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De nada nos habría servido la muerte y resurrección de Cristo si no llega a nosotros su fruto,
el Espíritu Santo.
El descubrimiento del Espíritu Santo por el pueblo del Antiguo Testamento fue muy
fragmentario, porque antes de Cristo era bastante limitada su actuación.
Esto hace que Cristo no sea un profeta más, poseído por el Espíritu, sino el “Señor del
Espíritu”.
Durante el tiempo prepascual sólo Jesús poseía el Espíritu (coinciden los cuatro Evangelios),
y fue “derramado” sobre los discípulos según San Lucas en Pentecostés, según San Juan el día de
Pascua. En todo caso, no hay contradicción, porque la resurrección, ascensión y pentecostés son el
desdoblamiento de un sólo acontecimiento: la Pascua de Cristo.
Así, con la muerte de Cristo se produce la difusión del Espíritu Santo en los corazones de
todos. De esta forma aparecen como el sustituto de Jesús ausente (o mejor, la inmediatez de su
profecía).
Todos los hombres tienen el deseo de ver el rostro de Dios pero no tiene voz ni rostro y
“abita una luz inaccesible”.
Sin embargo, actúa en el mundo mediante “dos manos”: Hijo y Espíritu Santo.
Envió a su Hijo al mundo, pero ya no está físicamente entre nosotros. Nos queda el Espíritu
Santo, que no es sólo Espíritu del Padre, sino también del Hijo.
1º. La misión del Hijo fue protagonizada por un individuo humano absolutamente único:
Jesús. La del Espíritu Santo abarca a todos los individuos y recorre la historia entera.
2º. El Hijo actuaba desde fuera de los individuos. El Espíritu Santo lo hace desde dentro.
Por todo esto tenemos que pensar que la llegada del Segundo Enviado (Pentecostés) no es de
menos importancia que la del Primero (Encarnación).
Por último, Pentecostés nos ha dado solamente las “primicias” del Espíritu, pues la plenitud
está por venir.
Existe una religión propia de hombres impotentes que para suplir sus carencias necesitan
echar mano de un dios grande. No es difícil deducir que, a medida que el hombre vaya bastándose a
sí mismo, prescindirá de un dios semejante. Está claro que Dios es otra cosa.
Hay que creer en Dios por la sencilla razón de que existe, y no porque nos vaya a “sacar las
castañas del fuego”. El Dios que se manifestó en el Calvario es un Dios que exige que todo lo haga
el hombre.
Sin embargo, Jesús afirmó: “sin mi nada podéis hacer”. Pues bien, no hay contradicción con
lo anterior, Dios lo hace todo y, a la vez, el hombre lo hace todo. Esto no es así porque Dios actúa
desde dentro de nosotros. No nos suplanta, sino que actúa a través de nosotros.
Frente a lo sostenido por Pelagio y por Santo Tomás, nosotros no podemos hacer nada sin
Dios.
Pero eso no quiere decir que estén en lo cierto los predestinacionistas, que el destino esté en
manos de Dios no significa que el hombre cruce los brazos. Para San Ignacio de Loyola debe
“actuar como si todo dependiera del hombre, confiar como si todo dependiera de Dios”.
¿Qué puede esperar el hombre de Dios? Las cosas menores que Dios debe conseguirlas el
hombre con la fuerza que Dios le ha dado.
La “previdencia de Dios es el hombre”, ya que Dios dirige hombres libres, dotados de vida
interior.
− Los “modalistas” para los que Dios es uno y único, pero se revela de tres modos
diferentes. (Serían tres máscaras para el mismo autor). Sin embargo, la iglesia la rechazó
porque hacía añicos toda la fe cristiana.
Hay que decir que la Trinidad no es una especie de “matemática teológica” para iniciados,
simplemente se afirma que en Dios hay “algo” que es uno y “algo” que es tres.
En la Iglesia latina se suele designar con la palabra “naturaleza” lo que en Dios es uno, y con
la palabra “persona” lo que en Dios es tres, siendo conscientes de que el lenguaje humano siempre
será inadecuado para hablar de Dios.
Dios es un único sujeto y las tres personas divinas se distinguen en haber obtenido la
existencia de tres modos distintos: el Padre es “no engendrado”, el Hijo es “engendrado”, y el
Espíritu Santo “procede” de ambos.
Más reservas suscita la palabra “persona” que usamos para expresar lo que en Dios es tres.
Este término incluye la dimensión de subjetividad que no parece aplicable a la Trinidad (no hay tres
coincidencias sino una sola).
En la Edad Moderna, Kant definió la persona como “sujeto cuyas acciones le son
imputables”. Entendido así, sería una “asociación de tres individuos bien avenidos”.
Hay que entender que la afirmación de que es una naturaleza y tres personas es tan sólo un
modo de expresar la fe, ya que Dios está más allá de nuestras categorías de unidad y multiplicidad.
El hecho de ser Padre implica una prioridad lógica con respecto al Hijo y al Espíritu que
tienen su origen en Él. Pero prioridad lógica no significa prioridad cronológica: cada una de las
personas divinas es “sin comienzo”.
Esa prioridad no comporta superioridad, ya que entre los tres todo es idéntico, salvo la
relación de origen.
En cuanto al origen del Espíritu Santo, la Iglesia ortodoxa entiende que el Padre engendra al
Hijo y, a través del Hijo, al Espíritu Santo. En cambio, en las iglesias cristianas el Padre engendra al
Hijo, y ambos engendran al Espíritu Santo.
Respecto a las consecuencias prácticas, frente a la opinión de Kant y los que piensan como
Él, que entienden que no se puede encontrar nada práctico, el misterio trinitario entendemos que va
a iluminar la relación del individuo con la sociedad.
Por otra parte, hay que manifestar que Dios no es ni masculino ni femenino y que la imagen
de Dios es la mujer como el varón. Es por eso, pese a que se hable de Dios como Padre hay también
que resaltar los rasgos femeninos y maternos del Dios de la Biblia (Is. 46,3 e Is. 41,15).
Algunos autores han visto esa imagen de Dios en el ser espiritual del hombre, otros en su
libertad, otros en su trabajo creador, otros incluso en la bisexualidad del hombre.
Lo que está claro para el cristiano es que cualquier hombre es merecedor de un respeto
infinito por ser imagen de Dios. Nos estamos refiriendo a cualquier hombre (Con 1,26 afirma que
todo hombre es imagen suya), incluso (más bien especialmente) los más insignificantes.
CUERPO Y ALMA
La cultura occidental está influida por la antropología platónica, que consideraba el alma
como lo único valioso y verdadero del hombre.
A diferencia de Platón, la Biblia considera al hombre como una unidad. Para referirse a él se
emplean sobre todo tres palabras.
Cada una de ellas designa al hombre como un todo, aunque visto desde una perspectiva u
otra.
Cuando el cristianismo se extendió por el mundo griego empezó a utilizar las categorías
platónicas de “alma” y “cuerpo”, pero modificando su significado. Se rechaza la preexistencia de
las almas, se afirma la resurrección corporal, pero no evita la desvalorización corporal.
Sin embargo, resultó difícil explicar en esas categorías la unidad hombre bíblico. Fue Santo
Tomás el que solucionó el problema usando una categoría aristotélica: el alma como forma del
cuerpo. Para él entre cuerpo y alma puede establecerse una distinción metafórica, pero no física.
En cuanto cuerpo, el hombre vive ligado a los demás hombres y, en general, a toda la
creación. En un “ser en relación”, que solo puede conocerse a sí mismo gracias al llamamiento que
recibe de los otros.
Si en cuanto cuerpo el hombre está orientado al encuentro con los otros, en cuanto ryah está
orientado hacia Dios. Así Pablo VI sostiene que la fe es algo que necesita el hombre para ser
plenamente humano.
En todo caso, nadie vivió tan abierto a los demás como Jesús de Nazaret. Ni tampoco nadie
vivió tan abierto al Padre como él. Es el “hombre perfecto”, sólo en él la humanidad alcanza su
plenitud y se hace totalmente “imagen de Dios”.
Creer es fundar la existencia solamente de Dios, es por tanto, una actitud, que incluye
sentimientos de fidelidad personal, entrega absoluta, etc.
Ahora bien, necesitamos contar a los demás que nos hemos encontrado con el Salvador y
que eso ha cambiado nuestras vidas, y para eso son nuestras “formulaciones” de la fe.
Las llamaremos “creencias” para distinguirlas de la fe misma, pero hay que dejar claro que
no servirían de nada sin la fe.
Por otra parte, al expresar la fe en creencias acabamos constatando que nunca logramos
hablar convenientemente de Dios. San Agustín dice: “A Dios se ajusta más al silencio honorífico
que voz humana alguna”. Pero, el silencio es ambiguo (callan sobre Dios agnósticos y ateos). Por
eso conviene que hablemos de Dios, aunque hablemos o “desterremos” el lenguaje.
A la luz de la dificultad de comprensión del creyente hay que analizar las llamadas “dudas
de fe”.
Esas dificultades no son peligrosas para quien tiene una experiencia personal con Dios, ya
que acaban siendo una purificación de una imagen concreta de Dios, demasiado pobre, que nos
habíamos fabricado, y no responde a nuestras expectativas.
Por eso hay que mantener cierta prevención respecto a rendir culto no a Dios, sino a los
conceptos teológicos. Esto no significa que la teología sea necesaria, ya que es necesario que exista
en la Iglesia una fe que busque entender que no se apoye sin más en la autoridad.
No se puede definir al cristianismo por unos contenidos éticos específicos. De hecho, las
obras exteriores del hombre éticamente maduro coincidirán con las del cristianismo responsable.
Si la vida del cristiano y la del que no lo es no tienen por qué distinguirse “positivamente”
¿cabría hablar de cristianos sin saberlo o “cristianos anónimos”?
Bueno, aunque sea cierto que todos podemos tener convicciones inconscientes diferentes de
las que expresamos, es necesario respetar en cada mal lo que dice ser, ya que lo contrario todos nos
exponemos a ser capitalizados por cualquier creencia como adeptos inconscientes.
Es evidente que Dios actúa también a través de los no creyentes, pero sólo cuando el hombre
toma conciencia de esta presencia de Dios en su vida y proclama a Jesús cómo Salvador podemos
decir que es cristiano.
No hay vidas cristianas sin oración. Sin embargo, la necesidad de oración es un absoluto
para el cristiano, todas las oraciones son relativas (no se puede juzgar a nadie porque haya excluido
alguna práctica oracional prevista por la Iglesia).
Es indudable que cada cual reza según la imagen que tiene de Dios. Pero hay que recordar
en este punto a Santo Tomás de Aquino: “ no hay que esperar de Dios algo menor que Él mismo”.
Jesús dijo “Pedid y se os dará...”, pero no hay que interpretarlo literalmente, ya que la
experiencia diaria demuestra lo contrario. Hay que acudir a la versión de Lucas (Lc 11,13) para
entender que no responderá a nuestras peticiones de forma paternalista, sino que lo hará dándonos
su Espíritu.
En el fondo, la oración de petición puede trastocarse en blasfemia (se acude a Dios como
medio para un fin). Ahora, si la oración es para poner un acuerdo nuestra voluntad con la de Dios, lo
más importante no es hablar con Él, sino escucharle.
Nuestra oración debe ser el resultado del encuentro de la vida cotidiana con la palabra de
Dios. Y después de haber oído lo que Dios nos pide se trata de que hagamos de nuestra vida eco de
la Palabra de Dios.
Por último, sólo queda pedir perdón si no hemos respondido bien a la voluntad de Dios, o
alabarle si hemos sido fieles.
Frente al pensamiento griego que tenía una concepción circular del tiempo (la historia está
condenada a repetirse), para el pensamiento bíblico el tiempo tiene una estructura lineal, La historia
no está condenada a repetirse indefinidamente, porque Dios interviene en ella para librarla de su
monotonía. Además, está orienta hacia el “Día de Yaveh”.
La importancia que tiene esta concepción lineal del tiempo radica en que la salvación ya no
hay que concebirla como huida de la historia, sino en empujar la historia hacia delante y eso no
solamente sería la salvación del individuo, sino de la historia misma.
La salvación, por tanto, ya no es esperar “otro” mundo, sino convertir este mundo en “otro”.
Así, el fin del mundo no se puede concebir como una catástrofe que destruya todo lo que ahora
conocemos.
La destrucción a la que aluden las imágenes apocalípticas no es, por tanto, la destrucción del
mundo sino la destrucción del mal.
No sabemos como será el fin del mundo, pero podemos afirmar que “ni la sustancia ni la
esencia de la creación serán aniquiladas: lo que debe parar es su forma temporal”.
Por una concepción equivocada la espiritualidad habitual entre los cristianos invitaba a huir
del mundo. Sin embargo, por una feliz inconsecuencia, los cristianos se empeñaron en servir a Dios
sirviendo al hombre. Esto se pone de manifiesto analizando la historia de la Iglesia, que se confunde
desde el principio con la historia de la caridad (hospitales, hospicios, cuidado de enfermos, etc.).
Sin embargo, hay solo una historia. La historia de la salvación es la salvación en la historia,
y se da desde el principio de la creación. Los cristianos, por su parte, con la XXXXXXXXXXX de
la humanidad consciente de la salvación que en ella se opera.
El propio Dios no se manifiesta tanto en la naturaleza como en la historia. Por eso Jesús
invita atento a la lectura de las señales históricas.
No siempre es fácil leer estas señales y, por eso, el Concilio Vaticano II recordó la necesidad
de escrutar los signos de los tiempos permanentemente, y a fondo.
Loisy: “Jesús anunció el Reino de Dios y vino la Iglesia”, que en palabras del Concilio
Vaticano II constituye el germen de ese Reino en la tierra.
Los judíos tenían la concepción de que el Reino de Dios caería repentinamente sobre el
mundo, acabando con el mal. Sin embargo, Dios respeta el ritmo de la historia. De hecho, todas las
parábolas indican que el Reino se extenderá lentamente.
Los Hechos de los Apóstoles indican que las primitivas comunidades cristianas se había
inaugurado la praxis del final de los tiempos. También se hacía presente el Reino de Dios en la
actitud de los primeros cristianos ante la esclavitud (Pablo: “entre quienes viven bajo el Reinado de
Dios no hay esclavos ni libres”).
Esto nos demuestra que las comunidades cristianas deben ser “sociedades de contraste”
(donde hay un cristiano hay una nueva humanidad) pero al mismo tiempo están amenazadas de
“mundonización”.
Si bien los primeros cristianos se conducían con cierto ímpetu propio de la juventud hoy
puede parecernos que ocurre lo contrario: una Iglesia sumamente organizada en la que las
estructuras apagan la vida.
Antes del Concilio Vaticano II estaba vigente una jerarquía piramidal en la Iglesia, en cuya
cúspide estaba el Papa, seguido de obispos, sacerdotes y, por último, laicos (sometidos a la
pasividad más absoluta).
Así, la Iglesia también debe ser una “sociedad de contraste” en el ejercicio de la autoridad.
Jesús, que entendía la autoridad como un servicio, no dejó instrucciones sobre esta materia. Sin
embargo, si observamos el ejercicio que se ha hecho de ella, observamos que se establecía como
relación de subordinación y no de servicio a los hermanos.
Tampoco hay estados más perfectos que otros, pues en todos ha de aspirarse a vivir en
plenitud la vida cristiana (sacerdotes, religiosos, pero también los laicos).
Cuerpo es el elemento por el que una persona se hace presente y actúa. Así Cristo se ha dado
un cuerpo, que es la Iglesia y que está animado por su Espíritu.
Realmente, la Iglesia es santa y pecadora, ya que en ella siempre estará presente la tensión
entre la debilidad humana y la fuerza de Dios.
La división de la realidad en dos ámbitos, el sagrado y el profano, hizo posible una tentación
constante del hombre religioso: buscar a Dios al margen de la vida.
Los profetas del Antiguo Testamento fueron muy enérgicos al condenar esa separación. Para
ellos sólo tiene derecho a buscar a Dios en lo sagrado, quién se portó bien con su hermano en el
ámbito profano.
La verdadera revolución vino con Cristo, con él todo es profano (para quien ve las
apariencias externas) y, a la vez, todo es sagrado (para quien penetra a su profundidad).
Podíamos decir que Dios no se deja encerrar en los templos, quiere estar en el centro de la
vida. Y, por su parte, para el creyente no hay nada profano.
De hecho el sacrificio de Cristo no fue una liturgia realizada en un templo, sino la entrega de
su vida al aire libre. Y así entendido, todos los cristianos podemos ofrecer el mismo sacrificio a
Dios que le ofreció Cristo: nuestra vida.
Obviamente para eso no hacen falta templos. O el mundo entero se hace templo. De esta
forma la santidad de Dios se hace presente en toda la realidad profana.
Es cierto que los cristianos también se reunían para adorar a Dios. Al principio ni siquiera
tenían templos, pero con el tiempo los construyeron. Ahora bien, lo que convertía a un edificio en
templo no eran sus paredes, sino la comunidad que reunía en su interior.
Antes de Cristo, los templos eran lugares pequeños a los que, por ser sagrados, no podían
acceder el pueblo, pero desde que murió en la cruz, quedó abierto a todos el acceso al santuario (se
podría hablar de un pueblo de sacerdotes).
Eso no significa que todos puedan hacer en la celebración las mismas cosas. Cada uno tiene
su “ministerio” y sólo el ministro ordenado puede presidirla, pero es la asamblea entera la que
celebra.
A principios del s. III empezó a modificarse su estilo de vida (ejemplo, uso de hábitos,
celibato, recuperación del título de sacerdotes). Así, lo que inicialmente estaba mal visto en la
Iglesia se convirtió en obligatorio.
También frecuentamos el templo, pero el culto del templo nunca puede prevalecer sobre el
servicio al hermano.
Para la antropología actual, el hombre, más que como “animal racional” debe ser pensamos
como “animal simbólico”. De hecho el lenguaje es un sistema simbólico (como muchas acciones
corporales).
El hombre vive en todas las cosas un significado que supera a las cosas mismas. En
cualquier caso hay que distinguir la realidad en sí misma de su significado.
Cuando las cosas empiezan a pregonar su mensaje íntimo y el hombre presta atención, surge
el “pensar sacramental”. Entendemos Sacramento como signo visible que hace presente una
realidad invisible.
De entre todos los signos de Dios en el mundo, el más luminoso es Jesús (“Cristo es
sacramento de Dios”).
Tras la Pascua, Cristo deja de ser accesible a nuestra experiencia directa y es ahora la Iglesia
la que da cuerpo a Cristo Resucitado. Es el “cuerpo místico” que no es otra cosa que “cuerpo
sacramental”.
Fue Pedro Lombardo quien fijó en el s.XII el “septenario sacramental”. Trento los definió
como siete, pero el número siete designa la totalidad.
Desgraciadamente, las modificaciones que han sufrido les han hecho perder su eficacia
evocadora. Necesitan de explicación, y eso equivale a reconocer que ya no son signos.
Así pues, los sacramentos son “signos”, pero la palabra es necesaria, no para explicarlos,
sino para hacer presente la salvación que el signo invoca.
La eficacia salvática de los sacramentos se explicó por el Concilio de Trento con la fórmula:
los sacramentos obra “ex opere operato” (en virtud del propio rito). Realizado el rito, tenemos
garantía de que Dios se hace presente a través de él.
Sin embargo, el mal entendimiento de esta fórmula ha conducido a prácticas mágicas o poco
ortodoxas. Dicha fórmula fue una respuesta a los donatistas y a Lutero, que condicionaban la
eficacia de la santidad personal del ministro y lo único que quiere decir es que Dios obrará a través
del rito aún cuando el ministro sea mediocre.
Además, la eficacia está condicionada al “non penentibus obicem” (se concede la gracia a a
quienes no ponen obstáculos).
En todo caso, los sacramentos no dispensan de seguir a Cristo, sino que celebran la vida
dedicada a seguir a Cristo, y por eso evitan el estancamiento del creyente.
Dios se da con absoluta seguridad a los sacramentos, pero no solamente a través de ellos. La
gracia puede preceder al sacramento y viceversa (“reviviscencias”). Pero no significa que sean
superfluos, ya que hacen más eficaz la acción de Dios. Los sacramentos desaparecerán cuando
llegue el Reino, pero no antes.
El bautismo por inmersión representa el nuevo nacimiento. El fin del viejo hombre y el
nacimiento del nuevo. Los catecúmenos se despojan de sus antiguas vestiduras y mediante las
“renuncias” aclaran como era el “hombre viejo” que querían ahogar. Después mediante la
“profesión fe” esbozan los rasgos del “hombre nuevo”.
Los Santos Padres lo consideraron enseguida como una nueva alianza con Dios, pero a
diferencia de la Antigua, ésta tiene un carácter personal, y cada cual responde por sí mismo.
El bautizado pasa a ser propiedad de Dios, pero la costumbre del bautismo de los niños ha
hecho perder de vista la magnitud del desgarramiento interior que suponía esa decisión y que en la
Iglesia se preparaba a lo largo de tres años.
Una vez tomada la decisión, lo difícil es que está todo por hacer, y que para enterrar al
“hombre viejo” hará falta toda la existencia. De hecho la xxxxxxxxxxxxX antes de entrar al agua es
para la vida entera y xxxxxxxxxXX en ese enfrentamiento.
Por lo que respecta al misterio, para entenderlo hay que destacar sus diferencias con otros
similares.
Pues bien, el bautismo supone un avance frente a otros baños regeneradores, hace entrar en
comunión con el Espíritu Santo.
El actor principal del bautismo no es el hombre, sino Dios a través de su ministro. El hombre
sólo puede recibir ese don con la disponibilidad de la fe.
La muerte de Cristo fue como un “bautismo general” de toda la humanidad, que se actualiza
después para cada uno. Así pues, cuando el cristiano se bautiza se acepta de antemano una muerte
como la de Cristo.
El bautismo significa la admisión en la Iglesia y eso implica que la vida religiosa debe
expresarla con mayor plenitud, el bautizado debe dar prioridad a los intereses del Reino de Dios.
Hemos visto que el bautismo celebra la opción fundamental que una persona hace por el
Reino de Dios y debe recibirse con la “disponibilidad de la fe”. Esto genera una duda ¿es el
bautismo “cosa de niños”?.
Pero, en el caso de los niños ¿qué pecados? San Agustín entendió que era el “pecado
original”. Planteándose enseguida cual sería el destino eterno de los niños que murieran sin
bautismo.
Se entendió que ese destino era el “limbo”, cosa que la Iglesia nunca ha definido como
dogma de fe y cuya existencia hoy es rechazada mayoritariamente por los teólogos.
El bautismo incide sobre las dos dimensiones del pecado original: al entrar en la comunidad
cristiana, opone al hamartiosfera la solidaridad en el bien y repara el daño infligido a nuestra
naturaleza.
Con todo, el bautismo de los niños debería justificarse por sus efectos de alianza con Dios e
incorporación a la Iglesia. Pero, ¿cómo pueden recibir el sacramento de la fe quienes no son capaces
todavía de creer?.
La respuesta clásica ha sido que la Iglesia presta a los niños su fe hasta que puedan hacerla
suya. El fundamento está en el esperanza razonable de que ellos mismos pedirían el sacramento si
pudieran hacerlo. Por eso, lo cuestionable no es el bautismo en si, sino el bautismo de “todos” los
niños. Sólo debe bautizarse a los que razonablemente podemos esperar que harán suyo ese
bautismo.
Los primeros cristianos consideraban que el pecado no tenía cabida en la vida del que ha
nacido de Dios. Pese a ello al pecador se le concedía una nueva oportunidad y si reincidía era
expulsado de la Iglesia.
Esta situación que resultaba insostenible dio paso a nuevas fórmulas como la penitencia
tarifada, hasta que a partir del s.XII se abrió poco a poco el sacramento de la penitencia tal y como
hoy lo conocemos (la principal penitencia es descubrir a otro los propios pecados).
Este sacramento encuentra su máximo sentido en el perdón de los pecados mortales. Fue
sustituido para reconciliar de nuevo con Dios y con la humanidad a quienes rompieron la opción del
bautismo.
Su ámbito correcto no es el de las confesiones periódicas por los pecados veniales. Habría
que pensar en los hombre que reciben conscientemente el bautismo. La mayoría de ello se
mantendrán fieles de por vida a esa opción, pero desgraciadamente algunos de ellos romperán su
compromiso con el Reino de Dios, abandonando la comunidad cristiana.
Esto ocurrirá en ocasiones muy contadas. No parece razonable que una opción fundamental
pueda romperse y restaurarse con cierta frecuencia. Cosas tan serias y trascendentales como el
pecado, la amistad con Dios, la vida y la muerte eternas no pueden estar sometidas a continuos
vaivenes.
Muchos piensan que pueden arreglar sus pecados a solas con Dios sin recurrir al sacramento
de la penitencia. Sin embargo, eso supone olvidar una exigencia antropológica, en la vida de
hombre los acontecimientos decisivos se consagran en ritos.
Además, teológicamente, el pecado no es sólo una infidelidad a Dios, sino que hiere también
a la Iglesia, por lo que parece necesario reconciliarse también con esta.
Ambas reconciliaciones no son sólo simultáneas, sino que la reconciliación con la Iglesia
produce la reconciliación con Cristo.
En lo que respecta a obtener el perdón de Dios es, a la vez, muy fácil y difícil.
Es muy fácil por lo que a Él se refiere, de hecho, los evangelios están llenos de concesiones
gratuitas de perdón.
Es muy difícil por parte nuestra, porque el pecado no es sólo algo que debe ser perdonado,
sino también erradicado.
El decreto tridentino era deudor de la metafísica aristotélica (había que definir género,
número, especia y circunstancias) pero en ningún modo es válido para una concepción integral del
pecado que no sólo ha de valorar el acto en sí, sino también las actitudes interiores de las que brotan
tales actos.
Por lo visto hasta ahora, durante los siete primeros siglos del cristianismo, el sacramento de
la penitencia fue instituido para perdonar los pecados graves, para los leves existían otras formas.
En todo caso, la normal no debe ser una periodicidad determinada, sino la autenticidad.
Por último, debe ser el sacramento de la alegría, ya que el pecador que acaba de ser
perdonado es readmitido al banquete de la eucaristía.
La cena pascua judía les permite recordar el pasado (la liberación de Egipto) actualizándolo
en el presente (los comensales se vuelven contemporáneos de sus antepasados que salieron de
Egipto) y proyectándolo hacia el futuro (venida del Mesías).
Pues bien, la eucaristía tiene el mismo ritmo ternario que la cena pascual: recuerda un
pasado que fue decisivo para nosotros, lo actualiza en el presente y nos proyecta hacia el futuro que
esperamos. Sólo cambia los contenidos de esos tres momentos: el pasado es muerte y resurrección
de Cristo. El futuro anticipado es la plenitud del Reino de Dios.
Así pues, la eucaristía es la celebración del tiempo intermedio. Es, antes que nada, el
memorial de la muerte y resurrección de Cristo. Jesús dijo: “Haced esto en memoria mía”, pero
“esto” no se refiere sólo al gesto ritual, es celebración de una vida entregada. Se trata, pues, de vivir
como Cristo vivió, y luego celebrar nuestra vida entregada como él lo hizo.
Cuando afirmamos esto, no debemos pensar en el Jesús mortal, sino en el Cristo resucitado
(sólo así es posible su presencia real).
La eucaristía también es una anticipación del futuro esperado: la plenitud del Reino de Dios.
Si el pan y el vino son signos de desigualdad (unos lo acaparan en sus mesas y otros viven
sin lo más necesario), la mesa eucarística presenta la reconciliación de los hombre entre sí y con
Dios y debe servir de brújula para la historia.
Por eso, es también el más radical acto de protesta contra una sociedad en la que unos
hombres oprimen o marginan a otros.
Dios no ha revelado el modo en que ocurrirá el fin de los tiempos, como tampoco manifestó
el modo de la creación. Por eso, al igual que hemos aceptado como lenguaje literario las
descripciones de la creación que hace la Biblia, lo mismo hemos de hacer con las descripciones del
final.
Para la antropología unitaria la muerte es el final del hombre entero. El alma no es divina ni
preexiste al cuerpo, sino que informa una materia. La certeza de que nuestra alma no morirá se basa
en la voluntad de Dios y sólo puede entenderse a través de la resurrección y la incorruptibilidad del
alma.
La existencia de una vida después de la muerte es objeto de fe, ya que no cabe ninguna
comprobación empírica.
Por lo que respecta al juicio de Dios que sigue a la muerte, hay que entenderlo como la
definitiva y aplastante victoria de Dios sobre el pecado y la muerte.
Ocurre que por influencia del concepto latino de justicia se empezó a ver el juicio como una
rendición de cuentas. Así el antiguo Dies Domini se fue convirtiendo en el Dies Irae.
Ahora bien, salvación y condenación no son dos destinos igualmente probables para los
hombres. El mensaje de Jesús es solo un mensaje de salvación. Por eso hay una concepción
asimétrica del juicio, ya que la victoria de Cristo y del conjunto de la humanidad es una certeza para
el creyente, mientras que la condenación, en el peor caso, alcanzaría a unos pocos.
Primero, hay que erradicar sus descripciones fantásticas y terribles, ya que carecen de
fundamento.
Segundo, Dios no ha creado el infierno. Todo lo que tiene origen en Él es bueno. Además no
pudo crearlo porque es una situación humana. Es la situación existencial que resulta del
endurecimiento definitivo de una persona en el mal.
El infierno será por toda la eternidad un testimonio del respeto que tiene Dios a la libertad
del hombre.
No conocemos a la María histórica, pero los datos revelados nos dicen que ocurrió una
experiencia profunda de fe en la vida de María, pero resulta muy difícil saber en qué consistió.
Diríamos que tuvo una revelación a través de una experiencia mística.
Lucas y Mateo afirman la concepción virginal de Cristo. Esto sólo puede interpretarse en el
sentido de que la salvación anhelada y buscada por los hombres no puede brotar de sus fuerzas
naturales, será siempre regalo de Dios.
Respecto al tema de la concepción virginal hay posiciones encontradas entre la Iglesia
Católica y Ortodoxa, que defienden la virginidad y las protestantes que sostienen la postura
contraria. A nosotros, el testimonio constante de la tradición de la Iglesia nos da una respuesta
afirmativa en este tema.
Hay muchos autores que creen que Lucas quiso presentar a María como personificación
femenina del pueblo de Israel, es indudable que María perteneció a aquella parte de Israel que
esperaba con ansía la salvación de Dios. Así, cuando María dice “hágase”, hace pasar a la
humanidad del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento, y puso fin a la espera del resto de Israel.
Lucas presenta a María como la primera que escuchó el Evangelio (aparece como discípula
de su Hijo y asociada a su tarea). La fe de María tuvo que ir creciendo a lo largo de su vida. La suya
es una fe que ignora el futuro y no acaba de comprender (como la nuestra), pero también ejemplar,
por su confianza ciega.
No hay que ocultar el uso antifeminista de la figura de María. A la vez que se marginaba a
las mujeres se idealizaba a María. Otras veces se le propone como modelo femenino de modestia,
abnegación y sumisión.
Sin embargo, ella cuando se declara “esclava del Señor” no lo hace como suele la mujer
frente al varón, sino como corresponde a cualquier criatura ante el Creador.
Parece que la María histórica fue pobre (Celso), una campesina sin aureola, sin recursos y
sin medios. De hecho, Lucas pone en boca de María un cántico en el que alaba a Dios porque viene
a liberar a los pobres.
El Concilio de Efeso (431) proclamó que María era la Theotokos (madre de Dios). Esto
significa literalmente que “María dio a luz al que era Dios” no que pudiera haber engendrado a
Dios.
Ahora bien, no se puede sacar la conclusión de que como madre posea una omnipotencia
suplicante sobre Cristo, ya que ella seguirá siendo una criatura ante su creador. Tampoco es
aceptable que se oponga la compasión de María a la justicia de Dios, ya que si María es
misericordiosa, Dios lo es mucho más, porque es la fuente de la misericordia de Dios.
El 8/12/1854 Pío IX definió su doctrina revelada que María estuvo exenta del pecado
original porque fue justificada por Dios desde el instante de la concepción. Dios le concedió aquello
que necesitaba para realizar mejor su vocación.
El 1/11/ 1950 Pío XII definió una doctrina revelada que María, “una vez cumplido el curso
de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.