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RESUMEN
ABSTRACTS
This article intends to contemplate Malebranche´s work and to determine what characterizes it:
thought of mathematical nature makes possible the different knowledge areas, such as moral,
metaphysics and theology. Knowledge of relationships of perfection is, at the same time, the truths
and immutable laws of all the moments of the spirit. From the contemplation of the divine
attributes, power, wisdom, and love of God, Malebranche infers our duties concerning God,
mankind and ourselves.
1
mauricio.schiavetti@ucv.cl
2
Malebranche, Traité de Morale, Réimprimé d’après l’edition de 1707,avec les variantes des editions de 1684
et 1697,et avec une introduction et des notes par Henry Joly, Paris, 1939, Librairie Philosophique J.Vrin,
Primera Parte, cap. I, III, p. 2, en lo sucesivo T. d. M.
3
T. d. M. Primera parte, cap. I, III, p.2.
Ahora bien, al contemplar a Dios no sólo podemos ver algo de lo que él piensa, sino
también podemos descubrir algo de lo que Dios quiere, puesto que éste sólo quiere
según el Orden “y el orden no me es enteramente desconocido”, añade4. Así, el Amor
de Dios estriba en el hecho que las cosas pueden ser amadas y eso es lo que nos
permite descubrir que hay cosas que podemos amar que son más perfectas y más
estimables que otras.
De este modo, el que las criaturas consideren el obrar de Dios, les permite saber algo
acerca de la manera de obrar de él. En efecto, añade Malebranche, lo que regula su
obrar, su Ley inviolable, es el Verbo, la Sabiduría eterna, la Razón, “quien me hace
razonable, y que puedo en parte contemplar según sus deseos.”5
Paso a paso, el pensamiento de Malebranche va mostrando que la criatura, dado su
carácter racional, conoce algo de lo que Dios piensa y de su manera de obrar. Y esto
acontece gracias a que las criaturas contemplamos la sustancia inteligible del Verbo,
quien a su vez nos constituye en calidad de seres racionales e inteligentes, lo que nos
permite ver, de manera clara, las relaciones de magnitud que están entre las ideas
inteligibles que él encierra y que son “las mismas verdades eternas que Dios ve”.6
Los ejemplos que Malebranche presenta son claros, como también su fuente, y nos
recuerdan, por cierto, a los de Descartes. Tanto Dios como las criaturas ven, por
ejemplo, que dos por dos son cuatro y otras cosas de la geometría, como que los
triángulos que tienen una misma base y que están entre mismas paralelas son
iguales.
Sin embargo, lo anterior no es lo único que la criatura puede conocer. Malebranche
añade que también es posible que las criaturas descubran, al menos confusamente,
las relaciones de perfección, que son el orden inmutable que Dios consulta cuando él
obra, Orden que debe regular la estima y el amor de todas las inteligencias.
De esta manera, el ámbito del conocimiento se amplía al ponernos en relación tanto
con las verdades especulativas como prácticas, ya que lo que en su propia aclaración
llama relaciones de magnitud, son precisamente las verdades puras, abstractas,
metafísicas; en cambio, lo que llama relaciones de perfección son a la par verdades y
leyes inmutables de todos los movimientos del espíritu.
Ahora bien, estas últimas verdades, a las que se refiere el texto, son pues el Orden
que Dios consulta en todas sus operaciones de acuerdo con la aclaración que nuestro
pensador realiza.
Malebranche añade, pues, otro matiz en este distingo. Las relaciones de magnitud,
nos dice, están entre los seres que tienen una misma naturaleza, por ejemplo, la idea
de una toesa (antigua medida francesa que equivale a un metro y 949 milímetros) y
la idea de un pie (medida de longitud); por el contrario, las relaciones de perfección
están entre las ideas de los seres o de las maneras de ser de diferente naturaleza,
como, por ejemplo, entre el cuerpo y el espíritu, entre la redondez y el placer.
De este modo, los espíritus contemplamos la misma sustancia inteligible y
descubrimos necesariamente las mismas verdades especulativas o relaciones de
magnitud y las mismas verdades prácticas, esto es, las mismas leyes, el único Orden
4
Ibid., p. 2.
5
Ibid., p. 3.
6
Ibid.
al ver las relaciones de perfección, que están entre los seres inteligibles, que
encierran la sustancia del Verbo, que no es sino el objeto inmediato de todos
nuestros conocimientos.
II
Hace años atrás, Ortega7, con ocasión de cumplirse los doscientos años del
nacimiento de Kant, escribía, “Kant no se pregunta qué es o cuál es la realidad, qué
son las cosas, qué es el mundo. Se pregunta, por el contrario, cómo es posible el
conocimiento de la realidad, de las cosas, del mundo. Es una mente que se vuelve de
espaldas a lo real y se preocupa de sí mismo. Esta tendencia del espíritu a una
torsión sobre sí mismo no era nueva antes bien caracteriza el estilo general de la
filosofía que empieza en el Renacimiento. La peculiaridad de Kant consiste en haber
llevado a su forma extrema esa despreocupación por el universo. Con audaz
radicalismo desaloja de la metafísica todos los problemas de la realidad u
ontológicos y retiene exclusivamente el problema de conocimiento. No le importa
saber, sino saber si sabe. Dicho de otra manera, más que saber le importa no errar.
Toda la filosofía moderna brota, como de una simiente de este horror al error, a ser
engañado, a être dupe". Más adelante añade, “La filosofía moderna adquiere en Kant
su franca fisonomía al convertirse en mera ciencia del conocimiento. Para poder
conocer algo es preciso antes estar seguro de si se puede y cómo se puede conocer.
Este pensamiento ha encontrado siempre la halagüeña resonancia en la sensibilidad
moderna. Desde Descartes nos parece lo único plausible y natural comenzar la
filosofía con una teoría del método”.
A mi parecer, Malebranche no podía ser una excepción a este sentir. Ya al comienzo
de su obra, Primera Parte, capítulo I, VII, se hace cargo del tema del error.
Nosotros vemos las relaciones de perfección o de magnitud. Vemos también la
verdad o las relaciones reales. Y ese ver precede a nuestros juicios. En cambio, si
juzgamos antes de ver o bien de muchas cosas que no vemos, surge el error. La
agudeza de Malebranche no se limita a agotar el error en los casos señalados. Por el
contrario, hay otras maneras de errar, por ejemplo, juzgar de las cosas por azar,
pasión o interés. Según nuestro autor, el error radica aquí en el hecho que el juicio
no se ha realizado por evidencia y por luz. Juzgamos por nosotros mismos y no por
la Razón, o según las leyes de la Razón que es superior a los espíritus, y que es la
única que tiene derecho a preocuparse acerca de los juicios que ellos forman o
pronuncian.
Por otra parte, el pensador nos recuerda nuestra condición de seres finitos, “el
espíritu humano es finito,”8 hecho que nos impide ver todas las relaciones que
tienen entre sí los objetos de sus conocimientos. Esto último hace posible que
erremos al juzgar las relaciones que no vemos. En cambio, si el juicio se realiza
precisamente acerca de lo que vemos, aun siendo finitos y expuestos al error por
nuestra naturaleza, no erraríamos jamás, ya que se trataría de la razón quien
pronunciaría en nosotros mismos los juicios que formamos.
7
Ortega y Gasset, José, Kant Hegel y Dilthey, Ed. Revista de Occidente, 3ª edición, 1965, pp. 7-8.
8
T. d. M. Primera Parte, cap. I, IX, p. 4.
Los ecos del pensar de Descartes no dejan de resonar en este tema. Así, en la Cuarta
Meditación, nos dice, “pues siempre que contengo mi voluntad en los límites de mi
conocimiento, de tal modo que no forma ningún juicio sino de las cosas que le son
claras y distintamente representadas por el entendimiento, no puede ser que me
engañe.”9
Estamos, pues, en el corazón del pensar metafísico, y Heidegger nos recuerda que
Descartes al comienzo de la Edad Moderna matiza la frase que Tomás de Aquino
escribe en Questiones de veritate q. I, a. 4, “la verdad se encuentra verdaderamente
en el entendimiento humano o divino”. Verdad es aquí adecuación y no aletheia de
la siguiente manera en la Reglas para la dirección del espíritu (Regulae ad
directionem ingenii, Reg. VIII. Opp. X, 396), “La verdad y la falsedad no pueden
encontrarse en ningún otro lugar más que en el entendimiento”. Dicho de otro
modo, la verdad y la falsedad sólo pueden encontrarse en el entendimiento.10
Ahora bien, esta misma condición a la que la criatura está sometida, a saber, juzgar
únicamente acerca de lo que ve, rige también para Dios. Aquí no sólo estamos
delante del pensamiento metafísico sino teológico de Malebranche y, por
consiguiente, es menester matizar. En efecto, Dios es infalible por su naturaleza,
esto significa que no puede estar expuesto al error o al pecado, pues él mismo es
para sí mismo su luz y su ley. Dicho de otro modo, él conoce perfectamente, es decir,
“la Razón le es consustancial”;11 por ser infinito descubre todas las relaciones que
encierra la naturaleza inteligible del Verbo.
Por otra parte, Dios ama invenciblemente, lo que significa que no puede impedirse
que estime y ame las cosas en la medida en que éstas son estimables y amables,
según el Orden inmutable de sus propias perfecciones, ya que, para nuestro autor, la
medida de la perfección de los seres estriba en la mayor o menor participación en las
perfecciones divinas.
Malebranche pasa ahora a precisar la situación de los ángeles y la de los santos.
Ellos aparentemente están expuestos al error por su naturaleza, sin embargo, no se
equivocan jamás, ya que la atención del espíritu les representa claramente las ideas
y sus relaciones, y sólo juzgan aquello que ven. En cambio, los seres humanos
tenemos conciencia de que nos equivocamos con frecuencia. El error queda ligado a
la fatiga extrema que nos produce el trabajo de la atención; de este modo vemos
confusamente los objetos y las ideas. Esto nos lleva a apoyarnos en lo verosímil y
estamos contentos durante un cierto tiempo del falso bien de que gozamos. Con
todo, nos disgustamos y volvemos a investigar hasta que nos dejamos seducir
nuevamente; reposamos y volvemos débilmente a las investigaciones.
Ahora bien, Malebranche después de haber precisado las maneras en que erramos
las criaturas, se hace cargo de las relaciones de magnitud y perfección, es decir, de
las verdades especulativas y prácticas, con el fin de subrayar que la falsedad no es
nada real.12
9
Descartes, René , Obras Escogidas, Traducción de Ezequiel de Olaso y Tomás Zwank, Editorial
Sudamericana, B. Aires, 1967, p. 261.
10
Heidegger, Martin , La doctrina platónica de la verdad, en Hitos, Versión de Helena Cortés y Antonio Leyte,
Alianza Editorial, Madrid, 2000, p. 194.
11
T. d. M. Primera Parte, cap. I, X, p.5.
12
Ibid., p. 6.
Es verdad, nos dice, que 2 por 2 son 4, o que 2 por 2 no son 5, ya que hay una
relación de igualdad en el primer caso y de desigualdad en el segundo caso. Y quien
ve relaciones ve verdades, porque estas relaciones son reales.
Es falso, nos dice, en cambio, que 2 por 2 sean 5 o que 2 por 2 no sea 4, ya que no
hay relación de igualdad en el primero, y no hay relación de desigualdad en el
segundo. Así, quien ve o cree ver estas relaciones, en el fondo ve falsedad; ve
relaciones que no existen.
De este modo, para Malebranche la verdad es inteligible, en cambio, la falsedad es
absolutamente incomprensible. Para comprender la afirmación anterior veamos un
ejemplo. En el caso de las verdades de perfección, es cierto que una bestia es más
estimable que una piedra y menos que un hombre, ya que hay una relación mayor de
perfección de la bestia en comparación con la piedra, y una relación menor de
perfección de la bestia respecto del hombre. Así, la persona que ve este tipo de
relaciones “ve verdades que deben regular su estima”13 y, por ende, esta especie de
amor que la estima determina. Por el contrario, añade, quien estima más a su
caballo que al cochero, no ve lo que piensa ver. ¿Cómo es esto posible?
Nuestro autor responde que esto se debe a que la razón particular de esa persona y
no la Universal lo ha llevado a juzgar del modo como lo ha realizado; ha sido su
amor propio y no el amor por el Orden el que lo ha llevado a amar como lo hace.
Aquello que piensa ver no es visible ni inteligible. Se trata de una falsa relación o de
una relación imaginaria, y quien regula su amor o estima así, según esta relación o
bien semejantes, nos dice, “cae nuevamente en el error y en el desorden”.14
Así están ligados en Malebranche el pensar (ver) y el amor. Quien ve mal ama lo que
no debe. De este modo, Verdad y Orden son relaciones de magnitud y de perfección,
reales, inmutables, necesarias, relaciones que encierra la sustancia del Verbo divino;
de modo que la persona que ve dichas relaciones ve como Dios ve y el que regula su
amor según estas relaciones, sigue la ley que Dios ama invenciblemente.
Hay así entre el creador y la criatura una conformidad perfecta de espíritu y
voluntad, o, lo que es lo mismo, entre lo que conoce y ama, conformidad que lleva a
la criatura a asemejarse a Dios en la medida en que es capaz. Dicho de otro modo,
así como Dios se ama y ama las cosas en la medida en que éstas son amables, y a sus
semejantes y no a sus disímiles, así también la criatura ama aquello que es digno de
ser amado.
Ahora bien, volviendo a la criatura, Malebranche destaca entre sus poderes a la
libertad; la criatura, a pesar de las dificultades para meditar y los esfuerzos de la
concupiscencia, puede buscar la Verdad y el Orden. Puede, o bien sacrificar su
reposo por la verdad y sus placeres por el Orden, o bien, a la inversa, preferir su
bienestar actual a sus deberes y caer en el error y desorden.
Puede, en rigor, merecer recompensa o ser castigada por su demérito por Dios. Sin
embargo, dirá Malebranche, Dios es justo, por consiguiente, como hemos visto, ama
a quienes se le asemejan. Sólo él puede obrar sobre las criaturas haciéndolas felices
por el goce de los placeres o desdichadas por sufrir los dolores. Dios puede elevar a
los justos por encima de los demás, comunicarles su poder al ejecutar sus deseos, “y
13
Ibid.
14
Ibid.
establecer así causas ocasionales para obrar por ellos de mil maneras”.15 Y, al revés,
abatir a los pecadores.
De este modo, según Malebranche, volverse semejante a Dios es procurar la
felicidad de la criatura. Si hace lo que depende de ella, llegar a ser perfecta, Dios la
hará feliz, ya que los seres más perfectos serán más poderosos, felices y contentos.
La criatura, pues, que ame el Orden, tomando parte en la perfección de Dios, tomará
parte en su gloria, felicidad y grandeza.
La criatura puede, además, conocer el verdadero bien, amar y sentir o gozar.
Mientras los dos primeros dependen mucho de ella, no acontece así con el gozo. La
persona sabe que Dios es justo, y que, por ende, quien conozca y ame, gozará de ello
y será feliz. Se ha entregado a la búsqueda penosa por conocer la verdad, ha usado
bien su libertad y gracias a su coraje se conforma al orden inmutable, luchando
contra la concupiscencia, soportando los dolores, dejando de lado sus placeres.
Con todo, la persona sabe también que no depende inmediatamente de sus deseos el
gozo del placer o evitar el dolor. Siente, por el contrario, que depende de ella pensar
bien y amar las cosas buenas; siente que la luz de la verdad se expande en él cuando
lo desea y que depende de él amar y seguir el Orden, y, sin embargo, busca
únicamente placer, dejando de lado su felicidad eterna, que consiste, como hemos
visto, en el conocimiento y en el amor, semejantes al de Dios.
Ahora bien, es precisamente en este horizonte del pensamiento teológico-metafísico
de Malebranche que surge el tema de los deberes. Estamos, pues, en el ámbito de su
moral. Pero no de cualquier deber. Se trata, por el contrario, del principal de ellos,
aquel por el cual Dios crea a sus criaturas, a saber, el amor, que no es sino nuestra
virtud madre, universal y fundamental; es esta virtud la que un día nos hará felices.
Se trata, pues, en breve, para las criaturas de conocer, de amar, más precisamente,
de seguir el Orden.
Tal como en Aristóteles, Malebranche aclara que la verdad especulativa no tiene que
ver con nuestros deberes. Sí, en cambio, constituye nuestra perfección, el
conocimiento y amor de las verdades prácticas o relaciones de perfección. Hay, pues,
que confiar en Dios, ya que él sabrá recompensar nuestra virtud.
La vieja palabra virtud, significa ahora en el pensamiento de Malebranche, la
obediencia que se tiene por el orden, el someterse a la Ley Divina. En este tema,
Malebranche se desprende de toda semejanza con el pensamiento estoico, presente
en Descartes.
La sumisión a la naturaleza, a los decretos divinos, es decir, a aquellos que han
constituido la naturaleza o el poder de Dios, nos dice, es más bien necesidad que
virtud.
Nosotros podemos seguir la naturaleza y desordenarnos pues ahora ella está en
desorden. En la 4ª de las Entretiens métaphysiques, explica y nos recuerda que la
caída ha introducido el desorden en el plan divino, pero la redención y la gracia nos
ayudan a restablecer el orden.
Con todo, puesto que somos libres, las criaturas podemos resistir la acción de Dios
sin contravenir sus órdenes, dado que muchas veces la acción particular de éste está
de tal modo determinada por las causas segundas u ocasionales, que en un sentido
15
Ibid., p. 7.
su obrar no es conforme al Orden. Dios quiere seguir el Orden, nos dice, pero obra
en cierta manera en contra del Orden, dado que este último quiere que Dios como
causa general obre de manera uniforme y constante, consecuente con las leyes
generales que ha establecido, él produce efectos contrarios al Orden; produce
monstruos, sirve ahora a la injusticia de los hombres como dice Isaías, XLIII, 24,
debido a la simplicidad de las vías por las cuales ejecuta su designio. De ahí que no
sea posible que la criatura se someta al poder de Dios y siga y respete la naturaleza,
pues daña el Orden y se torna desobediente.
Así, pues, la dependencia del hombre respecto de Dios está debidamente aclarada.
Pero así y todo tal vez sea extrema. Veamos un ejemplo. “Sería insultar a la sabiduría
de Dios corregir los cursos de los ríos y conducirlos a lugares en que se carece de
agua: sería menester seguir la naturaleza y permanecer en reposo”.16 Por cierto, su
afirmación nos deja en un primer momento, perplejos. Malebranche señala que Dios
actuando en conformidad con las leyes generales que él ha establecido, uno corrige
su obra sin herir su sabiduría, se resiste a su acción sin resistir a su voluntad, porque
él no quiere positiva y directamente todo lo que él hace. En el ejemplo en cuestión,
Dios sólo extiende la lluvia por una consecuencia necesaria de las leyes del
movimiento, leyes que no las ha realizado él, con el fin de que fuese todo así
agenciado, pero para los más grandes designios, más dignos de su sabiduría y
bondad. Si llueve sobre los hombres y por doquier, esto acontece ya que Dios no
debe cambiar la uniformidad de su conducta, a causa de que sucedan de ello
consecuencias inútiles o dañinas. En el Tratado de la Naturaleza y la Gracia,
Malebranche añade que Dios habiendo previsto todo lo que debía seguirse de las
leyes naturales, antes incluso de su establecimiento, no debía establecerlas si él
debía cambiarlas.
Así, la resistencia de las criaturas a la acción de Dios en este contexto hay que
entenderla en el sentido de que al realizar esto la criatura no ofende, al revés, con
frecuencia favorece sus designios; porque él siguiendo constantemente las leyes
generales que él se ha prescrito, la combinación de los efectos que son allí
consecuencias necesarias, no puede ser siempre conforme al orden, ni propiamente
para la ejecución de la obra más excelente. De este modo le está permitido al hombre
impedir los efectos naturales, no sólo porque dichos efectos pueden causarnos la
muerte, sino incluso cuando nos incomodan o disgustan.
Ahora bien, es al tenor de este asunto que, como he señalado, estamos en el ámbito
de su moral. Y esto acontece según el modo en que le compete a la criatura,
habérselas con la ley de Dios y con el Orden. A la criatura, pues, sólo le cabe, nos
dice, seguir nuestro primer deber, someternos a la ley de Dios y seguir el orden, es
decir, tenemos la necesidad de someternos a su poder absoluto. Por su unión con el
Verbo, el hombre puede conocer el Orden, con la Razón Universal. Él puede
constituirse en nuestra ley, y, él puede, por consiguiente, conducirnos. En cambio,
los decretos divinos nos son totalmente desconocidos y no los podemos convertir en
nuestra regla. Con una cierta ironía Malebranche nos dice que hay que dejarles a los
sabios de Grecia y a los estoicos esta virtud quimérica de seguir a Dios o la
naturaleza. Así, pues, a las criaturas nos corresponde consultar la Razón, amarnos y
16
Ibid., p. 10.
seguir el Orden en todas las cosas. Verdaderamente sigue el Orden aquel que se
somete a la ley que él ama invenciblemente y sigue inviolablemente. Con todo,
aunque para nosotros el orden de la naturaleza no sea nuestra ley y, por ende,
nuestra sumisión a dicho orden no nos constituya en virtuosos, es necesario, a
menudo, tenerlo presente en el entendido que el orden inmutable y necesario lo pide
y no porque este orden de la naturaleza sea un efecto del poder de Dios.
Ahora bien, la relación con el Orden no es la misma si se trata de alguien que obra
mal o bien. En el primer caso, si esa persona sufre de gota, por ejemplo, lo hará con
paciencia y humildad, ya que es pecador. En el segundo caso nos recuerda, por una
parte, nuestra condición menesterosa finita, el rigor de las estaciones y la entrada
del pecado en el mundo; por otra, que el Orden quiere que conservemos nuestra
fuerza y santidad, y, por cierto, la libertad de nuestro espíritu, para meditar acerca
de nuestros deberes e indagar acerca de la verdad. Así, por ejemplo, siendo la lluvia
y el viento consecuencias de leyes generales del orden de la naturaleza, no parece
claramente que Dios quisiera positivamente que suframos esta incomodidad
particular, como pasa con el que obra mal. Es más, sería un crimen, nos dice, evitar
la lluvia en el mundo, en el momento en que Dios hiciera llover expresamente para
mojarnos y castigarnos, semejante al que cometió el primer hombre que comió un
fruto, por su desobediencia.
De este modo, la virtud no radica en seguir el orden de la naturaleza. Si así fuera, el
que nace entre placeres y en la abundancia sería virtuoso sin dificultad, siéndole la
naturaleza felizmente favorable, la seguiría con placer. Malebranche sostiene que la
virtud actualmente ha de ser penosa para que sea generosa y meritoria. Dicho de
otro modo, se nos impone el sacrificio para poseer a Dios; por ejemplo, para ser
perfectos debemos vender nuestros bienes y dárselos a los pobres, cosa que implica
un cambio de estado y condición. Ser virtuosos, consiste, de esta manera en
someternos en todo al Orden inmutable y necesario, ley inviolable de Dios mismo y
de todas las inteligencias.
III
17
T. d. M. Primera Parte, cap. II, X, p. 19.
criatura de hacer callar a sus sentidos, pasiones e imaginación, teniendo claro que
sin consultar la Razón es imposible ser razonable.
Sin embargo, para los espíritus groseros el Orden es una forma muy abstracta, que
no sirve de modelo. Por eso nos recuerda que fue menester que el Verbo se hiciera
carne, y la sabiduría oculta e inaccesible a los hombres carnales los instruyese de
una manera carnal (Recherche de la Vérité, libro IV. cap. III).
La tarea práctica consiste entonces en habituar a los hombres a discernir la
verdadera virtud del vicio, los deberes simples de las virtudes aparentes que a
menudo se pueden satisfacer sin virtud; y, para llevarla a cabo debemos cumplir con
dos condiciones, a saber, que la Razón nos conduzca y el amor por el Orden nos
anime, en caso contrario, aunque cumplamos con nuestros deberes, no seremos
virtuosos.
Ahora bien, la confianza del metafísico en la luz racional pareciera ceder al paso del
teólogo. En efecto, se dice que la razón está corrupta y sujeta al error. Él responde,
que es menester que se someta a la fe. Se dice que el hombre no es en sí mismo su
luz racional, a lo que responde, la Religión es la verdadera filosofía, por cierto, no la
de los paganos, ni la de los que hacen discursos, que dicen lo que no piensan, que
hablan a los otros antes que la Verdad les haya hablado a ellos mismos.18 Así,
Malebranche rechaza de plano esta comprensión de la razón que acabamos de
presentar, y apela a la fe. Por el contrario, la Razón de la que él habla es infalible,
inmutable, incorruptible; ella es la maestra y Dios la sigue.
En la práctica hay que abrir los ojos a la luz y habituarse a discernir la luz de las
tinieblas, o la luz de los falsos resplandores, o la Razón de la imaginación, etc. La
evidencia, escribe, la inteligencia es preferible a la fe. La fe pasará, la inteligencia no.
Sin embargo, es la fe quien conduce a la inteligencia, ella es la condición para que
podamos merecer la inteligencia de ciertas verdades esenciales, sin las cuales no
podemos ser virtuosos. En definitiva, es la luz quien perfecciona el espíritu y el
corazón y, si la fe no aclara al hombre y no lo conduce a cierta inteligencia de la
verdad y conocimiento de sus deberes, ella no tendrá los efectos que se le atribuye.
¿Y qué pasa con aquellos que carecen de luz? Malebranche deja abierta la
posibilidad que, “la gracia del sentimiento o delectación anticipante" puedan
remplazar la luz y mantenerlos ligados a sus deberes. Deja abierta también la
posibilidad de que la persona pueda entrar más en sí misma y que escuche la verdad
interior, en el silencio de los sentidos, imaginación y pasiones y sea más sólidamente
virtuosa. Además, el amor por el Orden, que tiene por principio más de razón que de
fe, o mejor aún, más de luz que de sentimiento (o placer, en otra versión), es más
sólido, meritorio y estimable que otro amor que, nos dice, lo supone igual.
El placer del que habla en otro texto, es el placer del sentimiento producido por la
delectación victoriosa de la gracia. Por su parte, Pascal en el Arte de Persuadir,
escribe,”Yo se que él (Dios) ha querido que ellas (las verdades divinas) entren del
corazón en el espíritu, y no del espíritu en el corazón, para humillar este soberbio
poder del razonamiento, que pretende deber ser juzgado por las cosas que la
18
T. d. M. Primera Parte, cap. II, XI, p. 20.
voluntad elige, y para sanar esta voluntad enferma que está toda corrompida por sus
sucios apegos”.19
Así, para Malebranche, tal como para Agustín en Confesiones (l. III. Cap. VIII), el
Verbo se hizo sensible y visible para hacer inteligible la verdad. Del mismo modo la
Razón se encarnó para conducir a los hombres por los sentidos a la Razón. Por eso
no es posible que el hombre no entre en sí y consulte la Razón, o que no escuche la
voz de la verdad alguna vez, o la Verdad interior, por mucho que esté turbado por el
ruido de los sentidos y de las pasiones. No es posible así que carezca de una idea y de
un amor por el Orden. Y esto porque la acción divina, que es en nosotros el
principio, sin cesar obra uno u otro.
¿Cuál es pues la índole de este amor? Una vez más resuena la voz del teólogo:
“Amarás al Señor vuestro Dios con todo vuestro corazón, y todas vuestras fuerzas, y
a vuestro prójimo como a vos mismo”.20 Sin embargo, Malebranche comienza
aclarándonos que el término amor es equívoco. Significa unirse de voluntad a algún
objeto como a su bien o la causa de su felicidad, o bien, desear a alguien el bien que
el otro necesita. Se puede amar a Dios en el primer sentido, al prójimo, en el
segundo. En la Parábola del Samaritano, añade, Jesucristo nos enseña que prójimo
son todos los hombres. Malebranche nos habla así de la caridad justificante, esa que
nos lleva al estado de gracia, agradable a Dios y dignos de la verdad eterna; la virtud
que nos hace en verdad justos y virtuosos a quienes la poseen, es en rigor el amor
dominante por el Orden inmutable. A su vez, esta expresión, "orden inmutable", se
refiere a las relaciones de perfección, que están entre las ideas inteligibles que
encierra la sustancia del Verbo Eterno. Así, sólo se debe estimar y amar la
perfección. Luego, añade, la estima y el amor deben ser conformes al Orden. Según
nuestro autor, debe haber la misma relación entre los dos amores y entre la
perfección o la realidad de los objetos que los excitan; pues si la proporción no es la
misma no son de ningún modo conformes al Orden. De ahí que la caridad o el amor
a Dios es una consecuencia del amor por el Orden; y hay que amarlo infinitamente
más que todas las cosas, dado que entre lo infinito y finito no puede haber una
relación finita.
Malebranche añade que el poder de hacernos el bien o esta especie de perfección que
tiene relación con nuestra felicidad, en una palabra, la bondad, excita en los seres
humanos el amor de unión y las otras perfecciones, el amor de estima y de
benevolencia. Ahora bien, sólo Dios es bueno, él únicamente tiene el poder de obrar
en nosotros. Él no comunica de ningún modo realmente a las criaturas esta
perfección. Lo que hace es establecer únicamente causas ocasionales para producir
ciertos efectos, pues el verdadero poder es incomunicable. Luego, nos dice, todo el
amor de unión debe tender hacia Dios.
Por este camino de pensamiento, Malebranche abre ahora la posibilidad que tiene la
criatura de amar a Dios, pero mediante el amor de benevolencia. Dios es
infinitamente más amable que todas las criaturas juntas por el amor de
benevolencia. Dios le ha comunicado realmente alguna perfección; como hay
algunas que son capaces de gozar con nosotros una misma felicidad, ellas son,
19
T. d. M. Nota 6, p. 21.op.cit.
20
T. d. M. Primera Parte, cap. III, I, p. 24.
Por lo anterior, aunque supongamos que un pagano amara con un amor actual por
el Orden más que todas las cosas, lo que sólo se puede hacer por el movimiento de la
gracia, Dios que juzga sólo acerca de los hábitos no podría considerarlo como justo y
santo. Y, añade, Malebranche, "pues un acto de amor a Dios sobre todas las cosas no
puede naturalmente cambiar el hábito inveterado del amor propio".22 Y, como
teólogo, insiste en que lo anterior no es posible sin el uso de los sacramentos
instituidos por Jesucristo para nuestra justificación, para dar a un solo acto de amor
por Dios la fuerza de producir el hábito, él cual sólo da derecho a los verdaderos
bienes.
Por eso ningún filósofo, escribe Malebranche, ni Sócrates, ni Platón, ni Epícteto, por
muy claros que hayan sido acerca de sus deberes, ni incluso a aquellos que hayan
difundido su sangre por el Orden de la justicia, pueden ser salvados, si no han
recibido la gracia que se obtiene por la fe. En el fondo, no se puede cambiar la
disposición natural e inveterada del amor propio, que aumenta por la
concupiscencia a lo largo de la vida.
En este tema concuerda con los jansenistas, para los cuales Jesucristo no estaba
muerto para todos los hombres. Por el contrario, los teólogos ortodoxos enseñan
que la redención es tan antigua como el pecado de Adán y que ha comenzado a
producir sus efectos desde el momento mismo de la condenación del primer
culpable, que por el efecto de ésta redención, los paganos e infieles han recibido y
reciben aún “gracias de salvación”, a las que ellos deben corresponder; en fin, que
Adán sólo está fuera de las vías de la salvación y que es por su falta culpabiliter. Más
tarde, Malebranche corrige la dureza jansenista en lo que respecta a los hombres
nacidos después de Jesucristo.23
Con todo, Malebranche reafirma su tesis, los actos producen los hábitos. No siempre
opera el hábito. Podemos realizar actos contrarios al hábito y adquirir otro hábito. Y,
además, con la ayuda de la gracia, los hombres pueden volverse justos. Dado que el
amor por el Orden es un hábito, lo podemos adquirir con la ayuda de la gracia. Para
adquirir y conservar el amor por el Orden hay que buscar con cuidado las cosas que
despiertan este amor y que le hacen hacer estos actos, y tener presente a la vez
aquellos que le impiden los actuales movimientos del amor propio. Según nuestro
autor, la luz y el sentimiento son dos principios que determinan el movimiento
natural de la voluntad y que además excitan los hábitos. Son ambos requisitos para
que se formen naturalmente los hábitos y para que aquellos que estén formados
finalmente operen. Teniendo presente lo que acontece con el sentimiento interior de
nosotros mismos, vemos que la voluntad ama actualmente el bien, si la luz se lo
descubre o el placer no lo presenta al alma. La luz descubre el bien que ama por una
impresión invencible, y el placer nos asegura que el bien está actualmente presente.
O, al revés, cuando nuestra alma es actualmente tocada por el placer que la vuelve
feliz, es porque nunca está mejor convencida de la presencia del bien.
Para Malebranche todos los preceptos de la moral dependen, pues, de estos medios,
a saber, hacer que la luz se expanda en nuestros espíritus, y que nuestro corazón esté
22
T. d. M. Primera Parte, cap. IV, XI, p. 30.
23
T. d. M. Nota 2, p. 44, op.cit.
tocado por los sentimientos propios que consisten en excitar en nosotros actos de
amor por el Orden impidiéndonos formar actos de amor propio.
IV
sean por sí misma, lo sean por demostración, lo sean por la autoridad infalible,
aunque estas últimas sean más bien ciertas que claras y evidentes.25
Por otra parte, experiencias incontestables son los hechos que la fe nos enseña, y
aquellos de los que estamos convencidos por el sentimiento interior que tenemos de
lo que acontece en nosotros. Podemos reflexionar acerca de ellos y descubrir
vínculos y relaciones y las causas naturales u ocasionales que los excitan. Esto tiene
una consecuencia infinita para la Moral. Así, esta reflexión acerca de lo que acontece
en nosotros es una ciencia experimental. La Moral es una ciencia racional en sus
principios y formas y experimental en su materia. Para Malebranche, por cierto, la
parte formal es la más importante, aunque su contribución a la parte material por
medio de sus análisis es muy destacada.26
Malebranche precisa, pues, que para llegar al descubrimiento de la verdad se
requiere el trabajo de la atención del espíritu que nos trae la luz como recompensa,
trabajo realizable, a su vez, gracias a la fuerza del espíritu y al dominio sobre el
cuerpo que permite manejar los sentidos, la imaginación y las pasiones. Se requiere,
además, la virtud de la libertad de espíritu.27
Cuando se examina un asunto muy complejo, la razón ordena que suspendamos
nuestro consentimiento, que no juzguemos nada, puesto que nada es evidente. Esto
lo lleva a formular un precepto que dice así:”hacer uso de su libertad, tanto cuanto
lo pueda”, precepto clave de la Lógica y Moral.
Así, establece la siguiente analogía: la fuerza del espíritu es a la búsqueda de la
verdad lo que la libertad del espíritu es a la posesión de la misma verdad, o al menos
a la infalibilidad o a la excepción del error; usando la fuerza del espíritu descubrimos
la verdad y usando la libertad nos eximimos del error. Como carecemos de fuerza,
necesitamos la libertad del espíritu para evitar el error al suspender el
consentimiento.28 Así, quien usa su libertad tanto cuanto puede sólo consiente a la
evidencia. De este modo fuerza y libertad son dos virtudes cardinales y se adquieren
por su uso. Pero, a su juicio, son desiguales entre los hombres, lo que nuestro autor
se preocupa de detallar.
Ahora bien, se puede retener el consentimiento hasta que surja la evidencia. Señala
que la atención del espíritu disipa las vanas apariencias y las verosimilitudes que
seducen a los débiles, y que la libertad del espíritu es necesaria para amar
únicamente los verdaderos bienes, vivir conforme al Orden, obedecer
inviolablemente a la Razón y de este modo conquistar la virtud verdadera y sólida.
Más adelante, en el capítulo diez, señala que en el espíritu del hombre hay dos
relaciones esenciales y naturales, a saber, con Dios causa verdadera de todo lo que
acontece en él; y con su cuerpo, causa ocasional de todos los pensamientos que
tienen relación con los objetos sensibles. Dios sólo habla inmediatamente al espíritu
para unirlo a él, y el cuerpo sólo habla al espíritu para el cuerpo, es decir, para
ligarlo con objetos sensibles. Mientras Dios le habla para iluminarlo o aclararlo y
hacerlo perfecto, es decir, por la luz lleva el espíritu a la felicidad, el cuerpo, en
25
T. d. M. Primera Parte, cap. V, XV, p. 55.
26
T. d. M. Nota 1, p. 55. op. cit.
27
T. d. M. Primera Parte, cap. VI, I, p. 59.
28
T. d. M. Primera Parte, cap. VI, III, p. 60.
cambio, le habla para cegarlo y corromperlo a su favor, por el placer que conlleva y
que lo hace caer en desgracia.
Como carecemos de fuerza y de extensión, necesitamos la libertad para evitar el
error al suspender su consentimiento, pues la libertad reemplaza a la debilidad y a la
limitación humana. Llevado a un extremo, aquel que es libre para suspender
siempre su consentimiento, aunque no pueda liberarse de la ignorancia, mal
presente en todo espíritu finito, puede liberarse del error que nos hace seres
menospreciables y sujetos a la pena, haciendo eco nuevamente a lo expresado en la
Cuarta Meditación de Descartes.
Según Malebranche, aunque Dios hace todo y aunque no hay un obrar del cuerpo
sobre el espíritu, ni a la inversa, sino como causa ocasional, consecuencia de las
leyes de la unión del alma con el cuerpo, unión que el pecado convirtió en
dependencia, con todo, es posible decir que el cuerpo ciega el espíritu y lo corrompe,
puesto que es la relación del espíritu con el cuerpo la causa de todos los errores y
desórdenes en los que cae éste.
La unión de ambos, cuerpo y espíritu, presupone la unión del espíritu con Dios. Por
ende, si sufro una picadura que me produce dolor es Dios quien obra en mí, en
consecuencia, sin embargo, con las leyes de unión del alma con el cuerpo que son
eficaces para la acción de voluntades divinas, que únicamente son capaces de obrar
en nosotros. Pero hay que tener presente que, como la operación divina no es
visible, le atribuimos a los objetos que golpean nuestros sentidos todo lo que se
siente en su presencia, aunque ellos mismos sólo están presentes en el alma, porque
Dios –más presente a nosotros que nosotros mismos– nos lo representa en su
propia sustancia, que es inteligible, única capaz de actuar en nosotros y de producir
todas esas sensaciones que vuelven sensibles las ideas intelectuales y nos hacen
juzgar confusamente no sólo que hay cuerpos, sino que son estos cuerpos los que
obran en nosotros y los que nos hacen felices. Esta es pues la causa de todos
nuestros desórdenes.
fondo del corazón, se hace aparecer a los ojos del mundo y santifica delante de Dios
todas nuestros pasos.
En cambio, en la Segunda Parte, se trata de los deberes y su desarrollo nos remite a
la consideración de los atributos de Dios. Deberes del hombre respecto de Dios, del
prójimo y de sí mismo. Malebranche comienza precisando la pertenencia de la
criatura al creador, su modelo; unido a él y semejante a él de todas las maneras
posibles; sometido a su poder, unido a la sabiduría perfectamente semejante a él en
todos los movimientos de su corazón.29 El hombre será semejante a Dios al
contemplar su esencia, en la cual estará penetrado de sus luces y placeres. A eso
debemos tender y la fe en eso nos da derecho a esperar; y a eso nos conduce; es eso
lo que la fe comienza a hacer por la reforma interior, la gracia de Jesucristo que
opera en nosotros. Así, la fe nos lleva a la inteligencia de la verdad y a merecer la
gracia.
Ahora bien, según Malebranche, para descubrir nuestros deberes respecto de Dios
debemos considerar con atención todos sus atributos divinos y consultarnos a
nosotros mismos por relación a ellos. Hay que examinar el poder, la sabiduría y el
amor de Dios; y también nuestros juicios y movimientos, pues es por estos dos
últimos que los espíritus le rinden a Dios aquello que ellos deben, ese culto
espiritual, que Dios, siendo espíritu, nos exige.30 Y son esos atributos y no otros,
pues, nos dice Malebranche, dependemos del poder de Dios, es decir, sólo existimos
y obramos por él; estamos unidos a su sabiduría, sólo ella nos ilumina y
descubrimos la verdad, sólo por ella somos razonables, únicamente es la Razón
universal de las inteligencias; y sólo tenemos movimiento por su espíritu, por el
amor que se tiene a sí mismo, pues Dios sólo obra por su voluntad. Todo amor que
tenemos por el bien, en el fondo sólo es una efusión o impresión del amor por el cual
Dios se ama. Malebranche sostiene, pues, que los seres humanos únicamente
amamos insensiblemente y naturalmente a Dios, ya que sólo podemos amar el bien,
es decir, la causa de la felicidad, que sólo se encuentra en Dios.31
Malebranche dedica cinco capítulos a precisar nuestros deberes partiendo del poder
de Dios. Comienza constatando la ineficacia de la voluntad de las criaturas y
contrastándola con aquello único que puede dar las maneras de ser, es decir, los
seres mismos de tal o tal manera. Y lo anterior es evidente para quien sabe consultar
la verdad interior. Veamos un caso. Si Dios conserva siempre un cuerpo en el mismo
lugar, ninguna criatura podrá ponerlo en otro y el hombre sólo podrá mover su
brazo porque Dios quiere estar de acuerdo en hacer lo que el hombre estúpido
piensa hacer. Lo mismo acontece con las maneras de ser de los espíritus. Si Dios
conserva o crea el alma en una manera de ser que lo aflija, por ejemplo, el dolor,
ningún espíritu podrá aliviarlo, ni hacerlo gozar, si Dios no está de acuerdo con él
para ejecutar sus deseos. Es precisamente por este acuerdo y liberalidad
enteramente divina, que Dios sin perder nada de su poder, sin disminuir nada de su
grandeza y sin suprimir nada de su gloria, hace participar a las criaturas de su gloria,
grandeza y poder.
29
T. d. M. Segunda Parte, cap. II, I, p. 147.
30
T. d. M, Segunda parte, cap. II, II, p. 148.
31
T. d. M, Segunda Parte, cap. II, V, p. 150.
clara de la que sólo Dios tiene el poder, nos dice, nos obliga a formar los siguientes
juicios: Dios sólo es la causa verdadera de nuestro ser; de la duración de nuestro
tiempo; de nuestros conocimientos; de los movimientos naturales de nuestras
voluntades; de nuestros sentimientos, placer, dolor, etc.; de todos los movimientos
de nuestro cuerpo. Como escribe en la decimoquinta de las Èclaircissement sur la
Recherche de la vérité: "nosotros no actuamos sino por el concurso de Dios, y
nuestra acción considerada como eficaz y capaz de producir algún efecto, no es
diferente de la de Dios".34
Ninguna criatura, hombre, ángel o demonio puede por ella misma hacernos bien o
mal, pero pueden, sin embargo, como causas ocasionales determinar a Dios, en
consecuencia con algunas leyes generales, a hacernos el bien o el mal por medio del
cuerpo al que estamos unidos.
Los seres humanos no podemos hacer bien ni mal a las personas por nuestras
propias fuerzas, sino sólo obligar a Dios por nuestros deseos prácticos (lo que otros
filósofos llaman voluntades) en consecuencia con leyes de unión del alma con el
cuerpo, hacer bien y mal a otros hombres, pues somos nosotros quienes queremos
mover nuestro brazo y lengua, pero sólo Dios sabe y puede moverlos. En breve, el
movimiento inicial de nuestra voluntad viene de Dios; cuando se continúa dicho
movimiento y nos lleva hacia un verdadero bien, esto sucede porque cooperamos
allí, y no nos debilitamos; cuando nos pasa esto último y nos desviamos, significa
que perdemos el poder de resistir a la concupiscencia y que la gracia no se reforma
en nosotros; los deseos prácticos que acontecen en nosotros vienen así de un poder
superior, Dios y su gracia, o de un poder inferior, la concupiscencia, a la cual no nos
resistimos; los actos que siguen estos deseos prácticos no son nuestros, como
tampoco los sentimientos que los acompañan, ni los efectos que se desprenden de
allí.35
A su vez, estos juicios nos exigen los siguientes movimientos: Amar únicamente a
Dios con un amor de unión ya que él solo es la causa de nuestra felicidad, en cambio,
debemos amar al prójimo como capaz de gozar con nosotros de la misma felicidad.
Sólo gozarse en Dios únicamente; si se regocija en otra cosa, juzga que dicha cosa lo
puede hacer feliz, pero ese es un juicio falso, que sólo puede causar un movimiento
desordenado. No unirse jamás a las causas ocasionales de su felicidad contra la
defensa de una causa verdadera; eso equivaldría a obligar a Dios en consecuencia
con sus leyes a servir la iniquidad. Unirse únicamente con una necesidad particular,
ya que el pecador debe evitar los placeres, por cuanto éste lo hace actualmente feliz,
y la felicidad es una recompensa que el pecador no se merece. Temer únicamente a
Dios, ya que sólo él puede castigarnos. Entristecerse únicamente con sus pecados, ya
que sólo éstos obligan a Dios, que es justo, a hacernos desgraciados. Si bien sólo
Dios puede hacernos desgraciados no le debemos odiar, sí es menester temerle. No
debemos ni odiar ni temer las causas ocasionales del mal físico o de la desgracia.
Nos podemos separar de ellas, pero no lo podemos hacer contra la voluntad de la
causa verdadera, es decir, contra el Orden o la ley divina.
34
T. d. M. nota l, p.154. op.cit.
35
T. d. M. nota 3, pp. 154-155. op.cit.
Sólo debemos querer hacer lo que Dios quiere, ya que el ser humano sólo puede
hacer lo que Dios hace. Si no hay poder de obrar, es manifiesto que no puede en
modo alguno querer obrar. El Orden o la ley divina ha de ser su ley o regla de sus
deseos y acciones, ya que sus deseos sólo son eficaces por el poder y la acción de
Dios únicamente. No puedo mover el brazo por mi propia fuerza, es decir, no puedo
hacerlo según mis propios deseos. La ley de Dios u el Orden ha de regular todos los
efectos del poder tanto en Dios como en las criaturas. Dicho Orden es común a todos
los espíritus, el poder de Dios es común a todas las causas. Nadie puede dejar de
someterse a la ley de Dios, dado que sólo podemos obrar por la eficacia del poder.
Con todo, los seres humanos queremos ser felices y no desgraciados. Y para lo
primero, sólo podemos querer, o hacer, lo que el Orden permite. No encontraremos
la felicidad si la buscamos por el poder de Dios contra su ley. Abusamos del poder si
nos servimos de él en contra de la voluntad de quien nos lo comunica. Sólo podemos
glorificarnos en el Señor y no podemos vanagloriarnos de su nobleza, dignidad,
cualidad, saber, riqueza, etc. Y quien lo haga que le refiera todas las cosas, ya que
fuera de él no hay ni grandeza ni poder. Comete idolatría aquel que ama, teme,
honra, las criaturas como verdaderos poderes, y merece castigo. Es abominable a los
ojos de Dios el que se ocupa más de las criaturas que del creador, por una
disposición adquirida por elección o por actos libres. Todo el tiempo que se pierde o
no se emplea para Dios, única causa de la duración de nuestro ser, es un robo o una
especie de sacrilegio. Dios sólo actúa para su gloria, no para nuestro placer. Y en
tanto está en nosotros, volvemos su acción inútil para sus designios. Todo don que
nos entrega y no volvemos útil para su gloria es un robo.
El poder por el cual Dios nos crea en todo momento con todas nuestras facultades,
le da a éste un derecho indispensable sobre lo que somos y nos pertenece que, por
cierto, no nos pertenece sino para que al dárselo a Dios con toda fidelidad y
reconocimiento posible, pudiéramos merecer por sus dones poseerlo a él mismo, por
Jesucristo nuestro Señor que nos sacó de nuestro estado profano para santificarnos
y hacernos digno de honrar al Pastor y al Hijo en la unidad del Espíritu Santo por los
siglos infinitos.
Ahora bien, similares a éstos son los argumentos que nos ofrece Malebranche
respecto de los deberes que hay que rendir a la sabiduría de Dios, los que no por
menos conocidos, nos dice, son menos debidos. Tratemos de esbozar su figura. Nos
recuerda ante todo la dependencia esencial que tiene la criatura respecto de su
creador. Todo espíritu está unido esencialmente a la Razón. No se basta para actuar
con sus fuerzas ni se ilumina con sus propias luces. Las ideas claras nos vienen sólo
de la Razón universal que las encierra y nuestra fuerza viene de la eficacia de la
causa general, la única que tiene el poder. De Dios vienen pues los verdaderos
bienes, el conocimiento de la verdad y el alimento o sustento del espíritu.
Malebranche señala que el espíritu humano tiene dos relaciones esenciales. La
primera con la Razón universal, mediante la cual tiene comercio con todas las
inteligencias, incluso con Dios mismo. La segunda, estar unido al cuerpo y por su
medio con todas las criaturas sensibles. Y ambas relaciones son posibles sólo por el
poder de Dios, vínculo de aquellas uniones. Por eso nos dice que Dios sólo hace en
los hombres, por lo anterior, todos los movimientos corporales que lo acercan o
alejan de los objetos sensibles. Con todo, la causa ocasional de estos movimientos
son los distintos deseos de su voluntad, por eso nos atribuimos el poder de hacer lo
que en verdad hace Dios en nosotros.
El esfuerzo mismo que acompaña los deseos de los seres humanos, por una parte,
señala cierta impotencia y dependencia, y Dios lo deja sentir en ellos para doblegar
su orgullo y hacerlos merecer sus dones. Pero, por otra, persuade a alguno que tiene
fuerza y eficacia; como alguien siente que puede mover su brazo y ni ve ni siente en
él la operación divina, mientras Dios es fiel a ejecutar sus deseos, tanto más infiel es
él en reconocer sus bondades.
Lo mismo acontece con las ideas que iluminan al ser humano y lo llevan al país de la
verdad donde su alma habita para mostrarle el orden y sus maravillas. Sin embargo,
como las causas ocasionales de la cercanía o lejanía de las ideas son los deficientes
deseos de su voluntad, se atribuye el poder de hacerlo y no reconoce que es Dios
quien obra en él. Lo mismo acontece, finalmente, con las cosas que ve y que no tocan
sus sentidos; imagina que ninguna de ellas tiene realidad verdadera fuera de él.
Pues, escribe Malebranche, cada uno juzga de la realidad de los seres, como de la
solidez de los cuerpos, por la impresión que éstos producen sobre nuestros sentidos.
Así, los seres humanos no tienen en sí mismos su sabiduría y su luz. Ellas provienen
de una única Razón universal que ilumina los espíritus, es decir, una sustancia
inteligible común a todas las inteligencias, que es inmutable, necesaria, eterna.
Todos los espíritus la contemplan, todos la poseen, todos se alumbran de ella sin
mermar a los demás. Se da a todos e íntegramente a cada uno de ellos, cosa que no
acontece con los bienes particulares. En cambio, podemos compartir la verdad, por
ser indivisible, inmensa, eterna, inmutable e incorruptible.36
Ahora bien, esta sabiduría inmutable es, pues, la de Dios y por ella fuimos hechos.
Dios nos creó por su poder para unirnos a su sabiduría y por medio de ella nos
honra, permitiéndonos entablar con él una sociedad eterna, tener una comunidad de
pensamientos y deseos y, por ahí, llegar a ser semejantes a él en la medida de lo
posible para la criatura.
Siendo inmutable, la sabiduría renueva todo. Por ella nos hacemos amigos de Dios,
quien sólo ama al que habita en la sabiduría. Por cierto, lo anterior es posible por la
mediación de su hijo, su Verbo, la Razón universal de las inteligencias, encarnada en
el tiempo y hecha visible para iluminarnos. Si renuncia a ella, renunciamos al autor
de la fe, que es la Razón misma hecha sensible, como hemos dicho, y proporcionada
a nuestra debilidad, pues sólo escuchamos a nuestros sentidos. Así, para reconocer
nuestros deberes respecto de la sabiduría o Razón universal de las inteligencias no
basta, a juicio de nuestro autor, estar convencidos de todas las maneras de unión del
espíritu con Dios. Hay que examinar rigurosamente las leyes de unión del alma con
el cuerpo, porque estamos de tal modo situados entre Dios y los cuerpos, que el
aumento de la unión de los espíritus con los cuerpos disminuye la unión del espíritu
con Dios. Y, a la inversa, mientras menos actúe el cuerpo sobre el espíritu más
libremente consulta nuestro espíritu la Verdad interior.
Después de este prolijo equilibrio que describe en las uniones, Malebranche
desarrolla los juicios que nos debemos formar en honor de la Razón universal. Hay
36
T. d. M. Segunda Parte, cap. III, VII, p. 162.
una única sabiduría o razón; no hay muchas. El hombre no tiene su sabiduría y luz
por él mismo, ni por ningún otro, tampoco ninguna inteligencia la tiene. Por su
poder, Dios es la causa de nuestras percepciones o de nuestros conocimientos claros
en consecuencia de nuestros deseos o de nuestra atención. Sin embargo, es
únicamente la sustancia inteligible y común de la verdad la que es la forma, la idea,
el objeto inmediato. Separado de la Razón, el espíritu no puede conocer nada,
ninguna verdad. Por la acción de Dios en él puede sentir su dolor, etc. y todas las
otras modificaciones particulares de la que su sustancia es capaz, pero en él mismo
no puede conocer las verdades comunes a todos los espíritus. Así como para ser feliz
y poderoso depende del poder de Dios, así para llegar a ser razonable, sabio, justo,
etc. debe estar unido a la sabiduría de Dios.
Al entrar en nosotros mismos para descubrir alguna verdad, no somos nosotros
quienes respondemos; es el maestro interior que reside en nosotros, quien preside
todos los espíritus y les da a todos las mismas respuestas. Se trata de Jesucristo que
nos aclara por la evidencia de sus luces cuando entramos en nosotros mismos, y que,
por otra parte, nos instruye seguramente por la fe al consultar nosotros la autoridad
visible e infalible de la Iglesia, que conserva el sagrado depósito de su palabra escrita
o no escrita.
Malebranche extrae de lo que él llama “este gran principio”37 nuevos deberes. No ser
vanidoso por los conocimientos propios, agradeciendo humildemente a quien es en
ello el principio y autor. Entrar en sí mismo en la medida de lo posible, escuchando
más voluntariamente a la Razón que a los seres humanos. Rendirse sólo a la
evidencia y a la autoridad infalible; lo que escuchamos de los hombres
confrontémoslo con aquello que la Razón responde a nuestro espíritu, sólo creer en
los hechos y provisoriamente. No hablar jamás con aire de confianza antes que la
Razón nos haya hablado a nosotros mismos con evidencia. Hablar a los demás como
monitores y no como maestros, conduciéndoles al Maestro, a la Razón universal,
obligándoles a entrar en sí mismos. No disputar jamás por disputar; ni proponer la
verdad a otros, cuando la compañía, pasión, u otra razón nos hace conocer que no se
entrará en sí mismo para oír la decisión de un juez justo. Consultar sólo la Razón
acerca de asuntos dignos de ella, que nos sean útiles sea para dirigirnos al bien o
unirnos a la verdad, sea para regular el corazón o bien para lograr cierta fuerza y
libertad del espíritu. Conservar únicamente con cariño en la memoria, en la medida
de lo posible, principios ciertos y fecundos, en consecuencia de las verdades
necesarias y las respuestas preciosas de la verdad interior. Desatender
ordinariamente los hechos, en particular, aquellos que no tienen una regla cierta,
tales como las acciones de los hombres, ya que estas no aclara el espíritu y a menudo
corrompe el corazón. El Orden es nuestra regla inviolable y no la costumbre, que
frecuentemente se opone al Orden y a la Razón. Hay que seguir el ejemplo sin
confrontarlo con el Orden es actuar como bestias y sólo como máquina, y despreciar
la delicadeza, belleza y fuerza de la imaginación y de los estudios que cultivan esa
parte de nosotros mismos que nos vuelven tan gratos y estimables a los ojos del
mundo. Una imaginación con estas características no se somete voluntariamente a
37
T. d. M. Segunda Parte, cap. III, XII, p. 164.
que tiene por el mal. En el fondo, añade, ese odio sólo es un movimiento de amor. Y
sólo huimos del mal por el movimiento de amor que tenemos por el bien. Como Dios
nos hizo felices a las criaturas amándolo, no nos ha dado movimiento para
separarnos de él.
Malebranche muestra ahora la conversión de los atributos de Dios. El poder de Dios,
nos dice, es sabio y justo, su sabiduría es todopoderosa, y la criatura que pretenda
conservar en él el amor por su felicidad sin aquel de su perfección, unirse al poder
para ser feliz sin formarse en la sabiduría para ser perfecto, corrompe este amor por
la felicidad que sólo le servirá para hacerlo eternamente desgraciado. Más
precisamente aún, el amor de Dios por todas las cosas, en tanto que poderoso y
causa única de la felicidad de las criaturas, no es precisamente el que las justifica; es
el amor de Dios, en tanto verdad y justicia, es el amor por el Orden inmutable, el
amor de la ley divina.
Por eso no podemos agradar a Dios, si no queremos o amamos lo que él quiere y
ama. El orden inmutable, que es la ley de todas las voluntades divinas, tiene que ser
también el nuestro. Dios por su poder no hará el bien a los seres humanos sino su
mal, si por su sabiduría él no es su ley o principio de nuestra reforma interior. Pues
la felicidad es una recompensa. Para poseerla no basta que la deseemos, es menester
que la merezcamos, y esto último sólo es posible si regulamos los movimientos de
nuestro corazón por la ley inviolable de todas las inteligencias, en aquél en que las
criaturas han sido formadas y a la vez han de ser reformadas.
Así, el amor por el Orden inmutable de la justicia debe estar unido siempre al amor
de unión que, como hemos visto, se relaciona al poder de Dios, para que nuestro
amor que es semejante al amor divino nos conduzca a toda la felicidad y perfección
de la que son capaces las criaturas.
Sin embargo, esto no es tan simple ya que, nos dice, en nuestro estado actual la
felicidad y la perfección son antagónicas y hay que tomar partido.40 En definitiva,
cuando la criatura sacrifica su felicidad por su perfección, su placer por el amor por
el Orden, la criatura merece. Pues hemos obedecido a la ley divina, a costa nuestra y
con ello afirmamos que Dios es justo y poderoso juzgando así conforme al que Dios
realiza de sí mismo, y por eso nuestros actos sólo son meritorios cuando ellos
expresan los juicios que Dios hace de sus atributos.41
Se abandona a Dios aquello que depende únicamente de él, la felicidad de las
criaturas y por esta sumisión las criaturas honran a su poder. Así, obedecer a la ley
divina depende en parte de las criaturas, y no depende en modo alguno gozar de la
felicidad. La criatura deja en manos de Dios su felicidad, y se consagra a su
perfección, creyendo en la palabra de Dios, confiando en su justicia y bondad y
viviendo contento por la fe en la firmeza de su esperanza.
Ahora bien, ¿cuál es pues el origen de esta contrariedad, como la llama nuestro
autor, entre la felicidad y la perfección de las criaturas? La respuesta de
Malebranche es sorprendente. Dice que la unión del espíritu con el cuerpo se
convierte en dependencia, en castigo del pecado. Se trata de las sacudidas
involuntarias de las fibras de la parte principal del cerebro, que son las causas
40
T. d. M. Segunda Parte, cap. IV, VIII, p. 171.
41
Ibid.
inversa, si nuestro amor se conformara con esta ley, seremos felices, perfectos todos
juntos y estaremos en sociedad con Dios y tendremos parte de su felicidad y gloria.
Las criaturas sólo pueden ser razonables por la Razón universal y sabios por la
sabiduría eterna, y justos y santos por la conformidad con el Orden inmutable. Por
eso, y aquí surgen nuevamente los imperativos, hay que contemplar incesantemente
la Razón, amar ardientemente la sabiduría, seguir inviolablemente la ley divina.
Debemos volver a formarnos en nuestro modelo, él se hizo semejante a nosotros
para hacernos semejantes a él. Está a nuestro alcance, proporcionado a nuestra
debilidad. Está delante de nosotros, abramos nuestros ojos para verlo. Está en
medio de nosotros, entremos en nosotros mismos para consultarlo. Nos solicita sin
cesar, rindámonos a su voz, no endurezcamos nuestro corazón, escribe
Malebranche.44
VI
44
T. d. M. Segunda Parte, cap. IV, XII, p. 176.
potencias para apresurar su gran obra y procurar a los seres humanos los bienes
para los cuales Dios los ha creado.
Por otra parte, Malebranche precisa el significado del amor de unos por otros.
Cuando Jesucristo nos ordena que nos amemos unos a otros, hay que entender que
nos ordena que nos procuremos recíprocamente los verdaderos bienes. En este
sentido, es menester ayudar al prójimo, y conservarle la vida como cada uno ha de
hacerlo consigo mismo, pero, añade, hay que preferir la salvación del prójimo y de
su vida a la de cada uno.45
Sin embargo, a juicio de Malebranche el término amor es equívoco. Si bien en la
Primera Parte, capítulo III, VIII, había señalado dos tipos de amor, el de unión y el
de benevolencia, aquí precisa un tercero. Hay así un unirse de voluntad a un objeto
como a su bien; o a la causa de su felicidad, conformarse a alguien como a su modelo
o a la regla de la perfección; tener benevolencia con alguien, o desear que sea feliz y
perfecto. Malebranche distingue pues aquí, primero, el amor de unión, sólo debido
al amor de Dios; segundo, el amor de conformidad, que sólo surge ahora y aquí, sólo
debido a la ley divina, al orden inmutable. Niega que la criatura pueda ser capaz de
obrar en nosotros, como ley viviente o modelo perfecto. Y, en tercer lugar, el amor
de benevolencia, que dado los argumentos que nos ofrece, es aquel según el cual
cada uno puede y debe amar a su prójimo. Nosotros debemos desearle a nuestro
prójimo su perfección y su felicidad, y acontece, nos dice, que ciertos deseos
prácticos son causas ocasionales de ciertos efectos que son útiles a este respecto; así
hay que hacer todos los esfuerzos para procurarle una sólida virtud, para que
merezcan los bienes verdaderos que son allí la recompensa. Es de esta forma como
Malebranche interpreta el mandato de Jesucristo, que nos amemos los unos a los
otros, como nos amamos a nosotros mismos y como él mismo nos ha amado.
También honrar es un término equívoco según Malebranche. A su parecer indica
una sumisión del espíritu al poder verdadero, un respeto o sumisión exterior a la
causa ocasional y una simple estima que se tiene por algo, debido a la excelencia de
su ser o de la perfección que posee o puede tener. Por cierto, según nuestro autor,
sólo se honra, respeta y estima a Dios, hablando con rigor. Admite, sin embargo, los
honores y sumisiones externas que autorizan las leyes o las costumbres a nuestros
superiores legítimos, que se debe unir allí al respeto interior debido al poder que
éstos representan. En cambio, el temor que sentimos por la más excelsa de las
criaturas es para Malebranche bajeza del espíritu. En este sentido, el temor sólo cabe
respecto de Dios. Pero debemos estimar a cada cosa en proporción a la excelencia de
su ser o de la perfección que es capaz de poseer o que posee.
Malebranche traza así la diferencia entre estos tres tipos de amores. El amor de
benevolencia, el respeto y la sumisión relativa y exterior, y la simple estima son, nos
dice, en definitiva, los principios generales a los cuales se pueden referir todos los
deberes que debemos rendirle a los demás seres humanos. Distingue también entre
los deberes que tenemos respecto de Dios, que son interiores y espirituales, porque
él penetra los corazones y no tiene necesidad de las criaturas, y, los deberes respecto
de la sociedad, que son casi todos exteriores. Asimismo, los demás hombres no
pueden conocer nuestros sentimientos respecto a ellos, si no les damos señales
45
T. d. M. Segunda Parte, cap. VI, V, p. 185-186.
sensibles, tenemos todos necesidad los unos de los otros para nuestra instrucción
particular, y de mucha ayuda, más de la que las criaturas puedan marginarse.
Tampoco podemos exigir a los otros deberes interiores y espirituales, que sólo le
debemos a Dios. Esto sería, dice Malebranche, en el fondo, un orgullo de demonio.
Se trataría de un querer dominar a los demás y atribuirse la cualidad de escrutador
de los corazones, en otras palabras, exigir lo que no se debe.
Por otra parte, esta exigencia sería inútil, pues ¿qué significa para los otros hombres
nuestra adoración y qué significa a la inversa la de ellos? Si realizan fielmente
nuestra voluntad, ¿de qué podemos quejarnos? Si ven a Dios en nuestra persona, si
lo aman y temen en nosotros, por cierto no nos atribuiríamos el poder y la
independencia, si nosotros no estamos contentos. Sin embargo, no hay que poner el
corazón en los seres humanos ya que, dice Malebranche, su lenguaje y corazón están
corrompidos y sólo producen en el espíritu ideas falsas y un amor por los objetos
sensibles. Y su ejemplo es aún más peligroso, ya que además que éste es menos
conforme a la Razón que el discurso, se trata de un lenguaje vivo y animado que
persuade indefectiblemente a quienes no están en guardia.
Como buen observador de la naturaleza humana, Malebranche añade que
escuchamos frecuentemente lo que se dice, sin pensar en hacerlo; y, por otra parte,
somos tan dados a la imitación que obramos maquinalmente como los otros.
Obrando así, se daña a la sociedad, y, sin embargo, “la caridad y nuestra
constitución natural nos obligan a menudo vivir en sociedad”.46 No podemos llevar
todos una vida de solitarios, especialmente a quienes les es más peligroso el
comercio con el mundo. Es menester que vean y sean vistos, hablen y escuchen
hablar. El comercio sin pasiones descansa el espíritu y le da fuerzas. Es necesario
vivir con los seres humanos. Sin embargo, Malebranche exige dos condiciones, la
primera, que sean razonables y capaces de escuchar la razón; y, la segunda, que se
sometan a la fe, para trabajar en conjunto en la santificación de todos.
VII
Hemos visto que los seres humanos tenemos deberes no sólo respecto de Dios sino
también respecto de los demás seres humanos, que cobran distintas figuras según
nuestro autor. Sin embargo, hay otro aspecto que me parece relevante. Se trata pues
del deber que tiene la persona para consigo misma, asunto con el cual Malebranche
concluye su Tratado de Moral.47 Importa destacar que, a juicio de nuestro autor, es
él mismo deber el que tenemos con nosotros mismos y con los demás, o, como él
dice, con el prójimo. Hay, pues, que trabajar en nuestra perfección, es decir, en la
perfecta conformidad de nuestra voluntad con el Orden; y, en nuestra felicidad, es
decir, únicamente en el gozo de los placeres sólidos que puedan contentar un
espíritu constituido para poseer el bien soberano.
46
T. d. M. Segunda Parte, cap. VI, XII, p. 190.
47
T. d. M. Segunda Parte, cap. XIV, I-IX, p.262 y siguientes.
Volviendo sobre la perfección de la criatura, señala que aquel que ama el Orden más
que todo ése es el virtuoso. Y ser virtuoso implica para la persona cumplir con sus
deberes; quien se comporta de este modo, merece una sólida felicidad, la
recompensa legítima de una virtud probada, que sacrifica sus placeres presentes al
Orden, experimenta dolores y se desprecia a sí misma y respeta la ley divina, que es
justa y todopoderosa, que decidirá de este modo y lo recompensará por la eternidad.
Ahora bien, nuestra búsqueda de la felicidad no es de ningún modo virtud.
Recordemos, de paso, la dificultad que Kant tiene también para aclarar la unión de
ambos términos, en la Crítica de la Razón Práctica. Para Malebranche, la búsqueda
de la felicidad es una necesidad, puesto que no está en nosotros ser feliz, y la virtud
es libre. Existe el amor propio, y no es una cualidad que aumente o disminuya. Por
tanto, no cabe que cesemos de amar; lo que cabe, en cambio, es cesar de hacerlo
mal, como también cabe regular por la ley divina nuestro amor propio. De ahí que
Malebranche nos hable del movimiento del amor propio iluminado y sostenido por
la fe y la esperanza y animado por la caridad, por medio del cual podemos sacrificar
nuestros placeres presentes a los placeres futuros, volverse desgraciado por un
tiempo, para evitarnos la venganza eterna del juez justo.
Como teólogo nos recuerda que la gracia no destruye la naturaleza. El amor que
Dios imprime sin cesar en las criaturas por el bien en general no cesa jamás. Todos,
justos y pecadores quieren ser felices, y ambos corren igualmente hacia la fuente de
su felicidad, sin embargo, en sentidos diversos. El justo, nos dice, no se deja engañar
ni corromper por las apariencias que lo adulan, y esto es así porque el gusto
anticipado de los verdaderos bienes lo sostiene en su curso. En cambio, el pecador,
cegado por las pasiones, olvida a Dios, tanto las ventajas como recompensas, y usa
todo el amor que Dios le da por el verdadero bien, para correr tras fantasmas.
Para Malebranche, el amor propio, es decir, el deseo de ser feliz, ni es virtud ni es
vicio; pero es el motivo natural de la virtud, y del vicio en el caso de los pecadores.
Sólo Dios es nuestro fin y bien, la Razón sola es nuestra ley y el querer propio es el
motivo que debe hacernos amar a Dios, unirnos con él y someternos a su ley. No
somos nosotros mismos ni nuestro bien ni nuestra ley. Dios sólo posee el poder, él
sólo es amable y temible. Queremos ser felices, debemos obedecer su ley. Tengamos
presente que el todopoderoso es justo y que toda desobediencia será castigada y toda
obediencia, por el contrario, recompensada. Ahora somos felices en el desorden, el
ejercicio de la virtud es duro, y a la vez penoso. Y esto es así, para que probemos
nuestra fe y adquiramos placeres legítimos. Pero esto no puede ni debe continuar
siendo. No hay Dios si el alma no es inmortal y el universo no cambia un día de
rostro, pues un Dios injusto es una quimera. El espíritu ve claro todo esto, y la
última evidencia del amor propio iluminado o aclarado es que hay que someterse a
la ley divina, para ser sólidamente feliz.
Hemos visto que Malebranche distinguió fin de motivo. Ahora vuelve a precisar este
último término. Nuestro amor propio, añade, es el motivo que, socorrido por la
gracia, nos une a Dios como nuestro bien o causa de nuestra felicidad,
sometiéndonos a la Razón como a nuestra ley o modelo de perfección. Pero no
debemos constituir a nuestro fin o ley en nuestro motivo. Esto implica una serie de
obligaciones tales como amar el orden y unirse a Dios por la razón; preferir la ley
48
Cfr. T. d. M. Segunda Parte, cap. XIV, IX, pp. 265-266.