pablo, en un momento de distracción, se había
robado la pipa de su abuelo y se la había llevado a la habitación. Apenas
llegó al cuarto, cerró con llave y sacó la pipa del bolsillo del piyama. Ahora
sólo quedaba seguir todos los pasos que había observado en su abuelo para
preparar la pipa. Un poco de tabaco, aplastarlo en el interior de la pipa, un
fósforo y a probar...
Después de unas cuantas pitadas con sus respectivas toses, Pablo
pensó que eso de fumar no tenía más gracia, que la de sentirse una persona
adulta. Por eso siguió pitando y pitando. En una de las tantas pitadas de la
pipa comenzó a salir un humito largo y plateado que en poco rato se convirtió
en una extraña y enorme figura más bien gorda. Era un genio... ¡el genio de
la pipa!
Pablo quedó petrificado ante la grandiosa figura de humo que comenzó
a hablarle en un idioma totalmente desconocido para él.
-Pa buc al mul -dijo el genio y Pablo le hizo un gesto de que no entendía.
-Pa buc al mul -repitió el genio con voz de pocos amigos y cara de perro
enojado.
Pablo, que hacía poco había leído Aladino y la Lámpara maravillosa,
supuso que el genio hablaba algún idioma antiguo e imaginó lo que le decía.
-Me estás sugiriendo que puedo pedir tres deseos, ¿no? -preguntó Pablo.
A lo que el genio con cara de alivio y asintiendo respondió: « Bamdul tec
ramun».
-Bueno, mi primer deseo es... descubrir la tumba de un famoso faraón
-dijo Pablo con cara de aventurero.
El genio dijo más cosas que no entendía ni su abuelo y con un dedo
disparó un rayo que transportó a Pablo al África. No era un desierto, ni
siquiera había un grano de arena.
¿Habrán llegado hasta aquí los egipcios? -se preguntó Pablo mirando el
paisaje.
Pablo estaba en el medio de una sabana, pelada de vegetación y de
gente. Pero, como buen aventurero que era tenía que elegir una dirección y
comenzar a caminar. Y así lo hizo. En el camino recogió varias piedras que
colocó en uno de sus bolsillos. Quizás eran restos de herramientas egipcias,
o tal vez fueran piedras de alguna pirámide oculta.
De pronto, a lo lejos, pero muy, muy lejos, Pablo distinguió la silueta de
una gran mole. ¿Sería una pirámide?
No..., no podía ser. La mole avanzaba hacia él y, todos sabemos que las
pirámides no caminan, a menos que sean pirámides rodantes.
-Ya sé -dijo Pablo-, como todo investigador, debo tener mi equipo de
colaboradores. Debe ser el micro que los trae.
El micro seguía avanzando y Pablo lo saludaba mientras ponía los ojos
chinitos para verlo mejor. Al fin logro divisar los detalles del micro: tenía 4
ruedas que parecían patas, dos radares que parecían orejas y una manguera
larga que parecía una trompa.
-A la miércoles -dijo Pablo mientras se subía a un solitario arbolito.
-Si no supiera que estoy en Egipto, juraría que eso es un elefante. Pero...
¡es un elefante!
Desde la altura del árbol, Pablo observó que detrás del elefante
veníanvarios hombrecitos corriendo. Eran negros como carbones y
barrigones.Y estaban decididos a atraparlo.
En realidad eso era lo que creía Pablo, pero pronto vio que un
majestuoso león perseguía a los hombrecitos, que perseguían al elefante. El
león rugía y corría a gran velocidad y Pablo descubrió que los negritos
corrían grave peligro de ser atrapados así que, sin dudarlo, los llamó.
Los hombrecitos miraron hacia arriba y descubrieron a Pablo trepado al
débil arbolito y, sin dudarlo, comenzaron a treparlo como si fuera un fuerte y
grueso roble.
El león dudó entre ellos y el elefante, pero pronto eligió lo que menos
deseaba Pablo. Y enseguida todos los hombrecitos y él vieron al león
apuntando su peluda melena hacia ellos. El arbolito se zarandeaba
soportando los movimientos de todos que sumaban más de veinte.
-Las piedras -dijo Pablo-, habrá que dejar la investigación para otro
momento -por eso comenzó a arrojar algunas contra el león.
Sin embargo el león rugió furioso y su rugido ya no parecía el de un
simple león. Más bien asemejaba a un trueno.
-Me parece que lo de las piedras no le gustó mucho -dijo Pablo a uno de
sus compañeros de rama que lo miraba sin comprender. Pronto aparecieron
varios leones más y la cosa se puso cada vez más negra.
-Yo creo que esto no es Egipto. Puede ser cualquier lugar de África, pero
Egipto, no. Si aquí hay pirámides deben de tener la punta para abajo porque
yo no veo nada -se decía Pablo, mientras se sacudía de un lado al otro
gracias a los movimientos de sus compañeros.
En uno de esos zarandeos, la rama en la que estaba Pablo hizo el ruido
de una bisagra sin aceitar. Y poco a poco, Pablo sintió que se iba para abajo.
Sus negros compañeros gritaban como locos y Pablo pensó que ese era su
fin... -Otro deseo, tengo que pedirle al genio que me saque de aquí...
A Pablo le hubiera gustado pensar mejor este deseo, pero la ocasión hizo
que no dudara más...
-Genio, quiero viajar a la Luna -dijo Pablo mientras sentía el aliento
caliente de los leones.
-¡Bu¡ treb nenc slup! -preguntó el genio sin molestarse por la cara de
preocupación de Pablo.
-¡Sí, sí, cualquier luna, la de la
Tierra, una de Júpiter, cualquiera... -dijo
Pablo cada vez más agotado no sólo
por la fuerza que hacía para sostenerse
sino también porque ya no soportaba
más los alaridos de sus compañeros de
desgracia.
El genio hizo unos pases extraños y
Pablo apareció como por arte de magia
en un enorme y oscuro lugar. Era un
sitio solitario, semejante a las fotos de
los viajes espaciales. Estaba lleno de
cráteres y su suelo parecía hecho de
queso gruyere. Pablo buscó y buscó, pero no encontró ni rastros de un
astronauta que lo pudiera orientar.
-Me parece que esto va a ser demasiado aburrido -se dijo Pablo,
pensando que había desperdiciado un deseo.
Sin embargo, comenzó a caminar. Si no había nada por aquí ni por allá,
quizá pudiera descubrir algo en el famoso lado oculto. Como buen curioso
que era, decidió ir juntando piedras para luego analizarlas. Así fue llenando
sus bolsillos de piedras, piedritas y piedrotas.
Caminando y caminando, Pablo descubrió una montaña alta y nevada
como un cucurucho de helado. Despacito y con cautela Pablo trepó la
montaña y descubrió que en la punta, había una entrada hacia el interior.
-¿Será un volcán al borde de la erupción? -se preguntó. Sin embarga él
sabía que no cualquiera llegaba a la Luna con la ayuda de un genio. La
mayoría lo hacía en naves espaciales.
Por lo tanto decidió meterse por la
boca del volcán.
A medida que bajaba, la luz se
hacía cada vez más tenue y Pablo
debía ayudarse con las manos y
tantear para descubrir el lugar en el
que se estaba metiendo.
Después de bajar y bajar y bajar,
Pablo notó que había llegado al suelo.
¿Estaría en la base de la montaña? El
lugar era frío y húmedo y a Pablo, por
un momento, le dio miedo pensar que
estaba tan lejos de su casa.
De pronto a Pablo le pareció escuchar unos pasos. A pesar de que
estaba oscuro, sabía que no eran de él, que estaba más quieto que rulo de
estatua. Respirando hondo y con la voz temblorosa, preguntó: «¿Hay alguien
allí?».
Pero nadie contestó. Sin embargo, al rato Pablo escuchó un susurro. A
pesar de que estaba oscuro, sabía queno era su voz, porque sus labios
estaban sellados de terror. Respirando más hondo que antes,
Pablo alargó sus brazos y tocó una oreja. No obstante la oscuridad, sabía
que no era su oreja, no sólo porque estaba muy lejos de su cabeza, además,
porque su oreja no era tan puntiaguda.
Pablo gritó. La oreja también. Y dos voces más gritaron junto con ellos.
En la oscuridad Pablo vio tres pares de ojos brillantes y asustados que lo
miraban, y volvió a gritar. Los otros tres también gritaron.
-¿Quién esta ahí? -atinó a decir Pablo.
-Drap, Drip y Drup -contestó una voz finita y temblorosa. ¿Quién es? -Yo
soy Pablo, soy humano y vengo del planeta Tierra. ¿Ustedes son selenitas?
-No, somos meteoritas. -¿Qué cosa? ¡Cómo! ¿No estoy en la Luna?
-No, estás en el meteorito Xp3. Este meteorito que es nuestro hogar,
acompaña a la Luna en sus fases. Sin embargo, no se comporta del mismo
modo que nuestro satélite madre –dijo con confianza la boca brillante que
acompañaba a uno de los pares de ojos. -¡Pero este genio está borracho! ¡Le
pido que me lleve a Egipto y me manda a Gabón! ¡Le digo que quiero ir a la
Luna y me deja en un meteorito! Ustedes disculpen, pero no era esto lo que
yo esperaba... -se disculpó Pablo. -Nosotros tampoco esperábamos visitas.
-¿Cuántos son ustedes en Xp3? -preguntó Pablo recuperando el aliento.
-Tres: Drap, Drip y Drup. -¿Sólo
ustedes?
-No podríamos ser más. No sé qué
haremos con vos cuando lleguen las
fases.
-¿Vos hablás del cuarto
menguante, cuarto creciente, la luna
llena y la luna nuev...?
-¡Ni lo nombres! -gritó uno de los
meteoritas, que Pablo no sabía si era
Drap, Drip o Drup.
-Pero no te preocupes, eso es una
pavada, yo te lo puedo explicar tan
fácil... Resulta que cuando la Luna esta entre el Sol y la Tierra...
-¡Te dije que no hables de ese tema, especialmente ahora que estás acá!
Nosotros no estamos en la Luna acá las cosas son distintas.
-Yo noté que este genio no pega ni una, pero ahora, me gustaría saber
cuál es la sorpresa que se viene.
En esto pensaba Pablo, cuando de pronto un ruido semejante a un trueno
sacudió el fondo de la montaña.
-¿Qué fue eso? -preguntó Pablo desde el suelo.
-¡Te dijimos que no hablaras de la Luna! ¡Seguro que los espías selenitas
nos van a hacer fase nueva!
-¿Qué? ¿Quiénes? ¿Cómo? ¿Dónde? -preguntaba Pablo y sus palabras
salían a borbotones, sin control. -¿Acá hay espías? ¿Corremos peligro?
-¿Y quién creés que inventó la fase nueva? ¡Fueron los selenitas! -dijo
uno de los tres meteoritas, pero
a sus palabras siguió otro estruendo y otro terremoto en el piso de la
montaña. -Preparáte porque no hay lugar para cuatro aquí -dijo otro de los
meteoritas.
Otro temblor hizo ver a Pablo que el piso de la montaña se abría y al
mismo tiempo la montaña se encogía.
-¡Esto es de otro mundo! -dijo Pablo a los gritos.
-Yo te avisé que no estabas en la Luna, ni siquiera en la Tierra o en algún
otro planeta del sistema solar. ¡Éste es un meteorito y estamos dominados
por los selenitas!
Pablo comenzó a ver luz. La luz era reflejada por la Luna y asomaba a
través del fondo de la montaña. Con esa luz, Pablo logró ver por primera vez
las tres siluetas de sus compañeros. Eran flacos como escobas y se
aferraban a las paredes de la montaña como si fueran sopapas.
La montaña se encogía como la ropa que mamá ponía en el lavarropas.
Y Pablo sentía que las rocas de las que
se agarraba, desaparecían de entre sus
manos.

-¿Qué está pasando acá? -preguntaba


Pablo a uno de sus compañeros de
desgracia.
-¡Te avisamos que nos iban a hacer una
fase nueva los selenitas! ¿Nunca viste la
Luna nueva? -No, por supuesto, porque no
se ve.
-Bueno... ¡a nosotros nos hacen lo
mismo! -dijo uno de los flacuchos-. Ves,
ahora nuestro
meteorito está en cuarto menguante, pero vamos hacia la fase nueva.
Pablo miró a su alrededor y vio que el meteorito se había transformado en
una medialuna y cada vez se hacía más finita.
-¿Vos querés decir que en la fase nueva desaparece el meteorito?
-preguntó Pablo sosteniéndose de la punta de la medialuna.
-En realidad sólo queda una piedra, tan chiquita que apenas se ve, pero
ya aprendimos a sostenernos, así
que cuando los selenitas se calman, volvemos a tener nuestro meteorito
como corresponde. ¿Entendés?
-¿Por eso decías que no hay lugar para uno más y que yo no tengo
posibilidades de salvarme? -preguntó Pablo mientras el meteorito se
achicaba a pasos agigantados.
-Exactamente.
-¡Me quiero morir! ¡Yo quería ir a la Luna! ¿Existirá una Liga de
Protección contra los genios
«truchos»? ¡No puede ser! –gritaba
Pablo furioso, y cuanto más gritaba, menos espacio quedaba para
sostenerse en el meteorito.
Pablo sentía que las rocas se deshacían como si fueran de arena y cada
vez tenía menos lugar para sostenerse.
De repente, Pablo sintió que la piedra de la que se sostenía desaparecía.
Y comenzó a caer y caer y caer en el espacio. Y mientras caía veía a Drap,
Drip y Drup que gritaban sin poder hacer nada por él.
-¡Quiero volver a casa! ¡Quiero ir a casa! -gritaba Pablo como si alguien lo
pudiera escuchar en medio del espacio exterior-. ¡A vos te estoy hablando,
genio! ¡Escucháme donde estés! ¡Escuchá, mi último deseo es llegar a casa,
con mi mamá, mi papá y la hincha de mi hermana! ¡Genio!
-¡Blab trimp crest! -dijo el genio apareciendo al lado de él y cayendo a la
misma velocidad.
-En lo posible me gustaría llegar sano y salvo y no como un huevo que
cae al suelo, ¿me entendés? -decía Pablo tratando de ser amable-. Es lo
último que te pido.
Mientras los dos caían a una velocidad de miles de kilómetros por
segundo, el genio miró a Pablo y con una sonrisa en los labios dijo: «Trib
climb sem tu».
Pablo cerró los ojos y se dijo: «Éste no me entiende, voy a hacerme torta
contra el piso. Me van a tener que separar del suelo con espátula. ¡Genio, es
lo último que te pido, por favor!
¡Quiero ir a casa!»
De repente Pablo sintió que todo se había detenido. Ya no rodaba en el
aire y el viento no lo sacudía como si estuviera dentro de un huracán.
Entonces de a poquito como si tuviera miedo de que el menor movimiento lo
hiciera caer nuevamente, abrió los ojos. Miró hacia abajo y dio varias
pataditas y descubrió con alegría que tenía el suelo bajo sus pies.
Miró para un lado y para el otro. Por supuesto, no estaba en su casa,
como había pedido al genio. Sin embargo, había algo familiar en el lugar.
En eso escuchó una voz chillona que gritaba: ¡Paaaabloooo! ¡Qué
sorpresaaaaa! ¡Mi sobrino preferido!
-Ay, no -susurró Pablo al ver a la tía Elisa, la vegetariana.
-¡Qué alegría verte! ¡Justo que acabo de terminar la cena! -dijo la tía Elisa
arrastrándolo de un brazo hacia la casa y pellizcándole los cachetes con
placer.
-¡Miró lo que preparé: Tortilla de alcachofa, escalopes de acelga y
revuelto de nabiza! ¡Y de postreee...! -siguió la tía Elisa creando suspenso-
¡zanahorias en almíbar y dulce de berenjena!
-¡Menos mal que soy el sobrino preferido! -pensó Pablo -no quisiera estar
en guerra con la tía Elisa.
Sin embargo, Pablo ya estaba jugado y todas esas verduras que tanto
odiaba, fueron casi pasables.
-¿No comiste nada? ¿Te duele la panza? ¿Querés que te prepare un té
de
cardo? -insistía la tía Elisa y Pablo sólo atinaba a negar con la cabeza. Es
que no podía hablar, porque en realidad no podía tragar la comida que tenía
en la boca, aunque masticara y masticara.
-Si me permitís, Pablito, voy a fumar un cigarillo, éste es mi único pecado
de vegetariana.
Pablo hizo un esfuerzo grande y tragó la comida de un golpe: «¿Nunca te
dijeron que el cigarrillo hace mal?».
-Pero Pablito, yo no me voy a comer el cigarrillo, apenas lo voy a fumar-
dijo la tía Elisa burlándose. -No me hagas caso y ya vas a ver lo que te pasa
-amenazó Pablo-. Yo conozco a un genio que de tanto estar metido dentro
de una pipa y tapado de nicotina, no pega ni una. Cuando habla nadie lo
entiende y encima se equivoca en todo.
-¡Ay Pablito, qué chistoso! Siempre fuiste tan ocurrente. Decíme ¿tu
mamá sabe que estás acá?
-No, no tuve tiempo de avisarle. -¡Ah no, entonces voy a llevarte a
tu casa, querido! -dijo la tía mientras pitaba su cigarrillo.
-¡Nooo, no te molestes! Si apenas estoy a quince cuadras y, además,
apenas son las tres de la mañana, yo voy solo.
-¿Estás seguro? Entonces te voy a dar unas galletitas de radicheta para
que comas en el camino.
Pablo no le dijo nada, ya tenía piedras de África en los bolsillos y también
del meteorito Xp3, ¿qué le hacía llevar varias porquerías más?
La tía Elisa despidió a Pablo con unos pellizcones en los cachetes, cosa
que Pablo odiaba más que su comida. Y así emprendió su regreso.
Mientras iba camino a su casa con la ropa sucia y ajada y mirando a un
lado y al otro esperando que nada más pasara, Pablo pensaba en su abuelo.
Todos decían que tenía mal carácter y no se le entendía lo que decía. ¡Pobre
abuelo! Cómo no iba a decir pavadas y enojarse, si tenía en su pipa al genio
más desastroso del mundo.

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