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CUBA Y EL MAL

Nuestra relación con el mar siempre ha sido conflictiva. Decía Martí:


“Odio el mar, muerto enorme, triste muerto”. Unos versos después,
insistía: “Odio al mar, que sin cólera soporta/ Sobre su lomo
complaciente, el buque/ Que entre música y flor trae a un tirano”. Su
aversión al océano reaparece en los Versos sencillos: “El arroyo de la
sierra/ Me complace más que el mar.”

Lezama Lima parece lamentarse cuando nos regala esta imagen: “La
mar violeta añora el nacimiento de los dioses”. ¿Qué se añora? ¿Lo que
nunca sucedió, o lo sucedido que ya no volverá a ocurrir? La
ambigüedad acelera las paradojas poéticas cuando agrega: “la mar
inmóvil y el aire sin sus aves/ dulce horror el nacimiento de la ciudad/
apenas recordada.”

A lo largo de siglos, se ha ido sedimentando una honda frustración en


nuestra plataforma insular. La isla es un país fetal flotando
mórbidamente en ese líquido amniótico del que no puede escapar.
Virgilio Piñera lo vio mejor que nadie: “la maldita circunstancia del
agua por todas partes”.

En el Testamento del pez, Gastón Baquero asume la voz de un pez que


contempla la ciudad desde la línea del horizonte. El tono casi elegíaco
parece prefigurar el exilio del poeta, quien morirá en Madrid, lejos de
su amada ciudad. El poema sigue la estela del Himno del desterrado, de
José María Heredia, cuando dice: “no en vano entre Cuba y España
tiende inmenso sus olas el mar”.

Entusiasmado con las playas y clubes privados abiertos al pueblo,


Nicolás Guillén comparó en 1964 nuestro mar con un “gigante azul
abierto democrático”. Pero ese tropo enseguida devino obsoleto cuando
empezaron a desaparecer del litoral los yates particulares tripulados
por cubanos, los veleros y hasta los botes de remos.

Una ley “revolucionaria” impide a los nativos alejarse de la costa para


pescar en embarcaciones privadas. Las últimas regatas organizadas en
el malecón tuvieron lugar en 1960, acaso por temor a que los
deportistas siguieran remando hasta llegar a Miami.
Nuestro mar perdió lo poco que tenía de “democrático” a finales del
siglo pasado, cuando se le prohibió al pueblo bañarse en las mejores
playas, reservadas por el gobierno para turistas extranjeros.

La Habana colonial creció a la defensiva, entre bastiones, castillos,


murallas y cañones, hasta muy entrado el siglo XIX. La ciudad vivía
inmersa en la paranoia de los asedios. El miedo a los ataques de piratas
y corsarios, a las invasiones inglesas, al comercio con los
contrabandistas, el temor a las inundaciones provocadas por los
huracanes... eran algunas de las fobias de antaño.

Esos fantasmas resurgieron hace medio siglo y ahora son el


imperialismo yanqui y su invasión mil veces anunciada, el cacareado
bloqueo yanqui, las nefastas influencias capitalistas que llegan de
allende los mares y, ante todo, impedir a toda costa la evasión de los
que quieren huir en cualquier cosa capaz de flotar.

Estas viejas pugnas con el océano quizá expliquen la ausencia de playas


en la mayor parte de la fachada marítima habanera. Lo que hay son
pocetas con mucho diente de perro, una larga orilla torturada de
arrecifes, incrustada de escaramujos y erizos, amortajada de espumas.

 Para encontrar verdaderas playas hay que recorrer algunos


kilómetros hacia el oriente o el occidente. Al este, entre musicales
casuarinas, sobreviven las casamatas de la Crisis de Octubre como
fósiles de la Guerra Fría mientras que el elegante Miramar carece de
paseo marítimo. Diseñado de espaldas al mar: Miramar no mira al
mar.

La Quinta Avenida corre paralela al agua, pero a varias cuadras de


distancia de la orilla. Sus principales emblemas son ajenos al mar
rompiendo así con el entorno: la torre del reloj que reproduce las
campanadas del Big Ben de Londres, una iglesia apócrifa de estilo
románico-bizantino y la horripilante embajada de la antigua Unión
Soviética que parece salida de una película de vampiros.

La Habana -y por extensión la isla- está aquejada de mentalidad de


plaza sitiada. Esa psicosis de guerra ha sido minuciosamente
fomentada y agudizada por las autoridades comunistas desde que se
inventaron -o exageraron- el poderoso enemigo exterior. Al igual que
en tiempos de España, ese adversario externo siempre ha sido el
espíritu anglosajón, la cultura protestante.
Algunos grabados de los siglos XVI y XVII muestran la bocana del
puerto habanero cerrada con una gigantesca cadena. La corona
española tenía pánico a todo lo que viniera del peligroso mar.
Obviamente la cadena ya no existe, pero no significa que haya perdido
vigencia, al contrario, ahora ciñe invisible el contorno de la isla. Sus
eslabones se oxidan en lo profundo del inconsciente colectivo de la
nación, traumatizándolo.

Por si fuera poco, nuestros muros de agua están vigilados, ola tras ola,
no sólo por los guardacostas cubanos, sino también -para colmo- por
las patrulleras de la U.S Coast Guard, que interceptan o deportan a
cualquiera que quiera escaparse de la isla dependiendo de si tiene los
pies secos o mojados.

Nuestro muro acuático iguala -y en algunos casos supera- a la Muralla


China, al Muro de Adriano, al Muro de Berlín, a los Muros de
Constantinopla, a las murallas de Dubrovnik y al muro de Belfast.

El asunto del mar es tan fastidioso que en todo el siglo XX hubo un solo
pintor consagrado a las marinas. Luis Martínez Pedro se mantuvo fiel
a ese tema desde 1959 hasta 1973. Habría que preguntarse por qué no
tuvimos a un Sorolla. Nuestros pintores académicos preferían los
paisajes rurales, prolongando así las preferencias bucólicas de Martí:
“El arroyo de la sierra/ Me complace más que el mar.”

Los plásticos vanguardistas siempre fueron más dados a pintar


interiores, persianerías francesas, templos barrocos, vitrales como
abanicos de colores, estallidos frutales, floras, mulatas y gitanas
tropicales, episodios mitológicos afrocubanos.

En prosa de ficción, Cuba ha producido dos magníficas narraciones


con tema marino. Tenía que ser un extranjero quien escribiera El viejo
y el mar, donde lo que se cuenta es la historia de una tenaz frustración.
La novela Pedro blanco, el negrero tampoco fue escrita precisamente
por un cubano, sino por un gallego aplatanado. Lino Novás Calvo
describe el mar como elemento funesto: puente de sal para la trata de
esclavos.

En Cuba el pescado lleva años racionado. Pero incluso antes de la


libreta de abastecimientos -cuando la langosta y el camarón aún no
estaban prohibidos-, el cubano no sentía mucha predilección por los
productos del mar. A Martí tampoco le gustaban. En su opinión, el
mar estaba habitado por “torpes y glotonas criaturas/ Odiosas...”
Así las cosas, no es raro que los cubanos se destaquen en todos los
deportes... menos en natación. Tampoco es extraño que en nuestro
lenguaje popular aflore el conflicto con el mar. Frases como “estoy más
salado que un bacalao” o “tengo tremenda salación encima”, expresan
mala suerte, desgracia, calamidad.

Hasta en la música salen a relucir las desavenencias con el mar. En el


cancionero cubano este tema casi brilla por su ausencia, sobre todo
considerando que se trata de una isla que es, además, una potencia
musical. Aparte de la clásica Perla marina, de Sindo Garay, sólo otras
dos canciones pasarán a la historia: En el mar, la vida es más sabrosa,
cuya antítesis es la guaracha: No te bañes en el malecón/ porque en el
agua hay un tiburón.

Más curioso aun es que un fenómeno musical como “las habaneras”


siga vivo, al compás de las olas, en las costas de Cataluña, Valencia,
Murcia, Cádiz, Canarias, pero no en La Habana, de donde se supone
que son oriundas estas canciones marineras.

Barcelona -ciudad portuaria igual que La Habana- alberga mucha más


imaginería náutica que la capital de Cuba. Colón tiene su estatua en la
Ciudad Condal al final de las Ramblas, desde donde domina el puerto.
En cambio, ¿dónde está nuestra estatua de Colón? Medio escondida a
la sombra de un jardín en el patio del Palacio de los Capitanes
Generales.

En La Habana escasea la iconografía naval, y cuando la hay, enseguida


se revela una especie de resistencia a exhibirla. Una fuente de Neptuno
con su tridente estuvo dando tumbos por toda la ciudad durante el
siglo XIX y gran parte del XX sin encontrar su lugar definitivo. Tras
permanecer muchos años almacenada en algún oscuro depósito
municipal, recientemente fue instalada frente al mar. Menos mal.

Barcelona está repleta de fachadas con hipocampos, anclas, caracolas,


delfines y sirenas, que se multiplican en altares, capiteles, columnas
rostradas, balaustradas y hasta en el embaldosado del Paseo de Gracia
decorado con pulpos. Viví doce años en esa ciudad y, durante todo ese
tiempo, no dejaba de preguntarme por qué La Habana no es tan
orgullosamente marítima como la capital de Cataluña.

Un día paseaba yo por la playa de la Barceloneta cuando de pronto oí


unas estridencias en el aire que me remontaron a mi niñez maleconera.
Acababa de redescubrir el chillido de las gaviotas, pues desde hacía
mucho tiempo esas palmípedas habían desaparecido de la bahía
habanera. ¿Emigraron también esos pájaros para Miami, o se los
comieron convertidos en fritas allá por los años sesenta? ¿Confirmarán
esas gaviotas ausentes la visión profética del arúspice Lezama: “la mar
inmóvil y el aire sin sus aves”?

Ese mar tan quieto, esas aves extinguidas, nos remiten a El cementerio
marino, de Paul Valéry. ¿Qué otra cosa sino una necrópolis sumergida
es lo que se extiende al otro lado del malecón? Sólo Dios sabe cuántos
cubanos han naufragado tratando de llegar a la orilla de enfrente.
Algún día habrá que erigir sobre esos sepulcros abisales un
deslumbrante monumento fúnebre que brote del mar, en medio del
Estrecho de La Florida.
El malecón es también nuestro Muro de las Lamentaciones, pues los
cubanos somos los judíos errantes de los siglos XX y XXI. “¿Qué es un
malecón?” -se pregunta Stephen Dedalus en la novela de Joyce y
responde-: “un puente frustrado”.
¿Dónde quedaron aquellos espectáculos nocturnos frente al malecón
cuando cientos de botes salían durante la corrida del pargo
sanjuanero? Todas aquellas candelitas flotando en el horizonte
semejaban estrellas bajadas del cielo para beberse el agua del mar. En
la capital cerraron, o confiscaron, las tiendas donde vendían avíos de
pesca y equipos para la caza submarina. Durante décadas no se ha
visto ni un anzuelo en ningún comercio cubano, mucho menos un
snorkel o un par de patas de rana. Conseguir una vara y un carrete es
casi un milagro. En ocasiones, tener una brújula implicaba un delito,
porque despertaba sospechas en la policía política.

Nuestra Avenida del Puerto alcanzó su máximo protagonismo el 5 de


agosto de 1994 cuando una parte de la población se lanzó a la calle
gritando “¡libertad!”. El “Maleconazo”, el secuestro de la lanchita de
Regla, el hundimiento del Remolcador “13 de marzo” a siete millas de
las costas cubanas y miles de personas bajando por las calles, llevando
balsas en andas, como en un cortejo fúnebre, hacen que el mar
adquiera entre nosotros tintes luctuosos.

Cada quince años el mar se torna tragedia: éxodo por el puerto


pesquero de Camarioca en 1965; fuga masiva por Mariel en 1980;
Maleconazo y Crisis de los Balseros en 1994.

Aquel año reapareció el mar en la plástica cubana gracias a Kcho con


su instalación La Regata. Ese desfile de frágiles y efímeras
embarcaciones constituye un homenaje a los balseros, aunque en sus
declaraciones públicas el escultor diluya ese mensaje tratando de
universalizarlo. Sea lo que sea, sus ensamblajes revelan el eterno
conflicto de Cuba con el mar. 

Un conflicto que se manifiesta incluso en la dimensión espiritual. La


patrona de Cuba es una virgen marinera. En el siglo XVII Cachita se
les aparece -flotando sobre una tabla, cual balsera- a tres pescadores
durante una tempestad en la bahía de Nipe. Sin embargo, tras una
serie de misteriosas desapariciones, su santuario quedó definitivamente
instalado mucho más al sur, en Santiago de Cuba.

¿Por qué una virgen tan navegante fue a parar tan lejos de su bahía
original? ¿Por qué su iglesia está tan apartada del mar, en una antigua
mina de cobre, entre montañas? Pareciera que a ella también, como a
Martí, “el arroyo de la sierra” le “complace más que el mar”.

La imagen de los tres Juanes remando y rezando en un mar


encrespado, bajo rayos y truenos, vaticinaba ya, en nuestra iconografía
mitológica, el turbulento futuro que el mar nos tenía reservado. En
rigor, la Virgen de la Caridad es la patrona de los balseros.

La Habana siempre ha estado robándole terreno al mar, y a veces


pienso que éste, en venganza, se desquita con los habaneros, ora
cuando sopla un ciclón y sus aguas penetran en la ciudad, ora con el
vía crucis de los balseros.

Por el mar nos han llegado cosas buenas y cosas malas, pero siempre
más de éstas que de aquéllas. Aquel “buque” profetizado por José
Martí, “que entre música y flor trae a un tirano”, ¿acaso no recuerda
al yate Granma?

Siempre he pensado que en todo este asunto subyace una especie de


maldición indescifrable: el mar como imagen del mal.

Manuel PEREIRA
Nacido en La Habana, el 31 octubre de 1948, es el nombre literario de
Manuel Leonel Pereira Quinteiro. Novelista y ensayista cubano.
También fue traductor,crítico literario, de cine y de arte, periodista y
guionista cinematográfico.
Después de estudiar Artes Plásticas en la Academia de San Alejandro,
empezó aejercer cómo periodista, a partir de 1968, en diversas
publicaciones cubanas y extranjeras.

Entre 1968 y 1978 trabajó y colaboró en diversas revistas como Cuba


Internacional, El Caimán Barbudo, Bohemia, Revolución y Cultura,
Casa de las Américas. En 1978 se licenció en la carrera de Periodismo
por la Universidad de La Habana. Colaboró con diversas publicaciones
españolas (ABC, Él País, El Mundo, Babelia, Quimera) y mexicanas,
como Día Siete, suplemento dominical del Universal.

En la primera mitad de los años ochenta trabajó cómo guionista


cinematográfico en el ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria
Cinematográfica), y como Jefe de Redacción -y más tarde Subdirector-
de la revista especializada Cine Cubano. Entre 1984 y 1988 fue
agregado cultural antela UNESCO en París.

Tras renunciar al cargo de la UNESCO en 1988, regresó a La Habana


dondepasó dos años de ostracismo interior. Salió definitivamente de
Cuba rumbo a Berlín, en enero de 1991. Se estableció en España,
obteniendo la nacionalidad tiempo después. Residió ahí 13 años.

Desde noviembre de 2004 vive en la Ciudad de México, donde trabaja


como profesor de Literatura y de Historia de la Arte en la Universidad
Iberoamericana.

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