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REVISTA PHILOSOPHICA Nº 26 (2003) Instituto de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

RELACIONES DE PERFECCIÓN Y EL SURGIMIENTO DE


DEBERES EN LA MORAL DE MALEBRANCHE
Perfection relationships and the rise of duties in Malebranche´s moral

MAURICIO SCHIAVETTI ROSAS1

RESUMEN

Este artículo pretende contemplar la obra de Malebranche y poder determinar lo que la


caracteriza: el pensar de carácter matemático hace posible los diversos saberes tales como moral,
metafísica y teología. El conocimiento de las relaciones de perfección son a la par verdades y leyes
inmutables de todos los momentos del espíritu. De la contemplación de los atributos divinos, poder,
sabiduría y amor de Dios, Malebranche desprende nuestros deberes respecto a Dios, el prójimo y
nosotros mismos.

Palabras clave: Malebranche, saber matemático, moral, relaciones de perfección, poder.

ABSTRACTS

This article intends to contemplate Malebranche´s work and to determine what characterizes it:
thought of mathematical nature makes possible the different knowledge areas, such as moral,
metaphysics and theology. Knowledge of relationships of perfection is, at the same time, the truths
and immutable laws of all the moments of the spirit. From the contemplation of the divine
attributes, power, wisdom, and love of God, Malebranche infers our duties concerning God,
mankind and ourselves.

1
mauricio.schiavetti@ucv.cl

MAURICIO SCHIAVETTI ROSAS / Relaciones De Perfección y El Surgimiento de Deberes en la Moral de


Malebranche
REVISTA PHILOSOPHICA Nº 26 (2003) Instituto de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

El designio de este artículo es contemplar la obra de Malebranche y poder


determinar aquello que la caracteriza. Así, el horizonte de esta investigación estriba
en sostener que la obra filosófica de este pensador surge de la matemática. Los
diversos saberes tales como la metafísica, teología y moral son, pues, participaciones
en dicho fundamento. Más precisamente aún, la verdad es una relación inteligible y
real. El conocimiento claro y distinto, es decir, verdadero, es únicamente un
conocimiento de relaciones.
Ahora bien, a juicio de Malebranche, estas relaciones pueden ser entre las cosas,
entre las cosas y sus ideas, y entre las ideas. Las relaciones entre ideas, a su vez, son
relaciones inteligibles y se pueden dividir en relaciones de magnitud y relaciones de
calidad.
El saber o la ciencia es propiamente tal, en la medida en que conoce relaciones
cuantitativas. De este modo la ciencia atiende y se ocupa únicamente de las
relaciones de las cosas. Pero hay también un cierto conocimiento de las relaciones de
perfección que están entre esas mismas ideas.
Pensadas así las cosas, nos aproximamos a su moral, como quien atraviesa una vieja
obra arquitectónica, en busca de su totalidad, a partir de este hilo. La meditación
acerca de la moral, que lleva a Malebranche a construir su pensamiento en este
campo se inicia, como una obra ética erigida antes de Kant, poniendo en relación a
la persona con su creador. En efecto, el texto inicial, Tratado de Moral, nos pone de
manera inmediata delante de Dios y, a su vez, a éste en relación inmediata con la
criatura, quien como un “ser particular” es alumbrado por la Razón, que es el Verbo
o la Sabiduría de Dios mismo, razón que es universal, y que, por ende, es común a
todas las inteligencias.2
Así, nos dice Malebranche, mientras el ver nos pone en relación con los demás, el
sentir nos singulariza. Todos pueden ver la verdad que contemplo, en cambio, nadie
puede sentir mi propio dolor, entendido como una modificación de mi sustancia. La
verdad es así, en este pensamiento, un bien común de todos los espíritus. Así, la
posibilidad de entrar en relación con los otros y con Dios, en su lenguaje, poder
tener una cierta sociedad con Dios, está puesta en la razón. Y es gracias a ella que
podemos afirmar un bien común o una misma ley, a saber, la Razón.
Las criaturas así descritas, pertenecen, pues, a esta sociedad espiritual, es decir,
“una participación de la misma sustancia del Verbo, de la cual todos los espíritus
pueden nutrirse”.3
Sin embargo, la audacia de este pensador nos lleva más lejos aún. Como criaturas,
en la medida en que contemplamos esta Divina sustancia podemos ver una parte de
lo que Dios piensa, ya que Dios ve todas las verdades y nosotros podemos ver
algunas.

2
Malebranche, Traité de Morale, Réimprimé d’après l’edition de 1707,avec les variantes des editions de 1684
et 1697,et avec une introduction et des notes par Henry Joly, Paris, 1939, Librairie Philosophique J.Vrin,
Primera Parte, cap. I, III, p. 2, en lo sucesivo T. d. M.
3
T. d. M. Primera parte, cap. I, III, p.2.

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Malebranche
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Ahora bien, al contemplar a Dios no sólo podemos ver algo de lo que él piensa, sino
también podemos descubrir algo de lo que Dios quiere, puesto que éste sólo quiere
según el Orden “y el orden no me es enteramente desconocido”, añade4. Así, el Amor
de Dios estriba en el hecho que las cosas pueden ser amadas y eso es lo que nos
permite descubrir que hay cosas que podemos amar que son más perfectas y más
estimables que otras.
De este modo, el que las criaturas consideren el obrar de Dios, les permite saber algo
acerca de la manera de obrar de él. En efecto, añade Malebranche, lo que regula su
obrar, su Ley inviolable, es el Verbo, la Sabiduría eterna, la Razón, “quien me hace
razonable, y que puedo en parte contemplar según sus deseos.”5
Paso a paso, el pensamiento de Malebranche va mostrando que la criatura, dado su
carácter racional, conoce algo de lo que Dios piensa y de su manera de obrar. Y esto
acontece gracias a que las criaturas contemplamos la sustancia inteligible del Verbo,
quien a su vez nos constituye en calidad de seres racionales e inteligentes, lo que nos
permite ver, de manera clara, las relaciones de magnitud que están entre las ideas
inteligibles que él encierra y que son “las mismas verdades eternas que Dios ve”.6
Los ejemplos que Malebranche presenta son claros, como también su fuente, y nos
recuerdan, por cierto, a los de Descartes. Tanto Dios como las criaturas ven, por
ejemplo, que dos por dos son cuatro y otras cosas de la geometría, como que los
triángulos que tienen una misma base y que están entre mismas paralelas son
iguales.
Sin embargo, lo anterior no es lo único que la criatura puede conocer. Malebranche
añade que también es posible que las criaturas descubran, al menos confusamente,
las relaciones de perfección, que son el orden inmutable que Dios consulta cuando él
obra, Orden que debe regular la estima y el amor de todas las inteligencias.
De esta manera, el ámbito del conocimiento se amplía al ponernos en relación tanto
con las verdades especulativas como prácticas, ya que lo que en su propia aclaración
llama relaciones de magnitud, son precisamente las verdades puras, abstractas,
metafísicas; en cambio, lo que llama relaciones de perfección son a la par verdades y
leyes inmutables de todos los movimientos del espíritu.
Ahora bien, estas últimas verdades, a las que se refiere el texto, son pues el Orden
que Dios consulta en todas sus operaciones de acuerdo con la aclaración que nuestro
pensador realiza.
Malebranche añade, pues, otro matiz en este distingo. Las relaciones de magnitud,
nos dice, están entre los seres que tienen una misma naturaleza, por ejemplo, la idea
de una toesa (antigua medida francesa que equivale a un metro y 949 milímetros) y
la idea de un pie (medida de longitud); por el contrario, las relaciones de perfección
están entre las ideas de los seres o de las maneras de ser de diferente naturaleza,
como, por ejemplo, entre el cuerpo y el espíritu, entre la redondez y el placer.
De este modo, los espíritus contemplamos la misma sustancia inteligible y
descubrimos necesariamente las mismas verdades especulativas o relaciones de
magnitud y las mismas verdades prácticas, esto es, las mismas leyes, el único Orden
4
Ibid., p. 2.
5
Ibid., p. 3.
6
Ibid.

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al ver las relaciones de perfección, que están entre los seres inteligibles, que
encierran la sustancia del Verbo, que no es sino el objeto inmediato de todos
nuestros conocimientos.
II

Hace años atrás, Ortega7, con ocasión de cumplirse los doscientos años del
nacimiento de Kant, escribía, “Kant no se pregunta qué es o cuál es la realidad, qué
son las cosas, qué es el mundo. Se pregunta, por el contrario, cómo es posible el
conocimiento de la realidad, de las cosas, del mundo. Es una mente que se vuelve de
espaldas a lo real y se preocupa de sí mismo. Esta tendencia del espíritu a una
torsión sobre sí mismo no era nueva antes bien caracteriza el estilo general de la
filosofía que empieza en el Renacimiento. La peculiaridad de Kant consiste en haber
llevado a su forma extrema esa despreocupación por el universo. Con audaz
radicalismo desaloja de la metafísica todos los problemas de la realidad u
ontológicos y retiene exclusivamente el problema de conocimiento. No le importa
saber, sino saber si sabe. Dicho de otra manera, más que saber le importa no errar.
Toda la filosofía moderna brota, como de una simiente de este horror al error, a ser
engañado, a être dupe". Más adelante añade, “La filosofía moderna adquiere en Kant
su franca fisonomía al convertirse en mera ciencia del conocimiento. Para poder
conocer algo es preciso antes estar seguro de si se puede y cómo se puede conocer.
Este pensamiento ha encontrado siempre la halagüeña resonancia en la sensibilidad
moderna. Desde Descartes nos parece lo único plausible y natural comenzar la
filosofía con una teoría del método”.
A mi parecer, Malebranche no podía ser una excepción a este sentir. Ya al comienzo
de su obra, Primera Parte, capítulo I, VII, se hace cargo del tema del error.
Nosotros vemos las relaciones de perfección o de magnitud. Vemos también la
verdad o las relaciones reales. Y ese ver precede a nuestros juicios. En cambio, si
juzgamos antes de ver o bien de muchas cosas que no vemos, surge el error. La
agudeza de Malebranche no se limita a agotar el error en los casos señalados. Por el
contrario, hay otras maneras de errar, por ejemplo, juzgar de las cosas por azar,
pasión o interés. Según nuestro autor, el error radica aquí en el hecho que el juicio
no se ha realizado por evidencia y por luz. Juzgamos por nosotros mismos y no por
la Razón, o según las leyes de la Razón que es superior a los espíritus, y que es la
única que tiene derecho a preocuparse acerca de los juicios que ellos forman o
pronuncian.
Por otra parte, el pensador nos recuerda nuestra condición de seres finitos, “el
espíritu humano es finito,”8 hecho que nos impide ver todas las relaciones que
tienen entre sí los objetos de sus conocimientos. Esto último hace posible que
erremos al juzgar las relaciones que no vemos. En cambio, si el juicio se realiza
precisamente acerca de lo que vemos, aun siendo finitos y expuestos al error por
nuestra naturaleza, no erraríamos jamás, ya que se trataría de la razón quien
pronunciaría en nosotros mismos los juicios que formamos.

7
Ortega y Gasset, José, Kant Hegel y Dilthey, Ed. Revista de Occidente, 3ª edición, 1965, pp. 7-8.
8
T. d. M. Primera Parte, cap. I, IX, p. 4.

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Los ecos del pensar de Descartes no dejan de resonar en este tema. Así, en la Cuarta
Meditación, nos dice, “pues siempre que contengo mi voluntad en los límites de mi
conocimiento, de tal modo que no forma ningún juicio sino de las cosas que le son
claras y distintamente representadas por el entendimiento, no puede ser que me
engañe.”9
Estamos, pues, en el corazón del pensar metafísico, y Heidegger nos recuerda que
Descartes al comienzo de la Edad Moderna matiza la frase que Tomás de Aquino
escribe en Questiones de veritate q. I, a. 4, “la verdad se encuentra verdaderamente
en el entendimiento humano o divino”. Verdad es aquí adecuación y no aletheia de
la siguiente manera en la Reglas para la dirección del espíritu (Regulae ad
directionem ingenii, Reg. VIII. Opp. X, 396), “La verdad y la falsedad no pueden
encontrarse en ningún otro lugar más que en el entendimiento”. Dicho de otro
modo, la verdad y la falsedad sólo pueden encontrarse en el entendimiento.10
Ahora bien, esta misma condición a la que la criatura está sometida, a saber, juzgar
únicamente acerca de lo que ve, rige también para Dios. Aquí no sólo estamos
delante del pensamiento metafísico sino teológico de Malebranche y, por
consiguiente, es menester matizar. En efecto, Dios es infalible por su naturaleza,
esto significa que no puede estar expuesto al error o al pecado, pues él mismo es
para sí mismo su luz y su ley. Dicho de otro modo, él conoce perfectamente, es decir,
“la Razón le es consustancial”;11 por ser infinito descubre todas las relaciones que
encierra la naturaleza inteligible del Verbo.
Por otra parte, Dios ama invenciblemente, lo que significa que no puede impedirse
que estime y ame las cosas en la medida en que éstas son estimables y amables,
según el Orden inmutable de sus propias perfecciones, ya que, para nuestro autor, la
medida de la perfección de los seres estriba en la mayor o menor participación en las
perfecciones divinas.
Malebranche pasa ahora a precisar la situación de los ángeles y la de los santos.
Ellos aparentemente están expuestos al error por su naturaleza, sin embargo, no se
equivocan jamás, ya que la atención del espíritu les representa claramente las ideas
y sus relaciones, y sólo juzgan aquello que ven. En cambio, los seres humanos
tenemos conciencia de que nos equivocamos con frecuencia. El error queda ligado a
la fatiga extrema que nos produce el trabajo de la atención; de este modo vemos
confusamente los objetos y las ideas. Esto nos lleva a apoyarnos en lo verosímil y
estamos contentos durante un cierto tiempo del falso bien de que gozamos. Con
todo, nos disgustamos y volvemos a investigar hasta que nos dejamos seducir
nuevamente; reposamos y volvemos débilmente a las investigaciones.
Ahora bien, Malebranche después de haber precisado las maneras en que erramos
las criaturas, se hace cargo de las relaciones de magnitud y perfección, es decir, de
las verdades especulativas y prácticas, con el fin de subrayar que la falsedad no es
nada real.12
9
Descartes, René , Obras Escogidas, Traducción de Ezequiel de Olaso y Tomás Zwank, Editorial
Sudamericana, B. Aires, 1967, p. 261.
10
Heidegger, Martin , La doctrina platónica de la verdad, en Hitos, Versión de Helena Cortés y Antonio Leyte,
Alianza Editorial, Madrid, 2000, p. 194.
11
T. d. M. Primera Parte, cap. I, X, p.5.
12
Ibid., p. 6.

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Es verdad, nos dice, que 2 por 2 son 4, o que 2 por 2 no son 5, ya que hay una
relación de igualdad en el primer caso y de desigualdad en el segundo caso. Y quien
ve relaciones ve verdades, porque estas relaciones son reales.
Es falso, nos dice, en cambio, que 2 por 2 sean 5 o que 2 por 2 no sea 4, ya que no
hay relación de igualdad en el primero, y no hay relación de desigualdad en el
segundo. Así, quien ve o cree ver estas relaciones, en el fondo ve falsedad; ve
relaciones que no existen.
De este modo, para Malebranche la verdad es inteligible, en cambio, la falsedad es
absolutamente incomprensible. Para comprender la afirmación anterior veamos un
ejemplo. En el caso de las verdades de perfección, es cierto que una bestia es más
estimable que una piedra y menos que un hombre, ya que hay una relación mayor de
perfección de la bestia en comparación con la piedra, y una relación menor de
perfección de la bestia respecto del hombre. Así, la persona que ve este tipo de
relaciones “ve verdades que deben regular su estima”13 y, por ende, esta especie de
amor que la estima determina. Por el contrario, añade, quien estima más a su
caballo que al cochero, no ve lo que piensa ver. ¿Cómo es esto posible?
Nuestro autor responde que esto se debe a que la razón particular de esa persona y
no la Universal lo ha llevado a juzgar del modo como lo ha realizado; ha sido su
amor propio y no el amor por el Orden el que lo ha llevado a amar como lo hace.
Aquello que piensa ver no es visible ni inteligible. Se trata de una falsa relación o de
una relación imaginaria, y quien regula su amor o estima así, según esta relación o
bien semejantes, nos dice, “cae nuevamente en el error y en el desorden”.14
Así están ligados en Malebranche el pensar (ver) y el amor. Quien ve mal ama lo que
no debe. De este modo, Verdad y Orden son relaciones de magnitud y de perfección,
reales, inmutables, necesarias, relaciones que encierra la sustancia del Verbo divino;
de modo que la persona que ve dichas relaciones ve como Dios ve y el que regula su
amor según estas relaciones, sigue la ley que Dios ama invenciblemente.
Hay así entre el creador y la criatura una conformidad perfecta de espíritu y
voluntad, o, lo que es lo mismo, entre lo que conoce y ama, conformidad que lleva a
la criatura a asemejarse a Dios en la medida en que es capaz. Dicho de otro modo,
así como Dios se ama y ama las cosas en la medida en que éstas son amables, y a sus
semejantes y no a sus disímiles, así también la criatura ama aquello que es digno de
ser amado.
Ahora bien, volviendo a la criatura, Malebranche destaca entre sus poderes a la
libertad; la criatura, a pesar de las dificultades para meditar y los esfuerzos de la
concupiscencia, puede buscar la Verdad y el Orden. Puede, o bien sacrificar su
reposo por la verdad y sus placeres por el Orden, o bien, a la inversa, preferir su
bienestar actual a sus deberes y caer en el error y desorden.
Puede, en rigor, merecer recompensa o ser castigada por su demérito por Dios. Sin
embargo, dirá Malebranche, Dios es justo, por consiguiente, como hemos visto, ama
a quienes se le asemejan. Sólo él puede obrar sobre las criaturas haciéndolas felices
por el goce de los placeres o desdichadas por sufrir los dolores. Dios puede elevar a
los justos por encima de los demás, comunicarles su poder al ejecutar sus deseos, “y
13
Ibid.
14
Ibid.

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establecer así causas ocasionales para obrar por ellos de mil maneras”.15 Y, al revés,
abatir a los pecadores.
De este modo, según Malebranche, volverse semejante a Dios es procurar la
felicidad de la criatura. Si hace lo que depende de ella, llegar a ser perfecta, Dios la
hará feliz, ya que los seres más perfectos serán más poderosos, felices y contentos.
La criatura, pues, que ame el Orden, tomando parte en la perfección de Dios, tomará
parte en su gloria, felicidad y grandeza.
La criatura puede, además, conocer el verdadero bien, amar y sentir o gozar.
Mientras los dos primeros dependen mucho de ella, no acontece así con el gozo. La
persona sabe que Dios es justo, y que, por ende, quien conozca y ame, gozará de ello
y será feliz. Se ha entregado a la búsqueda penosa por conocer la verdad, ha usado
bien su libertad y gracias a su coraje se conforma al orden inmutable, luchando
contra la concupiscencia, soportando los dolores, dejando de lado sus placeres.
Con todo, la persona sabe también que no depende inmediatamente de sus deseos el
gozo del placer o evitar el dolor. Siente, por el contrario, que depende de ella pensar
bien y amar las cosas buenas; siente que la luz de la verdad se expande en él cuando
lo desea y que depende de él amar y seguir el Orden, y, sin embargo, busca
únicamente placer, dejando de lado su felicidad eterna, que consiste, como hemos
visto, en el conocimiento y en el amor, semejantes al de Dios.
Ahora bien, es precisamente en este horizonte del pensamiento teológico-metafísico
de Malebranche que surge el tema de los deberes. Estamos, pues, en el ámbito de su
moral. Pero no de cualquier deber. Se trata, por el contrario, del principal de ellos,
aquel por el cual Dios crea a sus criaturas, a saber, el amor, que no es sino nuestra
virtud madre, universal y fundamental; es esta virtud la que un día nos hará felices.
Se trata, pues, en breve, para las criaturas de conocer, de amar, más precisamente,
de seguir el Orden.
Tal como en Aristóteles, Malebranche aclara que la verdad especulativa no tiene que
ver con nuestros deberes. Sí, en cambio, constituye nuestra perfección, el
conocimiento y amor de las verdades prácticas o relaciones de perfección. Hay, pues,
que confiar en Dios, ya que él sabrá recompensar nuestra virtud.
La vieja palabra virtud, significa ahora en el pensamiento de Malebranche, la
obediencia que se tiene por el orden, el someterse a la Ley Divina. En este tema,
Malebranche se desprende de toda semejanza con el pensamiento estoico, presente
en Descartes.
La sumisión a la naturaleza, a los decretos divinos, es decir, a aquellos que han
constituido la naturaleza o el poder de Dios, nos dice, es más bien necesidad que
virtud.
Nosotros podemos seguir la naturaleza y desordenarnos pues ahora ella está en
desorden. En la 4ª de las Entretiens métaphysiques, explica y nos recuerda que la
caída ha introducido el desorden en el plan divino, pero la redención y la gracia nos
ayudan a restablecer el orden.
Con todo, puesto que somos libres, las criaturas podemos resistir la acción de Dios
sin contravenir sus órdenes, dado que muchas veces la acción particular de éste está
de tal modo determinada por las causas segundas u ocasionales, que en un sentido
15
Ibid., p. 7.

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su obrar no es conforme al Orden. Dios quiere seguir el Orden, nos dice, pero obra
en cierta manera en contra del Orden, dado que este último quiere que Dios como
causa general obre de manera uniforme y constante, consecuente con las leyes
generales que ha establecido, él produce efectos contrarios al Orden; produce
monstruos, sirve ahora a la injusticia de los hombres como dice Isaías, XLIII, 24,
debido a la simplicidad de las vías por las cuales ejecuta su designio. De ahí que no
sea posible que la criatura se someta al poder de Dios y siga y respete la naturaleza,
pues daña el Orden y se torna desobediente.
Así, pues, la dependencia del hombre respecto de Dios está debidamente aclarada.
Pero así y todo tal vez sea extrema. Veamos un ejemplo. “Sería insultar a la sabiduría
de Dios corregir los cursos de los ríos y conducirlos a lugares en que se carece de
agua: sería menester seguir la naturaleza y permanecer en reposo”.16 Por cierto, su
afirmación nos deja en un primer momento, perplejos. Malebranche señala que Dios
actuando en conformidad con las leyes generales que él ha establecido, uno corrige
su obra sin herir su sabiduría, se resiste a su acción sin resistir a su voluntad, porque
él no quiere positiva y directamente todo lo que él hace. En el ejemplo en cuestión,
Dios sólo extiende la lluvia por una consecuencia necesaria de las leyes del
movimiento, leyes que no las ha realizado él, con el fin de que fuese todo así
agenciado, pero para los más grandes designios, más dignos de su sabiduría y
bondad. Si llueve sobre los hombres y por doquier, esto acontece ya que Dios no
debe cambiar la uniformidad de su conducta, a causa de que sucedan de ello
consecuencias inútiles o dañinas. En el Tratado de la Naturaleza y la Gracia,
Malebranche añade que Dios habiendo previsto todo lo que debía seguirse de las
leyes naturales, antes incluso de su establecimiento, no debía establecerlas si él
debía cambiarlas.
Así, la resistencia de las criaturas a la acción de Dios en este contexto hay que
entenderla en el sentido de que al realizar esto la criatura no ofende, al revés, con
frecuencia favorece sus designios; porque él siguiendo constantemente las leyes
generales que él se ha prescrito, la combinación de los efectos que son allí
consecuencias necesarias, no puede ser siempre conforme al orden, ni propiamente
para la ejecución de la obra más excelente. De este modo le está permitido al hombre
impedir los efectos naturales, no sólo porque dichos efectos pueden causarnos la
muerte, sino incluso cuando nos incomodan o disgustan.
Ahora bien, es al tenor de este asunto que, como he señalado, estamos en el ámbito
de su moral. Y esto acontece según el modo en que le compete a la criatura,
habérselas con la ley de Dios y con el Orden. A la criatura, pues, sólo le cabe, nos
dice, seguir nuestro primer deber, someternos a la ley de Dios y seguir el orden, es
decir, tenemos la necesidad de someternos a su poder absoluto. Por su unión con el
Verbo, el hombre puede conocer el Orden, con la Razón Universal. Él puede
constituirse en nuestra ley, y, él puede, por consiguiente, conducirnos. En cambio,
los decretos divinos nos son totalmente desconocidos y no los podemos convertir en
nuestra regla. Con una cierta ironía Malebranche nos dice que hay que dejarles a los
sabios de Grecia y a los estoicos esta virtud quimérica de seguir a Dios o la
naturaleza. Así, pues, a las criaturas nos corresponde consultar la Razón, amarnos y
16
Ibid., p. 10.

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seguir el Orden en todas las cosas. Verdaderamente sigue el Orden aquel que se
somete a la ley que él ama invenciblemente y sigue inviolablemente. Con todo,
aunque para nosotros el orden de la naturaleza no sea nuestra ley y, por ende,
nuestra sumisión a dicho orden no nos constituya en virtuosos, es necesario, a
menudo, tenerlo presente en el entendido que el orden inmutable y necesario lo pide
y no porque este orden de la naturaleza sea un efecto del poder de Dios.
Ahora bien, la relación con el Orden no es la misma si se trata de alguien que obra
mal o bien. En el primer caso, si esa persona sufre de gota, por ejemplo, lo hará con
paciencia y humildad, ya que es pecador. En el segundo caso nos recuerda, por una
parte, nuestra condición menesterosa finita, el rigor de las estaciones y la entrada
del pecado en el mundo; por otra, que el Orden quiere que conservemos nuestra
fuerza y santidad, y, por cierto, la libertad de nuestro espíritu, para meditar acerca
de nuestros deberes e indagar acerca de la verdad. Así, por ejemplo, siendo la lluvia
y el viento consecuencias de leyes generales del orden de la naturaleza, no parece
claramente que Dios quisiera positivamente que suframos esta incomodidad
particular, como pasa con el que obra mal. Es más, sería un crimen, nos dice, evitar
la lluvia en el mundo, en el momento en que Dios hiciera llover expresamente para
mojarnos y castigarnos, semejante al que cometió el primer hombre que comió un
fruto, por su desobediencia.
De este modo, la virtud no radica en seguir el orden de la naturaleza. Si así fuera, el
que nace entre placeres y en la abundancia sería virtuoso sin dificultad, siéndole la
naturaleza felizmente favorable, la seguiría con placer. Malebranche sostiene que la
virtud actualmente ha de ser penosa para que sea generosa y meritoria. Dicho de
otro modo, se nos impone el sacrificio para poseer a Dios; por ejemplo, para ser
perfectos debemos vender nuestros bienes y dárselos a los pobres, cosa que implica
un cambio de estado y condición. Ser virtuosos, consiste, de esta manera en
someternos en todo al Orden inmutable y necesario, ley inviolable de Dios mismo y
de todas las inteligencias.

III

Con el tema de la virtud estamos en presencia de otra vertiente de la moral de


Malebranche. En efecto, nuestro autor sostiene que sólo hay una virtud, virtud
madre, fundamental, universal, a saber, el Amor por el Orden. Si éste no es el
principio, añade, entonces las demás virtudes son falsas, vanas e indignas de una
naturaleza racional que porta la imagen de Dios y que tiene sociedad con él por
medio de la Razón. Sin embargo, Malebranche confiesa que el Orden no es de fácil
acceso para la criatura. Con todo, él habita en nosotros, “pero nosotros estamos
vertidos al exterior”.17 Aquí entran en juego los sentidos que vierten el alma en todas
las partes del cuerpo, la imaginación y las pasiones que la vierten en todos los
objetos que nos rodean, incluso en un mundo que indiscutiblemente no tiene más
realidad que los espacios imaginarios. De ahí, entonces, la necesidad que tiene la

17
T. d. M. Primera Parte, cap. II, X, p. 19.

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criatura de hacer callar a sus sentidos, pasiones e imaginación, teniendo claro que
sin consultar la Razón es imposible ser razonable.
Sin embargo, para los espíritus groseros el Orden es una forma muy abstracta, que
no sirve de modelo. Por eso nos recuerda que fue menester que el Verbo se hiciera
carne, y la sabiduría oculta e inaccesible a los hombres carnales los instruyese de
una manera carnal (Recherche de la Vérité, libro IV. cap. III).
La tarea práctica consiste entonces en habituar a los hombres a discernir la
verdadera virtud del vicio, los deberes simples de las virtudes aparentes que a
menudo se pueden satisfacer sin virtud; y, para llevarla a cabo debemos cumplir con
dos condiciones, a saber, que la Razón nos conduzca y el amor por el Orden nos
anime, en caso contrario, aunque cumplamos con nuestros deberes, no seremos
virtuosos.
Ahora bien, la confianza del metafísico en la luz racional pareciera ceder al paso del
teólogo. En efecto, se dice que la razón está corrupta y sujeta al error. Él responde,
que es menester que se someta a la fe. Se dice que el hombre no es en sí mismo su
luz racional, a lo que responde, la Religión es la verdadera filosofía, por cierto, no la
de los paganos, ni la de los que hacen discursos, que dicen lo que no piensan, que
hablan a los otros antes que la Verdad les haya hablado a ellos mismos.18 Así,
Malebranche rechaza de plano esta comprensión de la razón que acabamos de
presentar, y apela a la fe. Por el contrario, la Razón de la que él habla es infalible,
inmutable, incorruptible; ella es la maestra y Dios la sigue.
En la práctica hay que abrir los ojos a la luz y habituarse a discernir la luz de las
tinieblas, o la luz de los falsos resplandores, o la Razón de la imaginación, etc. La
evidencia, escribe, la inteligencia es preferible a la fe. La fe pasará, la inteligencia no.
Sin embargo, es la fe quien conduce a la inteligencia, ella es la condición para que
podamos merecer la inteligencia de ciertas verdades esenciales, sin las cuales no
podemos ser virtuosos. En definitiva, es la luz quien perfecciona el espíritu y el
corazón y, si la fe no aclara al hombre y no lo conduce a cierta inteligencia de la
verdad y conocimiento de sus deberes, ella no tendrá los efectos que se le atribuye.
¿Y qué pasa con aquellos que carecen de luz? Malebranche deja abierta la
posibilidad que, “la gracia del sentimiento o delectación anticipante" puedan
remplazar la luz y mantenerlos ligados a sus deberes. Deja abierta también la
posibilidad de que la persona pueda entrar más en sí misma y que escuche la verdad
interior, en el silencio de los sentidos, imaginación y pasiones y sea más sólidamente
virtuosa. Además, el amor por el Orden, que tiene por principio más de razón que de
fe, o mejor aún, más de luz que de sentimiento (o placer, en otra versión), es más
sólido, meritorio y estimable que otro amor que, nos dice, lo supone igual.
El placer del que habla en otro texto, es el placer del sentimiento producido por la
delectación victoriosa de la gracia. Por su parte, Pascal en el Arte de Persuadir,
escribe,”Yo se que él (Dios) ha querido que ellas (las verdades divinas) entren del
corazón en el espíritu, y no del espíritu en el corazón, para humillar este soberbio
poder del razonamiento, que pretende deber ser juzgado por las cosas que la

18
T. d. M. Primera Parte, cap. II, XI, p. 20.

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voluntad elige, y para sanar esta voluntad enferma que está toda corrompida por sus
sucios apegos”.19
Así, para Malebranche, tal como para Agustín en Confesiones (l. III. Cap. VIII), el
Verbo se hizo sensible y visible para hacer inteligible la verdad. Del mismo modo la
Razón se encarnó para conducir a los hombres por los sentidos a la Razón. Por eso
no es posible que el hombre no entre en sí y consulte la Razón, o que no escuche la
voz de la verdad alguna vez, o la Verdad interior, por mucho que esté turbado por el
ruido de los sentidos y de las pasiones. No es posible así que carezca de una idea y de
un amor por el Orden. Y esto porque la acción divina, que es en nosotros el
principio, sin cesar obra uno u otro.
¿Cuál es pues la índole de este amor? Una vez más resuena la voz del teólogo:
“Amarás al Señor vuestro Dios con todo vuestro corazón, y todas vuestras fuerzas, y
a vuestro prójimo como a vos mismo”.20 Sin embargo, Malebranche comienza
aclarándonos que el término amor es equívoco. Significa unirse de voluntad a algún
objeto como a su bien o la causa de su felicidad, o bien, desear a alguien el bien que
el otro necesita. Se puede amar a Dios en el primer sentido, al prójimo, en el
segundo. En la Parábola del Samaritano, añade, Jesucristo nos enseña que prójimo
son todos los hombres. Malebranche nos habla así de la caridad justificante, esa que
nos lleva al estado de gracia, agradable a Dios y dignos de la verdad eterna; la virtud
que nos hace en verdad justos y virtuosos a quienes la poseen, es en rigor el amor
dominante por el Orden inmutable. A su vez, esta expresión, "orden inmutable", se
refiere a las relaciones de perfección, que están entre las ideas inteligibles que
encierra la sustancia del Verbo Eterno. Así, sólo se debe estimar y amar la
perfección. Luego, añade, la estima y el amor deben ser conformes al Orden. Según
nuestro autor, debe haber la misma relación entre los dos amores y entre la
perfección o la realidad de los objetos que los excitan; pues si la proporción no es la
misma no son de ningún modo conformes al Orden. De ahí que la caridad o el amor
a Dios es una consecuencia del amor por el Orden; y hay que amarlo infinitamente
más que todas las cosas, dado que entre lo infinito y finito no puede haber una
relación finita.
Malebranche añade que el poder de hacernos el bien o esta especie de perfección que
tiene relación con nuestra felicidad, en una palabra, la bondad, excita en los seres
humanos el amor de unión y las otras perfecciones, el amor de estima y de
benevolencia. Ahora bien, sólo Dios es bueno, él únicamente tiene el poder de obrar
en nosotros. Él no comunica de ningún modo realmente a las criaturas esta
perfección. Lo que hace es establecer únicamente causas ocasionales para producir
ciertos efectos, pues el verdadero poder es incomunicable. Luego, nos dice, todo el
amor de unión debe tender hacia Dios.
Por este camino de pensamiento, Malebranche abre ahora la posibilidad que tiene la
criatura de amar a Dios, pero mediante el amor de benevolencia. Dios es
infinitamente más amable que todas las criaturas juntas por el amor de
benevolencia. Dios le ha comunicado realmente alguna perfección; como hay
algunas que son capaces de gozar con nosotros una misma felicidad, ellas son,
19
T. d. M. Nota 6, p. 21.op.cit.
20
T. d. M. Primera Parte, cap. III, I, p. 24.

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efectivamente, posibles de estimar y de amar. No sólo es posible, sino que el Orden


mismo exige que se las estime en proporción a la perfección natural o moral que
tengan, en la medida en que dichas perfecciones nos son conocidas.
Sucede, sin embargo, nos dice, que no conocemos jamás exactamente las relaciones
que hay entre las perfecciones, como conocemos las relaciones de magnitud, que
podemos expresar por medio de números o líneas inconmensurables. Con todo, esta
incapacidad que tenemos de conocer las relaciones que hay entre las perfecciones es
disminuida por medio de la fe. Malebranche lo propone así, como lo finito por la
relación que tiene con el infinito, adquiere un precio infinito, vemos que es menester
amar infinitamente más a las criaturas que tienen o pueden tener mucha relación
con Dios, que a todas aquellas que no son su imagen, o que no tienen ninguna unión
o relación con él. En nuestro caso, un justo es más amable con esta especie de amor
que mil impíos. Tratándose de Dios, juzga el valor de sus criaturas y prefiere a uno
de sus hijos adoptivos a todas las naciones de la tierra.
Por otra parte, el amor de estima o benevolencia ha de regular los deberes.
Malebranche distingue entre las perfecciones personales o absolutas y las relativas.
Este distingo es importante porque las primeras han de ser amadas con amor de
benevolencia, en cambio las relativas no, ni con amor de benevolencia ni con otro
amor. Y, además, el amor propio con todo puede ser iluminado y regulado, de tal
modo que cuando está de acuerdo con el amor al Orden, logra la mayor perfección
de la que es capaz. Para Malebranche toda luz viene del Verbo, todo movimiento del
Espíritu Santo; y ya que, en fin, Dios solo obra, lo hace únicamente por la sabiduría
que ilumina y por el amor que conlleva en sí mismo. Así pues, cuando pensamos y
amamos no estamos separados de la Razón ni estimamos sin amor por el Orden. De
ahí entonces que esto sea suficiente para establecer nuestra responsabilidad.
Sin embargo, el amor por el Orden no nos hace virtuosos. Debemos amarlo con un
amor libre, iluminado, razonable. Más precisamente aún, hay que amar el Orden
más que todas las cosas; debemos estar resueltos a seguirlo por doquier, cualquiera
sea lo que cueste y, sacrificar incluso, nos dice, nuestra felicidad y la vida presente
esperando recibir de Dios una recompensa digna de él.
Ahora bien, Dios nos juzga en lo que tenemos de estable y permanente, a saber, por
nuestros hábitos. Un ejemplo, si bien un justo cae siete veces, que se consuele; Dios
conoce el fondo de su corazón. Que se cuide, que la concupiscencia no lo venza, y
que los objetos sensibles que en todo momento impresionan peligrosamente a la
imaginación, no lo lleven abiertamente contra las leyes severas. Así, el hábito de la
caridad es más delicado, más difícil de administrar y conservar que otros; un solo
acto deliberado o pecado mortal lo disipa siempre. De ahí que haya que luchar hasta
el final para destruir la concupiscencia o el amor propio, siempre renovado, tratando
de fortalecer el amor por el Orden. De ahí también la necesidad de la ayuda de la
gracia, que perdemos al ser voluntariamente infieles.
Por otra parte, Malebranche distingue entre actos de amor natural o puramente
voluntarios y el amor de los actos libres. En el primero, lo amado es el placer, el
segundo, en cambio, no depende únicamente del placer sino de la Razón, de la
libertad, que es fuerza que tiene el alma para resistir al movimiento que la apremia.

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La diferencia entre ambos tipos de amor radica, pues, en el consentimiento de la


voluntad.21
Y estos actos de amor diferentes producen disposiciones diferentes; la primera,
disposición de amor natural, la segunda, un hábito de amor de elección. Ahora bien,
para Malebranche, el amor por el orden que nos justifica delante de Dios ha de ser el
amor habitual, libre y dominante, por el Orden inmutable. Cuando nos habla del
amor por el Orden, está pensando, precisamente, en este amor habitual.
Sin embargo, Malebranche nos sorprende al recordarnos la vieja ética griega, de
paso, cuando afirma las dos verdades fundamentales de su Tratado, las que, en el
fondo, explican a su parecer los medios de adquirir y conservar el amor dominante
por el Orden inmutable. La primera es que las virtudes se adquieren y fortifican por
los actos. La segunda es que cuando obramos no se producen siempre los actos de la
virtud que domina, y, esto vale también, de los hábitos buenos o malos y de las
pasiones.
Malebranche quiere destacar aquí que el alma humana por sus propios actos
adquiere hábitos de los que ella no puede liberarse fácilmente. Laten pues en
nosotros disposiciones interiores, que son modificaciones de nuestro ser propio,
disposiciones que nos son desconocidas, y que nos hacen querer como si fuésemos
nosotros quienes quisiéramos. Con todo, nos dice, agudizando el análisis, nuestro “sí
mismo” no es nuestro ser puramente natural, o perfectamente libre para el bien o el
mal; es nuestro ser dispuesto al bien o al mal por las modificaciones que lo
perfeccionan o corrompen, y que a los ojos de Dios nos hacen justos o pecadores. Y
son pues precisamente estas disposiciones las que hay que aumentar o destruir por
los actos, que son las causas naturales de los hábitos.
Por lo anterior, debemos suponer, nos dice, esta otra realidad, que el alma no
produce siempre los actos de hábito que dominan en ella. Veamos un caso. Si una
persona cuya disposición dominante es la avaricia, no obrara sino por algún
movimiento de avaricia, y jamás llegara a ser liberal, su vicio aumentaría sin cesar,
pues como hemos visto, los actos producen y fortifican los hábitos. De ahí que la
persona corrompida ha de tener el poder de realizar actos de virtud, a fin de
liberarse de sus malos hábitos y poder convertirse en un hombre de bien.
Lo anterior lo lleva a sostener que si los pecadores o paganos no tuviesen un amor
por el Orden, serían incorregibles y, a la inversa, si los justos carecieran de amor
propio, serían impecables. En definitiva, así como en el justo hay siempre algo de
amor propio, en los pecadores hay siempre algo de amor por el Orden. Así pueden
realizar acciones que son conformes al Orden, y son meritorias, ya que van
acompañadas del sacrificio que se hace del amor propio por el amor por el Orden.
Pero estas acciones no son meritorias de verdaderos bienes, ni de nada que
conduzca a su posesión, ya que, en el fondo, no son sino ligeros sacrificios y
proceden de un corazón en quien el amor es el amor propio ciego y desordenado.
De este modo, para tener acceso a los verdaderos bienes, hay que ser justo a los ojos
de Dios, y para esto es menester tener la disposición de amar al Orden más que a
toda otra cosa y que a sí mismo, o, lo que es lo mismo, amar sólo según el Orden, y
querer ser feliz en la medida en que se merezca.
21
T. d. M. Primera parte, cap. III, XVIII, p. 35.

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Por lo anterior, aunque supongamos que un pagano amara con un amor actual por
el Orden más que todas las cosas, lo que sólo se puede hacer por el movimiento de la
gracia, Dios que juzga sólo acerca de los hábitos no podría considerarlo como justo y
santo. Y, añade, Malebranche, "pues un acto de amor a Dios sobre todas las cosas no
puede naturalmente cambiar el hábito inveterado del amor propio".22 Y, como
teólogo, insiste en que lo anterior no es posible sin el uso de los sacramentos
instituidos por Jesucristo para nuestra justificación, para dar a un solo acto de amor
por Dios la fuerza de producir el hábito, él cual sólo da derecho a los verdaderos
bienes.
Por eso ningún filósofo, escribe Malebranche, ni Sócrates, ni Platón, ni Epícteto, por
muy claros que hayan sido acerca de sus deberes, ni incluso a aquellos que hayan
difundido su sangre por el Orden de la justicia, pueden ser salvados, si no han
recibido la gracia que se obtiene por la fe. En el fondo, no se puede cambiar la
disposición natural e inveterada del amor propio, que aumenta por la
concupiscencia a lo largo de la vida.
En este tema concuerda con los jansenistas, para los cuales Jesucristo no estaba
muerto para todos los hombres. Por el contrario, los teólogos ortodoxos enseñan
que la redención es tan antigua como el pecado de Adán y que ha comenzado a
producir sus efectos desde el momento mismo de la condenación del primer
culpable, que por el efecto de ésta redención, los paganos e infieles han recibido y
reciben aún “gracias de salvación”, a las que ellos deben corresponder; en fin, que
Adán sólo está fuera de las vías de la salvación y que es por su falta culpabiliter. Más
tarde, Malebranche corrige la dureza jansenista en lo que respecta a los hombres
nacidos después de Jesucristo.23
Con todo, Malebranche reafirma su tesis, los actos producen los hábitos. No siempre
opera el hábito. Podemos realizar actos contrarios al hábito y adquirir otro hábito. Y,
además, con la ayuda de la gracia, los hombres pueden volverse justos. Dado que el
amor por el Orden es un hábito, lo podemos adquirir con la ayuda de la gracia. Para
adquirir y conservar el amor por el Orden hay que buscar con cuidado las cosas que
despiertan este amor y que le hacen hacer estos actos, y tener presente a la vez
aquellos que le impiden los actuales movimientos del amor propio. Según nuestro
autor, la luz y el sentimiento son dos principios que determinan el movimiento
natural de la voluntad y que además excitan los hábitos. Son ambos requisitos para
que se formen naturalmente los hábitos y para que aquellos que estén formados
finalmente operen. Teniendo presente lo que acontece con el sentimiento interior de
nosotros mismos, vemos que la voluntad ama actualmente el bien, si la luz se lo
descubre o el placer no lo presenta al alma. La luz descubre el bien que ama por una
impresión invencible, y el placer nos asegura que el bien está actualmente presente.
O, al revés, cuando nuestra alma es actualmente tocada por el placer que la vuelve
feliz, es porque nunca está mejor convencida de la presencia del bien.
Para Malebranche todos los preceptos de la moral dependen, pues, de estos medios,
a saber, hacer que la luz se expanda en nuestros espíritus, y que nuestro corazón esté

22
T. d. M. Primera Parte, cap. IV, XI, p. 30.
23
T. d. M. Nota 2, p. 44, op.cit.

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tocado por los sentimientos propios que consisten en excitar en nosotros actos de
amor por el Orden impidiéndonos formar actos de amor propio.

IV

Otro momento clave de la moral de Malebranche es lo que él llama la “atención del


espíritu”. Es Dios quien ha ligado la presencia de las ideas a la atención del espíritu.
Si la dominamos y usamos, la luz se vierte en la medida de nuestro trabajo. Pero
también se relaciona con el dominio de nuestra voluntad, que es aclarada para ser
excitada; si no estuviera en nuestro poder pensar, tampoco estaría en nuestro poder
querer. Ni tampoco seríamos libres de manera perfecta ni en estado de merecer los
verdaderos bienes para los cuales hemos sido creados.
Así, la atención del espíritu es, según Malebranche, una oración natural por la cual
logramos que la Razón nos aclare.24 Después del pecado, cuesta rezar, y nos agitan la
imaginación y las pasiones. Con todo, es gracias a la atención, que invoca a la Razón,
que nos llega la luz y la inteligencia; la fe no se merece, es un don de Dios, en
cambio, la inteligencia sólo se da a los méritos. La fe es pura gracia, nos dice, en
todos los sentidos, la inteligencia de la verdad, en cambio, es de tal modo gracia que
es necesario merecerla mediante el trabajo o bien de la cooperación de la gracia.
Quienes realizan entonces el trabajo y están siempre atentos a la verdad tienen una
disposición o virtud que Malebranche llama fuerza del espíritu.
El ser humano requiere del trabajo de la atención del espíritu para poder
comprender por medio de ella la grandeza de la Religión, la santidad de la Moral, la
pequeñez de todo lo que no es Dios, lo ridículo de las pasiones, etc. Pero, como
hemos visto, la fe va ligada a la Razón; la fe conduce y sostiene, ya que produce
siempre alguna luz por la atención que ella excita en nosotros. Así, instaura la regla
de meditar únicamente acerca de las ideas claras y las experiencias incontestables, es
decir, meditar acerca del Orden inmutable y necesario, acerca de la ley divina que es
nuestra ley. Sin embargo, acontece que este Orden es lo más abstracto y lo menos
sensible, pero se vuelve sensible y visible por las acciones y preceptos de Jesucristo,
y puede conducirnos. El orden sensible eleva el espíritu al orden inteligible; el Verbo
hecho carne es nuestro modelo, según el cual se formó el primer hombre y conforme
con el cual nos debemos reformar nosotros por medio de la locura aparente de la fe
que nos conduce desde nuestros sentidos a nuestra Razón, para contemplar nuestro
modelo inteligible.
Malebranche afirma que la Verdad y el Orden consisten, como hemos visto, en
relaciones de magnitud y perfección que las cosas tienen entre sí. ¿Cómo podemos
descubrir estas relaciones con evidencia, si no hay ideas claras? ¿Qué significa
primeramente ideas claras? Responde diciendo que no son únicamente aquéllas por
las cuales el espíritu puede descubrir relaciones exactas y precisas, objeto de las
Matemáticas, que se pueden expresar por números o líneas, son también todas
aquellas que vierten alguna luz en el espíritu de quienes las contemplan. Son, pues,
las ideas simples, las verdades que encierran relaciones que hay entre las ideas,
como, por ejemplo, los principios de la Moral, esto es, todas las verdades claras, lo
24
T. d. M. Primera Parte, cap. V, IV, p. 48.

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sean por sí misma, lo sean por demostración, lo sean por la autoridad infalible,
aunque estas últimas sean más bien ciertas que claras y evidentes.25
Por otra parte, experiencias incontestables son los hechos que la fe nos enseña, y
aquellos de los que estamos convencidos por el sentimiento interior que tenemos de
lo que acontece en nosotros. Podemos reflexionar acerca de ellos y descubrir
vínculos y relaciones y las causas naturales u ocasionales que los excitan. Esto tiene
una consecuencia infinita para la Moral. Así, esta reflexión acerca de lo que acontece
en nosotros es una ciencia experimental. La Moral es una ciencia racional en sus
principios y formas y experimental en su materia. Para Malebranche, por cierto, la
parte formal es la más importante, aunque su contribución a la parte material por
medio de sus análisis es muy destacada.26
Malebranche precisa, pues, que para llegar al descubrimiento de la verdad se
requiere el trabajo de la atención del espíritu que nos trae la luz como recompensa,
trabajo realizable, a su vez, gracias a la fuerza del espíritu y al dominio sobre el
cuerpo que permite manejar los sentidos, la imaginación y las pasiones. Se requiere,
además, la virtud de la libertad de espíritu.27
Cuando se examina un asunto muy complejo, la razón ordena que suspendamos
nuestro consentimiento, que no juzguemos nada, puesto que nada es evidente. Esto
lo lleva a formular un precepto que dice así:”hacer uso de su libertad, tanto cuanto
lo pueda”, precepto clave de la Lógica y Moral.
Así, establece la siguiente analogía: la fuerza del espíritu es a la búsqueda de la
verdad lo que la libertad del espíritu es a la posesión de la misma verdad, o al menos
a la infalibilidad o a la excepción del error; usando la fuerza del espíritu descubrimos
la verdad y usando la libertad nos eximimos del error. Como carecemos de fuerza,
necesitamos la libertad del espíritu para evitar el error al suspender el
consentimiento.28 Así, quien usa su libertad tanto cuanto puede sólo consiente a la
evidencia. De este modo fuerza y libertad son dos virtudes cardinales y se adquieren
por su uso. Pero, a su juicio, son desiguales entre los hombres, lo que nuestro autor
se preocupa de detallar.
Ahora bien, se puede retener el consentimiento hasta que surja la evidencia. Señala
que la atención del espíritu disipa las vanas apariencias y las verosimilitudes que
seducen a los débiles, y que la libertad del espíritu es necesaria para amar
únicamente los verdaderos bienes, vivir conforme al Orden, obedecer
inviolablemente a la Razón y de este modo conquistar la virtud verdadera y sólida.
Más adelante, en el capítulo diez, señala que en el espíritu del hombre hay dos
relaciones esenciales y naturales, a saber, con Dios causa verdadera de todo lo que
acontece en él; y con su cuerpo, causa ocasional de todos los pensamientos que
tienen relación con los objetos sensibles. Dios sólo habla inmediatamente al espíritu
para unirlo a él, y el cuerpo sólo habla al espíritu para el cuerpo, es decir, para
ligarlo con objetos sensibles. Mientras Dios le habla para iluminarlo o aclararlo y
hacerlo perfecto, es decir, por la luz lleva el espíritu a la felicidad, el cuerpo, en

25
T. d. M. Primera Parte, cap. V, XV, p. 55.
26
T. d. M. Nota 1, p. 55. op. cit.
27
T. d. M. Primera Parte, cap. VI, I, p. 59.
28
T. d. M. Primera Parte, cap. VI, III, p. 60.

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cambio, le habla para cegarlo y corromperlo a su favor, por el placer que conlleva y
que lo hace caer en desgracia.
Como carecemos de fuerza y de extensión, necesitamos la libertad para evitar el
error al suspender su consentimiento, pues la libertad reemplaza a la debilidad y a la
limitación humana. Llevado a un extremo, aquel que es libre para suspender
siempre su consentimiento, aunque no pueda liberarse de la ignorancia, mal
presente en todo espíritu finito, puede liberarse del error que nos hace seres
menospreciables y sujetos a la pena, haciendo eco nuevamente a lo expresado en la
Cuarta Meditación de Descartes.
Según Malebranche, aunque Dios hace todo y aunque no hay un obrar del cuerpo
sobre el espíritu, ni a la inversa, sino como causa ocasional, consecuencia de las
leyes de la unión del alma con el cuerpo, unión que el pecado convirtió en
dependencia, con todo, es posible decir que el cuerpo ciega el espíritu y lo corrompe,
puesto que es la relación del espíritu con el cuerpo la causa de todos los errores y
desórdenes en los que cae éste.
La unión de ambos, cuerpo y espíritu, presupone la unión del espíritu con Dios. Por
ende, si sufro una picadura que me produce dolor es Dios quien obra en mí, en
consecuencia, sin embargo, con las leyes de unión del alma con el cuerpo que son
eficaces para la acción de voluntades divinas, que únicamente son capaces de obrar
en nosotros. Pero hay que tener presente que, como la operación divina no es
visible, le atribuimos a los objetos que golpean nuestros sentidos todo lo que se
siente en su presencia, aunque ellos mismos sólo están presentes en el alma, porque
Dios –más presente a nosotros que nosotros mismos– nos lo representa en su
propia sustancia, que es inteligible, única capaz de actuar en nosotros y de producir
todas esas sensaciones que vuelven sensibles las ideas intelectuales y nos hacen
juzgar confusamente no sólo que hay cuerpos, sino que son estos cuerpos los que
obran en nosotros y los que nos hacen felices. Esta es pues la causa de todos
nuestros desórdenes.

A modo de paréntesis, recordemos que en la Primera Parte del Tratado de Moral,


Malebranche concluye precisando lo que necesitamos para adquirir y conservar la
virtud. Digo la virtud, a saber, el amor habitual y dominante por orden inmutable,
tal como lo señala en el Capítulo XIII, XIII. Este amor por el Orden, nos dice, exige
tres condiciones, para que una acción le sea conforme: examinar tanto cuanto se es
capaz la acción en sí misma y sus circunstancias; suspender el consentimiento hasta
que la evidencia nos venza o la ejecución nos obliga a no aplazarla más; obedecer
prontamente, exactamente, e inviolablemente el orden conocido. La fuerza del
espíritu debe dirigir corajudamente el trabajo de la atención. La libertad del espíritu
debe detener y regular sabiamente el deseo del consentimiento. La sumisión del
espíritu debe hacer seguir paso a paso la luz sin prevenirla ni apartarse. Y el amor
por el Orden debe animar estos tres poderes, por los cuales, aunque oculto en el

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fondo del corazón, se hace aparecer a los ojos del mundo y santifica delante de Dios
todas nuestros pasos.
En cambio, en la Segunda Parte, se trata de los deberes y su desarrollo nos remite a
la consideración de los atributos de Dios. Deberes del hombre respecto de Dios, del
prójimo y de sí mismo. Malebranche comienza precisando la pertenencia de la
criatura al creador, su modelo; unido a él y semejante a él de todas las maneras
posibles; sometido a su poder, unido a la sabiduría perfectamente semejante a él en
todos los movimientos de su corazón.29 El hombre será semejante a Dios al
contemplar su esencia, en la cual estará penetrado de sus luces y placeres. A eso
debemos tender y la fe en eso nos da derecho a esperar; y a eso nos conduce; es eso
lo que la fe comienza a hacer por la reforma interior, la gracia de Jesucristo que
opera en nosotros. Así, la fe nos lleva a la inteligencia de la verdad y a merecer la
gracia.
Ahora bien, según Malebranche, para descubrir nuestros deberes respecto de Dios
debemos considerar con atención todos sus atributos divinos y consultarnos a
nosotros mismos por relación a ellos. Hay que examinar el poder, la sabiduría y el
amor de Dios; y también nuestros juicios y movimientos, pues es por estos dos
últimos que los espíritus le rinden a Dios aquello que ellos deben, ese culto
espiritual, que Dios, siendo espíritu, nos exige.30 Y son esos atributos y no otros,
pues, nos dice Malebranche, dependemos del poder de Dios, es decir, sólo existimos
y obramos por él; estamos unidos a su sabiduría, sólo ella nos ilumina y
descubrimos la verdad, sólo por ella somos razonables, únicamente es la Razón
universal de las inteligencias; y sólo tenemos movimiento por su espíritu, por el
amor que se tiene a sí mismo, pues Dios sólo obra por su voluntad. Todo amor que
tenemos por el bien, en el fondo sólo es una efusión o impresión del amor por el cual
Dios se ama. Malebranche sostiene, pues, que los seres humanos únicamente
amamos insensiblemente y naturalmente a Dios, ya que sólo podemos amar el bien,
es decir, la causa de la felicidad, que sólo se encuentra en Dios.31
Malebranche dedica cinco capítulos a precisar nuestros deberes partiendo del poder
de Dios. Comienza constatando la ineficacia de la voluntad de las criaturas y
contrastándola con aquello único que puede dar las maneras de ser, es decir, los
seres mismos de tal o tal manera. Y lo anterior es evidente para quien sabe consultar
la verdad interior. Veamos un caso. Si Dios conserva siempre un cuerpo en el mismo
lugar, ninguna criatura podrá ponerlo en otro y el hombre sólo podrá mover su
brazo porque Dios quiere estar de acuerdo en hacer lo que el hombre estúpido
piensa hacer. Lo mismo acontece con las maneras de ser de los espíritus. Si Dios
conserva o crea el alma en una manera de ser que lo aflija, por ejemplo, el dolor,
ningún espíritu podrá aliviarlo, ni hacerlo gozar, si Dios no está de acuerdo con él
para ejecutar sus deseos. Es precisamente por este acuerdo y liberalidad
enteramente divina, que Dios sin perder nada de su poder, sin disminuir nada de su
grandeza y sin suprimir nada de su gloria, hace participar a las criaturas de su gloria,
grandeza y poder.
29
T. d. M. Segunda Parte, cap. II, I, p. 147.
30
T. d. M, Segunda parte, cap. II, II, p. 148.
31
T. d. M, Segunda Parte, cap. II, V, p. 150.

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En el plano teológico, Malebranche recuerda que Dios somete al mundo a los


ángeles, ellos obran y él hace todo. Dios nos ha dado a Jesucristo como jefe de la
Iglesia, y como poder soberano sobre todas las naciones. Es él quien obtiene los
verdaderos bienes, pero Dios sólo los difunde, él sólo actúa en las almas, rompe la
dureza del corazón. Como hombre Jesucristo ora, intercede, desea, hace el oficio de
abogado, mediador y sumo sacerdote. Pero Dios sólo opera, él sólo tiene el poder. Él
es la causa y principio de todo; él sólo debe ser el fin. Todos los movimiento del
espíritu deben tender hacia él; a él sólo pertenece el honor y la gloria. Esta es, según
Malebranche, la ley eterna, necesaria, inviolable que Dios ha establecido por la
necesidad misma de su ser, por el amor necesario que se dirige a él, amor conforme
al Orden y que hace incluso del Orden la ley inviolable de los espíritus.
Ahora bien, si Dios cesara de conocerse como es, de amarse como él lo merece, de
obrar según sus luces y por el movimiento de su amor, de seguir la ley, entonces se
podrá impunemente desear la gloria o rendírsela a otro que él. En ese caso, se podrá
gozar y consolar en la amistad de las criaturas. Amar y ser amado, adorar y hacerse
adorar, mostrarse al mundo y atraer la estima del amor del mundo sin temor. Se
podrá elevar y ponerse a la vista como un objeto digno de ocupar los espíritus y los
corazones que Dios sólo ha hecho para él; se podrá ocupar él mismo de él, o del
poder imaginario de las criaturas.32
Más adelante, Malebranche aclara esto último. Uno puede ligarse a los otros
hombres, pero no los podemos adorar por los movimientos de su amor como
nuestros bienes o como capaces de hacer en nosotros cierto bien. Es menester, por el
contrario, amar y tener la causa verdadera de los bienes y males, es decir, es
menester sólo amar y temer a Dios en las criaturas. Esta sería, al parecer, la filosofía
del generoso Mardoqueo, que la había aprendido de su hija adoptiva Ester, a quien
Malebranche la cita en su ruego a Dios. A pesar de ser la mujer de un príncipe que
dirigía 127 provincias, entre los placeres, despreciaba la grandeza, se horrorizaba por
los restos de un corazón voluptuoso, y sólo Dios era el objeto de todos los
movimientos naturales de su alma, es decir, los que constituyen el ejercicio mismo
de su voluntad. Por eso escribe en De la nature et la grace, (tercer discurso, primera
parte, V), que Dios imprime el movimiento natural sin cesar en nuestra alma para
que lo amemos, o para servirme de un término que compendia en sí muchas ideas...
la voluntad. Es el movimiento que “según la institución de la naturaleza”, debía
dejarnos plenamente libres, porque sólo nos impelía invenciblemente hacia el bien
en general y no hacia ningún bien particular.33
En definitiva, es esto lo que nos enseña la ley de Dios, pero es también lo que este
principio demuestra, que Dios hace todo, y las criaturas sólo son causas ocasionales
del destello que parece rodearlas y de los placeres que ellas parecen difundir.
Malebranche, en un segundo momento, pasa a explicar más en particular los
deberes que hay que rendirle a su poder y que se encuentra sólo en él. Él entiende
los deberes, como hemos visto, como juicios y movimientos del alma. Pues Dios es
espíritu y quiere ser adorado como tal y en verdad; y todas las acciones exteriores
sólo son consecuencias de la acción de nuestro espíritu. Ahora bien, esta percepción
32
T. d. M, Segunda Parte, cap. X, VII, p. 151.
33
T. d. M. nota 1, p. 153, op. cit.

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clara de la que sólo Dios tiene el poder, nos dice, nos obliga a formar los siguientes
juicios: Dios sólo es la causa verdadera de nuestro ser; de la duración de nuestro
tiempo; de nuestros conocimientos; de los movimientos naturales de nuestras
voluntades; de nuestros sentimientos, placer, dolor, etc.; de todos los movimientos
de nuestro cuerpo. Como escribe en la decimoquinta de las Èclaircissement sur la
Recherche de la vérité: "nosotros no actuamos sino por el concurso de Dios, y
nuestra acción considerada como eficaz y capaz de producir algún efecto, no es
diferente de la de Dios".34
Ninguna criatura, hombre, ángel o demonio puede por ella misma hacernos bien o
mal, pero pueden, sin embargo, como causas ocasionales determinar a Dios, en
consecuencia con algunas leyes generales, a hacernos el bien o el mal por medio del
cuerpo al que estamos unidos.
Los seres humanos no podemos hacer bien ni mal a las personas por nuestras
propias fuerzas, sino sólo obligar a Dios por nuestros deseos prácticos (lo que otros
filósofos llaman voluntades) en consecuencia con leyes de unión del alma con el
cuerpo, hacer bien y mal a otros hombres, pues somos nosotros quienes queremos
mover nuestro brazo y lengua, pero sólo Dios sabe y puede moverlos. En breve, el
movimiento inicial de nuestra voluntad viene de Dios; cuando se continúa dicho
movimiento y nos lleva hacia un verdadero bien, esto sucede porque cooperamos
allí, y no nos debilitamos; cuando nos pasa esto último y nos desviamos, significa
que perdemos el poder de resistir a la concupiscencia y que la gracia no se reforma
en nosotros; los deseos prácticos que acontecen en nosotros vienen así de un poder
superior, Dios y su gracia, o de un poder inferior, la concupiscencia, a la cual no nos
resistimos; los actos que siguen estos deseos prácticos no son nuestros, como
tampoco los sentimientos que los acompañan, ni los efectos que se desprenden de
allí.35
A su vez, estos juicios nos exigen los siguientes movimientos: Amar únicamente a
Dios con un amor de unión ya que él solo es la causa de nuestra felicidad, en cambio,
debemos amar al prójimo como capaz de gozar con nosotros de la misma felicidad.
Sólo gozarse en Dios únicamente; si se regocija en otra cosa, juzga que dicha cosa lo
puede hacer feliz, pero ese es un juicio falso, que sólo puede causar un movimiento
desordenado. No unirse jamás a las causas ocasionales de su felicidad contra la
defensa de una causa verdadera; eso equivaldría a obligar a Dios en consecuencia
con sus leyes a servir la iniquidad. Unirse únicamente con una necesidad particular,
ya que el pecador debe evitar los placeres, por cuanto éste lo hace actualmente feliz,
y la felicidad es una recompensa que el pecador no se merece. Temer únicamente a
Dios, ya que sólo él puede castigarnos. Entristecerse únicamente con sus pecados, ya
que sólo éstos obligan a Dios, que es justo, a hacernos desgraciados. Si bien sólo
Dios puede hacernos desgraciados no le debemos odiar, sí es menester temerle. No
debemos ni odiar ni temer las causas ocasionales del mal físico o de la desgracia.
Nos podemos separar de ellas, pero no lo podemos hacer contra la voluntad de la
causa verdadera, es decir, contra el Orden o la ley divina.

34
T. d. M. nota l, p.154. op.cit.
35
T. d. M. nota 3, pp. 154-155. op.cit.

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Sólo debemos querer hacer lo que Dios quiere, ya que el ser humano sólo puede
hacer lo que Dios hace. Si no hay poder de obrar, es manifiesto que no puede en
modo alguno querer obrar. El Orden o la ley divina ha de ser su ley o regla de sus
deseos y acciones, ya que sus deseos sólo son eficaces por el poder y la acción de
Dios únicamente. No puedo mover el brazo por mi propia fuerza, es decir, no puedo
hacerlo según mis propios deseos. La ley de Dios u el Orden ha de regular todos los
efectos del poder tanto en Dios como en las criaturas. Dicho Orden es común a todos
los espíritus, el poder de Dios es común a todas las causas. Nadie puede dejar de
someterse a la ley de Dios, dado que sólo podemos obrar por la eficacia del poder.
Con todo, los seres humanos queremos ser felices y no desgraciados. Y para lo
primero, sólo podemos querer, o hacer, lo que el Orden permite. No encontraremos
la felicidad si la buscamos por el poder de Dios contra su ley. Abusamos del poder si
nos servimos de él en contra de la voluntad de quien nos lo comunica. Sólo podemos
glorificarnos en el Señor y no podemos vanagloriarnos de su nobleza, dignidad,
cualidad, saber, riqueza, etc. Y quien lo haga que le refiera todas las cosas, ya que
fuera de él no hay ni grandeza ni poder. Comete idolatría aquel que ama, teme,
honra, las criaturas como verdaderos poderes, y merece castigo. Es abominable a los
ojos de Dios el que se ocupa más de las criaturas que del creador, por una
disposición adquirida por elección o por actos libres. Todo el tiempo que se pierde o
no se emplea para Dios, única causa de la duración de nuestro ser, es un robo o una
especie de sacrilegio. Dios sólo actúa para su gloria, no para nuestro placer. Y en
tanto está en nosotros, volvemos su acción inútil para sus designios. Todo don que
nos entrega y no volvemos útil para su gloria es un robo.
El poder por el cual Dios nos crea en todo momento con todas nuestras facultades,
le da a éste un derecho indispensable sobre lo que somos y nos pertenece que, por
cierto, no nos pertenece sino para que al dárselo a Dios con toda fidelidad y
reconocimiento posible, pudiéramos merecer por sus dones poseerlo a él mismo, por
Jesucristo nuestro Señor que nos sacó de nuestro estado profano para santificarnos
y hacernos digno de honrar al Pastor y al Hijo en la unidad del Espíritu Santo por los
siglos infinitos.
Ahora bien, similares a éstos son los argumentos que nos ofrece Malebranche
respecto de los deberes que hay que rendir a la sabiduría de Dios, los que no por
menos conocidos, nos dice, son menos debidos. Tratemos de esbozar su figura. Nos
recuerda ante todo la dependencia esencial que tiene la criatura respecto de su
creador. Todo espíritu está unido esencialmente a la Razón. No se basta para actuar
con sus fuerzas ni se ilumina con sus propias luces. Las ideas claras nos vienen sólo
de la Razón universal que las encierra y nuestra fuerza viene de la eficacia de la
causa general, la única que tiene el poder. De Dios vienen pues los verdaderos
bienes, el conocimiento de la verdad y el alimento o sustento del espíritu.
Malebranche señala que el espíritu humano tiene dos relaciones esenciales. La
primera con la Razón universal, mediante la cual tiene comercio con todas las
inteligencias, incluso con Dios mismo. La segunda, estar unido al cuerpo y por su
medio con todas las criaturas sensibles. Y ambas relaciones son posibles sólo por el
poder de Dios, vínculo de aquellas uniones. Por eso nos dice que Dios sólo hace en
los hombres, por lo anterior, todos los movimientos corporales que lo acercan o

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alejan de los objetos sensibles. Con todo, la causa ocasional de estos movimientos
son los distintos deseos de su voluntad, por eso nos atribuimos el poder de hacer lo
que en verdad hace Dios en nosotros.
El esfuerzo mismo que acompaña los deseos de los seres humanos, por una parte,
señala cierta impotencia y dependencia, y Dios lo deja sentir en ellos para doblegar
su orgullo y hacerlos merecer sus dones. Pero, por otra, persuade a alguno que tiene
fuerza y eficacia; como alguien siente que puede mover su brazo y ni ve ni siente en
él la operación divina, mientras Dios es fiel a ejecutar sus deseos, tanto más infiel es
él en reconocer sus bondades.
Lo mismo acontece con las ideas que iluminan al ser humano y lo llevan al país de la
verdad donde su alma habita para mostrarle el orden y sus maravillas. Sin embargo,
como las causas ocasionales de la cercanía o lejanía de las ideas son los deficientes
deseos de su voluntad, se atribuye el poder de hacerlo y no reconoce que es Dios
quien obra en él. Lo mismo acontece, finalmente, con las cosas que ve y que no tocan
sus sentidos; imagina que ninguna de ellas tiene realidad verdadera fuera de él.
Pues, escribe Malebranche, cada uno juzga de la realidad de los seres, como de la
solidez de los cuerpos, por la impresión que éstos producen sobre nuestros sentidos.
Así, los seres humanos no tienen en sí mismos su sabiduría y su luz. Ellas provienen
de una única Razón universal que ilumina los espíritus, es decir, una sustancia
inteligible común a todas las inteligencias, que es inmutable, necesaria, eterna.
Todos los espíritus la contemplan, todos la poseen, todos se alumbran de ella sin
mermar a los demás. Se da a todos e íntegramente a cada uno de ellos, cosa que no
acontece con los bienes particulares. En cambio, podemos compartir la verdad, por
ser indivisible, inmensa, eterna, inmutable e incorruptible.36
Ahora bien, esta sabiduría inmutable es, pues, la de Dios y por ella fuimos hechos.
Dios nos creó por su poder para unirnos a su sabiduría y por medio de ella nos
honra, permitiéndonos entablar con él una sociedad eterna, tener una comunidad de
pensamientos y deseos y, por ahí, llegar a ser semejantes a él en la medida de lo
posible para la criatura.
Siendo inmutable, la sabiduría renueva todo. Por ella nos hacemos amigos de Dios,
quien sólo ama al que habita en la sabiduría. Por cierto, lo anterior es posible por la
mediación de su hijo, su Verbo, la Razón universal de las inteligencias, encarnada en
el tiempo y hecha visible para iluminarnos. Si renuncia a ella, renunciamos al autor
de la fe, que es la Razón misma hecha sensible, como hemos dicho, y proporcionada
a nuestra debilidad, pues sólo escuchamos a nuestros sentidos. Así, para reconocer
nuestros deberes respecto de la sabiduría o Razón universal de las inteligencias no
basta, a juicio de nuestro autor, estar convencidos de todas las maneras de unión del
espíritu con Dios. Hay que examinar rigurosamente las leyes de unión del alma con
el cuerpo, porque estamos de tal modo situados entre Dios y los cuerpos, que el
aumento de la unión de los espíritus con los cuerpos disminuye la unión del espíritu
con Dios. Y, a la inversa, mientras menos actúe el cuerpo sobre el espíritu más
libremente consulta nuestro espíritu la Verdad interior.
Después de este prolijo equilibrio que describe en las uniones, Malebranche
desarrolla los juicios que nos debemos formar en honor de la Razón universal. Hay
36
T. d. M. Segunda Parte, cap. III, VII, p. 162.

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una única sabiduría o razón; no hay muchas. El hombre no tiene su sabiduría y luz
por él mismo, ni por ningún otro, tampoco ninguna inteligencia la tiene. Por su
poder, Dios es la causa de nuestras percepciones o de nuestros conocimientos claros
en consecuencia de nuestros deseos o de nuestra atención. Sin embargo, es
únicamente la sustancia inteligible y común de la verdad la que es la forma, la idea,
el objeto inmediato. Separado de la Razón, el espíritu no puede conocer nada,
ninguna verdad. Por la acción de Dios en él puede sentir su dolor, etc. y todas las
otras modificaciones particulares de la que su sustancia es capaz, pero en él mismo
no puede conocer las verdades comunes a todos los espíritus. Así como para ser feliz
y poderoso depende del poder de Dios, así para llegar a ser razonable, sabio, justo,
etc. debe estar unido a la sabiduría de Dios.
Al entrar en nosotros mismos para descubrir alguna verdad, no somos nosotros
quienes respondemos; es el maestro interior que reside en nosotros, quien preside
todos los espíritus y les da a todos las mismas respuestas. Se trata de Jesucristo que
nos aclara por la evidencia de sus luces cuando entramos en nosotros mismos, y que,
por otra parte, nos instruye seguramente por la fe al consultar nosotros la autoridad
visible e infalible de la Iglesia, que conserva el sagrado depósito de su palabra escrita
o no escrita.
Malebranche extrae de lo que él llama “este gran principio”37 nuevos deberes. No ser
vanidoso por los conocimientos propios, agradeciendo humildemente a quien es en
ello el principio y autor. Entrar en sí mismo en la medida de lo posible, escuchando
más voluntariamente a la Razón que a los seres humanos. Rendirse sólo a la
evidencia y a la autoridad infalible; lo que escuchamos de los hombres
confrontémoslo con aquello que la Razón responde a nuestro espíritu, sólo creer en
los hechos y provisoriamente. No hablar jamás con aire de confianza antes que la
Razón nos haya hablado a nosotros mismos con evidencia. Hablar a los demás como
monitores y no como maestros, conduciéndoles al Maestro, a la Razón universal,
obligándoles a entrar en sí mismos. No disputar jamás por disputar; ni proponer la
verdad a otros, cuando la compañía, pasión, u otra razón nos hace conocer que no se
entrará en sí mismo para oír la decisión de un juez justo. Consultar sólo la Razón
acerca de asuntos dignos de ella, que nos sean útiles sea para dirigirnos al bien o
unirnos a la verdad, sea para regular el corazón o bien para lograr cierta fuerza y
libertad del espíritu. Conservar únicamente con cariño en la memoria, en la medida
de lo posible, principios ciertos y fecundos, en consecuencia de las verdades
necesarias y las respuestas preciosas de la verdad interior. Desatender
ordinariamente los hechos, en particular, aquellos que no tienen una regla cierta,
tales como las acciones de los hombres, ya que estas no aclara el espíritu y a menudo
corrompe el corazón. El Orden es nuestra regla inviolable y no la costumbre, que
frecuentemente se opone al Orden y a la Razón. Hay que seguir el ejemplo sin
confrontarlo con el Orden es actuar como bestias y sólo como máquina, y despreciar
la delicadeza, belleza y fuerza de la imaginación y de los estudios que cultivan esa
parte de nosotros mismos que nos vuelven tan gratos y estimables a los ojos del
mundo. Una imaginación con estas características no se somete voluntariamente a

37
T. d. M. Segunda Parte, cap. III, XII, p. 164.

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la Razón, y es siempre el cuerpo quien habla por la imaginación, y cuando lo hace es


una necesidad desgraciada, es menester que la Razón se calle o sea desatendida.
Malebranche prosigue su crítica de la imaginación. Hay que comparar con la luz
interior aquello que brilla en la imaginación, para hacer desvanecer el destello
engañador y encantador, con la cual ella cubre sus pensamientos locos, clausurar las
avenidas cuidadosamente por las cuales el alma sale de la presencia de Dios y se
vierte en las criaturas. Un espíritu disipado sin cesar por la acción de los objetos
sensibles no puede ser respetuoso ni asiduo con la Razón, como es debido. Se
desprecia a la Razón al dar toda la libertad a los sentidos. Hay que amar
ardientemente la verdad, la sabiduría, la Razón universal. Considera ante ella como
un grano de arena a todo el oro del Perú (Sabiduría, VII, 9). La oración debe ser sin
descanso, hay que gozar consultándola, oyendo sus respuestas, obedeciéndola, como
ella misma deleita conversando entre nosotros y siempre en medio de nosotros.38
Malebranche procede ahora a precisar los deberes respecto del amor divino.
Hasta aquí ha mostrado, en primer lugar, que dependemos del poder de Dios y que
hacemos todo por su eficacia. En un segundo momento, ha mostrado que los seres
humanos estamos unidos a la sabiduría de Dios y que sólo conocemos por su luz.
Ahora mostrará que estamos de tal manera animados por el amor de Dios que sólo
somos capaces de amar un bien por la impresión continua del amor que se dirige a sí
mismo.
Desde luego, nos dice, Dios sólo puede obrar por él mismo, sólo tiene un motivo, a
saber, su amor propio, sólo puede querer por su voluntad. Sin embargo, la voluntad
de Dios es diferente a la de la criatura, para ésta la voluntad es una impresión que le
viene de otra parte y la lleva a otra parte. Como Dios es él mismo su bien, su amor
sólo puede ser amor propio, él mismo es su fin y sólo puede ser él mismo. En
definitiva, el amor al bien en los espíritus sólo es producido por la voluntad de Dios,
la cual sólo es el amor que se dirige a él mismo. De ahí que el amor de las criaturas
no puede quedarse en ellas, debe tender únicamente a Dios. Y esto es así porque sólo
hay un bien verdadero, ya que sólo hay una causa verdadera. Sólo Dios es amable
con un amor de unión. Y así Dios no puede querer que amemos lo que no es amable,
ni al revés que no amemos lo que es amable. Suponiendo que somos capaces de
amar, es una necesidad que ese amor, que nos viene de Dios, tienda sólo hacia él, y
se relacione con él, es la primera institución de la naturaleza.39
Malebranche califica, además, a este amor como invencible ya que es, nos dice, una
impresión poderosa y continua del amor divino que no difiere en nada de nuestra
voluntad puesto que solamente es por las diferentes determinaciones de este amor
que las criaturas pueden amar todos los objetos que tienen la apariencia de bien.
Por lo anterior, las criaturas no pueden amar el mal y carecen para ello de
movimiento. Si, en cambio, pueden tomar el mal por bien y amar el mal por
elección, amando en ello el bien con un amor natural.
Las criaturas tampoco pueden odiar el bien, dado que quieren invenciblemente ser
felices, y, por eso, no pueden separarse de aquél que las hace felices. Podría, en
cambio, acontecer que por error tome el bien por mal y así odie el bien, por el odio
38
T. d. M. nota 3, p. 166, op.cit.
39
T. d. M. Segunda Parte, cap. IV, II, p. 167-168.

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que tiene por el mal. En el fondo, añade, ese odio sólo es un movimiento de amor. Y
sólo huimos del mal por el movimiento de amor que tenemos por el bien. Como Dios
nos hizo felices a las criaturas amándolo, no nos ha dado movimiento para
separarnos de él.
Malebranche muestra ahora la conversión de los atributos de Dios. El poder de Dios,
nos dice, es sabio y justo, su sabiduría es todopoderosa, y la criatura que pretenda
conservar en él el amor por su felicidad sin aquel de su perfección, unirse al poder
para ser feliz sin formarse en la sabiduría para ser perfecto, corrompe este amor por
la felicidad que sólo le servirá para hacerlo eternamente desgraciado. Más
precisamente aún, el amor de Dios por todas las cosas, en tanto que poderoso y
causa única de la felicidad de las criaturas, no es precisamente el que las justifica; es
el amor de Dios, en tanto verdad y justicia, es el amor por el Orden inmutable, el
amor de la ley divina.
Por eso no podemos agradar a Dios, si no queremos o amamos lo que él quiere y
ama. El orden inmutable, que es la ley de todas las voluntades divinas, tiene que ser
también el nuestro. Dios por su poder no hará el bien a los seres humanos sino su
mal, si por su sabiduría él no es su ley o principio de nuestra reforma interior. Pues
la felicidad es una recompensa. Para poseerla no basta que la deseemos, es menester
que la merezcamos, y esto último sólo es posible si regulamos los movimientos de
nuestro corazón por la ley inviolable de todas las inteligencias, en aquél en que las
criaturas han sido formadas y a la vez han de ser reformadas.
Así, el amor por el Orden inmutable de la justicia debe estar unido siempre al amor
de unión que, como hemos visto, se relaciona al poder de Dios, para que nuestro
amor que es semejante al amor divino nos conduzca a toda la felicidad y perfección
de la que son capaces las criaturas.
Sin embargo, esto no es tan simple ya que, nos dice, en nuestro estado actual la
felicidad y la perfección son antagónicas y hay que tomar partido.40 En definitiva,
cuando la criatura sacrifica su felicidad por su perfección, su placer por el amor por
el Orden, la criatura merece. Pues hemos obedecido a la ley divina, a costa nuestra y
con ello afirmamos que Dios es justo y poderoso juzgando así conforme al que Dios
realiza de sí mismo, y por eso nuestros actos sólo son meritorios cuando ellos
expresan los juicios que Dios hace de sus atributos.41
Se abandona a Dios aquello que depende únicamente de él, la felicidad de las
criaturas y por esta sumisión las criaturas honran a su poder. Así, obedecer a la ley
divina depende en parte de las criaturas, y no depende en modo alguno gozar de la
felicidad. La criatura deja en manos de Dios su felicidad, y se consagra a su
perfección, creyendo en la palabra de Dios, confiando en su justicia y bondad y
viviendo contento por la fe en la firmeza de su esperanza.
Ahora bien, ¿cuál es pues el origen de esta contrariedad, como la llama nuestro
autor, entre la felicidad y la perfección de las criaturas? La respuesta de
Malebranche es sorprendente. Dice que la unión del espíritu con el cuerpo se
convierte en dependencia, en castigo del pecado. Se trata de las sacudidas
involuntarias de las fibras de la parte principal del cerebro, que son las causas
40
T. d. M. Segunda Parte, cap. IV, VIII, p. 171.
41
Ibid.

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ocasionales de nuestros sentimientos agradables o desagradables y, por ende, de


nuestra felicidad o desgracia presente.42
El cuerpo al que estamos unidos tiene otros intereses que los de la Razón, a los que
él llama necesidades particulares; y el cuerpo maltrata al alma que no se las
satisface. A su vez, la Razón sólo amenaza o reprocha, los que no son ni tan vivos ni
tan apremiantes como el placer o dolor actual. En definitiva, hay que decidirse
generosamente a ser desgraciados en esta vida, para conservar cada cual su
perfección y justicia; sacrificar su cuerpo o, mejor aún, su felicidad actual para que
permanezcamos inseparablemente unidos a la razón y sometidos a la ley divina,
contentos de los gustos anticipados de los verdaderos bienes y firmes en la
esperanza de esta misma ley divina, esta misma Razón encarnada, sacrificada,
glorificada en nuestra naturaleza, o nuestra naturaleza en ella, sabrá muy bien
darnos todo lo que nosotros habremos perdido por obedecerla.43
Así, este principio, según el cual nuestra voluntad o el movimiento natural y
necesario de nuestra voluntad sólo es una impresión continua del amor de Dios que
une las criaturas a su poder para conducirlas a su sabiduría, tiene, nos dice, las
siguientes consecuencias. Todo movimiento de amor que no tienda hacia Dios es
inútil y vano; dado que, hemos visto, las criaturas son impotentes. Además, conduce
al mal, o bien hace de la causa del bien de las criaturas la causa del mal. De este
modo, todo placer que sólo viene al alma por el cuerpo es engañador, ya que
determina hacia los cuerpos, sustancias ineficaces, el movimiento natural de nuestro
amor por Dios. Por eso señala que el voluptuoso se engaña. Y la naturaleza que
obliga injustamente a servir a sus deseos no es una naturaleza ciega de la que se
puede abusar impunemente.
Todo movimiento del amor que no sea conforme al orden inmutable, a saber, a la ley
inviolable de las criaturas e incluso del creador, es desordenado; al ser Dios justo,
este movimiento lo obligaría tarde o temprano a llegar a ser el mal de las criaturas o
la causa de su miseria.
La unión con Dios como bien de las criaturas no es posible si previamente no se
conforman a Dios como a su ley. A su vez, no se pueden conformar a la ley divina, y
por dicha conformidad llegar a ser perfectos, sin unirse a su poder y por esta razón
llegar a ser felices, pues, nos dice, Dios es por esencia justo.
Malebranche precisa ahora otro aspecto. La verdad anterior puede expresarse según
la analogía de la fe. Sigamos su argumentación no exenta de dificultad. Las criaturas
tienen acceso cerca de Dios, sociedad con él y parte de la felicidad de él, –que por la
Razón universal, la sabiduría eterna– el Verbo que se encarnó debido a que el ser
humano ha llegado a ser carnal y que por su carne se hizo víctima, porque el ser
humano ha llegado a ser pecador, y que por el sacrificio de su víctima, se hizo
mediador, al no estar más la Razón puramente inteligible en el hombre corrompido,
no la puede consultar ni seguir, el lazo de la sociedad entre Dios y él.
Luego nuestro autor precisa todavía más lo anterior. La Razón al encarnarse no ha
cambiado en nada su naturaleza, ni menos ha perdido su poder. Es inmutable y
necesaria; es la ley inviolable de los espíritus y, sólo ella tiene derecho a mandar.
42
T. d. M. Segunda Parte, cap. IV, IX, p. 172.
43
Ibid.

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Dicho esto Malebranche destaca que la fe no es contraria a la inteligencia de la


verdad, ella conduce allí y une el espíritu a la razón y restablece para siempre la
sociedad de las criaturas con Dios. De aquí surge para los seres humanos el
imperativo. Hay que conformarse al Verbo encarnado; pues el Verbo inteligible, esto
es, el Verbo sin la carne es ahora una forma muy abstracta, sublime y pura para
formar o reformar los espíritus groseros y a los corazones corrompidos; aquellos
espíritus que no aprecian sobre todo lo que no tiene cuerpo, y todo lo que no los toca
los disgusta o desagrada. Sin embargo, la inteligencia sucederá a la fe, añade, y el
Verbo, aunque está unido por siempre a nuestra carne, nos iluminará un día con su
luz puramente inteligible.
Malebranche precisa pues el hecho que el Verbo se haya hecho víctima. Esto
acontece porque si no hubiera víctima, el Verbo no tiene nada que ofrecer, no puede
ser Pontífice, ni conceder a los pecadores sociedad con Dios, sin la reconciliación y el
sacrificio.
Así surge el imperativo para las criaturas de conformarse a él en ese estado; y esto
por dos razones, la primera, somos las criaturas quienes somos los criminales, la
segunda, las criaturas formamos parte de la víctima que debe ser purificada,
consagrada, y sacrificada, antes de ser purificada y consumada en Dios para la
eternidad.
Precisa también el hecho que la vida de Jesucristo sea nuestro modelo. En efecto, es
nuestro modelo sólo porque ella es conforme al orden, nuestro modelo
indispensable y nuestra ley inviolable. Es menester seguirlo a él hasta la cruz,
porque el Orden quiere que este cuerpo de pecado sea anonadado en honor de la
Razón, a la gloria de aquel del cual éste nos separa. El Orden quiere que merezcamos
por las penas voluntarias, de las que el cuerpo es la ocasión, la felicidad de la cual
Dios sólo es la causa verdadera y de la que hemos sido justamente privados a causa
de los placeres injustos, que nosotros hemos indignamente exigidos de un Dios
justo.
Ahora bien, ¿cuáles son, pues, los movimientos o deberes que se nos imponen a
partir de aquí? Sólo amemos a Dios con un amor de unión; y cuando sintamos
excitarse un amor por la criatura, alguna alegría por la criatura, ahoguemos estos
sentimientos. Reconozcamos que sólo Dios tiene el poder y que sólo nos anima su
amor para unirnos a él.
Rehuyamos los placeres porque nos seducen y corrompen. Con todo, el placer es el
carácter del bien y Dios únicamente nos lo puede hacer sentir. Pero como su
operación no tiene nada de visible, miramos los objetos que sólo son las ocasiones
de nuestros sentimientos, como si fuesen la causa, y los amamos como nuestros
bienes. O al menos sólo nos amamos a nosotros mismos, nuestra propia felicidad,
cuando gozamos de ellos.
El amor por la grandeza, elevación e independencia es abominable, aquel que desea
que lo estimemos y amemos nos causa horror. Y la criatura que no ve la injusticia
del orgullo no tiene relación con el Orden.
Amemos el Orden, es la ley de Dios, él la sigue inviolablemente, la ama
invenciblemente. ¿Piensan las criaturas poder impunemente dispensarse de
seguirla? Si la abandonan, la justicia despiadada de Dios viviente las perseguirá. A la

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inversa, si nuestro amor se conformara con esta ley, seremos felices, perfectos todos
juntos y estaremos en sociedad con Dios y tendremos parte de su felicidad y gloria.
Las criaturas sólo pueden ser razonables por la Razón universal y sabios por la
sabiduría eterna, y justos y santos por la conformidad con el Orden inmutable. Por
eso, y aquí surgen nuevamente los imperativos, hay que contemplar incesantemente
la Razón, amar ardientemente la sabiduría, seguir inviolablemente la ley divina.
Debemos volver a formarnos en nuestro modelo, él se hizo semejante a nosotros
para hacernos semejantes a él. Está a nuestro alcance, proporcionado a nuestra
debilidad. Está delante de nosotros, abramos nuestros ojos para verlo. Está en
medio de nosotros, entremos en nosotros mismos para consultarlo. Nos solicita sin
cesar, rindámonos a su voz, no endurezcamos nuestro corazón, escribe
Malebranche.44

VI

Malebranche, en el Tratado de Moral, no infiere sólo los deberes que se le imponen


a las criaturas respecto al poder, la sabiduría y el amor de Dios, traza también los
deberes respecto de los demás seres humanos, ya que Dios nos creó para vivir en
sociedad con ellos bajo una misma ley, la Razón universal, y en dependencia de un
mismo poder, aquel del soberano señor de todas las cosas.
Ahora bien, con los hombres podemos hacer, añade, dos tipos de sociedad, una
sociedad “temporal”, es decir, de pocos años, y una sociedad eterna o, dicho de otro
modo, una sociedad animada por pasiones, subsistente en una comunión de bienes
particulares y perecederos cuya finalidad es la comodidad y conservación de la vida
del cuerpo; y, la otra, regulada por la Razón, sostenida por la fe, subsistente en la
comunión de verdaderos bienes, y cuya finalidad es una vida feliz por la eternidad.
Malebranche añade que el único designio de Dios es la ciudad Santa, Jerusalén
celeste donde habita la verdad y la justicia, y, que no perecerá como las otras
sociedades. El reino de Jesucristo no tiene fin, su templo es eterno, como también su
sacerdocio. Así la casa de Dios se edifica sobre cimientos inquebrantables, a saber,
sobre este hijo bien amado, en quien Dios ha puesto su complacencia, y por quien
todas las cosas subsistirán para gloria de aquel que les da el ser.
Por ende, se trata para la criatura de no construir sobre arena. Por el contrario
trabajamos para la eternidad cuando entramos en el edificio del Templo del
verdadero Salomón y cuando hacemos entrar en él a los otros, esa obra va a subsistir
por la eternidad. Este es el bien que debemos procurarnos a nosotros mismo y
también a los demás seres humanos; es la meta principal de todos los deberes de las
criaturas; es la sociedad santa que debemos comenzar acá abajo por la caridad, a la
que están obligadas las criaturas recíprocamente.
Con todo, el designio de Dios en las sociedades que perecen es únicamente proveer
los materiales propios a Jesucristo, arquitecto del Templo eterno, para formar su
Iglesia, por eso las criaturas no pueden faltar a los deberes esenciales, cuando entran
en el designio de ese que quiere salvar a todos, nos valemos de todas nuestras

44
T. d. M. Segunda Parte, cap. IV, XII, p. 176.

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potencias para apresurar su gran obra y procurar a los seres humanos los bienes
para los cuales Dios los ha creado.
Por otra parte, Malebranche precisa el significado del amor de unos por otros.
Cuando Jesucristo nos ordena que nos amemos unos a otros, hay que entender que
nos ordena que nos procuremos recíprocamente los verdaderos bienes. En este
sentido, es menester ayudar al prójimo, y conservarle la vida como cada uno ha de
hacerlo consigo mismo, pero, añade, hay que preferir la salvación del prójimo y de
su vida a la de cada uno.45
Sin embargo, a juicio de Malebranche el término amor es equívoco. Si bien en la
Primera Parte, capítulo III, VIII, había señalado dos tipos de amor, el de unión y el
de benevolencia, aquí precisa un tercero. Hay así un unirse de voluntad a un objeto
como a su bien; o a la causa de su felicidad, conformarse a alguien como a su modelo
o a la regla de la perfección; tener benevolencia con alguien, o desear que sea feliz y
perfecto. Malebranche distingue pues aquí, primero, el amor de unión, sólo debido
al amor de Dios; segundo, el amor de conformidad, que sólo surge ahora y aquí, sólo
debido a la ley divina, al orden inmutable. Niega que la criatura pueda ser capaz de
obrar en nosotros, como ley viviente o modelo perfecto. Y, en tercer lugar, el amor
de benevolencia, que dado los argumentos que nos ofrece, es aquel según el cual
cada uno puede y debe amar a su prójimo. Nosotros debemos desearle a nuestro
prójimo su perfección y su felicidad, y acontece, nos dice, que ciertos deseos
prácticos son causas ocasionales de ciertos efectos que son útiles a este respecto; así
hay que hacer todos los esfuerzos para procurarle una sólida virtud, para que
merezcan los bienes verdaderos que son allí la recompensa. Es de esta forma como
Malebranche interpreta el mandato de Jesucristo, que nos amemos los unos a los
otros, como nos amamos a nosotros mismos y como él mismo nos ha amado.
También honrar es un término equívoco según Malebranche. A su parecer indica
una sumisión del espíritu al poder verdadero, un respeto o sumisión exterior a la
causa ocasional y una simple estima que se tiene por algo, debido a la excelencia de
su ser o de la perfección que posee o puede tener. Por cierto, según nuestro autor,
sólo se honra, respeta y estima a Dios, hablando con rigor. Admite, sin embargo, los
honores y sumisiones externas que autorizan las leyes o las costumbres a nuestros
superiores legítimos, que se debe unir allí al respeto interior debido al poder que
éstos representan. En cambio, el temor que sentimos por la más excelsa de las
criaturas es para Malebranche bajeza del espíritu. En este sentido, el temor sólo cabe
respecto de Dios. Pero debemos estimar a cada cosa en proporción a la excelencia de
su ser o de la perfección que es capaz de poseer o que posee.
Malebranche traza así la diferencia entre estos tres tipos de amores. El amor de
benevolencia, el respeto y la sumisión relativa y exterior, y la simple estima son, nos
dice, en definitiva, los principios generales a los cuales se pueden referir todos los
deberes que debemos rendirle a los demás seres humanos. Distingue también entre
los deberes que tenemos respecto de Dios, que son interiores y espirituales, porque
él penetra los corazones y no tiene necesidad de las criaturas, y, los deberes respecto
de la sociedad, que son casi todos exteriores. Asimismo, los demás hombres no
pueden conocer nuestros sentimientos respecto a ellos, si no les damos señales
45
T. d. M. Segunda Parte, cap. VI, V, p. 185-186.

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sensibles, tenemos todos necesidad los unos de los otros para nuestra instrucción
particular, y de mucha ayuda, más de la que las criaturas puedan marginarse.
Tampoco podemos exigir a los otros deberes interiores y espirituales, que sólo le
debemos a Dios. Esto sería, dice Malebranche, en el fondo, un orgullo de demonio.
Se trataría de un querer dominar a los demás y atribuirse la cualidad de escrutador
de los corazones, en otras palabras, exigir lo que no se debe.
Por otra parte, esta exigencia sería inútil, pues ¿qué significa para los otros hombres
nuestra adoración y qué significa a la inversa la de ellos? Si realizan fielmente
nuestra voluntad, ¿de qué podemos quejarnos? Si ven a Dios en nuestra persona, si
lo aman y temen en nosotros, por cierto no nos atribuiríamos el poder y la
independencia, si nosotros no estamos contentos. Sin embargo, no hay que poner el
corazón en los seres humanos ya que, dice Malebranche, su lenguaje y corazón están
corrompidos y sólo producen en el espíritu ideas falsas y un amor por los objetos
sensibles. Y su ejemplo es aún más peligroso, ya que además que éste es menos
conforme a la Razón que el discurso, se trata de un lenguaje vivo y animado que
persuade indefectiblemente a quienes no están en guardia.
Como buen observador de la naturaleza humana, Malebranche añade que
escuchamos frecuentemente lo que se dice, sin pensar en hacerlo; y, por otra parte,
somos tan dados a la imitación que obramos maquinalmente como los otros.
Obrando así, se daña a la sociedad, y, sin embargo, “la caridad y nuestra
constitución natural nos obligan a menudo vivir en sociedad”.46 No podemos llevar
todos una vida de solitarios, especialmente a quienes les es más peligroso el
comercio con el mundo. Es menester que vean y sean vistos, hablen y escuchen
hablar. El comercio sin pasiones descansa el espíritu y le da fuerzas. Es necesario
vivir con los seres humanos. Sin embargo, Malebranche exige dos condiciones, la
primera, que sean razonables y capaces de escuchar la razón; y, la segunda, que se
sometan a la fe, para trabajar en conjunto en la santificación de todos.

VII

Hemos visto que los seres humanos tenemos deberes no sólo respecto de Dios sino
también respecto de los demás seres humanos, que cobran distintas figuras según
nuestro autor. Sin embargo, hay otro aspecto que me parece relevante. Se trata pues
del deber que tiene la persona para consigo misma, asunto con el cual Malebranche
concluye su Tratado de Moral.47 Importa destacar que, a juicio de nuestro autor, es
él mismo deber el que tenemos con nosotros mismos y con los demás, o, como él
dice, con el prójimo. Hay, pues, que trabajar en nuestra perfección, es decir, en la
perfecta conformidad de nuestra voluntad con el Orden; y, en nuestra felicidad, es
decir, únicamente en el gozo de los placeres sólidos que puedan contentar un
espíritu constituido para poseer el bien soberano.

46
T. d. M. Segunda Parte, cap. VI, XII, p. 190.
47
T. d. M. Segunda Parte, cap. XIV, I-IX, p.262 y siguientes.

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Volviendo sobre la perfección de la criatura, señala que aquel que ama el Orden más
que todo ése es el virtuoso. Y ser virtuoso implica para la persona cumplir con sus
deberes; quien se comporta de este modo, merece una sólida felicidad, la
recompensa legítima de una virtud probada, que sacrifica sus placeres presentes al
Orden, experimenta dolores y se desprecia a sí misma y respeta la ley divina, que es
justa y todopoderosa, que decidirá de este modo y lo recompensará por la eternidad.
Ahora bien, nuestra búsqueda de la felicidad no es de ningún modo virtud.
Recordemos, de paso, la dificultad que Kant tiene también para aclarar la unión de
ambos términos, en la Crítica de la Razón Práctica. Para Malebranche, la búsqueda
de la felicidad es una necesidad, puesto que no está en nosotros ser feliz, y la virtud
es libre. Existe el amor propio, y no es una cualidad que aumente o disminuya. Por
tanto, no cabe que cesemos de amar; lo que cabe, en cambio, es cesar de hacerlo
mal, como también cabe regular por la ley divina nuestro amor propio. De ahí que
Malebranche nos hable del movimiento del amor propio iluminado y sostenido por
la fe y la esperanza y animado por la caridad, por medio del cual podemos sacrificar
nuestros placeres presentes a los placeres futuros, volverse desgraciado por un
tiempo, para evitarnos la venganza eterna del juez justo.
Como teólogo nos recuerda que la gracia no destruye la naturaleza. El amor que
Dios imprime sin cesar en las criaturas por el bien en general no cesa jamás. Todos,
justos y pecadores quieren ser felices, y ambos corren igualmente hacia la fuente de
su felicidad, sin embargo, en sentidos diversos. El justo, nos dice, no se deja engañar
ni corromper por las apariencias que lo adulan, y esto es así porque el gusto
anticipado de los verdaderos bienes lo sostiene en su curso. En cambio, el pecador,
cegado por las pasiones, olvida a Dios, tanto las ventajas como recompensas, y usa
todo el amor que Dios le da por el verdadero bien, para correr tras fantasmas.
Para Malebranche, el amor propio, es decir, el deseo de ser feliz, ni es virtud ni es
vicio; pero es el motivo natural de la virtud, y del vicio en el caso de los pecadores.
Sólo Dios es nuestro fin y bien, la Razón sola es nuestra ley y el querer propio es el
motivo que debe hacernos amar a Dios, unirnos con él y someternos a su ley. No
somos nosotros mismos ni nuestro bien ni nuestra ley. Dios sólo posee el poder, él
sólo es amable y temible. Queremos ser felices, debemos obedecer su ley. Tengamos
presente que el todopoderoso es justo y que toda desobediencia será castigada y toda
obediencia, por el contrario, recompensada. Ahora somos felices en el desorden, el
ejercicio de la virtud es duro, y a la vez penoso. Y esto es así, para que probemos
nuestra fe y adquiramos placeres legítimos. Pero esto no puede ni debe continuar
siendo. No hay Dios si el alma no es inmortal y el universo no cambia un día de
rostro, pues un Dios injusto es una quimera. El espíritu ve claro todo esto, y la
última evidencia del amor propio iluminado o aclarado es que hay que someterse a
la ley divina, para ser sólidamente feliz.
Hemos visto que Malebranche distinguió fin de motivo. Ahora vuelve a precisar este
último término. Nuestro amor propio, añade, es el motivo que, socorrido por la
gracia, nos une a Dios como nuestro bien o causa de nuestra felicidad,
sometiéndonos a la Razón como a nuestra ley o modelo de perfección. Pero no
debemos constituir a nuestro fin o ley en nuestro motivo. Esto implica una serie de
obligaciones tales como amar el orden y unirse a Dios por la razón; preferir la ley

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divina a todas las cosas, pues no se la puede menospreciar y cesar de conformarse a


ella, sin perder el libre acceso que por ella tenemos cerca de Dios; no podemos
desear que el orden se acomode a nuestras voluntades, cosa imposible, porque es
inmutable y necesario; ni que Dios no castigue nuestros desórdenes, pues es un juez
incorruptible. Estos deseos nos corrompen, son impertinentes e injuriosos con la
santidad, justicia e inmutabilidad divinas, en breve, hieren los atributos esenciales
de Dios. Hay pues que odiar los desórdenes y formar todos los movimientos del
corazón en el orden; incluso hay que vengar en detrimento suyo el honor, el orden
ofendido, o someterse con humildad a la venganza divina. Pues, nos dice
Malebranche, no ama a Dios quien quisiera que éste no castigue su injusticia o
embriaguez, y aunque por la fuerza de su amor propio aclarado no robe ni se
embriague, no es justo. Constituye en fin aquello que sólo debe ser el motivo de sus
deseos, sin embargo, como ya ha señalado, ese Dios fantasma, cruel, injusto no es
amable. La gracia misma no anonada el amor propio, pero se contenta con
repudiarlo y someterlo a la ley divina. Nos hace a las criaturas amar al verdadero
Dios y despreciar el desorden y la injusticia que puede atribuir a Dios la imaginación
desordenada.
Por eso se siguen de esto otros imperativos. Es menester aclarar el amor propio,
para que nos excite a ser virtuosos; nunca debemos seguir solamente el movimiento
del amor propio; al seguir el orden inviolablemente trabajamos de manera sólida en
contentar el amor propio de Dios. En breve, Dios sólo es causa de nuestros placeres,
de ahí que debemos someternos a su ley y trabajar en nuestra perfección y dejar que
su justicia y bondad nos proporcione nuestra felicidad según nuestros méritos y los
de Jesucristo, en quien nuestros méritos son dignos de una recompensa infinita.
Malebranche nos recuerda de paso, que en la Primera Parte de esta obra precisó qué
debemos hacer para alcanzar nuestra perfección y adquirir y conservar el amor
habitual y dominante por el orden inmutable. Sin embargo, resta algo que no es un
pequeño detalle. Afirma nuestro autor que no podemos darnos muerte ni tampoco
arruinar nuestra salvación. Pues nuestro cuerpo no es de nosotros, es de Dios, nos
dice, del estado, de nuestra familia, de los amigos. Debemos, por consiguiente,
conservarlo en su fuerza y vigor, según el uso al que estamos obligados a darle. Pero
no debemos conservarlo contra el orden de Dios y en detrimento de otros hombres.
Debemos exponerlo por el bien del estado y no temer debilitarlo, arruinarlo y
destruirlo por ejecutar las órdenes de Dios. Lo mismo pasa con nuestro honor y
nuestros bienes. Todo es de Dios y de la caridad, y debe ser conservado, empleado y
sacrificado en honor y por dependencia de la ley divina, Orden necesario e
inmutable. 48
Habíamos dicho al principio que aproximarnos a su obra era como atravesar una
vieja obra arquitectónica en busca de una cierta totalidad, a partir de un solo hilo.
Ahora, al igual que con la obra, al haberla recorrido, permanecemos en silencio en
medio de nuestras preguntas.

48
Cfr. T. d. M. Segunda Parte, cap. XIV, IX, pp. 265-266.

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