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Otro ladrillo en la pared.

Identidad y marginalidad: una mirada desde la


literatura de Dostoievski, Proust, Sartre y Beckett .

Guido Fernández Parmo.


guido@fernandezparmo.com.ar
Universidad de Morón.

i. Introducción
En la presente comunicación vamos a intentar desarrollar una de las características que
conforman el concepto de marginalidad. Ahora bien, no se trata de describir o
representar una supuesta realidad. Dicen Deleuze y Guattari: “El concepto es
incorpóreo, aunque se encarne o se efectúe en los cuerpos”.1 Un concepto es un
territorio definido por sus elementos heterogéneos que le dan un perímetro irregular.
Como el concepto de superhombre. Uno no es un superhombre, sino que se trata de un
momento, más o menos fugáz, de la existencia. Lo mismo ocurre con nuestro concepto
de marginalidad: no todos los marginales tienen todas las características, pero por algún
momento todos pasan por el concepto absoluto, así como todos los no-marginales,
pasamos, relativamente, por momentos de marginalidad. De allí que, como dicen
Deleuze y Guattari, el concepto sea absoluto y relativo: absoluto porque sus
componentes heterogéneos y finitos forman un todo, pero relativo porque está siempre
en relación a otros conceptos.
En un trabajo anterior,2 hemos desarrollado una primera característica de la
marginalidad que es su «invisibilidad». Tomando como punto de partida la novela de
Wells La máquina del tiempo, allí describimos a la marginalidad como una
«subjetividad transparente», en la medida en que la desperfecta maquinaria disciplinar
de nuestras instituciones sólo puede producir cuerpos deformes y toscos que se
enfrentan a los cuerpos delicados del dispositivo del control (de estas dos grandes
producciones de subjetividad saldrían las dos razas de hombres de la sociedad del futuro
descrita por Wells). La invisibilidad de los marginales tiene como consecuencia su

1
Deleuze, Gilles/Guattari, Félix, ¿Qué es la filosofía? Barcelona, Anagrama, 1997. p. 26
2
“Sociedades de control y disciplinarias en la era del Imperio: la utopía capitalista. Un comentario a La
máquina del tiempo de H. G. Wells”. Ponencia presentada en el X Congreso Metropolitano de Psicología.
Organizado por la APBA. Facultad de Psicología (Universidad de Buenos Aires). 17 al 19 de Mayo de
2002.
exclusión. En la medida en que la mirada del otro los atraviesa, estos cuerpos sucios,
pero invisibles, están condenados a una exclusión incluída. La exclusión, o más bien la
invisibilidad, socava los últimos elementos de la propia identidad, individual o
colectiva: el trabajo, el ocio, el entretenimiento, la producción cultural, el conocimiento,
etc. Por lo tanto, la subjetividad transparente será, también, una «subjetividad
anónima», que tendrá como consecuencia su intercambiabilidad Y la marginalidad se
construirá como de-construcción de las identidades producidas por el primer capitalismo
de la sociedad disciplinaria. La marginalidad será ese Otro indeterminado, siempre
desplazado con respecto a la mismidad. La identidad se caracteriza, así, por su relativa
estabilidad, mientras que la marginalidad, por su absoluta movilidad. Y, por otro lado,
la identidad se define por sus límites cerrados, y la marginalidad por su apertura.
Comenzaremos retomando la imagen de la habitación, como territorio coincidente con
la identidad, presente en todos los autores elegidos en este trabajo. La habitación es la
nueva caverna iniciática del sujeto urbano moderno. Se trata de jugar un poco y un rato
con la literatura, por el sólo placer que ello causa, y para construir un concepto
filosófico de marginalidad.

ii. Desarrollo.
La habitación como el terriotio del Yo, como el refugio del Yo. Pensaremos, de esta
manera, a la identidad, como una cuestión de delimitación, de urbanismo, de
territorialización. Porque la identidad individual (Yo) encerrada en una habitación se
corresponde con una identidad colectiva encerrada en ciertos espacios urbanos:
countries, barrios cerrados, shoppings, y todos los territorios con ingreso restringido. La
marginalidad se enfrenta a esta identidad atrincherada detrás de sus murallas, demasiado
aterrada para espiar hacia el afuera, demasiado indiferente para visualizarla. Los nuevos
territorios urbanos producen una identidad aislada de la otredad siempre amenazante.
En todos los escritores que citamos, se repite la misma situación: un yo y una
habitación. Tal vez el paradigma de esto sea el narrador de En busca del tiempo
perdido, que, asmático, se pasa largas horas, como el mismo Proust, encerrado en su
habitación reconstruyendo sus días pasados, recuperando el tiempo perdido, en busca de
una identidad. Ahora bien, la misma búsqueda implica la ausencia de un yo definitivo.
Dice Marcel, el narrador de la novela: “Yo no era un solo hombre, sino el desfile de un
ejército complejo”;3 y, en el último libro, se refiere al individuo como “una serie de yos
yuxtapuestos pero distintos que morían uno tras otro, o hasta alternarían entre ellos”.4
La identidad se presenta, de esta manera, como una construcción, medianamente
azarosa, de territorios (tarea que se realiza, en Proust, por la reconstrucción selectiva de
los recuerdos: por ejemplo, el lado de Méséglise y el lado de Guermantes).
Podríamos decir que la obra de Proust es una deconstrucción de una clase social, a la
vez que una descripción de su decadencia. De la sociedad aristocrática a la burguesa, la
novela de Proust nos muestra las transformaciones, no sólo de la identidad individual,
sino de una identidad social, de una subjetividad social. Los enormes desajustes entre
las caras presentes y los propios recuerdos del narrador, en la reunión del final de la
novela, son la viva imagen del Tiempo, y muestran cómo cada uno es muchos, y cómo
la identidad individual se metamorfosea como los insectos. Pero el desajuste es mayor
en la medida en que las metamorfosis individuales representan transformaciones
sociales. Escribe el narrador: “Todos estos rasgos nuevos del rostro implicaban otros
rasgos de carácter; la seca y flaca muchacha se había convertido en una voluminosa
abuela. Podía decirse que era otra persona, y no ya en un sentido zoológico como en el
caso de monsiuer d’Argencourt, sino en un sentido social y moral”.5
Debemos pensar, entonces, en las nuevas determinaciones de la subjetividad actual,
en las nuevas transformaciones y en sus metamorfosis. Reconstruyendo los nuevos
territorios por donde pasan esas determinaciones y las nuevas alianzas, podremos
entender mejor a qué marginaldiad nos referimos.
La identidad se configura, así, por sus límites concretos y precisos, por sus
determinaciones sociales. En las primeras épocas del capitalismo, al menos en la que
coincide perfectamente con la sociedad disciplinaria, las identidades estaban todas
sujetas a modos de subjetivación bien precisos. Uno terminaba siendo un obrero o un
capitalista, un obrero metalúrgico o un obrero de la construcción, un burgués intelectual
o un burgués industrial, etc. El capitalismo se define, así, por una primera determinación
de subjetividades. En realidad, por una determinación de lo indeterminado y absoluto
que se econtraba en su origen. Dice Marx con respecto a la población despojada de sus
medios de existencia en ese momento originario: “estos seres que de repente se veían
lanzados fuera de su órbita acostumbrada de vida, no podían adaptarse con la misma

3
Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. 6. La fugitiva, Madrid, Alianza, 1997. p. 85
4
Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. 7. El tiempo recobrado, Madrid, Alianza, 1996. p. 301
5
Ibíd. p. 280
celeridad a la disciplina de su nuevo estado. Y así, una masa de ellos fueron
convirtiéndose en mendigos, salteadores y vagabundos”.6 Como sabemos, a estos
vagabundos y mendigos los esperaba la sociedad disciplinaria que necesitaba
aprovechar la fuerza de trabajo desaprovechada. Volviendo a nuestro tema, todo estaba
por ser determinado. Ahora bien, los marginales de nuestra época, de nuestro
capitalismo, los nuevos mendigos, vagabundos y salteadores, son el mismo excedente
del capitalismo, son las sobras, los restos de un modo de producción que ya no los
necesita. A estos nuevos marginales no los espera, aparentemente, en la lógica misma
del capitalismo, ninguna ortopedia social, ninguna disciplinarización, así como tampoco
ningún control, porque, literalmente, sobran.
En algún lado Deleuze y Guattari dicen que una sociedad podría definirse no tanto
por sus luchas de clases, sino por sus líneas de fuga. Precisamente, nuestra sociedad
queda definida, así, por las líneas de fuga que produce: su marginalidad. La
marginalidad será la identidad que se diluye, que pierde su territorio específico, su
“órbita acostumbrada de vida”. Dice el hombre del subsuelo: “Por lo demás, si, irritados
por esta cháchara (y ya me doy cuenta que lo están), se les ocurre preguntar quién soy
yo en realidad, le responderé que soy un asesor colegiado. Serví en la administración
para poder comer (por ello únicamente), y cuando el año pasado un pariente lejano me
dejó de herencia seis mil rublos, pedí la excedencia en el acto y me instalé en este
rincón. Antes también vivía en este rincón, pero ahora estoy instalado en él. Mi cuarto,
malo, detestable, se halla en las afueras de la ciudad”.7 Desvinculado de la sociedad, el
personaje se recluye en sí mismo, encerrado en su cuarto del subsuelo. Pero lo que
queda de él apenas si llega a ser una identidad: “No sólo no he podido hacerme malo,
sino que tampoco ninguna otra cosa: ni malo, ni bueno, ni canalla, ni honrado, ni héroe,
ni insecto”.8 Algo que, ya en la sociedad capitalista avanzada, y con un trabajo alienado,
sí pudo realizar Gregorio Samsa en su habitación. La habitación, con sus cuatro paredes
“harto conocidas”,9 se vuelve amenazante cuando la otredad se instala en ella: “Pero
aquella habitación fría y alta de techo, en donde había de permanecer echado de bruces,
le dio miedo, sin que lograse explicarse por qué, pues era la suya, la habitación en que
vivía desde hacía cinco años”.10

6
Marx, Carlos, ElCapital Tomo 1, La Habana, Ciencias Sociales, 1981. pp. 672-673
7
Dostoievski, Fiodor, Apuntes del subsuelo, Barcelona, Bruguera, 1980. pp. 10-11
8
Ibíd. pp. 9-10
9
Kafka, Franz, La metamorfosis, Bs. As., Losada, 1992. p. 15
10
Ibíd. p. 36
Cuando la habitación nos devuelve una otredad absoluta, ésta se convierte en un
muro.11 El muro se vuelve el límite abierto de la identidad, el umbral de un afuera
absoluto, de un afuera sin territorios, desterritorializado. El muro de lo imposible, como
lo llama Dostoievski,12 se vuelve, entonces, el muro de los condenados a muerte. Y lo
que revela este muro es el anonimato, el ser prescindible y contingente de los
marginados. Dice el condenado a muerte de El muro, mientras espera en su celda: “Miré
durante un buen rato el redondel de luz que la lámpara hacía en el techo. Estaba
facinado. Luego, bruscamente, me desperté, se borró el redondel de luz y me sentí
aplastado bajo un puño enorme. No era el pensamiento de la muerte ni el temor: era lo
anónimo”.13 De la habitación al muro. De la identidad al anonimato. La habitación
delimita un territorio, un espacio de reconocimiento, un medio de existencia. En
cambio, el muro abre el territorio y enfrenta las identidades al afuera. Cuando la
sociedad disciplinaria ya no disciplina más, porque a los hospitales la gente va a dormir,
y a las iglesias se va a comer, o porque se quiere que al ejército vayan los sobrantes de
la escuela, el espacio estriado, reticulado, es reemplazado por un espacio liso, líquido:
por ejemplo, la cárcel abierta de La ilusión monarca de Marcelo Cohen, que tiene como
muro al muro líquido del mar. El muro como límite que enfrenta a los condenados de la
tierra a la propia nada, a su naturaleza incomprensible. Si bien lo incomprensible sólo se
manifiesta concretamente en los rostros constituídos, en los territorios determinados. Es
decir, el afuera absoluto sólo puede pensarse, como ocurre con las Ideas kantianas, que
son los límites del pensamiento, los umbrales de posibilidad. Entonces sólo desde las
identidades observamos, negativamente, a la marginalidad como umbral. Dice el
narrador de El muro: “Se puede pensar en cualquier cosa, se tiene todo el tiempo la
impresión de que es así, de que se va a comprender y luego se desliza, se escapa y
vuelve a caer. Me digo: después no hay nada más. Pero no comprendo lo que quiero
decir. Hay momentos en que casi llego... y luego vuelvo a caer, recomienzo a pensar en
los dolores, en las balas. Soy materialista, te lo juro, no estoy loco, pero hay algo que no
marcha”.14 Lo que no marcha es, precisamente, la propia razón que no deja de buscar
identidades entre las palabras y las cosas, y de postular discursos coherentes. Lo que no
marcha es la no correspondencia entre un discurso de la identidad o mismidad y un

11
Este pasaje se puede ver perfectamente, también, en la obra de Paul Auster: del encierro de Ghosts y de
Mr. Vertigo, pasando por la habitación-memoria de La invención de la soledad, hasta el absurdo muro de
La música del azar.
12
Dostoievski, Fiodor, Op. Cit. p. 23
13
Sartre, Jean.-Paul, El Muro, Bs. As., Losada, 1997. pp. 24-25
cuerpo que ya no tiene identidad, el cuerpo de la marginalidad, el cuerpo anónimo. Así
experimenta la pérdida de su identidad el protagonista de El muro: “Sin duda tenía
miedo de verme como estaba, gris y sudoroso: éramos [Tom y el narrador] semejantes y
peores que espejos el uno para el otro”.15 Y más adelante: “Le miraba de reojo [a Tom],
y, por primera vez me pareció desconocido; llevaba la muerte en el rostro. Estaba herido
en mi orgullo: durante veinticuatro horas había vivido al lado de Tom, le había
escuchado, le había hablado y sabía que no teníamos nada en común. Y ahora nos
parecíamos como dos hermanos gemelos, simplemente porque íbamos a reventar
juntos”.16 Y, entonces, la consecuencia directa de esta indiferencia y pérdida de la
identidad: “Se iba a colocar a un hombre contra un muro y a tirar sobre él hasta que
reventara: que fuera yo o Gris u otro era igual”. 17 Llegamos, de esta forma, a la la sub-
característica del anonimato: la intercambiabilidad. Porque de este lado de la pared, y
oponiéndose a la misma tendencia abstracta del capitalismo, la identidad se aferra a
valores e instituciones tradicionales e irremplazables: la familia, la religión, la
propiedad privada. Los muertos de este lado de la pared sí tienen nombre (apellido,
Dios o cuenta bancaria). Pero la marginalidad anónima es intercambiable en sí misma,
es decir, no admite privilegios ni jerarquías dentro de la masa anónima. De allí que no
importe, para la biopolítica del capitalismo, cuántos ni quiénes mueren. La muerte sólo
es digna de ser relatada por el contexto que la rodea y no por la muerte misma. La
muerte de un marginal entra en el discurso, en el lugar privilegiado de los discursos, es
decir, en los medios de comunicación, sólo si las repercusiones atentan contra la propia
identidad de la sociedad: la policía, la justicia, la Iglesia, etc.
Los cuerpos de los marginales se confunden, sus rostros se unifican. Es el caso de
Moran que termina confundiéndose o asemejándose a Molloy, repitiendo sus
deformidades, sus vicios, sus enfermedades, sus hábitos. Moran, en la búsqueda de
Molloy, sobre todo cuando pierde a su hijo, realiza un viaje iniciático hacia la pérdida
de la identidad, hacia lo anónimo. Dice Moran en Molloy: “Creía verme envejecer con
la rapidez de una mariposa efímera. Aunque no era exactamente la idea de
envejecimiento la que me asaltaba. Y lo que veía se parecía más bien a un
desmigajamiento, a un derrumbamiento implacable de cuanto desde siempre me había

14
Ibíd. p. 28
15
Ibíd. p. 27
16
Ibíd. p. 29
17
Ibíd. p. 36
protegido de aquello en lo que desde siempre estaba condenado a convertirme”.18
Después de Molloy Beckett inciará una escritura en donde los personajes comienzan a
confundirse hasta desaparecer en esa voz impersonal de Compañía o de Rumbo a peor.
Dice el narrador de El innombrable: “Le veo [a Malone] desde la cabeza hasta la
cintura. Se acaba en la cintura para mí. El busto está erguido. Quizá está sentado. Lo
veo de perfil. A veces me digo, ¿no se tratará en realidad de Molloy? Tal vez sea
Molloy con el sombrero de Malone”.19
La intercambiabilidad es, entonces, la consecuencia directa de la pérdida de la
identidad. Nadie mejor que Beckett para describir estos procesos de pérdida y de
construcción de las identidad, de los distintos yoes que nos atraviesan en la vida. Por
eso no es casualidad que sus personajes sean todos marginales, linyeras, enfermos,
deformes, judíos, desocupados, impotentes. Marx mismo había llegado a vislumbrar
esta característica de nuestro capitalismo cuando, en los Grundrisse, dice con respecto a
la identidad que produce el trabajo: “La indiferencia ante el trabajo determinado surge
en una forma de sociedad en que los individuos pueden pasar fácilmente de un trabajo a
otro y en que el tipo determinado de trabajo es para ellos algo casual y, por tanto,
indiferente”.20 Sólo tenemos que prescindir de la posibilidad del trabajo, y situarnos en
un desocupado estructural, para entender que la intercambiabilidad ya estaba en el
gérmen de la misma lógica del Capital.

iii. Conclusión.
Habíamos dicho que una sociedad se definía por sus líneas de fuga. La marginalidad
actual es una de las líneas de fuga, negativa y de pérdida. En tanto línea de fuga, la
marginalidad pasa por el medio de los territorios, entre las identidades determinadas,
vagabundeando por las calles, fuera de órbita. La marginalidad pasa por el medio como
la desterritorialización sobre la que se instala la territorialización. Símbolo o síntoma del
capitalismo, la marginalidad representa la lógica misma de la producción capitalista
actual. Una ontología de lo marginal representa la carencia de ser en tanto no terminado,
no acabado. Una existencia que se sitúa entre dos extremos: en Sartre, entre la nada y el
ser, o lo sólido y lo inmaterial (por ejemplo, la viscocidad de la conciencia); los grises y
las esperas becketteanas (la famosa espera de Godot); las dudas dostoievskianas (la

18
Beckett, Samuel, Molloy, Barcelona, Lumen, 1999. p. 193
19
Beckett, Samuel, El innombrable, Madrid, Alianza, 1998. p. 39
20
Marx, Karl, Grundrisse Tomo 1, México D. F., F. C. E., 1985. p. 18
culpa de Raskolnikov en Crimen y castigo, o el ateísmo de Ivan Karamazov); o, por
último, los devenires proustianos. Citemos, al menos, un ejemplo de Proust: “Por lo
demás, en cuanto a monsieur de Charlus, después me di cuenta de que para él había
diversas clases conjunciones, algunas de las cuales, por su multiplicidad, su
instantaneidad apenas visible y, sobre todo, por la falta de contacto entre los dos actores,
recordaban más aún esas flores que en un jardín son fecundadas por el polen de una flor
vecina que nunca tocarán”.21 La noción que está en juego es la de encuentro y devenir:
el encuentro entre dos elementos que los alteran y descubren como novedades. El
devenir es la desterritorialización relativa de dos o más elementos: el barón de Charlus
deja de ser quien era para el narrador, así como Jupien, su joven amante, y son algo más
que pasa entre ellos: una primera forma de homosexualidad. De la misma manera, la
flor deja de ser flor y el abejorro deja de ser abejorro en el devenir animal de la flor y en
el devenir vegetal del insecto, para ser (como devenir) la reproducción. La marginalidad
actual es este devenir.
La marginalidad pasa, pues, por el medio, porque, como límite, representa el adentro
y el afuera, el arriba y el abajo, de una sociedad fundada sobre diferencias. El poder es,
de hecho, la diferencia en su ejercisio. Dice el narrador de La ilusión monarca sobre
los presos: “como ninguna voz lo prohíbe, muchos deciden lavarse en la resaca y
mientras se lavan empiezan a comprender que, además de un límite, el mar es una
posibilidad”.22 Y ante el muro de lo imposible, representado en las leyes de la naturaleza
y la matemática, el hombre del subsuelo grita: “Pero, Dios mío, ¿qué me importan a mí
las leyes de la naturaleza y las matemáticas, si esas leyes y el dos por dos cuatro no son
de mi agrado? Como es natural, no conseguiré quebrar el muro con la cabeza, si no
tengo fuerzas para hacerlo, pero no me reconciliaré con su existencia por el mero hecho
de que sea un muro de piedra y no tenga yo suficientes fuerzas”.23
En principio, esta marginalidad representa el propio umbral del capitalismo. Además
de símbolo, la marginalidad es el propio límite del capitalismo: más allá de ésta habita
lo revolucionario, y más acá, la repetición de lo mismo. Pero, en segundo lugar, la
marginalidad también es carencia. Y una carencia que es una carencia bestial,
inhumana. Al lado de la posibilidad, la violenta pobreza se presenta como la otra cara

21
Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. 4. Sodoma y Gomorra, Madrid, Alianza, 1997. p. 40
22
Cohen, Marcelo, El fin de lo mismo. «La ilusión monarca», Bs. As., Alianza, 1992. p. 19
23
Dostoievski, Fiodor, Op. Cit. p. 24
del límite. Del lado de allá, la posibilidad. Pero del lado de acá, una existencia dolorosa,
deforme, muda, impotente, violenta.

Bibliografía.

Auster, Paul, La música del azar, Barcelona, Anagrama, 1999.


Auster, Paul, La invención de la soledad, Barcelona, Anagrama, 1999.
Auster, Paul, Mr. Vertigo, London, Faber and Faber, 1994.
Auster, Paul, The New york Trilogy, London, Faber and Faber, 1992.
Beckett, Samuel, El innombrable, Madrid, Alianza, 1998.
Beckett, Samuel, Molloy, Barcelona, Lumen, 1999.
Cohen, Marcelo, El fin de lo mismo, Bs. As., Alianza, 1992.
Deleuze, Gilles/Guattari, Féliz, ¿Qué es la filosofía? Barcelona, Anagrama, 1997.
Dostoievski, Fiodor, Apuntes del subsuelo, Barcelona, Bruguera, 1980.
Kafka, Franz, La metamorfosis, Bs. As., Losada, 1992.
Marx, Carlos, El capital, La Habana, Ciencias Sociales, 1981.
Marx, Karl, Grundrisse, México D. F., F. C. E., 1985.
Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. 3. Sodoma y Gomorra, Madrid, Alianza,
1997.
Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. 6. La fugitiva, Madrid, Alianza, 1997.
Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. 7. El tiempo recobrado, Madrid, Alianza,
1996.
Sartre, Jean.-Paul, El muro, Bs. As., Losada, 1997.

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